12 de noviembre de 2008, Nueva York, EE. UU. Si la

12 nov. 2008 - media hora recitando a Goethe, este se daba por vencido y la dejaba dormirse sin más. Aún no sabía qué hacer con los sueños. Se repetían ...
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12 de noviembre de 2008, Nueva York, EE. UU.

Si la hubiera partido un rayo se habría quedado más compuesta que al ver a Alex, su mejor amiga, acercándosele acompañada por “él”, su sueño de adolescente y la pesadilla de siempre después… Empezó a llamarle “él” cuando se dio cuenta del desgarro que sentía en el pecho siempre que pensaba su nombre. “Él” era un alguien más, cualquier persona, un extraño. Y necesitaba encajarlo dentro de esa clasificación. Lo necesitaba para seguir. Los separaban unos segundos; y aunque todo cuanto había en su interior se encogió hasta reducirse a una sola palabra: “¡Huye!”, Ayris permaneció en el mismo perímetro de veinte centímetros cuadrados, perpleja e inmóvil, cual clavada al suelo. Alex se le acercaba con una sonrisa radiante en los labios; él, con paso seguro y porte impecable, sumado a ello un entusiasmo casi infantil, más ese inconfundible brillo que solo la suprema admiración sabe conferir a una mirada. Su atrevimiento de mirarla así, con esa sonrisa de “buenos amigos” en los labios como si antaño no hubiera sucedido nada, le resultó odioso, falso y… nada nuevo. Pero allí estaba, a cuatro pasos de ella, como un vetusto fantasma que, de la forma más real, resucitaba delante de sus memoria y ojos. A veces —y esos momentos era una de ellas—, llegaba a preguntarse si era una persona normal, o más bien una de esas desgraciadas víctimas del masoquismo autoinducido; porque por

Cisne un lado, odiaba acordarse de él, ya que en el pasado, el susodicho individuo no se había esforzado por dejarle buen sabor de memorias; y por el otro, se aferraba a su recuerdo con la euforia de un náufrago que halla un tronco de árbol en el momento menos esperado. Solo se sentía así de noche, cuando no trabajaba. Su día a día estaba demasiado cebado de ensayos, viajes y conciertos como para sobrarle tiempo para nada más. Ser una adicta al trabajo tenía sus ventajas: poseía la excusa perfecta para darle las calabazas a un admirador que no le interesaba; disfrutaba de pocos y buenos amigos; volvía a casa cuando le diera la gana sin tener que dar explicaciones, gozaba de su cuarto de baño sin prisas y a solas… Y necesitaba con desesperación que su vida siguiera el mismo cauce de hasta entonces. Quizás también existieran desventajas, pero nunca había llegado a necesitar saber cuáles eran. No había tiempo para más. No quería tenerlo… La única verdad que conocía, la que se había vuelto imprescindible, era la necesidad de enterrar su pretérito bajo la manta de la rutina. Sus noches empezaban siempre igual: media hora de yoga en una alfombrita de gomaespuma de color marrón chocolate que tras acabar dejaba bajo la cama; un baño caliente acompañado de intentos vanos de quedarse con la mente en blanco; quince minutos de peinar y trenzar su pelo en dos coletas a los lados de la cabeza; un minucioso cepillado de dientes y, por fin, ponerse su viejo pijama de ositos. Sin embargo, cuando apagaba la luz, su cabeza dejaba de ser

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Mona Camuari suya. Noche tras noche, como en un maldito y escalofriante ritual, su mente era testigo del cómo la reencarnación de su pasado levantaba con demasiado poco esfuerzo la máscara de su día a día y dejaba al descubierto desdicha, vacío y una profunda soledad; y aunque para ahuyentarla remetía las sábanas en ambos lados de la cama, nunca se sentía abrazada… Había tardado un par de años en encontrar la horma del zapato de su cerebro. Asimismo, cuando llevaba más de una media hora recitando a Goethe, este se daba por vencido y la dejaba dormirse sin más. Aún no sabía qué hacer con los sueños. Se repetían casi siempre. En uno de ellos, su padre las abandonaba, y su madre corría detrás de él y la dejaba, pequeña y sola, en un mercadillo colorido y lleno de gente desconocida. Se perdía, gritaba sus nombres, pero no los encontraba y, asustada, acababa llorando a moco suelto sentada en la acera de una calle sin fin… El otro tenía que ver con él… Se veía otra vez en la playa; y era tan real que olía a mar y sentía la brisa en su cara… Luego, se despertaba llorando de verdad, con desgarro, a sollozos, llorando y abrazándose a su almohada; luchando contra el vacío que la arrinconaba desde todas partes… Sin tener en cuenta el sinfín de fracasos hasta la fecha, poéticamente, a la par y sin descanso, una pequeña parte de su cerebro racional, cuya superviviencia a veces le parecía un milagro, junto con su bien dotada aptitud de recordar, cuya insufrible capacidad de detalle le sabía a maldición, se empeñaban por enésima y vana vez en invocar la piedad del

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Cisne Olvido. Pedían, por derecho innato de las personas normales a las leyes terrestres, que les hiciera a ellos y a su dueña el favor de tachar los recuerdos de la carpeta que llevaba el apellido Collins y que dejara de ser un gilipuertas y de una vez borrara de sus carnes el tatuaje de aquel nombre… Ahora, en cuerpo y alma, el contenido de dicha carpeta estaba delante de sus tres pares de ojos: los de su cerebro, los de su memoria y los suyos propios… Y para colmo del destino, o para burlarse aún más de la troika, ni había engordado cincuenta kilos como a veces imponían creerse, ni había perdido la batalla contra la alopecia… Estaba más arrebatador que nunca… Los mismos condenados ojos de un gris casi irreal de azul — los que antes tenían el poder de hechizarla y despojarla de toda reacción, hasta el punto de sentirse una feliz e imbécil quinceañera enamorada— la miraban engulléndola como dos imanes vivos, tirando de ella y controlándola en contra de su voluntad. Y le era imposible no obedecerles mientras las redes de su gravedad atrapaban sus sentidos como en ese momento… Eran los mismos ojos del pasado, aquellos ojos que en una mezcla de lo más inusual juntaban el cielo en tormenta, el agua y la luz; tan amigos y a la vez enemigos; tan cálidos que, antaño, el mero hecho de verse en ellos derretía todos sus pesares y, sin embargo, tan gélidos ese anochecer en la playa que creyó morir herida por la más inerte, fría e indiferente mirada de enamorado que se hubiera visto jamás… ¿Cómo iba a olvidar el día en el que su “mutuo amor para

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Mona Camuari siempre” murió? Revivir en su mente los momentos cuando esas estalactitas se le clavaron en el alma y le retorcieron las cuchillas del adiós hasta llegar a su corazón le produjo un dolor casi físico; y el mismo aire llevador de malos presagios que aquel decembrino crepúsculo respiró en la playa volvió a invadir sus pulmones con la violencia de una mano de hierro que se cierra alrededor del corazón y lo aplasta sin rastro de piedad. No podía ser cierto y real que después de tanto tiempo, al tenerlo a tan solo un paso delante de ella —porque aquello no era un sueño, por mucho que ella así lo hubiera deseado— volviera a respirar, diez años más vieja y algo rancia, la misma brisa de aquel frío y pretérito diciembre. De la forma más violenta y cruel, el recuerdo de todas las noches en las que se soñaba en Mile Rock Beach sola, destrozada, desconsolada, con el espíritu arrodillado en la arena y suplicando explicaciones que nunca recibió le conquistó los sentidos. Y si existía la Justicia Divina, su alma rota y ella tenían derecho a saber ¿por qué después de aquella tarde una parte de ella jamás volvió a ser suya? ¿Por qué él se la había llevado si nunca le importó? ¿Por qué todavía sentía como si todo cuanto era fuera el destello de una mecha que se ahoga en la cera de su propia vela mientras lucha contra su inevitable suerte por un segundo más de vida? ¿Cómo lo iba a olvidar? ¿Podía? ¿Quería?

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Cisne Resentida, bajó la mirada para serenarse y sintió la sangre hirviéndole en las venas. El instante que había pasado desde que Alex y él pararon sus pasos enfrente de ella se le hizo eterno. Quedaban pocos momentos para que el ahora inevitable reencuentro se produjera y, con cada fracción de segundo que pasaba, Ayris sentía, real y demasiado cerca, como el fracaso llamaba a la puerta de la antes inmensa seguridad en sí misma. —Blake*, te presento a Ayris Winters, la estrella de la noche — Alex la abrazó sonriendo— y mi mejor amiga. Issy, este es Blake Collins. “No me ha reconocido”, pensó ella, sin saber si sentirse aliviada o decepcionada por el hecho, “para que digan que 10 años y 316 días no son capaces de enterrar pequeños y grandes amores…”. Una de las cosas que más odiaba y que, por mucho que lo intentara, no podía perdonarle a su memoria, era el contador que aquella tarde había echado raíces en su cerebro. Y si hubiera algo que odiara aún más, ello sería su incapacidad de pararlo. Lo sentía muy adentro, tan adentro que no podía encontrar su madriguera. Parecía estar condenada a vivir con él y escucharlo sonar como un reloj de pared estropeado, cuyo cuco sale de su casita no para cantar las horas que pasan, sino cada latido del segundero: un momento sin él, tic; otro instante sin él, tac… Si le hubieran preguntado que si lo que hacía era contar los minutos sin él, o bien los que quedaran hasta por fin poder volcar contra él todos los años de su soledad, sufrir y, sobre todo, odiar, *

Se pronuncia Bleyk

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Mona Camuari no habría sabido por cuál de las dos posibles respuestas decantarse. —Encantada de conocerle. —Repuso al fin con una voz tan calma que ella misma dudó de que fuera suya. —El placer es todo mío. La sondeaba con tal interés de descarado que empezó a inquietarse. No le importaba mientras ello fuera algo que solo ella supiera, pero no era ni el momento, ni el lugar para que los gestos descontrolados de su cuerpo delataran cosas que ella quería bien guardadas. “¿Acaso he cambiado tanto?”, se preguntó para sus adentros. Sí, lo sabía, 10 años y 316 días era mucho tiempo… El suficiente para que el patito feo que antes era cambiase hasta lo irreconocible y diera paso a una mujer sofisticada, deseada y con una carrera brillante... También triste, infeliz hasta el infinito y herida hasta el alma de su alma…, pero aquello era lo de menos en esos momentos; ahora tenía que ser fuerte, soberbia, incluso arrogante y snob si hiciese falta. Y para llevar dicha tarea a cabo y sin hacer el ridículo en el intento, tuvo que hacer caso omiso del darse cuenta que el escudo que había ido forjando a lo largo de más de un decenio, ese hierro en rojo-vivo alimentado por la desesperación de una baldía búsqueda de la paz consigo misma y la impotencia de olvidar, estaba fracasando de la manera más rotunda y vergonzosa cuando más convencida estaba de su indestructibilidad. Tal fue su desengaño que notó el fiasco como una punzada venenosa entre pulmón y pulmón. ¡Ojalá los años hubieran pasado para ella de la misma manera

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Cisne que, parecía ser, lo habían hecho para él! Hubiera dado lo que fuera a cambio del poder olvidar. Dios sabía que lo había intentado todo para tirar al cubo de reciclaje la carpeta

que

llevaba

su

nombre,

pero,

pese

a

ello

y

desconociendo por completo el porqué de su elección, el señor Tiempo le tenía guardado tanto rencor que ni había curado sus heridas, ni tampoco enterrado esos recuerdos bajo sus pasos. Era una rara, lo sabía. Pero, ¿para qué mentirse?, siempre lo había sido; un poquito antes, y mucho más después de aquel invierno. Nunca supo reencontrarse, y eso ya no tenía arreglo alguno. Agradeció para sus adentros la floja, pero aún existente estabilidad del dominio para con su persona, bien consciente que de no ser por ella, por lo inesperado del reencuentro, se habría desplomado a sus pies en ese mismo instante. Le resultaba casi imposible comprender, después de todo lo sufrido, la necesidad de ahora saciar su sed de verlo, de mirar casi con avidez cada detalle de su rostro una vez tan deseado y querido… “Ayris Winters, eres una maldita masoquista”, concluyó. Era un autodiagnóstico tan claro, preciso y oportuno que incluso su cabezota naturaleza lo reconoció y aceptó resignada. Y él, ¡maldita sea!, no dejaba de clavarle la mirada, mudo como una sombra y sin intención alguna de romper el silencio. Pasado un instante, y como si hubiera descifrado Dios sabía qué oculto sentido entre las facciones de Ayris, sus iris cambiaron de enfoque, y su ceño se frunció como si de repente hubiera intentado emparejar el rostro que tenía enfrente con algún

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Mona Camuari recuerdo cubierto por una gruesa capa de polvo… La antes dulce e inocente cara de Ayris era ahora poco más que unos impenetrables y fríos ojos de un azul verdoso, de pupilas embridadas por un círculo de pequeñas esferas de ámbar. No eran de aquellos ojos que reflejaran el alma, no. La voluntad de su dueña se había vuelto demasiado férrea como para permitirles semejante debilidad. Estaban lejos, muy lejos de parecer los mismos de aquella tarde de invierno, cuando componían el amor, la devoción y la calidez encarnados. Lo sucedido entonces les robó la inocencia… —Esta manera de clavarle los ojos a la gente no es una muestra de la buena educación que siempre te ha caracterizado, Blake —intervino Alex, quien sonrió algo incómoda ante la reacción de su compañero. —Es… Lo siento, Issy. Es tanto el tiempo que llevo deseando conocerte que… disculpa mis malas maneras. —No recuerdo haberle permitido que me tuteara, señor Collins. El uso de mi diminutivo está reservado en exclusividad para mis amigos; para los demás soy Ayris Winters, o la señorita Winters —dijo ella en un tono que hubiera congelado el agua hirviendo. La mezcla de reproche, regocijo y a la vez —¡maldita sea su estampa!— desagrado que provocó en ella el hablarle así desencadenó en su interior una batalla de sentimientos que no supo o bien no quiso definir, ya que hacerlo hubiera implicado resucitar algo que ella creía bien enterrado en un rincón de su alma; ese algo que había sellado bajo 10 candados y 316 ganas de olvidar el pasado y de hacer de él un digno llevador de ese

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Cisne nombre... —Discúlpeme si le he parecido brusca, señor Collins, pero siempre he encontrado absurda la manera de algunos de tratar a los desconocidos como a íntimos amigos —dijo en un tono solo glacial. —Soy… soy yo quien debe pedirle disculpas… Intentó decirlo en un tono neutro, pero su cara traicionó lo inesperada que fue para él aquella frase. Ayris sintió esa leve asfixia que el haber satisfecho la venganza planta en el pecho. Blake estaba incómodo, era evidente. Y se regocijó de haberlo conseguido. Pero pasados unos segundos, sintió llenándole los pulmones el vacío que la gente bienintencionada percibe al hacer daño a sabiendas. Y lamentó su actuar. —Al fin y al cabo, señorita Winters, el ser compañero de Alex no me convierte en su amigo, por mucho que yo así lo desee. La buena intención de Ayris acabó olvidada y marginada por la ola de una rebeldía desmesurada. ¿A qué venia eso? ¿Era una ofrenda de paz? ¿Creía que con ofrecerle su amistad podría borrar, como si nada, más de un tercio de su vida? ¿Y qué había del tiempo durante el que sintió existir sin ser capaz de vivir y alegrarse de las pequeñas cosas como hacía toda la gente normal? Pero ¿qué le estaba diciendo esa vocecilla dentro de su cabeza? Si él ni siquiera la había reconocido, a ella, quien una vez quiso morir por él y él… a él no pudo importarle menos…

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Mona Camuari Tenía que dejar de darle tantas vueltas al asunto. También ella había cambiado. Había cambiado mucho. Era cierto que más por fuera que por dentro, pero prefería ignorar esta segunda verdad; darle crédito habría significado admitir algo que había estado negándose a sí misma durante demasiado tiempo. Con ese torbellino de sentimientos golpeándole el alma de un lado al otro de su cuerpo, solo fue capaz de añadir con frialdad: —Gracias por comprenderlo. —Le pido disculpas una vez más, y solo quiero añadir que me ha encantado su actuación de esta noche, en especial “El Cisne” de Camille Saint-Säens. ¡Vaya, hombre! ¡Conque ahora entendía de música! El comentario no le hizo bien o gracia alguna. Cuando el arco besaba las cuerdas de su violonchelo, esa melodía era el ejemplo máximo con el que se sentía identificada; y el hecho de que él, sin siquiera saber que era ella, calara esa membrana tan íntima, tan suya, ató sus entrañas en un nudo. Más que seguro que en una de sus anteriores vidas había sido un cisne que había perdido a su pareja y se reencarnó en ella para reencontrarla; y lo peor de todo era que ese compañero de vida, quien por una cruel broma del destino parecía ser el mezquino que tenía delante, se había presentado de forma tan repentina como inesperada a pedirle el derecho superlativo a la ley suprema de los cisnes: la lealtad hasta la muerte. Sintió la furia consumiéndole la caja torácica y maldijo a Blake por provocársela.

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Cisne —Gracias —dijo, apenas conteniendo su rabia. Quería huir. Lejos. Quería seguir teniendo a su alrededor la quizás falsa —en ese momento le daba igual— seguridad de los 3969 días pasados sin él. Necesitaba de un milagro, o acabaría dando el espectáculo de la noche, literalmente y sin violonchelo. Como si el Cielo hubiera escuchado sus plegarias, la llegada de Ian la rescató del manojo de sentimientos que la amenazaban con salírsele por todos y cada uno de los poros. —¡Has estado magnífica! Como siempre. Hola. El incitante rubio que se les acercó posó un beso en cada una de las mejillas de Ayris. Ella le sonrió; su hermosa cara se iluminó como el cielo después de una tormenta. “¡Qué oportuna tu aparición!”, pensó. —Lamento no haber podido acercarme nada más acabada la actuación; unos amigos me han puesto la garra encima y no me he podido librar de ellos hasta ahora. Alex —saludó con una ligera inclinación de cabeza. —Hola, Ian. —He venido a robártela, Alex. Los amigos que mencioné antes me han dejado ir con una condición, y si no cumplo pedirán mi cabeza sobre una bandeja —dijo Ian sonriendo. —¿Te parece bien si me acompañas y, en un momento, te los presento, Issy? Prometo que será breve.

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Mona Camuari Ayris se sintió incómoda por Alex. Esta intentaba presentarle a Blake desde que se les había acercado, cosa que no pudo hacer porque, además de no tener ojos para nadie más que Ayris, Ian tampoco había dejado de hablar en todo momento. —Antes

de

irnos,

creo

que

Alex

quiere

hacer

las

presentaciones de rigor. Había percibido siempre cierta tension entre sus amigos, como si hubieran rivalizado sin descanso por la prioridad de su amistad absoluta. Solo después del comentario de Issy, Ian descendió a comprobar que había una cuarta presencia en la escena. Al posar sus ojos sobre la figura de Blake, imponente y enguantada a la perfección en un traje de buen nombre, el ceño de Ian se frunció aún más, como si dentro de él se hubiera encendido el botón rojo de una alarma invisible. —Ian, te presento a Blake Collins. Blake, este es Ian Graham, un… amigo muy especial de Issy —dijo Alex casi en un murmullo. —Un placer —saludó Ian y le echó un vistazo de mirar y no querer ver, luego de que volvió a posar sus ojos sobre Ayris. —Lo mismo digo —contestó Blake aún más incómodo. La naturaleza del trato entre el recién llegado y Ayris traspasaba con claridad la frontera del mero amigable. Y aunque Blake se esforzaba por ser cordial, había algo en su rostro que testimoniaba el no lograrlo. Ayris no tuvo tiempo de descifrar qué era; Ian la cogió de las manos y se dirigió con ella hacia un grupo de jóvenes que hablaban y gesticulaban con viveza. —Con permiso. —Ayris se disculpó por encima del hombro—.

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Cisne Alex, te veo luego. Señor Collins... Por mucho que intentó despedirse de él en un tono amigable, no pudo evitar multiplicar por diez el distante y correcto que siempre empleaba con los extraños. Sí, sería más correcto decir extraño, porque, por mucho que a ella le hubiera gustado que así fuera, Blake no era un desconocido… La noche no fue la misma desde que volvió a verle. Notaba su mirada en su espalda, en su cara y en su perfil. Dondequiera que se encontrara, sentía sus ojos pegados a su cuerpo como unos cardos. Ella ni siquiera se dignó echarle una mirada. Y se moría por hacerlo… Le resultaba imposible comprender el cómo, dentro de aquel tumulto de emociones contradictorias, tuviera cabida el de querer empapar sus recuerdos de él y refrescar en su memoria la imagen de ese rostro que con cada día —ahora que lo había visto se dio cuenta de ello— iba perdiendo vida, igual que los colores de un cuadro que por el beso del tiempo se vuelven desvaídos. ¿Y si esa fuera la última vez que le viera? Sintió pánico. El pensamiento la horrorizó hasta el punto de empezar a buscarlo con la mirada por entre la multitud. La sala donde había dado el concierto no era grande. Había sido una actuación benéfica, seguida de un cóctel, cuya recaudación sería destinada a una ONG que luchaba contra el hambre en África. Siempre y cuando la invitaban —y la invitación encajaba en su apretada agenda— aceptaba con mucho gusto, aunque apenas tuviera tiempo. Y, la verdad fuera dicha, lo

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Mona Camuari prefería así. Si el cuerpo se lo hubiera permitido, habría ensayado también por las noches, de esa manera restaría esos cientos de minutos que quedaban para soñar, recordar o revivir el pasado. Era una cuestión de psique, lo sabía. Eran las profundas huellas que le habían dejado esas Navidades de casi once años antes, pero nunca había considerado siquiera la opción de buscar ayuda o ver a un especialista… No se le veía por ningún sitio. Sintió apoderarse de sus manos esa extraña inquietud que indica la pérdida del control sobre uno mismo. Observó el temblor durante unos momentos, y la aterró la magnitud del cambio que su mera presencia estaba inyectando, de forma tan desprevenida y repentina, a su rutina… ¿Qué sería de ella si “él” decidiera volver a verla? ¿Qué sería de ella si decidiera no volver a hacerlo? —¿Me estaba buscando a mí? —Oyó a sus espaldas. Ayris dio un respingo como si la hubieran electrocutado. —Discúlpeme. No pretendía asustarla. ¿Se encuentra bien? Permaneció rígida por unos instantes, pero se recompuso en seguida. Por suerte, estaba de espaldas a él, lo que significaba que “él” no pudo haber notado la traicionera palidez de su cara. Su cercanía siempre había provocado en ella un efecto que no podía controlar: sus malditas rodillas adquirían la consistencia de la gelatina, y ese momento era tan inoportuno como fuera de lugar para darse cuenta de que el pasar de los años no había sabido curar esa debilidad. Sin una Alex que compartiera su amenazadora presencia con ella, sintió que el nudo que nada más oír su voz se le había

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Cisne formado en la boca del estómago estaba aumentando tanto que en cuestión de segundos, quitaría todo el espacio a sus pulmones. —Señorita Winters, ¿está Ud. bien? —volvió a preguntar él. —Por supuesto que lo estoy, tan solo no esperaba de un hombre hecho y derecho un acto tan pueril. Giró por fin sobre sus talones. —Lo lamento mucho. Parece que esta noche no hago más que disculparme. Lo… lo siento. —Y no, no le estaba buscando a Ud. —mintió ella mientras intentaba enfocar un punto detrás de los ojos de Blake. No estaba preparada para sentir el efecto de su mirada. —Venía a despedirme. Un mero acto de… cumplimiento. —¿Se… se retira ya? —preguntó Ayris sin lograr ocultar el temblor en su voz. —Sí. Vuelvo a Toronto. —¿A Toronto? “¡Dios mío! YO vivo en Toronto”. La cara se le volvió blanca como la pared. —¿Señorita Winters? ¿He dicho algo mal? —No, no. En absoluto. Supongo que el concierto me ha dejado más cansada de lo habitual. —Podría traerle un vaso con agua… ¿Puedo hacer algo por Ud.? —No, gracias. Estoy bien. —Por un momento, pensé que odiaba Toronto. No existiría otra explicación para palidecer con solo oír su nombre.

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Mona Camuari —Nada más lejos de la verdad. Tan solo supuse que siendo compañero de Alex, también Ud. viviría aquí. Conclusión nada fuera de lugar. De todas formas, el asunto no me incumbe. —Reconozco que me desconcierta su suposición, puesto que para suponer antes hay que pensar. Y me parece inconguente que lo haga ahora cuando hace tan solo media hora mencionó el cómo prefería tratar a los desconocidos y me dejó más claro de lo necesario que yo era uno de ellos. Un cambio en su actitud explicaría el porqué, lo que no explica es a qué se debe. “Tan agudo y directo como siempre”, pensó Ayris. “Pero ya no soy una medio-adulta enamorada“. —Estoy segura de que hacer de Sherlock Holmes se le hubiera dado mejor que el diseño de interiors, señor Collins. Lo dicho no era, ¡válgame Dios!, ninguna intención por manifestar ni el más mínimo de los intereses por ninguna de las facetas de su vida. Debería saber distinguir entre el interés y una mera y lógica constatación. Le deseo que tenga un buen viaje. Blake se limitó a sonreír complacido, como si la reacción que ella acababa de tener fuera justo la que él había esperado. —Gracias… y adiós, señorita Winters —dijo e inclinó su cabeza en un caballeroso gesto de despedida. —Adiós. Si, pese al pasado que tuvo, Ayris Winters había logrado llegar hasta la cima de su carrera, ello se debía en su totalidad al hecho de que había desarrollado, gracias a Dios aún a tiempo, el dominio de sí misma. Y lo acababa de comprobar una vez más. No lamentaba que sus sentimientos hubieran muerto por el

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Cisne camino. Vivir sin sentirse viva era fácil y cómodo. Había encontrado un equilibrio, y le daba lo mismo que no fuera EL equilibrio; no permitiría que nada ni nadie, y mucho menos una efímera reaparición de “él” en su vida, cambiara aquello. Esa manera de ser era su fortaleza y su salvación, y si se le derrumbaran las paredes, si volviera a quedar expuesta a la merced de esas estalactitas asesinas de almas, esta vez no habría un mañana… Le sería imposible volver a pasar por aquello e intentar levantar cabeza sin, literalmente, morir en el intento… —¿Issy? ¿A cuántos metros sobre las nubes estás? La voz de Alex rompió de golpe la telaraña de sus recuerdos, y los ojos de Ayris dejaron de mirar al vacío. —¿Decías, Alex? Lo siento, estaba… pensando. —La velada ha sido todo un éxito. Gracias a ti. —Tan solo he hecho lo que más me gusta, Alex. El trabajo duro lo has hecho tú. —Tan exagerada como siempre. —Le sonrió su amiga—. Quería… Disculpa, no es que sea asunto mío, pero quería… ¿Puedo preguntarte algo? La cabeza de Ayris le dijo que sí. —¿Qué mosca te ha picado con Blake? ¿A qué ha venido el hablarle de ese modo y encima de Ud.? Tú no eres así. ¿Qué te ha pasado con él? Temía que ese momento llegara. Ya había notado la mirada desconcertada de Alex durante el breve intercambio de frases frías con el arrinconado, pero siempre educado Blake, y no estaba preparada para abrir su alma ante nadie, ni siquiera ante

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Mona Camuari Alex. Era su vida y la llevaba como ella mejor podía y creía. No le debía a nadie ninguna explicación. Hablar de aquello no haría más que reabrir unas heridas que lo ocurrido esa noche le demostró que aún no habían cicatrizado del todo… Y estaba harta de sangrar por dentro. —¿Interrumpo una charla de chicas? Era la segunda vez en poco tiempo que la aparición de Ian la salvaba de sí misma, y le regaló una de las sonrisas más luminosas que poseía en su palmarés. —No era nada importante —dijo mirando de reojo a Alex con una expresión que le dejó claro que el asunto quedaba zanjado—. ¿Verdad, Alex? —Sí, tonterías —reforzó esta lo dicho por su amiga, pero cada vez más convencida de que Ayris le estaba ocultando algo. Y tenía que ser algo raro, o bien algo que le doliera mucho, porque siempre se lo habían contado todo. Salvo que… Pero no, no podía ser que Blake e Issy se conocieran de antes... Se lo hubiera dicho, a no ser que… Desistió, sus ideas eran descabelladas, no tenían ningún sentido. —¿Te llevo al hotel? —preguntó Ian—. Estarás cansada. —Sí que lo estoy, pero me espera el chófer del director para llevarme de vuelta al hotel, y no quiero parecer desconsiderada. —Apuesto que también él está esperándote en el coche. —¡¡¡Ian!!! —se indignó Ayris—. Es un hombre casado y muy respetable. Además, podría ser mi padre. ¿Cómo se te ocurre? —Los ojos ven y el corazón pide, Issy. Eso no tiene edad. Esta última frase, más que con el contexto, parecía ir acorde

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Cisne con lo que sentía él. —¿Seguro que no necesitas de alguien que haga de barrera de en medio? —insistió Ian sonriendo. —¿Harías eso por mí? —De sobra sabes que sí. Eso y mucho más —le contestó con el corazón en los ojos. Era una tonta… ¿Por qué no cedía de una vez a las insistencias de ser su novia y empezaba a salir con él? Ian la reconfortaría, la amaría, y jamás, jamás la heriría. Si existiera un sitio donde pudiera sentirse a salvo, sería, sin lugar a duda, a su lado… A salvo de los demás, quizás, pero no de sí misma, lo sabía muy bien. Y no podía darle un corazón que latía por existir a un hombre que se lo merecía todo. —Gracias, Ian. Sé que no vas a reconocerlo por testarudo, pero tú estás igual de cansado que yo, o incluso más. Yo solo he tocado, mientras que tú y Alex habéis tenido que organizarlo todo. No puedo aprovecharme más de tu bondad. —Puedes aprovecharte de todo lo que soy. Lo sabes. —Le besó los nudillos, en sus ojos bien clara la intención y la devoción que sentía por ella. —¡Bribón! A veces eres imposible, pero sabes que te quiero. Y era verdad, le tenía el cariño que hubiera sentido por él una hermana menor. No se imaginaba el día a día sin él a su lado. Era su amigo, su hombro, su rayo de luz cuando alguna que otra nube le encapotaba la vida… Se lo había dicho muchas veces, el cómo le quería, pero Ian le

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Mona Camuari dejó bien clara su intención de seguir luchando por su corazón, y ella no le había dicho que no siguiera haciéndolo… Quizás por el miedo a sentirse sola, o porque simplemente le daba igual que lo hiciera, ya que estaba segura de su fracaso. «Si te dejaras querer… Si tan solo me dejaras intentarlo… Sé que puedo hacerte feliz, Ayris. Si pudieras contarme por qué construiste estos muros a tu alrededor… Sabes que moriría antes que hacerte daño, lo sabes, ¿no? Lo sé, Ian… Y… Te prometo que algún día te lo contaré todo, pero no todavía… Aún no…» Creía que pasados dos años desde aquel “aún no”, podría hablar de ello sin volver a sangrar, pero lo ocurrido esa noche le demostró lo fácil que era que se volvieran a abrir sus débiles cicatrices. Sabía que se lo debía, y también sabía que si no dejaba salir de su interior todo lo que una fría tarde de diciembre nació como un remolino de frustración, inquietud y desolación, con cada día que pasara, acumularía más y más fuerza , hasta convertirse en un huracán que arrasaría lo poco que quedaba de ella, ese poco que todavía era la Ayris de antaño, ese triste reflejo de lo que un día fue… —Bueno —intervino Alex, algo incómoda con la escena—, yo os dejo. Tengo que ponerme manos a la obra con los últimos detalles de la inauguración de la semana que viene. —¿Has venido en coche, Alex? —preguntó Ayris—. No sé por qué me molesto en preguntártelo siempre… —Ya me conoces, Issy, en mi mundo perfecto solo hay un tipo de coches: los amarillos.

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Cisne —Ian, si me aprovecho un poco más de tu infinita bondad y te ruego que lleves a Alex a casa, ¿lo harías, por mí? Se lo pidió con una mirada que sabía siempre lo desarmaba. —No hace falta, puedo coger un ta… —protestó Alex. —¿Por favor, Ian? —la interrumpió ella. —Por supuesto que sí. Sabes que no puedo decirte no cuando me miras así. —Gracias. Alex, te llamaré mañana en cuanto haya llegado a casa. Gracias por haber venido esta noche. —Sabes que lo hice para que me debieras una y me devolvieras el favor la semana que viene, en la inauguración de la galería. Alex no pudo evitar sonreír, delatando así su mentira. —Sí, lo sé. Y ahí estaré. —Sonrió—. Te llamaré mañana. —Que tengáis un buen viaje. —Mañana toca madrugar, Issy. —Sí, mi comandante, estaré lista. —Forzó ella un gesto serio y se llevó la mano hacia su sien derecha. Ninguno de los tres pudo evitar soltar una carcajada, luego de que Alex e Ian se encaminaron hacia la salida principal. “No podré pegar ojo de todas formas”, pensó Ayris, la sonrisa derritiéndose en su rostro. Miró las figuras de sus dos amigos alejándose, y supo que ya podía dejar el teatro a un lado y permitir que la invadiera el bebistrajo de emociones que su masoquista mente había estado mezclando durante las últimas dos horas. Se puso el abrigo, cogió el bolso y el maletín con el violonchelo y salió. Necesitaba

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Mona Camuari respirar lo fresco del noviembre de fuera. Ahora que Blake se había ido, le sería más fácil reordenarlo todo: cada sentimiento en su cajita, cada emoción en su estantería… Blake se había ido. De nuevo.

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