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Alfaguara es un sello editorial del Grupo Santillana www. alfaguara.com Argentina Av. Leandro N. Alem, 720 C 1001 AAP Buenos Aires Tel. (54 114) 119 50 00 Fax (54 114) 912 74 40 Bolivia Avda. Arce, 2333 La Paz Tel. (591 2) 44 11 22 Fax (591 2) 44 22 08 Chile Dr. Aníbal Ariztía, 1444 Providencia Santiago de Chile Tel. (56 2) 384 30 00 Fax (56 2) 384 30 60 Colombia Calle 80, 10-23 Bogotá Tel. (57 1) 635 12 00 Fax (57 1) 236 93 82 Costa Rica La Uruca Del Edificio de Aviación Civil 200 m al Oeste San José de Costa Rica Tel. (506) 220 42 42 y 220 47 70 Fax (506) 220 13 20 Ecuador Avda. Eloy Alfaro, 33-3470 y Avda. 6 de Diciembre Quito Tel. (593 2) 244 66 56 y 244 21 54 Fax (593 2) 244 87 91 El Salvador Siemens, 51 Zona Industrial Santa Elena Antiguo Cuscatlan - La Libertad Tel. (503) 2 505 89 y 2 289 89 20 Fax (503) 2 278 60 66 España Torrelaguna, 60 28043 Madrid Tel. (34 91) 744 90 60 Fax (34 91) 744 92 24 Estados Unidos 2105 N.W. 86th Avenue Doral, F.L. 33122 Tel. (1 305) 591 95 22 y 591 22 32 Fax (1 305) 591 91 45 Guatemala 7ª Avda. 11-11 Zona 9 Guatemala C.A. Tel. (502) 24 29 43 00 Fax (502) 24 29 43 43
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© 2002, Hernan Rivera Letelier c/o Guillermo Schavelzon & Asoc. Agencia Literaria
[email protected] © De esta edición: 2007, Aguilar Chilena de Ediciones S.A. Dr. Aníbal Ariztía, 1444 Providencia, Santiago de Chile Tel. (56 2) 384 30 00 Fax (56 2) 384 30 60 www.alfaguara.com
ISBN: 978-956-239-535-9 Inscripción Nº 11.723 Impreso en Chile - Printed in Chile Primera edición: octubre 2007 Tercera edición: septiembre 2009 Portada: Ricardo Alarcón Klaussen sobre La segunda descarga de Manuel Ossandón. Diseño: Proyecto de Enric Satué
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.
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Señoras y señores, venimos a contar aquello que la historia no quiere recordar Cantata popular Santa María de Iquique Letra y música: LUIS ADVIS Intérpretes: QUILAPAYÚN
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Sobre el techo de la casa, recortados contra la luz del amanecer, los jotes semejan un par de viejitos acurrucados, vestidos de frac y con las manos en los bolsillos. Estáticos como figuras de veletas, y nimbados por un vaho de podredumbre, parecen dormir hondamente uno junto al otro. Sin embargo, cuando desde el interior de la vivienda, por un forado en el techo, les son arrojados los primeros trozos de carnaza, enarcan nerviosamente sus cabezas coloradas y, emitiendo sus guturales gruñidos de aves carroñeras, se dan a una barullosa rapiña sobre las planchas de zinc. Mientras oye el raspilleo de las garras resbalando sobre las calaminas, Olegario Santana, aún en camiseta, termina de devorar su propio trozo de carne sangrante, acompañado de una porción de cebolla picada como para pavo, como dice su amigo Domingo Domínguez. Después, tras beberse un tacho de té bien amargo, acerca el rostro a la cocina de ladrillos y enciende su segundo Yolanda del día (el primero se lo fuma en la cama y a oscuras). Acodado en la mesa desnuda, deja pasar entonces los minutos que faltan fumando parsimoniosamente, mientras contempla el rostro de la mujer dibujado en la cajetilla de cigarrillos. A sus cincuenta y siete años, Olegario Santana nunca ha visto una mujer de verdad con un
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rostro tan bello como ese. Además, no entiende por qué diantres el solo nombre Yolanda le trae la imagen de una mujer fatal, una de esas hembras desmelenadas de pasión que evocan los viejos en las calicheras mientras trituran piedras bajo un sol tan ardiente como sus delirios. La única mujer que ha tenido en su vida fue una viuda que conoció en Agua Santa, con la que vivió abarraganado sin pena ni gloria durante catorce años largos, y que hacía cuatro había muerto de la bubónica, peste traída a Iquique por el «barco maldito», como llamó la gente al Columbia, el vapor infectado. La mujer, una matrona boliviana diez años mayor que él, gorda y de mal aliento, y de una mansedumbre más bien sosa (fornicar con ella no era muy diferente que hacerlo con una oveja aturdida), se murió sin dejarle siquiera la compañía de un recuerdo amable contra el cual acurrucar su pena de hombre solo. Desde entonces que no comparte el cilicio de su colchón de hojas de choclo con nadie, y en el revoltijo triste de su casa desgobernada se cocina voluntariamente al fuego lento de su soledad llena de polvo; meticulosa soledad ahora último mitigada en parte por la compañía peregrina de sus dos jotes domésticos, avechuchos tan agrios y silenciosos como él mismo. Catalogado de huraño y hombre de pocas palabras, nadie en verdad sabe mucho del pasado de Olegario Santana. Un corvo de acero que usa para pelar la mecha de los tiros, y que más de una vez ha empuñado en alguna pelea de trabajo —muchos aseguran por ahí que ya se ha desgraciado con más de un cristiano—, hace pensar a los demás calicheros que combatió en la heroica campaña del 79. Pero
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él nunca dice nada al respecto. Y tampoco pertenece a ninguna de las sociedades de veteranos de guerra que proliferan en los pueblos y en las oficinas salitreras. Admirado como uno de los mejores particulares de San Lorenzo —nadie le puede competir con el macho de 25 libras—, lo único que se le ve hacer día a día es explotar, triturar, acopiar y cargar piedras de caliche con una consagración y una porfía de penitente malo de la cabeza. Pocas veces se le ha visto arrimado al mesón de la fonda, y nunca en los bailes y veladas artísticas del salón de la Filarmónica. Cuando bebe lo hace encerrado en su casa. Tiene dos o tres amigos personales y un solo traje dominguero: un terno negro en cuyo bolsillo del chaleco se extraña el relampagueo de la leontina de oro, adminículo lucido con gran pavoneo por los pampinos. Nadie sabe en qué se gasta lo que gana. El único malbaratamiento que se le conoce públicamente son los cuarenta Yolandas que se fuma al día, y que le tienen los dientes y sus negros mostachos de alambre manchados de nicotina. A las seis y media de la mañana, ya vestido con su cotona de trabajo y sus pantalones de diablo fuerte encallapados por los cuatro costados, Olegario Santana se cala su sombrero de pita, se cuelga la botella de agua al hombro y sale tranqueando rumbo a la calichera. Afuera el cielo ya se ha metalizado de un azul opalescente y, a juzgar por la calidez del aire y la luminosidad del amanecer, el día viene caluroso como el diantre. Al verlo asomar en la calle, los jotes emprenden el vuelo desde el techo y lo siguen hacia el trabajo planeando en lentos círculos sobre su cabeza.
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La oficina de San Lorenzo, del cantón de San Antonio, está conformada por el Campamento de Arriba y el Campamento de Abajo; y la casa de Olegario Santana, construida, como todas las casas de los obreros, de calaminas aportilladas y palos de pino Oregón, está ubicada en el último número de la última calle del Campamento de Abajo. Más allá sólo se extiende la soledad infinita de las arenas y la ilusión fatídica de los espejismos del desierto. A poco de adentrarse en la pampa, algo le parece extraño al calichero. Con los sentidos engrifados, se detiene a mitad de camino. Mientras gira lentamente en círculo auscultando ceñudo la redondela del horizonte, saca, enciende y exhala el humo grisáceo de otro de sus Yolandas arrugados. El silencio mineral de los cerros le resuena más agudo que de costumbre. Sus oídos no perciben el chirriar de las ruedas de ninguna carreta calichera, y la sombra de ningún trabajador se recorta en los senderos polvorientos. Tras una segunda pitada a su cigarrillo, rehace su camino, cavilante. Algo no encaja bien en la carreta del día. De pronto, casi llegando a las primeras calicheras, un grupo de hombres se le aparece desde unos acopios y rodeándolo y mirándolo con recelo, le espetamos hoscamente que si acaso el asoleado del carajo no sabía que ayer en la noche se declaró la huelga general en San Lorenzo. «Ayer, martes 10 de diciembre de 1907, año del Señor», le recalcamos guasonamente, por si el viejito de los jotes no estaba enterado ni de la fecha en que vivía. Olegario Santana no lo sabía.
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Luego de ponerlo al tanto de los hechos, lo conminamos, como a todos los que hallamos en la pampa esa mañana, a que nos acompañara a recorrer las calicheras instando a los demás operarios a que pararan las faenas y se plegaran al conflicto. Después iríamos todos juntos a la Administración a pedir aumento de salario. Que en esta huelga nadie podía tomar balcón. Que mientras más tumulto viera el gringo del carajo frente a su puerta, tanto mejor para el movimiento. «Por consiguiente, hasta los jotes nos sirven para hacer número», dijo, mirando el cielo y soltando una ronca carcajada, el mayor de los hermanos Ruiz, operario reconocido públicamente como uno de los más indóciles y ariscos de la oficina San Lorenzo, y que estaba entre los que lideraban la huelga. Visiblemente sorprendido, Olegario Santana mira a los hombres uno a uno y a la cara. Salvo a algunos que trabajan en las calicheras de por ahí cerca, a la mayoría los conoce sólo de lejos. Aunque de él, por lo visto, sí saben, pues le han sacado a colación los jotes. Calmosamente, entonces, da la última pitada a lo que le queda de su cigarrillo y, refunfuñando que él no es ningún guarisapo rompehuelgas, se cambia de hombro la botella de agua y se va con ellos a recorrer las calicheras que faltan. Arriba, en el cielo, dejándose llevar cada vez más alto en las corrientes de aire tibio, los jotes comienzan a alejarse hacia el interior de la pampa en busca de carroña, mientras sus sombras, entrecruzándose en el suelo, van rayando la blancura infinita de las planicies salitreras. Fue un helado día de julio que Olegario Santana se halló a los jotes en el interior de su ca-