Asesinos y Maricones Eduardo Hernández
Asesinos y Maricones © 2014 Eduardo Hernández All Rights Reserved
Indice Editorial......................................................................................3 La familia y yo...........................................................................7 Samuel......................................................................................10 Los Rolling...............................................................................14 San Antonio..............................................................................19 AK-47......................................................................................23 Flores de polvo.........................................................................33 Bokken.....................................................................................35
Editorial. Se aprestaba a teclear el punto final de su última novela cuando sonó el timbre. Terminó el manuscrito y lo dejó imprimiendo, para luego correr a levantar el auricular del citófono y preguntar quién era. Del otro lado de la línea, un tipo de voz un poco insegura respondió ser el periodista que había concertado una cita con él hacía unos días atrás. Entonces recordó. -Espérame un minuto -le dijo-; voy a ordenar un poco. Sin esperar una respuesta, corrió a revolver su clóset para encontrar la tenida perfecta y vestirse elegantemente para la entrevista, aún sin poder olvidar las fotos que le tomaron al recibir el Pulitzer, en las que apareció “realmente horroroso”, como le dijo el asesor de imagen que contrató a los días de ganar el premio. Es que para él, ser escritor no era más que un paso en su camino al estrellato, algo con lo que siempre había soñado. Tras 20 minutos en el frío vestíbulo del edificio, el reportero logró su permiso para subir al penthouse, donde él lo esperaba con dos copas del whisky más fino servidas en la mesita de vidrio que le compró a un conocido diseñador en su paso por Milán. Creyó que así impresionaría al cronista. Y no se equivocó. -Tiene un hermoso departamento, Señor Ferreiro -comentó tímidamente el periodista cuando entró al lugar, inundado por detalles minimalistas y pinturas conceptuales, que no se veían para nada baratos. Ya sentados frente a frente alrededor de la mesita, trago en mano y grabadora encendida, la conversación comenzó con las
típicas preguntas que se usan para que el entrevistado se vanaglorie comentando sus logros y luego, exaltado por su ego, responda cualquier cosa que se le pregunte, creyendo así tener más material para presumir. Ferreiro era de aquellos. -...y bueno, como creo que ya lo debes haber oído, nadie creía en mí ni en mi novela. Pero -ahí comenzó la conclusión de la historia que siempre contaba-, pese a las desilusiones, nunca dejé de creer en mi trabajo. Finalmente, decidí invertir todo lo que tenía en publicar el libro en forma independiente. Casi en bancarrota, gasté mis últimos pesos en promocionarlo un poco y, cuando parecía no haber servido de nada, algunos críticos lo leyeron y lo convirtieron en una joya de culto. Luego vino eso de ser best seller y... -Conozco el resto del cuento -interrumpió violentamente el reportero, dejando de lado su aparente docilidad-. Los premios, la fama, el dinero. Todo eso lo sé. A todo el mundo le has contado la misma historia. Pero parece que se te olvida algo, Ferreiro. Creo que ocultas detalles, que no cuentas la verdad. Nadie ha escrito algo tan genial a los 27, como tú. El tono que repentinamente había tomado su interlocutor lo exasperó un poco. No entendía a dónde pensaba llegar. Sin embargo, se había topado con tipos que lo adulaban y luego trataban de desenmascararlo, de botarlo de su pedestal, como hacían siempre con la gente que llegaba demasiado alto. Desde niño supo que le podía pasar, era el lado feo que veía en su sueño. -Mira, si tratas de intimidarme con tus ataques de escritor frustrado, no vas a lograr nada -disparó, notando que la expresión del hombre, un tipo calvo y de barba canosa, volvía a un rictus inofensivo-. Sí, los periodistas como tú, que se dedican a destruir libros y a sus autores, son sólo escritores frustrados, que no llegaron nunca a publicar nada y se ocultan
tras sus columnillas para que nadie vea lo patéticos que son. -Sí, me atrapaste -replicó lastimosamente su derrotado adversario, apagando la grabadora y poniéndose de pie-. Creo que la entrevista ha terminado. -Correcto. Se acabó. Mientras lo acompañaba a la salida, no se fijó en la mirada del periodista, que lo analizaba detenidamente, como buscando algo en su cara de treintañero exitoso, de buena facha y aire soberbio. Ferreiro sólo pensaba en lo que dirían los medios al otro día, si es que se sabía el incidente. -¿Para que diario era esto, entonces? -le preguntó al hombre, deteniéndolo en la puerta. Había decidido callarlo con algún soborno. -Para mi diario de vida -le respondió, para su sorpresa. No se pudo reponer de ésta. Antes de que pudiera pensar en algo, su pecho fue traspasado por un par de balas. Varios meses después del incidente Ferreiro, la gente y la prensa lo olvidó. No dejó ningún legado, aparte de su primer y único libro publicado. Así, al poco tiempo, fue reemplazado por Óscar Méndez, el nuevo escritor de culto. Su estilo era un poco parecido al del difunto, pero mucho más pulcro, más perfecto. Su primera novela pronto se convirtió en un best seller y ya se hablaba de un Nobel de Literatura. Era un suceso. Aunque pudo haberlo sido, Méndez evitó ser un fanfarrón como Ferreiro. Era dado a responder de muy buena gana cualquier entrevista que se le hiciera. Es más, cuando hace poco un periodista le preguntó si tenía un nuevo proyecto, el sonrió y dijo: “Sí, estoy escribiendo un triller sobre un escritor desconocido que, para vengarse del editor que plagió su obra maestra, lo asesina y plagia su obra maestra”. “Qué gran
novelista”, pensaron todos.
La familia y yo. El año ‘83 yo era modista de una tienda media rasca en Puente, llegando a San Pablo. La cosa estaba mala, tirando pa’ horrible, y la plata escaseaba como nunca. Pensaba ya en cerrar el negocio y dedicarme a peluquera con la Patita, aunque del oficio no sabía nada. Pero que se le iba a hacer, una tenía que ponerle a lo que fuera en la vida, porque cuando la vida se la pone a una... se la pone con todo pa’ dentro. Bueno, y ahí tenía el local que mejor lo cerraba, cuando un día entró una vieja bien pirula y perfumada, con un lolo bien pintoso y enternado detrás. La miré con la mejor cara que tenía, regia pese a la pobreza y, sobre todo, dignísima. “¿Qué quiere?”, le pregunté. Como con un poco de asco, miró los vestidos polvorientos y los maniquíes despeinados que tenía desparramados detrás del mostrador, y después de un buen rato me miró a mí. “Necesito un vestido de noche elegante para hoy en la tarde. Tengo una cena con mi marido, el Coronel Campos (¿lo conoce?) y otros militares importantes, y tengo que estar de lo más que hay. ¿Puede o no puede?”, dijo. No podía, pero le dije que sí. Necesitaba la plata. Al final, el cacho fue todo un parto, pero saqué a luz un vestido pero que la vieja casi se murió. Me pagó sus buenas lucas, y volvió con un montón de otras locas siúticas, amigas de ella. Todas casadas con milicos. Pasado un tiempo de eso, ya tenía buena reputación en el mundillo de la milicia. Mis vestidos y las recomendaciones me llevaron escalando rangos incluso en regiones, hasta que al final, la más importante de las señoras llegó a mí. Lucía Hiriart