Capítulo uno - Cantook

Rebis se alisa el cabello, lo peina hacia atrás más por costumbre que por suponerlo desarreglado; es su manera de mostrarse a disgusto. El empresario hace.
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Capítulo uno

Después de la desaparición de su hija sólo le restan dos actos voluntarios. Las demás conductas son reacciones casi instintivas, algo tan maquinal como dejar correr las lágrimas por su rostro apresuradamente envejecido o despertar de madrugada, precipitarse al balcón y golpear la frente contra el muro porque de nuevo los llamados de la niña vienen del interior de su cabeza, no de la calle. Detenerse ante cada tendido de libros que le sale al paso en sus marchas diarias por la colonia Roma es uno de los dos actos voluntarios. Reconoce la novela igual que su propio rostro en el espejo, sin sorpresa, habituada a ambas degradaciones, la del libro, hoy, obligado a rodearse de manuales de herbolaria, tratados de magia negra y folletos sobre ángeles. Cuando lo compró por primera vez tenía una cintilla roja que lo proclamaba “Premio Villaurrutia”, la mejor novela publicada del año. En aquella ocasión le dedicaron una mesa completa en la librería Las Brujas. Ahora ella paga diez veces menos por el libro de la portada descolorida que muestra un barco a punto de hundirse. Ella sabe de memoria las ocho líneas finales de la página doscientos veintiocho. Podría recitarlas. Sin 11

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embargo, las lee como si buscara una salida. Lee y después echa el libro por la cloaca. El otro acto voluntario es verdaderamente importante. La mantiene ocupada todos los días de todos los meses desde hace años. Adherir el retrato a todos los postes y en todos los muros de Álvaro Obregón, de Colima, de Orizaba, de la calle de turno de la colonia Roma. Ambos actos nacieron el mismo día. Fue un lunes de febrero. Eran las dos de la tarde, hacía frío y, como siempre, ella estacionó el automóvil frente a la escuela, a un par de metros del acordonamiento, que interrumpía el tránsito durante unos minutos para que los niños atravesaran la calle y subieran al autobús o a los coches aparcados. Hizo a un lado el cabello que le caía sobre la cara, abrió la ventanilla y apoyó el brazo en el marco. Nunca aguardaba mucho. El portón negro del colegio se abría de par en par y los grupos de los primeros cursos —niñas y niños tan pequeños que oscilaban cómicamente por el peso de las enormes mochilas— aparecían antes que nadie. No había un acuerdo previo, pero entre ella y su hija existía un ritual. Al cruzar la puerta, la niña dejaba la mochila en el suelo y levantaba la mano. Entonces ella respondía con el brazo que tenía junto a la ventana, también balanceándolo. Aquella vez, cuando la niña recogió la mochila y bajó el primer escalón, ella cerró la ventanilla estremeciéndose de frío. Todavía vio a través del parabrisas el suéter que su hija llevaba puesto. Era ridículo. Como la paleta de un pintor. Identificó las manchas multicolores 12

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entre los abrigos y las gabardinas de los muchachos mayores, que salían atropellando a los chiquillos. Ella recuerda que de pronto se sintió bien, así, sin motivo. El espejo retrovisor le devolvía la sonrisa y tuvo esa sensación en la piel que se experimenta antes de una tormenta eléctrica. Estaba como hacía mucho tiempo no recordaba haber estado. No era euforia. Era algo más cercano a la placidez, a la serenidad y al perdón. Resultaba extraña esa impresión de saberse exculpada de faltas de las cuales ni siquiera tenía conciencia. Toda ella se había vuelto leve y desafilada. En ese momento habría podido disculpar a su marido por no hacerla feliz. Así de absurdo resultaba el bienestar: hablar con su padre de nuevo, decirle a su hermano que después de todo eran eso, hermanos. Por eso cogió la novela del tablero. Acarició la portada de Naufragio y abrió donde había interrumpido la lectura una hora atrás, como si no hubiera modo más acorde de avenirse a la atmósfera de buena voluntad que la rodeaba. Entonces leyó la página doscientos veintiocho. Leyó las últimas ocho líneas en voz baja, como si orara. No vale la pena detenerse a pensarlo. Sucede. Tu vida entera puede cambiar en un instante y ni siquiera lo ves venir. Antes crees conocer qué clase de mundo es este. Después todo cambia. No es que sea malo. Ni siquiera de eso se trata. Pero el mundo cambia. Se torna dudoso y disparatado, y uno se pone a dividirlo en antes y en después. Eso. Yo no sabía que pudiera haber algo como el “después”. No sabía que para nosotros el “antes” se había terminado. Aquellos fueron los renglones que después nunca olvidó. Cuando levantó la vista, se encontró con un paisaje distinto. Los alumnos continuaban saliendo de la 13

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escuela, comenzaba a chispear, pero el estremecimiento que recorrió su espalda fue el mismo que pudo sentir al haber visto hundirse el suelo con todos los niños encima. Así de grande era lo que faltaba allá afuera. El mundo había vuelto a perder la paz, la serenidad y el perdón. En ese momento tomó conciencia de que su hija no estaba. Actuó sin pensarlo. Cuando se dio cuenta, la portezuela estaba abierta y ella bajaba apresuradamente. Al salir, el cuerpo se le encogió por el frío. ¡Estefanía!, gritó, y se escuchó gritar como si no fuera ella. ¡Estefanía! Se metió en el enjambre de alumnos, empujándolos, cogió a un muchacho mayor por las solapas y empezó a sacudirlo con violencia. ¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está? Corrió de un lado a otro dando alaridos, enfureciéndose porque era imposible que nadie hubiera visto nada. Desde entonces han transcurrido seis años. Ahora está más delgada; el rostro se le ha llenado de sombras; tiene el gesto de quien ha sobrevivido a una catástrofe y no puede dejar de ver las ruinas. En este instante, atraviesa la plaza Río de Janeiro, con un pantalón de peto decolorado y raído y un suéter que alguna vez fue verde. La mochila que cuelga de su espalda le da un aire de turista aficionada a la miseria. Al llegar al cruce de Orizaba y Puebla, ante la iglesia, ve la portada de Naufragio en un puesto de libros usados. Se detiene. Busca en el bolsillo trasero del pantalón, saca el billete y paga la ridícula cantidad 14

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de cincuenta pesos, a una mujer que carga un bebé de meses en el rebozo, por todos los libros con la portada del barco que se hunde. Esta vez son once. Es obvio que algunos ni siquiera fueron leídos, que los trajeron directamente de un almacén. De la iglesia hasta la glorieta de Insurgentes, va buscando la página doscientos veintiocho. Lee el último párrafo sin dejar de caminar. Ve coincidir cada palabra de su memoria con cada palabra impresa, como si engarzaran los eslabones de una condena. Después tira los libros en las alcantarillas. Al legar al interior de la glorieta de Insurgentes, ya no tiene ejemplares. Se detiene junto a una cabina telefónica, descuelga la mochila de su espalda y saca un bote de pegamento, una brocha y el legajo de carteles. Nadie parece reparar en ella. Las personas entran y salen del metro sin mirarla. Ella sumerge la brocha en el bote y luego la lleva al muro, desapegada también de la gente y de los cordones espesos de pegamento que latiguean en el aire o le escurren por la mano. El primer cartel, húmedo y brillante, queda fijo allí, junto a la puerta. Es la fotografía amplificada de una niña temerosa; un semblante demasiado anguloso. Los ojos redondeados, las mejillas verticales, pero es sobre todo en los labios donde se concentra esa atmósfera de inconclusión que empantana al retrato. Es lo que desazona. Los labios con la abertura apenas visible pero incómoda de quien empezaba a decir algo. Abajo, en el extremo inferior del cartel, está la llamada de auxilio: Estefanía Del Río. Seis años. Desaparecida el 17 de febrero de 1992. 15

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No es una época apropiada para los milagros. Si lo sabrá el padre Braulio. La primera vez que sangró estaba escribiendo una carta al obispo. Le pedía la venia y las llaves para entrar al sótano número tres de la Biblioteca México donde, si las lluvias de los últimos trescientos años no habían rebasado los parapetos de seguridad, debía estar una de las colecciones de libros prohibidos por la Inquisición. —Maldita sea —murmuró el padre Braulio cuando vio la sangre manar de sus palmas, y no acabó esa misiva ni las siguientes seis que intentó escribir durante los días posteriores. —Maldita sea —repitió cada vez que vio los papeles manchados, antes de encaminarse a la farmacia de Guerrero para comprar esparadrapo. Una noche de domingo, semanas después, el padre Braulio afrontó una tormenta digna del diluvio. El aguacero había durado horas y el centro, desde el Zócalo hasta la Alameda, se había convertido en un mar. Aun así no habría servido de nada decirle que probablemente estarían desiertas todas las taquerías. Los niños se replegaron; él se echó sobre los hombros la gabardina negra y, sin levantarse la sotana, se metió en el agua. Esa noche, sin embargo, no se mojó. En ninguna parte se impone una medida mínima de profundidad para convertir en milagro el andar sobre las aguas. El padre Braulio recorrió completa la calle de Tacuba, caminando tres centímetros por encima del suelo, y a veces más cuando cruzaba sobre algún bache o cuando se montaba distraído en los borbotones de agua negra que emergían de la alcantarilla. Fue como 16

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si patinara sobre la helada superficie de un lago, yendo de taquería en taquería en busca de niños. —¿Ninguno? —inquirió con esa voz que parecía salir de un pozo. —Todavía no, padrecito. Ya ve, con esta lluvia ni los diablos, con el perdón de usted —le respondieron de esta u otra manera en los puestos. El padre Braulio siguió alargando el prodigio por el rumbo de Dolores, junto al Barrio Chino, donde tampoco hubo creyente que atinara a bajar la vista y a persignarse por este despilfarro de milagrosidad. La semana siguiente sucedió el tercer prodigio. Sucedió, pero nadie tuvo ojos para ver. Los feligreses continuaron creyendo que el hombre del pórtico de la Santa Veracruz se mantenía hundido en la ceguera y no se maravillaron porque no tropezara más con las fuentes de la plaza. Había que estar ciego para no advertir el tamaño de su mirada cuando alguna mujer se inclinaba demasiado al dejarle alguna moneda. Luego, cuando se supo, sólo atinaron a decir que con el dinero de las limosnas, que al parecer sí que dejaban, el invidente se habría pagado una operación en Houston y que eso de los rayos láser y los trasplantes de córnea parecía casi un milagro. Los feligreses terminaron echándolo de la plaza de la Santa Veracruz, sin preguntarle si fueron los dedos del padre Barulio, el dorso de su mano derecha o sus labios los que hicieron el milagro, porque la madrugada del prodigio el padre Braulio primero lo golpeó, ya que estaba encogido en la escalinata y no era difícil confundirlo con un perro, y al final le besó los párpados, ensalivándoselos con ese 17

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engrudo de tequila y pozole que se le escurría por las comisuras, y el ciego vio por primera vez la cara abotargada, barbuda y roja del padre Braulio. —Ah, chingá —fue lo único que murmuró el ciego. —Que dios esté contigo también, hijo mío —respondió el cura. La verdad es que el padre Braulio tampoco tomaba bien los asaltos de santidad. Ni los agradeció entonces ni los agradece ahora. La mayoría de las veces los prodigios, que lo harían digno de una estampilla como las ofrecidas fuera de su iglesia, sólo le causan problemas. Se siente como si alguien le hubiera dado a cuidar una jauría de perros rabiosos. Así camina de su departamento a la iglesia, convenciéndose de cargar algo que no le corresponde. Con los puños apretados y el cuerpo duro repite que ahora ningún milagro se va a soltar a pegar ladridos por allí. Luego sucede lo de hace unos momentos, en la cantina La Faena, que para ser justos hemos de aceptar como la cúspide de su milagrería. No ha transcurrido una hora desde entonces. El padre Braulio tenía ya seis botellas vacías de Victoria y comía su tercera trucha cuando creyó leer la palabra “arcángel” en el periódico de una mesa vecina. Estaba solo como siempre que iba a beber. Según su muy personal manera de entender la religión había mil caminos para llegar a la luz y a veces el alcohol era un buen atajo. Llevaba meses transcribiendo y desgrabando las cintas que llenaban las paredes de su celda. Al menos no había violado los cuatro preceptos siseantes de la confesión: silencio, secreto, simpatía y socorro. Lo único que hacía era colocar la grabadora junto a la 18

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rejilla y pedir a sus devotos que dijeran en voz muy alta sus pecados, que pronunciaran bien y no se apresuraran. Esa larguísima estancia en el mal, escuchando el catálogo interminable de perversiones grabadas en los casetes, le iba robando la cordura. Algunas veces el resultado era el insomnio; en otras ocasiones las voces, ese ruido como de plaga, le parecían un mensaje: el mundo entero convertido en un enorme teclado donde un telegrafista loco no dejaba de dar manotazos. El padre parpadeó y miró de nuevo. El borracho seguía desplomado sobre el periódico y lo único que alcanzó a leer fue otro fragmento de los titulares: “muerto”. No estaba para ser paciente. Arrojó la trucha al plato y se bebió lo que restaba de la cerveza. Luego empujó la silla. Lo que no supo el padre Braulio al levantarse, lo que no supieron él ni los meseros que iban y venían con las bandejas, lo que no supieron ni él ni los meseros ni los pocos clientes que estaban allí a esa temprana hora del día —un chico con pinta de estudiante, una pareja marchita que parecía curar la resaca con la música de la sinfonola, tres jóvenes de traje— es que el hombre acababa de morir. El padre se detuvo junto a la mesa. —Disculpe, buen hombre —dijo inclinándose y tratando de suavizar la voz. No hubo respuesta. —Despierta, hijo mío —insistió el padre, todavía con los brazos entrelazados sobre su amplio vientre. Pero el muerto era tenaz. 19

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El padre Braulio se contuvo unos segundos y luego estalló. —¡Pedazo de mierda! —se escuchó en toda la cantina, y los de reflejos rápidos alcanzaron a ver el vuelo del muerto. El padre lo había cogido de las greñas intentando levantarlo pero, al sentir la resistencia de ese borracho que daba la idea de duplicar su peso voluntariamente, lo arrojó hacia atrás con todas sus fuerzas. El muerto revivió cuando el padre Braulio le puso la mano encima. El contacto de la mano en su cabello lo hizo volver y se sintió como si lo hubieran encerrado en un ataúd de niño. Todos en la cantina fueron testigos pero nadie vio el milagro. Lo más que podrían relatar es que el borracho aulló y se montó en el sacerdote. Ni siquiera el padre Braulio supo que el exceso de agresividad era producto de la resurrección. Ahora sí que el muerto descansaba en paz —volátil, ligero, inexistente— cuando fue devuelto al guante que era su propio cuerpo y que ya ni siquiera le quedaba bien; entró sesgado y por eso uno de los brazos le colgaba fláccido y tenía tal protuberancia en la nuca que parecía giboso. —Ahora me deja como estaba —profería el renacido con voz nasal y terregosa—. ¡Como estaba! Todo lo que pudo hacer el padre fue arrojarse de espaldas contra la pared. No hubo suerte, ni buena ni mala. El padre Braulio pudo haberlo matado con el choque pero el hombre 20

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sólo se desmayó. Luego el padre lo llevó a rastras a su silla. —Ahí está, hermano —le dijo—, lo que pediste: como estabas. Y dejó caer la cabeza del inconsciente sobre la tabla, no sin antes leer los titulares absurdos del periódico amarillista. “el arcángel miguel ha muerto.” Fue el sueño de una mujer anciana, aunque no está completamente segura si fue Miguel o Gabriel o Rafael o Uriel o Sariel o Remiel o Raziel... —Puede quedarle todavía una bala —gritó el detective Bernal, sentado tras la llanta de un camión, reponiendo el cargador de su nueve milímetros. —Voy a entrar —dijo Anjana mientras buscaba en los bolsillos del pantalón una dona para sujetarse el pelo—; que los policías se queden aquí y tú ve por la parte de atrás. —¿Por la parte de atrás? —preguntó atónito el detective Bernal. —Sí —repuso Anjana terminando de asir su roja cabellera en una coleta—, las cosas tienen un “enfrente” y un “atrás”. ¿Es muy difícil entenderlo? Bernal no dijo nada y, cubriéndose entre los autos estacionados, corrió hacia la esquina. Anjana hizo un par de señas para indicar a los policías dónde quería que se apostaran; luego cruzó la calle. La bodega era una superficie enorme y descampada. Anjana se cubrió tras una columna y vio que en el fondo había una escalera de caracol. Seguramente la escalera llevaría a lo 21

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que debían ser las oficinas. Desde ahí arriba, tras los ventanales polarizados, podrían verla mientras cruzaba la nave. Sería un blanco fácil, si al ladrón aún le quedaba alguna bala. Ella se examinó, evaluó cómo estaba reaccionando, siempre lo hacía, le gustaba acudir como testigo de calidad al estado de sus emociones; sintió su respiración vigorosa, los latidos que le golpeaban el pecho, pero no encontró rastro de miedo. Entonces supo que no sería éste el día de su muerte. Se palpó una pequeña herida que le había roto el pantalón a medio muslo, aplastó entre los dedos la sangre que ya comenzaba a coagular y corrió. —La vida es un sistema binario —dijo al llegar a la escalera de caracol—; o un sí o un no, o me matas o te mato; fallaste tu turno, ahora me toca a mí. Subió despacio. Arriba se oían unos golpes metálicos, como cuando un pájaro se estrella contra la jaula. Quizá el ladrón intentaba abrir una puerta, tal vez el acceso a la azotea. —Muy bien —dijo Anjana cuando lo tuvo enfrente. El joven aún empuñaba la pistola sin balas y asía una varilla con la otra mano. —Qué tenemos aquí. Casi un niño. ¿Cuántos serán buenos, diecisiete... veinte? Un delincuente prodigio con gran historial. —Me rindo, no dispare —gritó el muchacho soltando la pistola y la varilla. —Vaya, así que se te acabó el valor —murmuró Anjana sin dejar de apuntarle—. ¿Quién te dijo que aquí uno se puede rendir? 22

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Entonces se escucharon unos pasos. Alguien cruzaba la nave, seguramente el detective Bernal. —Me hubiera gustado tener un poco más de tiempo para explicarte por qué voy a hacer lo que voy a hacer... El muchacho se dejó caer de rodillas. —No —dijo a punto de llorar—, por favor... —¡Anjana! —gritó el detective Bernal, justo cuando sonó la detonación. Luego el silencio fue volviendo por capas: de más allá de la ventana a los muros, de los muros al cuerpo que yacía inmóvil. —¿Por qué disparaste? —preguntó Bernal con voz temblorosa—; ya estaba sometido. Al bajar las escaleras Anjana se soltó el pelo. Bernal advirtió que ella cojeaba ligeramente y reparó en la pequeña herida. En ese momento los policías entraban a la bodega haciendo ridículas maniobras de asalto. La risa de ella acabó por enfurecer a Bernal. —Comandante, creo que merezco una explicación —dijo Bernal. Anjana se detuvo y volteó a verlo con esa mirada dura que cancelaba discusiones. Afuera Bernal la tomó del brazo. —Lo siento, pero esto lo tendré que reportar, comandante —dijo Bernal todavía consternado por lo que acababa de suceder. —Mira, detective —dijo Anjana imperturbable—; te voy a hacer un favor. Voy a hacer de cuenta que no has dicho nada, que no desobedeciste mis órdenes y que estabas cuidando la parte de atrás. 23

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—¡Rompí aguas! —gritó ella. Y aunque estaba adormilado ante el televisor, el marido supo perfectamente lo que sucedía. Sólo tuvo que extender la mano para tocar el timbre. Había colocado el sofá a la distancia justa, desde hacía seis meses, temiendo este momento. —¿Qué pasó? —preguntó la enfermera entrando cuando ni siquiera terminaba de sonar la alarma. —La fuente —dijo ella con voz apagada, y luego miró a su esposo. Entre ellos las palabras no eran necesarias. Cinco abortos les enseñaron el abismo que separa lo posible de lo probable. Los estudios que ambos se hicieron, al principio sin consultar al otro, y luego juntos, en clínicas del país y del extranjero, coincidieron en que no existían causas para el problema. Así le llamaban todos: “el problema”. —Localice al doctor Nettel, que preparen el quirófano y quiero inmediatamente una camilla a la habitación veinticuatro —ordenó la enfermera por teléfono. —Resiste —dijo ella en un murmullo, acariciándose el vientre, ajena a la mano de él que le alisaba el cabello. Él miró su mano ir y venir y supo que hiciera lo que hiciera acababa de convertirse en un espectador. De ahí en adelante, por grande que fuera su angustia, quienes luchaban por la vida eran ella y el niño, quizá ella más que el niño. —No se preocupen —dijo el médico apareciendo junto con la camilla—. Vamos a hacer la cesárea; su hijo ya tiene veinticinco semanas, irá a la incubadora. 24

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Luego agregó: —Lo conseguiremos. Ni ella ni él aventuraron una sonrisa. La camilla salió de la pieza y recorrió el pasillo sin que ellos dejaran de estrecharse la mano. Recostada y con la mirada fija, ella veía pasar las luces del techo y escuchaba las recomendaciones del médico como si éstas también se fueran quedando atrás. Se le subrayaban las ojeras, la piel se le adhería al cráneo, una vena le latía en la sien. Él veía ese latido. Una línea verde que subía y bajaba como un corazón diminuto. Desde que supieron del nuevo embarazo, ambos hicieron pactos, sin llamarlos así. Simplemente cambiaron ciertos hábitos de vida arraigados. Los sacrificaron sin confesárselo. Él dejó de tomarse las tardes del jueves y le dijo a aquella mujer que ya no la amaba. —Lo siento —murmuró, y creyó que no hacer el amor esa última vez ayudaba en algo. Fue lo más drástico, aunque también se obligó a las minucias de disminuir la bebida, de mostrarse accesible con la familia de ella en las comidas dominicales y las conversaciones que le parecían estúpidas. Renuncias. Algo cercano al castigo, a la culpa y a un afán oscuro por equilibrar. Ella se hizo voluntariamente ingenua y benigna con las llamadas de una mujer que le gritaba las infidelidades del esposo. Soportar en silencio los telefonazos fue uno de sus sacrificios; el otro, no buscar a otro hombre para salir de la duda de cuál de los dos, ella o su marido, tenía “el problema”. 25

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Fue patético. Ella y él no dejaron de saberlo ni un minuto durante esos seis meses y sin embargo mientras recorrían el pasillo, ella con la sábana hasta el cuello, él sintiendo las gotas que resbalaban de su axila, vieron transformarse la sensación. Por vez primera un hijo suyo llegaba a los seis meses de gestación y ellos se sentían con derecho a esperar más. —Usted no puede ir allí, señor Colsa, lo siento —dijo la enfermera, poniéndose frente a él cuando el médico empujó la última puerta batiente con la camilla. Sintió el apretón de la mano de su esposa que luego fue aflojándose. Quiso decirle algo que pudiera acompañarla. —Yo también, mi amor —le ayudó ella. Antes que él pudiera reaccionar, la camilla desapareció. Estuvo horas sentado en el sofá sin cambiar de posición, echado hacia delante, con los brazos sobre las piernas, mirando el garrafón que le quedó a unos metros de distancia, viéndolo eructar; el agua se sacudía como sufriendo un toque eléctrico y entonces sonaba aquello: el croar de una enorme rana. Cuando salió el doctor, él tenía las piernas tan entumecidas que al erguirse estuvo a punto de irse al suelo. Permaneció apoyado en la pared. —Dentro de la gravedad de lo prematuro, está bien. Lo tenemos con respiración asistida, en la incubadora y, por el momento, la alimentación es intravenosa. Él no podía separarse de la pared. —¿Y ella? —preguntó casi sin abrir la boca; teniendo tanto miedo a la euforia como antes a la incertidumbre. 26

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—Su esposa, señor Colsa, sigue dormida por la anestesia —dijo el médico. Después la enfermera se detuvo cuando él perdió el paso camino a los cuneros. Sucedió en un par de ocasiones. Él trastabilló y le pidió que lo esperara. —Las piernas. Las tengo dormidas —murmuraba él queriendo sonreír, pero sin soltarse de los antebrazos del sillón. No eran las piernas. La enfermera lo llevaba a conocer a su hijo. Así le llamó: “su hijo”. Y él no podía decirle que no estaba acostumbrado. Que los cinco embarazos anteriores terminaron en un sofá como aquél en el que acababa de estar, que nunca pudo entrar al cuarto de recuperación, que cogía el carro, conducía a ciegas y, tragando directamente de la botella sorbos larguísimos, como si los respirara, hasta que el alcohol le fluía por la nariz. Entonces vio el cuerpo minúsculo. Lo miró a través el cristal de los cuneros y de la cabina de la incubadora. Estaba inmóvil, tenía los ojos abiertos, su pecho apenas se movía. Allí detuvo su mirada, en ese pecho blanco y diminuto que subía y bajaba como la vena de su esposa, como si allí debajo también hubiera un corazón que no iba a dejar de latir nunca. Pensó que si tan sólo pudiera vivir hasta que pasara el efecto de la anestesia en ella, en su madre... —Vive, Martín —murmuró con un tono de ruego que no se conocía, y comenzó a llorar. A las dos y cuarto de la madrugada entró la enfermera en la pieza. Él había empujado el sillón hasta dejarlo 27

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junto a la cama y acariciaba la mejilla de su esposa desde hacía mucho tiempo con la intención de despertarla. Más que verla, adivinó a la enfermera en la penumbra. —Lo sé, lo sé, ya váyase —ordenó tajante aunque sin levantar la voz—. Yo se lo digo. Escuchó su gemido entrecortado; después la puerta se cerró de nuevo. Ella y él se quedaron solos, solos y dos como siempre, y él dejó de acariciarla. Fue un reflejo. Buscó las llaves del auto en el bolsillo. —Yo se lo digo —repitió. Pareciera que Gabriel Rebis se interesara en lo que dice el empresario. Podría pensarse que está centrando su atención en el movimiento de los labios para captar mejor las palabras. En realidad su mente está en otra parte. Guiomar da una palmada suave en el muslo del empresario y éste calla; ofendido se vuelve hacia su asesor, quien sólo atina a encogerse de hombros. Gabriel Rebis les sonríe a ambos mientras empieza a levantarse con esa cadencia suya, a plazos. —¿A qué hora te dije que llovería? —dice Gabriel dirigiéndose a Guiomar. —A las tres cuarenta y cuatro, señor —responde ella tras consultar su libreta, reprimiendo su risita de rata. —Me equivoqué —acota Rebis—, lloverá a las tres cuarenta y cinco. Guiomar hecha un vistazo a la ventana. Gabriel Rebis le ha dicho que a la lluvia, incluso, es posible olfatearla. 28

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—¿Escuchó lo que le dije? —inquiere molesto el empresario. Gabriel Rebis no responde, lo mira, y el empresario abandona su altanería porque a Gabriel es imposible sostenerle la mirada; sus ojos provocan una sensación de vértigo. Como si te reflejaras en un cenote muy profundo. —¿Ya hizo el traspaso? —pregunta por fin Gabriel Rebis. —No he terminado de decirle lo que necesito. —Necesita lo mismo que todos los especuladores, poner tres pesos hoy para recoger cuatro mañana. Entonces dejemos de perder el tiempo y ponga los tres pesos. —Mi cliente no puede arriesgar a ciegas una cantidad tan grande —dice el asesor del empresario. Gabriel Rebis vuelve a mirar a través de la ventana. Le gusta que este año las lluvias pospongan su partida. Ya casi es octubre y al paso que vamos seguirá lloviendo hasta diciembre. Luego el cristal comienza a mojarse con las primeras gotas. Él mira las manecillas de oro del reloj y sonríe. Son las tres cuarenta y cinco. —¿Cómo lo hará? —se pregunta Guiomar. —¿Qué? —inquiere el empresario cada vez más ofendido. —Usted disculpe —responde ella con una sensualidad innecesaria—; el señor Rebis podrá parecerle disperso, pero le aseguro que el resultado de la inversión recomendada terminará por agradarle. Guiomar piensa que todo esto no es más que un teatro, una manera de Gabriel Rebis de hacerse el 29

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interesante. Ella lleva menos de un mes trabajando aquí y ya sabe lo que ocurrirá; se hará el depósito, resultará ser un gran negocio, volverá el empresario jovial y agradecido, con el ánimo dispuesto, incluso, para hablar de la lluvia y tolerar excentricidades. Gabriel Rebis extiende sus dedos largos hacia la ventana como sabiendo que no será el grosor del cristal lo que le impida tocar la lluvia; luego se palpa los dedos como si hubiera atrapado algunas gotas. Nunca he logrado entender por qué la lluvia lo fascina, pero siempre ha sido así, desde que lo conozco, hace ya mucho tiempo. El empresario se levanta, recoge sus papeles y amaga con marcharse. —¿Café? —pregunta Guiomar. —No —responde el empresario. Gabriel se aleja de la ventana, vuelve a la mesa, sonríe y ese gesto basta para que el empresario vuelva a sentarse. —Yo quisiera un vaso de agua —solicita el asesor. Guiomar pide el agua a su secretaria pero sabe que el ritual de Rebis aún no termina; piensa en la parte de la comisión que está a punto de perder. No te desesperes —le había dicho Gabriel en otra ocasión—, míralos, se pasan toda la vida pensando cómo incrementar su riqueza y cuando están cerca de poseer lo que juzgan pertinente, se mueren. —¿A quién conocemos en la Nápoles? —Yo tengo una amiga en la calle de Texas —responde Guiomar mientras toma el celular. El empresario y su asesor aguardan, miran a Gabriel Rebis ponerse de nuevo frente al ventanal. 30

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—Luisa, hola... No he podido, pero vamos, esta semana... Sí, el jueves me parece bien... A las cinco, donde siempre... Oye, una pregunta: ¿está lloviendo por tu casa?... Gracias... Adiós. —No ¿verdad? —pregunta Rebis. —No. —Muy bien —dice Gabriel Rebis dirigiéndose al empresario— invertiremos en las cobreras chilenas, compraremos hoy a uno quince y venderemos el viernes a uno veinte. —¿Por qué vender a uno veinte? —interrumpe el asesor—; según mis análisis subirá hasta... Rebis se alisa el cabello, lo peina hacia atrás más por costumbre que por suponerlo desarreglado; es su manera de mostrarse a disgusto. El empresario hace una señal y su asesor guarda silencio. —¿Supone usted que el viernes llegará a uno veinte? —Nos quedan menos de diez minutos para comprar a uno quince. El empresario extrae de su portafolios el servidor de banco electrónico, pide permiso para conectarse y Guiomar le acerca el teléfono al tiempo que pone sobre la mesa una tarjeta con el número de cuenta al que debe ingresar el depósito. —Guiomar, Guiomar —dice Rebis cuando el empresario y su asesor se han marchado—, mira: existió un excelente cazador de águilas; tiraba con mayor fuerza y precisión que nadie. Una vez fue de cacería con sus amigos a la montaña. Estuvieron horas y horas esperando a las águilas hasta que sus amigos se aburrieron y comenzaron a cazar palomas. Él juzgaba que hacer 31

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tal cosa era una claudicación. Por la noche, los amigos comieron las palomas asadas, producto de su caza y de su esfuerzo. El único que junto al fuego comía por caridad y no por merecimiento era el cazador de águilas. ¿Entiendes? —No. Cuando el Suizo pidió su segundo café supo que estaba iniciando otro ritual; mientras estuviera en la Ciudad de México todas las noches iría a tomar café a la barra del Sanborn’s de los azulejos. Ahí las meseras lo verían peleando con los caprichosos pliegues de los mapas, trazando deseables rutas, tomando apuntes en su pequeña libreta de caligrafía. El Suizo acababa de llegar a México, apenas hacía una hora que se había registrado en el hotel Majestic donde lo primero que hizo fue retratar el baño: la tina, la taza, el lavabo, todo el mobiliario de principios de siglo. Luego, desde su ventana, fotografió a los soldados, quienes en la plaza central arriaban la bandera empapada por el persistente aguacero. Después, ignorando las advertencias del recepcionista respecto a su seguridad, salió dispuesto a iniciar su trabajo: fotografiar las noches de la Ciudad de México. Los nueve niños de la calle se resguardaban de la lluvia en la parada del camión; habían dejado de hacerse bromas. Faltaba poco más de media hora para el cierre de la ferretería y tenían apenas catorce pesos. Como había estado lloviendo toda la tarde, resultó infructuoso pedir dinero. —Chale, no nos va a alcanzar para comprarlo —dijo la Perra. 32

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—Y si lo pedimos fiado —sugirió el Ojos, sin ninguna convicción. Todos miraron al Tortas, pues aunque nunca acordaron que hubiera un jefe, en momentos como éste la responsabilidad de las decisiones recaía en él. —Vamos a robar. El Suizo salió del Sanborn’s y dudó si encaminarse hacia el Zócalo o hacia el Palacio de las Bellas Artes. Si estuviera en Berna habría resuelto la disyuntiva siguiendo a la primera muchacha guapa que encontrara, pero en la calle no había ninguna muchacha guapa. En la plazoleta del palacio se entretuvo varios minutos buscando el mejor ángulo para retratar las estatuas de los ángeles con sus figuras negras recortadas contra la luminosidad de una luna que apenas se veía entre las nubes. Dos de ellos se apostaron en un farol, cinco fueron a sentarse apretujados en un banco, y el Tortas se colocó unos cincuenta metros adelante. El plan era tan sencillo como torpe: la Perra pediría alguna moneda, el Tortas daría la señal alzando el brazo y entonces todos rodearían a la víctima. —Amigo, un varito. La Perra pidió tres veces y nada, el Tortas no daba la señal. A punto de desesperarse vieron al hombre de cabello rubio cruzar la calle hacia la iglesia de la Santa Veracruz. El Suizo bajó por la escalinata en dirección a la fuente. Estaba encantado con esa iglesia increíblemente ladeada. Seleccionó un referente de verticalidad..., otro... 33

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Se miraron dando por hecho que el plan había cambiado; cruzaron corriendo la calle, bajaron a saltos las escalinatas de la plaza y el Tortas se abalanzó sobre la cámara. Al Suizo le sorprendió menos el asalto que la paliza. Se enconchó tratando de evitar la contundencia de las patadas, gritó tan fuerte como pudo para pedir auxilio y aunque escuchaba el rodar cercano de los autos supo que era inútil esperar ayuda. Nadie podría mirarlo porque el desnivel de la plaza era una trampa. Dejaron de golpearlo al ver que ya no se movía, el Tortas cogió la cámara y la mochilita de los accesorios, el Ojos registró los bolsillos hasta encontrar la cartera y el Loco de plano se entretuvo en quitarle el chaleco de pescador. —Vámonos. La Víbora llegó apenas con tiempo a la ferretería, compró nerviosa y excitada el activo, olvidó el paquete de estopa y sin esperar el cambio regresó corriendo. El Loco era el único que estaba fuera esperándola; llevando puesto el chaleco de pescador que le quedaba enorme y jugueteaba con el envase cilíndrico de un rollo. Patearon dos veces el piso y se abrió la reja de la alcantarilla. Adentró el Tortas estaba contando el dinero, una fortuna; muchos dólares y algunos billetes de colores que nunca habían visto. —Es dinero suizo —dijo la Perra. Mientras cerraba la alcantarilla el Loco miró hacia la plaza. Desde allí podía verse la pierna del Suizo medio oculta tras la fuente. —Qué putiza —murmuró para sí. 34

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Javier siempre repartía el activo. Frente a él se formaban todos, por edades; primero el Tortas, quien ya no era un niño, al final el Ojos, que acababa de cumplir seis años. Como no tenían ni papel ni estopa, la Perra rompió una camiseta y dio un trozo a cada uno,. Inhalaron sumergidos en una nueva emoción; no era su primer robo, pero nunca antes lo habían hecho así, con tanta violencia. Se miraban sin decir palabra hasta que el Tortas blandía los billetes y todos soltaban estruendosas carcajadas, carcajadas que tras pasar el enrejado se perdían en la noche. Cuando comenzó a llover renunciaron a la luz que se colaba del exterior y se internaron en el refugio. En lo más profundo había un espacio de unos tres metros cuadrados que siempre estaba seco, a salvo de la lluvia, las filtraciones y las fugas de las enormes tuberías. Ahí amontonaron sus cuerpos y sus muy particulares evasiones, parece increíble, pero hasta en el hacinamiento es posible la soledad. En medio del aguacero torrencial se quedaron dormidos. Sólo la Iguana permaneció despierta, aterrada por los estragos de un mal viaje. Quiso hallar consuelo abrazándose al Ojos, pero éste no tenía párpados y la danza desquiciada de sus iris terminaron de angustiarla. —Órale, Ojos... Pinche Ojos... Voltéate, cabrón. —Mmmm. A eso de las tres de la madrugada Javier se levantó a orinar. El aguacero había amainado pero aún se filtraba, por el enrejado, una llovizna suave. —¿Ya se fue? —preguntó el Tortas. —¿Quién? 35

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—Chale, pues quién va a ser, pendejo, el turista. —No sé. Javier destapó la reja y parándose de puntillas asomó la cabeza. Afuera, en la plazoleta encharcada, estaba el Suizo inmóvil, en la misma posición. —Ahí sigue. —Si está muerto vamos a tener pedos —dijo la Perra. —Deberíamos quitarlo de ahí —sugirió Javier. —¿Y adónde lo llevamos? —preguntó el Loco. —Ya sé —dijo el Tortas. Salieron al frío de la madrugada. La Víbora y Javier subieron a la calle para vigilar que no pasara nadie. El Loco, el Tortas y el Mocos arrastraron trabajosamente al Suizo. El cuerpo, duro ya, iba dejando un pequeño rastro de sangre que les pasó inadvertido pero que la lluvia, cómplice, se encargaría de borrar. La Perra mantenía abierta la reja y, dentro, agazapados entre mantas y cartones aguardaban la Iguana, el Ojos y el Hermano. Cuando arrojaron el cuerpo hacia el interior una de las piernas se atoró entre las varillas y el Suizo quedó oscilando de cabeza. Quienes estaban dentro comenzaron a reír y el Tortas tuvo que quitarle la bota para que el cuerpo acabara de caer. Produjo un ruido como el de una ballena que, en un parque acuático, cae fuera de la alberca. Así dejaron al Suizo, boca arriba, con los rubios cabellos enlodados, con unas costras de sangre que el agua iba desbaratando en dos hilos escarlatas que le escurrían de la nariz a las orejas. El Ojos se entretuvo observando esa mirada extranjera, de color indefinible, 36

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entre verde y gris, que, como la suya, había renunciado a parpadear. Estarían los dos vigilando lo que restaba de la noche, uno aún desde el sueño, el otro aún desde la muerte.

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Familia feliz

—Creo que no debemos dejar salir a los niños con el abuelo. El papá y la mamá estaban preparando la comida. —Ya está muy mayor y la ciudad es peligrosa —agregó el papá mientras lavaba la lechuga. —Ellos lo disfrutan mucho. Ya ves cómo los consiente —dijo la mamá. La mamá apagó el fuego, se limpió las manos en el delantal y se acercó a él. —Salir con sus nietos es lo único que logra hacer bajar a mi padre de la azotea. —Eso y el futbol —comentó el papá en broma. Los niños azotaron la puerta al llegar, tiraron las mochilas y entraron en la cocina. —¿Ya vamos a comer? —preguntó el niño. —Todavía falta —respondió la mamá. —¿Y el abuelo? —preguntó la niña. —Donde siempre —dijo el papá. —¿Podemos subir? —preguntaron los dos al mismo tiempo. —Sí —respondió la mamá—, pero bajan cuando los llame. Los niños salieron al patio y corrieron a la escalera de caracol. 39

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La azotea estaba llena de maíz y caca de paloma. Los niños entraron en el cuarto de servicio y vieron al abuelo, sentado, escribiendo una carta. —¿Qué haces, abuelito? —Las palomas ya están listas —respondió el abuelo sin dejar de escribir—; estoy preparando el primer mensaje. —¿A quién le escribes, abuelito? —preguntó la niña. —Al diablo. —¿También nosotros le podemos escribir? —No es un juego. Preparé las palomas para saber qué tan lejos está el fin del mundo. —¿Y el diablo está en el fin del mundo? —Es quien lo está acercando. El abuelo terminó de escribir y mientras doblaba el pequeño papel, la niña alcanzó a mirar que firmaba como “el Vigilante”. Luego el abuelo se levantó para buscar, en las jaulas apiladas, la paloma que le serviría para enviar el mensaje. El abuelo seleccionó a una paloma pinta y se la mostró a los niños. —Ésta es la mejor —dijo—, ¿cómo quieren que se llame? —Cubeta —respondió la niña. —Cómo que cubeta —replicó el niño enojado—, una paloma no se llama así. —A ver, Cubeta —dijo el abuelo, cancelando la discusión—, estate quietecita para amarrarte esto. El abuelo puso la paloma en su regazo y con suavidad enrolló el papel en una de sus patas. 40

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—¡A comer! —se escuchó el grito de la mamá en ese momento. Después de unos instantes los niños entraron corriendo en la cocina. —¿Y el abuelo? —preguntó la mamá. —Huy —dijo el niño—, ya ves qué lento es. Aún viene bajando. —Es que trae a Cubeta en su jaula —dijo la niña. —¿Cubeta? —preguntó el papá. —¿No se les olvida algo? —dijo la mamá cuando los niños se sentaron—; a lavarse las manos. El abuelo llegó y puso la jaula sobre la mesa. —¿Por qué el abuelo no se lava las manos? —preguntó el niño. —Ya las ha de traer limpias —respondió la mamá. —Cómo las va tener limpias si agarró a las palomas —dijo la niña. —Las palomas no están sucias —murmuró el abuelo. —Cómo no van a estar sucias —gritó el niño—, mi papá dice que son ratas con alas. —Bueno, bueno —intercedió la mamá—, dejen de discutir y cómanse la sopa, si no se enfría. Por un momento sólo se escuchó el gorjeo de la paloma. —Mi abuelito le escribe cartas al diablo —dijo de pronto la niña. —Cállate que eso es un secreto —gritó el niño. —¿Verdad que no es un secreto, abuelito? —No, mi hijita —dijo el abuelo sorbiendo la sopa—, ya no. 41

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—¿Tampoco es secreto lo de “el Vigilante”? —Sí, eso sí. —¿Qué es lo del vigilante? —preguntó el niño. —Es un secreto —respondió la niña. Cuando los niños terminaron de comer, el abuelo tomó la jaula. —Vamos al parque. El papá y la mamá se miraron. —No se tarden mucho que tienen que hacer la tarea. Como siempre, antes de salir a la calle, el abuelo y los niños se sentaron junto al fresno. Los papás los miraron desde la ventana de la cocina. —¿Qué les contará? —Yo les digo que no se vayan corriendo al parque —comenzó diciendo el abuelo— y ustedes nunca me hacen caso. ¿Ya les conté lo que le pasó a mi amigo Beto? Cuando éramos niños nunca obedecía y tuvo la mala suerte de toparse con el robachicos... El abuelo contó una historia terrible que obligó a los niños a tomarse de la mano. Cuando el abuelo terminó, los niños estaban pálidos. —Bueno —dijo el abuelo, notando que los había asustado demasiado—, todo se puede evitar obedeciendo. Vámonos, juntos. El abuelo se levantó, tomó la jaula y fue hacia la reja de la calle. —¡Vieja el último! —gritó el niño en cuanto el abuelo abrió la puerta. —Yo soy mujer —replicó la niña. 42

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—Bueno, sapo el último. Los niños se echaron a correr. El abuelo llegó sofocado a la esquina y los niños ya no se veían por ningún lado. Al girar en cada calle sucedió lo mismo. —¡Chamacos de porquería! —maldijo el abuelo cuando los descubrió en el parque. —El sapo fue él, abuelito. —Es que me tropecé —dijo el niño mostrando las rodillas raspadas. —Les acabo de contar del robachicos y no entienden. —¿Aquí vamos a soltar a Cubeta? —Sí —respondió el abuelo dándose por vencido. El abuelo sacó la paloma y le dio un beso en el pico. —Ojalá que el fin del mundo esté tan lejos que no tengas tiempo de regresar. La paloma salió volando. —Huy, se fue hacia la casa de tu amigo Manuel —dijo la niña a su hermano. —Sí, es cierto. Ya no vuelvo a ir a su casa.

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