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EL MUNDO. MARTES 11 DE JUNIO DE 2013
EUSKADI
Aguilar estuvo en tratamiento psiquiátrico en su juventud Un hermano declara que ‘Huang’ llevaba cinco años distanciado de su familia IKER RIOJA ANDUEZA / Vitoria
La reconstrucción del pasado de Juan Carlos Aguilar, el falso shifu shaolín que se hacía llamar entre sus seguidores maestro Huang y que está en prisión provisional por haber asesinado a dos mujeres en su gimnasio-templo de Bilbao, empieza a arrojar nuevos datos. Según declaró su hermano P. ante la Ertzaintza, Aguilar recibió tratamiento psiquiátrico «durante tres meses» a la edad de 17 años por padecer una patología denominada «fobia social», que se traduce en dificultad para mantener una relación normalizada con otras personas. La existencia de antecedentes de problemas psiquiátricos –ahora confirmados por uno de sus familiares más directos– era uno de los datos que más interesaba a los investigadores del caso desde el principio, puesto que constituye habitualmente uno de los elementos que explican determinados comportamientos violentos. Sin embargo, ni la Er-tzaintza ni el juez del caso han estimado que Aguilar actuara bajo los efectos de algún trastorno mental cuando mató a Jenny Sofía Rebollo o cuando la descuartizó. Tampoco cuando torturó hasta dejarla al borde de la muerte a Maureen Ada Otuya. De hecho, el detenido fue enviado a la cárcel de
Basauri y no a un centro especializado. El testimonio de P. Aguilar, al que ha tenido acceso EL MUNDO del País Vasco y que forma parte ya del sumario en poder del juez instructor, declarado secreto, detalla también cómo era la vida del pretendido maestro Huang en los últimos años después de que se separara de su pareja, una mujer de origen chino con la que tiene dos hijos adolescentes en común. Según las explicaciones ofrecidas por este testigo a la Policía, que es el que ha proporcionado a su hermano uno de los mejores penalistas del País Vasco, Aguilar mantenía una relación «prácticamente inexistente con su familia». Su hermano le describe como una persona encerrada en su mundo de las artes marciales, del que él se esfuerza en desvincularse. Recuerda los muchos intentos –suyos y del resto de su familia– por acercarse a él y describe en su declaración cómo en los últimos cinco años le han llamado repetidas veces por teléfono sin obtener respuesta. Ni siquiera contestaba cuando se acercaban a su domicilio del centro de Bilbao y le llamaba por el interfono. P. Aguilar, que fue contactado por la Ertzaintza al poco de ser detenido Juan Carlos Aguilar, confirma tam-
Juan Carlos Aguilar, en una de sus fotos promocionales. / E. M.
El chico tímido que mutó en asesino Aguilar ha manchado la reputación de una familia apreciada en el barrio en el que creció
bida su reproducción.
MARTA G. COLOMA / Bilbao
Antes de que el parque Etxebarria pintara de verde las colinas de Begoña ya estaba allí. Juan Carlos Aguilar era, en los años 70, alguien muy diferente: un niño tímido, temeroso e inocente que correteaba con sus amigos en torno a la fundición de acero y los descampados del barrio. Con Andoni, hoy «acojonado» por sus crímenes, solía compartir partidos de fútbol y travesuras. «Como a todos los críos, le gustaba correr o subirse a los árboles a coger peras». De la estampa donde ambos jugaban hoy sólo queda una chimenea, recuerdo del pasado industrial del barrio. Y a juzgar por sus atroces acciones, tampoco hay restos del educado Juan Carlos que se crió en el viejo distrito bilbaino que pasaría a convertirse en una de las zonas ver-
des más amplias de la ciudad. Los Aguilar-Gómez habían presenciado estos cambios por completo. La familia encabezada por Absalón, albañil, y Severina, ama de casa procedente de un pequeño pueblo de Burgos, había sido una de las primeras en instalarse en el humilde barrio. Desde el edificio de once plantas del número 3 de la calle Grupo Médico Cortés, los cinco hijos del matrimonio (tres chicos y una chica) convivían sin llamar la atención ni destacar entre el vecindario. Tras décadas residiendo en las raíces de Bilbao, los vecinos no podían dar crédito a lo ocurrido durante la semana pasada. «Eran gente callada y humilde. Lo siento mucho por ellos», afirmaba compugnida una residente del mismo bloque, que solía ver al matrimonio, ya octogenario, caminando
por el parque Etxebarria. «Me quedé muy impresionada, porque es una familia ejemplar», aseguraba una paseante, preocupada por el estado de la madre, a la que «afectó mucho» la muerte de José Luis, el hermano de Juan Carlos que falleció tras ser aplastado por un montacargas. Después de recibir la traumática noticia, las puertas permanecían cerradas a cal y canto. Nadie quería hablar mal de una familia que nunca había dado problemas. Los que les aprecian aseguraban que están «destrozados». Un vecino del undécimo piso al que Absalón colocó el suelo de su vivienda señalaba que la Ertzaintza había pedido a la pareja, un «encanto» de ancianos, que se alejasen un tiempo de Bilbao para evitar malos tragos. Pero si hay algo en lo que coinci-
dían los residentes era en que Juan Carlos no se hacía notar. Nadie recordaba que el niño que se apasionó por el kárate a los 10 años protagonizase ningún episodio violento. «Nunca vi que se metiese en ninguna pelea -dice Andoni, que se relacionó con él hasta los 18 años-. Era un buen tío. Siempre fue muy cabal, más maduro que nosotros. Él iba tranquilo, a su bola, y no hacía las tonterías que hacíamos los demás». Este carácter se perpetuó a lo largo de su adolescencia. Mientras que sus colegas salían de juerga, «él no era muy de salir de fiesta» y tenía dificultades para seducir a las chicas debido a su introversión, aunque «jamás trató mal a nadie». La dedicación de Aguilar por las artes marciales le fue ensimismando hasta romper los lazos de amistad
bién cómo su hermano se sumergió de lleno en el mundo shaolín tras la misteriosa muerte del tercero de los Aguilar, José Luis, en la década de 1990. Según distintas informaciones publicadas en los últimos días, la Ertzaintza ha puesto el foco también en este fallecimiento, ocurrido en el primer gimnasio de Aguilar, el antecedente del Zen4 cercano a la Gran Vía. José Luis, quien fuera su primer «maestro» en los entrenamientos para convertirse en un especialista en todo tipo de disciplinas de combate y quien le sometía, en palabras de Aguilar, a sesiones «espartanas», murió aplastado por un montacargas mientras recogía unas llaves que se le habían caído en el hueco del elevador, según la versión oficial. Pocos detalles más se conocen de la investigación, que se aventura larga y compleja según fuentes policiales y judiciales. La Ertzaintza tiene sospechas fundadas de que Otuya y Rebollo no hayan sido las únicas víctimas del falso maestro Huang, principalmente porque éste guardaba en su poder fotografías de otra media docena de mujeres retratadas de forma similar a cómo lo hizo con Rebollo mientras la torturaba. Una de ellas aparece inconsciente en una cama. La Policía trata ahora de identificarlas, aunque no ha hallado más restos humanos que los de sus víctimas conocidas, según informó ayer Efe de fuentes cercanas a la investigación. Las pesquisas continuarán abiertas hasta que se considere necesario para no dejar ningún resquicio sin analizar, indican estas fuentes. Por otro lado, y apremiado por varias preguntas registradas por EH Bildu en el Parlamento, el Departamento de Seguridad negó ayer que haya contratado a Aguilar para impartir clases de artes marciales a sus agentes. Eso no quiere decir que sí haya impartido sesiones a policías –ertzainas o no– que acudieran a su centro deportivo a título individual.
que tenía en Begoña. Y cuando su hermano falleció y él se embarcó en su sonado viaje a China -según sus conocidos, sin el soporte económico de la familia, que era «más bien pobre»- nadie reparó mucho en su ausencia. Pocos recuerdan haber visto al falso maestro por la zona, si acaso algún vecino que una vez lo avistó por el barrio ataviado con su famoso kimono. El anecdotario sobre el joven Aguilar sólo dejó una curiosidad en la memoria del barrio. «Un día mi hijo y él se liaron a tortas», confiesa simpática una anciana impactada por la noticia. «Él le debió de pegar y el mayor [José Luis] le fue detrás corriendo», rememora. El hermano que después moriría en misteriosas circunstancias decidió dar un escarmiento al vecino que había hecho llorar a Juan Carlos. Fue una inocente pelea en la que el niño pudo recurrir a su ama para consolarse. Algo mucho más ligero que la tortura que, 30 años después, la entonces víctima inflingiría a Ada y Jenny.