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Las claves del periodo Eduardo José Míguez
Por muchos motivos, 1880 fue un año crucial en la historia argentina. En el plano político, un clásico conflicto electoral se fue transformando en una confrontación entre Buenos Aires y la nación, que, gracias al triunfo de aquélla, terminaría por resolver la cuestión de la capital de la República y, más importante aún, por reafirmar la supremacía del gobierno central incluso sobre la más poderosa de las provincias. Por otro lado, la alianza electoral que llevó en ese año a Julio Roca a la presidencia, conocida como Partido Autonomista Nacional (PAN), terminaría absorbiendo un amplio espectro político, y transformándose en un fluido pero consistente núcleo hegemónico por casi treinta años. En el plano económico, luego de una década signada por la crisis 1873-1877, puede verse al año 1880 como el punto de arranque de un ciclo altamente expansivo, que duraría una década, o si lo vemos de manera más amplia, treinta y tres años o incluso cincuenta. Además, se inició el proceso de incorporación de la enorme extensión de tierra conquistada a los indígenas en las campañas militares de 1876-1879 y 1880-1885, a la vez que las antiguas unidades productivas de frontera se vieron favorecidas por la pacificación de la 13
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región. Es, por último, un año significativo para las ferrovías, completadas ya algunas líneas troncales y otras que lo serán en breve, a la vez que se inicia un ciclo fuertemente expansivo de la red. En el plano social, superadas las consecuencias de la crisis económica, la corriente inmigratoria comenzó a adquirir el impulso que la caracterizó en la década que se iniciaba. Por otro lado, cerrada la frontera interna, las formas de vida en el mundo rural de las provincias con tierras de frontera indígena (todas salvo Entre Ríos, San Juan, Catamarca y La Rioja) también se fueron transformando rápidamente. Por cierto, si debiera buscarse un ejemplo contrario al principio de que salvo cataclismos, los cambios sociales son lentos, la región pampeana en la década de 1880 podría muy bien cumplir tal función.
La política
Para comprender la profundidad de estos cambios, conviene detenerse en los problemas en que estos procesos se insertan. Seguramente el más notorio en política es el de la relación entre Buenos Aires y la nación. La revolución de mayo de 1810 fue un hecho porteño, y su primera preocupación fue extender su influencia al conjunto del territorio del virreinato. Visto en perspectiva, su fracaso fue estrepitoso. Si en pocos años todos esos territorios concretaron su separación de la madre patria, en el mismo lapso también lo hicieron de Buenos Aires, que para 1820 vio su influencia reducida a una muy estrecha franja de unos pocos miles de kilómetros cuadrados, y a unas pocas decenas de miles de habitantes. 14
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En los cincuenta años siguientes, Buenos Aires amplió su territorio a costa de tierras indígenas, y multiplicó su población, pero jamás pudo consolidar un liderazgo estable sobre una nación que tardaba en constituirse. Finalmente, 1862 pareció brindarle el triunfo, cuando Bartolomé Mitre, gobernador de la provincia, se apropió de la presidencia de la República y de la Constitución Nacional, aprobada una década atrás por sus rivales. Triunfo pírrico. Sería el único gobernador de Buenos Aires que alcanzara la máxima magistratura nacional a través del sistema electoral en toda la historia del país (Eduardo Duhalde lo haría ya en el siglo XXI, pero para un interinato, elegido por la Asamblea Legislativa). Las provincias del interior llamadas despectivamente desde Buenos Aires, no sin cierta razón dadas sus pobres economías y finanzas, «los 13 ranchos», que habían gestado el inicio de la nación con el liderazgo del entrerriano Justo José de Urquiza en 1852-1853, articularon una respuesta política a la pretendida hegemonía porteña. Una alianza fluida de sus élites dirigentes, representadas por los gobernadores, fue adquiriendo peso decisivo en las elecciones presidenciales, llevando a la magistratura a Domingo F. Sarmiento (1868) y luego a Nicolás Avellaneda (1874). No es que Buenos Aires quedara totalmente al margen de esta configuración. Una facción del hegemónico liberalismo porteño, la llamada autonomista (curiosamente, por resistir durante la presidencia de Mitre la federalización de la ciudad), terminó sumándose a las alianzas presidenciales. Por otro lado, la otra facción, el mitrismo, derrotada electoralmente en ambas contiendas, también contaba con apoyo en las provincias. Pero la elección de Sarmiento y Avellaneda (provincianos, aunque ambos con larga residencia y trayectoria Eduardo José Míguez
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política en Buenos Aires) ponía en evidencia que la nación no era una propiedad de la élite política porteña, sino un espacio de negociación que requería de consensos mayoritarios en las élites dirigentes del conjunto del territorio. Y sin embargo, simbólica, económica y culturalmente, Buenos Aires seguía siendo más poderosa. Aunque con su incorporación a la nación había perdido su principal fuente fiscal, la aduana de su puerto, su economía seguía siendo por mucho la más rica de la República. Su banco (el Banco de la Provincia de Buenos Aires, una banca estatal), la institución financiera más fuerte. Su población, más de la cuarta parte del país. Concentraba además a buena parte de los profesionales, intelectuales y hombres influyentes —muchos, como Sarmiento y Avellaneda, provincianos de origen, atraídos por las luces de la metrópolis—. Así, aunque de derecho era sólo una provincia más, era incierta su subordinación a una nación en la que su hegemonía no era reconocida. 1880 resolvería la incertidumbre. La alianza gobernante con Avellaneda incluía a la facción autonomista de Buenos Aires y a buena parte de las élites políticas provinciales. Cuando se disputó la candidatura para 1880, el grueso de las provincias avaló a Roca, un provinciano con poco apoyo en Buenos Aires. El gobernador autonomista de esa provincia, Carlos Tejedor, apareció como el otro gran candidato. La facción mitrista porteña, que había perdido el poder en 1868 y fue derrotada en un intento revolucionario en 1874, carecía de fuerza para imponer a su propio pretendiente y terminó apoyando a Tejedor. Poco a poco lo que era una tradicional lucha política por candidaturas fue transformándose en un enfrentamiento entre Buenos Aires y la nación. En parte, porque Tejedor podía aprovechar su posición de gobernador 16
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para arrastrar a la provincia detrás de su candidatura. En parte, y esto es lo más importante, porque la población de Buenos Aires sentía que la candidatura de Roca era una imposición de las provincias, vulnerando su preeminencia. No pocos políticos porteños advirtieron que lo que estaba en juego era la unidad y superioridad de la nación, y respaldaron a Avellaneda y a Roca —por ello o por alianzas políticas circunstanciales, o quizás por ambas cosas—. Hubo revolución, hubo guerra y hubo capitulación de Buenos Aires. Roca fue electo presidente. Buenos Aires, despojada de su ciudad madre que pasó a ser capital federal, descubriría que no hacía falta la hegemonía política para preservar su sitial de honor, y que sus élites podían seguir siendo influyentes en interacción con las del interior, como se verá en el capítulo «La vida política». Pero el conflicto revela otro problema, también heredado desde la independencia: el de la legitimidad. Si desde el mismo momento de la revolución de 1810 la soberanía popular fue una solución simbólica natural (en aquel contexto) a la desaparición del monarca, y la democracia su correlato político, la legitimidad del acto electoral fundante de la gobernabilidad, es decir, la concreción material de la democracia, fue un problema cuya resolución llevaría un siglo. Sorprendentemente, la idea del pueblo elector fue rápidamente adoptada por las élites y permeó desde allí al cuerpo social. Pero para que estos principios pudieran fundar gobiernos legítimos era menester que el acto a través del cual el soberano escogía a su representante también lo fuera. Aun después del dictado de la Constitución, los actos electorales contaban con una baja participación, y eran más bien confrontaciones de pequeños aparatos movilizados por los Eduardo José Míguez
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dirigentes, de clientelas electorales venales, o simplemente resultados fraguados. Así, carentes de legitimidad de origen, todos los gobernantes del primer siglo independiente debían fundar su poder en el ejercicio mismo del mando. Y esto dependía de su capacidad para obtener las obediencias necesarias para evitar, en última instancia mediante la fuerza o la amenaza de ella, que un contendiente lo desplazara del poder. Lo que equivale a decir que cada vez que un aspirante al poder suponía que podía lograr ese objetivo, se producía una confrontación armada. Éste fue el origen de la lucha entre Tejedor y la nación, aunque luego tomó una dimensión diferente. El problema de la legitimidad había dado lugar a numerosas confrontaciones antes de 1880, y lo volvería a hacer en 1890, 1893 y 1905. La alianza triunfante con Roca, como hemos señalado, mantendría una prolongada hegemonía política a través del PAN, basada en la habilidad de sus integrantes para lograr los apoyos necesarios para retener el poder. En la segunda mitad de los años ochenta, una facción de ella, liderada por el entonces presidente Juárez Celman, buscó una concentración muy amplia del control administrativo, excluyendo a Roca y a otros importantes líderes del partido. Cuando la crisis económica de 1890 debilitó sus consensos, una alianza de la oposición, la Unión Cívica —mitristas, viejos autonomistas acaudillados por Leandro Alem y hombres nuevos en la política—, intentó desplazarla mediante una revolución. Fracasada ésta gracias a la intervención del sector roquista del PAN, Juárez Celman tuvo que renunciar. Con hábiles maniobras, Roca, aliado con el poderoso vicepresidente de Juárez y heredero del mando, el porteño Carlos Pellegrini, logró reconstruir su poder y mantener la hegemonía del PAN por otros diez años, a la vez que 18
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dividir a la Unión Cívica. Pero una fracción de ésta, la Unión Cívica Radical, liderada por Alem, emergería de la coyuntura como un partido destinado a ser protagonista de la vida política argentina en el siglo XX. Aunque fue derrotada en sus intentos revolucionarios de 1893 y 1905, la consolidación de su discurso civista reclamando la pureza electoral —en especial bajo el liderazgo de Hipólito Yrigoyen desde 1898, luego de la muerte de Alem— la consolidará como la gran «causa» opositora al PAN, al que identificará con el «régimen» de corrupción política. A su vez, la dirigencia del PAN se enfrentaba al problema de la legitimidad. Era difícil para un gobierno oligárquico contener a una sociedad más variada, con crecientes sectores medios y un activo movimiento obrero. Luego de la caída de Rosas (1852), el sistema político se había ido concentrando en manos de viejas élites provinciales. Paulatinamente, éstas se articularon como una oligarquía política nacional, consolidada a partir de 1880. Más allá de sus permanentes confrontaciones por el poder, herederos de viejas familias patricias monopolizaban el protagonismo político. Carentes de legitimidad electoral, las viejas élites comenzaron a sentir la amenaza no ya de sus rivales de otras facciones oligárquicas, sino de nuevos sectores sociales que podían poner en cuestión la totalidad de la arquitectura gubernamental. El discurso civista de la UCR podía resultar atractivo a estos sectores, lo que fue visible ya en el intento revolucionario de 1893 y, sobre todo, lo sería luego de la reforma electoral. Más aún, la emergencia del Partido Socialista a fines del siglo XIX testimoniaba que las expresiones políticas tradicionales ya no contenían a una incipiente demanda de participación. Estos temores, además de la recurrente denuncia de los deEduardo José Míguez
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rrotados sobre el fraude y los permanentes reclamos de intelectuales y, paradójicamente, de la propia clase política, promovieron la idea de una reforma electoral. Un primer intento en 1902 fue rápidamente abandonado. Pero cuando las luchas internas en el PAN debilitaron a los gobiernos de él surgidos, una fracción de éste adoptó el estandarte de la reforma y, alcanzando el poder en 1910, la llevó a cabo mediante una ley en 1912. El resultado fue más contundente de lo que sus autores parecen haber supuesto que ocurriría. Todo sugiere que las antiguas élites dirigentes del PAN, conocidas desde esa época como conservadores, contaban con que la reforma daría cabida a otras fuerzas, sin quitarles la hegemonía. Quizás habría sido así si no fuera por las perennes divisiones internas del sector. Quizás no, porque la ley electoral cambió el juego de la política, como muestra Roy Hora en el capítulo «La vida política». Parte de las viejas fuerzas, como los demócrata progresistas de Santa Fe o los conservadores de la provincia de Buenos Aires, se adaptaron bien al nuevo contexto, en el que los liderazgos se basaban en la conquista del voto popular y no tan sólo en el acuerdo entre notables y el manejo de aparatos electorales —aunque una forma de conquistar el voto era a través de prácticas clientelares—. Pero el radicalismo fue más eficaz en la conquista del favor social, imponiendo un predominio electoral considerable por largo tiempo. Para ello, combinó dos clásicos elementos de la política electoral moderna: el manejo de clientelas, alimentadas en buena medida con recursos fiscales y la construcción de carisma de sus principales líderes, en especial de Yrigoyen. Como complemento a su éxito electoral, apeló a todos los recursos del Estado nacional para consolidar su 20
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poder, en particular a la intervención federal para imponer a sus aliados en las provincias. Cumplido su mandato, Yrigoyen optó por favorecer a Marcelo T. de Alvear, un dirigente partidario relativamente distante de las luchas internas que enfrentaban a sus seguidores más acérrimos con líderes críticos. Pese a que Alvear buscó cierto equilibrio en el partido, finalmente el radicalismo se fracturó entre seguidores de Yrigoyen y antipersonalistas. Enfrentados en las siguientes elecciones, en 1928, Yrigoyen obtendría un triunfo plebiscitario. Pero la indiscutible legitimidad de origen se desvirtuó en la pérdida de legitimidad de gestión, agravada por el desprestigio de la democracia como sistema político que afectó a buena parte del mundo occidental en aquellos años. No es evidente que perdiera el apoyo popular, pero sí que, con la concentración del poder y el estilo populista, el viejo líder enajenara a muchos sectores sociales de peso y que esto se volvió crítico debido a las dificultades sobrevenidas en la grave coyuntura de 1929-1930. La situación desembocaría en un golpe de Estado llevado a cabo por militares, con apoyo de casi toda la oposición y amplios sectores urbanos. Aunque la coyuntura del golpe de 1930, como la de la revolución de 1890, estuvo signada por la crisis económica, no es obvio buscar en la economía sus causas, ya que en la administración de la cosa pública poco cambió con el paso de conservadores a radicales. Desde la presidencia de Roca, y aun antes, las políticas de gobierno se habían caracterizado por un gran pragmatismo. Esto implicaba una adhesión genérica a los principios liberales ampliamente dominantes en la época y un constante distanciamiento de éstos en decisiones concretas, que respondían a presiones, intereses y necesidades. En un contexto económico altamente favorable, Eduardo José Míguez
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en general bastaba con aplicar las recetas habituales en la época. Desde luego, las coyunturas desfavorables requirieron más empeño, como se vio en la ardua gestión de los tempranos años de la década de 1890 o durante la Gran Guerra. Pero, en suma, tanto el gobierno del PAN como las administraciones radicales tuvieron continuidad en unas políticas que, en la medida en que permitían a los diversos sectores beneficiarse de la expansión económica, limitaban las disputas a las inevitables luchas por cuestiones específicas que favorecían a uno u otro sector, sin poner en tela de juicio estrategias más amplias. Más aún, en esas disputas específicas (por ejemplo, producciones regionales o productores industriales frente a consumidores urbanos; asalariados frente a empleadores; arrendatarios frente a propietarios, tanto urbanos como rurales), no parece haber existido una tendencia definida de los diferentes gobiernos a favor de uno u otro sector, sino más bien respuestas cambiantes antes coyunturas diversas. Aunque puede reconocerse que en la etapa radical el cambio de las prácticas políticas seguramente favoreció un acercamiento del gobierno a los sectores mayoritarios de la sociedad. También en el plano de las relaciones internacionales las continuidades fueron mayores que las rupturas. Como nos relata Fernando Rocchi el capítulo «Argentina en el mundo», superados los conflictos con Chile con sendos tratados a comienzos de las décadas de 1880 y 1900, la Argentina llevó adelante una pragmática política de vínculos externos, dictada preferentemente por sus necesidades económicas. Ésta incluyó una neutralidad en la Gran Guerra que no se alteró con el cambio de gobierno entre radicales y conservadores. Asimismo, la ambigua relación con Estados Unidos mostró una poco realista vocación de liderazgo latinoamericano que 22
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tampoco se vio alterada por esa transición. En todo caso, esta larga estabilidad tenía su fundamento en un éxito de largo plazo que difícilmente sugería la necesidad de un cambio de rumbo.
La economía
En los cincuenta años comprendidos en esta etapa, el producto bruto interno per cápita creció a una tasa algo superior al 2 por ciento anual; en el mismo periodo, Estados Unidos creció al 1,4 por ciento, y ambos lo hicieron muy por encima de los restantes países mejor posicionados en la época, como Reino Unido, Australia, Canadá, Francia o Alemania. Para 1930 Argentina se encontraba entre los 10 o 12 países con mayores ingresos del mundo y su distribución no era mucho más desigual que en ellos. Este extraordinario fenómeno sin duda se basó en un aprovechamiento consistente de sus ventajas comparativas, que ha sido caracterizado como una bonanza; vale decir, un crecimiento basado en el aprovechamiento de un recurso natural. Pero, como ha subrayado la llamada staple theory, el impacto de un crecimiento basado en la exportación de un bien primario (en el caso argentino, un conjunto de bienes) depende de los eslabonamientos que se generen en diversos sectores de la economía. Es decir, de los desarrollos complementarios, tales como provisión de insumos, abastecimiento para el consumo de la mano de obra, desarrollo de infraestructuras y servicios, procesamiento del bien previo a su exportación, etcétera. Una producción minera próxima a los puertos de embarque —como el guano en Perú o el salitre en Chile—, generó muy pocos eslabonamientos; la Argentina fue mucho más afortunada. Eduardo José Míguez
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