Confidencias entre copas y bambalinas

21 sept. 2012 - Madama Butterfly (Cintia Velázquez) agonizaba en las escaleras cubiertas de flores de la residencia. A sus pies, tenía una primera fila de ...
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www.lanacion.com.ar/adn-cultura | Viernes 21 de septiembre de 2012 | adn cultura | 3

CróniCas de la selva

Confidencias entre copas y bambalinas Un concurrido recital de ópera a beneficio, el arte de las recetas gastronómicas, un abrazo magnético y la vuelta del siempre temido Macbeth Hugo Beccacece | para la nacion

S

uicidio en la embajada de Italia: Madama Butterfly (Cintia Velázquez) agonizaba en las escaleras cubiertas de flores de la residencia. A sus pies, tenía una primera fila de emocionados espectadores: Francisco de Narváez, Mirtha Legrand, Gino Bogani, los embajadores de Francia (Jean-Pierre Asvazadourian), de España (Román Oyarzún) y, naturalmente, de Italia (Guido La Tella). Marcelo Ayub en el piano ejecutaba los últimos acordes, mientras tres escalones más abajo de Cho Cho San, un niño rubio, de ojos claros, el hijo de la geisha y Pinkerton, contemplaba con curiosidad las filas de la platea, pronto para ponerse de pie a la primera indicación y abrazar a su madre nipona, a la que los aplausos entusiastas resucitaron de inmediato. El periodista Martín Wullich registraba las escenas celular en mano. Apenas Butterfly revivió, comenzó el cóctel. Todo eso ocurrió durante el recital de ópera a beneficio de la Fundación Teatro Colón organizado por Alejandro Cordero. Rodeada de una nube de señoras y señores, Mirtha Legrand, con un brillo pícaro en los célebres ojos celestes, satisfizo las preguntas acerca de su telenovela con frases que despertaron sonrisas en quienes la escuchaban por la rica ambigüedad con que pasó de la primera a la tercera persona: “Sofía, mi personaje, es terrible. Nadie me puede hundir. Todos los que se me oponen van cayendo uno por uno. Termino por dominar a todos. Yo no sé cómo no se dan cuenta de que no pueden conmigo. Siempre fue así. Ella es la dueña”. Y, después, casi a pedido, reiteró el latiguillo de su personaje: “Soy la dueña”. Los salones del Marriott Plaza estaban colmados de periodistas como si allí se fuera a desarrollar un congreso sobre las comunicaciones en el siglo XXI; en realidad se trataba de la presentación del libro Recetas de familia, de Ana D’Onofrio, que reúne los recetarios no sólo de su propia familia, sino también los de sus amigos y seguidores del blog Mi cocina amateur. Fue como si

por unas horas la redacción de este diario se hubiera mudado al hotel de Plaza San Martín para intercambiar información con colegas de otros medios: Hugo Alconada Mon, Carlos Reymundo Roberts, Pablo Sirvén y Claudio Jacquelin charlaban con Ana Costa Méndez, Rosario Mantilla y Miriam Becker. Por cierto, las conversaciones no se limitaron al campo gastronómico. Bastaba apostarse con aire distraído al lado de los columnistas políticos para enterarse de “trascendidos”, rumores y futuras primicias conservadas por el momento a buen resguardo. Dolli Irigoyen y Sergio Sinay fueron los encargados de hablar sobre el libro, junto con Jorge Fernández Díaz, que le preguntó a D’Onofrio cuál era el plato con el que se podía conquistar a un hombre o perderlo. Ana no dudó: “El asado al horno. Si el asado al horno sale mal, todo puede terminar mal”. A veces, una foto en la tapa de un libro puede tener un efecto tan magnético o perturbador como el título. Fue en Dain Usina Cultural durante la presentación de Dinero para fantasmas, la última novela de Edgardo Cozarinsky. Mientras el periodista y escritor Matías Capelli interrogaba al autor acerca de los personajes, resultaba imposible no atender, al mismo tiempo, a la imagen que mostraban los ejemplares en exhibición de la obra: el abrazo apasionado de una mujer y un hombre. Ella, de espaldas, los brazos abiertos en cruz, apoya la cabeza en el hombro derecho de él; él, en cambio, está de frente y su rostro, con los ojos cerrados, es muy visible. La fotografía fue frotada con carbonilla y, por eso, puede confundirse con un dibujo. Ese recurso hace que la pareja resulte fantasmal como son los recuerdos. El hombre es Roland Paiva, el artista que tomó esa fotografía en París; ella es Teresa Anchorena, por entonces (era la década de 1970), la mujer de Roland. Él murió en 2003. Ella estaba sentada en el auditorio de Dain al lado de su hija, Luna Paiva, y de su nieto, Romeo. Los que conocieron al fotógrafo satisfacían la curiosidad de los que se preguntaban quién era el autor de esa imagen

Mirtha Legrand

Tras un recital de Madame Butterfly en la embajada de italia, se mostró compenetrada con su personaje de la dueña

roLand Paiva

la singular historia del fotógrafo cuya imagen ilustra la portada del último libro de Edgardo cozarinsky

conmovedora. Roland Paiva fue un artista excepcional. Había nacido en Marsella, durante la Segunda Guerra. Su padre, paraguayo, pertenecía a una familia patricia; la madre era polaca y judía. Esa pareja improbable se había conocido en la Guerra Civil Española; por supuesto, eran republicanos. Tras la derrota de los rojos, se refugiaron en Francia y se convirtieron en miembros de la Resistencia. El padre de Roland fue asesinado por la Gestapo, y la madre, después de varias peripecias, llegó a la Argentina junto con su hijo. El libro de fotografías que Roland Paiva le dedicó al Paraná es un registro notable de la vida que se desenvuelve a orillas del río. Por esa vía, Paiva se remontó a los orígenes de su existencia, al Paraguay de su padre. El estreno de Macbeth, en la versión de Javier Daulte, reunió en el Teatro San Martín a las distintas tribus teatrales de Buenos Aires. A los actores muy conocidos, se sumaron quienes trabajaron con el director en puestas independientes. Si se hubiera hecho una lista de los presentes, habría coincidido casi por completo con el quién es quién de la escena porteña: Cristina Banegas, Fernán Mirás, Darío Grandinetti, Enrique Pinti, Mirta Busnelli, Carolina Papaleo, María Ibarreta, Marta Bianchi, Gloria Carrá, Ludovico Di Santo, Florencia Raggi. Un hecho curioso: casi todos los invitados preguntaban cuál era la duración del espectáculo apenas pisaban el concurridísimo hall. Algunos manifestaban sin vueltas el temor de que la puesta fuera a durar más de tres horas y comentaban: “El público independiente está acostumbrado a que todo se resuelva en una hora. Y Shakespeare es más largo, mucho más largo…” Al final, los aplausos y los bravos abundaron en la platea, pero también en la escena. Cuando cayó el telón, se oyeron entre bambalinas las exclamaciones de alegría de los intérpretes. C