xavo giménez

Los americanos hacen pelis de vaqueros por que tienen vaqueros. ... americanos de arriba. Es que ellos .... encontrarme un puesto en la sección de librería, discos, películas. Yo sé de ..... Y los estadios de fútbol y las estaciones espaciales ...
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Edición no venal de la Fundación SGAE para la promoción y difusión de textos teatrales objeto de estreno

XAVO GIMÉNEZ LLOPIS

Sin la autorización por escrito de la editorial, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra ni tampoco su tratamiento o transmisión por ningún medio o sistema. De igual manera, todos los derechos que de ella dimanen, cualquiera que sea la naturaleza de estos, así como las traducciones que puedan hacerse, incluyéndose igualmente las representaciones profesionales y de aficionados, las películas de corto y largo metraje, recitación, lectura pública y retransmisión por radio o televisión, quedan estrictamente reservados. Se pone un especial énfasis en el tema de las lecturas públicas, cuyo permiso deberá asegurarse por escrito. Las solicitudes para la representación de esta obra, de cualquier clase y en cualquier lugar del mundo, habrán de dirigirse a Sociedad General de Autores y Editores, SGAE, en la calle de Fernando VI número 4, 28004 Madrid, España.

LLOPIS Primera edición, 2015

© De Llopis: Xavo Giménez © Del prólogo: Iaia Cárdenas © Para esta edición: Fundación SGAE, 2015

Coordinación editorial: Pilar López. Diseño de cubierta: El Taller de GC. Maquetación: José Luis de Hijes. Corrección: Marisa Barreno. Imprime: Estugraf Impresores, S. L.

Edita: Fundación SGAE Bárbara de Braganza, 7, 28004 Madrid / [email protected] www.fundacionsgae.org EDICIÓN PROMOCIONAL. PROHIBIDA SU VENTA D. L.: M-37037-2015

Prólogo “Llopis es la historia de uno que quiso ser alguien”. Con esta frase, Xavo Giménez lanza su primera pregunta: ¿quién queremos ser? Para luego no poder evitar pensar que lo que queremos ser es parte de lo que somos. Y este es mi punto de partida para sacar la siguiente conclusión: Llopis me da asco. Asco por ser un buscador insaciable de pepitas de oro, de éxito fácil, un comprador de humos made in Hollywood. Porque en Llopis veo a tantos y tantas y, lo peor, veo ejemplo para muchos. Llopis me da rabia. Rabia de pensar en tanta gente que lucha por tener su lugarcito en el parking de Ikea, su trocito de hamburguesa rehecha, su momento de gloria como figurante de una peli de clase B. ¿Dónde han quedado nuestras expectativas? Llopis las resume en una quiniela. Una quiniela sin empate. O eres 1, o eres 2. Llopis me da pena. Porque, como tanta gente, busca el futuro en las estrellas, un futuro Dolby Surround que nos vendieron junto a un manual de automotivación, y que tiene poco futuro, como el Blu-ray. Llopis me da risa. Una risa que destensa, descongestiona. Una risa necesaria y dolorosa. Porque te hace ser consciente de que no estás solo. No sois Llopis y tú. Somos muchos más los que necesitamos de esa risa para sentirnos un poco más humanos. Una risa afilada que corta un lamento profundo. ¿Qué te ha pasado, Llopis? ¿Qué nos ha pasado? Llopis habla de Marte como una segunda casa. Llopis nos plantea una realidad como especie. Como depredadores de un sistema, de hombres lobo que se comen unos a otros pero que previamente se toman un Omeprazol.

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PRÓLOGO

Miremos hacia arriba para no mirar hacia los lados. Porque lo que veamos, no nos va a gustar. Xavo Giménez tiene la capacidad de poner ante nosotros un espejo donde mirarnos y darnos cuenta de que hemos estado por la vida con un pedazo de espinaca entre los dientes, creyéndonos fantásticos. Y nos reímos. Nos reímos de nosotros mismos. Y no podemos evitar decir: “ay, qué penita”. Entrar en el universo Giménez/Llopis es como viajar en el Mars One. Vas y te quedas. Para siempre. Iaia Cárdenas Dramaturga, fotógrafa y publicista

Llopis Se estrenó el 28 de abril de 2015 en la sala Ultramar de Valencia.

Reparto Llopis

Xavo Giménez

Dirección

Xavo Giménez

Ficha técnica Lukas Lehmann

Diseño sonoro

Julia Valencia

Cómic Fotografía

Iaia Cárdenas

Vestuario

La Teta Calva Xavo Giménez

Espacio escénico y grafismos Distribución

a+, Soluciones Culturales

Producción: La Teta Calva

El actor a veces hace de personaje y a veces no. Cuando el texto está en esta tipografía es el actor quien habla.

Toda la acción transcurre en un parking frente a un Ikea. Llopis, el personaje, está en su coche. A salvo. Forget the deal, Jimmy. (Pausa) Forget the deal… You know me. The deal’s dead. Am I talking about the deal? That’s over. Please. Let’s talk about you. Come on. (Pausa) Come on. (Pausa) Come on, Jim. (Pausa) I want to tell you something. Your life is your own. You have a contract with your wife. You have certain things you do jointly, you have a bond there… and there are other things. Those things are yours. You needn’t feel ashamed, you needn’t feel that you’re being untrue… or that she would abandon you if she knew. This is your life. Yes. Now I want to talk to you because you’re obviously upset and that concerns me. Now let’s go. Right now.

Silencio. Acojonante. Acojonante, tío. ¿Lo has entendido? Ni una palabra. ¿No? No, ni papa. Ni pajolera idea. Nada. Yo tampoco. Yo lo digo. Solo lo digo. Me han enseñado un poco. A decirlo. A mentir. A parecer esto para aparentar aquello. Queda de puta madre. Uno. Uno mismo, quiero decir. Yo, quiero decir. Uno habla así a alguien y queda como un señor. Como un gentleman. Es como en las se­ ries de HBO. En inglés todo queda mejor. The Leftovers, Game of Thrones, Carnival, Lost, True Detective, House of Cards, Breaking

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Bad… Touch my bowls. Tócame los huevos. Y cuando hablo de inglés hablo del inglés de los americanos. Inglés del bueno. De los americanos de arriba. Es que ellos saben más. Hacen unas series que te cagas. Directores, guionistas, cámaras, directores de foto, maquilladoras, actores, actrices, todo. Hasta los extras de sus pe­ lículas son la leche. Hay algunos que son la leche. ¿Habéis visto El lobo de Wall Street? Cuando Di Caprio hace su discurso de moti­ vación a los trabajadores. Es una escena memorable. Hay mu­ chos extras, como unos doscientos o más. Bueno, hay uno al fondo de la pantalla, medio escondido detrás de una columna y apretado contra una ventana, que está llorando de emoción. Llo­ rando. Llorando un extra. ¿Te lo puedes creer? Aquí no sabe llorar ni el protagonista de Amar en tiempos revueltos. Cierran los ojos, fruncen el ceño y se tapan la cara para sollozar. Así. (Lo hace). Hay que saber llorar, joder. Hay que saber. Los americanos lloran me­ jor, follan mejor, matan mejor, fuman mejor, bailan mejor, cantan mejor y mueren mejor. ¿Por qué? Porque están preparados. Entre­ nados. Porque se lo creen. Sí. Saben más. Controlan más. No sé si saben más, pero son la polla. Yo lo digo siempre. Nosotros siempre estamos con la tontería de turno. El Torrente, Muchacha­ da Nui, el Berto Romero, Arturo Valls, los Apellidos Vascos, el Pa­ gafantas y la puta madre que los parió a todos esos. Tenemos una larga lista que nos sitúan en el epicentro cósmico de la gilipollez. Sí, nosotros. Con el cachondeo, con el pinchito y la birrita y con nuestra cultura de embutido ibérico. Nuestra cultura de fritanga televisiva es demoledora. No hay nada que hacer contra esos ma­ rines armados hasta los dientes, Jimmy. Y ellos… ellos a lo suyo. Ellos te meten un peliculón como La chaqueta metálica esa y se quedan tan anchos. O las de los Transformers. O Godzilla. O Pearl Harbour. Joder, Pearl Harbour… Nosotros tenemos la batalla del Ebro o la de Brunete y hacemos La vaquilla. Ellos tienen Vietnam y hacen Apocalypse Now.

Suena el horror. He visto horrores…, horrores que usted ha visto. Pero no tiene derecho a llamarme asesino, tiene derecho a matarme. Tiene de­

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recho a hacerlo, pero no tiene ningún derecho a juzgarme. No creo que existan palabras para describir todo lo que significa, a aquellos que no saben qué es, el horror. El horror. El horror tiene rostro. Horror has face. Recuerdo que cuando estaba en las fuer­ zas especiales…, parece que han pasado mil siglos…, fuimos a un campamento a vacunar a unos niños. Dejamos el campamen­ to después de vacunarlos a todos contra la polio. Un viejo vino corriendo, lloraba, sin decir nada. Regresamos al campamento. Ellos habían ido y habían cortado todos los brazos vacunados. Vimos allí un enorme montón de bracitos. Y recuerdo que yo… (Solloza tapándose la cara) Yo lloré también como… como una abue­ la. Quería arrancarme los dientes, no sé lo que quería hacer. Y me esfuerzo por recordarlo, no quiero olvidarlo nunca, no quiero olvidarlo. Entonces vi tan claro, como si me hubieran disparado con un diamante, con una bala de diamante en la frente, y pensé: Dios mío, eso es pura genialidad, ¡es genial! ¡Tener voluntad para hacer eso! Se necesitan hombres con principios que al mismo tiempo sean capaces de utilizar sus instintos, sus instintos pri­ marios para matar. Sin juzgarse a sí mismos. Porque juzgar es lo que nos derrota.

Pausa. O las de vaqueros. Los americanos hacen pelis de vaqueros por­ que tienen vaqueros. Nosotros a nuestros vaqueros los sacamos en los anuncios de la Central Lechera Asturiana. El otro día me quedé pegado a un programa en Discovery Max. La fiebre del oro. Gold Rush. Lo veo. Lo suelo ver, sí. Vaya mierda más bien cagada, tío. Allí que estoy yo dos horas de programa viendo cómo un gordo racista de Alaska le pega a una ladera de una montaña con una excavadora para que su hijo pueda ir a la Uni­ versidad de Minnesota. ¿Qué coño me importa a mí el gordo ese? Pues nada. Dos horacas ahí sentado a la una de la mañana y el gordo palante con el tractor, patrás con el tractor, palante con el tractor, patrás. Unos planazos que te cagas. Travellings de vér­ tigo. Cómo se hizo. Con testimonios de los mineros en plan: “Sí, Mike. Lo pasé mal cuando tiré a poner la reductora y no me en­

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tró. Se me vino toda la temporada abajo. Menos mal que aguan­ tó la correa de distribución”. No te jode. Y ahí yo padeciendo por la puta correa de distribución. My god. ¿Por qué? ¿Por qué mola más decir Mississippi que Massanassa? ¿Albuquerque que Al­ bacete? ¿Alabama que Álava? ¿Por qué? Que alguien me lo ex­ plique. Da igual que sea un gordo racista de Alaska que desea que su hijo vaya a la universidad o Al Pacino vendiendo parcelas para llevarse un Cadillac. Joder, Al Pacino. Es que encima lo ves ahí plantado. Con los brazos en jarra. Con esos tirantes. Peinaico. Sin mover ni un puto pelo. Con la mirada tranquila, con el gesto como…, no sé. Joder, parecen salidos de un puto spa. It’s unbelievable! Forget the deal, Jimmy. Forget the deal. Saben lo que quieres y te lo dan. Te lo dan, hermano. Quiero leeros una poesía que he escrito. La he titulado “Tú a Boston y yo a Cali­ fornia”.

Saca un papel y lee una poesía. Vi Cocktail y quise ser camarero. Vi Top Gun y quise ser piloto. Vi Alcatraz y me quise fugar. Vi Charlie y la fábrica de chocolate, la antigua, la del rubio, y que­ ría abrir una chocolatina y que el reflejo dorado del envoltorio me devolviera la ilusión. Vi Star Wars y quise ser ewok. Vi Star Trek y quise ser ewok. Vi E. T. y quise ser Elliot. Vi El nombre de la rosa y quise follar a la campesina sucia. He visto cosas que no creerías. Yo no tengo muy claro si Cáceres es la de arriba y Badajoz es la de abajo. No tengo claro lo de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava. Bil­ bao, San Sebastián, Vitoria… Es un lío unir las capitales con su provincia. Me lío. ¿Qué está pegado a Galicia, Asturias o Canta­ bria? En cambio sé perfectamente dónde están las montañas Rocosas y el desierto de Las Vegas. Sé que la capital de Texas es Austin y que si dices Memphis tienes que decir enseguida

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Tennessee. Memphis, Tennessee. La Ruta 66 en coche. El blues de Chicago, el soul de Detroit, los yankees de Nueva York y los microchips de Silicon Valley. Y así podría seguir hasta cansaros. Hasta cansaros. Pero no he venido a cansaros. Hoy he venido a hablaros de la formidable historia de Llopis. Mi amigo. El amigo del mundo.

Suenan las calles. Llopis es de un barrio perdido en la indiferencia. Es el mío tam­ bién, por eso lo conozco. Lo veo pasar. Somos hijos de las ave­ nidas y del carril bici, Llopis y yo. Nuestras raíces están de puer­ tas para dentro. No tenemos mucho arraigo porque el suelo que pisamos fue siempre de hormigón. Lo veo pasar y lo saludo con un golpe de cabeza al aire. Intento incluir una pequeña sonrisa para animar a Llopis. Hay en él cierta tristeza desenfocada. Uno no sabe si tiene pájaros en la cabeza o si tiene un nido. Llopis suele ir al cine cada semana. O todos los días.

Calbaga Llopis. Mi género favorito es el western. Esas historias donde los pue­ blos son demasiado grandes para uno de los dos. Donde o tú o yo. Donde siempre gana uno, sea el malo o el bueno. Y es el western el que me viene al pelo para contaros la formidable his­ toria de este pobre llanero solitario que es Llopis. A Llopis siem­ pre le acompaña una melodía. Arrastrar una diligencia cada día de la semana necesita de una banda sonora. La música no en­ tiende de gravedad. Llopis vaga por las praderas que separan el río seco de esta ciudad agotadora y polvorienta. De esta ciudad. Valance. Las de vaqueros. Esas me vuelan la cabeza. Un carro­ mato, una pistola que da la salida a aquellos que saben que el horizonte es un engaño. Polvareda, futuro y quien más pueda, para él. Encontrar una tierra fértil, junto a un río calmado, con un bosque de abedules y chopos cerca y una colina a lo lejos. Lle­ gar el primero y plantar una cruz para avisar a los que vendrán que esta será su tumba si dan un paso más. Esas me gustan,

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Jimmy. La leyenda de la ciudad sin nombre. Clint Eastwood y Lee Marvin. Esa película que empieza con un entierro. Una carreta se precipita por una ladera y termina hecha añicos. Están todos al­ rededor del difunto. Y el difunto tarda muy poco en convertirse en cadáver. El sepulturero pica la tierra oscura pero algo brilla en la fosa. Oro. Oro. Gold. Gold. (En Cowboy) Esas tierras que he visto serán mías algún día, Jimmy. Y si a algún miserable de Cheewita se le ocurre cruzarse por mi camino, pongo a Dios por testigo de que le volaré toda manteca que tiene en la mollera. Avisado quedas. Ni se te ocurra dar un paso más. Y dile a esa sabandija de Willy Dockerson que no pien­ so desviar el arroyo. Cómprate unas botas nuevas. Se ve que ese perro de Willy Dockerson no trata bien a su rebaño… Ahora már­ chate y dile todo lo que te he dicho a Willy Dockerson. Qué travie­ sa es la vida. Llamar amo a quien no te ama. Largo. Largo he di­ cho… Se me está acalambrando la paciencia, muchacho. Habla rápido. ¿Sabes usar el aserradero?… ¿Sabes drenar la grava?… ¿No? Entonces, ¿a qué has venido, chico? Vuelve a Cheewita y cuida bien de tus cosas. No tendrás otras. Si quieres trabajar en mis tierras, no puedes ir vestido como un paleto. Largo. ¡Largo! Llopis entonces hace caso al jefe de personal de la feria de muestras que lo acaba de entrevistar y que lo acaba de mandar a casa por no vestir para la ocasión. Deja su currículum una vez más sobre la mesa, y al dejarlo sobre la mesa parece que lo deja sobre una balsa de disolvente. La tinta del papel se borra entur­ biando el agua. Expresiones como “carnet de conducir” o “nivel medio de inglés” se difuminan como la sonrisa de la Gioconda, que depende del día se ríe o se enoja. Y entonces Llopis coge su coche sin rueda de repuesto y se va a dar una vuelta con algo de música americana, pero siempre que pone la radio, siempre, hay publicidad.

Algún anuncio de la radio vende los mejores calzones. Espera no pinchar, porque, si pincha una vez más, se quedará tirado para siempre en una cuneta. Y llega a un parking de unos

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grandes almacenes donde ahora han puesto un Ikea, por fin. Y ese parking era suyo. Un día fue suyo. Por eso siempre va allí. Antes también iba allí. Pero era a correr con su bicicleta BH. A jugar a indios y vaqueros. A ver en la acequia un gran río Bra­ vo. Antes, ese parking no olía a madera barata y conglomerada, ni a tornillos ni llaves Allen. Olía a begonias, a petunias, a clave­ les y a rosas. Si a Llopis le asfaltan los recuerdos, él aprovecha para aparcar sobre ellos. Llopis le pone freno de mano a la me­ moria. Ahora sí que somos una ciudad con todos los servicios. Una ciudad sin Ikea es como un corazón sin sístole ni diástole. Y Llopis se queda en el parking latiendo un poco. Piensa que en la siguiente entrevista de trabajo debe cuidar ciertos aspectos como la apariencia, la ropa, la sonrisa, la mirada y las condicio­ nes atmosféricas. Y come una hamburguesa poco hecha de la hamburguesería que hay junto al Ikea. Lleva rato mirando y mas­ ticando. Lleva tiempo sin bajar la guardia. Es una especie en extinción que está de moda.

Sonidos poco hechos. Hace dos días ya. Lo tienen bien montado. Con sus tiendas Two Seconds, con sus tumbonas con agujero para la bebida. Vienen preparados para cocerse al sol. Antes ese parking era un campo de petunias que se olían desde el puerto, ¿lo sabías? Yo he pasado noches enteras aquí, discutiendo con amigos si la luna estaba llena o menguaba. Es un tema de discusión muy frecuente entre amigos. Dos noches llevan algunos en este parking que dentro de unas horas será un desfile de domingueros haciendo cola para comer un perrito caliente con paté de salmón por uno noventa y cinco. Ahora hay que comer como ellos. Les compras el sofá, la mesa, las sillas, las servilletas, los tenedores, la crema de salmón, las galletas de arenque, la taza del váter y hasta el papel del culo. Hay que joderse. Lo compro, lo cargo en el coche, lo monto, lo paso por el código de barras…, dentro de poco nos van a dar la opción de hacer una excursión al bosque para talar la puta madera. ¡Los parkings son para aprender a conducir cuando están vacíos!

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Todos con esas camisetas amarillas. Si vas de amarillo te hacen descuento. Solo el primer mes. Míralos. Son felices. La gente es feliz, Llopis. No como tú. Tú siempre estás con la mosca detrás de la oreja. Pensamiento positivo, hombre. Saldré de esta. Este es un buen lugar para pensar. (Come) Esta hamburguesa es la más rica que se ha cocinado nunca. (Come) La comida rápida hay que comerla despacio. (Come) Esta hamburguesa está exquisita. Han abierto muchas cosas por aquí. En algún sitio puedo ser útil. Tengo que renovar mi currículum. Puede que en esa hamburguesería. Planet Burguer. Sí. Esto será un acierto, confía en ti. Si esto no funciona…, si esto no funciona, podría montar algo. Buscarme un socio. Convencer a alguien. Montar algo. En épocas de dificultad se despierta el ingenio, dicen. Una…, no sé. Algo de autor. Todo lo de autor está de moda. Mira, hamburguesas de autor. ¿De autor? ¿Qué coño es eso de hamburguesas de autor? ¿Quién está en la cocina? ¿Gabriel García Márquez? (Come) No saben cómo vendernos lo de siempre. (Come) “Diseña tu propio salón”. (Come) Diséñamelo tú, coño, que para eso te pago. Algo irá bien. Llopis ha pasado penurias. No muy resaltables. Suficientes. Como para decir basta. Dos pelos para una cabeza no son nada, pero si los encuentras en el café con leche el mundo se colapsa. Ha trabajado mucho, Llopis. Ha cotizado mucho, Llopis. Ahora tiene una espalda quebrada de tanto mirar al suelo. Llopis tiene una extraña relación con sus zapatos. No puede dejar de mirar­ los. Los acompaña allá donde van. Se deja llevar. Llopis parece un vagabundo a control remoto. La gente vive en un surco. Un surco que se convierte en una zanja. Una zanja que se convierte en una trinchera. Una trinchera que se convierte en una fosa. Una fosa que se convierte en un jardín.

He tenido muchos trabajos yo. Y ninguno me ha ido bien. Fui el mejor vendedor de calzoncillos de la sección de caballeros de El Corte Inglés. El encargado de planta me invitó a una Coca Cola, me pasó el brazo por encima de los hombros y me dijo: “Llopis,



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nadie vende calzoncillos como usted. Si sigue vendiendo calzoncillos así, algún día será alguien en la vida”. ¿Alguien en la vida? Mi idea no era vender calzoncillos por mucho tiempo. Era un trabajo temporal. Me preparé mucho. Entré por enchufé. Entré por enchufe para vender calzoncillos. Y yo no me podía quejar. Peor era un compañero mío que vendía fajas. Las vendía muy bien, por cierto. Cuando el encargado de planta me dijo eso, le dije… —Gracias, señor Santonja. Ser alguien en la vida. Ser alguien. Mire mi DNI, señor Santonja. Mírelo. Qué ve. —Ahora no tengo mucho tiempo, Llopis. Rapidito. —No, le quería decir algo acerca de lo que me dijo el otro día. —Rapidito. Los calzoncillos no se venden solos, Llopis. —Quisiera hablar con usted, Santonja. ¿Podemos hablar un momento? Quisiera pedirle un pequeño favor… Santonja, he pensado en no seguir vendiendo calzoncillos. ¿Recuerda lo que me dijo por Navidad, en la fiesta del personal? Me dijo que trataría de encontrarme un puesto en la sección de librería, discos, películas. Yo sé de películas. Verás, Jordi. Mis padres están mayores, ¿sabes? Pronto me dejarán y no tendré que pagar alquiler. Podré vivir en casa de mis padres. Volver a casa. Ya no necesito tanto dinero. Si pudiera ganar…, digamos, sesenta y cinco dólares a la semana, tendría suficiente. Te diré por qué, Howard. La verdad es que estoy un poco cansado. Bien sabe Dios, Howard, que jamás le he pedido un favor a nadie. Pero ya estaba en la empresa cuando tu padre te traía aquí en brazos. Tu padre, que en paz descanse, se me acercó el día en que naciste para preguntarme qué me parecía el nombre de Howard… Todo lo que necesito para comer son ciento cincuenta euros a la semana, Santonja. Solo eso, Howard… Mi capacidad como vendedor está fuera de duda, ¿no es cierto?… Déjame que te cuente una cosa, Santonja. Let me tell you something, Howard. Por supuesto, el negocio es el negocio, los calzones son los calzones, pero escúchame un momento. No comprendes lo que te estoy diciendo. Cuando era un muchacho, a los dieciocho o diecinueve años, ya estaba en la carretera. Y me preguntaba si la venta tendría futuro para mí, porque en aquel entonces suspiraba por irme a Alaska. Piensa que en Alaska uno encontraba oro tres veces al mes. Mi padre vivió muchos años en Alaska.

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Tenía espíritu aventurero. Ya estaba casi decidido a irme cuando conocí a un viajante en el hotel Parker House de Boston. Se llamaba Dave Singleman, tenía ochenta y cuatro años y había recorrido treinta y un estados vendiendo su género. El viejo Dave subía a su habitación, ¿comprendes?, se ponía unas zapatillas de terciopelo verde, nunca lo olvidaré, descolgaba el teléfono y llamaba a los agentes de compras, y sin salir de la habitación, a los ochenta y cuatro años, se ganaba la vida. Al ver eso, comprendí que la venta era el mejor oficio que un hombre podía desear, porque ¿qué podía ser más satisfactorio, a los ochenta y cuatro años, que visitar veinte o treinta ciudades, descolgar el teléfono y comprobar que tanta gente se acuerda de ti, te quiere y te ayuda? ¿Sabes?, cuando murió, cuando murió, cientos de viajantes y clientes asistieron a su entierro. Luego, durante meses, flotó una atmósfera de tristeza en muchos trenes. En aquellos tiempos, Howard, había respeto, camaradería y gratitud. Hoy todo es rutinario y no hay ocasión de cultivar la amistad. ¿Comprendes lo que quiero decir? ¡He vendido más calzoncillos que nadie en este puto Corte Inglés, Santonja! ¡No puedes comerte la naranja y tirar la piel! ¡Un hombre no es una fruta! Ahora presta atención. He tenido un gran año… Todos hemos tenido un gran año. Ponme en las películas, Santonja. Ponme… Silencio. —¿Qué significa esto? ¿Ya no puedo confiar en ti? Silencio. —¿Quieres que me pudra? ¿Quieres que me vaya? ¿Es eso, Santonja?… Mira mi DNI. ¿Qué pone ahí? ¡¿Qué pone ahí?! Amadeo Llopis Serra. ¿Sabe quién es ese, Santonja? ¡Alguien! ¡Alguien, Santonja! ¡Alguien! ¡Alguien! Llopis dejó el trabajo. “Está claro que no has nacido para vender calzoncillos, chico”, le dijo el señor Santonja. No. Llopis no nació para eso. No sabe muy bien para qué nació. Llopis nació para

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caminar. Nació para respirar un poco. Nació para doblar las es­ quinas. Llopis nunca quiso dejar de ser del montón, pero él pre­ fería ser de los la parte de arriba del montón. De los que, sin dejar de ser del montón, aprietan al resto. Dejar de ser del montón da vértigo. Llopis mira el panel de mando de su coche mientras come su hamburguesa poco hecha. Mira el pedal del freno y luego el del acelerador y algo le llena el estómago de mariposas. Y le da vértigo saber que su coche podría llegar a doscientos veinte kilómetros por hora. A Llopis le da vértigo mirar para abajo, pero no para arriba. Llopis siguió buscando como buen buscador de oro. Siguió trampeando como buen trampero. En verano, oca­ sionalmente, trabajaba en una horchatería. El padre de Llopis plantó chufas después de plantar petunias. En invierno, ocasio­ nalmente, trabajó en una agencia inmobiliaria. Las agencias es­ taban saturadas por la cantidad de locales vacíos que tenía la ciudad.

Un local vacío. Pasa, pasa. Cuidado, no tropieces. Ahora hay mucho hueco en la ciudad donde prosperar a buen precio, el problema es que la gente no tiene qué invertir. Pero este local es una auténtica ganga. Fíjate. ¿No te parece estupendo? Esta bien ubicado. Céntrico. Eso es importante, ¿no? Hay locales que caen de culo. Que tienen cizaña bajo los azulejos. Este no. Mira qué ventanal. Tres por cuatro. Doble cristal. No se escucha el jadeo del mundo. Toda la mañana entra luz directa. Al medio día se calma y por las noches todo el local es una tiniebla. Los acabados son excelentes. Acabado y excelente… Como yo. Qué contradicción más acertada, ¿no? Los antiguos dueños sabían lo que hacían. ¿Qué había antes? Un teatro. Pequeño. Húmedo. Incómodo. ¿Te gusta el teatro? A mí, sí. A mí me mata. Luego montaron una perfumería. Druni. Gente guapa. Y por último una sucursal bancaria que cerró por alguna fusión. No, no busques. No hay nada. Ya hemos levantado la moqueta. Apenas quedaron algunos bolígrafos. Bolígrafos como puñales de harakiri para firmar algún préstamo. Ni polvo dejaron en la caja fuerte. No encontrarás oro en esta parte del río. No encontrarás pepitas por aquí.

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Todo lo que has oído son habladurías, Willy Dockerson. Pero levanta ese ánimo, hombre. A ti te irá bien. Yo, si estuviera en tu lugar, no me lo pensaría dos veces. Mira, mis padres tenían un local y lo terminaron malvendiendo, ¿sabes? Podría haber montado allí una horchatería. Las horchaterías funcionan. Ahora, en ese local hay una hamburguesería. Tendrías que ver dónde está. Está en el centro del yacimiento, Willy. He pensado reunir a los hombres de John Sutter y hacerme de nuevo con esas tierras, pero tendría a los federales encima en menos de lo que canta un gallo. No dejes pasar tú esta oportunidad. Aquí puedes labrarte un futuro. Aquí puedes montar lo que quieras. Puedes hacer con tu vida lo que quieras. Lo que quieras. Mira ese pequeño cuarto junto a los baños. Allí estaba la caja fuerte de la que te hablé. Es un buen escondite. Un zulo acorazado donde esconderse en caso de ataque nuclear. Si la radiación se propaga, como han dicho las autoridades, podemos proveernos de algo de comida y pasar unos días aquí dentro. Y no saldremos de aquí hasta que todo haya terminado. Y, cuando salgamos, el mundo ya no volverá a ser nunca como antes. Y podemos meter en el zulo una pareja de animales de cada especie y así la evolución de la vida no se interrumpirá. ¿Lo comprendes? Somos los elegidos. Este zulo es nuestra arca. Ese ventanal es nuestra escotilla para contemplar el universo. ¿Qué me dices? ¿Te gusta o qué? Si esto no te convence, siempre puedes utilizar el zulo para un secuestro. Puedes secuestrar a alguien y pedir un rescate. Yo llevo años pidiendo que alguien me rescate, el problema es que nadie me secuestra. Y si esto no te viene bien, puedes montar algo de autor, que están muy de moda. Llopis era así. Antes de entregar las llaves de un local, entrega­ ba un torrente de sabiduría a sus clientes. Muchos buscaban la torre más alta y otros el río más profundo. Llopis contagiaba vida. Vida extraterrestre. También tenía amigos en la televisión, en el mundo del cine. Y eso a Llopis sí que le gustaba. El cine. Las películas de vaqueros. Las de ciencia ficción. Las de bus­ car vida inteligente en otro planeta, ya que en este no conse­ guía encontrarla. Llopis trabajó en el cine. Hasta pensó que al­ gún día podría hacer su propia película, que seguramente hablaría de él.



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Si alguna vez la suerte me sonríe, haré una película. Se llamará Llopis. Será la historia de un hombre lobo que vive en Valencia. Es el último de su estirpe y ha venido a esta ciudad por su luna, poderosa y enigmática. Las noches de mala luna caza y devora personas en el cauce del río Turia, oscuro y perfumado. Por el día, vende calzoncillos en El Corte Inglés. De momento es un proyecto, pero ya va cogiendo forma. ¿Mi experiencia en el mundo del cine? Breve pero muy instructiva. Me ha gustado mucho participar en el rodaje de Mortadelo y Filemón. La peli se ha rodado en el Carmen. Por lo menos los exteriores, que es donde yo he trabajado. Mi trabajo consistía en caminar por detrás de un personaje importante. El frutero. Es muy jodido caminar, ¿sabes? Cuando dicen acción, no sabrías ni atarte los cordones de los zapatos. Te sientan en una mesa de un bar con una tía a la que no conoces de nada y te dicen “sois una pareja de enamorados. Tenéis que hablar como acaramelados”. Y todo va sobre ruedas. No hay que hablar. Hay que hacer como que hablas. No hay que pensar, hay que hacer como que piensas. Eres un tipo pero en realidad no eres nada. Es todo mentira. Tendrías que probarlo. Habla sin hablar durante un buen rato. Pasea sin pasear. Y Llopis sigue en su coche detenido. Y le da vueltas y vueltas y más vueltas a esa cabeza llena de vueltas. ¿Cuántas ideas le vienen a Llopis cuando la cabeza le da vueltas? Está harto de que se le ocurran tantas ideas. Las ideas son buenas como ideas. Como la de su gran película. Un hombre lobo. Valencia. Cauce. Calzoncillos. Una gran idea, ¿no? ¿Por qué hay que lle­ varla a cabo si como idea ya funciona? No, es que las ideas hay que materializarlas, dicen. Qué palabra fea de cojones. Materia­ lizar. No hay que hacer todo lo que uno piensa que hay que ha­ cer, ¿no? Es mejor dejar las cosas con la incógnita del éxito. ¿Por qué hay que terminar las cosas? ¿Por qué dotar de final a lo que es un magnífico comienzo? ¿Por qué hay que poner la meta siempre en algún sitio? ¿Es por los fabricantes de meda­ llas? ¿Es por los carpinteros de podios? Llopis no piensa cerrar nada. A él no le van los finales. Llopis es un hombre de princi­

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pios. Los principios. Nacer cada vez. Llopis no se supo atar los cordones umbilicales y ahora cree que cada vez que sale de su coche es como si saliera del cascarón por primera vez. Los prin­ cipios. Yo imaginaba el principio de esta obra de teatro una y otra vez. Igual que Llopis, empieza una y otra vez su historia de lican­ tropía y lunas llenas. Imaginaba a Llopis comiéndose a uno de esos runners que hacen footing por el cauce del río. No hay za­ patillas en Decathlon para huir del lobo Llopis. Próximamente en las mejores salas… Y así, poco a poco, en cada ciclo de luna somos más los hombres lobos en esta ciudad de corderos. Por­ que si un lobo te muerde o te roza no te mata, te convierte. Mu­ jeres lobo. Yonquis lobo. Runners lobo. Barrenderos lobo. Ecua­ torianos lobo. Policías lobo. Ciudad lobo. La ciudad tiene un perfume a yugular. Por las mañanas todo es normal. La gente se mira y sabe quiénes son. Ahora somos todos fieras. Los niños llenan los parques. Los abuelos llenan los bancos. Las madres lle­ nan las aceras. Los padres llenan los bares. No pasa nada. Nun­ ca pasa nada. Todos esperan la cacería lunática y, mientras, los días se suceden con cuentagotas. Y cada noche de luna llena, la ciudad se ilumina como el neón que ilumina la carnicería. Y a la mañana siguiente los servicios de limpieza limpian los restos de la casquería valenciana que ha quedado en esos parques, en ese cauce, en esos templos, en esos chaflanes y en las entradas del metro. Los principios. Llopis huele la carne de la hamburguesa. Piensa el final de su película, pero no se le ocurre nada. Solo se le ocurren principios.

Una radio le interrumpe. Enciendes la radio y no hay música. Hay anuncios. ¿A que sí? Son todo mentira. Todo. ¿Tú te crees que el tío con bata en una consulta de un dentista es un dentista? Pues claro que no. ¿Tú te crees que el técnico que revisa la cal del tambor de la lavado­ ra de esa ama de casa es un técnico de verdad? No. ¡Ni la seño­ ra es una ama de casa! Está en la guía de actrices, coño. Yo la conozco. Es todo mentira. Una cosa son las pelis. Llopis va al cine a ver una buena peli americana y sabe que es una buena

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peli. Llopis sabe que la chica que le han puesto a su lado no es su chica. Sabe que, aunque abra la boca, no hay que decir nada, porque es mentira. Pero un anuncio es… Coño, ¿nos toman por gilipollas? ¿A todas horas? Y Llopis no deja de buscar anuncios que le saquen de esta zozobra. Pasa horas buscando en Internet un mapa del tesoro. De vez en cuando recorre el planeta con el Google Earth sobrevolando todos los continentes en busca de algo que nadie haya visto. Y cruza el Ártico y se sobrecoge al sobrevolar los cascotes polares aunque esté encerrado en casa. Y hace lo mismo con la Luna. Y con Marte. Y luego vuelve a la Tierra a buscar ofertas, pero solo le llegan publicidades que lo hacen tropezar. Y firma para que se salve el Ártico. Y el Ártico se derrite sin que él pueda hacer nada. Y ve otro anuncio. Asenta­ mientos humanos en Marte.

Viento marciano. Es muy probable que un día de estos me vaya a Marte. Me he alistado. Ya tengo la solicitud. Cuando me llamen, deberé pasar una serie de pruebas. Es un programa real, aunque la gente cree que es un timo. ¿Un timo? ¿Un timo porque he pagado setenta y cinco dólares por la inscripción? Ya. No lo había pensado. Yo pensaba que el timo era dejarse los ahorros en pilas para el des­ pertador. Que el timo era la vida de mi padre, que se dejó la es­ palda en un campo de flores pero su camisa olía a sudor. El tiro­ teo diurno pensé que era el timo. La gota fría en mi corazón. Eso pensaba yo que era el timo. Por eso no me importa que la gente se ría. Yo sé que doy el perfil. Yo camino mirando para abajo pero tengo la mirada puesta en las estrellas desde pequeñito. Yo en el colegio no quería ser ni San José ni Baltasar. Yo llevaba la estre­ lla de Belén clavada en un palo de escoba. La llevaba bien alta, la estrella. Yo sé que hay un lugar allá lejos porque lo siento bien cerca. Yo me voy a Marte. Me voy en la Mars One. Voy a ser uno de los veinticuatro elegidos para colonizar la esperanza. Dicen que en unos meses estaremos sin oxígeno allá arriba. Yo hace años que me ahogo aquí abajo. Mi organismo ha aprendido a nutrirse de agentes extraños y a paladear los mejores gases

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lacrimógenos. No tendré problemas en el planeta rojo. Me senti­ ré como en casa, como Llopis por su casa. Es un viaje sin retor­ no. Y dentro de muchos años la gente dirá de mí que fui al­ guien. Y una ciudad llevará mi nombre. Llopis. Y será una ciudad grande, con varias entradas por la autopista. Llopis Sur, Llopis Centro y Llopis Norte. Y los ríos llevarán mi nombre, porque ha­ brá agua en Marte algún día. La desembocadura del Llopis. El delta del Llopis. El Llopis se ha desbordado y ha anegado barrios enteros. Y las avenidas de las colonias más importantes de Mar­ te llevarán mi nombre. Y los estadios de fútbol y las estaciones espaciales futuras llevarán mi nombre, o el nombre que yo elija. Estación espacial Phil Collins. Y pondré nombre a las montañas y a las simas. Hay montañas de más de diez mil metros de altura en Marte, donde no nieva. Y dentro de unos años me sentaré en el porche de mi cápsula a tomar un té. Un té rojo. Y acariciaré a mi perro marciano y veré correr a mis nietos marcianos entre los campos de soja transgénica, y me reiré de todo lo que he sufrido en este mundo del que ahora estoy de paso. Pero, hasta que llegue ese día, vamos a hacer una quiniela.

Quiniela. ¿Quién no piensa en hacerse millonario? Llopis lo piensa a todas horas. Yo no juego a la lotería ni hago quinielas. Llopis, sí. Todos los santos días. Se sienta en su coche, en su cascarón, en su parking, se seca las manos después de chuparse los dedos un­ tados en ketchup y hace su quiniela. Y piensa qué hará con todo ese dinero. ¿Qué harías tú? Llopis no lo sabe. Todos queremos ser ricos y ya tenemos planificado cómo será. Todos queremos dar en el clavo. Todos queremos encontrar la lámpara de Aladino o la flauta que dicen que suena. Pero Llopis no. Llopis quiere ganar a la banca. Le tendrías que ver jugar al Monopoli. Sin piedad. A bocados, ganaba Llopis. Glorieta de Bilbao, calle de Velázquez, calle de Bailén, Puerta del Sol, Alcalá, Gran Vía, Castellana y paseo del Prado. Es el Mono­ poli de Madrid. El mejor. He pensado en irme a Madrid a probar suerte. Lo mío no sería una fuga de cerebro. Lo mío sería una



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fuga de intestinos. Fugarme y empezar de cero. Lo han hecho muchos, pero echaría de menos este parking. Sí, ya sé que hay Ikeas en Madrid. Tres o cuatro. Ayer fui a comprar un billete del Ave… Sí, ya sé que se compran por Internet. Pero a mí me gusta ir. Sí, me gusta ir. Yo voy a los sitios a hacer cosas. Cosas en si­ tios. Yo no vivo conectado a la banda ancha esperando el des­ hielo. A veces desconecto el Google Earth y bajo a la tierra. Yo voy a los sitios y huelo las cosas. Sí, las huelo. Suelo ir al aero­ puerto y veo a la gente que va y viene. Azafatas. Huelo a la gente que sale del duty free con olor a dos o tres perfumes y adivino cuá­ les son. Jesús del Pozo, Narciso Rodríguez, Aire de Loewe. Croissant. Me tomo un café con un croissant de mantequilla, un croissant francés, de esos que cuando los muerdes crujen como los témpanos, y me vuelvo a Valencia. Veo a los pilotos con esos uniformes de piloto y con esos relojes de piloto. Relojes italianos bañados en oro. No sé cómo acertar y obtener algo de éxito en esta vida, así que he decidido imitarlo. Entro en la cafetería del hotel de cinco estrellas que hay cerca del ayuntamiento y pido un cortado y miro los techos altos. Entro en Druni y me rocío con algo de perfume. Uno que he visto en un anuncio en el aeropuer­ to. El perfume de muestra gratuita. Busco en los outlets la mejor calidad. Soy outlet. I’m outlet. Compro un reloj falso muy bien acabado. Me siento como Leonardo Di Caprio motivando al ga­ nado. Que nadie se acerque porque descubrirían la etiqueta que llevo cosida en esta nuca. Si la gente se me acerca, yo sudo. Debo mantener la distancia y no habrá problemas. Entro en una agencia de viajes de largas distancias y pido un catálogo. Digo que me estoy por casar y me dan un catálogo a todo color de viajes de ensueño. Zanzíbar. Tanzania. Tierra del Fuego. El Trián­ gulo de Oro. La Ruta 66 en coche. Y me meto la mano en el bolsillo y rozo la quiniela con el dedo pulgar. Y ya que estoy me pellizco la pierna. Y pienso en entregar un currículum en la agen­ cia, pero no procede. Hay hoteles de seis estrellas con catálogo de almohadas. Hay cruceros con máquinas que te limpian los zapatos en tu propio camarote. Hay personal del hotel que viene a arreglarte la habitación y te hace una escultura en forma de faisán con la toalla baño y te la deja sobre la cama de dos por

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dos. Y te llena el suelo de pétalos de flores. Si mi padre viera para qué se utilizan hoy en día las flores… Antes las flores eran para decorar las casas, los altares y los muertos. Con el catálogo bajo el brazo me vuelvo a casa y pongo un canal, y veo un pro­ grama de un gordo racista de Alaska que busca oro igual que yo buscaré agua en Marte. Y después de zapear un buen rato prac­ tico un poco mi inglés, por si me llaman mañana para alguna entrevista de trabajo.

Una balada country. Llopis pasa por la entrada de esa hamburguesería que está jun­ to al Ikea. Eso sí que ha sido una buena idea. Justo al lado de la manada han puesto una charca. Hablemos un poco de esa hamburguesería. Es una de esas hamburgueserías donde los camareros bailan varias veces en una noche cada vez que sue­ na una campana. Da igual que estén con las manos ocupadas. Suena la campana y ellos dejan lo que están haciendo, se po­ nen en una fila horizontal y bailan una coreografía. La gente aplaude, algunos hasta les lanzan unas migas de pan y ellos bailan. Y así cada noche.

Llopis baila como se baila en el Oeste. En Planet Burguer hay muchos carteles antiguos. Es uno de esos lugares que parece que lleven el peso de la historia en sus pare­ des aunque hayan abierto hace una semana. Las cosas las fabri­ can ya con pasado. ¿Cómo puede ser? Hay pantalones vaque­ ros que los venden gastados. Zapatillas que las ensucian de fábrica. Hamburgueserías que vienen del románico. En Planet Burguer hay un Juke Box, que es una máquina de tocadiscos de las de antes. No es auténtica. Nada es auténtico en Planet Bur­ guer. “Se busca camarero”. Llopis entra y deja un currículum. Y vuelve al coche. Y antes de entrar en el coche piensa en dejar otro en Ikea. Él sabe montar ese tipo de muebles. Él es experto en hacer castillos en el aire. Suena la campana. Lo llaman para una entrevista de trabajo.

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Entrevista. Yo me veo bien aquí. Creo que puedo encajar e ilusión no me falta. También tengo el carné de conducir, así que podría venir con mi propio vehículo. Sé inglés medio y tengo conocimiento de Office. Mis leucocitos, neutrófilos, linfocitos y monocitos están en los niveles normales y no se observan áreas de consolidación en el parénquima pulmonar. Puedo respirar hasta con una almohada de vagabundo en la nariz. Mi abdomen es blando y depresible. No me duele si me pegan flojo. No muestro síntomas de irritación. Mi pulso es presente y simétrico. Puedo latir sin problemas toda la jornada. Turno de mañana y turno de tarde. Como ve, tengo disponibilidad a no ser que me llamen para una expedición al planeta rojo. En ese caso tendría que dejarlo, porque lo de ir a Marte es una responsabilidad muy grande. Espero que lo entienda. Por otro lado, no tengo mucha experiencia en este tipo de negocios, pero a veces me siento muy americano. Como hamburguesas. Me gustan las hamburguesas al igual que las personas. Poco hechas. Me gusta trabajar en equipo y eso es uno de mis puntos fuertes. También estoy cubierto de odio. Y yo creo que a la gente que me rodea eso le gusta. Yo me siento muy rodeado. Estoy bautizado con agua maldita. Intento controlarlo. Lo intento. Pero no puedo. No puedo. Y lo he dejado crecer hasta convertirlo en algo envidiable. Es superior a mí. Salgo a la calle y llevo una mirilla telescópica en los ojos como una mota de sol instalada en la mirada. He visto horrores. Veo bracitos de niños. Bracitos sanos de niños por todos lados. Por eso creo que un trabajo de atención al cliente me vendrá bien. Lo de lavar los platos y fumar en el callejón de atrás escondiendo mi carisma no me va. Me va atender mesas. Soy un tipo servicial, atento y muy perfeccionista. Y si a un cliente hay algo que no le gusta, le puedo explicar que las cosas no siempre están a gusto de uno. Que el cliente siempre tiene la razón hasta que la pierde. Es en ese momento, el momento en el que la razón se pierde, cuando puedo dar lo mejor de mí. Entonces yo cojo un tenedor como Joe Pesci en Godfelas (Uno de los nuestros) y se lo clavo amablemente al cliente en la mano. Joe Pesci lo hace con un bolígrafo, pero yo no me creo que eso se

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pueda hacer sin dejar el bolígrafo inútil para toda la vida. Y dejo al cliente clavado en la mesa durante un rato hasta que me pida perdón. Pero claro, él se está retorciendo de dolor y no se le pasa por la cabeza pedir perdón. Ha estado gritando toda la cena, él, y su mujer, riendo en voz alta, demasiado alta, molestando a una pareja de enamorados de la mesa de al lado que no han podido hablar. El hombre consigue quitarse el tenedor y su mujer le tapa la herida con una servilleta y yo le digo a la señora que la sangre cuesta mucho de quitar, que utilice unos clínex o el pañuelo que lleva atado en el cuello. Utilice el pañuelo, señora. Le digo que no hay anuncios en la tele que digan cómo quitar las manchas de sangre. No hay anuncios que te digan cómo limpiar vómitos ni sábanas con semen. La sangre en la tele es un líquido azul. Las menstruaciones son azules. Le pregunto a la señora si su menstruación es azul y me dice que no. Que es roja como la sangre de su marido. La señora no sabe qué hacer. Está nublada. No sabe si usar un clínex o su pañuelo, pero está de acuerdo en lo de la sangre azul, lo veo. Ahora voy a tener que hacer varios lavados para quitar toda esa sangre que ya mancha el mantel también y le pido a la pareja que lo mejor que pueden hacer es que se vayan a su puta casa de paletos maleducados y que, si quieren, les puedo poner los restos de la cena en un envase. La señora me dice que sí y que le cobre. Me pagan, me dejan una buena propina y se llevan sus restos de hamburguesa en un envase, y me dejan un reguero de sangre poco hecha desde su mesa hasta la salida. Si quiere, podría empezar a trabajar el lunes. Todo depende de lo de Marte, pero contestan pronto. Llopis cree que los maleteros de los coches son para llevar a los niños al mar en verano. Llopis cree que la arena de la playa es para llenar los bolsillos. Llopis cree que en la guantera debería haber siempre un guante. Llopis cree que las excavadoras están para hacerle cosquillas al mundo. Llopis cree que nuestro destino está escrito con típex. Llopis cree que las farolas son para apoyarse. Llopis cree que las aceras están para fregarlas.

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Llopis cree que los incendios son para ver en la noche. Llopis dice que los parques están para aparcar. Llopis dice que los Cd son para ceder y que la lluvia cae para tender la ropa. Llopis piensa que todos los mimos están afónicos. Llopis cree que un solar vacío es mejor que una luna habitada. Mientras Llopis espera una respuesta, imagina más cosas. Ima­ gina que no es como es. Imagina que es otra persona. Y piensa qué le habría gustado ser si no le hubiera tocado ser él. ¿Y a ti? ¿Qué te habría gustado ser? A él le habría gustado ser un ejecu­ tivo. Un lobo de las finanzas. De esos que comen sushi encima de una prostituta desnuda como si fuera un mantel de perver­ sión. Y tener perversiones. Y drogarse con drogas que ni tú ni yo conocemos. Llopis imagina su nuevo currículum y piensa que estudió en una escuela de negocios en el paseo de la Castellana. Una escuela con vistas al Santiago Bernabéu. Una escuela de esas que convierten a la gente mediocre en gente ejemplar. Son para gente rica que quiere ser rica. Es un círculo vicioso este de los ricos. Ganan dinero para luego gastarlo en ganar dinero. Debe estar bien ganar tanto dinero. Llopis, mientras espera una respuesta, no es Llopis.

Música electrónica. Tú y yo nos vamos a montarnos algo, tete. ¿Qué nos vamos a montar tú y yo? Un buen negocio. Un negociete que te cagas. La vamos a petar. Tú, hazme caso. Yo conozco al pavo que está en lo de las contratas y me ha dicho que le llame. Me ha dicho: “tete, llámame, nano. No seas capullo y me llamas y nos tomamos algo y te cuento”. Y yo le he dicho que le llamo porque es un tío enrollado que nos puede conectar. Hay que estar conectado con la peña, tete. Si no estás conectado, no eres nadie. Pero tú tranquilo, que conmigo las cosas te van a ir bien, hazme caso. Hay algo muy grande que se está montando y hay un trozo de pastel esperándonos. Si quieres subirte al barco, aquí me tienes, nano. Pero ya te digo que es un movidón guapo de cojones. Tú te vienes a mi casa y te cuento la

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movida. Cuando llegues, avisa, porque tengo que avisar yo. En la entrada. Vivo en las colinas de Calicanto, ¿sabes? Un sitio está to guapo. Todos los que estamos en esto vivimos por allí. ¿Juegas al golf? Yo no jugaba. Nadie jugaba al golf. El golf no es un deporte. El golf es un juego de mesa. Es un tablero verde con fichas. Tienes que hacerte con un palo de esos y te vienes a jugar. Si no tienes, yo te dejo uno. Yo no cazaba y ahora cazo. Voy a las cacerías de La Solana de San Benito con todos esos concejales chupaculos y promotores. Hay que matar un ciervo o un gamo de vez en cuando si quieres que te hagan caso. Tú les haces caso y les sonríes. Y si no quieres matar un ciervo, pues disparas a un matorral. Hacemos el paripé del golf o del ciervo y luego al club. El club está to guapo, tete. Pocos lujos, eh. Ahora se lleva ser discreto, ¿sabes? No está bien visto enseñar lo que tienes. Tú vas a tener mucho, lo presiento. Tú, si me haces caso, vas a ser alguien en la vida. Siéntate y te cuento. Julián, trae un par de gin-tonics y unos tramusos. Y no le pongas cardamomo ni mariconadas de esas. De esto quería hablarte. Chufas. Un campo de chufas selectas. Chufas gourmet. La chufa es muy sana, ¿no? ¿Me sigues? No pienses en el dinero aún, coño. Céntrate en la chufa, ¿quieres? Hay que volver a los orígenes. Al campo. A la tierra. Chufas gourmet. Chufas con pedigrí. Horchata Moët & Chandon. Horchata Don Perignon. Horchata Grand Cru. El Vega Sicilia de la horchata, coño. ¿Lo entiendes? No una horchata para la familia que tiene calor y quiere mojar el fartón, no. Hay que ir a por todas. Hay que meterse en algo que conoces. ¿Y quién hace la mejor horchata del mundo? ¿Los chinos? ¿Los coreanos? Nosotros, nano. Nosotros. Esto podría ser el Silicon Valley de la horchata de lujo. Los japoneses se pondrían en fila para comprarnos contenedores como locos. Los americanos. Los americanos beben güisqui. Muy bien. Horchata al güisqui. Mis padres tenían unos terrenos donde plantaban flores. Se hicieron de oro con las flores. Antes, la gente compraba flores, ¿sabes? La gente ponía flores en su casa. Ahora la gente pone incienso. Pone cosas que huelen a cosas. Hay inciensos para el estrés y para el sexo, para mejorar la circulación energética y para abrir los chacras. Ahora la gente pone esos gatos de la suerte, ¿los has visto? Unos gatos chinos dorados hechos por las manitas de un chino que



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hace cinco mil gatos de la suerte en un día. Un afortunado el chinito. Antes se ponían crucifijos, después pasamos a los budas. Joder, había más tipos de budas que de clicks de Famobil. Y ahora toca poner los putos gatos. ¿Yo, sabes lo que tengo puesto en casa en el sitio destinado para el gato? ¿Lo sabes? Tengo un reloj. Un reloj despertador para que me mantenga despierto. Esa es mi oración, tete. Las manecillas de un reloj dan los mejores abrazos. Yo te voy a regalar un reloj. Uno bañado en oro rojo. Uno de los caros, para que tus segundos sean más caros. ¿Ya has pensado lo de la horchata gourmet? ¿Qué me dices? No lo ves. ¿Sabes cuál es tu problema? Tienes miedo. Yo he pasado por cosas peor que tú. Yo he vendido calzoncillos, ¿sabes? Vendí calzoncillos como un campeón y el otro día me encontré con mi antiguo jefe de planta en El Corte Inglés, y ¿sabes lo que le dije? ¿Lo sabes? Nada. Me quedé mirándole un buen rato y él me vio. Cuando me vio, yo miré mi reloj de catorce mil euros, bañado en oro rojo, y lo volví a mirar. Luego me quedé callado un rato. ¿Y sabes qué le dije? Le dije que si no tenía una talla más grande de calzoncillos, porque mis cojones no cabían en los que me había traído. Y él me trajo otros calzoncillos más grandes que hicieran honor a mis huevos. Le pagué unos calzoncillos, nano, que si te cagas en ellos la mierda brilla. La mierda brilla. La mierda brilla. Montemos una horchatería y cambiemos el mundo. ¿Qué me dices? Llopis se ha quedado dormido en el coche. No es tarde, pero se ha dormido. Ha tenido un pequeño sueño, corto. Mira su reloj de imitación y comprueba que todavía le quedan unos minutos an­ tes de abrir las puertas de su coche y coger el toro por los cuer­ nos. Llopis no tiene que dejar que le pisoteen. Llopis tiene que hacer lo que siente y él siente todo el tiempo. Por fin. Por fin le ha tocado a él. Hace unos días recibió un mail que le cambiará la vida. Que cambiará la vida de la humanidad. Ahora empieza todo. Abre la puerta del coche. Hay poca gente en el parking. Hay una luna inmensa. Una luna llena. ¿Llena de qué? Llena de cráteres vacíos. Dentro de unas horas se volverá a llenar, el parking. A la hora de la cena. Pero él ya ha cenado. Ha cenado pronto porque hoy entra en el club de los elegidos. Entra

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por la parte de atrás y apoyado en la pared hay un chico con bata blanca que fuma. Llopis saluda pero no le corresponden. Todavía no le conoce nadie. Cruza la puerta de metal, la salida de emergencia, hoy la entrada de emergencia, y busca una taqui­ lla con su nombre. La abre y una camisa perfecta con chorreras le espera. En la camisa hay un bordado con letras estilo vintage donde se lee: “Llopis, waiter”. Es alguien. También hay una go­ rra. Llopis sabe cómo calzarse la gorra. Ha visto tantas películas americanas de béisbol que sabe hasta las señas que hay que hacer al pitcher para que lance la bola con ángulo y con estilo. Llopis está preparado. Entra en el salón.

Suena la primera canción. El salón es la puta capilla sixtina. Sobre su cabeza, el firmamen­ to de las estrellas. En el techo hay un mural con las caras de Clint Eastwood y Lee Marvin en La leyenda de la ciudad sin nombre que le sonríen pícaros y burlones. Tras la barra, una colección de fotogramas del rodaje de Apocalipsis Now con Marlon Brando escondido entre sombras. Hay también un retrato de Dustin Hoffman arrastrando una pesada maleta en La muerte de un viajante. Y varios carteles de Star Wars, de Cocktail, de Transformers, de El nombre de la rosa, Pearl Harbour… En el baño de mujeres, el retrato de dos niñas pecosas con el pelo corto, peli­ rrojo y rizado. Tú a Boston y yo a California. La hamburguesería está llena. Hay un gran ventanal de tres por cuatro con doble vidrio que da al parking desde donde se ve su cascarón aparca­ do y una luna más llena que nunca que ya corona el inmenso logo amarillo del Ikea. Llopis mira la luna y luego se mira los brazos. Se palpa el pecho. Observa sus uñas y se acaricia los colmillos con la lengua. Pero nada. No hay olor a yugular. Solo huele a carne poco hecha. Ni rastro de la mutación. Llopis hoy es más Llopis que nunca. Llopis es menos nadie que nunca. Lo pone en el bordado de su camisa. En una mesa, justo donde su padre plantó una vez alguna chufa, está Santonja con su mujer. Los dos ríen en voz alta, demasiado

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alta. La carcajada se escucha en todo el salón. Llopis ha desa­ rrollado su oído al tiempo que ha abandonado su olfato. Santon­ ja planea unas vacaciones en Zanzíbar y Tanzania. Y dice nosequé de unas toallas en forma de faisán. Junto a ellos, en otra mesa, una pareja que no se habla. Juraría que no se conocen y que alguien los ha sentado juntos a la fuerza y les han dicho “sois una pareja de enamorados, tenéis que hablar como acara­ melados”. En otra mesa hay un chico agitado mirando su reloj bañado en oro rojo y bebiendo un gin-tonic con cardamomo. Mira tanto su reloj que parece que quiera que todos lo veamos. Llopis se acerca a la mesa de Santonja. Los tenedores brillan. Llopis, con la amabilidad torpe del primer día del resto de su vida, dice: “Buenas noches, ¿ya saben qué quieren?”. Santonja levanta la mirada y ve a Llopis disfrazado de buen chico ameri­ cano. Llopis está impecable. Es el hijo que toda madre desearía. Santonja no lo reconoce, pero le mira durante unos segundos y luego le contesta con respeto, camaradería y gratitud: “Lo de siempre”. Y Llopis repite:

Lo de siempre. La música se apodera de la escena. La tierra empequeñece. La silueta de Llopis astronauta se aleja de este mundo para siempre.

Fin

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Foto: © Iaia Cárdenas

Licenciado en la Facultad de Bellas Artes de San Carlos, de Valencia. Trabaja como actor, director y escenógrafo para un amplio abanico de compañías valencianas como L’Horta Teatre, La Pavana, Albena Teatre, Teatre Micalet, Hogaresa, La Dependent, Perros Daneses, Lupa Teatre, Purna Teatre, Teatrencompanyia, El Punto G, o Culturarts, entre otras. Desarrolla su carrera musical con su propia banda, Giménez e Hijos. Giménez escribe sus primeros textos de contenido satírico para la compañía valenciana Purna Teatre (Trifàsic, Yes We camps, Star Farts y Spaña). En estos textos se dibujan claros elementos de crítica social y política, y es desde la fundación de su propia compañía junto con la dramaturga Iaia Cárdenas, La Teta Calva, cuando sus textos, tanto Penev como el anterior (Ártico) navegan por territorios más oscuros sin dejar de utilizar la ironía y la comedia como elementos de anclaje de cada una de sus piezas. Con Penev consigue el Premio del Jurado en el Festival Escènia 2015 y el premio otorgado por los profesionales al Mejor Espectáculo de Teatro de la Feria Internacional de Teatro y Danza de Huesca 2015.

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