OPINIÓN | 17
| Lunes 27 de enero de 2014
Definición. El vocablo que alude a los defensores del liberalismo
cambia de significado según el tiempo y el lugar, aunque hay ciertas ideas esenciales que permanecen
Al final, ¿qué es ser un liberal? Mario Vargas Llosa —pARA LA NACIoN—
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omo los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas. En el Quijote y la literatura de su época, la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras. A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo. En el siglo XIX un liberal es sobre todo un librepensador: defiende el Estado laico, quiere separar la Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del oscurantismo religioso. Sus diferencias con los conservadores y los regímenes autoritarios generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de entonces es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos del Hombre) y la democracia. Con la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por defender un sistema económico y político –el capitalismo– que el socialismo y el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia social que identifican con el colectivismo y el estatismo. (No en todas partes ocurre esta transformación de la palabra liberal. En los Estados Unidos, un liberal es todavía un radical, un social demócrata o un socialista a secas). La conversión de la vertiente comunista del socialismo al autoritarismo empuja al socialismo democrático al centro político y lo acerca –sin juntarlo– al liberalismo. En nuestros días, liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y los países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del tiranuelo nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en Austria, un partido neofascista. La confusión es tan extrema que regíme-
nes dictatoriales como los de pinochet en Chile y de Fujimori en perú son llamados a veces “liberales” o “neoliberales” porque privatizaron algunas empresas y abrieron mercados. De esta desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una doctrina esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una panacea mágica para la resolución de todos los problemas sociales. Esos logaritmos vivientes llegan a formas extremas de dogmatismo y están dispuestos a hacer tales concesiones en el campo político a la extrema derecha y al neofascismo que han contribuido a desprestigiar las ideas liberales y a que se las vea como una máscara de la reacción y la explotación. Dicho esto, es verdad que algunos gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo reformas económicas y sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la cultura de la libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la hicieran retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas, como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay, que, en la esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus países reduciendo injusticias inveteradas y creando oportunidades para los ciudadanos de menores ingresos. Una de las características del liberalismo en nuestros días es que se lo encuentra en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia donde ciertos ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay que juzgarlos no por lo que dicen y predican, sino por lo que hacen. En el debate que hay en estos días en perú sobre la concentración de los medios de prensa, algunos valedores de la adquisición por el grupo El Comercio de la mayoría de las acciones de Epensa, que le confiere casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas que callaron o aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía sus crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a dueños y redactores de diarios o intimidándolos. ¿Cómo tomaríamos en serio a esos novísimos catecúmenos de la libertad? Un filósofo y economista liberal de la llamada escuela austríaca, Ludwig von Mises, se oponía a que hubiera partidos políticos liberales, porque, a su juicio, el liberalismo debía ser una cultura que irrigara a un arco muy amplio de formaciones y movimientos que, aunque tuvieran importantes discrepancias, compartieran un
denominador común sobre ciertos principios liberales básicos. Algo de eso ocurre desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde, con diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y socialdemócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo se ve amenazado por sus extremos, el neofascismo de Le Front National en Francia, por ejemplo, o la Liga Lombarda en Italia, y grupos y grupúsculos ultracomunistas y anarquistas. En América latina, este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la cultura democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile, Uruguay y Costa Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria. pero ha comenzado a suceder y la mejor
prueba de eso es que las dictaduras militares prácticamente se han extinguido y de los movimientos armados revolucionarios sobrevive a duras penas las FARC colombianas, con un apoyo popular decreciente. Es verdad que hay gobiernos populistas y demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba, pero Venezuela, por ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y social tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial y las iniquidades de la delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el modelo continental en que quería convertirla Chávez. Hay ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor supremo, es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar el verdadero progreso. La libertad política, económica, social, cultural son una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia, la riqueza, los derechos humanos, las opor-
tunidades y la coexistencia pacífica en una sociedad. Si en uno solo de esos campos la libertad se eclipsa, en todos los otros se encuentra amenazada. Los liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se resiente, también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo que la función del Estado no es producir riqueza, sino que esta función la lleva a cabo mejor la sociedad civil, en un régimen de mercado libre, en que se prohíben los privilegios y se respeta la propiedad privada. La seguridad, el orden público, la legalidad, la educación y la salud competen al Estado, desde luego, pero no de manera monopólica, sino en estrecha colaboración con la sociedad civil. Éstas y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay fórmulas rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica. Forzar reformas liberales de manera abrupta, sin consenso, puede provocar frustración, desórdenes y crisis políticas que pongan en peligro el sistema democrático. Éste es tan esencial al pensamiento liberal como el de la libertad económica y el respeto a los derechos humanos. por eso, la difícil tolerancia –para quienes, como nosotros, españoles y latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e intransigente tan fuerte– debería ser la virtud más apreciada entre los liberales. Tolerancia quiere decir aceptar la posibilidad del error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas. Es natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la descriminalización de las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas existe una verdad revelada liberal, porque para los liberales no hay verdades reveladas. La verdad es, como estableció Karl popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja otra que la califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen ser, a menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas. Algunos ven en eso un rasgo de inoperancia e irrealismo. Yo creo que esas controversias entre lo que Isaías Berlin llamaba “las verdades contradictorias” han hecho que el liberalismo siga siendo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social, haciendo avanzar la libertad humana. © LA NACION
LÍneA DiRecTA
Auschwitz no deja de amonestarnos Mario Eduardo Cohen
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ace 69 años, el mundo se anotició del acontecimiento más monstruoso de la historia humana (así lo calificó el politólogo italiano Norberto Bobbio). A partir de la entrada de las tropas rusas a Auschwitz finalizó la máquina industrial de matar, el 27 de enero de 1945. La sola pronunciación de este nombre sería fiel sinónimo de la más oscura noche de la historia. Vale precisar que se trató del más grande campo de la muerte. Fue a la vez campo de trabajo esclavo y de experimentación médica con seres humanos vivos. Existieron muchos más, en los que por los más crueles métodos se llevó a cabo la matanza sistemática de millones de judíos europeos, entre otras minorías, en un proceso conocido en la historia como Holocausto o Shoá (el significado original de estas palabras es distinto: “Holocausto” es una palabra griega y significa “sacrificio total por el fuego”; actualmente se utiliza, con mayor precisión, el vocablo hebreo “Shoá”: aniquilación, catástrofe). Sin lápidas, fue éste el más grande cementerio judío de todos los tiempos. También patriotas polacos y rusos, gitanos, testigos de Jehová, homosexuales y otras minorías padecieron el exterminio a manos de la invasora Alemania nazi. A partir de ese ingreso de las tropas soviéticas, el mundo comenzaría a tomar conocimiento de la magnitud de la criminalidad nazi. Hubo más de un millón de asesinados sólo en Auschwitz y sus campos adyacentes (súmense varios campos más de exterminio): bebes, niños, jóvenes, ancianos, hombres y mujeres fueron asesinados en algo más de tres años. Desde que ascendieron al poder en 1933, los nazis esperaron siete años para comenzar las matanzas masivas (1940). Desde antes y para facilitar sus objetivos fueron tergiversando el lenguaje: llamaban “insectos” a
—pARA LA NACIoN—
las supuestas “razas inferiores”, “solución final” al genocidio, “emigrados” a los asesinados, “duchas” a las cámaras de gas, “kapos” a los colaboracionistas, “campos de concentración” a los campos de la muerte, “trapos” o “muñecos” a los cadáveres. Esto nos debe alertar hoy sobre el uso del lenguaje que emplean las dictaduras, lo que Rainbach llama “la catástrofe de la palabra”. Así sintetiza su visión del Holocausto el investigador italiano Enzo Traverso: “El genocidio judío es único en la historia, por haber sido perpetrado con el objetivo de una remodelación biológica de la humanidad; el único en que el exterminio de víctimas no era un medio, sino un fin en sí mismo”. para que no se repitan hechos como el Holocausto (Shoá) o genocidios contra cualquier minoría, disponemos de dos potentes herramientas: la educación y la memoria. “La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas las que hay que replantear en la educación”, aseveró Theodor Adorno. Debemos entender la importancia de enseñar las consecuencias que trajo el Holocausto para que todos tomen conciencia y el mundo entero se proponga arribar también a la conclusión del “¡Nunca más!”. Es el único modo de prevenir que no se repita semejante ataque a la civilización y a la convivencia humana. Asimismo, el premio Nobel de la paz Elie Wiesel –sobreviviente de Auschwitz– advierte que luego de semejante experiencia el mandato de la memoria incluye: “No olvidar; recordar; hacer recordar”. En Buenos Aires, el Museo del Holocausto-Shoá (Montevideo 919) cumple con estos objetivos. No se trata de un “pasado pasado”, sino de un “pasado presente”. Al punto que Giorgio Agamben afirma: “Auschwitz nunca ha dejado de existir”. Y Wiesel agrega: “Hemos aprendido algunas lecciones: que todos somos responsables y que la indiferencia es un pecado que merece un castigo. Hemos
aprendido que cuando la gente sufre, no podemos ser indiferentes”. para Alain Finkielkraut, lo aberrante de la ideología nazi se expresa por el desprecio por el otro. “Sobre las ruinas de la conciencia quisieron [los nazis] implantar un hombre nuevo. Un hombre liberado del sentimiento de unidad de la especie humana, un hombre que, en nombre de la raza, repudiara la idea misma de humanidad y que, de esta manera, estuviera eximido de toda obligación para con las otras razas, para con los otros hombres...” Esta memoria activa nos exige una actitud alerta, en la que impere la responsabilidad solidaria para con todos los seres humanos. Afirmaba Juan pablo II: “Auschwitz no cesa de amonestarnos, aun en nuestros días, recordando que el antisemitismo es un gran pecado contra la humanidad”. Un 27 de enero el mundo recuperaba el rostro humano, malogrado en la fábrica del exterminio que significó Auschwitz (como los demás campos: Treblinka, Belzec, Majdanek, Chelmo, Sobibor, etcétera). para el sobreviviente Imre Kertesz, premio Nobel de Literatura, después de Auschwitz “sólo queda resistir con palabras ciertas, sólo queda la poesía”. Justamente, queremos concluir esta nota recordando un fragmento de “Kaddish de un zapato roto”, un hermoso poema de Antonio Requeni que evoca un zapato roto de un niño anónimo víctima de la Shoá: “Te contemplo/ lejos del tiempo y de las lágrimas/ en tu inocencia, náufrago. / Y quisiera ponerme de rodillas/ y pedirte perdón por estar vivo,/ porque en unos instantes saldré al mundo/ del sol y de los árboles, y acaso/ encuentre a un niño en mi camino,/ un niño rubio y sonriente/ con los zapatos nuevos”. © LA NACION
El autor es presidente del Centro de Investigación y Difusión de la Cultura Sefardí
El regreso de los “malos” de la lengua Graciela Melgarejo —LA NACIoN—
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na somera clasificación de los temas más consultados en Línea directa daría como resultado que el de los homófonos está en el primer lugar. Hace un año, la columna titulada “Un título que sorprende a algunos e indigna a otros” (http://bit. ly/UYANTp) estaba dedicada a resolver el tema de rebelar/revelar. Y allí mismo, se transcribía el hallazgo de otra pareja, debelar/develar, un aporte en esa ocasión del lector Valerio Yácubson. Los homófonos (palabra que suena de igual modo que otra, pero que difiere en el significado), ¿son hoy los “malos” de la lengua española? Seguramente no los únicos que dan dolor de cabeza a la hora de escribir, han resultado muy “populares”. Hay otros ejemplos, también. El lector Jorge Tolosa, en un reciente correo electrónico, se quejaba: “En una crónica sobre los ecologistas de Greenpeace –hoy ya liberados, afortunadamente– leí que la esposa de Hernán pérez orsi lo esperaba a éste con «su hija en brazos, una beba de mejillas rozadas, rulos castaños y lanzadora de besos y sonrisas a granel». La imagen no puede ser más encantadora, aunque siempre me quedará la duda de si la niña tenía las mejillas trabajadas por el fustigador viento de Mar del plata o por el rubor natural de su edad”. por su parte, el lector Enrique otálora, en su correo electrónico del 25/11/2013, apuntaba sobre un título leído en un diario [que no era la nacion] en el fin de semana: “Veo un artículo de opinión titulado «Cara o seca». ¿Cambió el «cara o ceca», acaso?”. Tiene razón el lector, porque en ceca, el Diccionario de la RAE define así en la tercera acepción de ceca 1: “f. Arg. cruz (reverso de la moneda)”, y remite a cara o ceca. En cara, la locución adver-
bial coloquial a cara o ceca está definida así: “1. loc. adv. coloq. Arg. Dicho de tomar una decisión: Librándola a la suerte según quede una moneda, tirada al aire, hacia arriba el anverso o el reverso”. El seseo, es decir, el hecho de pronunciar la zeta y la ce (ante e, i) como ese nos suele tender trampas a los hablantes del español americano (también a los de Andalucía y Canarias) cuando se trata de escribir palabras que suenan igual, pero difieren en el significado y se escriben diferente. En el caso de seca y ceca, habría que suponer además cierto desconocimiento de la segunda palabra con ese uso: “… todas las historias tienen como las monedas cara o ceca”, escribe Elías Carpena en Cuentos de reseros (plus Ultra, 1982, ejemplo en el Diccionario del habla de los argentinos de la Academia Argentina de Letras). por eso, y volviendo a un tema de la columna pasada: ¿a los que escriben les están faltando las debidas lecturas? Aparentemente, es un fenómeno en todo el mundo hispanoamericano; el 14/12/2013, en la sección Cartas al director, en el diario español El país, reflexionaba el lector Miguel Ángel Viciana Clemente, de Colmenar Viejo, Madrid, sobre “La enseñanza de la Lengua y de la Literatura: “Los libros de lectura, como el cine, entretienen y apasionan. Sin embargo, el entorno en que se enseña a leer a los alumnos es difícil y áspero (…) Habría que insistir más en que los alumnos escriban y hablen en público correctamente. Los talleres de escritura y el fomento del teatro en las aulas son los medios adecuados para este fin”. © LA NACION
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