Cioran y la Argentina de hoy

24 ago. 2009 - y levantarse hacia la anagogía, hacia lo espiritualmente superior. Eso ocurre cuando un pueblo es pro- tagonista del tiempo, más allá del mero.
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NOTAS

Lunes 24 de agosto de 2009

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EL GRAN ESCRITOR FRANCO-RUMANO NOS RECOMENDARIA TRABAJAR PARA EL RENACIMIENTO

Cioran y la Argentina de hoy ABEL POSSE PARA LA NACION

“Pasemos del infinito negativo de la nostalgia al infinito positivo del heroísmo” (E. Cioran, refiriéndose a la decadencia rumana).

sino ser una gran nación; la inédita alianza fundacional Roca-Sarmiento; los hombres del 80, con su voluntad modernizadora y educativa; la republicanidad impulsada por el yrigoyenismo; el peronismo justicialista; el frustrado intento de Frondizi; el restablecimiento democrático de Alfonsín, hasta el entusiasmo menemista de primermundismo. Todos estos momentos fueron vividos con pasión. Pasado su tiempo, dejaron su aporte enriquecedor y sus mitologías. Exaltaciones, contradicciones, pero siempre la pulsión de voluntad y de fe en la Patria. Hoy, los dirigentes se nos presentan como prudentes administradores de un largo aburrimiento y de una decadencia que parece ya el consentimiento de un naufragio. Los vencidos del 28 de junio se mueven y conspiran para un futuro como vencedores. Los vencedores muestran una irritante pasividad, de vencidos apocados. Urge salir de esta encerrona. Los sectores políticos deben reorganizar la nación a partir de la definición de políticas de Estado válidas para todos. Los dos pilares para hallar consenso fueron ampliamente aprobados en los debates electorales: 1) reorganización institucional republicana, y 2) reconstrucción inmediata del agonizante centro productivo nacional, el agro. Pero el tema de nuestro tiempo argentino es ineludible: reconstruir esta patria

H

AY un momento en las alternantes decadencias de los pueblos en que nos sentimos desesperados por el destino grande que nos imaginamos en tiempos de bonanza y de éxito (como fue el caso de la Argentina desde la organización, a partir de 1853, hasta la Guerra de las Malvinas, para fijar un hito aproximado). De país respetado y admirado, fuimos pasando, de tropezón en tropezón, a una desilusionante comunidad capaz del error y hasta del ridículo. Es la falta de valores y la pérdida del orgullo nacional lo que nos lleva a la descomposición de las formas políticas y a la decadencia económica. Esto nos cuesta entender a los argentinos, que somos incapaces de reflexionar sobre la enfermedad básica que nos acosa: los disvalores, los mecanismos errados y hasta una concepción falsa y rencorosa acerca de la realidad del mundo actual. En Francia se acaba de publicar, en Editions de l’Herne, un curioso conjunto de ensayos de Emile Cioran, el extraordinario filósofo franco-rumano, sobre sus reacciones de indignación ante la Rumania de los años 30, sumida en la grave e insuperada decadencia, que pagaría como sierva y luego con decenios de comunismo, hasta el fusilamiento del matrimonio Ceaucescu. Implacablemente, Cioran denuncia a su pueblo, a sus connacionales de aquella década: “Somos un pueblo, una aglomeración, pero no una nación. Porque en vez de batirnos por una idea histórica, en el mejor de los casos, sólo hemos vivido a la defensiva. Hemos ido a la rastra de la Historia…” Afirma Cioran que cuando se llega a ese punto, ya no hay “soluciones administrativas”, sean del orden político o del orden económico. Se requiere una disposición heroica o un hecho histórico mayor, capaz de producir una situación, como la del enfermo al que sólo una crisis salvará de llegar a la etapa terminal. Para Cioran, los pueblos no tienen destino en el mundo hasta el momento en que ingresan por el umbral de la historia. La historia es existencia. Lo demás es sobrevivencia insignificante, mera duración. (Los argentinos sentimos que caemos de una historia brillante en la mera duración insignificante y decadente de hoy.) Cioran introduce una palabra más propia de la teología que de la política: afirma que cuando un pueblo entra en ese estadio de inoperancia y decadencia sólo podrá reintegrarse en la corriente de la historia mediante una “transfiguración”. Debe arrancarse de la mediocridad, de la vulgaridad y del conformismo de sus formas acostumbradas y encender creativamente todas las figuras que componen la multiplicidad de un pueblo. Debe transfigurarse, ir más allá de las figuras de la cotidianidad y alzarlas en pasión, en voluntad, en alegría, en creación, en prosperidad, en amor; no quedarse estancado en la demagogia, en la chatura del pueblo inerte y conformista, y levantarse hacia la anagogía, hacia lo espiritualmente superior. Eso ocurre cuando un pueblo es protagonista del tiempo, más allá del mero durar. Un viento de voluntad y de dignidad nacional lo lleva a afirmar sus posibilidades, conjugándolas con las mejores corrientes de su época. El orgullo nacional

Nuestros errores se reiteran porque tenemos un subconsciente enfermo, de país que piensa mal y que se quiere poco

se recupera desde la cultura. Se trata de ser desde la propia cultura; esto quiere decir, sin renunciar a lo particular, a su idiosincrasia, a su estilo. Tal vez, después de la derrota en las Malvinas, se estableció en nosotros el demonio del escepticismo. Salvo alguna excepción, no hay convocatoria sobre estos temas, que están muy por encima de lo cotidiano. Somos una generación aburrida, espesa, carente de imaginación y

Hasta que no pasan por el umbral de la historia, los pueblos no tienen más destino que el de la mera supervivencia de coraje. Aceptamos dirigentes que, por lo general, están muy por debajo del nivel de la inteligencia de los argentinos. Es como si hubiésemos firmado un sombrío pacto de resignación para la mediocridad. Perdimos el sentido de pertenencia y de presencia en la historia de nuestro tiempo. Hasta nos hemos despegado del Mercosur, de la imprescindible estrategia conjunta con Brasil y hasta con la hermandad continental nacida de los Libertadores. (Brasil, con su voluntad nacional intacta, ingresa en los espacios mayores del poder mundial. La Argentina se esfuma en la insignificación internacional.)

El politicólogo Marcelo Gullo acuñó el término “insubordinación fundante” para el sentimiento que se va dando en muchos pueblos y a lo largo de la historia para rebelarse contra la mediocridad y para acceder a las formas políticas mayores de su época y de sus intereses nacionales. Esa fiesta de protagonizar una “insubordinación fundante” es ejemplificada por Cioran con la figura de Charles de Gaulle, que asume el poder en una Francia débil y desprestigiada, vencida con poca lucha y con enormes dificultades económicas desde la posguerra, y que propone a los franceses no el mero bienestar burgués, sino nada menos que la grandeza, el retorno a una Francia capaz de aportar creación, estilos, principios, ideas nuevas para el mundo. Para superar la decadencia se necesitan sentido de la aventura y desafío de creatividad, en todos los órdenes. De Gaulle estableció el resurgimiento a partir de los valores nacionales, el sentimiento patriótico y la reacción de dignidad que los franceses sentían en profundidad y con culpa. ¿Podremos los argentinos de esta hora mediocre alzarnos hacia la fuerza de dignidad que alguna vez tuvimos? Somos una generación resignada a verse caer en la escala de valores de las naciones. Cada día, anotamos con prudencia de notarios la torpeza cotidiana que enseguida olvidaremos. Vivimos

una democracia aparente, carente de mecanismos de reacción, que ni siquiera puede defendernos del autoritarismo insólito que sigue ejerciendo el señor K en el pleno uso ilegítimo de los poderes del Estado. Hemos vinculado la idea de democracia con la de debilidad y hasta con la de indiferencia. Vivimos un interinato minoritario desde el 28 de junio último. En esos comicios, la voluntad nacional se expresó en dirección contraria al oficialismo, y hasta indignada por causa de un estilo de gobierno capaz de dañar la economía tanto como el prestigio del país. En esta hora, el Gobierno, que es mandatario y no mandante, debe servir para restañar la republicanidad dañada, la economía paralizada y la pobreza que ya se hace mayoría en el país que hasta hace poco en nuestra región fue el más poderoso y rico. Para esto debe abrirse inexorablemente al diálogo con todos los factores de poder de la Nación y abandonar el rencoroso búnker en el que se definió nuestra actual decadencia. No podemos imaginar dos años de presidencia vicaria, usurpada, no asumida realmente. Nos preceden muchas generaciones que vivieron con pasión sus convicciones, insubordinaciones y renovaciones: los guerreros de la independencia; la generación de los constituyentes, que se propusieron no sólo estructurar un país

disminuida, enferma, descolgada de sus propios valores. Sin heroísmo ni mucho orgullo, como dudando de su lugar dentro el mundo. Es una tarea educativa, pero que debe encararse de inmediato. Una tarea de fe colectiva. Sarmiento creía en la instrucción pública indispensable. Alberdi veía más lejos, tal vez en el sentido de lo sugerido en esta nota: una nación se afirma desde la voluntad nacional de la comunidad que la habita. Sin sentido de gloria, no habrá gloria. Sin sueño de heroísmo, sólo habrá entes, meros ocupantes de un terreno comprado en mensualidades, no de una patria. Sin una educación de orgullo y de voluntad de superación, sería imposible repetir nuestras realizaciones de país grande. Hoy necesitamos educación del alma, más allá del pupitre y del pizarrón (que también faltan). Nuestros errores políticos, sociales y económicos se reiteran porque tenemos un subconsciente enfermo, de país que piensa mal y que se quiere poco. Debemos arrancarnos de esta Argentina mediocre, insolidaria, que acepta la pobreza con resignación y el aburrimiento como fatalidad. Si todavía viviera Cioran, él diría que hemos llegado a un punto igual al de la Rumania de su juventud; nos recomendaría escandalizarnos y trabajar no para la sobrevivencia, sino para el renacimiento. Una tarea mayor, indeclinable, para superar la realidad de nuestra decadencia y el dolor de haber sido y ya no ser. © LA NACION Abel Posse escribió El inquietante día de la vida y Los cuadernos de Praga, entre otros libros

DIALOGO SEMANAL CON LOS LECTORES

El delirio etimológico ya es epidemia “D

E acuerdo con lo explicado en sus columnas del 10 y del 17, he llegado a la conclusión de que la etimología de alumno como «a lumni (falto de luz)» dada en la Revista del día 9 en el artículo «Papá, yo te explico» es errónea. ¿Podría usted confirmar mi deducción?”, escribe María Rosario Zavala Esteves. En efecto, el disparate, que yo no conocía (cada día se aprende algo nuevo), es similar al que explica adicto como formado con el prefijo a- privativo más dictum, pero peor todavía, porque dictum por lo menos existe en latín, mientras que *lumni no significa nada. La palabra más parecida es lumen, luminis, que significa ‘luz’, pero con ese criterio el verbo alumbrar, que sí viene de lumen, significaría ‘quedarse a oscuras’. En cuanto a la palabra alumnus, no solo designa personas (el que se cría como hijo en una familia, el pupilo de un tutor, el nativo de un país y, solo en último término, el discípulo o seguidor de un filósofo, orador, etcétera), sino también las crías de los animales y los renuevos de las plantas. Y la docente Elsa Irene Scopazzo también aporta lo suyo: “Entre las etimologías fantásticas, cito una impunemente explicada en un programa radial: «No debemos decir aborígenes, sino pueblos originarios porque ab significa ‘sin’, o sea que serían pueblos sin origen. ¡Qué barbaridad! Ab es preposición latina que significa ‘desde’,

es decir, aborigen es el que está desde los orígenes, ya sean habitantes, plantas o animales. Las llamas eran aborígenes, pero las vacas no, por ejemplo”. Los romanos llamaban aborigines a los primeros habitantes, prerromanos, de Italia y consideraban esta palabra equivalente a indigenae (etimológicamente, ‘nacidos u originados en el lugar’) y al griego autóchthones (‘de la tierra misma’). Ahora se les ha dado por hablar de pueblos originarios, creo que por “corrección política”, pues no entienden lo que significa aborigen y les parece que indígena tiene una connotación despectiva (lo relacionan erróneamente con indio, palabra que etimológicamente no tiene nada que ver). Y, como suele suceder en estos casos, el remedio es peor que la enfermedad, porque el adjetivo originario necesita una indicación de lugar, y los inmigrantes y sus descendientes también son originarios de un lugar, aunque el lugar sea otro.

toda una pirueta para importar gas natural licuado. Tampoco se entiende porqué no se recompone el precio interno...». Tengo entendido que porqué es un sustantivo, y acá debería haberse usado por qué, como pregunta. Si se hubiera dicho «…no se entiende el porqué de la destrucción de la industria...», habría estado bien”.

Tantos porqués Tiene razón Elizabeth Czarnik, que escribe: “En la columna de Roberto Cachanosky «Viven en una nube» (muy buena), del jueves 6, creo que está mal usada la palabra porqué. Allí se lee: «Siguiendo el razonamiento del modelo productivo del Gobierno, no se entiende porqué está bien destruir a la industria gasífera argentina para después tener que hacer

Operístico “En la edición del 16, en la sección «Diez preguntas para un felicitado», se habla del un compositor italiano autor de las óperas I pagliacci y La bohème. Le agradeceré aclarar que estas óperas son obras de dos compositores italianos y no uno. En efecto, I pagliacci es de Pietro Mascagni, y La bohème, de Giacomo Puccini”, escribe Aldo Lamesa.

LUCILA CASTRO LA NACION

La pregunta tenía su trampita y el lector cayó en ella, lo cual además lo llevó a confundir al autor de I pagliacci. Se hablaba de un compositor italiano y se mencionaban tres de sus óperas (la tercera era Zazà), y se pedía su nombre. Todo el mundo conoce La bohème de Puccini, pero no es tan conocido el hecho de que hay otra ópera con el mismo título, que pertenece a Ruggero Leoncavallo, que también compuso I pagliacci (su mayor éxito) y Zazà. Ese era el nombre que se pedía. La fama de La bohème de Puccini oscureció la de la ópera de Leoncavallo. Las dos obras están inspiradas en el libro Escenas de la vida bohemia, de Henri Murger, muy popular en aquellos tiempos. La Gran Vía Escribe Germán Moldes: “Bonita y colorida la nota del día 9 en el suplemento turístico, acerca de la Gran Vía madrileña. Sin embargo, creo que vale acercar un par de precisiones en lo referente a la evolución del nombre de la arteria conforme se sucedían las cambiantes alternativas políticas de la España de la primera mitad del siglo pasado”. Y prosigue: “Se asegura en la nota que «tres meses antes del comienzo de las hostilidades, en noviembre de 1936, la Gran Vía fue rebautizada por el gobierno republicano como Avenida de Rusia». En realidad, la contienda se inició entre el 17 y el 18 de julio de ese año, de manera que

el cambio de nombre tuvo lugar cuatro meses después de rotas las hostilidades y en el momento más dramático de la batalla de Madrid, con la ciudad prácticamente sitiada ante el avance de las tropas de Franco. En esa instancia, por sugerencia de los asesores estalinistas del gobierno de la Segunda República, los presos políticos fueron sacados de las cárceles madrileñas y fusilados masivamente en Paracuellos del Jarama, cerca de donde hoy se levanta la Terminal 4 del nuevo aeropuerto”. “Son los días del «Terror Rojo»; Madrid se «sovietiza» y ello explica el contexto de la nueva designación de su calle más emblemática. Uno de los fusilados de entonces (20 de noviembre) sería José Antonio Primo de Rivera y el dato viene a cuento del segundo de los errores que encuentro en el artículo: «Tras la victoria… de Franco…la Gran Vía sería renombrada como José Antonio en homenaje al también dictador… José Antonio Primo de Rivera». Pero es que el Primo de Rivera que fue dictador no fue José Antonio, sino su padre, Miguel, durante el reinado de Alfonso XIII, en los años veinte de ese siglo”, termina el lector. © LA NACION

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