| Juan Diego Hernández Chávez | | 64 |
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i nombre es Sergio. Me cuesta trabajo recordar con exactitud pero debió ser hace casi 15 años. Mi tío trabajaba en una empresa chilena y por ello tuvo que mudarse a Santiago de Chile. Después de unos años de trabajar allá, decidió invitarme a pasar unas vacaciones con él y su familia, yo acepté feliz, nunca antes había salido del país, apenas tenía 12 años. Así que dejé emocionado Perú, mis papás me alistaron las maletas, dijeron que estaría tres semanas allá y me mandaron a Chile con una encargada. Ellos tenían que quedarse, mucho trabajo, siempre decían. Cuando pisé tierra chilena, mis ojos rasgados se abrieron bastante y corrí a los brazos de mi tío que me esperaba con una familia que se veía muy agradable: su esposa, una hija de 8 años y un hijo de 10. Todos sonrientes y algo cambiados, yo los miraba y no me parecían los mismos aunque sonreían interminablemente, no recuerdo haberlos visto cambiar su rostro en todo el camino a su casa. Me preguntaban sobre mi familia, mi estudio, mis planes, yo no daba respuestas muy inteligentes pero ellos tampoco se veían molestos por ello. Yo volteaba a mirar cada rincón de Chile, quería conocerlo, quería sentirme un extraño, una persona sin ataduras, allí me sentía diferente, eso pensaba. Llegamos a su casa, era grandísima, me llevaron hasta mi cuarto, arreglé un poco lo que tenía en las maletas y salimos a comer. No me podía quejar, todo estaba perfecto, conocí lugares bonitos, recuerdo entre ellos un lugar llamado la Plaza de Armas, donde yo respiraba un aire puro y fresco, el sol resplandecía de una manera única y mis piernas nunca se cansaban. Creo que hicimos un tour constante durante una semana y media, luego de ello, ya me estaba permitido salir solo a conocer los lugares cercanos a la casa de mi tío. Me arriesgué, fui a un parque que encontré una mañana
solitaria. En el parque, un niño jugaba fútbol pero se encontraba solo, luego de pensarlo un buen rato, decidí acercarme y ofrecerle mi compañía. Sonrió. Me preguntó si sabía jugar fútbol. No podía entenderle mucho pues sentía que hablaba muy rápido y no decía las palabras completas. Respondí y me miró extrañado, me dijo - “tú no eres de acá, hablas raro”-, le dije que quien hablaba raro era él. No lo quiso aceptar, luego discutimos un momento pues cada uno mantenía que su acento era neutro y para no aburrirnos en discusiones, decidimos jugar fútbol. Jugamos fútbol la tarde entera. No hablábamos demasiado pues nos habíamos aburrido de tener que repetir las cosas una y otra vez para entendernos. Nos limitábamos a patear el balón, correr y comunicarnos por señas. No sabía con exactitud porqué pero me sentía feliz de aquella tarde tan poco sorprendente, no importaban los kilómetros recorridos ni los paisajes vistos, aquellos pasos dentro de un parque cualquiera con un niño ordinario me habían devuelto la sonrisa de conformidad y me habían quitado la boca abierta de la sorpresa, que ya me estaba cansando. Camino a casa, nos divertimos contándonos las diferencias en los significados de las palabras y aprendí un par de cosas graciosas. Pateábamos piedritas por la calle y empujábamos también la pelota, yo sentía una tranquilidad inigualable y al llegar a casa, me despedí tranquilo porque acordamos vernos la tarde siguiente. Aprovechamos entonces los días que nos quedaban, conocimos diferentes parques, nos aburrimos del fútbol y rescatamos un gato perdido. Aquello sí que fue bueno, pura casualidad. Recuerdo el último día que estuve en Chile por esas vacaciones porque lamentablemente los peores días son los más difíciles de borrar. Y ese no lo he borrado, es el que se mantiene más vivo en mi memoria que intenta inútilmente olvidarlo.
JUGAMOS FÚTBOL LA TARDE ENTERA. NO HABLÁBAMOS DEMASIADO PUES NOS HABÍAMOS ABURRIDO DE TENER QUE REPETIR LAS COSAS UNA Y OTRA VEZ PARA ENTENDERNOS
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La tarde en sí no me causaba confianza, se veía opaca y el silencio del parque era aterrador.
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De todas maneras, nos subimos a unos árboles e intentamos ver quién lanzaba más lejos las piedras. Por la puerta principal del parque, vimos una sombra que iba tomando forma a medida que se acercaba, era el padre del chileno. Un señor alto, con un bigote parejo, unos ojos saltones, los brazos anchísimos y vestido totalmente de negro. Le gritó: - David, baja rápido de allá, vamos a salir con tu mamá, entonces ambos bajamos de los árboles y yo, bastante nervioso, me aproximé al padre de mi amigo David. Lo saludé, se detuvo por unos segundos, miró a mi amigo y comenzó a reclamarle, estaba muy alterado.
POR LAS NOCHES, PRACTICABA FRENTE AL ESPEJO PERO SIEMPRE SALÍA UNA VOZ AJENA CON PALABRAS QUE NO ESTABA ACOSTUMBRADO A USAR ANTES DEL VIAJE
-¿No te había dicho? ¿cómo puedes andar con peruanos? ¿no sabes tú que odiamos a esos cholos asquerosos? -Pero... papá, él es un amigo. -Tú no puedes tener amigos peruanos, ¿escuchaste cómo habla?, no quiero que se te pegue, si llegas a la casa hablando así, te golpeo y te quedas una semana sin ver la televisión. Larguémonos de aquí, weón. Yo no sabía qué hacer, tan solo bajé la cabeza, ni siquiera tuve el valor de ver a mi amigo marcharse con su padre, me quedé petrificado, parecía uno con los árboles y en el parque totalmente vacío, me quedé unas horas hasta que oscureció. Me fui a la casa de mi tío, sabía que esa noche tendría que alistar mi maleta y partir por la madrugada, dejar Chile con penas, sin glorias. Al llegar a Perú, me esperaban mis padres. Los abracé y quise sentir su amor pero me di cuenta que estaba cansado, que solo creía haberlos extrañado mucho; en ese momento que los tenía a mi lado, sentía que me daba igual. Lo curioso es que me dolió no extrañarlos, un sentimiento de culpabilidad me invadió. Llegamos a casa y descansé profundamente, solo quería recordar lo bueno del viaje. Volví al colegio y me encontré con varios amigos, nos pusimos a hablar. Otra vez, las miradas se tornaron extrañas y me sentí muy incómodo, les pregunté a mis amigos si algo pasaba y me preguntaron si yo me creía chileno, si acaso tenía algún complejo.
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-No, claro que no-, les dije. Ellos respondieron con risas y me comentaron que debía dejar de hablar como chileno, que yo era peruano y que los peruanos no deben hablar como chilenos, que eso estaba mal porque los chilenos eran lo peor que le había podido pasar a la tierra, yo ni sabía qué hacer, solo me alejé. Caminé confundido y al pasar los días, me fui dando cuenta que no perdía el acento chileno, era más notorio cada vez. Pero yo no quería hablar así, todos me miraban raro y ya ni siquiera en mi país era uno más que podía andar tranquilamente sin ser molestado, era el niño que habla como chileno. Por las noches, practicaba frente al espejo pero siempre salía una voz ajena con palabras que no estaba acostumbrado a usar antes del viaje. Me grabé para así detectar mejor qué debía cambiar y al escucharme en la grabación, quedé perplejo. La voz que tanto fastidiaba a mis compañeros y que tenía dentro de mí no era en realidad mía, era del chileno, era exactamente la misma voz, las mismas frases, era como si tuviera una parte de su esencia dentro de mí, como si aquella tarde en el parque yo me hubiese quedado impregnado de su hablar para mantener su recuerdo vivo, lo que me atormentaba pues no quería pensar en la humillación que el padre de David me provocó. Pasaron los meses y mis padres pensaron que tenía una enfermedad. Recuerdo que papá se acercó de manera agresiva a un doctor y le preguntó: -¿Usted está seguro que hablar como chileno no es una enfermedad?-, -¿no hay un tratamiento para eso?-, -¡ves! Yo te dije, cariño. No era bueno mandarlo donde los chilenos, algo malo le tenía que pasar. Ahora ¿qué hacemos con este muchacho?-, -me avergüenza salir por las calles de Lima y que la gente nos mire mal por su culpa, pensarán que somos chilenos-.
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Papá entonces cambió su rostro, sus brazos, le creció un bigote y estaba vestido de negro. Me quedé con la boca abierta, se veía igual que el papá del chileno, hacía lo mismo y decía cosas muy parecidas, solo que mi papá decía “chilenos” en las ocasiones que el padre de David diría “peruanos” pero los insultos eran básicamente iguales. Así terminé de hartarme de mi vida, me dolía ver a mi padre ser igual que ese monstruoso ser que alejó a mi amigo. Mamá siguió insistiendo en mandarme otras vacaciones donde mis tíos, accedí, necesitaba alejarme de Perú. Esa vez mis papás viajaron conmigo. Mi papá se encargó de contarle a mi tío mi supuesta “enfermedad”, mi tío extrañamente no había perdido su acento peruano, que él consideraba neutral. Mi tío, no sé de dónde sacó una teoría según la cual, uno adoptaba otro acento porque consideraba superior a esa cultura. Yo siempre estaba mudo ante sus sugerencias pero toda mi familia se empeñó en devolverme mi acento, pasaron días que fueron una completa tortura. Todos en la casa de mi tío querían demostrarme que Perú era mejor que Chile para que yo volviera a hablar como peruano, así, me tenían sentado por horas escuchando datos completamente inútiles; -¿sabías que Perú tiene una de las mejores comidas del mundo?-, -¿Y el himno nacional?-, -¿Y los mejores bailes?-, -¡Sí, es que los peruanos sí sabemos cómo divertirnos¡-, -Y es que nuestras canciones son tan perfectas...-, -las tardecitas de Lima y el olor provocativo de unos anticuchos por el Jirón de la Unión-, etcétera. Además de las frases y discusiones sin sentido, mi familia ponía música peruana a todo volumen y repetía bien fuerte -Viva el Perú, carajo- cada vez que yo andaba cerca. Por último, se les ocurrió comprar una bandera peruana gigante por la que pagaron muchísima plata, la colgaron en la parte frontal de la casa; yo vivía
avergonzado de salir de ese hogar, tan patriótico que asfixiaba, tan focalizado que se perdía de lo que pasaba en el resto del mundo. Yo, que disfrutaba del mundo, decidí alejarme y partir sin rumbo. Caminé por los parques con la pequeña esperanza de encontrarme a David. Todas las tardes caminaba entre las 3 y las 6 mirando a los muchachos que jugaban fútbol. Quizás por eso me demoré en encontrarlo, David ya no jugaba fútbol, lo vi subiendo unos árboles. Lo seguí y lo saludé cuando estábamos ya arriba. Debo admitir que casi me caigo, tuve que sujetarme fuerte pues cuando escuché su saludo: estaba escuchando a mi yo pasado, estaba escuchando al Sergio peruano que llegó hace un año a Santiago de Chile. David tenía mi voz y yo tenía la de él. Había sido un intercambio o algo así. El aspecto de David, sin embargo, no era igual, estaba cambiado. Ahora se veía mucho más alto que yo y en el rostro tenía marcas que lo hacían parecer poco amigable. Le pregunté por ellas y me contó su historia. Cuando el padre de David se dio cuenta que su hijo hablaba como peruano, se volvió loco. Todas las noches le gritaba e incluso lo llevó al hospital en busca de una cura para esa forma tan horrible de pronunciar las palabras. Un día, arrebatado, el padre de David no tuvo más remedio que intentar callar las palabras de su hijo con el cinturón de cuero más grueso que tenía. No lo hizo una vez, en realidad, lo hacía cada dos semanas o al menos, una vez al mes. David era odiado por su padre quien contagió a toda la familia de ese odio, por ello David estaba harto de su vida y había tenido que pelearse con primos, amigos y tíos.
CUANDO EL PADRE DE DAVID SE DIO CUENTA QUE SU HIJO HABLABA COMO PERUANO, SE VOLVIÓ LOCO. TODAS LAS NOCHES LE GRITABA E INCLUSO LO LLEVÓ AL HOSPITAL EN BUSCA DE UNA CURA PARA ESA FORMA TAN HORRIBLE DE PRONUNCIAR LAS PALABRAS
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La historia de David me dolía porque en parte era mi historia también. Yo sentía que le había hecho daño, que le había causado ese mal. Así que lanzábamos las piedras enfurecidos y comenzamos a practicar el arte de matar pájaros en el aire para desahogarnos. Dos días después de eso, David me lanzó un puño
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directo al estómago, casi me deja tumbado en el suelo pero me levantó rápido, me dijo que los pájaros no tenían la culpa y que matarlos no resolvería nada. Su rostro estaba completamente rojo y pude suponer que era de ira. Lo dejé calmarse un poco y le dije que necesitábamos desahogarnos de verdad, de una manera que sí resolviera nuestros conflictos.
DECIDIMOS ROBAR LA BANDERA PERUANA POR LA NOCHE CUANDO TODA MI FAMILIA DESCANSABA ANTES DE PARTIR AL AEROPUERTO Y DESPUÉS, CUANDO FUERA UN POCO MÁS TARDE, PASAR A ROBAR LA CHILENA
Primero pensé en golpear al padre de David pero al parecer, él todavía lo quería y no era capaz ni siquiera deatentar contra su salud. Después de tres tardes de mucho pensarlo, David sugirió una idea. Llevaba días pasando por mi casa así que ya había visto la bandera peruana, me contó que también en su casa tenían una bandera gigante, aunque chilena. Me dijo que deberíamos hurtar esas banderas y deshacernos para siempre de ellas, sabíamos que les dolería a nuestros padres pero nos libraríamos de esa imagen torturadora que era la obligación de adorar una tela pintada. Debíamos hacerlo rápido porque yo regresaba a Perú esa misma madrugada.
grande. Nos metimos en el parque entre los árboles más sucios pero salimos felices pues nuestro plan ya estaba casi terminado.
Decidimos robar la bandera peruana por la noche cuando toda mi familia descansaba antes de partir al aeropuerto y después, cuando fuera un poco más tarde, pasar a robar la chilena. Así lo hicimos, nos acercamos a la casa de mi tío, subí a mi cuarto y empujé la bandera por la ventana hasta que David pudo sostenerla, las franjas rojas que bordeaban el blanco central de la bandera desbordaron sobre los brazos del chileno quien la sostuvo como nunca antes un chileno había sostenido un pedazo de tela que represente a su enemigo más íntimo, Perú.
Buscamos un lugar oscuro en medio del pequeño bosque para esconder nuestro crimen justificado. Yo extendí la bandera chilena entre los árboles, él extendió la bandera peruana entre los árboles y cada uno, con el odio que en nuestra alma reposaba, escupió las telas supuestamente sagradas desafiando la historia de nuestras naciones. David encendió una pequeña llama que a mí me asustó pero que, luego de recordar su historia, acepté como necesaria. Prendimos las banderas aparentemente intocables en la oscuridad de un parque cualquiera, vi arder a mi nación, a toda su gente, a sus prejuicios, a los míos, a los de David, a los de su nación, desde aquel entonces se quemaron las banderas, se quemaron las historias y las patrias porque las patrias ardían sin cesar, veía en el fuego los colores que nos querían caracterizar pero que no lo lograron nunca. Dejamos entonces en llamas las banderas para escapar de nuestro crimen y corrimos cada uno a su casa, nos lanzamos una despedida fugaz y en las últimas palabras que pronunciamos notamos que nuestro acento había cambiado pero tampoco era uno correspondiente a nuestro país, era acaso una mezcla rara, una mixtura de tonalidades.
Luego pasamos por la casa de David, él se subió a su cuarto y de la misma manera, empujó hacia mí el paño chileno, yo tuve sobre mí la conocida “Estrella solitaria” que aplasté luego al doblar la pieza de tela con colores azul, rojo y blanco. Llevamos ambas banderas al parque de siempre para deshacernos de ellas. Me sentía un criminal intentando esconder el cuerpo recientemente asesinado pero también el precursor de una historia mucho más
Llegué a casa cuando ya todos estaban por salir al aeropuerto, tenían mi maleta lista, partimos sin mirar atrás. Luego me enteré que mi tío lloró desconsoladamente por la bandera extraviada. Una mañana, ya en Perú, mi papá leyó en el periódico que un parque cercano a la casa de mi tío había sido quemado completamente. Mi padre dijo “Esos chilenos nunca cuidan sus parques, que nunca serán tan hermosos como los de Perú”.
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