Alapalabra n.° 3 - Universidad Central

Aquel juego de palabras en el que el mundo nos es revelado, tanto sus ..... ma vida? ¿Y si decidimos más bien que la otra vida no es un cielo, ni un infierno, ni ...
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alapalabra Revista estudiantil de Creación Literaria

Vol. 2

n.º 3, julio-diciembre, 2015

FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES, HUMANIDADES Y ARTE Departamento de Humanidades y Letras

alapalabra Vol. 2, n.º 3, julio-diciembre, 2015

Consejo Superior

Comité editorial Alapalabra

Fernando Sánchez Torres Presidente

Juan Sebastian Castillo Director

Rafael Santos Calderón Jaime Arias Ramírez Jaime Posada Díaz

María Paula Maldonado Editora

Carlos Alberto Hueza Representante de los docentes Germán Ardila Suárez Representante de los estudiantes

Rector

Rafael Santos Calderón Vicerrector Académico Luis Fernando Chaparro Osorio

Vicerrector Administrativo y Financiero Nelson Gnecco Iglesias

Departamento de Humanidades y Letras Isaías Peña Gutiérrez Director Óscar Godoy Barbosa Coordinador académico

Natalia Gordillo Laura Marcela Mateus Diana Cortes Nicolás Medina Alejandro Salazar Valencia Angélica Hernández Maria Camila Aldana Molano Natalia Cárdenas Morales Sebastián Medina Alejandra Urueña Ávila Karol Nieto Vanessa Pérez Imagen de cubierta: Natalia Gordillo, Dueto, 2015. Dibujo digital. 34 x 21 cm. Colección de las vísceras. Otras ilustraciones: Natalia C. Morales

Alapalabra es una publicación semestral de los estudiantes del pregrado en Creación Literaria. issn:

2422-5037 Alapalabra, vol. 2, n.º 3 julio-diciembre ·  2015 Ediciones Universidad Central Varios autores

Calle 21 n.° 5-84 (4.° piso) Bogotá, D. C., Colombia pbx: 323 98 68, ext. 1556 [email protected]



Producción

Coordinación Editorial Dirección: Héctor Sanabria Rivera Asistente editorial: Jorge Enrique Beltrán Diseño y diagramación: Patricia Salinas Garzón Corrección de estilo: Nicolás Rojas

Los contenidos de Alapalabra son publicados de acuerdo con los términos de la licencia Creative Commons 4.0 Internacional. Usted es libre de copiar, adaptar y redistribuir el material en cualquier medio o formato, siempre y cuando dé los créditos de manera apropiada, no lo haga con fines comerciales y difunda el resultado con la misma licencia del original. Las ideas aquí expresadas, lo mismo que su escritura, son exclusiva responsabilidad de los escritores y no comprometen a la Universidad Central ni a la orientación de la revista.

Contenido Pág.

Nota editorial........................................................................... 5 María Paula Maldonado | Juan Sebastian Castillo

rémiges narrativa

Bogotá noire............................................................................. 9 Sebastián Medina

Cenizas en tu cama.............................................................. 15 Juan Felipe Lozano Reyes

Gracielita sin nombre.......................................................... 17 Daniela Acosta Celis

La parvada de cuervos y una tortura china ........... 19 Árbol de Naranjas

Metálogo sobre la cuerda.................................................. 21 John Blair

Pintando...................................................................................... 26 Maria Camila

Un aroma................................................................................... 27 Camila González

Pág.

Una noche en el paraíso ................................................... 30 Clara Andrade Patarroyo

álulas poesía

Cavilaciones marchitas ..................................................... 37 Lina Betancourt

Hipnosis ..................................................................................... 38 Lina Betancourt

Sueños suicidas ..................................................................... 39 Joal

Visión del mar extraño........................................................ 41 Brian Gélvez

Cenizas....................................................................................... 43 Karol Nieto

téctrices

ensayo y otros géneros

In memoriam José Emilio Pacheco............................... 47 John Meza Mendoza

apterilios espacio del lector

Creación libre ......................................................................... 55 Los autores................................................................................ 57

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nota

editorial

Sea esta aventura de compartires y descubrimientos, el tercer número de Alapalabra, el espacio para celebrar el acto que constituye nuestra tarea, nuestra vocación: la escritura. Aquel juego de palabras en el que el mundo nos es revelado, tanto sus reglas como sus trampas. Juego de luz pero también de sombra, ofrenda de sentido y experiencia, encuentro con el otro. La escritura, ya sea consciente o involuntaria, es flujo de energía creadora, impulso y necedad. Es dentro de este juego donde el escritor resulta prisma resplandeciente, lente a través del cual la luz deviene palabra, y la sombra, silencio. Más que una fuente, el escritor es desembocadura, transcurrir de saberes. En la escritura Prometeo termina no solo por dar el rayo que cae del cielo, sino por darse a sí mismo. Escribir es entonces ofrendarse, pero también recibirse, pues el escritor, cuando ser, cuando lector, cuando hombre común, se recibe en el acto de la lectura. Es en la inevitable lectura donde se recibe lo que se ha ofrecido: un cuerpo, un mundo, un compartir. María Paula Maldonado Gómez Juan Sebastian Castillo Galvis

rémiges narrativa

[ré.mi.ges] Las rémiges son las plumas que proporcionan el impulso para volar. Sus formas son asimétricas en tierra, pero mientras conducen su vuelo son simétricamente iguales. Cobran sus particularidades cuando se detiene el movimiento vertiginoso de las alas y se puede finalmente apreciar las variaciones en sus filamentos. Se les llama también remeras, pues son capaces de remar en el aire.

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Bogotá

noire Sebastián Medina

Intenté salvarla. Quise hacerlo por ella y también por mí mismo, por demostrar que correríamos más rápido que los recuerdos si íbamos cogidos de la mano. Pero el pasado siempre está ahí cuando miro hacia atrás; es un grillete, como el juego de la zanahoria y el burro. La idea era no mirar atrás y que a nuestro paso se fuera jodiendo solita esta ciudad inmunda que tanto amé. Pero ese fue nuestro error. Fui yo quien intentó quitarle su tesoro más preciado, la quería solo para mí y mi mortalidad absurda. Antonieta pagó mi atrevimiento. Me quedé con poco más que la humedad de la lluvia, el recuerdo de un estruendo que humilló a los relámpagos y la imagen hermosa, atemporal e irremediable de ella tendida a mi lado, en el platón de una camioneta que nos iba a llevar lejos. Era un ángel, el cabello mojado que cubría su rostro avergonzado me hizo pensar en que no la amé lo suficiente en los últimos segundos antes de perderla. Para ese entonces había dejado a Los Chapines varios años atrás. Solían llamarme Walker, era un juego de palabras entre Walberto Caminos, mi nombre, y mi parecido con un personaje de una película policiaca del 67. El cine se había

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Bogotá noire

vuelto un plan frecuente entre Los Chapines desde que inauguraron el Múltiplex Andino. Cuando no estaban vendiendo drogas, cobrando deudas o bebiendo en su guarida, el bar Highway Chapinero, estaban comiendo maíz pira en el cine. Yo era uno de los encargados de las cobranzas, sin embargo el que menos se ensuciaba las manos, el chofer, que llevaba a los chicos a hacer el trabajo sucio. Manejaba una Ford F-100 roja traída desde Brasil. Fue un regalo del jefe, el viejo me apreciaba, era uno de sus favoritos. Bogotá se convertía en un travelling constante; cuando la miraba a través del parabrisas, de repente era la ciudad más bella del mundo, y la conocía tanto que yo mismo podría tatuarme en todo el cuerpo y con los ojos cerrados su malla vial. De verdad amé tanto a Bogotá que no pude evitar perdonarla. De verdad amé tanto sus cafés amargos, sus verdes oscuros, sus azules sanguíneos, sus grises ebrios, sus negros salseros y sus blancos tullidos. Sus aves majestuosas y vulgares a la vez, copetones, mirlas y pericas. En fin, sus parques, sus iglesias, sus santos, sus putas, sus muertos, sus líderes muertos, sus amantes vivos, sus chicos malos, sus cuerpos buenos, sus cuerpos, sus cuerpos, ¡carajo, sus cuerpos! Amé tanto a esta ciudad y sus cuerpos, vestidos, desnudos, cuerdos, etéreos o como fuese. Amé todos y cada uno de ellos, pero amé y preferí uno en especial que superaba a todos los demás por pura ventaja divina. Ese cuerpo era de mujer. Su nombre, Antonieta Vega, recordaba la fuerza de La Libertad guiando al pueblo y a la vez la pureza de alguien que pediría perdón a su verdugo por pisarlo. Antonieta podía ser cualquier Geraldine Doyle y a la vez cualquier Marilyn Monroe, cualquier mujer de la historia o de la ficción que yo pudiese imaginar, y aunque en nuestro pequeño mundo de pillos ella solo fuera la mujer del jefe, todas las apre-

Sebastián Medina

ciaciones que yo pudiese hacer de ella convergían en una sola, era Bogotá en carne y hueso. Cuando no estaba manejando por la ciudad, solía estar en el Highway Chapinero bebiendo y escuchando música. Mis encuentros con Antonieta pueden resumirse en mirarla, invitarla a un trago, sonreírle un poco y sacarla a bailar, todo en silencio y cuando el jefe no estaba presente. Lo bueno es que parecía que los chicos estaban de mi lado, en especial Toño, el barman. Su lealtad romántica estaba conmigo, no dejaría escapar palabra alguna que estropeara el hecho de ver a Antonieta sonreír con tanto esplendor. Ciertamente su sonrisa tenía una naturaleza celestial. Después de extorsionar, traficar y matar, los Chapines volvían al Highway Chapinero a buscar redención. La sonrisa de Antonieta los exoneraba de sus pecados; verla bailar, así fuera conmigo, les suponía pensar que todo estaba bien, que era legal el comercio de drogas y que Los Chapines eran una banda rola que se dedicaba únicamente a ir al cine y a ver bailar mujeres hermosas. Aquellos eran días buenos. Una tarde en que el sol brillaba me volé un ratico con Antonieta, cogimos la Ford y nos fuimos a pasear por La Candelaria. Manejar por esas calles era como estar en un rodaje amateur sobre el amor de dos épocas, un amor estático y definido, muy opuesto a los sentimientos implícitos que yo tenía por ella. Allí el tiempo se transformaba en cajitas de colores que a la luz del sol reflejaban toda la incertidumbre de si allí vivían personas o sueños. Antonieta miraba por la ventana y en toda la plenitud del asfalto por donde pasaba la Ford se iban construyendo las casas con cada vistazo. No tuvimos tiempo de mirarnos entre nosotros, pero sí de juntar esporádicamente nuestras manos en la palanca de cambios y yo, especulativo como de costumbre, me di cuenta de que, en ese silencio fibroso de un cine para dos, estaba enamorado de Antonieta.

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Bogotá noire

Aquellos no eran días tan buenos. Poco después del paseo por La Candelaria, fui con los muchachos al Múltiplex Andino. Normalmente yo los esperaba afuera en la Ford, pero insistieron tanto que terminé adentro comprando maíz pira y gaseosa. Fuimos a ver El resplandor. Los muchachos se llevaron la comida y las gaseosas mientras parqueaba la Ford porque la había dejado sobre la avenida. Escuché varios estruendos que provenían del cine, luego gritos y minutos después, el chirrido de las llantas de un vehículo. Mi cuerpo se entumeció por unos segundos y lo sentí absurdamente frío. Aquellos eran días terribles. La gente salía corriendo de la sala en donde se iba a presentar El resplandor y a medida que me acercaba el miedo se hacía más agudo. Entré y el proyector mostraba una pantalla blanca. Los muchachos estaban muertos, abaleados, su juventud criminal les había sido arrebatada. ¿Quién fue? No puedo saberlo, yo no me metía en esos asuntos, simplemente era el chofer, no era más que un inútil. Los muchachos estaban muertos y el chofer estaba vivo. El chofer estaba vivo y era un cobarde. El cobarde estaba vivo y era un cagón. El cagón seguía vivo y lloraba. Lloraba y apretaba sus puños. No tuve más remedio que irme en la camioneta. En la radio pasaban la noticia de la masacre del Múltiplex Andino. Apagué la radio. Mientras manejaba, todavía quieta, callada y oscura, Bogotá se me caía a pedazos. Esa noche odié la ciudad como se odia a un dios que no es misericordioso. Llegué al Highway Chapinero, dejé la Ford en el parqueadero y no entré, no lo hice en mucho tiempo. Me olvidé de mí mismo y decidí volverme el hijo pródigo de esta ciudad. Duré semanas, días y meses borracho, barbudo, sucio y desconcertado. Solía escabullirme en Monserrate por las noches y me sentaba mirando hacia la ciudad. Cuando el sol comenzaba a calentar mi espalda, tomaba un buen trago y esperaba en vano que fuera un día mejor.

Sebastián Medina

El cobarde del Highway. El chochón. Ojalá lo hubieran matado también. Péguese un tiro, güevón. Borracho asqueroso. Debería darle pena. Tenga pantalones y plante cara. Eran sus amigos... Todas las voces de mi cabeza tenían razón, ninguna podía ser más sabia y racional. Siempre fui un cobarde, pero seguro de tanta borrachera se me había prendido el orgullo. Me afeité, me di un buen baño y me vestí. Fui caminando hasta el bar y entré como un cliente. Los Chapines, al verme, me miraron molestos, todos menos Antonieta que se sentó a mi lado en la barra. Incluso meses después retomamos nuestro ritual como si nada hubiese pasado. Todos allí querían comerme vivo pero ella me perdonó y yo nunca la olvidé. Después de unos tragos y unas miradas confusas, nos pusimos de pie y fuimos a bailar. Bailamos dos canciones. Primero una vieja pero poderosa: Decisiones de Richie Ray y Bobby Cruz. Parecíamos dos trompos, dos bestias; el universo de repente fue WalbertoAntonietacentrista. La segunda canción me afectó un poco, pero Antonieta me retuvo y me clavó una mirada enriquecida por su sonrisa: Decisiones de Rubén Blades. Me aturdí un poco, no bailaba tan bien, pero no importaba, Antonieta cerraba los ojos por momentos y sonreía, y eso me bastaba. Decisiones, todo cuesta. ¡Salgan y hagan sus apuestas! Besé a Antonieta en medio de la pista mientras seguía la música. Decisiones, todo cuesta. El jefe salió furioso, yo seguía un poco atembado. Empezó a forcejear a Antonieta y a repetir lo que decían las voces de mi cabeza. Me amenazó y me dijo que me largara por las buenas. Yo solo la quería a ella, así que le metí un manazo al jefe y la saqué del bar. ¡A lo love story! Todos los Chapines se fueron detrás nuestro, pero los perdimos, a excepción de uno. Seguíamos corriendo por Chapinero. Era de noche y comenzó a llover. Las calles, solas, hacían eco de nuestros pasos húmedos. A punto de agotarnos, Toño llegó con la

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Bogotá noire

Ford como caído del cielo lluvioso. Subimos al platón y creímos asegurar nuestra victoria. Por ahí dicen que el problema de querer algo es el miedo a perderlo o a no conseguirlo nunca. Detrás nuestro había un hombre que había sido ofendido en su propia casa. Ese hombre, un tanto viejo, se puso su sombrero para bloquear la lluvia de sus ojos. Se quitó su abrigo pesado y sacó del estuche de su cinturón un revólver. No se es el jefe de Los Chapines por cualquier vaina. Levantó el arma y alineó la mira con su visión. Silenció el ruido de la tormenta por un instante. De las dos sombras que estaban en el platón de la Ford, cayó una. Ahí me encontraba yo, reconociendo mi error, o lo que faltaba de él. Siempre supe que Bogotá, la maldita, asquerosa y bella ciudad, era un beso en medio de palomas muertas. El beso ya estaba, faltaba lo otro. Y el orgullo de esta ciudad es implacable.

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Cenizas en tu

cama

Juan Felipe Lozano Reyes

Ya no hay fuego esta noche. La llama se acaba de consumir y ella está sentada en la cama, esperando. Con los ojos cerrados, esperando. El fuego había crecido desde la tarde anterior cuando dos fieras se entrelazaban. Se sentían y se devoraban. Su pasión había incendiado las sábanas y tuvieron que tirarlas al suelo para que no murieran calcinados. Afortunadamente solo se quemaron las sábanas porque eran solo ellas las que habían sentido de primera mano la fuerza ígnea: el resto del cuarto solo podía imaginarla. Su figura se deslizó por la habitación. Recogió algo del suelo y de pronto estaba lista: ya era otra. Él, por su parte, la contemplaba. Era esa noche. No habría más noches. No la conocería jamás. Su cabellera se revolvió por el cuarto, sus pasos resonaron como campanadas en su cabeza, un-dos, un-dos, un-dos. Ahora él está quieto como un gato y ella es el Mundo. Tic tac, el tiempo pasa, y el carbón de mil incendios se amontona en el suelo: sabe muy bien que esa hoguera no se volverá a encender. Pero valió la pena.

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Cenizas en tu cama

Ella trae una infusión. “Para que me olvides”. Él la toma sin miedo; no desconfía, es un niño en brazos de una madre desconocida. Sus ojos titubean mientras su cuerpo no se mueve cuando ella saca su billetera del pantalón extendido en el suelo. Se va. Y ahora solo mira por la ventana pensando en que tal vez ella ya sea otra y el fuego esté calcinando otra cama. Y las estrellas se van apagando, una tras otra tras otra...

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Gracielitasin

nombre Daniela Acosta Celis

En una banca del parque estaba la loquita, parece que se llamaba Graciela, pero aún no se ha comprobado, dice que se le fue el nombre en alguno de sus trabes y por más que siga yéndose de sí en busca del sustantivo, nunca ha podido recuperarlo. Estaba con los brazos llenos de retazos sucios de quién sabe qué ropas, de botellas para guardar, de bolsillos recortados para conservar los plones y las fórmulas rateras que utiliza en la tienda de don Freddy o en el chuzo de la señora Mary. Allí sentada se encontró en la orilla opuesta del parque, llevado por todo lo que pueda arrebatar a una persona, a un nuevo colega, un compañero de las calles y las pérdidas. Se topó con su cuerpo inamovible, dado sin condición a convertirse en estorbo para los pequeños que disfrutaban del parque, y la posible Graciela pensó: ¿Y si don señor viniera y de puro mierdoso me atracara? ¿Y si en el atraco me pusiera a llorar como una magdalena y por ello se me quita la mugre de los ojos y se enamora de mí? ¿Y si me enamoro de él porque también se pone a llorar y se le quita la mugre de sus ojos? ¿Y si luego nos robamos un Listerine y nos besamos? ¿Y si nos pillan y no queremos ir a la UPJ y nos escapamos? ¿Y si se

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Gracielita sin nombre

me caen todas las botellas y mis cosas y sus cosas y se las llevan y nos quedamos sin nada corriendo por Bogotá? ¿Y si llegamos al centro y nos vemos con unos viejos amigos y nos metemos lo que encontremos? ¿Y si en esas nos da por ir a ver pasar los transmis en la Jiménez y elegir la persona que vamos a ser en la próxima vida? ¿Y si decidimos más bien que la otra vida no es un cielo, ni un infierno, ni una reencarnación, sino por fin la decisión de vivir si se nos da la gana? ¿Y si luego él se tira a un bus porque ya no se le da la gana? ¿Y si lo salvo y nos caemos y nos gritan y nos da miedo y lloramos y se nos limpia la mugre y nos enamoramos? ¿Y si luego queremos dejar la calle y las búsquedas y las pérdidas y las liberaciones y los viajes? ¿Y si nos integramos a un grupo de rehabilitación? ¿Y si nos curamos? ¿Y si luego nos casamos y alquilamos una pieza? ¿Y si después consigo trabajo de recepcionista y él de celador? ¿Y si tenemos un hijo? ¿Y si ese hijo sale marihuanero por genética? ¿Y si pillo al culicagado metiendo yerba y le doy su pela? ¿Y si se enrabona y se larga de la casa? ¿Y si me toca salir en las noches a buscarlo por la loma? ¿Y si lo encuentro muerto por dieciséis puñaladas? ¿Y si me vuelvo loca? ¿Y si mi marido se vuelve loco? ¿Y si llamo a la policía y por sapa me queman la casa? ¿Y si nos quedamos sin nada? ¿Y si nos toca vivir en la calle? ¿Y si no lo soportamos? ¿Y si conocemos viejos amigos de la Jiménez? ¿Y si nos dan trabes? ¿Y si nos trabamos? ¿Y si se me pierde el nombre? ¿Y si él no me encuentra? ¿Y si nos perdemos el uno del otro? ¿Y si voy recogiendo por el mundo retazos de quién sabe qué ropas? ¿Y si tengo botellas para guardar? ¿Y si recorto bolsillitos para cuidar mis plones? ¿Y si decido robar? ¿Y si estoy en una banca del parque? ¿Y si veo a un tipo llevado del putas? ¿Y si me encarto con vivir? ¡Qué vida tan dura hemos vivido, amor mío!

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La parvada de cuervos y una

tortura china Árbol de Naranjas

La condición de Eisen siempre lo ha obligado a permanecer sentado con la nuca apoyada en el respaldo de una silla simple, construida con madera robusta y oscura. Sin poder cambiar de posición, a Eisen le es imposible impedir que una gota de agua le golpee la frente a intervalos cortos y repetitivos. Con su visión dirigida hacia el cielo, solo le es permitido evidenciar el paso de los días y las noches. Eisen encuentra en la ausencia de luz una extrema comodidad, puesto que al no estar el sol en lo alto, sus retinas no se queman y no ve por todos lados esas incómodas manchas de todos los colores del arcoíris. Eisen siempre se ha preguntado sin hallar respuesta: ¿qué es lo que produce la oscuridad? Frustrado en un día cualquiera como los tantos que ha vivido desde la eternidad, zafa las amarras y estira la mano izquierda, intentando palpar, aunque sea rozar, con la yema de los dedos, ese aparente velo negro que cubre los cielos. Su mano se sumerge en la acuosa oscuridad y siente algo pasar entre sus dedos a gran velocidad. Intenta predecir y

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La parvada de cuervos y una tortura china

con un movimiento ágil lo agarra; es algo que se mueve con extrema furia y a su vez profiere horribles sonidos, que desgarran y adolorizan los oídos. Sin soportarlo más, Eisen suelta aquello que atrapó y lo deja perderse de nuevo en los cielos. Al amanecer, Eisen ve cómo su mano está llena de heridas; los huesos se exponen en algunos de sus dedos y en su palma hay un girón de carne que permanece prendida por una delgada fibra muscular. Eisen chilla de odio y al caer la noche eleva su mano derecha con extrema violencia a los cielos, calcula la velocidad de las cosas que surcan los aires y lo atrapa después de unos tantos intentos. Baja su mano desde lo alto y, teniendo cuidado de no liberar lo que agarró (que de nuevo propina dolor y sonidos), lo golpea con la mano izquierda, con la suficiente fuerza para que esa rareza se silencie y detenga su movimiento. Al aclarar de nuevo, Eisen eleva su mano más allá de su cabeza para ver lo que atrapó. Entre sus dedos yace un cuervo moribundo que apenas respira. Eisen, conmovido por su crimen, rompe en sollozos y un segundo después una voz que nunca había escuchado emite lo que al parecer es una orden... Resuenan unos pasos y, cuando estos se detienen, una bala perfora el corazón de Eisen. Muerte instantánea. —Traigan al siguiente, pero quiero que esta vez lo torturen con paciencia; la locura los hace delirar, y en ese estado es imposible arrancarles información alguna. Tiren el cadáver a la fosa y que los cuervos se encarguen del resto. *** Los cuervos se tiran en picada desde los cielos para caer como cuchillos sobre la carne pálida del cadáver. Una parvada gigante se aglomera en la fosa y Eisen pasa de observar a convertirse en la siniestra y total oscuridad.

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Metálogo sobre la

cuerda John Blair

Hace tiempo una idea ronda en tu cabeza: todo en esta vida está unido por una gran soga invisible. Probablemente alguien lo dijo antes de ti con mejores palabras y hasta con dibujitos; si tomas el destino como una idea no preconcebida o si aplicas la teoría de cuerdas de forma filosófica, posiblemente hablarías y parlotearías sobre la soga y sus múltiples usos; pero para ti la idea es simple: todo, absolutamente todo, está unido por una gran soga invisible, una gran cuerda que adquiere forma a partir de los actos y se rompe cuando llega la muerte. El origen de la cuerda es un hilo, uno pequeño. Sin embargo, no se trata de algo espontáneo que se crea al momento de nacer: si te abortan o mueres a los pocos días de nacido, la vida no te entrega una soga, no tienes nada. El primer hilo, de color dorado, se crea a partir de la conciencia del dolor, del entendimiento sobre un gran daño que no fue producto de algo necesariamente físico y que trajo una enseñanza. ¿Recuerdas la primera vez que te partieron el corazón? Eras un crío todavía y te acercaste con tu cara de “soyunidiotaenamorado”; ella te miró de arriba a abajo con sus pequeños ojos oscuros antes de que su boca se uniera con la tuya en un gran y apasionado beso de

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Metálogo sobre la cuerda

película romántica de los noventa. Viste cómo se alejaba contoneando su cadera, y tú como idiota seguías creyéndote el rey del universo. Ese mismo día te enteraste de que tu gran amor había ido a la casa de tu mejor amigo a jugar videojuegos y una cosa los llevo a la otra. Él se lo metió de otra manera: rudo, fuerte, sucio; diferente a como tú lo hacías con ella. Obviamente cortaron. Lloraste y duraste jodido mucho tiempo, el amor no es eterno, y comprendiste que tu corona de rey del universo estaba hecha de papel crepé. Tiempo después, cuando sentiste que la herida había sanado, viste en internet fotos de ella y él jugando desnudos; hacían una hermosa pareja. Te dolió de nuevo, te sobaste fuerte el corazón con alcohol y entendiste que nunca hay una sincera interacción entre las personas, solo posibles acercamientos. Las hebras de tu soga se volvieron de acero, tiesas y duras. Ahora bien, la vida sigue su curso, tú no eres un chico suicida de los que andan llamando la atención, pero cada vez son más recurrentes esas decepciones y fracasos porque esperas algo de la vida. Creas una personalidad y te la pones como armadura, el dolor va desapareciendo y todo es simple... por un tiempo. Tus compañeros de universidad dicen que te aceptan como eres aunque sabes que en los pasillos hablan de ti cosas que se inventan y solo aparecen cuando se destapa una cerveza. De tu familia es mejor no hablar, juzgan cada paso que das. La cuerda se va trozando con cada mentira que creas. Cada hebra que se rompe suena como si hubiera muchos pájaros chillando dentro de tu cabeza. Decides volverte un cazador: vas a bailar y te sientas con tus amigos haciéndote el misterioso, el rebelde, y unas horas después alguien está contigo en la cama. No importa si son hombres o mujeres, la cuestión es cazar. Tu vida transcurre entre los antidepresivos y la doble moral. Te aburres y la cuer-

John Blair

da se distiende, alguien te atrae y la cuerda se tensa. Nada nuevo en estos días, pero la cuerda se va haciendo cada vez más gruesa por todo lo que acumulas. Una chica te envía la invitación de su boda y te ríes recordando aquella vez que te la follaste en la capilla. Vuelves a tus cavilaciones y te das cuenta de que el problema no es que alguien se vaya, sino que todo se reduce a la permanencia efímera de las personas en tu vida. Tensas y amarras. Cuando alguien dice que se queda, te asustas y te imaginas agarrando un avión y empezando una nueva vida. Aparece ella. Poco a poco se va quedando más que otras personas en tu casa y no sabes cuándo sucede, pero ya tienes una relación: sales muy poco con los demás, dejas la bebida y las fiestas; el cazador murió y apareció un buen chico, una especie de drogadicto rehabilitado. No importa la manchita oscura en su muslo derecho ni el colmillo pronunciado: las imperfecciones de ella te atraen. Inclusive puedes hablar de felicidad y no entiendes por qué antes estuviste en ese periodo tan oscuro en tu vida. Parece que la vida va muy bien, puedes dormir a su lado sin necesidad de pagar con promesas o dinero. La cuerda parece estar tranquila, amarrándose alrededor de tu corazón. Conozco el futuro y quiero decírtelo. Todo transcurrirá normalmente hasta que un día comenzarás a escupir sangre en las mañanas. Irás al médico pero te dirá que tu organismo está bien, aunque te enviará exámenes para revisar el hígado. La cuerda se tensa, pero no sabes por qué. No hay errores en tu vida: eres el hombre con el trabajo perfecto, con un buen nivel de estudio y dinero; incluso todavía después de tanto tiempo continúa el buen sexo y la confianza en la relación. Tranquilo, muchacho, en este planeta solo importa ser feliz, no cómo conseguir serlo. Una voz dice que estás jodido por dentro, pero prefieres ignorarla antes que preocuparte y tensar la soga.

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Metálogo sobre la cuerda

Después de un nuevo examen con resultados normales, saldrás y te encontrarás con ella en un parque, se acostarán en el pasto, hablarán de algún tema del posgrado en Física que estás cursando y otras estupideces como la permanencia de las personas en la vida. Después de un rodeo muy grande, lanzarás el dardo y le preguntarás por la posibilidad de pasar la eternidad juntos. Palparás tu bolsillo, el anillo todavía estará allí. Ella, al verse entre la espada y la pared, te dirá que ya no siente nada por ti. Recordarás las últimas veces que no quiso ir a tu casa, te dijo que estaba cansada, y los pájaros volverán a chillar en tu cabeza mientras sientes la sangre pasar de tu esófago a la garganta. Es amarga. Tratarás de levantarte para tomar un poco de aire y conseguir un baño dónde vomitar pero es tarde. Trasbocarás en el pasto y le salpicarás su vestido. No pasará nada, es rojo. La cuerda se tensará y destensará en tu corazón, apretará fuerte. Insisto muchacho, en este planeta solo importa ser feliz, no cómo conseguir serlo. Ella te mirará, te limpiarás la boca y le preguntarás por el nombre de su amante. En ese instante recordarás que ya lo habías escuchado. Te alejarás de ella y empezarás a caminar. Los letreros son confusos, supondrás que está preocupada por ti pero no te darás la vuelta para ver a esa perra. La ira te hará ver bien. Caminarás rápido hasta que escuches un sonido, un crack, los cuellos de los pájaros que chillan en tu cabeza. Un chorro saldrá nuevamente de tu boca, pero este será más grande y más espeso que los anteriores. La cuerda se tensará y apretará el alma. Te desmoronarás en el charco de sangre que has producido. La gente te mirará pero solo será por el morbo que produce la muerte. Los paramédicos llegarán a atenderte las convulsiones, ella no estará. Nadie estará en tu vida.

John Blair

Más adelante te enterarás de que nadie sabe lo que sucede en tu organismo, pero no tienes derecho a reparaciones. Soñarás con el incidente del parque y con una oveja morada que se sienta a escribir un relato. A veces te imaginarás las cuerdas que están atadas a tu cuerpo, sabes que eres un títere pero nunca podrás verle la cara al titiritero. Seguirás con la idea de que todo en esta vida está unido por una gran cuerda. Las vigas del cuarto son robustas, muy robustas, extrañarás el sonido de los pájaros en tu cabeza. Pensarás en colgarte y buscarás en eBay, las sogas que soportarán tu peso estarán a muy buen precio y demorarán solamente tres días en llegar a tu casa. Tranquilo, chico, si quieres puedes pagar con tu tarjeta de crédito y puedes decidir que el banco costee tu muerte. Piensa en tu futuro. Aunque no puedas cambiarlo porque no puedes romper la soga que te ata al universo.

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Pintando Maria Camila

Débil y aún con sangre fresca en su rostro, ella sonríe con una excitación que sube como pólvora a sus ojos. Está lista para el próximo golpe. Uno más fuerte. Uno más profundo. Uno que le quite la poca cordura que le queda. ¿Qué más da? Un golpe más, un moretón más... Su interior está vacío, en blanco, diferente a su exterior, en donde se empiezan a evidenciar los hematomas que aparecen con rapidez en su cuerpo, pintándolo del morado más feliz que ella haya visto. Ni siquiera se molesta en limpiar su rostro, lo exhibe como un trofeo. Sigan creando en su cuerpo, a ella le gusta, quiere pintar su exterior, escribir su piel. No piensen en detenerse, pues ni al notar la quietud la verán levantarse. Nunca la verán alzar su mirada con la adrenalina que luego morirá en su sonrisa.

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Un aroma Camila González

Un aroma sutil le llegó desde el fondo de la cocina. Escrutó los mesones, el lavaplatos, la puerta, incluso el techo, pero no halló nada extraño. Se volvió lentamente hacia la estufa y continuó vertiendo agua en la olla que acababa de poner al fuego. Aquel aroma la había estado persiguiendo todo el día. Casi estaba segura de que pertenecía a alguien conocido, pero no podía identificar a quién. Sacó uno a uno los ingredientes y empezó a picarlos distraídamente. El olor del tomate ahogó aquel aroma extraño y espantó la inquietud que, por breves momentos, había llenado a la mujer. Dejó caer la pasta de tomate en el sartén, y cuando estiró la mano para tomar el cuchillo de nuevo, sus ojos pasaron sobre la franja de piel blanca en el dedo anular. Aunque el anillo no había ocupado ese espacio durante dos años, la marca seguía ahí para recordarle la noche en que la cama le pareció demasiado grande para ocuparla toda y demasiado fría para que le permitiera conciliar el sueño. Tomó el cuchillo con una mano y la cebolla con la otra.

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Un aroma

Había creído que ese matrimonio duraría para siempre, que sería el último y la acompañaría hasta el día de su muerte. Se había equivocado. Había tenido la esperanza de tener hijos, pero sin un hombre era imposible, y no le parecía justo someter a un niño a una vida solitaria con una madre que se ausentara para mantenerlo y un padre ausente por falta de compromiso. Para ella, una infancia solitaria desembocaba, irremediablemente, en una vida solitaria. Durante su niñez su abuela se “ocupó” de ella. Se “ocupó” porque no era su trabajo hacerlo y nada más se encargaba de proveerle comida y compañía ocasional. Sin embargo, la recordaba con cariño. La cebolla cayó junto al tomate; al cabo de un rato, modificó el olor, lo volvió más agrio. En las vagas imágenes que ocupaban su memoria, su abuela estaba siempre en la cocina, rodeada de todo tipo de olores. Tarareaba en silencio, pues la mujer no recordaba la melodía, y sonreía. Parecía feliz. Mientras la cebolla tomaba color, el aroma volvió a hacerse presente. No provenía de ningún rincón de la cocina, estaba más cerca. Tomó la camisa, la alzó hasta su nariz y la olió. El olor de la cebolla había impregnado su ropa, resultaba desagradable. Como por acto de reflejo tomó un mechón de cabello y lo olió, la cebolla lo había alcanzado también. Se sintió molesta, bajó el fuego hasta el tope y salió de la cocina mientras se quitaba la blusa. Cuando la prenda alcanzó su nariz descubrió que el aroma estaba justo allí. Se quedó quieta en el pasillo con los brazos en alto y la blusa aún sobre la cara, y cerró los ojos. Su abuela tenía el cabello blanco, las manos cubiertas de manchas y la cara poblada por arrugas que guardaban celosamente los olores de la cocina.

Camila González

Descubrió el olor de la cebolla y el de su cabello, que era un poco más dulce. Había algo más, algo que tiraba de sus recuerdos y la hacía evocar a su abuela tarareando en silencio, ocupando la cocina. Su abuela olía a algo picante como la cebolla y algo dulce como las cremas que solía usar. Y algo más que hacía que esa mezcla de olores fuera indiscutiblemente suya. Apretó la blusa contra su nariz y aspiró fuerte, la cebolla y el detergente llegaron a su nariz, pero nada más. Tiró la blusa a un lado y aferró lo que pudo de su cabello para olerlo, cebolla, champú, la cebolla estaba en todos lados. Dobló el cuello todo lo que pudo, estiró la copa del sostén hacia adelante, había sudor y un jabón dulce. Sus manos brincaron inmediatamente a la cremallera, se sacó el pantalón a los tirones, lo acercó a su nariz, detergente, sudor, nada más. Tiró el pantalón a un lado. El aroma seguía allí. Sus ojos se pasearon frenéticos por la ropa en el suelo y llegaron, finalmente, a su cuerpo. Levantó un brazo y lo apretó contra su nariz, encontró algo sutil, familiar, amargo. Se pasó las manos por la cara y descubrió el aroma sujeto a sus manos, se arrodilló y lo encontró en sus piernas y pies, cubría toda su piel. El olor le recordaba a su abuela muda, cocinando, sonriente. Apretó los ojos, se obligó a recordar con las manos aplastadas contra su nariz, inhalando el olor a cebolla, champú y el aroma que resultaba extraño y familiar al mismo tiempo. De repente, los recuerdos cesaron, solo vio negrura. El olor subió por su nariz y alcanzó el lugar más profundo de su cabeza. La melodía empezó a sonar. Era una melodía simple, pacífica, una melodía que su abuela le cantaba mientras la abrazaba, la aferraba contra su pecho y la impregnaba con su olor, el mismo que la mujer había encontrado aferrado a su piel, su olor a anciana.

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Una noche en el

paraíso Clara Andrade Patarroyo

Escucho los pasos cada vez más cerca, aprieto fuertemente mi linterna de pescador y alumbro. No se ve nadie. Mi ropa sigue ahí, justo donde la dejé al desempacar. —¿Quién está ahí? —grito. Nadie responde. Sigue acercándose, ¿será medianoche? No sé. Jeremías lo había dicho: —Mire, profe, por acá hay un ladrón, es el ladrón del pueblo. Se llama Adán y se roba los cultivos, sobre todo los limones; aunque también le gusta la ropa. Los interiores los vende en la plaza y el resto se lo pone. Así uno sabe cuándo ha robado. Escucho su respiración, imagino su sonrisa. Él sabe que estoy aquí: una mujer sola y sin mascotas. Una profesora que no debe llevar armas. Lo presiento a través de las paredes de angeo, con sus botas y quizás un machete. Vuelvo a gritar, aunque sé que no tiene sentido: —¿Quién es, hijueputa? ¡Lárguese, malparido! Acaballada en mi hamaca, con las pantaneras puestas, la linterna en la mano y dispuesta a pelear hasta que algo suceda.

Clara Andrade Patarroyo

Recuerdo que en esta casa (si a esto puede llamársele casa) nunca hay dinero, ni siquiera otro fogón que no sea de leña. Recuerdo las historias de la selva: la curupira, el mochacabezas. Esto es peor: es la verdadera violencia que solo conoce alguien que ha vivido en una ciudad como Bogotá. Pienso que debí tener un perro, tal vez un pastor alemán furioso y cuidador, pero se me ocurre que lo habría matado el veneno del piojo’e culebra, o quizás lo habría atacado el alacrán que espanté hace dos noches. Con las botas puestas (porque hay que ser precavida), termino de levantarme de mi hamaca y doy una vuelta por toda la maloca, intento alumbrar con la linterna y maldigo mil veces por todo (maldita electrificadora de Leticia, tan corrupta e infame como toda la ciudad. Malditos ladrones de pueblo). —¡Maldita sea!, ¿quién está ahí? —grito. Fueron largas noches de espera, noches enteras sin dormir, acompañada por una linterna y muchos paquetes de cigarrillos. Por fin llegó la hora, finalmente Adán me descubrió y vino por mí. Silencio. Adentro de mi maloca solo puedo preguntarme qué sucede. Escucho el sonido de la noche: la selva entera me dice que este no es un lugar seguro, que cada paso me conduce a una serpiente. Percibo una respiración agitada, pero puede ser la mía. Los días calurosos se convierten en noches frías, aun así mi cuerpo está bañado en sudor helado y pegajoso; el temblor de mi mano derecha me impide alumbrar lo que quiero. Dejo que la linterna alumbre desde la mesa, busco un encendedor en el bolsillo trasero del jean y saco un cigarrillo de las botas. Será otra noche larga. Intento fumar pausadamente, pero de nuevo vienen los pasos. No se ha ido. Ahora da una vuelta alrededor de la

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Una noche en el paraíso

casa, busca la puerta de entrada (no ha de tener una navaja para romper fácilmente el angeo). Se detiene. Debí tener a mano, al menos, un cuchillo de cocina, debí ser una mujer más ordenada (como, según dicen, deberían ser todas las mujeres). Tomo de nuevo mi linterna y camino hacia la puerta: si entra, tendrá que matarme primero. Sin explicación posible, Adán se aleja, se pierden sus pasos en la selva. —Debe ser que le dio miedo— me dicen los niños al día siguiente. —Será que pensó que solamente una loca viviría sola en esa casa —respondo riendo— y él sabrá que las locas somos las más peligrosas. Cinco noches después me mudé de El Edén y nunca más volví.

álulas poesía

[á.lu.las] Las álulas son un grupo muy pequeño de plumas que están en el borde interior del ala, en su parte superior. Son indispensables en el aire y por esto se les asocia más a un vuelo que a un aterrizaje. Al ser las encargadas de enfrentarse al viento, permiten un vuelo lento, sin caídas inesperadas, lo que las une a la indispensable necesidad de equilibro.

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Cavilaciones

marchitas Lina Betancourt

Mi letra no es la misma, la voz no se quiebra igual que ayer, la piel continúa fría. La juventud, una ilusión. Aquello que afirmo, un sueño. Aquello que niego, sustancial. La juventud, una ilusión. Mi espíritu sumido en el fango, embalsamado de oscuridad, sudor amargo resbalando por la espalda. La juventud, una ilusión. Todo se va con el primer rayo del sol, morir es distinto a lo que suponemos. La juventud, una ilusión.

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Hipnosis Lina Betancourt

Te imaginé doblando la esquina, te imaginé entre recuerdos tardíos, te imaginé entre azules eternos, imaginé tu voz en medio de un cántico treno. Ilusión fascinante, infinito vacío de un papel en blanco, tañido de campanas, espiral de rojizo desconcierto. Te imaginé en un febrero alunado, te imaginé doblando todas las esquinas, habitando todos los espacios, asaltando todos mis caminos.

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Sueños suicidas Joal

Tan cruel y súbito es el sueño con el que me despierto, mientras siento despertar en la simetría de otro sueño... —Así respondió su propia sombra o quizá su otro yo. Un sueño utópico, un sueño enredado entre las espirales de una consciencia vesánica... Confundido entre los sedimentos de la realidad, entre los cauces de la fantasía, jamás comprendió el porqué de su existencia, tan fría como su habitáculo, el mismo lugar de donde emergen más preguntas, más pensamientos sacrílegos y suicidas... Sentado en el abismo de su siniestra tristeza, meditabundo y sin emoción de perder la razón, recuerda la noche, el sol, el deambular con el peso de la lúgubre melancolía enredada entre su barba, el dejar huellas por un camino desbordado; así terminan sus horas dentro del tiempo segregado, con la lobreguez en sus pupilas, despertando de nuevo, esta vez alejándose de sí mismo...

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Sueños suicidas

Es un sueño parapléjico... uno más intentando sobrevivir de las garras de una inexorable existencia... —Así respondió, no su sombra, tampoco su otro yo... Así respondió la muerte sonriéndole a sus más trémulos lamentos...

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Visión

del mar

extraño Brian Gélvez

Azul de mar que azul verde ensangrentado viento de seis nudos que las velas ha arrastrado nubes de formas pastosas y oleaje picado que bulle en manos múltiples de vello rizado. El hombre-barco que zarpa con el torso muy curvado hacia costas de puertos de muelles desbaratados. El hombre-barco que grazna con el torso muy curvado atravesadas en su espalda

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Visión del mar extraño

las piernas astilladas mástiles de ron amargo y sus brazos suplicando por un horizonte no alcanzado y su rostro suplicando por la profundidad que yace abajo.

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Cenizas Karol Nieto

Observo mis labios convertidos en las cenizas del cigarro de mi padre. Afuera, la primavera llora tierra y me recuerda que las palabras ya no me son suficientes. La inefabilidad abre sus piernas y yo, con un suspiro, trago las volutas de aire estrelladas contra los cristales. Cierro la ventana con la certeza de que jamás podré regresar al mundo etéreo, en donde la vida se estrella infinitamente contra los cristales, y los hígados de mis esferos explotan en el silencio definido con un trazo que solo puedo entender con los ojos cerrados. Adentro, logro hundirme en el infinito sueño del canto de las mirlas.

Téctrices ensayo y otros géneros

[téc.tri.ces] Similar a las tejas de un techo, estas plumas se encargan de proteger a sus aliadas en el vuelo. Su tamaño no es siempre el mismo, porque aquellas plumas que cubre y abraza tampoco suelen ser iguales. Por encima de su indudable delicadeza, estas plumas resisten a condiciones externas en las que en el aire, las otras plumas no siempre podrían sobrevivir.

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In memoriam

José Emilio Pacheco John Meza Mendoza

José Emilio Pacheco abre su novela Las batallas en el desierto con un epígrafe tomado de la popular novela inglesa The Go-Between, de L. P. Hartley: “El pasado es un país extranjero. Allí se hacen las cosas de un modo diferente”. La pregunta en común de ambas obras queda en el aire: ¿Es el pasado un lugar extraño, en el que quizás hemos estado y del que guardamos memorias, pero que ya no podemos habitar? Ya en 1981 Pacheco era una figura consagrada en el campo literario mexicano y latinoamericano. Se le reconocía tempranamente, con cuarenta años, como uno de los escritores “más sorprendentes y originales de la literatura actual en nuestra lengua”, si elegimos creerle a la solapa de la primera edición de Las batallas. Sin embargo, en 1999 Pacheco se reconocía a sí mismo —no creo que sin algo de falsa modestia— apenas como “un lector común sin más aspiraciones” que publica unas “notas marginales” en un libro de ensayos, Jorge Luis Borges: una invitación a su lectura. Sus “pocas” aspiraciones tan solo le fueron suficientes para escribir, a lo largo de cincuenta años, cerca de quince

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In memoriam José Emilio Pacheco

poemarios, siete obras de narrativa, traducir a Eliot, Beckett, Schwob, Wilde y Tennessee Williams, y para escribir el guion de una película, sin contar su labor como editor de literatura y suplementos culturales, sus numerosos ensayos y su obra crítica, en la que dejó testimonio de sus lecturas y opiniones acerca de la literatura latinoamericana. Tanto se puede decir de Pacheco como podría decirse de escritores monumentales de la talla de Carlos Monsiváis o Elena Poniatovska y, en suma, de la llamada Generación del 50 en México. No obstante, en su amplia obra son constantes algunas —más bien pocas— obsesiones de autor. Una de ellas, para mí una de los más importantes, es la obsesión con el pasado —el propio y el de su nación—, el pasado como un “país extranjero” que no puede sino evocarse a medias en el recuerdo. El pasado como pregunta —pocas veces como respuesta— está presente en la gran mayoría de sus poemarios e incluso en cualquiera de sus escritos, en la medida en que el ejercicio de la escritura intenta recuperar cierta experiencia vivida. No es gratuita la contundencia de la cita de Hartley ni la nostalgia que se evoca a lo largo de Las batallas en el desierto, al recordar, por ejemplo, que “volvía a sonar en todas partes el antiguo bolero puertorriqueño: Por alto que esté el cielo en el mundo...”, y que se cierra una vez más con una idea de la memoria que no regresa, que nunca ha estado: “Qué antigua, qué remota, qué imposible esta historia. [...] Se acabó esta ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa”. Pero, intencionalmente, la obra de Pacheco hace memoria de su país y de su entrañable y compleja Ciudad de México, bien cuando describe en Las batallas los pormenores de la vida cotidiana de la Colonia Roma y de Polanco o cuando expresa exactamente el tono de un campesino norteño que ve que “la cosa se ponía bien durazno”, porque “los campesinos eran más

John Meza Mendoza

inorantes que ahora”, o bien cuando contrapone, en su poemario Desde entonces, el presente de México D. F. con el pasado colonial y novohispano para advertirle irónicamente al lector: “no creas en la nostalgia inmemorable”. Como no hay que creer en ella, Pacheco en realidad invita a desvelar la nostalgia, como un secreto oculto y latente que en realidad grita a voces. La manera de descubrir la nostalgia es leyendo —en la literatura, por supuesto— el propio pasado, buscándolo de frente. Hoy suena a pasado lo que para él en algún momento fue un futuro quizá lejano: la muerte. En su poema “El libro”, dice a la vez sobre la lectura y la muerte: “Lo compré hace muchos años. Pospuse la lectura para un momento que no llegó jamás. Moriré sin haberlo leído. Y en sus páginas estaban el secreto y la clave”. Hoy, con su muerte, nos queda a sus lectores la ligera esperanza de releer su obra y enfrentarnos de cara a un presente ya sin la compañía de uno de los más grandes poetas, críticos, narradores y ensayistas de lengua hispana.

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apterilios espacio del lector

[ap.te.ri.lios] Alapalabra deja esta sección exclusivamente en manos de sus lectores, para que, sin apegarse solo a recorrer con sus ojos su contenido, participen en la revista de una forma alterna a las convocatorias de narrativa, poesía y ensayo.

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Los lectores que quieran compartir las creaciones resultantes de esta sección lo pueden hacer a través del hashtag #yoleoalapalabra, en las páginas de Facebook o Instagram de la revista. Las dos creaciones más originales saldrán en el próximo número de Alapalabra.

[para escribir o dibujar]

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los

autores Sebastián Medina

Nací el 18 de abril de 1995. Estudié en el Colegio Miguel Antonio Caro. Después de abandonar la carrera de Arquitectura, entré a estudiar Creación Literaria en el segundo semestre del 2013. Soy evaluador de textos en esta revista, donde publiqué una minificción en el primer número. Además de la literatura, me gusta cualquier tipo de expresión que enseñe, irónicamente, la majestuosidad de las pequeñas cosas de la vida y de la vida cotidiana en general, cosa que también intento plasmar a la hora de escribir. Juan Felipe Lozano Reyes

Bogotano. Lector permanente y escritor ocasional. Daniela Acosta Celis

Tengo 18 años, soy de Bogotá, donde actualmente resido. Soy estudiante de la Universidad Nacional de Colombia en la carrera de Estudios Literarios. Participé en los talleres de Escritura Creativa por localidades que ofrece Idartes, en el año 2014 en su segundo semestre. Y he decidido enviar un par de intenciones.

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Alapalabra vol. 2 · n.º 3, 2015

Árbol de Naranjas

Tengo veinte ramas y cada año, cada primavera, doy de doce a dieciséis naranjas. John Blair

De mi biografía prefiero hablar poco, porque me achanta la idea de que se pueda resumir la existencia en unas solas líneas. Mejor voy al epitafio: “No lo culpen; le dijeron que en el infierno había mejor cerveza”. Realmente de mí no hay mucho que contar, soy humano nacido en marzo y no un robot que viene del futuro o un espíritu del pasado. Si acaso soy alguno de ellos, me lo tengo tan bien guardado que ni yo mismo lo sé. En el momento de esta publicación posiblemente tendré treinta y un anillos en cada pupila y mi amor al multiverso será como una anfetamina. Lo del seudónimo de Blair es algo de lo que no tiene sentido hablar, me encanta más la idea de que todas las noches vea mujeres/ monstruos en mis sueños. Si desea hacerme algún reclamo por mala escritura o se quiere pasar un rato por mi universo, lo invito a que se acerque y hablemos; si no lo quiere hacer, siempre está la opción de pasar la página y leer cosas más bonitas. Maria Camila

Nació el 9 de octubre de 1996 en Bogotá. Es estudiante de Creación Literaria. Camila González

Estudiante de séptimo semestre del pregrado en Creación Literaria, escritora desde mucho antes de iniciar estudios profesionales en las letras.

Los autores

Clara Andrade Patarroyo

Soy profesional en Estudios Literarios y actualmente curso la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia. He publicado algunos cuentos en la revista Phoenix (Universidad Nacional), el periódico Echando Lápiz y la revista La Piedra (México). Lina Betancourt

Bogotana, estudiante de Humanidades y Lengua Castellana. Amante de la poesía y la escritura como lugar de reflexión política y espiritual. Joal

Joal, nombre artístico de Jonathan Molano, inició su trayectoria como escritor desde los quince años; hoy a sus veintidós años ha conseguido participar en varios eventos multiculturales dando a conocer quién es en el mundo de la escritura. Estudia actualmente Filosofía. Su escritura nace de esta idea: la poesía como forma de expresión es influyente dentro de la literatura y debe ser emotiva para ser obedientemente escuchada. Sus poemas enfatizan un mensaje crudo, emotivo y personal, mediante el cual da a conocer la existencia del ser humano en esta inexorable realidad. Muestra, además, dentro de sus escritos un mundo “ideal” pero inexistente a la vez, jerarquizado por el hombre máquina. Encontrarán en ellos temas como la muerte, los deseos obsesivos, el sentimiento de estar solo, como también la decadencia de la humanidad por su reverencia ante una Religión-Iglesia.

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Alapalabra vol. 2 · n.º 3, 2015

Brian Gélvez

El miedo. La ciudad. Correr. Los cuerpos inmóviles comulgan con el orden. La contradicción. La ficción como emulación del sueño. Caer si fuera involuntario. Estudiante de creación literaria. 21. Karol Nieto

Estudiante de Creación Literaria, amante de la narrativa, la poesía, el teatro, el cine y el chocolate. Joven inconforme, hedonista y algo perezosa. Creadora de atmósferas y relatos oníricos que nadie entiende, pero que a todos les parecen “muy bonitos”. Tesista estresada y pronto egresada olvidada. John Meza

Cursó la Carrera de Estudios Literarios en la Universidad Nacional. Ama aprender idiomas extranjeros, como alemán e inglés. Le gustaría aprender sánscrito e hindi. También le interesa la astrología y su relación simbólica con la vida cotidiana. Actualmente es editor en la Pontificia Universidad Javeriana.

La preparación editorial de este número de Alapalabra estuvo a cargo de la Coordinación Editorial de la Universidad Central. En la composición del texto se utilizaron fuentes Quicksand y Centaur. En las páginas interiores se utilizó papel Holmen Book de 60 g y en la cubierta, papel Royal Sundance Warm White de 176 g. La revista se terminó de imprimir en Nuevas Ediciones S. A., en agosto de 2016, en la ciudad de Bogotá.