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UOC – Historia II

Beasley – La construcción de un estado moderno

W. G. Beasley (1995). Historia contemporánea de Japón. Madrid: Alianza.

Capítulo 4 La construcción de un estado moderno (1868-1894)

Japón no tenía una tradición de teoría política en sentido europeo. Los japoneses habían adoptado de China el confucianismo como una doctrina ya preparada que se refería al carácter ético del Estado; y después no entraron en comparar las diferentes clases de sistemas políticos -monarquía, oligarquía, democracia-, ni a examinar el confucianismo a la luz de otras concepciones relativas a la forma en que el individuo se podría relacionar con su sociedad. A lo sumo, se intentó modificar el pensamiento chino a fin de reconciliarlo con las distintivas clases de instituciones sociales y políticas desarrolladas en Japón. En particular, se tenía que tener en cuenta la existencia de un emperador de origen supuestamente divino y de gobernantes feudales con cargo y status hereditarios. Como consecuencia, la Restauración de Meiji no vino precedida, a diferencia de las revoluciones de la Inglaterra del siglo XVII o de la Francia del XVIII, de debates públicos sobre la justicia social o sobre la deseabilidad de un nuevo orden político. En Japón había una variedad de personas descontentas que se expresaban, a veces por escrito, a veces por la acción, pero cuyas propuestas solían centrarse en el tema bien conocido de sustituir el gobierno del shogun por el del emperador, tema que durante siglos había sido el único punto de desacuerdo constitucional. Los nuevos líderes del año 1868 en adelante no heredaron, por lo tanto, ningún ensayo de reformas -a no ser, quizá, las efectuadas por el Bakufu en sus últimos años-, sino más bien una preocupación por la viabilidad del régimen. Esto puso en marcha un periodo de experimentos de orden mayormente administrativo que fueron tomando coherencia sólo de manera gradual. Y cuando lo consiguieron, resultó ser lo que ahora se llama «el sistema del emperador» (tenno-sei). Uno de sus aspectos consistía en que los poderes teóricamente absolutos del emperador serían ejercidos en su nombre por funcionarios nombrados al efecto, es decir, 1

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por burócratas y no por vasallos feudales ni por nobles hereditarios. Otro era que esos funcionarios iban a actuar dentro de un aparato de gobierno de proveniencia cada vez más occidental. Precisamente del modo en que tomó forma esa estructura trata este capítulo.

Gobierno imperial Los hombres victoriosos en la confrontación de enero de 1868 eran, según el sentir popular, abogados de la política de «honor al emperador, expulsión al bárbaro» (son-nojoi). Pero de inmediato el eslogan resultó ser de todo punto impracticable. Tal como había descubierto el Bakufu y como los bombardeos de Kagoshima y de Shimonoseki habían demostrado a ojos de muchos más, era peligroso provocar a Occidente con la bandera de la expulsión. Sin embargo, las primeras semanas de 1868 conocieron nuevos brotes de violencia xenófoba. Esto dejó a la Corte y a sus consejeros enfrentados al mismo tipo de crisis experimentada por el Bakufu: protestas de las potencias extranjeras y discordias internas. No les quedó más remedio que actuar siguiendo el ejemplo del Bakufu. Los agresores fueron castigados. Se prometió a las potencias que los tratados firmados por el Bakufu serían escrupulosamente observados. Y, lo que es más, el emperador aprobó un memorial escrito por los principales daimyo en el que se apremiaba a que se anulara la expulsión. En el documento se recomendaba que Japón abandonara la actitud de «la rana que contempla el mundo desde el fondo de un pozo» y que se resolviera a aprender de los extranjeros «adoptando sus puntos buenos y compensando así nuestras deficiencias». Se trataba, pues, de un documento que preludiaba algo mucho más drástico que una aceptación de force majeure. Honrar al emperador también planteaba problemas porque la Corte seguía gozando de prestigio pero no tenía poder; o sea, carecía de tierras, de funcionarios fuera del ámbito de la capital, de ingresos estatales, de fuerza militar propia. Los decretos promulgados en nombre del emperador sólo podían entrar en vigor si así lo deseaban los señores feudales o eran vigentes en el lugar en que acertaba a estar combatiendo el ejército imperial formado por señores leales. Considerando que la administración del Bakufu se encontraba ya en un punto muerto, es justo afirmar que en esta fase Japón carecía por completo de un gobierno central. Durante 1867 se había discutido acerca de qué directrices institucionales podrían sustituir al Bakufu, pero sin demasiada profundidad. Los que más se preocuparon por el tema -señaladamente Iwakura Tomomi- tenían claro dos cosas: que no debía haber una nueva línea del cargo de shogun y que debían recuperarse antiguos cargos de la Corte de

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la época prefeudal en lugar de los que innecesariamente habían existido bajo la influencia de los Tokugawa. A esto se lo dio rápidamente efecto. También se hizo hueco dentro del sistema para una amplia gama de nombramientos con el fin de satisfacer de algún modo a todos los grupos que habían jugado un papel en el movimiento para derrocar a los Tokugawa. A la cabeza de la administración se nombró a un príncipe imperial, el cual tenía como delegados a dos nobles cortesanos que habían sido de los más destacados en la política legitimista, Sanjo Sanetomi e Iwakura Tomomi. Entre los consejeros principales se incluían varios otros representantes de la Corte, además de los cinco señores cuyas tropas se habían apoderado de las puertas del palacio (los de Satsuma, Tosa, Hiroshima, Owari y Echizen), a los que se unió más tarde el de Choshu. Como consejeros secundarios (sanyo en oposición a giyo o principales) había un número de nobles cortesanos de rango inferior junto con tres samurais de cada uno de los señoríos mencionados. Pero, al aumentar el número de daimyo que juraban lealtad, el total de sanyo creció. En teoría, los giyo y los sanyo controlaban los departamentos administrativos. En la práctica, y puesto que los cargos no revestían casi nada importante que hacer, eran nombramientos creados principalmente como gestos de buena voluntad. Con el mismo fin se redactó el documento de estado más célebre del periodo. Publicado el 6 de abril de 1868, se trataba de una declaración conocida con el nombre de «Juramento de la Carta» que, en nombre del emperador, enunciaba los propósitos del gobierno y prometía que la política a seguir se decidiría sólo previas consultas amplias y teniendo en cuenta los intereses de todos los japoneses de «alta y baja» posición. Se añadía que se abandonarían las «viles costumbres de épocas pasadas» y que con objeto de conseguir la fuerza de la nación «se buscarían conocimientos por todo el mundo». Se vislumbraba en ella un guiño de reconciliación con los vencidos Tokugawa y con los funcionarios capacitados que habían estado a su servicio y cuya colaboración iba a ser con seguridad necesitada para la buena marcha de la administración del país. Una vez que Edo se rindió y surgió la posibilidad de que Kioto se quedara con la mayoría de las tierras de los Tokugawa para ser gobernadas, se reorganizó la maquinaria central con vistas a una mayor eficacia administrativa. Esto quería decir que iba a haber menos eminencias grises en las altas esferas. A nivel de consejero secundario y de viceministro, la representación de los nobles cortesanos se redujo de más de cuarenta a sólo tres. Aliado de ellos ahora solamente se incluían 19 samurais elegidos de diversos señoríos. Owari quedó eliminado de los seis que habían participado en el golpe de estado de enero, y se agregaron representantes de los señoríos de Hizen y de Kumamoto, en Kiushu. De esos 19, 13 eran samurais de rango medio. Casi todos habían ocupado algún cargo en los gobiernos de sus respectivos señoríos.

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La concentración del poder se acentuó aún más en agosto de 1869, cuando se acabó la guerra. Esta vez las instituciones de gobierno se moldearon de una forma que habría de mantenerse con pocos cambios hasta la introducción de un gabinete de corte occidental en 1885. Sanjo Sanetomi llegó a ser, como ministro de Justicia (udai-jin), miembro principal del Consejo Ejecutivo (Dajokan); sin embargo, el poder real descansaba en los dos grupos de asesores y consejeros que estaban inmediatamente por debajo de él y que servían también como ministros y viceministros de los seis departamentos, a saber, Asuntos Civiles (reorganizado en noviembre de 1873 como Asuntos del Interior), Finanzas, Guerra (dividido en Ejército y Marina a comienzos de 1872), Justicia, Casa Imperial y Asuntos Exteriores. Samurais de Satsuma, Choshu, Tosa e Hizen monopolizaron prácticamente los puestos de viceministros de esas dependencias. Después del verano de 1871 fueron alcanzando gradualmente la categoría de ministros, desbancando a todos con la salvedad de un puñado de nobles cortesanos y de daimyo que hasta entonces habían podido sobrevivir en sus puestos administrativos. De los hombres que dirigían esta estructura, Sanjo Sanetomi (1837-1891) e Iwakura Tomomi (1825-1883) eran nobles cortesanos con vínculos estrechos con Choshu y Satsuma, respectivamente. Sanjo poseía un rango personal más alto, mientras que Iwakura gozaba de mayor capacidad política y de influencia con el emperador. Saigo Takamori, de Satsuma, era el samurai más famoso y el más difícil de entender: aclamado a lo largo y ancho como modelo de las virtudes de un samurai, conservador social, llegó a ser un revolucionario en contra de su voluntad y, finalmente, un rebelde que se alzó en armas contra su monarca y sus antiguos amigos. Por el contrario, su compañero de juventud, Okubo Toshimichi, era la antítesis: un político sin escrúpulos con un instinto para el gobierno. Como ministro del Interior después de noviembre de 1873, resultó ser la figura clave del grupo dirigente, un hecho que le costó la vida al ser asesinado. Menos incisivo, pero más flexible y abierto a nuevas ideas, Kido Koin era un político sin rival como representante de Choshu después de la prematura muerte de Takasugi Shinsaku en 1867. Saigo, Okubo y Kido, que habían aparecido ya al ser relatada la caída del Bakufu, eran de familias de samurais al cien por cien, aunque no exactamente ricas. La mayoría de sus colegas cercanos eran hombres, como ellos, jóvenes, capaces, en general con experiencia administrativa y políticos legitimistas. Los que sólo podían alegar méritos basados en sus ideas radicales y en antecedentes de violencia anti-Tokugawa o xenófoba no llegaron al mismo nivel; y algunos que habían servido al Bakufu vieron que incluso esa mancha en su historial no era un obstáculo al cabo de uno o dos años ya curadas las heridas pasadas. Un buen ejemplo es Katsu Awa (1823-1899). Samurai de rango modesto, famoso antes de 1868 como el principal experto naval de Edo, era el único

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consejero (sangi) nombrado entre 1869 y 1885 que no provenía de ninguno de los cuatro señoríos principales. Había otros, unos cuantos años más jóvenes, que formarían la generación siguiente de líderes de Meiji. Entre ellos estaban Matsukata Masayoshi (1837-1924), de Satsuma y semi-samurai, que, como ministro de Finanzas a partir de 1881, controlaría la inflación y abriría el camino a la primera etapa de crecimiento industrial; Okuma Shigenobu (1838-1922), de Hizen, samurai de rango medio, estudiante de holandés y de inglés bajo los Tokugawa, que llegó a tener un puesto de gabinete en Finanzas y en Asuntos Exteriores, siendo además un político de partido y fundador de la Universidad de Waseda; Yamagata Aritomo (1838-1922) e Ito Hirobumi (1841-1909), los dos de Choshu y por su nacimiento de posición algo inferior a la de samurai, lograron distinguirse todavía más. El primero, soldado más que político al menos hasta llegar a los cuarenta o cincuenta años, e Ito, un modernizador con conocimientos más que medianos de Occidente, llegaron a ser primeros ministros, altos estadistas, príncipes. Ito, con la ayuda de Iwakura, sucedió a Okubo como líder del gobierno a partir de 1880 y tuvo a Yamagata como principal rival a fines de siglo. Esos hombres no pertenecían al tipo de burócratas que se pueden llamar «grises». Antes bien, eran hombres de iniciativa, hasta de carácter, que arriesgaron sus vidas y en algunos casos una posición social establecida para romper las trabas de la educación recibida y de la tradición. Y, en efecto, así lo reflejaron sus acciones en el gobierno. En el siglo XVI hubieran podido ser señores feudales; en el XIX estaban llamados a ser los arquitectos de un Estado japonés poderoso y de estilo occidental al que hicieron autoritario y también moderno. Su primera preocupación fue, como hemos visto, establecer una maquinaria central capaz de tomar decisiones. Conseguido esto, lo cual llevó más de un año, faltaba la cuestión de cómo dar eficacia a sus decisiones, aparte de convencer a un elevado número de señores feudales nominalmente independientes a que se rigieran por tales decisiones cada uno en sus respectivos territorios y a su manera. En esta dirección, un paso preliminar había sido el trasladar al emperador al anterior castillo del shogun en la ciudad de Edo, que fue rebautizada como «Tokio» o «Capital de Oriente». Se daba así a entender que el gobierno imperial iba a tener un papel más semejante al del Bakufu que al que había desempeñado en el pasado reciente. Otra medida fue contar con representantes de samurais en ese gobierno, en parte para mejorar el proceso de consulta, en parte para canalizar la comunicación con los legitimistas del resto del país. Nada de esto consiguió hacer creer que la vida política del país era dirigida desde el centro. En consecuencia, empezaron a oírse voces argumentando que por el bien del 5

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país -pues como fondo estaba siempre la conciencia de la amenaza extranjera- el gobierno debía ser centralizado aboliendo los señoríos. Tal propuesta tenía a la fuerza que hallar obstáculos debido a prejuicios heredados y a lealtades divididas. Obstáculos que, por otra parte, contaban poco entre los hombres que pesaban mucho, es decir, entre los samurais del Consejo Ejecutivo, los cuales, al aceptar sus cargos, ya habían empezado a separarse de sus señores, habían recibido remuneraciones en metálico y promociones que les habían confirmado en su decisión de separarse y, más que otros, habían sentido las frustraciones de la manera existente de hacer las cosas. Como lo habría de recordar después Ito: “las formalidades y las cadenas fuera de uso nos estorbaban a cada paso” El que más pasos dio en este sentido fue Kido. Durante el verano de 1868 convenció a los de Choshu para que ofrecieran entregar su territorio al emperador siempre que Satsuma hiciera lo propio. Poco después, en ese mismo año, Kido se ganó a Okubo, que tenía sus dudas, y a los principales samurais de Tosa y de Hizen. El resultado fue que el 5 de mayo de 1869 esos cuatro señoríos presentaron un memorial conjunto poniendo sus tierras y gentes a disposición del emperador. La redacción era ambigua pudiendo ser interpretado el texto como una entrega de los derechos feudales o como la búsqueda de una confirmación de privilegios feudales: la Corte, se decía en él, debería disponer a su arbitrio de las tierras “otorgando lo que haya que otorgar, tomando lo que haya que tomar”. De esa manera se representaba bastante bien la incertidumbre todavía existente en el seno del grupo dirigente. En concreto, Okubo ponía en duda que la opinión feudal pudiera ya aceptar un cambio tan radical. Por eso, cuando en julio se aprobó el memorial y a todos los demás daimyo se les ordenó seguir el ejemplo de Choshu, Satsuma, Tosa e Hizen, hubo un elemento de compromiso. A los señores se les nombró gobernadores de las tierras que habían entregado. En teoría, pasaron a ser funcionarios imperiales, pero en la práctica su posición seguía siendo muy semejante a la de antes. No obstante y tal como pusieron de manifiesto las ordenanzas que pronto siguieron, el gobierno no estaba decidido a que el gesto se quedara en agua de borrajas. Las ventas de los señoríos serían divididas, distinguiéndose ahora entre los gastos de la casa de los anteriores daimyo y los gastos de la administración central; se redactarían, además, informes sobre demografía, capacidad militar y tributaria; se revisarían los estipendios de los samurais. Estas siniestras señales de la decisión de intervenir en asuntos locales provocaron insatisfacción. Pero estaba también claro que en muchas partes de Japón a los señores y a sus vasallos de mayor rango, que veían difícil sacar partido del viejo sistema, no les repugnaba la idea de contemplar la responsabilidad en manos de otro. A un año de la entrega de los registros de los señoríos (hanseki-hokan) en 1869, Okubo

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había llegado a la conclusión que un impulso decidido haría llegar a un final feliz el proceso de desmantelar la estructura feudal del país. La preparación llevó su tiempo. Primero, tenía que haber una reconciliación con Saigo y Shimazu Hisamitsu, que últimamente se habían mantenido a una reprobatoria distancia. Después, las tropas tenían que marchar a Tokio por si hubiera alguna resistencia. Finalmente, era necesario redistribuir los puestos del gobierno central para asegurarse que los cargos claves los iban a ocupar hombres de nervios de acero y con firme respaldo. Todo esto se llevó a cabo antes de agosto de 1871. El 29 de ese mes el emperador reunió en su palacio a los antiguos señores feudales presentes en la ciudad y les comunicó que los señoríos iban a ser por fin abolidos y sustituidos por prefecturas administradas directamente desde la capital (según el modelo chino). Y, para dar más sustancia al cambio, otro decreto publicado un mes más tarde disolvía los ejércitos de los señoríos a excepción de los que ya habían quedado incorporados a las fuerzas imperiales.

Reformas fiscal, agraria y militar En sus primeros tres años los dirigentes del gobierno Meiji habían hecho mucho para dotar de realidad institucional al eslógan «honor al emperador». Los consejos y los ministerios de la capital habían tomado los nombres y las funciones de los que existían antes que los cortesanos y el shogun hubieran usurpado la autoridad imperial. Con la abolición de los señoríos la administración del país y del pueblo había caído bajo su competencia. Había, sin embargo, todavía cosas que hacer si Japón quería tener un gobierno central viable, siendo sobre todo necesario crear un sistema fiscal eficaz y una fuerza militar disciplinada. La recaudación de tributos era compleja y onerosa habida cuenta de que cada uno de los territorios de los daimyo, ahora bajo control central, había tenido mucho tiempo sus propias escalas fiscales y exenciones tributarias. Además, por ser todavía pagados en especie la mayoría de los impuestos, las variaciones de los precios del mercado hacían impredecible el volumen de las rentas públicas. Por añadidura, mucho de lo que se recibía estaba ya hipotecado para pagar los estipendios de los samurais. Esta situación convirtió la reforma fiscal en uno de los primeros temas que preocuparon a la administración, si bien su naturaleza exacta era un asunto sobre el que los ministerios no se ponían fácilmente de acuerdo. Por ejemplo, el Ministerio de Finanzas deseaba maximizar los ingresos para atender a los muchos desembolsos con que se le apremiaba. En consecuencia, Kanda Kohei, uno de sus más altos funcionarios, propuso en 1869-

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1870 una recaudación en moneda basada en la tasación de las tierras, la cual, según él, garantizaría una renta estable y predecible. En cambio, los funcionarios de provincia, que tuvieron que enfrentarse con nuevas revueltas campesinas -177 estallidos entre 1868 y 1873-, se mostraban partidarios de cualquier medida que redujera la inquietud. Así, Matsukata Masayoshi, entonces gobernador de provincia, propuso una reducción fiscal y, a este fin, una estandarización de las escalas fiscales en todas las regiones y lugares. El nombramiento de Matsukata a un cargo en el Ministerio de Finanzas en 1871 le colocó en posición de coordinar sus proyectos. Pero habría de pasar tiempo hasta que se concertaran los detalles, pues era necesario un equilibrio entre las exigencias del fisco, por un lado, y del terrateniente, del aparcero y del propietario-agricultor, por otro. La primera piedra se puso en la primavera de 1872 cuando quedó abolido el veto de los Tokugawa a las ventas de tierra, introduciéndose los certificados de propiedad. Con objeto de dar valor a las tenencias de las tierras que nunca habían estado sujetas a venta, en el otoño de ese mismo año un proyecto de ley fiscal propuso un sistema de consultas locales sujeto, sin embargo, a un promedio fijado en diez veces el valor de la cosecha anual. En virtud de esta fijación, una escala fiscal del 3 por ciento del valor determinaría una carga fiscal del 30 por ciento de la cosecha, porcentaje que, al entender de los funcionarios, era aproximado a los tributos feudales que se habían estado pagando en todo el país. Esta disposición fue, en términos generales, la incluida por el Ministerio de Finanzas en la versión definitiva de la ley fiscal anunciada en julio de 1873. Antes de esa fecha, los cambios introducidos en diversos anteproyectos de ley, además de la inclusión de un extra 1 por ciento -equivalente al 10 por ciento de la cosecha- destinado al gobierno local, tendía a favorecer al terrateniente de cara al aparcero y no tanto al campesino de cara al recaudador. Lo mismo pasó con las largas series de consultas iniciadas entonces en las aldeas y que se prolongaron hasta 1876 en el caso de las tierras cultivables y hasta 1881 en el de los bosques. Inevitablemente, los terratenientes fueron más capaces de influenciar en los comités establecidos al efecto que los aparceros o que los propietarios-campesinos que eran más pobres. El resultado, por lo tanto, fue que el gobierno logró unos ingresos seguros en metálico que es lo que quería, mientras que el terratenientismo se hizo legal -no lo había sido bajo los Tokugawa- y mucho más ganancioso. Una característica de estas reformas fue que no se estipulaba en ellas que los anteriores señores o samurais conservaran un interés directo en la tierra en base a los derechos feudales hereditarios. En 1871 a esos señores y samurais se les había ofrecido

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incentivos económicos para que aceptaran de buen grado la abolición de los señoríos, concretamente, para los señores un décimo de la renta por las tierras antes gobernadas y percibido ahora como renta particular, y, para los samurais, una continuación de los estipendios sin estar obligados a seguir sirviendo, aunque basados en las tarifas reducidas y fijadas a partir de 1868. Esto no tardó en resultar una carga mayor de lo que el gobierno podía o quería aguantar. A fines de 1871 se concedió permiso a los miembros de la clase feudal para que aumentaran sus ingresos dedicándose a la agricultura, al comercio u otras ocupaciones. Se trataba de algo prohibido en el pasado; pero ahora, al verse muchos de ellos con dificultades y ser notificados en 1873-1874 de que podían cambiar sus estipendios por dinero en metálico, no fueron muchos los que se decidieron a hacerlo. El 5 de agosto de 1876 lo que había sido voluntario para algunos fue declarado obligatorio para todos. Se publicó entonces una escala en la que figuraba la cuantía de bonos del Estado que se distribuirían como pago único en lugar de las prestaciones anuales. En el caso de las pensiones mayores, las de los grandes señores, los bonos serían emitidos al valor de la renta de cinco años con un interés del 5 por ciento; en el caso de las más pequeñas, el cálculo se basaría en catorce años y en el 7 por ciento. Entremedias había toda una gradación. Así, a los «ex daimyos» se les dotaba de un sustancioso capital que les permitiera seguir llevando una vida cómoda y digna; mientras que a los ex samurais más pobres se les daría una cantidad muy inferior a lo necesario para mantener, incluso a escala muy modesta, a sus familias. El gobierno, de esa manera -algo a costa de su reputación de obrar de buena fe- había conseguido un importante ahorro reduciendo su presupuesto anual para esta partida en aproximadamente un 30 por ciento. Los samurais sin tierra ni pensión generalmente tenían que buscar trabajo. Una ocupación abierta para ellos era, por supuesto, la burocracia, aunque no todos tenían la aptitud necesaria. Otra, pudiera pensarse teniendo en cuenta su formación, era el ejército. Sin embargo, los responsables de organizar el ejército moderno de Japón no las tenían todas consigo sobre estos hombres poco inclinados a someterse a la disciplina y al reglamento de promociones que nada tenían que ver con el rango social de cada uno. Los jefes -también viejos samurais pero formando minoría- con algo de experiencia en mandar tropas de soldados no samurais, sobre todo de Choshu, expresaban su preferencia por un ejército reclutado; y, aunque amura Masujiro, que planteó este asunto en 1868-1869, fue asesinado, encontró sucesores en Yamagata Aritomo y Saigo Tsugumichi (hermano menor de Takamori). Estos dos pasaron un año en Europa, en 1869-1870, donde estudiaron el sistema militar de Alemania y Francia. A su vuelta, como funcionarios del Ministerio de Asuntos Militares, pusieron en práctica lo que

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habían aprendido y redactaron proyectos de reclutamiento que fueron sometidos a discusión una vez abolidos los señoríos. Pese a la oposición de los conservadores que opinaban que los samurais deberían formar el núcleo de cualquier élite militar, el edicto imperial de diciembre de 1872 y de enero de 1873, seguido de una Ley de Reclutamiento, establecía que en el futuro el ejército estaría integrado por hombres llamados a filas a la edad de veinte años y que, después de servir tres años, pasarían cuatro años en la reserva. Con esto se calculaba disponer de unas fuerzas en tiempos de paz de más de 30.000 hombres. A ejemplo del Bakufu, el gobierno de Meiji había dispuesto que su ejército fuera supervisado por una misión francesa, la cual se encargó también de asesorar sobre organización militar. En 1875, Japón contaba con una academia militar, un arsenal en el que trabajaban 2.500 empleados, una fábrica de dinamita, una plataforma de artillería y un campo de tiro para prácticas. La idea entonces era que la razón de ser del ejército sería apoyar el trabajo de la policía encargada de mantener el orden dentro del país. Había que reprimir la inquietud reticente de los campesinos. Ocasionalmente, a partir de 1873 hubo revueltas de samurais provocadas por la suspensión de las pensiones y de los demás privilegios o simplemente causadas por el rumbo que estaba tomando la política nacional. La mayor de estas revueltas tuvo lugar en Satsuma en 1877 y fue acaudillada por Saigo Takamori. Aunque los rebeldes eran numéricamente inferiores, su derrota, al poner a prueba los recursos del ejército y de la policía, reveló la debilidad de la estructura de mando, de la logística y de la planificación militar. Esto llevó a la creación en 1878 de un Estado Mayor del Ejército responsable de esas funciones. En 1883 se creó, además, una academia especial para oficiales. Gran parte de los pormenores de estos cambios fueron la obra de dos de los jefes militares más jóvenes, Katsura Taro y Kawakami Soroku, que habían pasado varios años en Alemania para tomar como modelo el sistema de ese país. Desde entonces, mientras que la enseñanza de los cursos más bajos se moldeaba según patrones franceses, la estructura del Estado Mayor y del mando militar era alemana. Se contrató de Alemania al comandante Klemens Meckel para que enseñara en la academia del Estado Mayor y asesorara a este cuerpo. Se establecieron escuelas de artillería y de ingeniería. Al mismo tiempo, el ejército adquiría nuevas funciones estratégicas. A sus fuerzas se les exigía, ahora -en la década iniciada en 1880-- que el país empezaba a participar en disputas sobre el continente asiático (véase capítulo 9), una nueva capacidad de actuación en el extranjero. En virtud de la revisión de la Ley de Reclutamiento de 1883, se establecieron tres años de servicio activo y nueve años en la reserva. Esto elevaba las fuerzas en tiempos de paz a 73.000 soldados y en tiempos de guerra a 200.000 más, 10 cual parecía bastar para cubrir esas nuevas necesidades. Antes

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de 1894 todos los soldados estaban armados con rifles y artillería moderna, siendo la mayor parte de fabricación japonesa. La marina recibió menos atención en este periodo. Y ello en parte porque, al haber decidido Japón actuar dentro del marco de los tratados, la defensa marítima era un asunto menos vital. Otra razón estaba en el alto costo de la marina traducido sobre todo en divisas de las que siempre se andaba escaso. Instruir a los oficiales de marina exigía mucho tiempo y técnicas que no abundaban en casa. Además, los buques de guerra, si se querían de una calidad aceptable, todavía tenían que ser comprados fuera. Estas circunstancias ayudan a explicar por qué hasta 1888 no hubo una academia naval. Un Estado Mayor Naval no se establecería hasta 1891. La Armada, aunque eficaz, era aún pequeña según patrones europeos: sólo 28 buques modernos en 1894 con un peso agregado de cerca de 57.000 toneladas, además de 24 torpederos. Sin embargo, las instalaciones de los astilleros eran suficientes para asegurar cualquier reparación. Lo que costaba el ejército y la marina constituía un tercio del presupuesto nacional en vísperas de la primera guerra exterior de Japón, es decir, era la mayor carga financiera aislada de la economía nacional. El ejército, concretamente, tenía que desempeñar un papel crucial en el mantenimiento del orden, razón por la que era distinguido con una relación especial con la Casa Imperial destinada a garantizar su independencia y fidelidad. El emperador pasó a ser jefe supremo de las fuerzas armadas. Asistía a desfiles, maniobras militares, pasaba revista a las tropas; y miembros de la familia imperial tomaban regularmente la carrera de las armas. En conclusión, a los jefes del Estado Mayor del Ejército y de la Marina, fuera del control de sus respectivos ministerios, se les dejaba tener acceso directo al emperador en todos los asuntos relativos a las prerrogativas de mando. Aunque esta medida era contemplada como una salvaguarda contra la interferencia de los militares en la política, acabó, como se verá, permitiéndoles intervenir en la misma.

La maquinaria del gobierno La abolición de los señoríos en 1871 no supuso directamente ningún cambio en la administración central, a no ser por lo que se refería al carácter y al control de los gobiernos locales. A los señoríos se les llamó «prefecturas» (ken) y su número se redujo a 72 al ser delimitadas las fronteras en 1872, y posteriormente a 43. Además, a las ciudades de Tokio, Kioto y Osaka se les dio el mismo status (ju). En 1872 la subdivisión llegó a los distritos que pasaron a llamarse ku en las ciudades y gun en las prefecturas, todas ellas bajo la autoridad de un funcionario nombrado; las subdivisiones

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inferiores -aldeas (mura) y barrios (cho)- estaban bajo la autoridad de hombres principales elegidos. Para sustituir los cargos administrativos del Bakufu Y de los señoríos se fue creando un nuevo sistema de burocracia local que quedó establecido en noviembre de 1875 yen el que se definían los títulos, funciones y competencias de los titulares. A la cabeza de cada zona estaba el gobernador (chiji) de la prefectura o del municipio con control sobre la policía y que era responsable del orden público. El y sus subordinados llevaban también a cabo o supervisaban otras funciones muy diversas como el mantenimiento de escuelas y edificios públicos, revaloración fiscal en el caso de catástrofes locales, reclamación de tierras no cultivadas, obras en ríos y puertos, reparaciones de caminos y puentes, censos, catastros, etc. De hecho, sustituían a los señores feudales. La diferencia principal era que estaban vinculados al gobierno central mediante su dependencia del Ministerio del Interior (Naimusho) establecido en noviembre de 1873. Bajo Okubo, se les enseñó a estas autoridades provinciales a dirigirse a Tokio en busca de recompensa y permanencia en sus cargos. Se integraron así en una burocracia que dependía de contactos a escala nacional y no local, y cuya composición procedía de fuentes diversas: antiguos funcionarios samurais de los señoríos y de las tierrras de los Tokugawa, japoneses con antecedentes menos privilegiados que viajando o estudiando por el extranjero habían adquirido conocimientos especiales, y algunos, aunque todavía pocos, a los que se les consideraba cualificados al poseer cierto bagaje de conocimientos sobre economía. El que la mayoría fueran ex samurais reflejaba las limitadas oportunidades que había para ganar experiencia en el viejo sistema tanto como ocurría con los prejuicios que había en el nuevo. Además, para acceder a un alto cargo, o bien en las prefecturas o en los ministerios, el ser políticamente de confianza, bien por actividades legitimistas del pasado, bien por el origen del señorío, tenía también su importancia al facilitarse así una relación con los miembros del Consejo Ejecutivo. Los archivos así lo dan a entender. Fue todo eso lo que dio al gobierno de Meiji la reputación de estar dominado en las décadas de los setenta y ochenta por hombres de Satsuma y de Choshu, aunque esta atribución de ningún modo era válida en las esferas más bajas. Después de la muerte de Okubo en 1878, Ito Hirobumi fue el que asumió la tarea de dar a la burocracia una impronta moderna y occidental. En diciembre de 1880, se promulgaron disposiciones que regulaban la marcha de los asuntos oficiales en el gobierno central, definiéndose los poderes y deberes de los ministros y de sus subordinados y enumerándose los asuntos que necesitaban autorización del Consejo antes de que se los pusiera en marcha. Pero esto no eliminó todos los abusos administrativos. De hecho, no tardó en cundir la opinión de que la administración de los

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asuntos oficiales estaba perdiéndose en un mar de papeles y memorias con lo que se reflejaba una falta de confianza y de iniciativa por parte de los funcionarios más jóvenes. En consecuencia, en diciembre de 1885, Ito envió una circular a los jefes de departamento pidiéndoles que remediaran los fallos e impusieran disciplina. Dos meses después apareció una nueva serie de disposiciones. Se contemplaba en ellas la adopción de un sistema de exámenes para decidir los nombramientos y las promociones (de hecho no entraría en vigor hasta 1887), se delimitaban los presupuestos de los diferentes departamentos, se fijaba con precisión el número de cargos, y se trataba de una multitud de detalles relativos a archivos y cuentas. Cabe preguntarse si éste era el mejor modo de restaurar el sentido de la responsabilidad entre los miembros de la maquinaria del gobierno, pero no hay duda de que ello supuso un paso más cerca en el camino de hacer de Japón un Estado moderno. A partir de ahora, los funcionarios iban a ser contratados en base a sus conocimientos del sistema educativo de estilo occidental, y promocionados por medio de exámenes protocolarios. Los que tenían cargos más altos procedían casi todos de la recién creada Universidad de Tokio, cuyos graduados estaban exentos del examen de entrada hasta 1893 y constituyeron con mucho la proporción más numerosa de candidatos que aprobaban a partir de esa fecha. En 1910, un tercio de los burócratas con el cargo de jefe de oficina o con un cargo superior había sido admitido por medio de examen. Diez años después la proporción era de cuatro quintos incluyéndose en ella la mayoría de los viceministros. Casi todos eran hombres con circunstancias familiares que les habían permitido pagar una educación relevante: muchos eran hijos de samurais, pero también había hijos de terratenientes y de comerciantes. Los que llegaban a los puestos más altos, lo lograran o no por examen, obtuvieron por ello el debido reconocimiento. En julio de 1884, el emperador anunció su deseo de crear una nueva aristocracia honrando así a dos grupos: los «de alta cuna con antepasados ilustres» y los que se habían acreditado «en la restauración de nuestro gobierno». En la nueva aristocracia había cinco categorías: príncipe (o duque), marqués, conde, vizconde y barón. De los primeros 500 títulos creados, todos excepto 30 fueron a parar a familias de la antigua corte y de la nobleza feudal. Algunos fueron promocionados. A Sanjo y a Iwakura los hicieron príncipes, éste de forma póstuma por haber fallecido el año anterior. El premio por servicios más recientes incluyó el título de marqués para Okubo y Kido, también póstumos, y 14 de conde para funcionarios (casi todos ex samurais). Entre éstos estaban Ito y Yamagata. Entre los vizcondes figuraban 12 que eran generales y almirantes de las nuevas fuerzas armadas. Este criterio de selección de títulos, al principio muy rígido, fue relajándose con el paso del tiempo, como suele ocurrir, hasta que llegó a ser norma conceder título nobiliario a un elevado número de altos funcionarios. Y con el mismo criterio eran regularmente denegados a los oponentes del 13

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gobierno. Así, Goto Shojiro e Itagaki Taisuke, de Tosa, y Okuma Shigenobu, de Hizen, vinculados a los movimientos de derechos populares de la década de los ochenta, fueron enfáticamente excluidos de la lista original, no obstante haber hecho tanto como cualquier otro en los primeros días del régimen. Otro paso, dado en diciembre de 1885, fue la sustitución del Consejo Ejecutivo (Dajokan) por un gabinete (Naikaku) de corte europeo. Cada uno de los miembros de este nuevo cuerpo sería responsable, como ministro, de la política de su respectivo departamento, mientras que el primer ministro (Sori Daijin) se encargaría de coordinarlos y de hacer recomendaciones de carácter general al emperador. Como este gabinete reemplazaba en gran medida a dos asambleas diferenciadas que había en el antiguo Dajokan, su creación supuso una importante simplificación en la administración de la política. Además, Ito, como primer ministro en el nuevo cargo, tenía mucho más poder que sus predecesores en el Consejo (en realidad más incluso que habrían de tener sus sucesores). El paso final se dio en abril de 1888 al crearse el Consejo Privado (Sumitsu-in) encargado de asesorar al emperador y en cierta medida independiente del gabinete ministerial aunque sin merma de la autoridad de éste. Estaba compuesto por consejeros veteranos que debían ser consultados en la interpretación de cualquier revisión de la constitución (entonces en anteproyecto; véase el capítulo siguiente), en reformas fundamentales de la ley y en tratados con el extranjero; pero no tenían derecho a tomar medidas. Específicamente, como se establecía en las disposiciones sobre su creación, el Consejo Privado «no interferirá con el Ejecutivo». En conjunto, estos cambios tuvieron el efecto de variar la inclinación de las instituciones políticas japonesas desde los antiguos modelos chinos hacia las últimas pautas occidentales. Había dos motivos evidentes. En primer lugar, un país que estaba intentando persuadir a Occidente para que revisara sus tratados des-iguales tenía que presentar la apariencia de que sería aceptable si resultaba familiar a Occidente. Esto era especialmente válido en el aspecto legislativo y judicial. En segundo lugar, parecía lógico que la administración de un sistema fiscal, de unas fuerzas armadas y de una estructura industrial trazada sobre líneas de Occidente -es decir, los elementos de «riqueza» y «fuerza»- fuera confiada a un gobierno cortado al estilo de Occidente. Y, en efecto, antes de que acabara la década 1880-1890, ya había una elevada proporción de funcionarios japoneses que estaban siendo formados en las diferentes técnicas occidentales.

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