Desde Asturias hasta el País Vasco, persiguiendo el

En busca del queso perdido. Desde Asturias hasta el País Vasco, persiguiendo el aroma de nobles productos regionales como el Cabrales, por aldeas, fincas y ...
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Turismo

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Domingo 4 de enero de 2009

[ ESPAÑA ] Misión gourmet

En busca del queso perdido Desde Asturias hasta el País Vasco, persiguiendo el aroma de nobles productos regionales como el Cabrales, por aldeas, fincas y cuevas

M

ADRID (The New York Times).– Las únicas palabras de advertencia fueron: “Sólo tenga cuidado de no despertar a los murciélagos”. Estaba en el interior de una cueva muy oscura, siguiendo a una mujer de 44 años que llevaba jeans ajustados y una luz pequeña sujetada en la frente. Mientras mis ojos se rehusaban a adaptarse a la oscuridad, oía a miles –bueno, decenas– de murciélagos moviéndose en sueño a centímetros por encima de mi cabeza. Por fin llegamos. “Esos son mis bebes”, dijo mi guía señalando con un amplio gesto una gran cantidad de ruedas de queso azul que reposaban en una estantería. “¿Le gustaría probar?” “Sí, claro, pero ahora salgamos de aquí.” Nos encontrábamos en Asturias, en la franja norte de España que da al golfo de Vizcaya. Venía atraída por el rótulo de la tierra del queso que se le había puesto a esta región. Confieso que soy muy quesera. Mientras otros van a Toscana por el Brunello o al noroeste del Pacífico en busca de salmón, a mí me atrae el queso. Pero no cualquiera, me gusta probar lo que no consigo en mi país, las recetas mágicas que sedujeron los paladares de los antiguos romanos, los de sabor y aroma fuertes, los delicados artesanales que saben a pequeñas flores blancas. Mi peregrinación me había llevado a la cueva de los murciélagos el pasado septiembre donde seguía a Raquel Viejo, una mujer del lugar cuya familia vive en Asturias hace varias generaciones. La especialidad de la región –y lo que estaba almacenado en esos estantes– es Cabrales, queso azul de leche de vaca que lleva el nombre de la localidad de Asturias donde se elaboró por primera vez. Estábamos en los pies de los Picos de Europa, donde todo es vertical: las laderas escarpadas de las montañas, los bosques de pinos y los caminos angostos salpicados de autos diminutos, rebaños de ovejas posando en las tierras rocosas, cabras solitarias paradas expertamente sobre sus patas traseras mascando de los matorrales, una cacofonía de cencerros, todo baña-

La bodega de Raquel Viejo, en Asturias, donde estaciona los quesos Cabrales por al menos dos meses do por los cálidos rayos del sol. Hay miles de cuevas escondidas en estas colinas y hace siglos que los residentes las usan para la maduración del queso. Las especificaciones de cada marca en diversas regiones de España están reguladas por una denominación de origen (o DO), y las del Cabrales dicen que debe estacionarse en condiciones ambientales similares a las de una cueva durante por lo menos dos meses para que la bacteria buena pueda matar a la mala. Pero en la actualidad la elaboración artesanal del Cabrales corre peligro, por la cantidad de jóvenes que se van

de Asturias, según Viejo. Hace unos años, el gobierno español dictó nuevas normas para regular los procesos de elaboración de queso de la zona. Algunos de los viejos métodos, como el de colar la leche con coladores hechos con crines de caballo, fueron reemplazados por otros más modernos, como coladores de metal y dispositivos mecánicos. Pero los requisitos más importantes –la raza lechera, el proceso de maduración, la falta de pasteurización– aún perduran. Al regresar a la casa de Raquel, entre el aroma embriagador (algunos di-

rían rancio) de la leche ácida probé una rodaja de su queso, llamado José Antonio Bueno García, el nombre de su esposo. Era más seco y salado que los azules a los que estaba acostumbrada, pero no parecía demasiado azul, como ocurre con los quesos más suaves. Era una delicia, aunque no me podía quitar de la cabeza la imagen de los murciélagos haciéndose una picadita de quesos (¿Acaso comen queso los murciélagos?). Entonces continué con mi investigación. A través de un estanciero de la zona llegué a otra productora, unas aldeas más arriba, famosa por su resistencia

FOTOS, NYT

a la modernidad. Esto parecía prometedor. Oliva Peláez Amieva, una mujer gruesa, de poca estatura, con unas cuantas arrugas en la cara, me saludó desde la puerta de su modesta casa de piedra en un vestido púrpura y zuecos. “Podrá deducir el tiempo de residencia de una familia por la forma en la que elabora el queso”, me comentó la señora Amieva, que está en el oficio desde hace más de 60 años. Su queso no es Cabrales porque ella no se ciñe a la normativa; es más, no tiene nombre. Sólo elabora 200 ruedas al año, pero nos las comercializa, la

mayor parte va a parar a familiares y amigos. Por el momento, yo me encontraba en su círculo íntimo. “La Secretaría de Salud quiere que trabaje según las regulaciones, pero no soy tan buena –comenta Amieva, de 70 años–. Solía venderlo en la feria, pero tuve problemas con la policía.” Sus quesos eran una combinación ácida, seca, con una textura que se deshace fácilmente, que proviene de leche de cabra y oveja, con sabor salado y a suelo. Y su elaboración lleva mucho trabajo. Al no contar con equipos modernos, todos los animales de esta finca son ordeñados a mano. Una vez que el queso se vierte en los moldes, ella frota cada cuajada con sal y lo da vuelta todos los días para asegurarse de que madure parejo; finalmente, más del 90% del volumen original de la leche desaparece. Este rincón aislado de Asturias generó cientos, o miles, de queseros artesanales durante generaciones. El queso es más tosco que el francés y no tan reconocido como el italiano, pero aquí, cada rueda es tan particular como la persona que lo elabora. El queso del norte de España es, como la tierra que lo produce, áspero, tosco y ácido, y no hay manera de probarlo si no se viaja hasta allí. Comí un cuarto de una rueda de queso mientras estábamos sentadas en el living modesto de Amieva, y me di cuenta, demasiado tarde, de que era tan seco que la lengua se me quedaba pegada al paladar. Entonces, mi anfitriona me ofreció sidra casera, bebida que siempre acompaña a una porción de queso en esta región. Era el equilibrio perfecto a su aperitivo sin nombre. “La razón por la cual mis quesos son tan deliciosos –me explicaba Amieva, sin una pizca de modestia– son mis manos.” Me mostró sus palmas carnosas, llenas de callos, para que las inspeccionara. “Las bacterias naturales de mi piel hacen que el queso sea más sabroso.” Viajar de una aldea a otra es ir hilando un continuo banquete de queso y sidra, y cada comunidad quesera siente un fuerte orgullo por sus