Villa de Leiva: capítulo 26

fue edificar iglesias y establecer un convento de monjas carme- litas, que aún subsiste, y en estos días le han anexado un nuevo. 1 Geografía física de la ...
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Villa de Leiva

CAPITULO

XXVI

Al occidente de Tunja y dentro de un óvalo irregular formado por dos largos ramales que se desprenden del alto páramo de Gachaneque, se comprende un espacio de treinta y cinco leguas cuadradas de país árido, sin bosques, cortado en toda su longitud por el río Sutamarchán y sembrado de cerros enteramente compuestos de margas pardas y grises de esquistos arcillosos que envuelven nodulos calizos y de hierro carbonatado, constituyendo una masa de tierras ingratas y unitarias regadas profusamente de amonitas. Al pie de los cerros y en giros muy irregulares se extiende una planicie formada por los sedimentos de un lago que debió medir más de cinco leguas en longitud con dos de anchura máxima, y hubo de desaguarse cerca del lugar en que hoy se benefician las minas de cobre, impropiamente llamadas de Moniquirá, cayendo sobre el Sarabita, como lo testifican las riberas revolcadas del río Moniquirá. "No obstante que sea idéntico el origen de las planicies de Tunja y Leiva, la composición del suelo y la acción de las aguas llovedizas los han diversificado totalmente. Las llanuras de Tunja conservan por lo general la costra de tierra vegetal distribuida en planos revestidos de pastos jugosos y aptos para el cultivo de los cereales y legumbres que alimentan una población numerosa y sustentan lucidos ganados; las de Leiva, compuestas de margas poco resistentes al lado de las lluvias y demasiado permeables, aparecen áridas y empobrecidas con los acarreos de los cerros vecinos, que han quedado limpios de vegetación, formando masas completamente estériles. En Tunja, salvo los alrededores de la ciudad, todo es verdura y prados suavemente inclinados; en Leiva, todo, excepto algunas hondonadas y pequeños valles, presenta la aglomeración de tierras rojizas, cuya superficie cubren guijarros en vez de plantas. La porción cultivable no es suficiente para mantener los habitantes cada vez más numerosos, a quienes no queda otro recurso que la emigración a lugares menos ingratos, como lo son la montaña de Ormas y cercanías Peregrinación—20

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del páramo de Marchan, donde el país cambia de aspecto, se cubre de bosques y ofrece una fertilidad que contrasta con la desnudez de los demás cerros del cantón" ^. Tal es el aspecto del cantón Leiva, colindante al sur con el de Chocontá, al oriente con los de Ubaté, Chiquinquirá y Vélez, y al norte con el de Moniquirá, comarcas fértiles, frescas y copiosamente regadas de aguas vivas, como si de propósito se las hubiese puesto allí para contrastarlas con lo árido y raído del territorio leivano. Sin embargo, antiguamente suministraba éste copiosas cosechas de trigo, "hasta el año de 1690, dice Alcedo, que un eclipse de sol esterilizó la tierra"; o racionalmente hablando, hasta que los desmontes y quemas bárbaramente llevados, privaron el suelo de la tenue capa de abono que cubría los cerros, dejando descubierta la masa esquista, que absorbe las lluvias, sin dejar en la superficie la humedad necesaria para la vegetación de planta alguna. Los restos de tierra cultivable han sido arrastrados a las últimas depresiones de las llanuras lacustres, donde sustentan sementeras de trigo, maíz, papas, arracachas, cebada, garbanzos, habas, lentejas, arvejas, fríjoles y anís, con cuyos frutos se sostiene una población de 24.000 habitantes, quedando poca cosa para el comercio, que en otro tiempo era considerable en el ramo de harinas. Por tanto, Leiva es el cantón más pobre de la provincia de Tunja, como lo demuestra la población específica (656 habitantes por legua cuadrada), menor que la de los otros, excepto el desierto de Miraflores; pobreza de que podrían remediarse los leivanos, si quisieran ser menos rutineros, consagrándose al cultivo de los olivos y viñedos, que allí prosperan casi espontáneamente, y al cuidado y mejora de la cochinilla que cubre los nopales silvestres, hasta en las oriüas de los caminos: con todo eso, persisten en sembrar todavía trigo, no obstante que la exhausta tierra no les devuelve sino pocas espigas al remate de los ralos y enfermizos tallos de una planta que ya no encuentra jugos para nutrirse. Francisco Jiménez Villalobos y Juan Otálora fundaron la Villa de Nuestra Señora de Leiva, desde el 12 de junio hasta el 15 de diciembre de 1572, y le impusieron aquel nombre en honor del doctor Andrés Diez Venero de Leiva, primer presidente del Nuevo Reino de Granada. El principal cuidado de los pobladores fue edificar iglesias y establecer un convento de monjas carmelitas, que aún subsiste, y en estos días le han anexado un nuevo 1 Geografía física de la provincia de Tunja. (Inédita).

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templo dedicado a la Virgen de Chiquinquirá, con asomos de rivalizar al principal en milagros, promesas y peregrinaciones lucrativas. La Villa se compone de un número razonable de casas de teja mal construidas y peor amuebladas, en que se albergan cerca de 2.000 habitantes, y está situada en un llano de 1.982 metros sobre el nivel del mar, con 20° centígrados de temperatura media, aires secos y en extremo sanos. Vívese allí en la quietud y recogimiento peculiares de las poblaciones españolas y correspondientes a la falta de comercio y quehaceres activos, en tales términos que ni aun las autoridades cantonales se hallaban en el silencioso pueblo cuando llegamos, y habríamos ayunado todo el día, a no ser por el señor Camilo Rivadeneira, que, lleno de bondad, nos salió al encuentro y nos proporcionó en su casa cuanto necesitábamos para las personas y para el desempeño de la comisión que llevábamos. Cerca de Leiva y sobre el camino de Tunja nacen tres fuentes termales, una de ellas tibia y ferruginosa que brota alrededor de un pequeño promontorio de sedimento y forma baños naturales no aprovechados todavía, sin embargo de ser la Villa uno de los lugares preferidos por las gentes acomodadas de Tunja para ir a temperar durante la estación de los páramos, y excelente punto de convalecencia para los enfermos de las tierras frías. El cantón, no obstante su decadencia, sostiene un regular comercio doméstico, cuyas contrataciones se hacen en los mercados semanales. De Tunja y Tundama recibe ganado vacuno, cebada, trigo, habas, arvejas, papas y tejidos abatanados, de lana, dando en cambio garbanzos, lentejas, aceitunas muy mal preparadas, pudiendo ser exquisitas por su tamaño y calidad, y algunos géneros de tránsito traídos de otras provincias. Del Socorro y Vélez recibe mantas y lienzos de algodón, sombreros de trenza, panela, azúcar, alpargatas, algodón en rama y cigarros, dando en cambio ganado, carnes saladas, bayetas de frisa, cueros, aceitunas y mochilas de fique. Finalmente, de Bogotá, recibe ganado vacuno, sal y efectos extranjeros, dando en cambio aceitunas, carnes saladas, cueros de res y de ovejas. El movimiento de valores que determina este pequeño comercio no pasa de 90.000 pesos anuales, y mantiene en actividad algunos telares de ruanas, bayetas y lienzos, y diez herrerías que suministran instrumentos de agricultura, frenos y clavazón, quemando carbón de piedra sacado de las buenas minas que asoman por todas partes en la superficie del suelo, y son las únicas que se labran con generalidad, pues las hay también de cobre, plomo, hierro, azufre

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y nitro, y aun se asegura que los cerros al occidente de la Villa guardan criaderos abundantes de plata; riquezas latentes de que nadie se aprovecha por falta de medios y de estímulos industriales. La población se compone de blancos e indios, por mitad, robustos, sencillos y trabajadores, particularmente los que moran en los campos; gente de tan buena índole, que en el transcurso de un año (1849) no hubo más de un reo de homicidio, cuatro de heridas y veintisiete de hurtos desmañados y miserables en el conjunto de 24.000 habitantes, por cuya mejora intelectual y moral nada, absolutamente nada han hecho las corporaciones ni el gobierno local. A los funcionarios civiles que pretendieran rechazar este cargo justísimo les contestaría desde luego con una observación, que me releva de muchas otras, a saber: que en todo el cantón no aprenden a leer sino 110 niños, en cinco malísimas escuelas. Tres leguas y media casi al noroeste de la Villa de Leiva quedan las minas de cobre, cuyo laboreo formal ha emprendido una compañía de capitalistas granadinos, fundando un establecimiento digno de ser visitado. Para ir a ellas hay que trasponer el Alto de las Minas, bella montaña de 2.360 metros de elevación sobre el mar, ricamente dotada de árboles que se contemplan con placer después de haber viajado por los cerros pelados del resto del cantón. Poco antes de llegar a la cuesta se halla el naciente pueblo Las Quebradas, que es una fracción del. antiguo Gachantivá, cuyos restos, con pocos vecinos y un cura testarudo, permanecen a orillas del río Cañe, sobre los bancos de arcilla improductiva. Los disidentes de Las Quebradas han comenzado a edificar sus casas de palma en las faldas de la fértil serranía, dejándose al párroco en sus peladeros, de donde lo sacará pronto el irresistible reclamo de lo derechos de estola. A juzgar por lo que vimos en una espaciosa tienda, la emigración de Gachantivá comenzó del modo más premioso para los ciudadanos del lugar, es decir, emigrando las mujeres jóvenes que, según se manifestaba en las siete gallardas moradoras de la tienda, son a propósito para no dejar en torno del cura sino los viejos ya sin pretensiones y los desventurados a quienes aprisione allí algún cargo parroquial; por manera que la desaparición de Gachantivá puede considerarse irrevocable, como decretada por jueces bien obedecidos y sin apelación. Fuimos en derechura a la casa del director de las minas, señor Bernabé Vülafrade, porque las noticias que teníamos de

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este caballero y los amistosos servicios que habíamos recibido de un hermano suyo, en nuestra excursión por Charalá, nos hacían creer que en aquella familia se hallaba vinculada la más fina cortesanía; y de ninguna manera nos equivocamos, pues el breve tiempo de nuestra mansión en Las Minas nos dejó en la memoria recuerdos gratísimos por el amable trato de las señoras, y nociones completas de las minas, por la franqueza y buena voluntad con que el señor Vülafrade satisfizo nuestras preguntas y nos hizo ver el interior de los socavones y las casas y labores del establecimiento, relatándonos su historia e instruyéndonos, sin reserva, en el estado de la empresa. El descubrimiento de estas minas se debió a la casualidad, pues se refiere que corriendo unos cazadores detrás de un guardatinajo, allá por los años de 1750, llegaron a la orilla izquierda del río Moniquirá, y perdida la presa entre los peñascos amurallados de la ribera, repararon que las rocas fronterizas sudaban una substancia verde que llamaron humo de esmeraldas, de la cual recogieron cierta cantidad y la llevaron a Vélez, donde examinada por prácticos declararon ser muestras de criaderos muy ricos. Juntáronse varios, denunciaron la mina, que tomó nombre del inmediato río, y comenzaron a trabajarla calcinando la roca a fuerza de grandes hogueras para facilitar el trabajo de las barras, pues en aquellos tiempos en que, según la tradición, gobernaba el arzobispo-virrey Góngora (1782), valía una libra de pólvora cuatro pesos y no podía pensarse en taladros. Bajo este sistema bárbaro continuaron labrando la mina con mucho provecho, hasta que la guerra de la independencia vino a paralizar la empresa, en términos que cuando los señores Montoya y Cía., de Bogotá, y Lorenzana y Cía., de Antioquia, se unieron para tomarla en el año de 1842, se hallaban cegados los antiguos socavones y perdido el rastro de las vetas principales. Desde luego contrajeron sus esfuerzos a organizar las oficinas y a limpiar, ensanchar y acodalar o ademar las galerías, dirigiéndolas hacia los puntos que mejores señales de mineral daban, sin curarse por entonces de atacar las vetas. Por tanto, los trabajos de esta mina se hacen inevitablemente por el sistema de pozos y galerías al través de las areniscas cuarzosas que marcan los límites de los terrenos secundarios inferior y de transición y exigen la precaución de ademarlas (acodalarlas), penetrando a veces más abajo del lecho del río, que corre al pie del cerro, de donde se originan filtraciones copiosas y la necesidad de establecer varios aparatos de desagüe.

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Tres galerías encontramos abiertas y corrientes. La principal de ellas perfora el cerro por su base y la portada se halla a ocliu metros sobre el lecho del río donde hace un salto; a poco andar comienzan las tinieblas, que por lo pronto, y hasta que los ojos se acostumbran a ellas, impiden ver más allá del reducido círculo alumbrado por la vela que se üeva en una mano, mientras la otra se adelanta instintivamente por los novicios en este género de viajes para palpar obstáculos que no existen, pues el estrecho camino sigue desembarazado por entre los órdenes de maderos gruesos que sostienen con un techo de vigas el peso del cerro. A los 180 metros de galería se nos anunció un pozo de 16 metros de profundidad, al cabo del cual continuaba el tramo inferior de la galería. Los golpes de pico y barra manifestaron que allí se trabajaba; varios puntos luminosos y sombras indeterminadas en lo profundo me indicaban los lugares ocupados por los mineros, pues mis ojos todavía no distinguían los objetos algo distantes. El señor Vülafrade, con la soltura de un minero veterano, comenzó a bajar la escalerita de palos redondos y mojados, de la que sólo el principio se veía, advirtiendo que a la mitad del pozo cesaba ésta y habíamos de tomar a tientas otra colocada a la izquierda. Ya se concibe cuan lenta y desairadamente bajaría yo, ciego y recluta en el oficio, a presencia de los mineros, que suspendieron su labor para mirarme, acordándome en aquel trance, y con referencia a mis espectadores, del menosprecio en que el llanero tuvo a cierto letrado que visitaba los Llanos y convidado a lidiar toros confesó que no entendía de aquello: "¡ Vean!, decía el llanero, no sabe torear, no sabe enlazar, no sabe colear, ¿qué aprendió entonces en sus colegios?" El menor de los peones mineros debió reírse de mi ignorancia en materia de bajar por escaleras oscuras y resbalosas. Por fin llegué al suelo, y ya más habituado a las tinieblas, paseábamos la galería inferior que se prolonga cerca de 30 metros, atravesando una multitud de vetas del mineral, apenas bosquejadas las más y algunas atacadas por el pico de los mineros con la destreza y el vigor que estos desterrados de la luz del cielo adquieren, a causa de la uniformidad de sus tareas y de la persistencia con que trabajan. La ganga del mineral es el cuarzo, que se presenta en filones numerosos, y de tal manera variado desde el hialino cristalizado en beüos prismas hexaedros, hasta el arenoso cargado de arcilla y mica, que bien pudiera decirse que en aquellas profundidades se le sorprende en todos los períodos de su formación;

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a estas masas cuarzosas acompañan granos y aun nidos de pirita de cobre (cobre y hierro protosulfurado), indicando con su abundancia o escasez las del cobre sulfurado y cobre carbonatado (malaquita concrecionada), que es el mineral encerrado en los filones. De éstos los francamente determinados miden 7 pies de ancho, dirigiéndose al sur-suroeste, con una inclinación general de 48 grados, es decir, en el sentido de las hoyas laterales de los ríos Moniquirá y Pómeca, que cortan y aislan en cierta manera el asiento de las minas, situado a 1.852 metros sobre el nivel del mar. La riqueza del mineral sacado de las vetas comunes varía desde 45 hasta 16 por 100, dando un promedio de 25 por 100 de un hermoso cobre amarillo; pero un filón muy bien nutrido, recientemente descubierto a continuación del pozo antes mencionado, promete rendimientos cuantiosos; cortado un trozo de seis pies de longitud, seis de alto y dos y medio de ancho, ha dado 640 arrobas de mineral sulfurado, que por su aspecto parece tan rico como el que se extrae de las minas de Cornuaüles y Siberia, el cual, según Salacroux, rinde 80 por 100 de metal amariüo. Como la cabeza de este filón está ocho metros más abajo del lecho del río inmediato, habrán de establecerse aparatos formales de desagüe, pues se halla anegado, cuya operación facilitará felizmente una galería de ventilación que hay desde este punto hasta la orilla del río, distante 192 metros por el trayecto subterráneo. Hay otra galería de explotación en lo alto del cerro, que prolongada unos 120 metros, sólo ha ofrecido vetas de malaquita concrecionada y a veces cristalizada, mineral pobre en comparación con el otro, y que sin duda desatenderán los empresarios después del descubrimiento del nuevo filón. Tiénese por averiguado en estas minas que los manchones y vetas de carbonato de cal en que briüan algunas piritas, anuncian con seguridad la presencia próxima del cobre, bien fuere al principio de la veta, bien cuando ésta "se ha declarado en pobreza o sufrimiento" {despinte, llaman los peones en su lenguaje, tan expresivo siempre), sirviendo aquella indicación para continuar o abandonar el laboreo. Hallado un filón bueno lo atacan con picos, cuñas o taladros, según su resistencia, extrayendo todo lo comprendido entre las dos guardas; de esta manera adelantan las galerías que miden, como los filones, siete pies de ancho y seis o más de alto, y las sostienen con acodalamientos, que frecuentemente revisten por entero el techo y las paredes del socavón. Excuso el hablar de las operaciones a que someten el

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mineral extraído de los filones para sacerle el cobre puro, porque las supongo demasiado conocidas en nuestro país. Sólo añadiré por conclusión que el director esperaba un surtido completo de máquinas y aparatos para perfeccionar la planta del establecimiento, contando con abundantes minas de carbón de piedra, con el auxilio de buenos mineros ingleses y con un porvenir halagüeño. Llenos de agradecimiento por los informes del señor Vülafrade y por los delicados obsequios de su interesante familia, dejamos aquel oasis y continuamos nuestra forzosa marcha, dirigiéndonos a Guatoque.