CLASE Nº 1 La presente clase ha sido elaborada por su autor exclusivamente para ser dictada en el Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales (PLED), en
la unidad 1: “El proyecto integral de refundación
capitalista: instalación, maduración y crisis actual”.
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Boron, Atilio A.. Universidad de Buenos Aires y Centro Cultural de la Cooperación. Director del Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.
“Del orden mundial de posguerra al desorden actual” Prof. Atilio A. Boron
La Segunda Guerra Mundial modificó profundamente la estructura del sistema internacional. La sobrevivencia de la URSS a los sistemáticos ataques sufridos desde el mismo triunfo de la Revolución Rusa, en Octubre de 1917, y su papel decisivo en la derrota del fascismo dieron lugar a la construcción de lo que en la literatura especializada se conoce como el “orden mundial de posguerra”. Un orden bipolar en el que, a diferencia de los que existieran previamente, los factores estabilizadores del mismo eran las dos superpotencias que detentaban el monopolio (el duopolio más exactamente) del armamento nuclear: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Este orden estaba erizado de peligros, entre ellos una catástrofe nuclear, pero al menos tenía una cierta previsibilidad. La estabilidad del régimen internacional que en el pasado se sustentaba sobre los difíciles, frágiles y efímeros acuerdos entre las potencias europeas, y que había presidido más de dos siglos de interminables guerras y aventuras militares de todo tipo, fue profundamente afectado por la emergencia de dos actores que antaño desempeñaban un papel relativamente marginal en los asuntos internacionales: los Estados Unidos y la Unión Soviética. En efecto, los primeros habrían de hacer su ingreso en la arena internacional sólo después de la Guerra Hispano-Americana de 1898. Mediante el Tratado de París, que puso fin a las hostilidades, Estados Unidos quedó bajo el control efectivo de Cuba, Puerto Rico, la isla de Guam y Filipinas, país que fue adquirido a los españoles por la modesta suma de veinte millones de dólares. De este modo Estados Unidos se introdujo en la política mundial como una impetuosa nueva potencia dotada de colonias en el Caribe y en Asia, y llamada a ejercer una creciente gravitación en los equilibrios internacionales. En el caso de la Unión Soviética la historia es distinta. Rusia había siempre jugado
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un papel en la política europea como baluarte reaccionario del viejo orden. El triunfo de los bolcheviques modificó radicalmente esta situación, y la situación de la joven república soviética pasó a ser la de un país invadido, agredido y hasta ocupado militarmente por sus vecinos. Sin embargo, a la terminación de la Segunda Guerra Mundial la URSS emerge como una formidable superpotencia militar, una referencia política necesaria en un mundo convulsionado por las luchas de la liberación nacional y el fin del colonialismo y las perspectivas de un progreso económico, basado en un vigoroso proceso de industrialización que, en su conjunto, modifican radicalmente el tablero de la política mundial. Es por eso que, tal como lo ha reiteradamente señalado Noam Chomsky, a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial la diplomacia norteamericana se dio a la tarea de diseñar y poner en funcionamiento un conjunto de instituciones intergubernamentales destinadas a preservar la supremacía de los intereses de los Estados Unidos en ese orden bipolar y regular el funcionamiento del sistema internacional para asegurar una “gobernanza” acorde con sus intereses globales. Sintetizando, podríamos decir que la propuesta estadounidense se plasmó en la creación de una tríada de agencias y/o organizaciones: a) las instituciones económicas emanadas principalmente de los acuerdos de 1944 firmados en Bretton Woods y que dieron nacimiento al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional y, poco después, al GATT, precursor de la actual Organización Mundial del Comercio. Estas instituciones desempeñaron por largo tiempo un papel clave en la imposición de las reglas del juego de la economía mundial. b) un denso conjunto de instituciones políticas y administrativas, generadas bajo el manto provisto por la creación de las Naciones Unidas en San Francisco, en 1945: FAO, UNESCO, OIT, OMS, PNUD, UNICEF y muchas otras. En el marco hemisférico la iniciativa más importante fue la disolución de la vieja Unión Panamericana y la creación de la OEA. Huelga aclarar que las Naciones Unidas coagularon en su esquema organizativo y de funcionamiento las relaciones de poder emergentes de la Segunda Guerra Mundial. El poder máximo de decisión está concentrado en el Consejo de Seguridad, un órgano profundamente anti-democrático de 15 miembros, 5 de los cuales –precisamente los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos, Rusia (como estado heredero de la URSS), China, Francia y Reino Unido ocupan sus asientos permanentes y disponen del poder de veto- y diez miembros que rotan cada dos años pero que no disponen del poder de veto. Nótese que quedan fuera del Consejo de Seguridad nada menos que Alemania, Japón e Italia, a los cuales se le podría agregar la India y otros países que por su gravitación económica o demográfica podrían aspirar a participar en dicho órgano. Téngase presente, además, que mientras el Consejo de Seguridad se encuentra avocado a la consideración de un tema el mismo no puede ser tratado por la Asamblea General en donde impera la regla democrática de un país, un voto y no existen poderes de veto.
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c) Por último, la diplomacia de Washington creó un complejo sistema de alianzas militares concebidas para establecer una suerte de “cordón sanitario” capaz de garantizar la contención de la “amenaza soviética”, y cuyo ejemplo más destacado ha sido la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). En el caso latinoamericano esta política se plasmó en la firma del TIAR, Tratado Inter-Americano de Asistencia Recíproca y la creación de la Escuela InterAmericana de Defensa, organismos éstos que cumplieron un papel crucial en la reafirmación de la hegemonía norteamericana en el área y en el sostenimiento (financiero, técnico, político e ideológico) de las tenebrosas dictaduras militares que asolaron la región. La infame Escuela de las Américas, en donde se instruyó a buena parte de los militares que asolaron la región en los años setentas y ochentas, es producto del TIAR. Ahora bien, si en la Guerra Fría fueron las instituciones políticas y militares del orden mundial las que desempeñaron la función articuladora general de la dominación, a partir del predominio del capital financiero y la crisis y descomposición del campo socialista se produjo un desplazamiento del centro de gravedad político del imperio hacia las instituciones de carácter económico. Esto se manifestó de la manera siguiente: a) por una parte, por una devaluación del papel de las agencias e instituciones políticas, administrativas y militares como custodios de la paz internacional o como reaseguros que impedirían que la bipolaridad atómica tuviera como desenlace una guerra termonuclear. Los Estados Unidos y sus aliados utilizaron a la ONU y sus diversas agencias para neutralizar, a comienzos de la década de los sesentas, la amenaza que un Patricio Lumumba radicalizado representaba para los intereses occidentales en el Congo, pero fueron estas mismas instituciones las que durante 27 años sostuvieron al régimen de Mobutu, uno de los peores y más corruptos tiranos en la historia del África independiente. Similarmente, la ONU toleró con total parsimonia el sabotaje al proceso de paz en Angola pero colaboró activamente en los esfuerzos por sacar a Milosevic de Bosnia y Kosovo, objetivos de primer orden de la OTAN. En relación a esta última conviene no olvidar el bochornoso papel desempeñado por la ONU en la crisis de los Balcanes: ante la imposibilidad norteamericana de obtener en dicho marco un refrendo de la Asamblea General de la ONU o del Consejo de Seguridad para su política belicista y genocida en Yugoslavia, el gobierno de la “tercera vía” de Clinton optó por servirse de la OTAN para tales propósitos. Esta deplorable involución, consentida por el silencio del Secretario General de la ONU, se suma a las legítimas dudas que plantea la estructura nodemocrática del gobierno de las Naciones Unidas, tema que hace tiempo que está en la agenda de discusiones pero sin que hasta ahora se haya obtenido ningún resultado positivo. b) Pero el desplazamiento en dirección a las instituciones económico- financieras de Bretton Woods se verificó también en el ataque sistemático de las grandes potencias, bajo el liderazgo norteamericano, al supuesto “tercermundismo” de la ONU y sus agencias en los años setentas. Esto dio origen a diversas iniciativas, tales como la salida de los Estados Unidos y el Reino Unido de la UNESCO durante el apogeo del neoconservadorismo de Reagan y Thatcher; la retención del pago de las cuotas de sostenimiento financiero de la ONU por parte de esos países; significativos recortes Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales – CCC Página 3
en los presupuestos de agencias “sospechosas” de tercermundismo, como la OIT, UNESCO, UNIDO, UNCTAD. El objetivo: “asfixiar financieramente” a las agencias de las Naciones Unidas para que abandonen sus posturas críticas al imperialismo. En 1974 la Asamblea General de las Naciones Unidas había adoptado la Carta de los Derechos y Obligaciones Económicas de los Estados, un notable cuerpo legal en el cual se establecía el derecho de los gobiernos a “regular y ejercer su autoridad sobre las inversiones extranjeras” así como “regular y supervisar las actividades de las empresas multinacionales.” Un elocuente recordatorio de cuán diferente era la correlación mundial de fuerzas y el “clima ideológico” prevaleciente en esa época lo ofrece un artículo específico de la Carta en el cual se reafirmaba el derecho de los estados para “nacionalizar, expropiar o transferir la propiedad de los inversionistas extranjeros,” cosas impensables en el actual clima ideológico internacional. Pero eso no fue todo: la Carta fue acompañada por la elaboración de un “Código de Conducta para las Empresas Transnacionales” y la creación de un Centro de Estudios de la Empresa Transnacional, ambas iniciativas destinadas a favorecer el mejor conocimiento y el control público de los nuevos actores de la economía mundial. También se comenzó a discutir la necesidad de crear un “Nuevo Orden Informativo Internacional”, precisamente para neutralizar el creciente control que los grandes oligopolios mediáticos estaban comenzando a ejercer en distintos países. Nótese que desde 1970 el Foro Económico Mundial venía reuniéndose en Davos pero la correlación mundial de fuerzas acallaba sus débiles voces que no lograban impedir, o siquiera demorar, esta llamativa “toma de posición” progresista en el seno de las Naciones Unidas. Huelga acotar que todas estas movidas tropezaron con la cerrada oposición del gobierno de los Estados Unidos y sus más incondicionales aliados, liderados por el Reino Unido. La reacción culminó, ya afianzada la hegemonía del capital financiero, con la abolición de la citada Carta y el Código de Conducta, la liquidación del Centro de Estudios de la Empresa Transnacional. Suerte similar corrieron las iniciativas también surgidas en aquellos años y tendientes a democratizar las comunicaciones mediante la creación del Nuevo Orden Informativo Internacional ya mencionado. Como signo de los tiempos, en los ultra-neoliberales noventas lo que se llegó a discutir fue la forma de imponer un Acuerdo Multilateral de Inversiones que, si hubiera sido aprobado, hubiera significado lisa y llanamente la legalización de la dictadura que de facto ejercen los grandes oligopolios en los mercados porque la soberanía de los estados nacionales en materia legal y jurídica habría quedado por completo relegada y subordinada a las imposiciones de las empresas. En esta misma línea, la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y Desarrollo) que creara Raúl Prebisch a mediados de los sesentas con el propósito de atenuar el impacto fuertemente proempresario y liberal del GATT fue sometida a similares recortes y restricciones jurisdiccionales. Al día de hoy la UNCTAD es una sombra espectral que sólo puede brindar asistencia técnica a los países subdesarrollados en aspectos comerciales y hacer algo de investigación, pero tiene expresamente prohibido ofrecer consejos de política a esos países. ¡Ésa se supone es la tarea del BM, el FMI y la OCM, que sí pueden “aconsejar” y, con sus “condicionalidades” hacer que los países implementen sus políticas, por lesivas que sean para sus poblaciones, para la autodeterminación nacional y la preservación del medio ambiente!
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c) A raíz de todo lo anterior, un conjunto de funciones que antes se encontraban en manos de UNCTAD, OIT, FAO, OMS,UNESCO fueron expropiadas por los organismos de Bretton-Woods. La política laboral la fijan ellas en lugar de la OIT; los temas educativos son también objeto de preferente atención y de eficaz monitoreo por el BM y ya no más por la UNESCO; la problemática de la salud fue también en gran medida extricada de la OMS y puesta a cuidado del BM y el FMI, al igual que las políticas sociales y previsionales en donde ambas instituciones cooperan con la OCM en fijar los parámetros de lo que debe hacerse en esas materias. Por su parte, el otrora poderoso Consejo Económico y Social de la ONU fue despojado de sus prerrogativas y jerarquías, siendo reducido al desempeño de funciones prácticamente decorativas.
¿Un “nuevo orden mundial” o un nuevo escenario internacional? A los comienzos de la década de los ochentas del siglo pasado una pléyade de pensadores neoconservadores se apresuró en saludar el advenimiento de una nueva era de supremacía norteamericana, resultante en gran medida de la “línea dura” aplicada por el Presidente Ronald Reagan en sus políticas hacia la Unión Soviética. Recordar la “guerra de las galaxias” y la desorbitada expansión del militarismo norteamericano de esos años. Esta peculiar percepción sobre las transformaciones en curso en el sistema internacional alcanzaron nuevas alturas luego de la caída del Muro de Berlín y la “exitosa” resolución de la crisis provocada por la invasión de Saddam Hussein a Kuwait, que diera lugar a la primera guerra de Irak. Una similar exaltación habría de ocurrir una década más tarde cuando, luego de los atentados del 11 de Septiembre del 2001, los Estados Unidos establecieron su nueva política estratégica de la “guerra infinita” llamada a imponer, a sangre y fuego, el nuevo orden tantas veces celebrado. En su momento el arrasamiento de Afganistán y la segunda guerra de Irak dieron nuevos impulsos a esta creencia. Hoy en día, luego de que la resistencia iraquí frustró los planes de George W. Bush y tras el fracaso rotundo de la operación en Afganistán, son pocos quienes se atreven a hablar de un “nuevo orden mundial”. En efecto, una somera mirada sobre esta problemática bastaría para demostrar la incurable fragilidad de los anuncios acerca del advenimiento del “nuevo orden mundial.”
Aún para el más rudimentario de los
análisis la constitución de un “orden internacional” debería significar lo siguiente: (a) que existe un conjunto claramente identificable de instituciones, procedimientos y regímenes de alcance global establecidos para regular el grueso de las transacciones internacionales; (b) que tales normas, acuerdos y agencias decisorias gozan de un mínimo grado de estabilidad y efectividad en la prevención, manejo y pacífica resolución de una amplia variedad de conflictos o diferendos internacionales de todo tipo, desde rivalidades económicas hasta hostilidades armadas.
Un diagnóstico razonablemente bien informado sobre la actual situación internacional demostraría que la supuesta existencia de dicho “nuevo orden mundial” es una piadosa mentira de Washington, que a nadie
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puede convencer. Podría, eso sí, hablarse de un nuevo “escenario internacional,” turbulento y tumultuoso, surgido de las ruinas del orden mundial de la posguerra, del fin de la bipolaridad soviético-norteamericana y del derrumbe del sistema de alianzas y regímenes internacionales gestados durante los años posteriores a la segunda guerra mundial. Los residuos de dicho orden: el sistema de las Naciones Unidas, el derecho internacional y las alianzas económicas y estratégicas de aquellos años sobreviven penosamente en un ambiente internacional que ha sido reconfigurado dramáticamente y sin precedentes, en un muy breve tiempo. Esta imagen guarda muy poca semejanza con los mesiánicos mensajes repetidamente enviados por el Presidente George Bush Sr. y sus portavoces luego de iniciada la Segunda Guerra del Golfo y que aseguraban que “Los estadounidenses tienen la exclusiva responsabilidad de llevar a cabo la ardua tarea de la libertad en el mundo. Entre todas las naciones sólo los Estados Unidos tienen al mismo tiempo la estatura moral y los medios para hacer posible esta empresa.” (Declaración oficial, reproducida en The New York Times, Abril 14 de 1991) Esta afirmación nada tiene de nuevo ya que simplemente reformula la viejísima doctrina del “destino manifiesto” norteamericano. Ha sido repetidamente expresada por gran cantidad de ocupantes de la Casa Blanca y, luego de Bush Sr., ha sido reiteradamente reafirmada por Bill Clinton y, de una manera radical, por George W. Bush, especialmente luego de los acontecimientos del 11 de Septiembre. Esta pretensión mesiánica y fundamentalista tiene tales connotaciones morales que provocan su fulminante descalificación una vez que se la somete a un elemental juicio crítico, y no vamos a perder tiempo insistiendo una vez más en ese asunto. Ahora bien, cabría preguntarse, en cambio, por el grado de verosimilitud que tienen los diagnósticos y las expectativas de los antiguos y actuales heraldos del “nuevo orden mundial.” Tratar de responder a esta pregunta nos reinstala, de inmediato, en un viejo debate. El imperialismo norteamericano, ¿está en expansión o, por el contrario, se enfrenta a su inexorable decadencia? Este debate adquirió fuertes tonalidades en la década de los ochentas tanto en los países centrales como en América Latina. Si hacia comienzos de los noventas, luego de la implosión de la Unión Soviética, la caída del Muro de Berlín y la derrota de numerosas tentativas democráticas y emancipadoras en el Tercer Mundo, el debate fue saldado a favor de la tesis que reafirmaba el irresistible ascenso de la hegemonía norteamericana, en la actualidad la controversia ha surgido una vez más con renovados bríos. En parte, por el desorbitado fortalecimiento del poderío militar de los Estados Unidos y, en parte también, por el abandono de los viejos escrúpulos morales que hacían que la derecha tradicional norteamericana rehusara reconocer que su país era imperialista. Los nuevos cruzados, desde Michael Ignatieff hasta Robert Kagan, pasando por Francis Fukuyama, Charles Krauthamer y tantos otros, se empeñan, por el contrario, en proclamar a los cuatro vientos el carácter imperialista de los Estados Unidos, sólo que, a diferencia de los anteriores, éste es un imperialismo benévolo, moral y libertario, que descarga sobre los hombros de la sociedad norteamericana la responsabilidad de crear un mundo seguro para la libertad, la i
democracia y, de paso, los mercados. No hace falta demasiada erudición para corroborar las simetrías entre este razonamiento y el que expresara Sir Cecil J. Rhodes (en la segunda mitad del siglo diecinueve Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales – CCC Página 6
en
Inglaterra) sobre la responsabilidad del hombre blanco en llevar la civilización a las salvajes
poblaciones del África negra e inculcándoles el amor por la justicia, la democracia y la libertad. Con otro lenguaje hoy nos encontramos con un discurso de idéntico significado. En todo caso, y retomando el hilo central de nuestra argumentación, digamos que el debate sobre auge o decadencia del imperialismo ha entrado en una nueva fase de su desarrollo. Las viejas dificultades lejos de resolverse se han agigantado: los déficits de la balanza comercial y de las cuentas públicas han adquirido proporciones descomunales, y muy serias dudas atribulan la confianza que otrora existiera en relación al crecimiento económico experimentado en los años noventa. Por otra parte, la controversia acerca de los avances tecnológicos de los Estados Unidos sigue presentando disímiles diagnósticos: desde aquellos que dudan radicalmente de sus ventajas en sectores clave de la economía contemporánea hasta quienes sostienen exactamente lo contrario. No obstante, lo que no genera ninguna controversia son varios hechos incontrastables: (a) ese país se ha convertido en el mayor deudor del planeta, condición ésta que jamás en la historia universal fue considerada como una señal de fortaleza imperial o como un rasgo distintivo de una gran potencia; (b) la dependencia del valor de su moneda de la política monetaria que puedan adoptar los mayores tenedores del mundo de los bonos del tesoro norteamericano, especialmente China, lo que expresa un grado de vulnerabilidad que sin duda socava cualquier pretensión hegemónica; (c) el hecho de que una parte creciente de sus productos industriales son, de hecho, elaborados y producidos fuera de sus fronteras; (d)
los indicadores en materia de educación, salud,
pobreza, criminalidad y consumo de drogas revelan a su vez los lacerantes resabios de largas décadas de predominio neoliberal. La mediocre ubicación de los Estados Unidos en las estadísticas sobre desarrollo humano del PNUD es otra indicación que se mueve en la misma dirección. La argumentación más contundente sobre la decadencia del imperialismo ha sido planteada en años recientes por Emmanuel Todd, cuyas raíces llegan hasta los recordados análisis del historiador Paul Kennedy acerca de la “sobreexpansión imperial” y sus debilitantes impactos sobre la fortaleza del imperio. Con todo, en el futuro previsible los Estados Unidos seguirán gozando, al menos en los próximos años, de una supremacía que lo convierte sin duda en el primus inter pares y, como aseguran Sam Gindin y Leo Panitch, en un componente irreemplazable e imprescindible de la continuidad del sistema imperialista en su conjunto dado que ningún otro actor del sistema imperialista posee una
fuerza militar global con
alcance planetario. No obstante, esta supremacía principalmente militar hace que los Estados Unidos de hoy sean una potencia más débil por comparación a su propia situación en el escenario mundial de comienzos de los años cincuenta. A pesar de su desorbitada expansión del presupuesto militar – sosteniendo el triángulo de hierro del que habla John Saxe-Fernández: el Pentágono, las grandes multinacionales y la dirigencia política- en algunos aspectos la declinación de su poderío es evidente. La incontrolable financiarización de la economía mundial es expresión de su poderío pero a la vez fuente de su debilidad, como lo han señalado Wallerstein y Arrighí en numerosos escritos. Claro que en otros terrenos, como el ideológico, su predominio es abrumador, como lo prueba la influencia universal del idioma inglés. No olvidemos que, como le recordaba Lebrija a los reyes de España en la época del descubrimiento de América, “la lengua es la compañera del imperio” y si hay una lengua imperial hoy esa
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es el inglés, con todo lo que ello significa como vehículo de transmisión de ideas, conceptos, valores morales y estilos de vida. En el terreno de la política mundial, en cambio, el escenario registra importantes claroscuros: claro predominio sobre la Unión Europea (asentado en su cliente tradicional: el Reino Unido y reforzado, en los últimos años, por el indecoroso seguidismo de algunos países otrora integrados a la esfera de la extinta Unión Soviética, sobre todo República Checa y Polonia) y Japón, que fue obligado a modificar su constitución para facilitar su presencia militar en el Pacífico como gendarme regional de Washington, pero retrocesos en América Latina y, en menor medida, África, y crecientes dificultades en al mundo asiático. Esta compleja situación de una hegemonía imperialista que, para decirlo en términos gramscianos, es cada vez más dominación y cada vez menos hegemonía, ha dado lugar a algunas teorizaciones, como las de Samir Amín, por ejemplo, incorporada a nuestra bibliografía, en donde se habla de un “condominio imperial”, tesis sobre la cual debo manifestar mis muy serias dudas porque supondría que Europa y Japón tienen una cierta capacidad de modelar o moderar la conducta internacional de los Estados Unidos –agresiva, belicosa, inescrupulosa e inmoral- cosa que hasta ahora no se ha producido. Hegemonía: un concepto multidimensional. Tal como decíamos más arriba, a finales de los setentas y comienzos de los ochentas se abrió un encendido debate sobre la crisis de la hegemonía norteamericana. La traumática derrota de Vietnam jugó un papel decisivo en precipitar la controversia, y el declinante desempeño de la economía norteamericana luego de su desastrosa aventura en Indochina arrojaba serias dudas acerca de la estabilidad de su supremacía. Mientras que los “declinacionistas” argumentaban que las capacidades de la superpotencia se habían agotado, sus opositores veían en los años de Ronald Reagan los indicios de una vigorosa reafirmación del poderío estadounidense. Lo que los primeros consideraban como signos indudables de la inexorable decadencia del imperio norteamericano los segundos interpretaban esos mismos hechos como tropiezos transitorios que más pronto que tarde serían superados. Este encendido debate tuvo como una de sus consecuencias la definitiva introducción del concepto de “hegemonía” en el análisis de las cuestiones internacionales. Ahora bien: ¿cuál sería el significado de “hegemonía” en el estudio del sistema internacional, y cuáles serían las principales dimensiones de este concepto? En primer lugar, la hegemonía se refiere a cierta capacidad de “dirección intelectual y moral”, a un verdadero “sentido común” civilizatorio que reverbera y penetra en todos los recodos e intersticios del sistema global integrado y consolidado por la presencia del hegemón mundial. Este “sentido común” impregnaría profundamente la ideología y la cultura de las así llamadas “sociedades nacionales.” Un sistema internacional hegemónico tiene un núcleo ideológico típico: en el caso de la Pax Americana de finales de los cuarenta y los años cincuenta del siglo pasado este núcleo estaba formado, según Immanuel Wallerstein, por una peculiar amalgama de laissez-faire, anticomunismo y un sistema de creencias, valores y actitudes sintetizables bajo el rótulo de “liberalismo global.” Este sentido común hizo posible, por un cierto período, reproducir la supremacía del hegemón entronizando “el libre juego de las fuerzas del mercado” lo que permitió la reafirmación de sus intereses nacionales por encima y más allá de cualesquiera otros. Cuando esas ventajas comenzaron a ser desafiadas las por entonces disfuncionales Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales – CCC Página 8
instituciones se sumieron en una irreparable descomposición, como lo demuestra con elocuencia el destino sufrido por los acuerdos de Bretton Woods. Esta capacidad de dirección ideológica fue un componente crucial de la hegemonía norteamericana en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. También lo había sido durante la más prolongada Pax Británica que se extendió desde mediados del siglo diecinueve hasta la Primera Guerra Mundial. Si observamos lo ocurrido en los años de la posguerra comprobaremos que la primacía norteamericana significó la universalización del American way of life como el prototipo esencial de la modernidad, la secularización y el desarrollo, todo lo cual quedó plasmado en las diferentes teorías económicas, sociológicas y políticas en boga en aquellos años y en las cuales la constitución de la buena sociedad, en donde imperaban la igualdad, la justicia, la libertad y la democracia, exigía la incondicional imitación del modelo norteamericano. Este “americanismo”, precozmente detectado por la aguda mirada de Antonio Gramsci a comienzos de la década de los treintas, incluía desde la creencia en la bondad esencial de las firmas privadas, la superior productividad de los mercados en la asignación de los recursos y su indudable eficiencia en la distribución de los frutos del crecimiento económico hasta la generalización de los blue jeans, el rock and roll (como la música de “blancos” en lugar del jazz, producto de los afrodescendientes norteamericanos) los soft drinks y el fast-food. Gracias a esta formidable hegemonía en el terreno de la ideología y la cultura la supremacía norteamericana fue naturalizada, concebida ya no más como un producto histórico y, por consiguiente, como resultado de una práctica imperialista sino como el puro reflejo de la innata e indestructible superioridad de una nueva civilización. El “excepcionalismo” norteamericano: la ausencia de un pasado feudal y de una historia de atraso, proporcionaron a la primera nación nacida como capitalista una serie de argumentos que, por un tiempo, tornaron creíble su ideología y verosímil su mensaje. Sin embargo, hubo otro componente del excepcionalismo norteamericano, más efímero pero abrumadoramente persuasivo, que reforzaba al primero y que ejerció una profunda y prolongada influencia sobre la identidad y la ideología norteamericanas: la absolutamente única y privilegiada posición que los Estados Unidos gozaron en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Eran esos los años en que dicho país producía casi la mitad del producto bruto mundial y disfrutaba de una cómoda ventaja tecnológica en casi todas las ramas de la moderna producción industrial, producto de la masiva destrucción resultante de la guerra. Pero, tal como perceptivamente fuera observado por Lester Thurow, tal desequilibrio económico internacional “no había sido visto desde la época del Imperio Romano y probablemente no volvería a ser visto en los próximos dos mil años.” Bajo esta particular, y necesariamente transitoria, combinación de circunstancias la ideología de una eterna supremacía norteamericana echó fuertes raíces y se transformó en el “sentido común” de Occidente. Un segundo componente de la hegemonía lo constituye, siempre según Gramsci, la dirección política, o la capacidad del poder hegemónico de construir una constelación de coaliciones internacionales encaminadas a perpetuar su liderazgo. Esto supone la capacidad para asegurar la obediencia y la disciplina de las naciones integradas bajo su sistema de alianzas. En otras palabras: la ascendencia puramente ideológica es insuficiente para garantizar la supremacía del hegemón en ausencia de un
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conjunto de alianzas políticas y militares, por supuesto, que cristalicen en instituciones y reglas del juego – globales en su cobertura- tendientes a asegurar el logro de sus objetivos estratégicos. Los formatos específicos y los contenidos de tales alianzas son muy diversos: desde el patrón oro en los días de la hegemonía británica a Bretón Woods en la posguerra; desde la Entente hasta la OTAN; desde la Liga de las Naciones hasta las Naciones Unidas, y así sucesivamente. El punto crucial, sin embargo es que ninguno de los miembros de la coalición puede ejercer, en áreas políticas estratégicas, un poder efectivo de veto contra las preferencias de la potencia hegemónica. No obstante, el predominio ideológico, la creatividad e innovación en materia institucional y el incesante manipuleo político no son suficientes. Si bien la hegemonía implica la innecesariedad de un empleo rutinario del poder coercitivo, la amenaza de su eventual utilización tiene que ser lo suficientemente creíble como para desalentar a adversarios y opositores. Ninguna hegemonía se sostiene sin el respaldo de una abrumadora superioridad en el terreno militar. En este sentido es preciso recordar que la relación entre dirección político-ideológica y predominio militar es similar a la que existe, en el plano del estado moderno, entre consenso y coerción. Karl W. Deutsch sugirió, en un brillante texto de los años sesentas, que esta relación era, a su vez, similar a la que existe entre el papel moneda y las reservas en oro y divisas. En circunstancias normales el monto de dinero en circulación es varias veces mayor que las reservas que lo respaldan. En épocas de crisis son éstas las que salen al frente a componer las cosas. De manera similar, la capacidad que tiene un hegemón de obtener obediencia en el sistema internacional excede grandemente a las que se derivan de sus dispositivos militares. Si aquél tuviera que reafirmar continuamente su hegemonía mediante un permanente despliegue de su poderío coercitivo sus márgentes efectivos de acción se vería severamente limitados. Por consiguiente, un umbral mínimo -históricamente variable, sin duda- de capacidad coercitiva es indispensable para la hegemonía internacional tanto como para la que se procesa en el ámbito más restringido del estado nación. Si el papel moneda que carece de respaldo en oro y divisas se devalúa y, al poco tiempo, desaparece del mercado, un estado cuyas pretensiones hegemónicas sobrepasen sus capacidades económicas y militares no está destinado a correr mejor suerte, precipitando de este modo la reorganización del sistema internacional. Podemos por consiguiente concluir que una potencia hegemónica lo es en la medida es que es capaz de controlar el sistema nervioso de la economía mundial, estableciendo y reafirmando una “división internacional del trabajo” que decide quien va a producir qué, cómo y cuándo, y la forma en que esos bienes y servicios así producidos serán transados en los mercados mundiales, transportados y financiados, y cómo y en qué proporción los beneficios de este complejo proceso económico internacional serán apropiados y distribuidos. Obviamente, para ser capaz de liderar, dictar y, en última instancia, asegurar mediante la fuerza la vigencia de un determinado ordenamiento económico una potencia hegemónica tiene que anclar su predominio en el terreno de la economía y, simultáneamente, tiene que respaldar sus pretensiones con una agobiante superioridad militar. Condiciones tan complejas son las que nos permiten entender, entre otras cosas, las razones por las que la hegemonía internacional tiende a ser de corta duración: no sólo las sombras de su decadencia económica y los caprichos del ciclo conspiran en
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su contra sino también su propio éxito económico también tiene como consecuencia un deterioro de la estabilidad hegemónica en el largo plazo. Ahora bien: la relación entre las capacidades militares y económicas no son ni lineales ni mecánicas. El poderío militar puede muy bien sobrevivir a una prolongada decadencia económica: el progresivo descenso de su economía no impidió que Roma prosiguiese subyugando a sus rivales por siglos, y lo mismo ocurrió con China, que no había conocido derrota alguna en el largo período que va desde los tiempos de la conquista Mongol del siglo trece hasta promediar el siglo diecinueve. De igual manera, el atraso de la economía soviética no convirtió de ninguna manera al Ejército Rojo en una fácil presa de la Wehrmacht de Hitler, situación que, de algún modo, se reproduce en nuestros días pues Rusia conserva un ejército cuya proyección va mucho más allá de la que podría inferirse a partir de un análisis de su economía. Por otra parte, está el caso inverso: Alemania y Japón no han logrado todavía construir fuerzas militares a la altura de su gravitación económica mundial. Es cierto que pesan sobre ellas los legados de la capitulación en la Segunda Guerra Mundial, pero aún así esta incongruencia demuestra las limitaciones de cualquier esquema que pretenda establecer un fácil tránsito entre base económica y poderío militar, entre otras cosas por los enormes costos que, en las actuales condiciones tecnológicas, conlleva la construcción de un ejército capaz de actuar eficazmente a nivel global. El caso de los ricos despotismos petroleros del mundo árabe demuestra, por otro lado, que es posible disponer de un armamento muy sofisticado a pesar de la fragilidad económica de esos regímenes. Quisiéramos ahora concluir esta clase subrayando una dimensión crucial de la hegemonía: la superioridad económica. Ninguna nación puede aspirar a ser un hegemón internacional si no es capaz, al mismo tiempo, de controlar las principales variables de la economía mundial. Cuando en su época algunos analistas conservadores hablaban de la “hegemonía soviética” dejaban de lado esta consideración elemental, confundiendo hegemonía con potencia militar. Pero, tal como se decía más arriba, Moscú fue capaz de desarrollar una formidable máquina militar sin jamás llegar a constituirse en el hegemón mundial. Tal vez pretendía hacerlo, y la tentación aparecía muy grande. Pero como se observaba más arriba, un abismo suele separar éstas de las capacidades efectivas para lograrlo. Por eso está en lo cierto Robert W. Cox cuando observa que la hegemonía es el “ajuste entre el poder material, la ideología y las instituciones” que prevalecen en el sistema internacional. La hegemonía internacional no puede separarse del desempeño económico global del hegemón, y tal como lo afirma
Wallerstein, sin una ventaja
competitiva en la producción, el comercio y las finanzas no hay hegemón mundial. Por consiguiente, la compleja cuestión de la hegemonía internacional es irreductible tanto a la sola supremacía económica como a la mera superioridad militar de un estado: ambos atributos son necesarios, más no suficientes, para la hegemonía global. Para ello se requiere, en línea con las observaciones gramscianas, de la capacidad para establecer una “dirección intelectual y moral” y para articular un conjunto de alianzas y coaliciones para lo cual se requieren de las artes del estadista, especie ésta que, como sabemos se encuentra cercana a su extinción (basta con mirar a nuestro alrededor y descubrir a los Berlusconis, Aznares, Bushes, Blairs, Foxes, y tantos otros
para comprobar este punto) y que sin embargo sigue
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siendo un componente imprescindible para construir esa única amalgama que hace posible la hegemonía internacional. Dadas estas condiciones, nos encontramos en una situación en donde el imperialismo descansa cada vez más en sus capacidades coercitivas y cada vez menos en su capacidad de producir una dirección intelectual y moral. De ahí la creciente criminalización de la protesta social, la militarización del sistema internacional, la “guerra preventiva” y la “guerra infinita”,
las protestas y confrontaciones, abiertas o
solapadas, en contra de la dominación imperialista inclusive dentro mismo de los capitalismos metropolitanos. América Latina es una prueba concluyente de esta mutación, con un imperialismo centrado cada vez más en la defensa de los intereses estadounidenses y apelando a formas cada vez más violentas y agresivas. Examinaremos en detalle todos estos temas en las siguientes clases del curso. Nada más por ahora. ¡Buen trabajo!
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Vale aquí introducir una breve digresión. Cuando en su famoso texto Hardt y Negri hablan del “imperio sin imperialismo”, equivalente en la teoría política al absurdo matemático de la “cuadratura del cìrculo”, demuestran hasta que punto la ideología del neoliberalismo ha penetrado en el pensamiento radical, o presuntamente radical, de nuestro tiempo. Volveremos sobre este asunto más adelante.
®De los autores Todos los derechos reservados. Esta publicación puede ser reproducida gráficamente hasta 1.000 palabras, citando la fuente. No puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopiadora o cualquier otro, sin permiso previo escrito de la editorial y/o autor, autores, derechohabientes, según el caso. Edición electrónica para Campus Virtual CCC: Pablo Balcedo
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CLASE Nº 1 La presente clase ha sido elaborada por su autor exclusivamente para ser dictada en el Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales (PLED), en
la unidad 1: “El proyecto integral de refundación
capitalista: instalación, maduración y crisis actual”, del curso “La economía mundial y el imperialismo”, Agosto 2007.
Av. Corrientes 1543 (C1042AAB), Ciudad de Buenos Aires, Argentina Informes: (54-11) 5077-8024 /
[email protected] www.centrocultural.coop/pled
Boron, Atilio A.. Universidad de Buenos Aires y Centro Cultural de la Cooperación. Director del Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.
“Del orden mundial de posguerra al desorden actual” Prof. Atilio A. Boron
La Segunda Guerra Mundial modificó profundamente la estructura del sistema internacional. La sobrevivencia de la URSS a los sistemáticos ataques sufridos desde el mismo triunfo de la Revolución Rusa, en Octubre de 1917, y su papel decisivo en la derrota del fascismo dieron lugar a la construcción de lo que en la literatura especializada se conoce como el “orden mundial de posguerra”. Un orden bipolar en el que, a diferencia de los que existieran previamente, los factores estabilizadores del mismo eran las dos superpotencias que detentaban el monopolio (el duopolio más exactamente) del armamento nuclear: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Este orden estaba erizado de peligros, entre ellos una catástrofe nuclear, pero al menos tenía una cierta previsibilidad. La estabilidad del régimen internacional que en el pasado se sustentaba sobre los difíciles, frágiles y efímeros acuerdos entre las potencias europeas, y que había presidido más de dos siglos de interminables guerras y aventuras militares de todo tipo, fue profundamente afectado por la emergencia de dos actores que antaño desempeñaban un papel relativamente marginal en los asuntos internacionales: los Estados Unidos y la Unión Soviética. En efecto, los primeros habrían de hacer su ingreso en la arena internacional sólo después de la Guerra Hispano-Americana de 1898. Mediante el Tratado de París, que puso fin a las hostilidades, Estados Unidos quedó bajo el control efectivo de Cuba, Puerto Rico, la isla de Guam y Filipinas, país que fue adquirido a los españoles por la modesta suma de veinte millones de dólares. De este modo Estados Unidos se introdujo en la política mundial como una impetuosa nueva potencia dotada de colonias en el Caribe y en Asia, y llamada a ejercer una creciente gravitación en los equilibrios
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internacionales. En el caso de la Unión Soviética la historia es distinta. Rusia había siempre jugado un papel en la política europea como baluarte reaccionario del viejo orden. El triunfo de los bolcheviques modificó radicalmente esta situación, y la situación de la joven república soviética pasó a ser la de un país invadido, agredido y hasta ocupado militarmente por sus vecinos. Sin embargo, a la terminación de la Segunda Guerra Mundial la URSS emerge como una formidable superpotencia militar, una referencia política necesaria en un mundo convulsionado por las luchas de la liberación nacional y el fin del colonialismo y las perspectivas de un progreso económico, basado en un vigoroso proceso de industrialización que, en su conjunto, modifican radicalmente el tablero de la política mundial. Es por eso que, tal como lo ha reiteradamente señalado Noam Chomsky, a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial la diplomacia norteamericana se dio a la tarea de diseñar y poner en funcionamiento un conjunto de instituciones intergubernamentales destinadas a preservar la supremacía de los intereses de los Estados Unidos en ese orden bipolar y regular el funcionamiento del sistema internacional para asegurar una “gobernanza” acorde con sus intereses globales. Sintetizando, podríamos decir que la propuesta estadounidense se plasmó en la creación de una tríada de agencias y/o organizaciones: a) las instituciones económicas emanadas principalmente de los acuerdos de 1944 firmados en Bretton Woods y que dieron nacimiento al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional y, poco después, al GATT, precursor de la actual Organización Mundial del Comercio. Estas instituciones desempeñaron por largo tiempo un papel clave en la imposición de las reglas del juego de la economía mundial. b) un denso conjunto de instituciones políticas y administrativas, generadas bajo el manto provisto por la creación de las Naciones Unidas en San Francisco, en 1945: FAO, UNESCO, OIT, OMS, PNUD, UNICEF y muchas otras. En el marco hemisférico la iniciativa más importante fue la disolución de la vieja Unión Panamericana y la creación de la OEA. Huelga aclarar que las Naciones Unidas coagularon en su esquema organizativo y de funcionamiento las relaciones de poder emergentes de la Segunda Guerra Mundial. El poder máximo de decisión está concentrado en el Consejo de Seguridad, un órgano profundamente anti-democrático de 15 miembros, 5 de los cuales –precisamente los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos, Rusia (como estado heredero de la URSS), China, Francia y Reino Unido ocupan sus asientos permanentes y disponen del poder de veto- y diez miembros que rotan cada dos años pero que no disponen del poder de veto. Nótese que quedan fuera del Consejo de Seguridad nada menos que Alemania, Japón e Italia, a los cuales se le podría agregar la India y otros países que por su gravitación económica o demográfica podrían aspirar a participar en dicho órgano. Téngase presente, además, que mientras el Consejo de Seguridad se encuentra avocado a la consideración de un tema el mismo no puede ser tratado por la Asamblea General en donde impera la regla democrática de un país, un voto y no existen poderes de veto.
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c) Por último, la diplomacia de Washington creó un complejo sistema de alianzas militares concebidas para establecer una suerte de “cordón sanitario” capaz de garantizar la contención de la “amenaza soviética”, y cuyo ejemplo más destacado ha sido la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). En el caso latinoamericano esta política se plasmó en la firma del TIAR, Tratado Inter-Americano de Asistencia Recíproca y la creación de la Escuela InterAmericana de Defensa, organismos éstos que cumplieron un papel crucial en la reafirmación de la hegemonía norteamericana en el área y en el sostenimiento (financiero, técnico, político e ideológico) de las tenebrosas dictaduras militares que asolaron la región. La infame Escuela de las Américas, en donde se instruyó a buena parte de los militares que asolaron la región en los años setentas y ochentas, es producto del TIAR. Ahora bien, si en la Guerra Fría fueron las instituciones políticas y militares del orden mundial las que desempeñaron la función articuladora general de la dominación, a partir del predominio del capital financiero y la crisis y descomposición del campo socialista se produjo un desplazamiento del centro de gravedad político del imperio hacia las instituciones de carácter económico. Esto se manifestó de la manera siguiente: a) por una parte, por una devaluación del papel de las agencias e instituciones políticas, administrativas y militares como custodios de la paz internacional o como reaseguros que impedirían que la bipolaridad atómica tuviera como desenlace una guerra termonuclear. Los Estados Unidos y sus aliados utilizaron a la ONU y sus diversas agencias para neutralizar, a comienzos de la década de los sesentas, la amenaza que un Patricio Lumumba radicalizado representaba para los intereses occidentales en el Congo, pero fueron estas mismas instituciones las que durante 27 años sostuvieron al régimen de Mobutu, uno de los peores y más corruptos tiranos en la historia del África independiente. Similarmente, la ONU toleró con total parsimonia el sabotaje al proceso de paz en Angola pero colaboró activamente en los esfuerzos por sacar a Milosevic de Bosnia y Kosovo, objetivos de primer orden de la OTAN. En relación a esta última conviene no olvidar el bochornoso papel desempeñado por la ONU en la crisis de los Balcanes: ante la imposibilidad norteamericana de obtener en dicho marco un refrendo de la Asamblea General de la ONU o del Consejo de Seguridad para su política belicista y genocida en Yugoslavia, el gobierno de la “tercera vía” de Clinton optó por servirse de la OTAN para tales propósitos. Esta deplorable involución, consentida por el silencio del Secretario General de la ONU, se suma a las legítimas dudas que plantea la estructura nodemocrática del gobierno de las Naciones Unidas, tema que hace tiempo que está en la agenda de discusiones pero sin que hasta ahora se haya obtenido ningún resultado positivo. b) Pero el desplazamiento en dirección a las instituciones económico- financieras de Bretton Woods se verificó también en el ataque sistemático de las grandes potencias, bajo el liderazgo norteamericano, al supuesto “tercermundismo” de la ONU y sus agencias en los años setentas. Esto dio origen a diversas iniciativas, tales como la salida de los Estados Unidos y el Reino Unido de la
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UNESCO durante el apogeo del neoconservadorismo de Reagan y Thatcher; la retención del pago de las cuotas de sostenimiento financiero de la ONU por parte de esos países; significativos recortes en los presupuestos de agencias “sospechosas” de tercermundismo, como la OIT, UNESCO, UNIDO, UNCTAD. El objetivo: “asfixiar financieramente” a las agencias de las Naciones Unidas para que abandonen sus posturas críticas al imperialismo. En 1974 la Asamblea General de las Naciones Unidas había adoptado la Carta de los Derechos y Obligaciones Económicas de los Estados, un notable cuerpo legal en el cual se establecía el derecho de los gobiernos a “regular y ejercer su autoridad sobre las inversiones extranjeras” así como “regular y supervisar las actividades de las empresas multinacionales.” Un elocuente recordatorio de cuán diferente era la correlación mundial de fuerzas y el “clima ideológico” prevaleciente en esa época lo ofrece un artículo específico de la Carta en el cual se reafirmaba el derecho de los estados para “nacionalizar, expropiar o transferir la propiedad de los inversionistas extranjeros,” cosas impensables en el actual clima ideológico internacional. Pero eso no fue todo: la Carta fue acompañada por la elaboración de un “Código de Conducta para las Empresas Transnacionales” y la creación de un Centro de Estudios de la Empresa Transnacional, ambas iniciativas destinadas a favorecer el mejor conocimiento y el control público de los nuevos actores de la economía mundial. También se comenzó a discutir la necesidad de crear un “Nuevo Orden Informativo Internacional”, precisamente para neutralizar el creciente control que los grandes oligopolios mediáticos estaban comenzando a ejercer en distintos países. Nótese que desde 1970 el Foro Económico Mundial venía reuniéndose en Davos pero la correlación mundial de fuerzas acallaba sus débiles voces que no lograban impedir, o siquiera demorar, esta llamativa “toma de posición” progresista en el seno de las Naciones Unidas. Huelga acotar que todas estas movidas tropezaron con la cerrada oposición del gobierno de los Estados Unidos y sus más incondicionales aliados, liderados por el Reino Unido. La reacción culminó, ya afianzada la hegemonía del capital financiero, con la abolición de la citada Carta y el Código de Conducta, la liquidación del Centro de Estudios de la Empresa Transnacional. Suerte similar corrieron las iniciativas también surgidas en aquellos años y tendientes a democratizar las comunicaciones mediante la creación del Nuevo Orden Informativo Internacional ya mencionado. Como signo de los tiempos, en los ultra-neoliberales noventas lo que se llegó a discutir fue la forma de imponer un Acuerdo Multilateral de Inversiones que, si hubiera sido aprobado, hubiera significado lisa y llanamente la legalización de la dictadura que de facto ejercen los grandes oligopolios en los mercados porque la soberanía de los estados nacionales en materia legal y jurídica habría quedado por completo relegada y subordinada a las imposiciones de las empresas. En esta misma línea, la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y Desarrollo) que creara Raúl Prebisch a mediados de los sesentas con el propósito de atenuar el impacto fuertemente proempresario y liberal del GATT fue sometida a similares recortes y restricciones jurisdiccionales. Al día de hoy la UNCTAD es una sombra espectral que sólo puede brindar asistencia técnica a los países subdesarrollados en aspectos comerciales y hacer algo de investigación, pero tiene expresamente prohibido ofrecer consejos de política a esos países. ¡Ésa se supone es la tarea del BM, el FMI y la OCM, que sí pueden “aconsejar” y, con sus “condicionalidades” hacer que los países
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implementen sus políticas, por lesivas que sean para sus poblaciones, para la autodeterminación nacional y la preservación del medio ambiente! c) A raíz de todo lo anterior, un conjunto de funciones que antes se encontraban en manos de UNCTAD, OIT, FAO, OMS,UNESCO fueron expropiadas por los organismos de Bretton-Woods. La política laboral la fijan ellas en lugar de la OIT; los temas educativos son también objeto de preferente atención y de eficaz monitoreo por el BM y ya no más por la UNESCO; la problemática de la salud fue también en gran medida extricada de la OMS y puesta a cuidado del BM y el FMI, al igual que las políticas sociales y previsionales en donde ambas instituciones cooperan con la OCM en fijar los parámetros de lo que debe hacerse en esas materias. Por su parte, el otrora poderoso Consejo Económico y Social de la ONU fue despojado de sus prerrogativas y jerarquías, siendo reducido al desempeño de funciones prácticamente decorativas.
¿Un “nuevo orden mundial” o un nuevo escenario internacional? A los comienzos de la década de los ochentas del siglo pasado una pléyade de pensadores neoconservadores se apresuró en saludar el advenimiento de una nueva era de supremacía norteamericana, resultante en gran medida de la “línea dura” aplicada por el Presidente Ronald Reagan en sus políticas hacia la Unión Soviética. Recordar la “guerra de las galaxias” y la desorbitada expansión del militarismo norteamericano de esos años. Esta peculiar percepción sobre las transformaciones en curso en el sistema internacional alcanzaron nuevas alturas luego de la caída del Muro de Berlín y la “exitosa” resolución de la crisis provocada por la invasión de Saddam Hussein a Kuwait, que diera lugar a la primera guerra de Irak. Una similar exaltación habría de ocurrir una década más tarde cuando, luego de los atentados del 11 de Septiembre del 2001, los Estados Unidos establecieron su nueva política estratégica de la “guerra infinita” llamada a imponer, a sangre y fuego, el nuevo orden tantas veces celebrado. En su momento el arrasamiento de Afganistán y la segunda guerra de Irak dieron nuevos impulsos a esta creencia. Hoy en día, luego de que la resistencia iraquí frustró los planes de George W. Bush y tras el fracaso rotundo de la operación en Afganistán, son pocos quienes se atreven a hablar de un “nuevo orden mundial”. En efecto, una somera mirada sobre esta problemática bastaría para demostrar la incurable fragilidad de los anuncios acerca del advenimiento del “nuevo orden mundial.”
Aún para el más rudimentario de los
análisis la constitución de un “orden internacional” debería significar lo siguiente: (a) que existe un conjunto claramente identificable de instituciones, procedimientos y regímenes de alcance global establecidos para regular el grueso de las transacciones internacionales; (b) que tales normas, acuerdos y agencias decisorias gozan de un mínimo grado de estabilidad y efectividad en la prevención, manejo y pacífica resolución de una amplia variedad de conflictos o diferendos internacionales de todo tipo, desde rivalidades económicas hasta hostilidades armadas.
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Un diagnóstico razonablemente bien informado sobre la actual situación internacional demostraría que la supuesta existencia de dicho “nuevo orden mundial” es una piadosa mentira de Washington, que a nadie puede convencer. Podría, eso sí, hablarse de un nuevo “escenario internacional,” turbulento y tumultuoso, surgido de las ruinas del orden mundial de la posguerra, del fin de la bipolaridad soviético-norteamericana y del derrumbe del sistema de alianzas y regímenes internacionales gestados durante los años posteriores a la segunda guerra mundial. Los residuos de dicho orden: el sistema de las Naciones Unidas, el derecho internacional y las alianzas económicas y estratégicas de aquellos años sobreviven penosamente en un ambiente internacional que ha sido reconfigurado dramáticamente y sin precedentes, en un muy breve tiempo. Esta imagen guarda muy poca semejanza con los mesiánicos mensajes repetidamente enviados por el Presidente George Bush Sr. y sus portavoces luego de iniciada la Segunda Guerra del Golfo y que aseguraban que “Los estadounidenses tienen la exclusiva responsabilidad de llevar a cabo la ardua tarea de la libertad en el mundo. Entre todas las naciones sólo los Estados Unidos tienen al mismo tiempo la estatura moral y los medios para hacer posible esta empresa.” (Declaración oficial, reproducida en The New York Times, Abril 14 de 1991) Esta afirmación nada tiene de nuevo ya que simplemente reformula la viejísima doctrina del “destino manifiesto” norteamericano. Ha sido repetidamente expresada por gran cantidad de ocupantes de la Casa Blanca y, luego de Bush Sr., ha sido reiteradamente reafirmada por Bill Clinton y, de una manera radical, por George W. Bush, especialmente luego de los acontecimientos del 11 de Septiembre. Esta pretensión mesiánica y fundamentalista tiene tales connotaciones morales que provocan su fulminante descalificación una vez que se la somete a un elemental juicio crítico, y no vamos a perder tiempo insistiendo una vez más en ese asunto. Ahora bien, cabría preguntarse, en cambio, por el grado de verosimilitud que tienen los diagnósticos y las expectativas de los antiguos y actuales heraldos del “nuevo orden mundial.” Tratar de responder a esta pregunta nos reinstala, de inmediato, en un viejo debate. El imperialismo norteamericano, ¿está en expansión o, por el contrario, se enfrenta a su inexorable decadencia? Este debate adquirió fuertes tonalidades en la década de los ochentas tanto en los países centrales como en América Latina. Si hacia comienzos de los noventas, luego de la implosión de la Unión Soviética, la caída del Muro de Berlín y la derrota de numerosas tentativas democráticas y emancipadoras en el Tercer Mundo, el debate fue saldado a favor de la tesis que reafirmaba el irresistible ascenso de la hegemonía norteamericana, en la actualidad la controversia ha surgido una vez más con renovados bríos. En parte, por el desorbitado fortalecimiento del poderío militar de los Estados Unidos y, en parte también, por el abandono de los viejos escrúpulos morales que hacían que la derecha tradicional norteamericana rehusara reconocer que su país era imperialista. Los nuevos cruzados, desde Michael Ignatieff hasta Robert Kagan, pasando por Francis Fukuyama, Charles Krauthamer y tantos otros, se empeñan, por el contrario, en proclamar a los cuatro vientos el carácter imperialista de los Estados Unidos, sólo que, a diferencia de los anteriores, éste es un imperialismo benévolo, moral y libertario, que descarga sobre los hombros de la sociedad norteamericana la responsabilidad de crear un mundo seguro para la libertad, la Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales – CCC Página 6
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democracia y, de paso, los mercados. No hace falta demasiada erudición para corroborar las simetrías entre este razonamiento y el que expresara Sir Cecil J. Rhodes (en la segunda mitad del siglo diecinueve en
Inglaterra) sobre la responsabilidad del hombre blanco en llevar la civilización a las salvajes
poblaciones del África negra e inculcándoles el amor por la justicia, la democracia y la libertad. Con otro lenguaje hoy nos encontramos con un discurso de idéntico significado. En todo caso, y retomando el hilo central de nuestra argumentación, digamos que el debate sobre auge o decadencia del imperialismo ha entrado en una nueva fase de su desarrollo. Las viejas dificultades lejos de resolverse se han agigantado: los déficits de la balanza comercial y de las cuentas públicas han adquirido proporciones descomunales, y muy serias dudas atribulan la confianza que otrora existiera en relación al crecimiento económico experimentado en los años noventa. Por otra parte, la controversia acerca de los avances tecnológicos de los Estados Unidos sigue presentando disímiles diagnósticos: desde aquellos que dudan radicalmente de sus ventajas en sectores clave de la economía contemporánea hasta quienes sostienen exactamente lo contrario. No obstante, lo que no genera ninguna controversia son varios hechos incontrastables: (a) ese país se ha convertido en el mayor deudor del planeta, condición ésta que jamás en la historia universal fue considerada como una señal de fortaleza imperial o como un rasgo distintivo de una gran potencia; (b) la dependencia del valor de su moneda de la política monetaria que puedan adoptar los mayores tenedores del mundo de los bonos del tesoro norteamericano, especialmente China, lo que expresa un grado de vulnerabilidad que sin duda socava cualquier pretensión hegemónica; (c) el hecho de que una parte creciente de sus productos industriales son, de hecho, elaborados y producidos fuera de sus fronteras; (d)
los indicadores en materia de educación, salud,
pobreza, criminalidad y consumo de drogas revelan a su vez los lacerantes resabios de largas décadas de predominio neoliberal. La mediocre ubicación de los Estados Unidos en las estadísticas sobre desarrollo humano del PNUD es otra indicación que se mueve en la misma dirección. La argumentación más contundente sobre la decadencia del imperialismo ha sido planteada en años recientes por Emmanuel Todd, cuyas raíces llegan hasta los recordados análisis del historiador Paul Kennedy acerca de la “sobreexpansión imperial” y sus debilitantes impactos sobre la fortaleza del imperio. Con todo, en el futuro previsible los Estados Unidos seguirán gozando, al menos en los próximos años, de una supremacía que lo convierte sin duda en el primus inter pares y, como aseguran Sam Gindin y Leo Panitch, en un componente irreemplazable e imprescindible de la continuidad del sistema imperialista en su conjunto dado que ningún otro actor del sistema imperialista posee una
fuerza militar global con
alcance planetario. No obstante, esta supremacía principalmente militar hace que los Estados Unidos de hoy sean una potencia más débil por comparación a su propia situación en el escenario mundial de comienzos de los años cincuenta. A pesar de su desorbitada expansión del presupuesto militar – sosteniendo el triángulo de hierro del que habla John Saxe-Fernández: el Pentágono, las grandes multinacionales y la dirigencia política- en algunos aspectos la declinación de su poderío es evidente. La incontrolable financiarización de la economía mundial es expresión de su poderío pero a la vez fuente de su debilidad, como lo han señalado Wallerstein y Arrighí en numerosos escritos. Claro que en otros terrenos, como el ideológico, su predominio es abrumador, como lo prueba la influencia universal del
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idioma inglés. No olvidemos que, como le recordaba Lebrija a los reyes de España en la época del descubrimiento de América, “la lengua es la compañera del imperio” y si hay una lengua imperial hoy esa es el inglés, con todo lo que ello significa como vehículo de transmisión de ideas, conceptos, valores morales y estilos de vida. En el terreno de la política mundial, en cambio, el escenario registra importantes claroscuros: claro predominio sobre la Unión Europea (asentado en su cliente tradicional: el Reino Unido y reforzado, en los últimos años, por el indecoroso seguidismo de algunos países otrora integrados a la esfera de la extinta Unión Soviética, sobre todo República Checa y Polonia) y Japón, que fue obligado a modificar su constitución para facilitar su presencia militar en el Pacífico como gendarme regional de Washington, pero retrocesos en América Latina y, en menor medida, África, y crecientes dificultades en al mundo asiático. Esta compleja situación de una hegemonía imperialista que, para decirlo en términos gramscianos, es cada vez más dominación y cada vez menos hegemonía, ha dado lugar a algunas teorizaciones, como las de Samir Amín, por ejemplo, incorporada a nuestra bibliografía, en donde se habla de un “condominio imperial”, tesis sobre la cual debo manifestar mis muy serias dudas porque supondría que Europa y Japón tienen una cierta capacidad de modelar o moderar la conducta internacional de los Estados Unidos –agresiva, belicosa, inescrupulosa e inmoral- cosa que hasta ahora no se ha producido. Hegemonía: un concepto multidimensional. Tal como decíamos más arriba, a finales de los setentas y comienzos de los ochentas se abrió un encendido debate sobre la crisis de la hegemonía norteamericana. La traumática derrota de Vietnam jugó un papel decisivo en precipitar la controversia, y el declinante desempeño de la economía norteamericana luego de su desastrosa aventura en Indochina arrojaba serias dudas acerca de la estabilidad de su supremacía. Mientras que los “declinacionistas” argumentaban que las capacidades de la superpotencia se habían agotado, sus opositores veían en los años de Ronald Reagan los indicios de una vigorosa reafirmación del poderío estadounidense. Lo que los primeros consideraban como signos indudables de la inexorable decadencia del imperio norteamericano los segundos interpretaban esos mismos hechos como tropiezos transitorios que más pronto que tarde serían superados. Este encendido debate tuvo como una de sus consecuencias la definitiva introducción del concepto de “hegemonía” en el análisis de las cuestiones internacionales. Ahora bien: ¿cuál sería el significado de “hegemonía” en el estudio del sistema internacional, y cuáles serían las principales dimensiones de este concepto? En primer lugar, la hegemonía se refiere a cierta capacidad de “dirección intelectual y moral”, a un verdadero “sentido común” civilizatorio que reverbera y penetra en todos los recodos e intersticios del sistema global integrado y consolidado por la presencia del hegemón mundial. Este “sentido común” impregnaría profundamente la ideología y la cultura de las así llamadas “sociedades nacionales.” Un sistema internacional hegemónico tiene un núcleo ideológico típico: en el caso de la Pax Americana de finales de los cuarenta y los años cincuenta del siglo pasado este núcleo estaba formado, según Immanuel Wallerstein, por una peculiar amalgama de laissez-faire, anticomunismo y un sistema de creencias, valores y actitudes sintetizables bajo el rótulo de “liberalismo global.” Este sentido común hizo posible, por un cierto período, reproducir la supremacía del hegemón entronizando “el libre juego de las Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales – CCC Página 8
fuerzas del mercado” lo que permitió la reafirmación de sus intereses nacionales por encima y más allá de cualesquiera otros. Cuando esas ventajas comenzaron a ser desafiadas las por entonces disfuncionales instituciones se sumieron en una irreparable descomposición, como lo demuestra con elocuencia el destino sufrido por los acuerdos de Bretton Woods. Esta capacidad de dirección ideológica fue un componente crucial de la hegemonía norteamericana en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. También lo había sido durante la más prolongada Pax Británica que se extendió desde mediados del siglo diecinueve hasta la Primera Guerra Mundial. Si observamos lo ocurrido en los años de la posguerra comprobaremos que la primacía norteamericana significó la universalización del American way of life como el prototipo esencial de la modernidad, la secularización y el desarrollo, todo lo cual quedó plasmado en las diferentes teorías económicas, sociológicas y políticas en boga en aquellos años y en las cuales la constitución de la buena sociedad, en donde imperaban la igualdad, la justicia, la libertad y la democracia, exigía la incondicional imitación del modelo norteamericano. Este “americanismo”, precozmente detectado por la aguda mirada de Antonio Gramsci a comienzos de la década de los treintas, incluía desde la creencia en la bondad esencial de las firmas privadas, la superior productividad de los mercados en la asignación de los recursos y su indudable eficiencia en la distribución de los frutos del crecimiento económico hasta la generalización de los blue jeans, el rock and roll (como la música de “blancos” en lugar del jazz, producto de los afrodescendientes norteamericanos) los soft drinks y el fast-food. Gracias a esta formidable hegemonía en el terreno de la ideología y la cultura la supremacía norteamericana fue naturalizada, concebida ya no más como un producto histórico y, por consiguiente, como resultado de una práctica imperialista sino como el puro reflejo de la innata e indestructible superioridad de una nueva civilización. El “excepcionalismo” norteamericano: la ausencia de un pasado feudal y de una historia de atraso, proporcionaron a la primera nación nacida como capitalista una serie de argumentos que, por un tiempo, tornaron creíble su ideología y verosímil su mensaje. Sin embargo, hubo otro componente del excepcionalismo norteamericano, más efímero pero abrumadoramente persuasivo, que reforzaba al primero y que ejerció una profunda y prolongada influencia sobre la identidad y la ideología norteamericanas: la absolutamente única y privilegiada posición que los Estados Unidos gozaron en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Eran esos los años en que dicho país producía casi la mitad del producto bruto mundial y disfrutaba de una cómoda ventaja tecnológica en casi todas las ramas de la moderna producción industrial, producto de la masiva destrucción resultante de la guerra. Pero, tal como perceptivamente fuera observado por Lester Thurow, tal desequilibrio económico internacional “no había sido visto desde la época del Imperio Romano y probablemente no volvería a ser visto en los próximos dos mil años.” Bajo esta particular, y necesariamente transitoria, combinación de circunstancias la ideología de una eterna supremacía norteamericana echó fuertes raíces y se transformó en el “sentido común” de Occidente. Un segundo componente de la hegemonía lo constituye, siempre según Gramsci, la dirección política, o la capacidad del poder hegemónico de construir una constelación de coaliciones internacionales encaminadas a perpetuar su liderazgo. Esto supone la capacidad para asegurar la obediencia y la
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disciplina de las naciones integradas bajo su sistema de alianzas. En otras palabras: la ascendencia puramente ideológica es insuficiente para garantizar la supremacía del hegemón en ausencia de un conjunto de alianzas políticas y militares, por supuesto, que cristalicen en instituciones y reglas del juego – globales en su cobertura- tendientes a asegurar el logro de sus objetivos estratégicos. Los formatos específicos y los contenidos de tales alianzas son muy diversos: desde el patrón oro en los días de la hegemonía británica a Bretón Woods en la posguerra; desde la Entente hasta la OTAN; desde la Liga de las Naciones hasta las Naciones Unidas, y así sucesivamente. El punto crucial, sin embargo es que ninguno de los miembros de la coalición puede ejercer, en áreas políticas estratégicas, un poder efectivo de veto contra las preferencias de la potencia hegemónica. No obstante, el predominio ideológico, la creatividad e innovación en materia institucional y el incesante manipuleo político no son suficientes. Si bien la hegemonía implica la innecesariedad de un empleo rutinario del poder coercitivo, la amenaza de su eventual utilización tiene que ser lo suficientemente creíble como para desalentar a adversarios y opositores. Ninguna hegemonía se sostiene sin el respaldo de una abrumadora superioridad en el terreno militar. En este sentido es preciso recordar que la relación entre dirección político-ideológica y predominio militar es similar a la que existe, en el plano del estado moderno, entre consenso y coerción. Karl W. Deutsch sugirió, en un brillante texto de los años sesentas, que esta relación era, a su vez, similar a la que existe entre el papel moneda y las reservas en oro y divisas. En circunstancias normales el monto de dinero en circulación es varias veces mayor que las reservas que lo respaldan. En épocas de crisis son éstas las que salen al frente a componer las cosas. De manera similar, la capacidad que tiene un hegemón de obtener obediencia en el sistema internacional excede grandemente a las que se derivan de sus dispositivos militares. Si aquél tuviera que reafirmar continuamente su hegemonía mediante un permanente despliegue de su poderío coercitivo sus márgentes efectivos de acción se vería severamente limitados. Por consiguiente, un umbral mínimo -históricamente variable, sin duda- de capacidad coercitiva es indispensable para la hegemonía internacional tanto como para la que se procesa en el ámbito más restringido del estado nación. Si el papel moneda que carece de respaldo en oro y divisas se devalúa y, al poco tiempo, desaparece del mercado, un estado cuyas pretensiones hegemónicas sobrepasen sus capacidades económicas y militares no está destinado a correr mejor suerte, precipitando de este modo la reorganización del sistema internacional. Podemos por consiguiente concluir que una potencia hegemónica lo es en la medida es que es capaz de controlar el sistema nervioso de la economía mundial, estableciendo y reafirmando una “división internacional del trabajo” que decide quien va a producir qué, cómo y cuándo, y la forma en que esos bienes y servicios así producidos serán transados en los mercados mundiales, transportados y financiados, y cómo y en qué proporción los beneficios de este complejo proceso económico internacional serán apropiados y distribuidos. Obviamente, para ser capaz de liderar, dictar y, en última instancia, asegurar mediante la fuerza la vigencia de un determinado ordenamiento económico una potencia hegemónica tiene que anclar su predominio en el terreno de la economía y, simultáneamente, tiene que respaldar sus pretensiones con una agobiante superioridad militar. Condiciones tan complejas son las que nos permiten entender, entre otras cosas, las razones por las que la hegemonía internacional tiende a ser
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de corta duración: no sólo las sombras de su decadencia económica y los caprichos del ciclo conspiran en su contra sino también su propio éxito económico también tiene como consecuencia un deterioro de la estabilidad hegemónica en el largo plazo. Ahora bien: la relación entre las capacidades militares y económicas no son ni lineales ni mecánicas. El poderío militar puede muy bien sobrevivir a una prolongada decadencia económica: el progresivo descenso de su economía no impidió que Roma prosiguiese subyugando a sus rivales por siglos, y lo mismo ocurrió con China, que no había conocido derrota alguna en el largo período que va desde los tiempos de la conquista Mongol del siglo trece hasta promediar el siglo diecinueve. De igual manera, el atraso de la economía soviética no convirtió de ninguna manera al Ejército Rojo en una fácil presa de la Wehrmacht de Hitler, situación que, de algún modo, se reproduce en nuestros días pues Rusia conserva un ejército cuya proyección va mucho más allá de la que podría inferirse a partir de un análisis de su economía. Por otra parte, está el caso inverso: Alemania y Japón no han logrado todavía construir fuerzas militares a la altura de su gravitación económica mundial. Es cierto que pesan sobre ellas los legados de la capitulación en la Segunda Guerra Mundial, pero aún así esta incongruencia demuestra las limitaciones de cualquier esquema que pretenda establecer un fácil tránsito entre base económica y poderío militar, entre otras cosas por los enormes costos que, en las actuales condiciones tecnológicas, conlleva la construcción de un ejército capaz de actuar eficazmente a nivel global. El caso de los ricos despotismos petroleros del mundo árabe demuestra, por otro lado, que es posible disponer de un armamento muy sofisticado a pesar de la fragilidad económica de esos regímenes. Quisiéramos ahora concluir esta clase subrayando una dimensión crucial de la hegemonía: la superioridad económica. Ninguna nación puede aspirar a ser un hegemón internacional si no es capaz, al mismo tiempo, de controlar las principales variables de la economía mundial. Cuando en su época algunos analistas conservadores hablaban de la “hegemonía soviética” dejaban de lado esta consideración elemental, confundiendo hegemonía con potencia militar. Pero, tal como se decía más arriba, Moscú fue capaz de desarrollar una formidable máquina militar sin jamás llegar a constituirse en el hegemón mundial. Tal vez pretendía hacerlo, y la tentación aparecía muy grande. Pero como se observaba más arriba, un abismo suele separar éstas de las capacidades efectivas para lograrlo. Por eso está en lo cierto Robert W. Cox cuando observa que la hegemonía es el “ajuste entre el poder material, la ideología y las instituciones” que prevalecen en el sistema internacional. La hegemonía internacional no puede separarse del desempeño económico global del hegemón, y tal como lo afirma
Wallerstein, sin una ventaja
competitiva en la producción, el comercio y las finanzas no hay hegemón mundial. Por consiguiente, la compleja cuestión de la hegemonía internacional es irreductible tanto a la sola supremacía económica como a la mera superioridad militar de un estado: ambos atributos son necesarios, más no suficientes, para la hegemonía global. Para ello se requiere, en línea con las observaciones gramscianas, de la capacidad para establecer una “dirección intelectual y moral” y para articular un conjunto de alianzas y coaliciones para lo cual se requieren de las artes del estadista, especie ésta que, como sabemos se encuentra cercana a su extinción (basta con mirar a nuestro alrededor y descubrir a los Berlusconis, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales – CCC Página 11
Aznares, Bushes, Blairs, Foxes, y tantos otros
para comprobar este punto) y que sin embargo sigue
siendo un componente imprescindible para construir esa única amalgama que hace posible la hegemonía internacional. Dadas estas condiciones, nos encontramos en una situación en donde el imperialismo descansa cada vez más en sus capacidades coercitivas y cada vez menos en su capacidad de producir una dirección intelectual y moral. De ahí la creciente criminalización de la protesta social, la militarización del sistema internacional, la “guerra preventiva” y la “guerra infinita”,
las protestas y confrontaciones, abiertas o
solapadas, en contra de la dominación imperialista inclusive dentro mismo de los capitalismos metropolitanos. América Latina es una prueba concluyente de esta mutación, con un imperialismo centrado cada vez más en la defensa de los intereses estadounidenses y apelando a formas cada vez más violentas y agresivas. Examinaremos en detalle todos estos temas en las siguientes clases del curso. Nada más por ahora. ¡Buen trabajo!
i
Vale aquí introducir una breve digresión. Cuando en su famoso texto Hardt y Negri hablan del “imperio sin imperialismo”, equivalente en la teoría política al absurdo matemático de la “cuadratura del cìrculo”, demuestran hasta que punto la ideología del neoliberalismo ha penetrado en el pensamiento radical, o presuntamente radical, de nuestro tiempo. Volveremos sobre este asunto más adelante.
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