Diario de un joven gay y ciego
Hache Cabezas
Santi nació hace casi cinco años como parte de un ejercicio para un taller de escritura creativa al que asistía, aunque por entonces el personaje no tenía nombre y ni siquiera era gay. No era una historia muy amplia, apenas un par de folios en los que se relataban el paseo que daba desde su casa hasta el trabajo. Lo normal hubiera sido que acabara perdida en un cajón, como muchos de los otros trabajos, pero lo cierto era que me gustaba mucho. Tanto que, desde el momento que la terminé, estuve buscando usarla en otra historia. Y pronto encontré la forma de darle una utilidad cuando decidí empezar un blog con historias homoeróticas por entregas. Así surgió "Diario de un treintañero... y gay... y ciego". Y lo que empezó como un proyecto sin muchas expectativas de futuro ya lleva cuatro años de vida. Se han publicado casi doscientas entradas, ha tenido un spin-off y los recopilatorios gratuitos que recopilan esas entradas llevan más de 6600 descargas. La historia ha evolucionado, han aparecido nuevos personajes y se han ido resolviendo muchas preguntas. Sin embargo, quedaba una incógnita por resolver que llevaba allí desde esa primera entrada que nació como un ejercicio para una clase de escritura creativa: qué había ocurrido en las comunas para ciegos. Y de ahí nace esta novela. Espero que les guste tanto a aquellos que nunca han leído una historia de Santi como a los seguidores habituales. A estos últimos va dedicado este libro. Y a César, que ha sido el que ha tenido que soportarme mientras la escribía.
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1. El ansiado viaje
Pasaban las nueve de la noche. El autocar soltó un siseo al cerrarse las puertas y otro al empezar a movernos por la dársena de la estación de autobuses. En ambos casos, el estómago me dio un vuelco similar al que producen los aviones en despegues y aterrizajes. Me pareció una sensación maravillosa y sonreí como un bobo. Estaba tan emocionado que mi cuerpo ya no sabía cómo expresarlo y se debatía entre incrementar las nauseas que sentía o provocarme la risa histérica de alegría que me suele dar en las montañas rusas de los parques de atracciones. Tampoco descartaría que las nauseas tuvieran que ver con mi tendencia a marearme en los vehículos a motor. No importaba. Las nauseas eran sólo una leve molestia fácil de soportar, al igual que la incomodidad del asiento debida a que buena parte de la goma espuma del respaldo había sido arrancada, la escasez de espacio para situar las rodillas o el horrible pestazo a cenicero rancio que impregnaba todo el autocar a pesar de que hacía varios años que estaba prohibido fumar en ellos. Yo era feliz y seguiría siéndolo incluso si me autovomitaba encima a mitad de trayecto (lo que, afortunadamente, no acabó por suceder). Tampoco me interesaba demasiado la escena que se estaría desarrollando, con toda probabilidad, en el andén de la estación de autobuses del que empezábamos a alejarnos. Sabía que mi madre se encontraría al borde de uno de sus típicos ataques de nervios y que si se le iba mucho la olla era capaz de tirarse a la carretera para tratar de detener al malvado vehículo que le arrebataba a su querido niño del alma. Por suerte, mi padre estaba con ella y, como era habitual, habría posado su mano en el hombro para consolarla. Podría sujetarla si se ponía a correr como una
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loca. El pobre debía de estar sufriendo en esos mismos momentos una marejada de reproches más o menos velados (dependiendo del humor en el que se encontrara mi madre) por haber dado semejante regalo a alguien tan necesitado e indefenso como yo. Si la fortuna le sonreía, el enfado de mi madre pronto llegaría a su nivel máximo y se envolvería en su habitual capa de mutismo ofendido. No volvería a hablar en lo que quedaba de día… o de mes. Aunque eso sólo le libraría de los gritos, no de los reproches. Mi madre era una maestra del silencio (hubiera sido una ninja estupenda) y dominaba a la perfección el intrincado arte de la callada reprimenda. Era capaz de castigarte una semana sin postre ni televisión con sólo mirarte a los ojos. Pero, como digo, eso me era indiferente porque, por fin, había conseguido mi regalo soñado. Después de pedirlo (suplicarlo en ocasiones) durante años, iba a pasar un verano en las comunas para ciegos. Puede que les parezca una mierda de regalo, más aún si se tiene en cuenta que hacía poco que había alcanzado la mayoría de edad. Y, probablemente, tengan razón. De hecho, a mí lo de las comunas en realidad me daba un poco lo mismo. Estaba seguro que me lo pasaría bien haciendo deporte y conociendo a gente nueva, pero eso era secundario. El verdadero regalo sería el mes alejado de mis queridos padres. Era la primera vez que nos separaríamos por un periodo tan prolongado de tiempo ¡En 18 largos años! Mis padres son geniales y me han enseñado un montón de cosas útiles en la vida, pero también resultaban insoportablemente sobreprotectores, en especial mi madre. Ambos eran videntes (de los que ven, no de los que adivinan) y siempre se sintieron abrumados por la "incapacidad" de su hijo. En todos esos años no había conocido más amigos que mis compañeros de colegio, ni más lugares que aquellos que se consideraban seguros, a saber: el colegio, mi casa y las viviendas de familiares y amigos. Ese era el único mundo que había recorrido en mi corta vida. Eso sí, siempre acompañado por uno de mis progenitores para asegurarse de que no me faltaba de nada, controlando que me encontraba bien y asustándose por cualquier ruido que consideraran extraño. Un auténtico suplicio para cualquier adolescente que se precie. De 5
modo que pasar una temporada lejos de mi familia en un lugar desconocido me parecía lo más fascinante del mundo. Y el premio era doble porque, además, tampoco tenía que soportar a mis estimados compañeros de clase. Era increíble. Inconcebible. Me sentía descansado, tranquilo y, sobre todo, infinitamente libre. Pensaba sacarle el máximo provecho a ese verano y hacer todas aquellas cosas que la sobreprotección de mi madre no me permitía. Era una auténtica lástima que tardaran tanto en regalarme algo así, porque en mi pubertad me hubiera gustado disfrutar de muchos más periodos de soledad de los que conseguí. Claro que era bastante probable que en las comunas tampoco dispusiera de suficiente privacidad para realizar según qué tipo de actividades. Por supuesto, por mucha libertad que sintiera en mi interior, guarradas como sacarse la chorra delante de mis compañeros (salvo para cambiarse en los vestuarios) quedaban absolutamente descartadas. Mi madre podía estar algo loca (lo estaba sin ningún tipo de paliativos), pero me había educado como es debido. Mis atributos personales se quedarían dentro de los pantalones y se ajustarían a los límites que ponía la decencia. A no ser que apareciera alguien que hiciera tambalearse mi mundo y despertase mis instintos más primarios. En ese caso, todo estaría permitido. Imaginando las aventuras que sucederían ese mes y lo feliz que estaría alejado de mis seres queridos (suena cruel, pero era la realidad), no tardé en quedarme profundamente dormido a pesar de los múltiples baches que cogíamos y de la incomodidad generalizada que emanaba del autocar. Tantas emociones me habían dejado agotado y el viaje iba a ser largo. No llegaríamos a nuestro destino hasta bien pasado el amanecer. Soñé que alguien que me gustaba mucho me esperaba en el portal de mi casa. Pero no nos encontrábamos en la ciudad, sino delante de una de las cabañas de troncos de las comunas. Creo que estaba muy enfadado con esa persona (desconozco si era hombre o mujer). Luego nos besábamos. Y nos íbamos en busca de una ermita de los templarios que se suponía que estaba perdida en medio de la campiña. No sé cómo lo hicimos, pues ambos éramos ciegos, pero la encontrába6
mos sin problemas. Y eso que íbamos en ropa interior. Volví a besar al personaje desconocido y mis calzoncillos desaparecieron sin dejar rastro. No fue el mejor momento para quedarme en pelotas porque, en ese momento, apareció un dragón que escupía fuego. Casi me asa el culo antes de despertar.
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