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Andrea Maturana El daño

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© 1997, Andrea Maturana © De esta edición: 2007, Aguilar Chilena de Ediciones S.A. Dr. Aníbal Ariztía, 1444 Providencia, Santiago de Chile Tel. (56 2) 384 30 00 Fax (56 2) 384 30 60 www.alfaguara.com

ISBN: 956-239-035-7 Inscripción Nº 101.160 Impreso en Chile - Printed in Chile Quinta edición: mayo 2008 Diseño: Proyecto de Enric Satué © Fotografía de cubierta: Kactus Foto

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

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A la Vinka

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Primera parte

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Un objeto estará en orden si una frase corta y simple lo define por completo. Este objeto estará en orden si no precisas contar su historia. PETER HANDKE

Si lograba herir mi cuerpo, no notaría la desintegración de mi alma. PAT CONROY

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—Pídete otro gin-tonic... Oye, Elisa... Oigo su voz como apagada. A kilómetros de distancia. Espero hasta recuperar la movilidad del cuello para girarlo y poder ver a Gabriela. Ella no me mira, lleva mucho tiempo sentada sobre una piedra demasiado pequeña, incómoda. Quién sabe cuántas veces repitió la misma frase, en el mismo tono, sin intentar siquiera traerme de vuelta a la conciencia. Empiezo a sentir también yo, poco a poco, mi propia piedra incrustada. Insoportable. Me muevo despacio, asustada, reconociéndome y sintiendo el hormigueo en las piernas, en los brazos. Ponerme de pie es como resucitar a un muerto. Mi propio muerto, que comienza a revivir en el interior, pero permanece inerte en lo externo. —¿Pasó algún auto? —No —me dice Gabriela. Suele ocurrir. Si no nos llevan es porque no pasa nadie, no porque no quieran llevarnos. Hemos estado durante horas mirándonos fijamente, con la esperanza de que, de pronto, un motor rompa el silencio. Más por dejar de «oír» esta especie de nada que por ganas de subirnos a un auto cualquiera. Y en esos momentos huecos, hablar es incluso peor. El espacio funciona

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como una esponja que absorbe cada palabra antes de que sea pronunciada del todo. Los sonidos se diluyen en demasiado aire y se vuelven sordos, cambian de tono. Es como escuchar la propia voz en una cinta grabada, pero con la voz del otro. Oigo la voz de Gabriela como si no fuera la voz de Gabriela, sino la que ella oiría si escuchara su propia voz desde otros oídos. No podemos conversar. Conversar en serio, digo. Nos salvan frases como «pídete otro gin-tonic, Elisa»: frases que nos hacen recuperar el sentido de la distancia y de lo ridícula que es nuestra presencia aquí. —Cuéntame algo —le pido. Prefiero la angustia de escuchar su voz distorsionada a empezar de nuevo con la imagen de mi viejo. Reconstruirla obsesivamente termina por agotarme. Y si nada externo me estimula, irremediablemente el recuerdo vuelve sobre sí mismo. Pero Gabriela no habla de mí. Soy yo quien debería hablar. Explicar, al menos en parte, lo que me está pasando. Al fin y al cabo, llevamos algunos días juntas. Le ha tocado presenciar muchas de mis ausencias involuntarias, y seguramente, también, más de algo que yo no sé y que no ha querido comentarme. Podría haber venido yo sola. Iba a hacerlo así, pero cuando se lo comenté al pasar, me dijo «voy contigo». No me dijo «¿puedo ir contigo?», sino «voy contigo». Sabía que yo no me iba a negar. Acompañarme iba a significar, aunque ella no lo supiera, encontrarse con una

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lista interminable de rarezas mías que ella nunca había advertido, pero que tal vez intuyera. Viniendo de mí, el hecho de dejarme acompañar era también exponerla a cosas mías que ni yo conozco demasiado. Y estar dispuesta a escuchar sus preguntas (menos de las que esperaba) para, dentro de lo posible, luego poder responderlas.

—Llevábamos comida a los moteles —me dice con esa voz que no es su voz—. ¿Te imaginas? No comida china, ni nada especial... Llevábamos, por ejemplo, pan. Pan y queso y jamón. Cosas de picnic como tomate o palta. Y un cuchillo. Y mayonesa. Y cuando nos daba hambre, aunque a mí en general no me daba hambre, pero igual comía para acompañarlo, comenzábamos a pelar el tomate y a manchar esos veladores como asépticos de los moteles, a chorrear la alfombra, amontonando las cáscaras sobre un papel cualquiera en la poza de jugo que se había formado. Y comíamos así, sin ropa, sentados en esas camas con olor a falso limpio y a desodorante ambiental dejándonos caer gotas de jugo en todo el cuerpo y en las sábanas, sin darnos cuenta. Y todo era tan idiota. Íbamos a los mejores moteles, los más caros, y no pedíamos jamás nada por el teléfono privado. Salvo, claro, bebidas, porque siempre nos daba mucha sed. Mucha. Deben haber pensado