2ª EDICIÓN
L AGO de la l UNA
EL
Clara García Baños
El Lago de la Luna Clara García Baños
Extracto gratuito destinado a promoción de la obra El Lago de la Luna de la autora Clara García Baños, publicada por la editorial Enxebrebooks. Se puede adquirir la obra completa en formato electrónico o papel en http://www.descubrebooks.com, plataformas digitales y librerías.
UNO DE LOS NUESTROS
El cuerpo semidesnudo de Alma de Villa en el momento de ser rescatada del lago no era un espectáculo gratificante. No obstante, o quizá por eso, los curiosos nos arracimábamos desde temprano, tensando la cinta plástica que los municipales habían asegurado a los árboles para contenernos. A muchos les dio ocasión de horrorizarse en directo ante un drama tan espantoso, una muerte que a todos ellos les tocaba bastante más de cerca que cualquiera de las que hubieran tenido noticia. Y eso era porque Alma de Villa no era una ficción, ni un ser remoto y desconocido, aunque para muchos esta era la primera vez que la veían. Alma de Villa era vecina del pueblo desde los dos años; posiblemente se hubieran cruzado alguna vez con ella en todo ese tiempo, y esa proximidad hacía correr escalofríos por las espaldas de más de uno. Uno de los municipales, cada poco, se acercaba a las cintas de plástico verde y, siempre con el mismo gesto monótono y aburrido, nos indicaba que nos retirásemos. Los de la primera fila daban un paso atrás obligando a recular un poco al resto, pero apenas el guardia se alejaba recobrábamos el paso perdido. —¿Tú también la conocías, Nacho? —A mi lado, César se cimbreaba adelante y atrás siguiendo la misma cadencia que el resto. —Éramos más o menos de la misma edad, pero ella era una niña pija. Nunca fuimos de la misma panda. —Dicen que era muy guapa. —¿Y eso qué importa ahora, César?
—Yo la conocía de oídas —intervino Toño, detrás de mí—, y creo que debí de verla alguna vez, al pasar de lejos, o en alguna fiesta. Tenía fama de guapa, desde luego. No sé por qué, pero todas las mujeres ricas son rubias y de ojos azules. —Esta los tenía verdes. —No sé, apenas la recuerdo. Yo también coincidí con ella en alguna fiesta, pero jamás se dignó a hablar conmigo —era Sergio el que hablaba. En todo caso, resultaba difícil reconocer su cuerpo inerte, amoratado e hinchado, mordisqueado por los peces del lago tras cuatro días de inmersión. El guardia que nos controlaba recibió un aviso de su superior y corrió al coche patrulla a buscar algo. Se trataba de una enorme bolsa de plástico con cremallera. —Es para el cuerpo — dijo Bolodia. —No sé, yo no la conocía —dije, incoherentemente. La inminencia del momento, de ver el cuerpo sin vida de Alma de Villa, se me había subido a la cabeza como un mal vino. Nuestro guardia volvió de la orilla haciendo los mismos gestos para espantar a las moscas. El momento estaba cerca. El mismo ir y venir de nuestros cuerpos se repetía con precisión coreográfica cada vez. El guardia no se sentía capaz de dominar él solo tantas voluntades de no perder detalle. Los paseantes, al ver el tumulto, se acercaban a nosotros, o trataban de mirar desde la parte opuesta del lago. Conformábamos una pequeña multitud que emitía un murmullo de moscardón a media voz, como si nadie quisiera profanar lo sagrado del momento. La tarde anterior, un equipo de tres submarinistas pagado por Eugenio de Villa había comenzado a buscarla en el fondo del lago. La casualidad quiso que no les llevara mucho encontrarla, pero esto
fue ya oscureciendo, por lo que no hubo más remedio que posponer el rescate hasta el día siguiente. Así hubo tiempo de avisar al juez, al forense y al párroco, quien quiso traer al obispo, aunque solo consiguió contar con su presencia una semana más tarde, para las honras fúnebres. Lo malo fue que también se corrieron las voces por el pueblo, y al día siguiente, a primera hora, estábamos todos allí. El cuerpo de bomberos soportó la mayor parte de la tarea. El párroco del pueblo también se hallaba presente, masticando oraciones que se hicieron audibles solo a medias en el preciso momento en que el cuerpo sin vida salió a la luz, helando en el aire los murmullos y hasta la respiración de todos nosotros, los mirones allí presentes. La familia estaba en primera fila, bajo las ramas del sauce, hirviéndose a fuego lento en dos angustias diferentes. La primera, el dolor sin fondo de la pérdida, trágica y violenta, de la menor de sus hijas. La segunda, la incapacidad de sustraerse a nuestras miradas, a nuestros comentarios, al qué dirán sobre el que la familia De Villa Maldonado hacía tantísimos años que sabía cuidarse con tanto decoro. Los camilleros terminaron de envolverla en la improvisada mortaja, y la levantaron con el mismo celo profesional que si aún siguiera con vida. Las ruedas de la camilla se escamotearon al deslizarla dentro de la ambulancia con los previsibles sonidos del roce de los metales, pero fue solo al sonar el “clac” seco de la puerta trasera al cerrarse cuando me di cuenta de lo irreversible de la situación. La familia De Villa se había acercado a la ambulancia como una sola persona. Su calvario de cuatro días desde la desaparición de Alma se había interrumpido para dar paso a otro mucho, muchísimo más duradero. Solo que en este ya no cabía la esperanza de encontrarla viva nunca más. Fe-María Maldonado sufrió un desmayo. La impresión había sido
demasiado fuerte, o era que se había derrumbado al fin, una vez agotada toda posibilidad de un desenlace menos trágico. Eran las once de la mañana. El sol reverberaba en el cielo, dando a la mañana una ficticia apariencia de normalidad. Solo que nosotros, los mirones, una vez alejada la ambulancia, nos dispersaríamos y, tratando de no pensar en su cuerpo hinchado, volveríamos a nuestra rutina veraniega: primero la piscina, y luego las cañas en el bar, donde frivolizaríamos, con la perspectiva de la distancia y puestos a salvo del dolor de la familia De Villa, sobre esa chiquita a la que casi nadie decía conocer y sobre el castigo que se aplicaría, si hubiera justicia, al canalla que la había matado. En los días que siguieron comenzó a cobrar algún protagonismo una señora a la que yo conocía de verla por la calle o el mercado. Como todo el mundo la paraba y se formaban corrillos a su alrededor, averigüé que se llamaba Remigia y era asistenta en el diecisiete de la calle Gurmain, residencia de la doliente familia De Villa. Todos querían saber del estado de ánimo en general y de la salud, en particular, de doña Fe-María Maldonado. Remigia daba pelos y señales, satisfecha consigo misma en su papel de mensajera de las desgracias y las condolencias que se intercambiaban desde uno y otro lado. Se mascaba el luto en el pueblo. La crispación, el miedo y la ira, los deseos de venganza, se palpaban en cualquier conversación en la calle, en el mercado, en los bares. Prácticamente no se hablaba de otra cosa. Incluso se organizó en la Casa de la Cultura un debate abierto sobre la violencia y una entrevista al alcalde en la Casa de la Radio. Durante algunos días la gente dejó de salir por la noche por miedo a no sabían muy bien qué. La muerte de Alma de Villa pudo ser una venganza contra los oscuros negocios de su padre, o un crimen pasional de alguno de los muchos amantes que las malas lenguas le atribuían. Eran cosas que se decían, probablemente lenguas llenas de
envidia, porque nunca se la vio en público con ninguno, ni nadie del pueblo se jactó nunca de una hazaña semejante. Después del entierro, ya nadie se atrevió a mencionar esa historia. Solo se recordaba a una joven inocente que había sido violada y asesinada por un desalmado, y arrojada al lago para mayor injuria, frase repetida decenas de veces por el párroco desde el altar y por Remigia en cada rincón del pueblo. De cualquier forma, quedaba claro que la familia De Villa tenía el poder suficiente para poner a salvo la honra de su hija de la habladurías de la gente, y lo hacía con verdadero empeño. Sin embargo, toda herida cicatriza, y al cabo de dos semanas del suceso ya no era noticia el asesinato de Alma de Villa, y Remigia fue hundiéndose de nuevo paulatinamente en el anonimato. Todo parecía volver a la normalidad. Las piscinas seguían llenas de niños alborotando y salpicando, ajenos a cualquier drama de familia rica, aunque fuera una muerte violenta. Nosotros restituimos el fútbol al centro de nuestras conversaciones de aperitivo y de media tarde, y volvimos a nuestra rutina nocturna de crápulas estudiantes. Pero una mala tarde, una conmoción vino a sacudir de nuevo la calma de aquel trágico verano. Julián Tebar, nuestro Julián, había sido detenido, acusado de la violación y posterior asesinato de Alma de Villa. Al principio, nadie podía creerlo. Desde el primer momento las conjeturas se habían dirigido a culpar a algún extraño ajeno al pueblo. Nunca a uno de los nuestros. Con la acusación pública pasó lo mismo que con la muerte de Alma de Villa: nos olvidamos de lo malo que podía tener Julián y lo beatificamos en vida. Su detención era una grosera ofensa a todos nosotros. Porque era esa la situación. Ellos frente a nosotros. El poder de la familia De Villa necesitaba un culpable para expiar su dolor. No existía ninguna relación que ligara a Julián con el drama. Que supiéramos, él ni siquiera se trataba con
Alma de Villa. El único contacto que tenía con esa familia era que había sido uno de los cabecillas que dirigieron la manifestación en contra de la tala de Monte Pinar para edificar. La constructora era propiedad de Eugenio de Villa. Para nosotros estaba claro: tenían tan mala entraña que aprovechaban la muerte de su propia hija en beneficio de sus negocios. Yayo decía que querían imponerle un castigo ejemplar por haberse puesto en su camino. Aunque a mí no me parecía lógico. Julián, que estaba en la Plataforma Verde, no era, ni mucho menos, uno de sus dirigentes más destacados. Se había limitado a coordinarnos a los de la pandilla para lo de la pancarta. Podían haber acusado a Florencio o a Fernando Olivares, que eran los verdaderos puntales de la plataforma y los que más daño podían causar. —¿Sabes? —me dijo Yayo—. A veces pareces más tonto incluso que yo. Tanto Florencio como Olivares son sindicalistas y tienen un abogado pagado por el sindicato. Con Julián sí que pueden meterse. Es un pelagatos que no tiene asideros ni quien le defienda. Quizá Yayo Bolodia tuviera razón, pero se me hacía que lo de Julián había sido una travesura juvenil, me refiero a lo de lanzar piedras a las excavadoras de Monte Pinar, que, además, no había ocasionado ningún daño. La acción de Eugenio de Villa era desproporcionada en todo caso. Debían de tener alguna prueba más sólida contra él y la sola idea de que así fuera me tuvo insomne varias noches. A medida que pasaban los días y corrían los rumores sobre las pistas con que contaba la Guardia Civil, a todos los del pueblo se les desdibujaba el Julián que conocían de chiquito y se les aparecía un monstruo de maldad. —¿Quién había podido sospechar que nuestro Julián llevara una doble vida? —decían los del pueblo con horror.
—Después de lo que cuenta la Guardia Civil, ¿queda alguien que dude ahora que no se trataba de un chico normal, sino de un esquizofrénico? —decía la estanquera en su cuchitril de madera, pequeño y oscuro, envuelta siempre en el olor penetrante del tabaco. A ella nunca le hicieron gracia los jóvenes, especialmente nosotros. Es una historia que venía de atrás. Cuando teníamos ocho o nueve años, Julián le rompió de un balonazo el cristal del escaparate y la mujer tuvo un ataque de ira tan grande que salió y le pegó dos tortas. Después le requisó el balón e hizo que el padre de Julián le instalara un cristal nuevo esa misma tarde. A Julián no volvió a darle el balón, pero nosotros nos vengamos con los tiradores cada tarde, cuando la estanquera cerraba el local para irse a casa. Le acertamos unas cuantas veces en sus piernas hinchadas, cubiertas a medias por unos calcetines de lana gris a medio caer. Ella nos perseguía unos pasos, pero, como nosotros corríamos más, se tenía que contentar con increparnos y amenazarnos con su bastón. Desde entonces, siempre nos había odiado hasta el punto de negarse a despacharnos tabaco, a pesar del tiempo transcurrido. Remigia volvió a hacer sus apariciones estelares en los rincones del pueblo, venteando todo el veneno que la familia De Villa era capaz de sentir por el asesino de su hija. Como verdaderos mártires, siempre terminaban diciendo que lo perdonaban, pero que no podían consentir que un asesino anduviera suelto por el pueblo y volviera a cometer un crimen similar. —La próxima muerte podría ser la de vuestra hija o vuestra hermana. Y entonces, ¿qué? —terminaba siempre. Remigia dejó de comprar en el puesto de fruta de Rosa, la Flaca, porque era tía de Julián. Fueron muchos los que imitaron su ejemplo y la pobre Rosa estuvo en un tris de cerrar el negocio ese mismo verano. Daba pena ver la que había sido la mejor frutería del mercado: las
acelgas languidecían en los cajones, los plátanos perdían el amarillo vivo en espera de algún comprador y las moscas aprovechaban el festín de la fruta fermentada. Pero eso no fue lo peor que tuvo que soportar la familia de Julián. La mayoría del pueblo evitaba a Elvira, la madre, y le retiraron el apoyo que le dieron cuando quedó viuda. Incluso en el sanatorio le cambiaron el turno al de noche, porque nadie quería citarse con un doctor cuya enfermera estaba en entredicho. Yo mismo, que había estado tantas veces en su casa, no me atrevía a encontrarme con ella porque no sabía qué decirle. Sin embargo, tarde o temprano debería acercarme a hablar con la familia, e incluso, si era posible, a ver a Julián. Esto lo pensaba yo cuando estaba solo o con los de mi panda, cuando echábamos de menos al Julián que conocíamos: el alegre, el broncas, el indeciso, el único amigo de Yayo Bolodia. Pero cuando me llegaban rumores sobre el caso, se me erizaban los pelos de la nuca y una oleada de temor me invadía. Sergio trataba de buscar evidencias de que era un desalmado asesino o de que no, en su comportamiento en los días siguientes a la desaparición de Alma de Villa. Así entre todos tratamos de reconstruir los pasos de Julián. —Si hay un juicio, quizá nos interroguen. —Y si sabemos algo que pueda perjudicarlo, ¿lo vamos a decir? —¡Este tío es tonto! Estaremos bajo juramento, Bolodia. Ya habían pasado tres semanas, y además eran tres semanas de vacaciones, con lo que perdíamos la noción del tiempo. Tuvimos que hacer un verdadero esfuerzo por determinar qué día había desaparecido Alma. Toño insistía en que fue el doce porque era su cumpleaños y fue la primera noticia que oyó en la radio por la mañana. Buscamos los periódicos locales atrasados; los nacionales no dieron más que la
noticia del hallazgo del cadáver y además con una errata: decían que el lago está en Royón, cuando pertenece a Vargas. Al final conseguimos nuestro punto de partida: a Alma de Villa se la dio por desaparecida el doce, pero la última vez que se la vio fue la noche anterior, en la fiesta de Royón. ¿Quién recordaba lo que hizo Julián en aquellos días? Si a nosotros nos resultaba difícil determinar qué había hecho cada uno desde entonces. La falta de obligaciones y la monotonía de nuestra actividad entre unos días y otros, nos hacían confundir fechas fácilmente. Por ejemplo, Sergio recordaba que, al volver de la fiesta, Julián paró el coche junto al lago, se bajó del coche y estuvo contemplando unos minutos el agua. Luego volvió sin darles ninguna explicación y condujo en silencio hasta casa. César lo contradecía: insistía en que no hubo nada extraño en el comportamiento de Julián, en que se bajó simplemente a mear, y en que además eso ocurrió unos días más tarde, al volver de una discoteca, no el día de la fiesta. Toño, que es de nosotros el que mejor se organiza, nos trajo unas fichas de cartulina y nos propuso escribir en cada una un hecho relevante o alguna conversación significativa para recomponer los pasos de Julián. Pero nos hacíamos un lío. Escribimos tantas cosas, con tal lujo de detalles, que recomponíamos cinco días cuando habían transcurrido solo cuatro. —Volvamos a empezar —dijo César tomando todas las fichas—. Las tonterías sobran. —Y dejó aparte todas las fichas que había escrito Bolodia. Me lo tomaba con seriedad, pero para Sergio y César la cosa no pasaba de un juego. Para Toño era un reto intelectual, como una partida de ajedrez, un crucigrama blanco o algo así. Yayo no sabía muy bien qué buscábamos con ello. Íntimamente, intuía que lo que
de verdad perseguían con eso, era decantar su corazón hacia un lado u otro. Casi todo el pueblo se había puesto en contra de Julián y la verdad era que nosotros aún no habíamos tomado partido. Yo tenía la seguridad de que era inocente, pero no quería ser el primero en definirme. A veces lo mejor implica no significarse, dejarse llevar por la corriente. Mi diálogo interior daba, en silencio, sus opiniones: —Cobarde. —No, cobarde no: prudente. Veía a mis amigos arrojar una y otra vez las fichas de cartulina contra el tapete, casi con el mismo gesto que cuando jugábamos al mus, casi con el mismo afán por ver más allá de lo tangible con que Marga Suárez echaba el tarot a los más crédulos del pueblo. Supe que así no llegaríamos a ninguna parte, por lo menos no a donde a mí me interesaba: demostrar que Julián no era culpable. Pensé que debería ir a verlo. Quizá él pudiera decir algo que no dejara lugar a dudas sobre su inocencia. Lo dije con una decisión impropia de mí. Quizá estaba madurando, no sé, pero todos me miraron y Sergio comenzó a reírse, con una risa forzada que yo sabía que era para esquivar la situación. —¡Tú estás tonto, chaval! ¿Y qué te va a decir? “Mira, Nacho, a ti te lo voy a decir, pero no se lo cuentes a nadie, ¿vale? Yo la maté por niña pija”. Entre todos trataron de convencerme de que no serviría para nada, aunque cuanto más me insistían, más me afianzaba en mi propuesta. Fue Yayo el que me dio la puntilla. Cuando dijo que a él le parecía bien, me convencí de que era una idiotez. A la mañana siguiente estábamos ociosos como siempre, “haciendo
la cebra”, como nos decían cuando nos colocábamos bajo el cañizo que Mariano ponía en la terraza del bar cada vez que llegaba el verano y el sol iluminaba -raya sí, raya no- nuestros estáticos cuerpos. Faltaba Yayo. La radio intercalaba música pasada de moda con noticias de actualidad. Nosotros tarareábamos a Mecano con fingida indiferencia, pero agudizamos el oído con el parte: “Esta mañana, el juez instructor del crimen de Vargas ha fijado la fianza en dos millones de pesetas para el acusado del asesinato de la joven Alma de Villa. Aún se desconoce si la familia del acusado podrá entregar esta suma o, por el contrario, este deberá permanecer en prisión a la espera del juicio. Por cierto que hoy ha recibido su primera visita de una persona ajena a la familia. Se trata del joven Amado Vega, vecino y amigo del acusado. Amado Vega ha declarado que este gesto es un voto de confianza en la inocencia de Julián y que con ello pretende romper el cerco de aislamiento al que la familia Tebar está siendo sometida”. —¿Lo conocemos? —preguntó César. César no es del pueblo, no ha crecido con nosotros. Es de la nueva ola, de la clase media que se ha comprado un adosado para pasar el verano; por eso no está enterado de algunos detalles. —Yayo —dijo alguien con fastidio. —¿Y lo de Bolodia? —Una vez Toño dijo que el diábolo es ancho por las puntas y estrecho en el centro, y Yayo al revés: ancho por todos los lados y acabado en dos puntas: la cabeza y los pies. Y le salió esa palabra, Bolodia, que es al revés de diálobo. —Diábolo. —Eso.
Ya estaban otra vez a la carga de Yayo. Supongo que estarían tan avergonzados como yo de que él hubiera sido el único en tener la valentía de apoyar públicamente a Julián. Pero cualquiera lo defendía. Opté por ir a mear. Yayo Bolodia. Ya de pequeño era gordito, pero al llegar a los dieciséis era monstruoso. Y desde entonces había sido así. Llamaba la atención por su gordura fofa y desmesurada que hablaba de un hombre sin ninguna fuerza de voluntad ni estima propia, sin metas en la vida y sin pizca de seso. Todos evitábamos su contacto, como si su gordura fuera una especie de lepra contagiosa. Todos menos Julián, que siempre lo había protegido, lo había defendido, y le había hecho incluso un hueco en la panda. Afuera, unos gritos de discusión interrumpieron mis pensamientos. —...nada que ver, señora, nada que ver, ¿se entera? —alcancé a oír. Salí justo a tiempo de ver a Sergio encaramado en la silla, gritando por encima de la parra virgen a alguien de la calle: —¡Puta! César le sujetaba y Toño mascullaba también insultos a media voz, como para que lo oyéramos nosotros pero no la destinataria, no fuera a revolverse contra él. Quienquiera que fuera, se alejaba en un coche. Sergio seguía con desdén: —Que yo no tengo nada que ver con ese. ¡Madre que la parió! Sentí un aldabonazo en mi corazón. Julián ya había descendido a ser “ese”. Enseguida me pusieron al corriente. La madre de Betita, amiga íntima de Alma de Villa, los había visto y había ido a por ellos. Los había llamado delincuentes y asesinos. —¡Joer! Nos ha hecho cómplices de Julián, por todo el morro, la puta esta. —¡Joer, y tú qué! —me salió del alma—. También estás acusando a
Julián y aún no se ha demostrado nada. —Y tú cállate, Nacho, que la cosa también iba contigo, que no te salvas por estar meando. Nos quedamos sentados un rato, en silencio total. Muchas veces nos pasábamos casi horas enteras sin decir nada, fumando o bebiendo, pero esta vez no era igual. El silencio puede ser también un arma, también puede ofender y morder. Y este era un silencio de navaja afilada, que nadie podía romper, pues cualquier palabra habría desencadenado otra discusión entre nosotros. Fue Sergio. Golpeó la mesa de piedra con el vaso y, poniéndose en pie, dijo: —Me voy. Toño y César se fueron también, aunque no podría decir si más allá de la terraza de Mariano siguieron juntos o tiraron cada uno por su lado. En cualquier caso, la panda se había dividido y yo me encontraba en el lugar de los perdedores. Porque no me cabía ninguna duda de que Sergio, César y Toño ya habían elegido bando. Yayo estaba incondicionalmente de parte de Julián. Y yo seguía sin saber cómo actuar para defenderlo. Me acerqué a ver a Yayo. Su padre tiene una gestoría y a falta de un futuro mejor, puso a trabajar a Bolodia con él. Cuando terminé de bajar la empinada calle Aguamarina y entraba en la plaza Congosto, donde estaba la gestoría, me di cuenta de un detalle: con la bronca, nos habíamos olvidado de pagar las cañas. Pero ya no era cuestión de volver a subir la maldita cuesta, así que decidí por Mariano que nos fiaría hasta el día siguiente. En los bancos de la plaza había, como siempre, cuatro o cinco viejos tendidos al sol. Hubiera jurado que fijaron sus miradas en mí y casi estaba por asegurar que podía sentir lo que pensaban. Fingí no verlos, pese a que sus miradas acusadoras clavadas en mi
nuca tuvieron el poder sobrenatural de encender mis orejas. Llamé a Yayo desde la puerta. Estaba sentado tras un escritorio de madera, con una máquina de escribir eléctrica cuyas teclas golpeaba a buen ritmo con sus dedos enormes. Sobre el escritorio había unas cuantas carpetas de cartulina de varios colores, llenas de documentos que, probablemente, esperaban ser archivados en alguna de las estanterías metálicas que cubrían casi por completo las paredes de la oficina. Yayo levantó los ojos de la máquina de escribir y nos miramos unos segundos a través del humo que sus muchos cigarrillos habían dejado en la sala. Me hizo un gesto y se apresuró a terminar. Seguí apoyado en el quicio de la puerta, sin entrar para no entretenerlo. Mientras esperaba no pude evitar acariciarme el cogote para borrar esas miradas acusadoras, para librarme de ese sambenito que el pueblo entero parecía colgar del cuello de todos los que, de una u otra manera, pertenecíamos al círculo de Julián. Al final, salió. Me tendió un cigarro y, sin decir palabra, me hizo un gesto para que lo acompañara. Los viejos nos siguieron en un travelling forzado, que los obligó a girar el torso y levantar parcialmente sus posaderas del banco de madera. Nos sentamos en la escalera de piedra del parque, donde tantas veces unos niños con nuestros mismos nombres y apellidos habían jugado juntos al balón, habían intercambiado los bocadillos y habían trepado por la roca hasta hacerse sangre en las rodillas. Años después, esos mismos niños se habían convertido en adolescentes y habían compartido el sabor de los primeros cigarrillos y las primeras novias. Ya no éramos los mismos, pensé mirando a Yayo. Algo se había roto. Noté que me invadía la ira por la cobardía de Sergio y se me amontonaron en el corazón todas sus pequeñas mezquindades: desde que me quitaba los juguetes cuando, con cuatro años nuestras
madres nos sacaban a jugar al parque, hasta la vez en que de una pedrada hizo una brecha a Toño y quiso culparme a mí. Rata, rata, rata. Las ratas abandonan el barco antes de hundirse. Los idealistas nos hundimos con el capitán. Los idealistas idiotas. Yayo miraba al infinito, absorto en sus propios pensamientos. —Yayo. —¿Qué? —¿Que qué te dijo Julián? —Nada. —Venga, di. —Nada, de verdad. —De algo hablaríais. —Bah... de cosas. —Vale, tú no digas nada. Voy a ir a verlo. —¿Cuándo? —No sé. Hoy. Mañana. ¿Cuándo se puede? —No sé. —Joer no sé. Tú no sabes nada, pero bien que fuiste y te las arreglaste para darle tu apoyo por radio. —Yo no he hecho eso. —Lo oímos todos. —Fue su madre. —Quiero ir a verlo.
—Ve primero a ver a su madre. —Joer, ¿por qué? Estará hecha polvo. —Por eso. —¿Y ella qué dice? —Que fue un accidente. —¿Y por qué culpan a Julián? —Porque fue él. —¿Te ha dicho él eso? —Fue un accidente, ya te lo he dicho. La acusación no es de violación. Eso solo lo ha dicho la radio, los De Villa; la autopsia no lo confirma. —¿Y qué hacía Julián con una tipa así? —Pregúntaselo a él. ¿No ibas a verlo? —¿Y tú qué piensas? —Que fue un accidente. —Joer, no pudo haberlo hecho. Tiene que ser un error. —Mira, yo lo tengo claro. Si lo condenan, iré a verlo siempre que pueda. Y cuando salga, mi padre le dará trabajo en la gestoría. —¿Tu padre cree también que es inocente? —No sé lo que cree mi padre, pero sé que lo hará si yo se lo pido. Julián ha sido siempre mi único amigo. Ahora —me dijo, mirándome a lo más profundo de los ojos con grave reproche—, yo soy el único que le queda. Y levantó su pesada mole de la roca donde estábamos sentados.
Creí que iba a marcharse, pero se quedó absorto con la vista en el horizonte. Desde esa parte del parque hay una vista espléndida. Se ven las últimas casas del pueblo, casi a tus pies, porque la montaña es muy empinada por ese lado. Y al acabar el pueblo, la carretera que va a Royón, el cementerio de coches de Casimiro Cifuentes, la alameda junto a Río Prados y el lago. Pero un punto negro en mi mente me impedía ver más allá del lago: ¿quién había relacionado a Julián con Alma de Villa? Para llegar allá hay una cañada que une Vargas con Royón y va bordeando el agua. Desde el pueblo vecino no se ve el lago porque lo impiden las peñas. O también se puede llegar si se toma la carretera, desviándose unos doscientos metros después de pasar el desguace, pero es un camino intransitable para coches y está demasiado lejos como para que a Julián le diera la ventolera de hacerlo andando. La Guardia Civil pensaba que Julián había llegado al lago desde Royón y no desde Vargas. Quizá fuera una tontería que no iba a ninguna parte, pero me urgía terminar de reconstruir los pasos de Julián antes de ir a verlo. No tenía ni idea de por qué se inculpaba, debía de tratarse de un error. ¿Uno de los nuestros un asesino? Definitivamente, no. Por la tarde fui a casa de Toño. Quería pedirle las cartulinas que habíamos estado preparando para nuestro particular juicio a Julián. Quizá las conservara. Su madre me dijo que había salido con la moto y aún no había regresado. Se habría quedado a comer por ahí. Supuse que, si estaban juntos los tres, no andarían muy lejos. Los únicos que tenían coche en la panda eran Julián y Yayo. La moto no era suficiente para los tres, así que estarían escondiéndose de las murmuraciones en el adosado de César. Expliqué sin rodeos a la madre de Toño lo que andaba buscando. —Anda qué... En menudo lío se ha metido Julián. ¡Y parecía tan
buena persona! Al poco salió con un mazo de cartulinas. —Las tenía sobre su mesa. Llévatelas. Prefiero que se olvide del asunto. Con un suspiro me las guardé. Era un taco bastante gordo. Probablemente estaban todas. Le di las gracias. —Y a ti también te conviene alejarte de Julián, no quieran implicarte también. ¡Hazme caso! —me gritó mientras me iba. No me volví. Encerrado en mi cuarto, leí todas las fichas varias veces. Estaba obsesionado con eso. Supuse que tarde o temprano la policía vendría a tomarnos declaración. Tenía que ordenar mis ideas a toda costa. Se trataba de reconstruir cuatro días, aunque allí habíamos escrito cosas quizá de antes de la desaparición de Alma de Villa o de después de encontrar su cadáver. Al cabo de una hora de leer y releer nuestros recuerdos, me invadía una angustia total, como cuando me enfrentaba a los problemas de logaritmos en el instituto, como si estuviera ante un laberinto sin solución. Pensé en utilizar el ordenador, pero, a fin de cuentas, era lo mismo. Peor. Tendría que diseñar un programa y, por burdo que fuera, me llevaría tiempo. Con un calendario en la mano, traté de ordenar cronológicamente las cartas de nuestra baraja. Partí de las primeras conclusiones a las que llegamos y que nos llevaron a numerarlas. Volví a colocarlas en ese orden. La historia comenzaba la mañana de la fiesta de Royón. Leí una veintena de veces la secuencia de acciones. Hice alguna modificación, pero básicamente me parecía todo correcto. De tanto leer las mismas frases una y otra vez, empezaban a perder significado. Cerré los ojos y me tumbé en la cama. No había nada que culpara a Julián, y tampoco nada que lo exculpara. El estómago me daba vueltas.
Había que demostrar la inocencia de Julián. De alguna manera. De cualquier manera. Entonces me di cuenta de una cosa: en nuestras notas faltaba algo. Algo que alejara definitivamente las sospechas de Julián. Eso era lo más importante. Por ejemplo, si en la misma mañana de la fiesta hubiéramos visto rondando por el pueblo algún tipo raro. Lo bastante raro como para ser un sospechoso. Y que, luego, lo viéramos en Royón. Y que después nunca más volviéramos a verlo. Esto nadie lo había escrito, así que me apresuré a hacerlo. Intercalé las cartas recién incorporadas y volví a numerarlas. Aunque no era suficiente para probar la inocencia de Julián. Se volvía imprescindible que todos recordaran al merodeador. Tenía que ver a Yayo para hablar de ello. Lo llamé. Quedamos a las ocho, cuando acababa su trabajo en la gestoría, en el bar de Mariano para hablar de ello. Al lleguar, él ya me estaba esperando. Claro, había llegado en coche porque detestaba subir la cuesta. —Mira por lo que te he llamado, Yayo. Escucha con atención. ¿Tú no recuerdas el día que vimos pasar al tipo aquel? —¿Qué tipo? —¿Tú no te fijaste? Estábamos aquí sentados y él cruzó por allí enfrente. Se paró en los cubos de basura y comenzó a rebuscar. Yayo levantó las cejas. Iba a decir algo, pero no se lo permití: —¿No te parece raro? Apareció el mismo día de lo de Alma de Villa. Y por la noche bajó a Royón. —Bajaría a comer gratis. —No, qué va. Era un tipo extraño. Y luego no se le volvió a ver. —Natural. No es el primero. Ya sabes que los municipales no
permiten a ningún vagabundo quedarse en el pueblo. —Que no, Yayo, que no. No era un vagabundo. Solo un tipo raro. Que te digo que ese tío debió de ser el verdadero asesino. —¿Pero no te he dicho ya que fue Julián? Fue un accidente, pero fue Julián. No podía soportar más oír esa historia. Tenía que convencerlo. Era muy importante que todos creyeran en la inocencia de Julián. —Mira, Yayo, no sé por qué dice eso Julián. Pero, conociéndole, ¿tú lo crees? Es incapaz. Yo creo que está confuso, que está asustado. ¿Qué fue exactamente lo que te contó? Yayo dudó un momento. Luego suspiró. —Bueno, supongo que ya no importa que lo diga: aquella noche, al volver, Julián paró su coche y se bajó un momento. Se quedó mirando al lago. No se dio cuenta de que yo estaba detrás de él. No paró a orinar, como dice César. »Estaba llorando. Le puse una mano en el hombro y entonces me lo contó todo: “He matado a alguien, Yayo, —me dijo—. Pero fue un accidente. Se me fue el coche, allí arriba en las peñas. Golpeé a alguien que cayó al agua”. Entonces yo miré al lago. »Me acerqué todo lo que pude, incluso me metí hasta la cintura. Estaba en la orilla opuesta y era noche sin luna. No se podía ver nada. De todas formas, sabía que quienquiera que hubiera caído desde lo alto de las peñas, ya no necesitaba ayuda. »Entonces le dije: “Déjalo, Julián. Ya no tiene remedio. Por ese lado el lago es poco profundo. Encontrarán el cuerpo mañana y pensarán que fue un accidente; de hecho, lo fue. No tienes que echar a perder tu vida por eso.” Pareció calmarse. Dejó de llorar y se volvió al coche. Pero alguien debió de verlo y lo ha denunciado. Mi consejo no ha
resultado tan bueno. El hecho de no entregarse entonces, agrava la situación. —¿Ves? Si Julián lanzó al agua a la tía esa desde las peñas de Royón, ¿no te parece muy extraño que la hayan encontrado en la orilla de Vargas? Y, si no la vio, ¿por qué está tan seguro de que era ella? —Bueno... No ha habido nadie más que haya desaparecido. Además, alcanzó a ver por el retrovisor el chal amarillo cayendo por el cortado. —Pero Yayo, ¡que apareció en bikini! —¿Y qué? Los peces se comerían la ropa, la arrastraría la corriente..., ¡qué sé yo! —Mira, será mejor que te quites esa idea de la cabeza. El lago no tiene corrientes, o, al menos, no tan fuertes como para arrastrar tanto un cuerpo. Lo mejor que puedes hacer para ayudar a tu amigo es convencerlo para que no cuente a nadie esa historia del accidente. No lo creerán, Yayo. Lo mejor será apoyar la teoría del desconocido. ¿Te acuerdas? Cuando encontraron a Alma, sospechaban de alguien ajeno al pueblo. Debieron de verlo, debió de despertar sospechas en más de uno. —¿Y qué quieres que haga, Nacho? —Mira, nos van a tomar declaración no tardando mucho. Tendrás que mencionar a la Guardia Civil la llegada del desconocido, que lo viste en la fiesta y que luego desapareció. Y también hay que asegurarse de que Toño, César y Sergio lo confirmen. —Pero, Nacho, ¡que yo no recuerdo haberlo visto! —Yayo, yo lo vi en la fiesta. Y me fijé en él bastante. Verás, te lo voy a describir. Tendría unos cincuenta años, era alto y muy delgado, con pelo largo y barba descuidada. Canoso. Usaba unos vaqueros
desgastados y una camisa amarilla. Llevaba deportivos de marca. —Había un tipo con camisa azul. —¡Yayo, acabas de decirme que no te fijaste! El que llevaba una camisa azul era un tipo que pasó después en la misma dirección, paseando al perro. No podemos darle cada uno una versión diferente a la Guardia Civil. Pensarán que nos lo estamos inventando. —Ya. —Camisa amarilla. Recuerda. Y en la fiesta lo viste también. Díselo a los otros, Yayo. Es vital para salvar a Julián. —¿Y por qué no se lo dices tú? —Yo también se lo diré. Pero es importante que les hagamos salir de su actitud, tú por un lado y yo por otro. ¿Te das cuenta de que son capaces de dejar tirado a Julián solo para salvar su propia imagen? —Sí..., ahí tienes razón —me concedió Bolodia. —Entonces, vamos. Yo hablaré con ellos esta noche, y mañana tú rematas. ¡Mariano!, cóbrate esto y las cañas de esta mañana. —De esta mañana, solo la tuya, Nacho. Tus amigos ya vinieron por aquí. ¿Ahora pagáis a lo catalán, cada uno lo suyo? —No hagas caso. Se han cabreado, pero ya se les va a pasar, verás. Después de la cena, salí con la moto hacia casa de César. Su hermana me hizo pasar al dormitorio. Se sorprendió al verme. —¡Nacho! ¿Qué haces aquí? Estaba solo. ¿Se habría roto el triunvirato, o era un simple receso para la cena? —Tenemos que hablar. No podemos dejar que acusen a Julián.
—¡No digas memeces! Lo que tenemos que hacer es no hundirnos con él. —¿Quién te ha metido eso en la cabeza? Ha sido Sergio, ¿verdad? Sergio es una rata cobarde, siempre lo ha sido. Pero creía que tú tenías cerebro propio. —¡Claro que tengo cerebro propio, imbécil! —Entonces piensa en lo que voy a decirte. Van contra Julián por lo de la Plataforma Verde. De eso no hay duda, porque no tienen ninguna prueba contra él. De hecho, ni siquiera la conocía. —Hoy en la radio han dicho que fueron amantes una temporada. —¡Venga ya, la radio! Julián no se habría callado una cosa así. Pero, ¿a que no han dicho nada del desconocido ese? —¿Qué desconocido? —¿No te acuerdas? La primera vez que le vimos estábamos en el bar de Mariano. Llevaba vaqueros y camisa amarilla, pelo canoso, alto y delgado. De unos cincuenta. Lo vimos cruzar la calle. —Pss... Yo no me acuerdo. —¡Si lo estuvimos comentando con Yayo, acuérdate! Lo vimos merodear durante toda la mañana por el pueblo. Y luego por la noche también en Royón, en el bar del lago. ¡Donde se cometió el crimen, César! Mucha gente lo vio, y después nadie. Desapareció. ¿No te parece raro? Para mí que fue el verdadero asesino. ¡Mierda! Lo malo es que nadie recuerda ahora a un tipo tan vulgar. Sino lo habrían dado en las noticias. —Sí, seguro que lo vi y ahora no me acuerdo. ¿Y cómo dices que era? —¿Tienes un papel? Te lo voy a dejar escrito. Es muy importante
que recordemos todos los detalles cuando nos pregunte la Guardia Civil. Ah, y recuérdaselo a los otros también. Después tuve una conversación similar con Toño y con Sergio. El más reticente fue Toño. Como siempre está presumiendo de intelectual, le molesta que sean otros los que hayan dado con el detalle clave. Me estuvo discutiendo lo menos media hora que el desconocido no pudo ir a la fiesta de Royón porque cuando apareció fue una semana antes. Le dije que preguntara a los demás a ver si se convencía. El caso fue que dos días después dieron la noticia en la radio y todo el mundo hablaba del desconocido misterioso como mejor candidato a criminal que uno del pueblo. A regañadientes, Toño tuvo que darme la razón y prometió que hablaría de él cuando la Guardia Civil le solicitara su declaración. Y es que, como nunca habíamos vivido una situación semejante, pensamos que nos iban a llamar a todos los amigos de Julián. Sin embargo, el único elegido fue Yayo, su mejor amigo. Yayo, perro fiel, había ido a visitar a diario a Julián y le había puesto al corriente de mi gran descubrimiento. Le había convencido para que no diera al juez su versión de culpabilidad. Adujo todas las circunstancias que estaban en contra del atropello, tal y como yo le había enseñado: él no podía haber hecho caer en el lado este un cuerpo vestido con una túnica amarilla, que apareció después con bikini en el lado oeste. La Guardia Civil ordenó la búsqueda de un desconocido que estaba en la mente de todo el pueblo de Vargas. Curiosamente, en Royón nadie pudo dar razón de él. Julián fue puesto en libertad sin cargos. Su madre volvió a su horario habitual. Su familia entera volvió a disfrutar del cariño del pueblo. La familia De Villa Maldonado consiguió acallar los rumores de
que su hija tenía multitud de amantes con los que se citaba bajo la espesura de los árboles de la ladera, junto al lago. Julián no dejaba de sorprenderse por mi sagacidad y mi memoria. A mí me gustaba tanto sentirme admirado por el líder de la panda, que elaboré una teoría completa de lo sucedido, atando los cabos de todo lo que se llegó a decir del caso: “Alma de Villa era una caprichosa que jugaba con todo el pueblo a ser una mujer inaccesible, pero que, en realidad, disfrutaba mucho de la compañía masculina y cada noche se citaba con uno del pueblo en la espesura de la ladera. Para que nadie descubriera su juego, debía conseguir que cada uno de sus amantes jurara que mantendría en total secreto sus relaciones”. Llegados a este punto, Sergio bajaba los ojos, Julián asentía imperceptiblemente, César ahogaba un suspiro y Yayo los miraba con curiosidad a los tres. “Entonces, la noche de la fiesta, el hombre de pelo canoso, que era otro de sus amantes, subió a las peñas en su búsqueda. Pasó por detrás del coche de Julián y se internó por la trocha que conducía al lugar donde Alma de Villa solía instalar su tienda de campaña para pasar la noche con su acompañante de turno. Se la encontró nadando en el lago y ¡ay!, cuando salió ella lo llamó con el nombre de otro. El desconocido montó en cólera y discutieron. Cegado por los celos, la golpeó hasta matarla. Después, asustado, hundió el cuerpo en el agua. Luego, recogió la tienda de campaña y los sacos de dormir y los envolvió con el chal amarillo. Pensó deshacerse de las pruebas en el vertedero, pero salió de la trocha en el preciso momento en que el coche de Julián retrocedía. El desconocido no pudo reprimir un grito. El coche lo golpeó con violencia el brazo, haciéndole soltar la carga. El petate cayó, peñas abajo, al agua. Julián oyó el grito y, a través del retrovisor, alcanzó a ver cómo un bulto amarillo salía despedido
hacia el precipicio. Se bajó del coche, asustado, pero ya no pudo hacer nada. Así pensó que había matado a alguien, sin sospechar que el verdadero asesino estaba unos pasos más allá, agazapado junto a las jaras”. Toño seguía un poco escocido por haber tenido que dar su brazo a torcer ante la evidencia de que todo el pueblo recordaba al desconocido en la fiesta de Royón. Las ropas, la tienda de campaña y los sacos de dormir de Alma de Villa no se encontraron jamás, pues del topetazo que les dio Julián con el coche, reposan en el fondo mismo del lago. Fue un buen golpe, en efecto. Todavía me duele el brazo. La niña pija jamás volverá a reírse de nosotros. Yayo aún sigue preguntándome por qué estaba tan seguro de la inocencia de Julián..., tanto como para inventarme lo del desconocido. Porque la maté yo, pienso. Pero nunca se lo digo.
UN MAL DÍA Llevo una vida con demasiadas obligaciones, demasiado llena de cosas, una vida que no tengo tiempo de vivir porque está completamente hipotecada a los demás. Ese es el problema. El horario en la tintorería es matador. Nueve horas diarias planchando te dejan la espalda arrugada para toda la vida. Los niños aún son pequeños para entenderlo, de manera que cuando llego a casa se abalanzan los tres sobre mí; todos quieren que mamá los tome en sus brazos y los levante para darles un beso. Los tres quieren ser el primero y ninguno entiende que el mal humor de mamá es porque está cansada y se encuentra la casa sin recoger y tiene que hacer la cena y..., y..., y... Por eso la pausa de la comida tengo que aprovecharla para comprar. No, no para ir de compras. Ojalá. Quiero decir ir al súper, cargar y descargar el carro, conducir hasta casa, descargar el maletero de nuevo y subir todas las bolsas hasta el tercer piso. Sin ascensor. No, claro, no todos los días me toca ir al súper a comprar. Estaría bueno, no. Pero es igual. El día que no es la compra semanal, tengo que fregar la casa, llevar al pequeño al logopeda, cocinar para dos o tres días e incluso planchar nuestra propia ropa. Esto es lo que peor llevo. ¿Los fines de semana? Ah, sí, los fines de semana no trabajo. Pero los niños tampoco van al cole y entonces se van a casa de sus amigos y me paso la tarde haciendo de chófer para ellos. O se quedan en casa y es todavía peor, porque vienen sus amiguitos ¡y son, al menos, seis niños más en casa! O no viene ninguno y entonces se pelean entre ellos. Además, mi marido es interventor de trenes de largo recorrido. Esto significa que no lo veo durante diez días seguidos; y cuando él libra, la que trabaja soy yo...
Tan abstraída estaba yo hablando mentalmente conmigo misma, que no me di cuenta de que estaba echando en el carro cuatro botes de mermelada de fresa, en lugar de tomate frito. A nadie de mi familia le gusta la mermelada, de manera que cuando llegué a casa y comprobé el error, me tocó volver a hacer el cambio. Solté las bolsas de la compra de cualquier manera y volví a la calle. Al cerrar la puerta de mi casa y verme de nuevo en la terraza comunal, noté una punzada de desaliento y hastío. Bajé con tiento la escalera metálica que lleva a la calle, pues siempre temo resbalarme en ella. Crucé corriendo el callejón donde suelo aparcar. Es un callejón mugriento, limitado por monótonos edificios con sus ventanas iguales, con la pintura de las fachadas lamida por las lluvias y el tiempo, y profanada por clandestinos becarios de grafitis en prácticas. Sobre mi cabeza, un par de camisas expuestas en los tendederos, como una maldición de dioses que me persiguiera, aspiraban a secarse a pesar del cielo nublado. Tres gatos habían encontrado acomodo sobre el capó del coche, buscando el calor del motor recién apagado. Los espanté con un malhumorado “¡fuera!” y corrieron a refugiarse bajo los contenedores de basura. Comenzaron las primeras gotas. De camino hacia el súper miré el reloj del salpicadero, una de las pocas cosas de mi viejo trasto que aún funciona, para descubrir con un sobresalto lo tarde que era. No llegaría a tiempo a trabajar, así que giré en redondo y tomé el camino al tinte. Casi golpeé a un atontado que en ese momento entraba en la glorieta. Me hizo frenar, me culeó el coche un poco debido al barrillo que ya se formaba sobre el asfalto y, además de gritarme, pasó él delante. Pues no, señor, no solo mi vista es excelente, sino que el ceda el paso lo tenías tú, imbécil, le grité. No se inmutó; no creo que me oyera, pero me hizo llegar al tinte con los nervios un poco alterados. Tampoco fue culpa mía si la jefa estaba en uno de sus días más histéricos. Le ocurre periódicamente; más que a sus cambios
hormonales, lo achaco a que le tiembla el alma cada vez que tiene que firmar los cheques de nuestras nóminas. Me riñó porque un cliente nos había denunciado a Consumo. Resultó que nos había entregado una camisa, de un tejido muy delicado, y el quitamanchas se había llevado el color. Emilia me gritaba como una posesa sin darme oportunidad siquiera de defenderme. —¡Si es que te lo he dicho más de cien veces! ¡Que el quitamanchas se prueba en el dobladillo antes de aplicarlo! Pero tú, nada. Eres peor que las aprendizas. Peor. Como tengamos que pagarle la prenda, te lo descuento del sueldo, fíjate lo que te digo. Y se marchó echando espumarajos por la boca. Miré a las demás. Cada una fingía estar inmersa en su trabajo. Evitaban mi mirada, me ignoraban. También en mi alma llovía; notaba el frío en los huesos y el agua me llenaba los ojos y me ahogaba la garganta. Emilia, fíjate en la boleta. Seguro que ni siquiera es mi letra. Además, siempre hago una prueba antes de ponerme con un trabajo delicado. Seguro que la que te ha ido con el cuento es la verdadera responsable. Estaba tan centrada en mi diálogo interno que me quemé un dedo. Emilia, encima, se puso a gritar como una loca que yo era una inepta y que no servía para nada. Cualquier otra persona se hubiera marchado a casa, pero... ¿yo?, ¿es que iba a encontrar reposo en mi casa? Nada más entrar, mis tres borregos saltarían encima de mí y porfiarían reclamando mi atención. No. Nada de irse a casa. Aguanté como pude los latidos del dedo el resto de la jornada, respiré hondo y busqué consuelo pensando que, como era jueves, era víspera de víspera de sábado, día en que no se madrugaba. Un aliciente, quieras que no. Cuando al fin terminé la jornada, con el cheque de mi nómina
en el bolsillo, me acordé de la mermelada y el tomate. No me hubiera importado comerme la mermelada, aunque hubiera tenido que estar tres meses enteros sin desayunar otra cosa, con tal de no volver al súper; pero el tomate frito en casa es alimento de primera necesidad: para la pizza, los macarrones, el arroz a la cubana y las hamburguesas. Nuestro menú es muy limitado, y bastante hace la pobre de mi hermana al ayudarme con la casa y los niños. ¡Como para pedir gollerías está la cosa! Cuando salí a la calle estaba oscuro como boca de lobo. No hacía ni dos semanas que habíamos retrasado la hora y aún no me había acostumbrado al triste horario de invierno. Como a las seis y media de la tarde ya era noche cerrada, a las ocho hay una sensación de nocturnidad total. Seguía lloviendo además, con lo que detesto la lluvia. Hacía frío, el suelo estaba resbaladizo por el barro y las hojas; el viento racheado contribuía a empeorar la situación general. Un escalofrío me recorrió entera y supe que estaba a punto de pescar un resfriado. ¡Lo que hubiera dado yo por no tener que ir al súper! Pero ya he dicho que mi vida está hipotecada a demasiadas cosas, así que no pude rehuir la responsabilidad que recaía sobre mí. Arranqué mi ciento veintisiete a la tercera. —La humedad le sienta peor que a mí. —Y encendí las luces, o lo que quedaba de ellas. Hacía dos semanas que me había encontrado el coche con un golpe en el faro derecho. Como nadie me dejó una nota y tengo el seguro a terceros, mi marido dijo que iría al desguace a buscar un faro y que me lo cambiaría él mismo; así nos ahorrábamos un dinero. Eso dice siempre, pero luego se le olvida o no ve el momento de empezar con la tarea. Cuando me toque pasar la ITV no tendrá más remedio que hacerlo. Claro que para eso quedan varios meses todavía. También tendré que recordarle que me arregle el cinturón de seguridad.
Nunca he tenido ningún golpe, pero nadie está a salvo de ningún accidente. Debería llevar un bloc de notas en el bolso. Luego se me olvida comentarle estas cosas. Como lo veo cada siete días... Bueno, claro, hablar, sí hablamos, llama cada noche, pero siempre me pilla preparando cenas y no me acuerdo de todo lo que tengo que decirle. Pensando estaba yo estas cosas cuando ocurrió. Fue todo muy rápido, tanto, tanto, que no me dio tiempo a reaccionar. De repente una sombra apareció en el margen derecho de mi parabrisas, oí un golpe y un ruido de chapa; noté cómo el coche se detenía por haber golpeado algo y, por la inercia de la marcha, di con la cabeza en el volante. Era evidente que había chocado con algo, aunque entre la oscuridad y la lluvia no lo había visto. El coche se me cruzó de atrás y además se caló el motor. En ese momento, el agua caía con verdadera violencia; los cristales chorreaban sin tregua, dispersando la poca luz que daba la única farola de la calle. Ahora creo que no debería haber bajado del coche; fue algo instintivo, como cuando tropiezas y antes de levantarte buscas con la mirada la piedra que te hizo caer. La primera impresión que tuve fue que había chocado contra un saco de los que usan los boxeadores. Una fracción de segundo más tarde distinguí en uno de los extremos un par de piernas y en el otro una cabeza. Me llené de pavor. ¡Había atropellado a un hombre! Me arrodillé junto a él para ver si seguía vivo. Quería estar convencida de ello. Necesitaba que estuviera vivo. No fue así. Tardé bastante en aceptarlo: había matado a un hombre. Por mi cabeza desfilaron todas las cosas que me iban a pasar entonces: tendría que declarar ante la policía, habría juicio, me retirarían el carné, perdería mi empleo, las vecinas me darían la espalda a mí y a mis hijos, y seguro que mi marido pediría el divorcio y yo perdería
la custodia por asesina. Y entonces, ¿qué iba a ser de los pobres críos con su padre trabajando fuera? Siempre me pasa lo mismo. A veces me pregunto si no tendré una de esas enfermedades mentales, esquizofrenia o algo así, porque siempre me enredo en mis pensamientos, sin centrarme en lo que verdaderamente urge. ¿Qué hacer con el pobre muerto? Nadie me había visto, así que podría irme a casa y decir que había tardado en llegar porque el coche no arrancaba. Después de todo, no solía cruzar por esa carretera más que para ir al súper y ese día no tenía por qué ir para allá. Por la mañana ya había estado. El tique de caja lo atestiguaba: marcaba la fecha y la hora. Y total, un abollón más en mi ciento veintisiete ni se notaría. Estuve a punto de hacerlo, pero me daba pena dejar allí al pobre hombre. Sobre todo, con lo que llovía. Tenía que enterrarlo. Era prioritario. Ya no podía remediar lo ocurrido, pero al menos tendría con él un último gesto de buena voluntad. El problema era cómo transportarlo. En el maletero, por supuesto, no cabía. Así que tuve que acomodarlo junto a mí, como si fuera un pasajero. Lo sujeté con el cinturón de seguridad para que no se me cayera encima. Además de lo que pesaba, me daba un poco de aprensión. Nunca jamás me había visto en una circunstancia semejante. La noche estaba oscura y fría y en los últimos veinte minutos se había vuelto tenebrosa. Para sacudirme el miedo del cuerpo comencé a hablar con el muerto. No me parecía muy elegante llamarle muerto. No sé por qué cada vez que tengo que buscar un apelativo para alguien, nunca me salen nombres españoles; debe de ser por la tele. Lo llamé Tom, que me parecía muy de muerto de película. Ya he dicho que mi imaginación tiene alas y muchas veces mi pensamiento se va tan lejos del momento que realmente estoy viviendo que me cuesta hacerlo volver. En mi juego imaginario, Tom era un espía de la CIA y yo su contacto en Varsovia. —Llueve en Varsovia, querido Tom. Ahora iremos a casa; entraré
sola para no despertar sospechas. Tú puedes pasar la noche aquí; estarás bien, no te preocupes… Sí, te bajo algo de cenar y una manta, tranquilo. Primero tenemos que pensar dónde aparco para que nadie te vea. Aunque con esta noche de perros, no creo que nadie ande deambulando por la calle. ¡Perros! Sí, seguro que el del 2ºA baja para que mee su chucho junto a mi coche. Siempre lo hace. ¡No debe encontrarte aquí! Pero no se me ocurre donde... Ah... sí. Una manzana antes de casa hay un desguace. Dejé mi ciento veintisiete sobre la acera, junto a él, como si fuera otra ruina dada de baja definitivamente de la circulación. —Espérame aquí. Voy a traer algo para taparte y que nadie te descubra. Salí con la chaqueta sobre la cabeza. La lluvia ya no era torrencial: caía mansamente aunque sin tregua. Las posibilidades de que alguien se acercara a mirar dentro de mi coche eran mínimas. Solo un yonqui hubiera tenido alguna motivación para querer abrir uno de esos trastos ruinosos y, si se encontrara a Tom, pensaría que era un colega con sobredosis. Nada que temer por ese lado. Pero aún quedaba lo peor. A medida que subía la cuesta hacia mi casa cargada con las bolsas del súper, iba pensando en una excusa lo bastante creíble para explicar mi tardanza, mi llegada a pie, mi vuelta a la calle con una manta grande y, sobre todo, la total carencia de tomate frito. Cuando llegué a mi casa, tres pisos sin ascensor por la escalerilla metálica que más resbala del mundo, parecía que me había tirado a la piscina. Lo que más me molestaba eran los zapatos: parecían cartón y no tenía otros. Sencillamente, no daba el sueldo para todo. ¿Cómo iba a ir a la tintorería al día siguiente? No podía ponerme unos zapatos de mi marido, porque me estaban muy grandes. Tendría que usar las botas del año pasado, esas que nunca llevé al zapatero y con las que me entraba agua en los pies. O podía intentar secar esos zapatos,
aunque no creí que me diera tiempo en solo una noche. Ya me estaba yendo otra vez por las ramas. María Jesús, mi hermana, abrió la puerta de morros. —Ya son horas, ¿eh? —Anda, guapa, no protestes. Yo también he tenido un mal día. —Cerré de un portazo sin pensar en que podía asustar a los niños. —Uy, cómo vienes... Espera que te traigo una toalla, que estás poniendo bueno el suelo. —No, escucha, no voy a entrar. Tengo que volver a marcharme. —¿Tú estás loca? ¿Con lo que cae? Además, yo no me quedo ni un minuto más aquí. Me bajo a mi casa. —Bueno, pues deja a los niños solos. Total, están durmiendo, ¿no? —Bueno, en vista de que no venías, los he acostado; pero creo que David sigue despierto. Tendrás que darle un beso al menos. Y, ya que te vuelves a marchar, me podías acercar a casa. —¡Pues como no te acompañe andando...! La mierda del coche, que se me ha quedado tirado. Tengo que volver a por él. —Pues llamamos a papá. A mí me lleva a casa y a ti te ayuda a arrancar. Por nada del mundo hubiera querido que nadie se aproximara al coche. —No, no le digas nada, déjalo. Ahora no se ve un pimiento; mañana iré a buscarlo. Y tú llévate un paraguas y vete andando, que total, vives al lado. Es cierto. La casa de mis padres está dos portales más allá de la mía, pero las piernas de María Jesús han sido diseñadas para cruzarlas y
descruzarlas y, en todo caso, para bailar; andar no es un verbo que conjugue ella muy a menudo. Al final se fue con mi único paraguas y rezongando, pero sin tener que movilizar a nadie. ¡Con veintidós años cumplidos y cada día más tonta! No encuentra trabajo y por eso mis padres le impusieron la obligación de ayudarme en casa cuando empecé a trabajar en la tintorería. Eso fue cuando María, la pequeña, cumplió seis meses. Afortunadamente, los tres becerros dormían ya. Me di una ducha, porque la necesitaba y además porque no podía marcharme hasta que llamara mi marido. Es un vudú que suele funcionar con regularidad: me meto en el baño y suena el teléfono. Esta vez, no. Me puse el pijama. Diego sin llamar. Me estaba poniendo nerviosa. Me preparé una ensalada con huevo duro y atún y seguí mi delirante monólogo con Tom. —No puedo irme de casa todavía, no puedo arriesgarme a que llame Diego y yo no esté. Tenemos que esperar a que llame, Tom, querido. Hay que dar toda la apariencia de normalidad. Puse la tele. Hice zapping. Quité la tele. Cogí una revista. —Si es que llama… Di una cabezada en el sofá. Había tenido una idea mejor. Podía dejar el teléfono desconectado mientras me ausentaba. Eché otra mirada a los niños. Tenían un sueño plácido los tres. Ninguno tosía, lo cual era una grata novedad. Sobre el pijama me puse un chándal y la gabardina. Busqué una sábana vieja; solo quedaba un juego en el cajón. María aún se hacía pis en la cama y estaban todas en la cesta de la ropa sucia. No hubiéramos podido hacer al día siguiente la cama. Busqué otra cosa. Encontré una colcha horrorosa que me regaló mi cuñada las Navidades anteriores. Ideal. No se me hubiera ocurrido un destino mejor para ella. No tenía ninguna bolsa
lo bastante grande para transportarla, así que me la llevaría en la mano. Antes de salir, descolgué el teléfono y volví a dar otro beso a los niños. Después de todo, lo hacía por ellos. En el portal me di cuenta de que sería imposible llegar al coche. Riadas de agua y barro bajaban por la calle. El viento había incluso desprendido las ramas de algunos árboles. Las alcantarillas no podían tragar más, el agua brotaba de ellas como si de fuentes se tratara. El panorama era desolador; la calle, un caos. No tendría más remedio que dejar solo a Tom toda la noche. Volví a subir, me desvestí y me metí en la cama. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ya eran más de las once y Diego no llamaba. Estaba rendida, así que me dormí enseguida; sin embargo, no tuve un sueño apacible. No sé si fue la fiebre o la culpabilidad, pero me desperté bañada en sudor, con la garganta como de papel de lija y con una gran angustia. Estaba soñando que la gripe hacía presa en mí y me quedaba dormida al día siguiente. Y que la policía encontraba a Tom y me detenían. Entraban en mi dormitorio y me enfocaban con una potente linterna. Pero no conseguía ver nada porque era una linterna de luz negra... Me desperté de golpe. Eran solo las dos y media de la madrugada. Ya no llovía tanto. Me levanté, me puse de nuevo el chándal y el impermeable y salí con la colcha de la idiota de mi cuñada. No había nadie por la calle, como era de esperar. Bajé la escalera metálica hasta la calle procurando no hacer ruido, a pesar de que a cada movimiento mío lo acompañaba un lamento del peldaño o de la barandilla. Soplaba un viento helado que me hizo temer que cada ruido era trasladado directamente a los oídos del comisario y que de un momento a otro vendrían a por mí. Seguro que lo sabían todo. Siempre que he tenido la sensación de hacer algo que no estaba bien, mi diálogo interior se centra en justificarme, porque temo que
de un momento a otro cualquier forma de autoridad me detenga. Como aquella vez que me colé en el metro porque en la entrada de la estación solo había máquinas, ni un solo humano para cobrar, y ninguna de ellas aceptaba mi único y arrugado billete de mil. Me pasé todo el trayecto temiendo que alguien me pidiera el billete de metro, y mi diálogo interior, ensayando la escena, iba de la sorpresa de haberlo perdido a la indignación por la falta de personal en las taquillas. Pero en esos momentos no veía manera de hacerme la desentendida del caso si alguien me pillaba de madrugada sacando un cadáver de mi coche, envuelto en una horrorosa colcha de girasoles amarillos que pretendía ser de diseño. No, no había justificación posible a mi actitud, de manera que mi sistema de autodefensa dejó bloqueada mi sensibilidad. No era yo la que estaba bajo la lluvia torrencial. Actuaba de manera mecánica, como si se tratase de otra persona y no de mí, la que estaba a punto de ocultar el cuerpo del delito de un asesinato. Homicidio involuntario, señor juez; ni tuve intención de hacerlo, ni conocía de nada al sujeto. ¿Móvil? Oh, sí, diría yo sarcástica: el móvil fue el tomate frito. Para los macarrones, ¿sabe? No, no haría un mal papel en el juicio. Incluso había tema para una novela, que sería posteriormente llevada al cine por un director de prestigio... Mientras me montaba mi película, había llegado al coche y terminado de envolver a Tom en la colcha horrorosa, no sin haberle pedido perdón por el colorido de la mortaja. El siguiente paso era enterrarlo, pero no disponía de ninguna herramienta para cavar. Aunque la hubiera tenido, no me sentía con fuerzas para hacer una tumba de tamaño natural. Pensé entonces en arrojarlo al agua, como si Tom hubiese sido un marinero muerto en alta mar, de manera que arranqué el coche y me dirigí al puente del Obispo. Solté el cinturón y tiré de los pies de Tom hasta apoyarlos en la barandilla y, tirón a tirón, fui sacando el resto de su cuerpo hasta que pude arrojarlo al
vacío. Oí un chapoteo rotundo y un ruido horrible que me quebró el alma, como si Tom hubiera dado contra las peñas al caer. El río bajaba magnífico. No tardó en llevarse el cuerpo. Volví a casa. Debía descansar lo que pudiera para dar, al día siguiente, apariencia de normalidad. ¡Normalidad! Con un crimen sobre mi conciencia, sin dormir, con mis únicos zapatos empapados y sabiendo, como sabía, que los niños ni siquiera probarían los macarrones sin tomate... Me levanté bastante deprimida. Me noté destemplada y con mal cuerpo, pero ni gota de fiebre. Descartada una baja por gripe. No habría manera de esquivar la plancha durante toda la jornada. Los zapatos estaban todavía en un charco. Me los puse, llevando en el bolso las zapatillas de estar en casa. Pensé cambiarme en el tinte para no coger una pulmonía. Cuando llegué, la mierda de la jefa reparó en mi aspecto: —¿Pero cómo te presentas así, criatura? Aquí se trabaja ante el público y se requiere venir aseada y decente. ¿Has venido andando o qué? Me sentí muy vacía por dentro. Cerré la cremallera del bolso que había empezado a abrir, para ocultar las gastadas zapatillas. Quise que lo de mis zapatos pareciera casual. —El coche se me paró... Hay charcos... —conseguí balbucear. —¡Pues vuelve a casa a cambiarte! O, no, espera a la hora de comer. No vas a estar toda la mañana que voy que vengo. Hubiera querido decir que no tenía más zapatos, que con la porquería de sueldo que me daba y con tres críos no podía comprarme ni sus lujosas botas ni otras muchas cosas que necesitaba, como un
par de gafas de repuesto para el mayor o una cartera nueva para el mediano... Pero Emilia ya me daba la espalda, moviendo la cabeza con desesperación, consiguiendo que el resto de mis compañeras me miraran también como a un ser ínfimo, única culpable de no tener el nivel económico del que gozaba Emilia, la serpiente rastrera y venenosa. Pasé la jornada comiéndome las lágrimas, avergonzada por el chapoteo de mis zapatos y siendo el blanco de todas las miradas por el rastro acuoso que iban dejando tras mis pies. Me sentí como en mi sueño: alguien me enfocaba con una potente linterna pero no podía ver nada porque la luz era negra. No me atreví a salir del local ni para comer. En un momento de debilidad, me metí en el lavabo y, con dos dedos, me comí lo que pude de uno de los tarros de mermelada de fresa que todavía llevaba en el bolso. Aún tuvo Emilia un gesto despectivo conmigo cuando observó los restos de mermelada en las uñas. Dijo que la tenía tan harta que había decidido despedirme. Creo que me llamó guarra. No lo recuerdo con claridad, porque por entonces se agolpaba en mi corazón todo el odio reconcentrado hacia la persona que me tenía tiranizada, explotada y vejada desde hacía dos años. A las ocho en punto desenchufé la plancha, me desabroché la bata y le exigí que, en ese mismo momento, me firmara un cheque por la cantidad correspondiente a mi liquidación. Emilia me dijo que si no podía pasar a recogerlo mañana, pero me mantuve firme. Lo hice adrede, sabiendo lo mucho que le fastidia tener que desprenderse de su dinero. —¿Quién sabe? —dije—. A lo mejor mañana no estás con ánimos de firmar nada. Ella no entendió lo que quise decir y yo, sin dirigir ni palabra a nadie, salí del centro comercial. Arranqué mi ciento veintisiete y
crucé la explanada que servía de aparcamiento. Me situé de frente a la entrada de empleados, apagué las luces y el motor y esperé. ¡Pobre Tom! Pesaba como un condenado pero me sirvió de banco de pruebas. Ahora sabía muchas cosas: cómo deshacerme de un cuerpo, por ejemplo; también sabía cómo ausentarme de casa sin alertar a mi familia; sabía que a ciertas horas hasta el perro de mi vecino duerme; y que el río baja tan crecido que tiene fuerza suficiente para arrastrar un cuerpo... Arranqué el coche, encendí las largas y me abalancé sobre la puerta justo en el momento en que una persona cruzaba delante de mi coche. Fue un accidente, señor juez. Estaba oscuro. No, señor juez. Si ni siquiera la vi, ¿cómo iba a saber que era mi jefa esa señora elegante, con su impermeable rojo y sus botas a juego? No, señor juez; ella estaba equivocada conmigo, porque yo hago siempre una prueba antes de ponerme con un trabajo delicado. No, no, señor, era un trabajo de mierda, así que yo no podía guardarle rencor por haberme despedido. Ella, ¡la pobre!, bastante tenía ya con llevar ella sola la tintorería, enfrentarse con los problemas que le causaba y, sobre todo, estando como estaba, en plena menopausia... Sí, señor juez, claro que la comprendía. Después de todo, un mal día lo tiene cualquiera.
Clara García Baños Clara García Baños Nació en Madrid en 1962, hija, nieta y bisnieta de madrileños. Gata auténtica, y como ella misma dice, “¡qué poco nómadas fueron mis antepasados!” Con cinco años se miró al espejo y vio una escritora. Metiendo la nariz en muchas disciplinas académicas y culturales, ha andado muchos caminos y descubierto alguna vereda. En sus pasos se encuentran numeros premios, algunos con más de una década y algunos recogidos en este libro.
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