CLAUDIO MAGRIS
El encuentro con José Saramago —con su obra, naturalmente, pero también y sobre todo con su persona— es uno de los regalos más grandes que la vida me ha dado. Nos conocimos a principios de 1985 en Lisboa, donde me encontraba para presentar la edición portuguesa de mi primer libro de narrativa Conjeturas sobre un sable. Saramago fue a la presentación y más tarde, durante la cena, discutimos largo y tendido desde el principio, con aquella misteriosa afinidad y consonancia que prescinden de opiniones, ideologías, historias personales; pero que también conforman una profunda sintonía del sentir, del imaginar, del vivir las cosas, y que constituyen el fundamento de la amistad. El mérito fue esencialmente suyo por la generosidad y la cordialidad que me demostró desde entonces, y que establecieron una cercanía que, con el transcurrir de los años, se hizo más grande, con raros pero intensos encuentros; una verdadera amistad, la cual agradezco. No olvidaré la frase que me dijo aquella primera noche en Lisboa: “Tu narrador (se refería al narrador-protagonista de mi cuento) no es inocente”, yendo al corazón de un tema que es uno de mis leitmotiv, 7
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una de mis obsesiones existenciales y literarias. El encuentro más intenso se dio en febrero pasado, en su casa de Lanzarote — una velada inolvidable con él, con Pilar, a quien me liga un especial afecto y que ahora siente lo que yo sentí, y con la hermana de Pilar, su esposo e hijos—. José apenas se recuperaba de un fuerte ataque a su salud y, renacido, había escrito aquella pequeña, sutil y profunda obra maestra que es El viaje del elefante y que nos regaló a mí y a Jole aquella noche, físicamente débil pero lucidísimo, irónico, agudo, generoso. Cuando leí que en sus últimos días tenía sobre su mesa, entre los libros que leía, mi A ciegas, mi corazón se desplomó dos veces. ¿Indicar, elegir una página? Parecería —y es— imposible; en la mente surgen tantos libros, tantas páginas inolvidables, que se rehúsan a excluirse entre sí. Al menos en los amores literarios es lícito ser polígamos o poliandras… Sin embargo, no tengo la más mínima duda; sé —lo supe de inmediato, cuando se me preguntó— qué página indicaría de José Saramago. No importa, de hecho es imposible decir si es o no la más bella. Sin duda es bellísima y para mí inolvidable; la recuerdo a menudo. Quizá porque toca, con verdadero ingenio, un tema al cual soy particularmente sensible por razones humanas antes que poéticas. Es la página de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis donde su protagonista asimila que la mujer, una camarera con quien tuvo una relación, está embarazada. 8
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Probablemente la cobardía universal del hombre, su miseria y mediocridad ante estas circunstancias, nunca fueron expresadas con tanta fuerza, así como su vergüenza, su rápida elección de la fuga y la convicción de que no tiene nada que ver, en el fondo, con aquella historia, con aquella noticia, con aquella vida que se anuncia; su rapidez en regresarle la pelota a la mujer: Adán, que da una mordida a la manzana y la devuelve de inmediato a Eva. Todos los hombres deberían leer esta página; quizá un día Pilar escriba aquella historia desde su propio punto de vista, como me dijo hace unos años. Gracias, José.
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De El año de la muerte de Ricardo Reis, Alfaguara, 1998, pp. 449-452: No fue nada, y ella sonríe, pero la expresión de la mirada tiene otro sentido, se ve bien que no está pensando en el temblor de tierra, quedan así, mirándose, tan distantes uno del otro, tan separados en sus pensamientos, como luego se verá cuando ella diga, de repente, Creo que estoy en estado, llevo un retraso de diez días. Un médico aprende en la facultad los secretos del cuerpo humano, los misterios del organismo, sabe cómo operan los espermatozoides en el interior de la mujer, nadando río arriba, hasta llegar, en sentido propio y en el figurado, a las fuentes de la vida. Sabe esto por los libros, y la práctica, como de costumbre, lo confirmó, y sin embargo, helo ahí, sorprendido, en la piel de Adán que no entiende cómo puede haber ocurrido tal cosa, por más que Eva intente explicárselo, ella, que nada entiende de la materia. Y procura ganar tiempo, Cómo dices, Tengo un retraso, creo que estoy en estado, es ella, de los dos, quien muestra más tranquilidad, hace una semana que piensa en esto, todos los días, 10
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todas las horas, quizá hace poco, al decir, Vamos a morir, ahora podemos dudar si estaría Ricardo Reis en este plural. Él espera que ella haga una pregunta, por ejemplo, Qué voy a hacer, pero ella sigue callada, quieta, protegiendo el vientre con la leve flexión de las rodillas, ni señal de gravidez a la vista, salvo si sabemos interpretar lo que estos ojos están diciendo, fijos, profundos, resguardados en la distancia, una especie de horizonte, si lo hay en los ojos. Ricardo Reis busca las palabras convenientes, pero lo que encuentra dentro de sí es una enajenación, una indiferencia, como si, aunque consciente de que es su obligación contribuir en la solución del problema, no se siente implicado en su origen, tanto próximo como remoto. Se ve en la figura del médico a quien una paciente dice desahogándose, Ay, doctor, qué va a ser de mí, estoy en estado y en este momento es lo peor que me podía pasar, un médico no puede responder, Aborte, no sea tonta, por el contrario, muestra una expresión grave, reticente en la mejor de las hipótesis, Si usted y su marido no han tomado precauciones, es posible que esté grávida, pero en fin, vamos a esperar unos días más, quizá se trate sólo de un retraso, a veces ocurre. No se admite que lo declare así, con falsa naturalidad, Ricardo Reis, que es padre por lo menos putativo, pues no consta que Lidia en los últimos meses se haya acostado con otro hombre que no sea él, este que claramente sigue sin saber qué decir. Al fin, tanteando con mil cautelas, pesando las 11
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palabras, distribuye las responsabilidades, No tomábamos precauciones, tarde o temprano tenía que ocurrir, pero Lidia no dice nada, no pregunta, Qué precauciones iba a tomar yo, nunca él se ha retirado en el momento crítico, nunca ha usado esos capuchones de goma, pero tampoco esto le importa, se limitó a decir, Estoy en estado, en definitiva, esto es algo que acontece a casi todas las mujeres, no es un terremoto, ni cuando acaba en muerte. Entonces, Ricardo Reis se decide, quiere saber cuáles son las intenciones de ella, ya no hay tiempo para sutilezas dialécticas, salvo la hipótesis negativa que la pregunta apenas esconde, Piensas dejar que nazca, menos mal que no hay aquí oídos extraños, pues habría quien pensara que Ricardo Reis está sugiriendo el aborto, y cuando, tras oír a los testigos, el juez iba a dictar sentencia condenatoria, Lidia se adelanta y responde, Quiero tenerlo. Entonces, por primera vez, Ricardo Reis siente que un dedo le toca el corazón. No es dolor, ni crispación, ni despego, es una impresión extraña e incomparable, como sería el primer contacto físico entre dos seres de universos diferentes, humanos ambos, pero ignorantes de su semejanza, o, de manera aún más perturbadora, conociéndose en su diferencia. Qué es un embrión de diez días, se pregunta mentalmente Ricardo Reis, y no encuentra respuesta que dar, en toda su vida de médico nunca le ha ocurrido tener ante los ojos este minúsculo proceso de multiplicación celular, del que los libros le mostraron no guarda me12
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moria, y aquí no puede ver más que a esta mujer callada y seria, camarera de profesión, soltera, Lidia, con el seno y el vientre descubiertos, sólo el pubis retraído, como si preservara un secreto. La atrajo hacia sí, y ella se acercó a él como quien al fin se protege del mundo, ruborosa de repente, de repente feliz, preguntando como a una novia tímida, que aún las hay, No está enfadado conmigo, Pero qué idea, mujer, por qué iba a enfadarme, y estas palabras no son sinceras, justamente en este momento está cuajando una inmensa cólera en su interior, En menudo lío me he metido, piensa, si no aborta, me tienes ya con un crío a cuestas, tendré que reconocerlo, es mi obligación moral, qué pesadez, nunca pensé que me pudiera ocurrir algo así. Lidia se ciñe más a él, quiere que la abrace con fuerza, por nada, sólo porque le gusta, y dice las palabras increíbles, simplemente, sin énfasis particular, Si no quiere reconocerlo, no se preocupe, será hijo de padre desconocido, como yo. Los ojos de Ricardo Reis se llenaron de lágrimas, unas de vergüenza, otras de piedad, que las distinga quien pueda, en un impulso, sincero al fin, la abrazó y la besó, imagínese, la besó mucho, en la boca, aliviado de aquel peso, en la vida hay momentos así, creemos que es un acceso pasional y es sólo un desahogo de gratitud. Pero el cuerpo animal cuida poco de estas sutilezas, poco después se unían Lidia y Ricardo Reis, gimiendo y suspirando, no tiene importancia, ahora hay que aprovecharse, el chiquillo ya está hecho. 13
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SERGIO RAMÍREZ
El viaje del elefante salomón y su cornaca subhro desde Lisboa hasta Viena en el siglo dieciséis es un viaje hacia el olvido y hacia la muerte, el penúltimo de los libros de José Saramago, cuando él mismo se acercaba ya al fin de su viaje, el suyo propio y el de su imaginación. Una extravagancia caprichosa el exótico regalo que el rey Juan III de Portugal le hace a su primo el archiduque Maximiliano de Austria, que se convierte en sacrificio cuando salomón es obligado a marchar a pie por el largo camino hacia su destino final, y fatal, que es también el de subhro, dos destinos que no pueden separarse, uno al lomo del otro, condenados a desaparecer de los ojos humanos si no es porque esta espléndida novela los revive para siempre.
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De El viaje del elefante, Alfaguara, 2009, pp. 269-270: El elefante murió casi dos años después, otra vez invierno, en el último mes de mil quinientos cincuenta y tres. La causa de la muerte no llegó a ser conocida, todavía no eran tiempos de análisis de sangre, radiografías de tórax, endoscopias, resonancias magnéticas y otras observaciones que hoy son el pan de cada día para los humanos, no tanto para los animales, que simplemente mueren sin una enfermera que les ponga la mano en la frente. Aparte de haberlo desollado, a salomón le cortaron las patas delanteras para que, tras las necesarias operaciones de limpieza y curtido, sirvieran de recipientes, a la entrada del palacio, para depositar las varas, los bastones, los paraguas y las sombrillas de verano. Como se ve, a salomón no le valió de nada haberse arrodillado. El cornaca subhro recibió de las manos del intendente la parte de la soldada que se le debía, a la que se le añadió, por orden del archiduque, una propina bastante generosa y, con ese dinero, compró una mula que le sirviera de montura y un burro para llevarle la caja con sus pocos haberes. Anunció 16
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que volvería a Lisboa, pero no existen noticias de que entrara en el país. O cambió de idea, o murió en el camino…
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