NOTAS
Lunes 21 de septiembre de 2009
A
PARA LA NACION
L verme a mí mismo y a la gente ante las últimas elecciones, me sorprendí haciendo consideraciones acerca del fenómeno de la confianza y el de la desconfianza. Vi ilusión y expectativas, y también escepticismo. Y pensé que muchos creemos en policías, en jueces, en los médicos, en los medios, en los sacerdotes, en pastores de TV, en vendedores de tiendas, creemos en Dios. Y antes, creímos en los reyes magos. Creemos en nuestros presidentes, en nuestros diputados, en sus promesas, en su interés por la cosa pública. Va más allá de presidencialismo o parlamentarismo, como puede imaginar un filósofo de gabinete. Creemos. ¿Por qué creemos todavía, después de muchas experiencias frustrantes? ¿Por qué somos biempensantes? ¿Por qué tenemos ilusión? ¿Por qué damos crédito, por qué tenemos fe? Esta tendencia a creer y confiar permite que el mundo siga andando, que digamos sí en vez de no, que acordemos, que nos asociemos, que vivamos sostenidos y sosteniéndonos, formando una red de pares, una fratría. Pensemos que esta cualidad, capacidad, esta habilidad, esta posibilidad de confiar tiene un origen que es bueno considerar. No es una cualidad presente en todas las personas. Del otro lado están los que no pueden creer, los deprimidos, los desesperanzados, los escépticos, los solitarios, los aislados. Y otro grupo, más problemático para la sociedad: los incapaces de amar, los inescrupulosos, los antisociales, los llamados psicópatas. Ellos son los que se alimentan de nosotros, de nuestra capacidad de creer, de nuestra confianza, explotan nuestra confianza, nos conocen, nos usan, se abusan de nosotros, nos burlan, nos engañan, nos estafan, nos mienten. Casi logran desengañarnos. Todos hemos vivido suficientes desengaños como para caernos en la más absoluta desconfianza. Pero volvemos a creer. Los golpes no alcanzan a demoler nuestra médula, nuestro núcleo de confianza en el otro, en su palabra, en su promesa. Si nos engañan, a lo sumo pediremos que se vayan todos. Pero, para que vengan otros, otros nuevos, otros en los que nuevamente podamos creer y depositar nuestra confianza. Necesitamos creer otra vez. Creer es parte de nuestro destino, por cuanto el destino no es otra cosa que la proyección al futuro de la historia que ya hemos vivido. Y como somos humanos, por ser humanos, si estamos aquí, y hablamos y reímos, es porque hubo gente que nos ha cuidado, sostenido y preservado. Gente que nos ha enseñado a confiar, gente que no nos ha estafado. Y es a estos otros a quienes les debemos esta capacidad de creer. Esa necesidad y capacidad de creer se gestó en las buenas experiencias desde la infancia. Y no es deformable, por más malas experiencias coyunturales que se vivan en la adultez. Sean un desengaño amoroso o haber sufrido la seducción de un presidente venal o haber padecido un médico inescrupuloso o un juez corrupto. Para tener capacidad de amar, ser personas aceptablemente saludables y bien intencionadas, tuvimos que haber sido cuidados y mirados por otros. Al principio, nuestros padres. Después, los maestros, y finalmente, la sociedad toda, que tiende con naturalidad a preservar a un niño. Esa es la base de la confianza que hoy nos puede generar un vendedor de una tienda, o un presidente, el actual o el próximo. Lo fascinante y lo afortunado es la constatación de que esa capacidad de creer es indestructible. Después de un desengaño, pasa un tiempo y volvemos a creer. Una aclaración: cuando me refiero a personas sanas, no digo santas. Aceptamos que es propio de los humanos ser buenos y malos, generosos y egoístas, pequeños y magnánimos, altruistas y miserables. En la salud, son aspectos que conviven. En la enfermedad, no. Creer tiene su raíz en la infancia, pero no es un gesto de inmadurez. El optimismo es una obligación, y es una obligación moral, porque es una expectativa positiva leal al amor recibido. Consecuente y consecuencia del amor recibido. Creer es, así, parte de un deber moral de lealtad a nuestros primeros amores. A la vida. © LA NACION El autor es profesor titular de la Asociación Psicoanalítica Argentina
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LA EDUCACION PUBLICA TODAVIA ESPERA SER TOMADA EN SERIO
Con el mandato de creer PABLO DANIEL ABADI
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Cambios que no son cambios NELIDA BAIGORRIA PARA LA NACION
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OS procesos educativos se extienden en el tiempo y se reservan el derecho de no mostrar sus efectos hasta que la evidencia, criterio de verdad que no necesita demostración, impone su veredicto. En nuestro país, la destrucción del brillante sistema educativo que nos destacó ante América latina y el mundo se inicia hace seis décadas y lentamente va socavando sus cimientos hasta llegar a la etapa terminal que es nuestro presente. Los primeros atisbos comienzan a verse en 1943, cuando el gobierno de facto vulnera los principios filosóficos de la sabia ley 1420 e inicia el camino de su derogación, efectivizada en 1947, durante el primer gobierno de Juan Perón. A partir de ese momento, la educación argentina comienza su descenso involutivo, incentivado a través del tiempo por leyes, decretos y resoluciones que ratifican el objetivo prioritario de poner fin a la escuela popular del gran Sarmiento. Esa inconcebible defección del Estado, frente al avance de la corriente privatista, no pasó inadvertida para maestros y políticos comprometidos con la educación popular, pero sus denuncias y recaudos para el futuro de las nuevas generaciones se consideraban agorerías mendaces. Quienes fuimos no espectadores, sino protagonistas en los debates en los que se jugó el destino de la escuela pública, tenemos bien documentada, en los diarios de sesiones y en la prensa de la época, cuál fue nuestra posición en esa lucha implacable contra poderosísimos grupos de presión que nos acusaban de estar al servicio de ideologías totalitarias ajenas a la tradición democrática del país. Aducían, hipócritamente, que se trataba de un ataque a la enseñanza privada, aunque de la lectura de esos debates surge que nuestros amargos vaticinios se han consumado con el tiempo. Destacar la etiología de ese proceso de destrucción deliberada de la escuela pública permitirá comprender al lector la naturaleza de las remociones y nombramientos en el área educativa tras la derrota del 28 de junio, y hacia dónde se orienta la brújula para el encuentro con nuevas “estrategias” que despejen el camino obstruido por las ruinas de un sistema fracasado del cual nadie parece haber sido responsable. El golpe inesperado del fracaso electoral los llevó a pensar que la alternancia de funciones dentro del mismo elenco estable tornaría creíble el propósito de enmendar el rumbo. El escenario para el recambio fue el esplendente Salón Blanco de la Casa de Gobierno y no sorprendió la presencia de muchos que en distintos momentos o simultáneamente trabajaron, dentro del Ministerio, con la piqueta de la demolición. Los maestros y profesores de tiza y pizarra, de presencia en el aula, esos docentes que nunca estuvieron en “comisión de servicios” ni participan en congresos ni integran esos fraguados “equipos técnicos” conocen en profundidad la etiología del mal y saben también quiénes fueron los partícipes necesarios para ejecutar la política educativa nefasta que abatió valores e introdujo la demagogia, el facilismo y la anarquía escolar. La muerte de la escuela pública, con el
sello de una conquista definitiva, se produce en el gobierno peronista de Carlos Menem, secundado por los “técnicos” devenidos funcionarios que se han aposentado en el Ministerio. Desde allí, planifican, impulsan teorías pedagógicas aberrantes y participan en carácter de asesores de los proyectos legislativos. ¿Quiénes asistieron a esta reciente ceremonia de recambio de autoridades educativas, en la que nadie fue desplazado, sino propues-
Las medidas supuestamente progresistas esconden un programa de destrucción de la escuela inclusiva con la que soñó Sarmiento to para otro cargo de similar jerarquía? El Ministerio de Educación, transformado en una filial de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) desde hace mucho tiempo, exhibió rostros de conocidos personajes adscriptos al poder, cualquiera que fuere su sello ideológico: los mismos que batieron palmas cuando se sancionó la ley federal de educación, cuya estructura, con el “polimodal” incluido, garantizó el analfabetismo funcional de cuantos cursaron todas sus etapas. Es decir: una generación perdida. ¿Se podrá, acaso, organizar un sistema educativo valioso si se confía esa responsabilidad
a los mismos funcionarios que clausuraron las escuelas técnicas, hicieron del facilismo el emblema de una educación “liberadora”, redujeron hasta límites insospechados las medidas disciplinarias que resguardan la armoniosa convivencia escolar, suprimieron las mesas examinadoras integradas, como es de práctica en el mundo, por tres especialistas, desconocieron el principio esencial de toda organización jerárquica, que comienza por el respeto a los padres y a los maestros y exigieron sibilinamente la promoción completa de los cursos para evitar las informaciones sobre fracasos y deserciones? Además, como primera medida, suprimieron el Plan Nacional de Alfabetización, basado en los principios de la Constitución argentina. En 1999, LA NACION publicó un artículo con el título de “Las trampas del facilismo”, un trabajo mío elaborado en 1996, en el cual señalo, ante el cómplice silencio para abrir el camino hacia la privatización de la enseñanza. Hoy, la realidad demuestra cuán ciertas y sinceras fueron aquellas descarnadas denuncias. Para saber qué son los autodenominados “progresistas”, deberíamos preguntarles: ¿son progresistas a la manera de Esteban Echeverría, de Alfredo Palacios, de Sarmiento, de Arturo Illia, de monseñor De Andrea, del inolvidable papa Pablo VI, cuya encíclica Populorum progressio seguramente jamás leyeron? Los “ progres” que conocemos dicen luchar en defensa de la igualdad de oportunidades y, no obstante,
nadie como ellos hizo que en nuestro país, el de la educación popular por excelencia, se profundizara el abismo entre las clases sociales, hasta lograr la trágica partición en escuelas para ricos y escuelas para pobres. El 10 de diciembre, sin duda, la constitución del nuevo Congreso pondrá una lápida al unicato oprobioso que estamos viviendo. Entonces, nos asistirá el derecho de exigir al poder político que la educación deje de ser un recurso retórico
La experiencia ha demostrado que la piedra basal para vencer la pobreza es la educación del pueblo, un deber del Estado de la oratoria preelectoral y se yerga para movilizar nuestro desarrollo integral como país y como pueblo . El lema mundial que acuñó la Unesco refleja un anhelo de la humanidad: “Educación para todos”. La experiencia ha demostrado que la piedra basal para vencer la pobreza es la educación del pueblo. Es deber del Estado ofrecer en todas las escuelas públicas –por lo tanto, gratuitas– la mejor calidad de enseñanza. En el bicentenario de nuestra patria, el mayor homenaje será encender nuevamente la llama de la educación popular que iluminó la gran pasión de Sarmiento. © LA NACION
DIÁLOGO SEMANAL CON LOS LECTORES
Clientes que no compran, sino que venden “E
N los últimos tiempos, se oye y se lee a menudo en la Argentina la palabra clientelismo, que el Diccionario de la Real Academia Española define como «sistema de protección y amparo con que los poderosos patrocinan a quienes se acogen a ellos a cambio de su sumisión y de sus servicios». El significado es bastante claro, pero lo que no veo tan claro es qué relación tiene ese término, si es que tiene alguna, con la palabra cliente. ¿Será acaso porque los políticos «compran» votos mediante esa práctica?”, consulta Albino F. Suñer. No, no es esa la relación porque en ese sistema el cliente no es el político que compra votos con dádivas, sino la persona necesitada que las recibe. El sistema es muy antiguo. Viene de Roma y, según la leyenda, fue instituido por Rómulo mismo. Desde tiempos remotos, cuando la nobleza estaba constituida solo por los patricios, los grandes señores se rodeaban de plebeyos pobres que buscaban su protección, y establecían con ellos una relación casi sagrada. El señor era llamado patronus, que significa ‘protector’, y la persona que se acogía a su protección, cliens, ‘cliente’. El origen de la palabra cliens es dudoso. Posiblemente tenga la raíz cli-, de palabras como inclinarse, pero, como también está documentada la forma cluens, se ha querido entender que esta es la forma más antigua y que tiene la raíz clu-, ‘oír’, del verbo cluere, ‘ser llamado por determinado nombre, ser conocido de cierta manera’. Esta relación es fonéticamente improbable y posiblemente la forma con u sea resultado de una etimología popular. Patrono y cliente se prestaban servicios de mutua conveniencia. El patrono daba al cliente consejo legal e incluso lo defendía en los juicios (la palabra patronus también significa ‘abogado defensor’), lo invitaba a comer, le hacía regalos, a veces importantes, como tierras o ganado. El cliente le debía respeto, le daba apoyo electoral (votaba por el patrono o por los candidatos que este apoyara, y le hacía propaganda), lo escoltaba
abundaban y no era en sus paseos por la LUCILA CASTRO ciudad y en sus viatarea fácil dedicar LA NACION jes. Se ha exagerado toda la jornada a su señor. tal vez la importancia del voto de los clienBifronte tes, pues, dado el sistema electoral de la Escribe Rodolfo República Romana, Héctor Ciccarella, el voto de los pobres far macéutico y valía poco y a veces, bioquímico: “En la edición del dopor el orden en que mingo 13, hay un se votaba, los pobres ni siquiera llegaban artículo sobre las a votar. Pero para los dudas que existen nobles era importansobre la muerte de te tener grandes clientelas porque les daba un policía, en el que se refieren en cuatro prestigio, cuando se mostraban en el Foro oportunidades a «los huesos frontales». u otros lugares públicos, ir acompañados Dice que «cuando exhumaron el cuerpo, por un gran séquito. faltaban los huesos frontales derecho e Por eso, cuando se eliminaron las elecizquierdo». Inmediatamente después, el liciones, el sistema se mantuvo, aunque cenciado en criminalística que representa desvirtuado, porque los ricos siguieron a la familia estima que «la extracción de apreciando el ir rodeados de una multilos huesos frontales se hizo para ocultar el diámetro de los orificios de entrada y tud, aunque más no fuera para halagar su vanidad. Todas las mañanas, al salir salida del proyectil». Posteriormente, se el sol, los clientes, vestidos con la toga de dice que «el proyectil entró por el hueso ciudadanos, iban a la casa de su patrono frontal derecho» y que «el orificio de para saludarlo. Este los recibía y los salusalida estaba en el hueso frontal izquierdaba por su nombre (un esclavo de buena do». Y, por último, considerando que el hombre era zurdo y que «el orificio de memoria, llamado nomenclator, le soplaba los nombres). Los clientes se iban con un entrada está en el hueso frontal derecho», regalito que reemplazaba a las buenas ceel abogado de la familia se pregunta cómo nas de otros tiempos, a las que ya no eran hizo para matarse. En la fotografía del invitados con tanta frecuencia. criminólogo, que ilustra el artículo, se lo ve a este colocando los dedos índices Esa pequeña dádiva se llamaba sportula, sobre los huesos temporales, que sí son palabra que significa ‘canastita’, porque en dos. El frontal es único”. un principio consistía en algo de comida, tal vez sobras del día anterior, que se transporEn el mismo sentido escribe el doctor taban en una canasta, pero las más veces era Horacio Martínez. Como decimos siempre, si al escribir se algo de dinero, unas miserables monedas, prestara atención al significado básico de que generalmente representaban el único ingreso del pobre cliente. Con el tiempo, la las palabras, se cometerían menos errores. palabra sportula llegó a significar ‘regalo’ Como su nombre lo indica, el frontal es el o ‘dádiva’ de cualquier clase. Y si, después hueso de la frente. Los temporales son los huesos de las sienes. del saludo matinal, el patrono decidía salir, la multitud que se apiñaba en el atrio debía Acrónimos acompañarlo, a veces durante todo el día. Los clientes se convirtieron así en verdaderos “Quisiera saber por qué los acrónimos parásitos, pero las fuentes de trabajo no están escritos como si fueran un sustan-
tivo: se escribe la primera letra en mayúscula y el resto en minúscula, tal cual el nombre propio de alguien. Uno de los ejemplos es Indec. Indec está compuesto de las iniciales de índice de precios al consumidor. ¿No debería escribirse INDEC?”, pregunta Carlos Alberto Scarampi, médico cardiólogo. Aclaremos, en primer lugar, que Indec no es acrónimo de índice de precios al consumidor, sino de Instituto Nacional de Estadística y Censos, un nombre propio. Se dice que un acrónimo es una sigla que se pronuncia como una palabra, pero en muchos casos un acrónimo ya es una palabra, que proviene de una sigla y se escribe como una palabra cualquiera. Si es un nombre propio, como Indec, se escribe con inicial mayúscula. Si es un nombre común, como sida u ovni, se escribe todo en letras minúsculas.
Superlativamente superlativo Escribe M. Huarte: “¿Es correcta la construcción en lo más mínimo? Por ejemplo, «No le creo en lo más mínimo», por «nada» o «absolutamente nada»”. Sí, es correcta. Dice el Diccionario panhispánico de dudas: “A diferencia de otras formas superlativas, mínimo sí admite su combinación con más cuando se usa en frases negativas –precedido de artículo y antepuesto al sustantivo– con valor ponderativo equivalente a ninguno: «No existía ni la más mínima posibilidad de que Dominique y Jaime Rafael se encontrasen [...] en París» (Leyva Piñata [Méx. 1984]). En este uso, más mínimo es sustituible por menor. También se emplea en la expresión neutra lo más mínimo, que equivale a nada: «No me importó lo más mínimo» (FdzCubas Altillos [Esp. 1983])”. © LA NACION
Lucila Castro recibe las opiniones, quejas, sugerencias y correcciones de los lectores por fax en el 4319-1969 y por correo electrónico en la dirección
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