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Yo, el profesor Martín Green, no tengo ojos verdes ni la barba malamente afeitada. Mi nariz no es romana ni helena, pero estornuda mocos como cualquier nariz respingada. Me han crecido pelos en la lengua de tanto pensar antes de expresar lo que siento, y no obstante, cuando pienso me imagino desatinos feroces. No tengo la piel más arrugada que cualquier anciano de mi edad, y sin embargo frunzo el ceño cada vez que miro al sol o cuando se me acerca un eclipse lunar sin sonrisa ni ojos. No disfruto de la calvicie que hizo guapo a mi padre, pero tengo el cerebro que nunca tuvo mi madre. Si mañana tengo las agallas suficientes para mirarme al espejo, quizá, solo quizá, en breve me describiré un poco menos. Por ahora, bastará decir que cumplí ochenta años con la penosa inquietud de haber convivido demasiado tiempo conmigo mismo. Y si lo que he dicho todavía no es harto, entonces diré que a mí no me creó Dios ni fui fruto de la Virgen María. Soy obra de un joven casto que se desvirgó para crearme a su antojo. Más adelante, eso espero, explicaré esta fatalidad de la cual nadie está libre. En este punto solo revelaré que es terrible ser anciano con un joven dentro, o sentirse joven con un viejo que se pudre exteriormente. Por lo menos las mujeres preñadas saben que algún día saldrá la luz de entre la tijera de sus piernas o que la luz ingresará en ellas por entre la muesca de una cesárea. Yo, aún, tengo la esperanza de que el cielo me facilite los utensilios para practicarme un «aborto». Si aquel milagro es viable, igual proclamo, desde ya, que me encuentro tranquilo de saber que puedo recurrir a un http://www.bajalibros.com/Amnesia-voluntaria-eBook-741854?bs=BookSamples-9786123091378

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ritual de purificación o a un acto de exorcismo, y también, por qué no, tengo la serenidad de estar al tanto de que siempre guardo cerca una herramienta para cometer mi suicidio.

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Durante la niñez la vida gira lenta como un caballito de madera en un tiovivo de feria. El tiempo parece una ilusión inmóvil, un bostezo eterno, un inacabable arrullo frente a la barandilla de la cuna y un gateo rítmico sobre una montura de bombones, sin un relincho o una cabriola que nos alejen de nuestras siestas matinales. Por momentos, no nos damos cuenta de que la infancia no es un «duérmete mi niño / duérmete mi sol» en un long play de duración perpetua, o no caemos en la cuenta de que algún día trotaremos sin riendas sobre cascos y herraduras, y que, más pronto y sin previo aviso, un galope apresurado nos llevará hasta la vejez. Y entonces los años nos dirigirán a empujones, notaremos que los tallos se nos irán marchitando, que la clorofila de nuestras hojas irá perdiendo su verdor inicial, que las estaciones se irán robando días entre ellas, que lo negro madurará a cano en un abrir y cerrar de ojos, y así descubriremos que, dentro de este hipódromo temporal, nos hemos convertido en viejos jinetes de un mundo veloz y transitorio. Cabalgar, cabalgar, cabalgar, de día, de noche, de día... Cabalgar, cabalgar, cabalgar.

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Ahora, mal que les pese, dedicaré dos o tres minutos para contarles los puntos más pertinentes de mi infancia. Pienso, para comenzar, que a mis ochenta años no pecaré de pedante si digo que fui un niño prodigio. Este hecho, presumo, no rebaja ni eleva mi condición como humano, pero tal vez explique mi ineptitud como adulto o sirva para aclarar por qué fui incomprendido de joven. Mi cuarto de juegos fue la Biblioteca Pública de Altensa, un cuchitril irrespirable con mil ejemplares amontonados en diez anaqueles de madera apolillada y roída por la gula de las carcomas. Mentiría si digo cómo o cuándo convertí la biblioteca en mi hábitat de reflexiones y lecturas, pero estoy seguro de que, aunque el edificio no hubiese colindado con la empalizada de mi casa, de todos modos hubiese concurrido a ella de manera tanto o más fiel que una beata que siente el pecado en el pecho cuando no visita diariamente la casa de Jesucristo. Poco a poco fui reemplazando Los maderos de San Juan por el Don Juan Tenorio, y así los libros fueron sustituyendo a las canicas y a los trompos de madera. Fui anteponiendo Los viajes de Gulliver a las excursiones de verano por Alcalá de Mallo con los amigos del colegio y, de esta suerte, fui prefiriendo los animales parlantes de Esopo a los zoológicos y a los circos provenientes de la antigua Rusia. De las fábulas de La Fontaine pasé a La pequeña gesta del Robin de los bosques, y así los años de mi niñez se me fueron distanciando —muchos dirán malgastando— sin matar al ganso que ponía huevos de oro ni al genio de la botella, y cuando menos lo supe el mundo había girado más rápido que La vuelta al mundo http://www.bajalibros.com/Amnesia-voluntaria-eBook-741854?bs=BookSamples-9786123091378

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en ochenta días o que las Veinte mil leguas de viaje submarino. Y hoy en día, cuando intento rememorar a mis amigos de la infancia, tan solo recuerdo, de entre tantos baúles repletos de ficciones, a un tal Don Juan Tenorio y a los personajes de los relatos árabes y persas de mis Mil y una noches. A mis doce años di, ya con sombras de vellosidad sobre los labios y con dos masturbaciones en mi haber, di, repito, otro giro radical dentro de la espiral de mis lecturas, y a destiempo —pienso mientras escribo— abandoné las leyendas y novelas (salvo por El burlador de Sevilla) para entregarme con fervor a las obras completas de Sigmund Freud. En un ruinoso anaquel de tres estantes, donde mi padre guardaba libros de náutica y cartas de navegación, separados estos de otras obras heredadas de un marino y mercante familiar, un día descubrí un tomo empastado en cuero con dos iniciales doradas grabadas en el lomo, que correspondían al nombre de mi padre. No fueron las iniciales H.G. las que me sedujeron, sino el título de la obra, que decía: El chiste y su relación con el inconsciente. Leí el libro de Freud en una semana sin entender ni raja de lo que en él se exponía, y sin embargo, por alguna maravillosa razón, quedé fascinado.

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