12 Las pruebas El empleado de correo La tejedora

Nadie ha matado jamás, nadie ha robado jamás. Lo que no excluye, sin embargo, que de este modo se pruebe cierto “delito flagrante”. El empleado de correo.
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Anticipo Narraciones

Las formas breves La Compañía publicará en noviembre Cuentos glaciales, libro del que aquí se ofrecen algunos relatos y un fragmento de la biografía de su autor, escritor prolífico que supo dar vida a un mundo inquietante POR JACQUES STERNBERG

Los esclavos En el comienzo, Dios creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios creó al hombre. Únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para siempre. Al gato, Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre, le dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar. Es decir que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la comodidad del gato: el radiador, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la radio, porque a los gatos les gusta mucho la música. Sin embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los bendecidos, los Los delitos allí son diversos, pero la sanción privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el es una, siempre la misma. mundo de los gatos. Se introduce al condenado en un túnel interminable, se lo deja entre los rieles de una vía ferroviaria. El condenado sabe bien lo que le espera y se larga a correr. Escapa. No contempla otra alternativa. Pero huir es imposible porque el túnel no tiene fin. El condenado corre y corre, hasta perder el aliento, incluso hasta perder la vida. Puede afirmarse, sin embargo, que ningún tren ha circulado nunca por aquellas vías.

La sanción

Las pruebas

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Viernes 29 de octubre de 2010

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Primero y principal, conviene desconfiar de los objetos. En especial, de los objetos perdidos. No recoger ningún objeto tirado en la calle o en cualquier otro lugar público. En esos casos, se corre siempre el riesgo de que aparezcan los delegados, quienes al mismo tiempo hacen de testigos y ejecutores para arrastrar al sospechoso hasta las puertas de cualquier acusación. Siempre, irrevocablemente, al cabo de cinco minutos de pesquisa se prueba que el objeto recogido era la pieza clave de un crimen relacionado con cierto caso aún abierto y que las huellas digitales son, desde luego, pruebas irrefutables. El objeto encontrado se vuelve, en el acto, evidencia criminal; el sospechoso se vuelve, a su vez, culpable; la situación, desesperante. El fenómeno es de lo más arbitrario porque, de hecho, nunca hay casos policiales en la ciudad. Nadie ha matado jamás, nadie ha robado jamás. Lo que no excluye, sin embargo, que de este modo se pruebe cierto “delito flagrante”.

El empleado de correo

La tejedora Nunca la había visto yo sin sus agujas de tejer. Tejer era su pasión, su única inquietud. Incluso si un rayo caía al pie de su ventana, ella no apartaba los ojos del tejido. Pero yo conocía sus ojos. Eran verdes, admirables. Porque Ylge era hermosa, extrañamente hermosa. Y aún más extraño era el contraste entre la belleza de Ylge y la banalidad de esa labor que ella cumplía con tanta perseverancia. Me hicieron falta seis meses para convencer a Ylge de que abandonara por un rato el tejido y las agujas. La conduje a la cama y la desvestí. En su cabeza, entre dos mechones de pelo, vi un pequeño hilo de lana. Tiré de él. Durante una hora tiré de él. Finalmente comprendí que había destejido a Ylge y que ahora tenía entre manos una enorme bola de lana. La dejé sobre una mesa. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?

En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correo, el empleado no había recibido una sola queja. Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes, a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo… A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa, pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal. Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir. Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera.