www.librosaguilar.com/co Empieza a leer... El huevo es un traidor

TERROR EN EL EXPRESO A PARíS. 161. TRAíDO DE LOS .... la península, y los varones guajiros (guarés) se esforzaban por cumplir tan épica misión. El dato ...
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© 2011, Daniel Samper Pizano © De esta edición: 2011, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Carrera 11 A No. 98 - 50 Teléfono (571) 7 057777

• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires • Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, México, D.F. C. P. 03100 • Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 60.28043, Madrid

© Ilustraciones de páginas interiores y cubierta: Matador © Diseño de cubierta: Santiago Mosquera

ISBN: 978-958-758-292-5 Impreso en Colombia - Printed in Colombia Primera edición en Colombia, noviembre de 2011 Segunda reimpresión, enero de 2012

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Contenido

Agujeros negros Ahí Alelo, el Guajiro Alguien nos está mirando Berracos y culiprontos Buenas maneras Cambio de estado Cirujanos demasiado estéticos ¡Colombia va ganando! Conjugando el verbo no Consultas sobre lenguaje ¿Cuál miedo a volar? Déjala correr ¡Dele duro, monseñor! Dígalo tan solo con seis palabras El campanazo El derecho del estudiante a copiar El kumis de la memoria El león siempre vuelve Elogio de la vida lenta ¿En qué estábamos? Escuela de Glamour Hugo Chávez Señoras con bigote

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Guerra de letras Guía para entender la crisis económica La Digestíada La guerra de las sectas La muerte hace rin rin La nalga trabajada La verdadera historia del perro de san Roque Las reglas del juego Las vacas moverán el mundo No sirvo para mamá Para leer en el baño Por qué en mi familia odiamos el tango ¡Que viva el tour! ¿Qui’hubo, marica? Ruperto logra la Tuyoja Sin tetas no hay longevidad Terror en el expreso a París Traído de los cabellos Tres golpes Una dicha sin nombre Villancicos para el siglo xxi El huevo es un traidor Cocineros famosos… y cansones Estropajo navideño Para comerte mejor Todo lo que usted quería saber sobre dietas Este compró un huevito… Ya soy eterno Cuento de Navidatl: de cómo el malvado armadillo inventó la receta del pavo relleno de N ochebuena Mi testamento (ix)

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Agujeros

negros

Yo no sé ustedes, pero si un hijo mío llega y me pregunta:

«¿Los agujeros negros pueden expulsar materia y energía?», lo primero que hago es decirle que no sea grosero, y lo segundo es invitarlo a que vaya al sitio donde corresponde y lo compruebe por sí mismo. El problema es que hallé esta noticia en El Tiempo —pero no como pregunta, sino como afirmación— y, puesto que aparecía en la primera página y no en uno de los famosos foros virtuales, entendí que no se trataba de meras procacidades, sino que había allí un asunto de fondo. Así fue. La información anunciaba algo que ha sido tema de la prensa mundial. El notable científico Stephen Hawking rectificó en Dublín, ante quinientos colegas asistentes a una Conferencia Internacional sobre Gravitación, su teoría de que es posible viajar a través del tiempo utilizando los agujeros negros. Al hacerlo no solo dio una lección de honestidad mental (yo vengo sosteniendo desde los siete años que el Sol gira alrededor de la Tierra y que esta es plana como una bandeja, y me ha faltado valor para desdecirme), sino que aclaró para siempre el problema de estos orificios y el cosmos cronológico. 9

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Sé que no son nociones que uno digiera fácilmente mientras desayuna arepa con café con leche o viaja apretujado en TransMi­ lenio. Trataré de explicarme mejor: Stephen y yo pensábamos hasta hace poco que si uno lograba meterse por la boca de un agujero negro, saldría por el costado opuesto mucho más joven y en un mundo distinto. Por ejemplo, podría aterrizar en plena Revolución francesa o coincidir con una sabrosa quema de brujas en Sevilla o, buena suerte mediante, despertarse en el lecho tibio de Cleopatra o Semíramis. La cuestión era dónde conseguir el agujero negro. Aquí no cabe la posibilidad de consultar los anuncios por palabras y topar un clasificado que diga: «Motivo viaje, alquilo agujero negro poco usado». Tampoco «Chisgononón: venpermuto parcela en el Caguán por agujero negro». Lo que más se aproxima a una oferta de agujeros negros no figura en estas páginas, sino en otras que han sido severamente reprobadas por la Iglesia católica. Pero, suponiendo que uno consiguiera el tal agujero negro, la hipótesis que sosteníamos Stephen y yo era que estos equiva­ lían a un martillo capaz de machacar los relojes. Bueno, más o menos. Otros científicos, principalmente el físico John Preskill, se oponían a nuestra tesis. La posición de Preskill sobre el tiempo es medio enredada, pero voy a simplificarla. Preskill se preguntaba: «¿Es verdad que el tiempo es oro? ¿Y, si lo es, de cuántos quilates? ¿Existe en los agujeros negros el tiempo de descuento, como en el fútbol? Astronómicamente hablando, ¿al mal tiempo hay que ponerle buena cara? ¿Dejan de ser negros los agujeros negros cuando está haciendo buen tiempo? Adicionalmente, ¿conviene darle tiempo al tiempo? ¿Es prudente, incluso, darle tiempo a El Tiempo? ¿Qué relación hay entre el tiempo cronoló­gico y el 10

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tiempo cosmológico? ¿Y entre la Casa Editorial El Tiempo y eltiempo.com? Como ven, se trata de preguntas complejas, que Preskill nunca respondió a derechas. Esto nos llevó a Stephen y a mí a apostarle una enciclopedia a favor de nuestra tesis sobre los agujeros negros. Digo «nuestra» tesis, aunque en realidad el que la propuso fue Stephen, y yo me limité a respaldarlo. Por eso me extraña que ahora, cuando perdimos la apuesta por culpa de sus ideas locas, Stephen pretenda que yo pague la mitad de la enciclopedia. No me parece justo. Lo que más me irrita es que Stephen ni siquiera tuvo la cortesía de explicarme antes que a los demás el desplome de su planteamiento. Aunque ustedes no lo crean, yo me enteré de su histórica rectificación al mismo tiempo que Preskill y los demás científicos asistentes a la conferencia de Dublín. Lo supimos cuando Hawking dijo: «Cuando un agujero negro se desinte­ gra, envía su contenido transformado a horizontes infinitos del universo del que procede». No hay derecho a que con una reflexión tan pedestre haya tirado la toalla. Pero, claro, como yo pago media enciclopedia… «Lo que poco nos cuesta, volvámoslo fiesta». Lo único que me consuela son las palabras con que recibió Preskill el nuevo planteamiento de Stephen (juro que es verdad, no me lo estoy inventando): «Honestamente —expresó el ilustre físico gringo—, no comprendí nada de lo que dijo». Yo tampoco, colega.

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Ahí

Dice el Diccionario de la Real Academia Española: «Ahí. Adverbio. 1. En ese lugar, o a ese lugar.» (Aporta luego varias acepciones más, todas relativas a sitio o lugar). Se equivoca la Academia. La palabra «ahí» es un adverbio, pero es mucho más que eso. Son quizás las tres letras en serie (o dos, si pensamos que la hache es muda) que más alborotan el gallinero de los significados en castellano. «Ahí» se refiere a un lugar; pero no «ese lugar», como dice el Diccionario, sino algo mucho más vago. Ejemplo: —Mija —pregunta el marido—, ¿dónde están las llaves? —Ahí —responde ella. Ese «ahí» sugiere que están en algún punto indeterminado del universo. Sin embargo, aún es posible precisar su ubicación. —«Ahí»… ¿dónde? —intenta ser más específico el marido. —Pues ahí… por ahí… —explica ella. Y con ese dato —tres ahíes— el marido localiza las llaves. También cabe emplear la palabrita para un lugar que corre, que circula, que no se queda quieto. Ejemplo: Una paciente acude al médico. 13

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—¿Y dónde es que le duele, mi señora? —indaga él. —Pues… ahí, doctor —explica ella, recostada en la camilla. —Es decir… ¿ahí? —pregunta el doctor, tocando el abdomen. —Sí. Y también ahí —ayuda ella. —¿Ahí en el pecho? —Sí, doctor. Y ahí, más abajo, y ahí, más arriba. —¿Se refiere a las piernas, el estómago o el cuello? —Exacto: ahí, doctor. «Ahí» también constituye un comentario crítico que valora lo bueno, lo malo, lo feo y lo bonito de muchas cosas, desde una obra de arte hasta un estado de ánimo. Ejemplo de lo primero: —¿Cómo te pareció la película? —pregunta un cinéfilo. —Pues… ahí… —responde otro. —No pensé que fuera tan mala. —No, si no es mala. Es… ahí… Ejemplo de lo segundo: —Vengo de visitar a Anita por la muerte de su mamá. —¿Y qué tal la encontraste? —Uhhh… ahí… Ojo: no hay que confundir «ahí» con otros adverbios. Algunos piensan que da igual decir «ahí» que «acá». Nada de eso. Qui­zás no existe mayor diferencia entre señalar «aquí tienes el libro» y «acá tienes el libro». Pero una enferma nunca dirá que le duele «acá» cuando quiere abarcar una zona más amplia, desde los dedos de los pies hasta la coronilla. «Acá» es un dato peligro­ samente exacto. También puede ser un apunte sin sentido. Imagínense el diálogo de los dos cinéfilos. 14

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—¿Cómo le pareció la película? —Pues… acá… Absurdo. «Ahí» es un dato apreciativo muy concreto. «Acá» no significa nada en materia de valoraciones. Igual ocurre con la expresión «ahí va», que considero irreem­ plazable. Sin cambiar ni una sola letra puede indicar, con sutileza perfecta, grados diversos de una situación. Ejemplo: —¿Qué tal su sobrino en su nuevo consultorio? —Bien, muy bien, ahí va… Puede ocurrir, sin embargo, que no le vaya tan bien. En ese caso, la respuesta del tío será totalmente diferente, pero casi igual: —La cosa está difícil… pero ahí va… «Ahí» ha inspirado poemas, música, canciones. Recuerden la desgarradora ranchera: «Ahí te dejo el niño, mujer de mis amo­ res…». No significa que el pobre hombre deposita el niño en un lugar específico, la cuna o la cantina. Quiere decir que se lo encarga, que se desprende de él con dificultad para ponerlo en sus manos. Es bellísimo. Los salsómanos disfrutamos hace años de una guaracha llamada «Ahí na ma», que interpretaba Celia Cruz con la Sonora Matancera. Difícil decir tanto con tan poco. Tres palabras —una entera y dos medias—, siete letras, que significan un universo: ganas, libertad, sabrosura, lo máximo… Cuando le hice oír la descarga a mi hijo y le pregunté si cap­ taba el mensaje, hizo un gesto medio escéptico y comentó: —Ahí… Había entendido.

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Alelo,

el

Guajiro

Una universidad sueca acaba de revelar que los hombres tien-

den a la infidelidad por razones genéticas. La investigación, adelantada en mil parejas heterosexuales por el profesor Hasse Walum y sus muchachos, dice que un alto porcentaje de varones tiene bajos niveles de una sustancia llamada vasopresina, y que esa carencia induce a la promiscuidad. Los profesores lograron aislar el gen —cosa bastante difícil tratándose de un gen tan mujeriego— y le asignaron matrícula, la 334, y hasta nombre: Alelo. La infidelidad masculina no es, pues, culpa del pobre ma­rido ga­llinazo, sino de un gen que deja aleladas a las mujeres. La pesquisa costó cinco años y un dineral, que habrían po­dido ahorrarse de haber consultado a las mujeres de mi familia. Ellas saben desde hace más de un siglo que la infidelidad está inscri­ta en el adn del varón y que el culpable es un gen llamado “el Guajiro”. La cosa tiene su historia y, para que se enteren ustedes y el profesor Walum, voy a contarla aquí. En la segunda parte del siglo xix, una antepasada mía de Bo­gotá viajó con su hermano a Europa. Cumplieron el consabido periplo por el río Magdalena hasta Barranquilla, lleno de caima16

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nes, mosquitos y novelas de García Márquez. Ella, una muchacha muy bella, conoció en el buque de vapor a un joven comerciante guajiro que regresaba a Riohacha tras realizar no sé qué gestiones en Bogotá. El viaje fue largo, los crepúsculos ensoñadores, las bandadas de torcazas sembraban el cielo de poemas, etcétera. La cuestión fue que se enamoraron y durante los dos años que mi antepasada anduvo en Europa y el año siguiente a su regreso a Bogotá no dejaron de escribirse cartas de amor de las de antes, en las que se trataban de usted y se llaman «estimado señor» y «estimada señorita». La mamá de mi antepasada, más bogotana que el ajiaco, olió que el asunto marchaba hacia un posible matrimonio y, aterrada de que la niña se casara con un señor de tan lejos, se dedicó a leer libros sobre La Guajira. No había muchos. Eran, sobre todo, relatos de viajeros que informaban sobre las costumbres locales. Aparecían en sus páginas descripciones de los indios guajiros, la chichamaya, el desierto, el agitado comercio de Riohacha, las salinas de Manaure… Lo que más le llamó la atención a mi antepasada fue saber que en la sociedad guajira era habitual que un hombre tuviera varias mujeres (majuyuras). Había que poblar la península, y los varones guajiros (guarés) se esforzaban por cumplir tan épica misión. El dato la dejó escandalizada y santiguándose (orapronobis). Cuando mi antepasado guajiro llegó al altiplano cundiboyacense dispuesto a pedir la mano de la novia, a la futura suegra le sorprendió gratamente que no vistiera taparrabo y plumas, como temía. Pero llevó aparte al forastero y le dijo lentamente y mirándolo a los ojos: —Guaré, usted no poder tener en Bogotá muchas esposas; usted poder tener una solamente.

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Y luego, como para que no quedara duda, se lo soltó en cachaco: —Así, mijito, que mucho cuidado no se le salga el guajiro. El Guajiro, a partir de ese momento con mayúscula, era aquel gen que, según ella, inducía a los nacidos en la región a buscar consuelo en varias señoras. Mi antepasado, que no era wayuu sino descendiente de italia­ nos, y que, por supuesto, hablaba perfecto español (eso también sorprendió a la suegra), la tranquilizó y le dijo que en su corazón solo había lugar para mi antepasada. Ahí debería haberse agotado el tema. Lamentablemente, la anécdota se volvió leyenda, y todas las mujeres de mi familia, incluso las que no son de mi familia, hablan con sospecha y des­ dén del gen guajiro. —A Fulanito se le salió el Guajiro —explican de un primo mío cuya esposa le pilló una novia. —Tengo el Guajiro alborotado —me confesaba un sobrino en una salsoteca. —Salió así por culpa del maldito Guajiro —adujo una tía rezandera al enterarse de que mi hijo dirigía una revista líricoporno-literaria. —Mucho cuidado, que se le está asomando el Guajiro —ad­­ vierte mi mujer cuando me nota especialmente simpático con alguna dama. En fin, los descendientes de aquel tatarabuelo guajiro andamos resignados con semejante cruz a cuestas, sin poder luchar contra ella por tratarse de cosas de la naturaleza. Ahora al menos sabemos que en Suecia conocen el problema y lo bautizaron: Alelo. Alelo, el Guajiro. 18

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Alguien

nos está mirando

Un señor de Rye, Nueva York, informaba a un amigo suyo, mediante el correo electrónico, que acababa de morir su abuela; de súbito, aparecieron en su buzón electrónico numerosos avi­sos de funerarias. Fue así como dicho caballero y quienes leímos la noticia supimos que existen supercerebros electrónicos capaci­ tados para espiar mensajes de correo, pillar ciertas palabras y ac­tivar con ellas el envío de anuncios a los computadores comprometidos en los mensajes. De esta manera, si alguien refiere que su abuela falleció, el supercerebro detecta los términos “abuela” y “muerte”, y avisa a otros aparatos inteligentísimos para que saturen a los interlocutores con propaganda comercial pertinente. Si, por ejemplo, uno escribe a un interlocutor que piensa salir de vacaciones al Caribe, es probable que segundos después aterricen en su buzón decenas de mensajes de aerolíneas, hoteles, restaurantes y cruceros con descuentos y promociones. «Alguien nos mira por encima del hombro cuando escribimos», sentenció el señor de Rye, Nueva York, cuando denunció lo que considera un abuso. 19

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A muchos les parecerá estupenda esta novedad que evita trabajo y ahorra dinero. Pero les encarezco que piensen en casos tan dramáticos como el mío. A mí no me miran por encima del hombro sino por debajo de la silla, pues mi buzón vive inundado de anuncios que prometen alargar ciertas partes de mi cuerpo que considero suficientemente largas… al menos teniendo en cuenta el clima de Bogotá. Les juro que recibo entre ocho y diez al día. Casi todos hu­­millan el ego del posible cliente, pues le preguntan si está sa­tisfecho con el trisito que Dios le dio y le aconsejan que acuda a determinada clínica para un tratamiento alargador «a fin de que inicie una nueva era». Algunos se mofan del personal: «¿Ha oído la expresión “¡Qué pito tan pequeño!”?» o «¿Nunca te han dicho “¡Vaya vergüenza de pito!”?». Los tengo coleccionados, porque a lo mejor decido contratarlos a todos, uno tras otro, agregarle tres metros y medio al objeto materia de anuncios y meterme a trabajar en un circo o en las ediciones femeninas de SoHo como asistente del Tino Asprilla. A mí me deja perplejo semejante alud de propaganda penística, porque no es este un tema que yo aborde en mis mensajes. Lo que yo envío a través de internet son, sobre todo, trabajos académicos, como el análisis gramatical de «Viaje del Napipí al Chimborazo», de don José María Vergara y Vergara, que acaba de reimprimir, siglo y medio después, la editorial Mondadori. Ustedes dirán que a lo mejor el supercerebro se dispara al des­ codificar erróneamente palabras tan inocentes como «impenetrable», «Agapito», «acéfalo» o «respingado». Fue lo primero que pensé al analizar mi ensayo. Pero luego caí en la cuenta de que to­dos los correos comerciales que recibo son en inglés, de modo que es imposible que pudieran salir de mis textos en español. 20

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Por eso sospecho que el supercerebro no solo funciona con los mensajes entre dos personas, sino que es capaz de captar nombres y palabras de terceros y enviar mensajes publicitarios a los primeros inferidos de las segundas. Me explico. En un correo a mi hermana le informo —es un decir— que el ministro Carlos Holguín vive medio dormido. La palabra «dormido» activa la publicidad de medicamentos estimulantes, y el nombre propio abre el camino para que el supercerebro averigüe el buzón electrónico del ministro y lo llene de propagandas para mantenerse despierto: cafeína, bencedrina, dexedrina, modafinilo, estadísticas de robos… Esto revela que mi mujer o alguna antigua novia mía comentan mis intimidades en inglés por internet, y la aparición de mi nombre y el asunto tratado disparan el supercerebro. Ahora bien: es obvio que la referencia no puede considerarse favorable, pues no he recibido ningún mensaje que me invite a donar plata, san­ gre u otros elementos que me sobren. Por el contrario, me proponen engrandecer lo que Natura me obsequió, para que nadie vuelva a mofarse de mí. Pues bien, para que no se burlen, he aquí lo que será mi ven­­ganza: me propongo mandar un mensaje en el que mencionaré los nombres de varias exnovias sospechosas, agregaré luego las palabras «sintéticas» y «Cristóbal Colón» y acabaré diciendo que todo esto es, «completamente», culpa «de-Pilar», por cuca que esta dama parezca. Ya verán ustedes la catarata de mensajes publicitarios…

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).

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