PRIMERA SECCIÓN
La sangre y el juicio
L
os nueve artículos de esta primera sección, que abarcan ocho años, versan acerca de las distintas maneras de ver a Cristo, tanto como nuestro Sacrificio como nuestro Sumo Sacerdote en el Santuario Celestial. La mayoría fueron escritos desde una perspectiva adventista, ya que aparecieron en la Adventist Review [Revista Adventista] y en Ministry [Ministerio Adventista]. Los adventistas pueden encontrar de especial interés el artículo “Que tu nombre esté sellado", publicado por primera vez en 1989, porque explica la comprensión judía del santuario celestial y del ministerio del arcángel Miguel, que defiende al pueblo de Dios delante del Padre contra las acusaciones de Satanás. En síntesis, este artículo muestra nuestro mensaje del santuario a partir de fuentes judías que, en algunos casos, preceden al adventismo por cientos de años. “¿Quién hará expiación por nosotros?”, escrito para Shabbat Shalom, presenta vislumbres de la comprensión judía del evangelio. Es sorprendente observar cómo se enseña, desde una perspectiva judía, el concepto de expiación sustitutiva en muchos
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aspectos de manera igual a la comprensión adventista. “La sangre y el juicio”, publicado en Ministry, relata mi propia lucha personal con el evangelio y el santuario. Publicado en 1996, este artículo intenta ayudar a los adventistas a entender que, lejos de negar el uno al otro, o aun de estar en tensión entre sí, el juicio investigador y el evangelio están en perfecta armonía. Abordo esta misma cuestión, desde otra perspectiva, en “Sin condenación”, artículo que apareció en la Adventist Review. Mientras tanto, en “Buenas nuevas acerca del juicio” tomo la gran verdad del evangelio y del juicio y la presento al mundo no adventista a través del vehículo de la revista Signs of the Times. Estos artículos, con una sola excepción (el último), aparecen en orden cronológico, quizá por la sencilla razón, si no hubiera otra, de mostrar cómo ha crecido mi propia comprensión de estos tópicos cruciales a lo largo del tiempo.
CAPÍTULO 1
Justificado y santificado: la meta de Dios para nosotros
¿C
uál es el equilibrio apropiado entre lo que Dios ha hecho por nosotros, la justificación, y lo que está haciendo en nosotros, la santificación, y por qué debemos entender ambas? El problema de la justificación y la santificación nos remite al viejo asunto de la fe y las obras. Abel ofreció a Dios “de los primogénitos de sus ovejas” (Génesis 4:4), un ofrecimiento hecho con fe que Dios aceptó; Caín ofreció “del fruto de la tierra” (versículo 3), una ofrenda de obras que Dios rechazó. Más tarde, sin embargo, Dios declaró: “Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos” (Oseas 6:6). Pablo dijo: “Porque si Abraham fuese justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios” (Romanos 4:2); sin embargo Santiago pregunta: “¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?” (Santiago 2:21).
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Fe y obras Las discusiones en relación con la fe y las obras dividieron la cristiandad en el siglo XVI, y el problema desafía al adventismo de hoy. Aun Elena de White escribió en cierto momento que “los méritos de las buenas obras del hombre caído nunca pueden procurarle la vida eterna”; 1 y sin embargo en otro momento declaró: “Hay muchos en el mundo cristiano que sostienen que todo lo que se necesita para la salvación es tener fe; las obras nada son, lo único esencial es la fe. Pero la Palabra de Dios nos dice que la fe sola, sin obras, es muerta”. 2 Estas posiciones no se contradicen una a la otra. En lugar de ello, la pregunta es cómo equilibrarlas. En verdad, algunos se inclinan tanto hacia la justificación que ella sola se convierte en redención; otros se inclinan tanto hacia la santificación que se convierte en redención por sí misma. Antes bien, tanto la justificación como la santificación constituyen la redención. La redención no es tan sólo justificación, así como el bautismo no es sólo inmersión. La redención no es solo santificación, así como el bautismo no es sólo levantarse del agua. Así como sumergirse y levantarse componen las dos partes del bautismo, así la justificación y la santificación componen las dos partes de la redención. La una sin la otra es incompleta; juntas, sin embargo, hacen un todo perfecto. Cristo otorga tanto la justificación como la santificación. “Separados de mí”, dijo Jesús, “nada podéis hacer” (Juan 15:5). Por nosotros mismos ni siquiera podemos tener fe, “es don de Dios” (Efesios 2:8), como tampoco obras, que también provienen de Dios (véase Filipenses 2:12). El Señor creó a Adán “a imagen de Dios” (Génesis 1:27). Después que Adán pecó, sus hijos, en lugar de ser también creados a imagen de Dios, fueron creados a imagen de Adán, ahora un pecador caído. “Y vivió Adán ciento treinta años, y engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen” (Génesis 5:3).
Toda la humanidad, creada a imagen de Adán, está, bajo la maldición del pecado. “Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado” (Gálatas 3:22). Toda nuestra justicia y nuestras buenas obras, aún lo realizado por cristianos bajo la motivación del Espíritu Santo, no nos puede hacer aceptables para con Dios, así como toda la limpieza, los perfumes y la manicura no pueden hacer kosher a un cerdo. Las únicas buenas obras y la única justicia que pueden salvarnos son las obras perfectas y la justicia que Jesús hizo por nosotros, independientemente de nosotros, y que no obstante nos las ofrece en lugar de nuestras propias vestiduras inmundas. “Ahora voy a vestirte con ropas espléndidas” (Zacarías 3:4, NVI), dice Jesús. Jesús, mediante su vida perfecta y su muerte, está calificado para proveernos una experiencia en justicia. Luego de haber terminado su obra aquí en la tierra como el cordero del sacrificio, entró al cielo como Sumo Sacerdote para ministrar los méritos de su muerte en nuestro favor. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Y por cuanto Jesús no tomó la naturaleza de “los ángeles” (Hebreos 2:16) en su encarnación, sino que vino “en semejanza de carne de pecado” (Romanos 8:3), la carne con la que cargamos nosotros, puede probar que nosotros también, mediante el poder de Dios, podemos resistir al pecado. “Ni siquiera por un pensamiento cedió a la tentación”, escribió Elena de White. “Así también podemos hacer nosotros”. 3
La justificación es un regalo La justificación y la santificación, aunque inseparables, no son idénticas. La justificación entabla la declaración legal de perdón. Es el regalo de un carácter perfectamente justo, sin pecado y santo, un carácter que nosotros pecadores, por nuestra
naturaleza, nunca podríamos poseer. Podríamos llegar a reflejar “perfectamente” ese carácter, pero nunca podríamos igualarlo. Sin embargo, Dios acepta sólo una justicia perfecta, ni siquiera un reflejo perfecto de ella. Porque ninguno de nosotros tiene esa justicia perfecta, Jesús vino a la Tierra, la alcanzó por nosotros y la ofrece gratuitamente. Imaginen una escuela donde sólo se pudieran recibir dos notas: aprobado o desaprobado. La única manera de aprobar es tener un puntaje de 100%. Si uno logra 99%, esa es una nota de reprobación igual que si uno hubiera obtenido 9%. Algunos pueden sacarse un 70% o un 90%, pero legalmente están en la misma categoría que los que sacaron sólo 5%. Excepto por Jesús, que tiene un puntaje perfecto, toda la humanidad tiene una nota de reprobación. El ladrón en la cruz, que pudo haber obtenido sólo una nota de 30%, o un santo sobre la Tierra después del fin del tiempo de gracia que pueda obtener un 94%, ambos llegarán al cielo por exactamente lo mismo: la justicia perfecta, el 100% de Jesucristo que les es dado. Cualquier otra cosa es tan insuficiente como dominar el francés por medio del estudio de la física.
El comienzo de una nueva vida Pero las buenas nuevas de la salvación, de la redención, no terminan con esta declaración legal del perdón, así como el bautismo no termina con la inmersión. Debemos levantarnos del agua a una “vida nueva” (Romanos 6:4), luego de haber bajado primero. La redención comienza, no termina, con el perdón; así como el bautismo comienza, no termina, con la inmersión. Sin la santificación, sin Cristo obrando en nuestras vidas para desarraigar nuestro mal heredado y cultivado, no podemos dar por sentada la justificación. La salvación no es como las leyes de los medas y los persas: la salvación puede ser revocada, así como se puede perder la fe.
En Mateo 7 Jesús contrastó a dos individuos. Uno oye sus palabras y “las hace” (versículo 24); el otro oye sus palabras, pero “no las hace” (versículo 26). El obediente, el que hace lo que Jesús ordena, que tiene obras, permanece fiel hasta el final. Su fe es perfeccionada por las obras. El desobediente, el que no hace lo que Jesús ordena, el que no tiene obras, cae. Su fe, sin obras, es muerta. Y la buena noticia acerca de las obras es que, al igual que la justificación, también provienen de Dios. Procuramos la santificación, así como procuramos la justificación, mediante la entrega incondicional a Dios. También la santificación puede venir sólo cuando nos entregamos a Dios, cuando elegimos morir al yo y servir diariamente a Dios. “La genuina santificación... no es otra cosa que una muerte cotidiana al yo y una conformidad diaria con la voluntad de Dios”. 4 Luego Dios puede obrar en nosotros “el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13). El desarrollo del carácter, la obediencia y las buenas obras vienen sólo cuando escogemos permitir que Dios obre en nosotros, purifique la escoria y nos modele a la semejanza divina. Y la única manera en la que puede hacer esos cambios es si nos sometemos, así como lo hicimos cuando nacimos de nuevo. “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él” (Colosenses 2:6). En Efesios 2 Pablo presenta un ejemplo poderoso de la relación que existe entre la fe y las obras. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (versículos 8, 9). Pablo afirma claramente que la salvación viene por fe, no por obras. En el versículo 10 escribe que “somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”. Pablo enfatiza la salvación por fe, no por obras. Sin embargo, en la siguiente respiración dice que fuimos creados para buenas obras, obras que Dios “preparó de antemano” para que las hiciéramos.
Sin contradicciones No existen contradicciones. Aunque fuimos creados para buenas obras, no recibimos la salvación por ellas. Las únicas obras que nos salvan son las obras de Jesús en favor de nosotros. Sin embargo, fuimos creados en Jesús para hacer buenas obras, porque las obras son una parte compleja del proceso de redención. Nuestra salvación no concluyó en el Calvario, porque la redención no termina con el perdón. El evangelio no es sólo perdón, su fundamento, sino que también es restauración, su pináculo. La justificación es el primer paso hacia la meta final de Dios para nosotros: ¡El reflejo de Cristo en nosotros! “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Gálatas 4:19). Los temas en juego en la gran controversia entre Cristo y Satanás van más allá de esta tierra, más allá de la salvación del hombre. Aunque el pecado está confinado a la Tierra, es un asunto universal, cósmico. En el Calvario no fue sólo una turba la que contempló la cruz. El universo estaba observando. Y aunque en la cruz se pagó la pena completa por el pecado, aunque Dios derramó su amor de una manera que hizo que todo el universo se maravillara, ni siquiera allí se contestaron todas las preguntas acerca del pecado, la rebelión y la ley de Dios. Dios iba a darle más al universo expectante, y ha estado usando a la humanidad para hacerlo. “Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades de los lugares celestiales” (Efesios 3:10). ¿Y cómo es dada a conocer esta sabiduría a los principados y potestades de los lugares celestiales? Jesús dijo: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto” (Juan 15:8). Dios es glorificado por medio del carácter que desarrolla en nosotros. El mensaje del primer ángel es: “Temed a Dios, y dadle glo-
ría” (Apocalipsis 14:7). Y damos gloria a Dios al permitirle que nos santifique para que podamos llevar mucho fruto. “La misma imagen de Dios se ha de reproducir en la humanidad”, escribió Elena de White. “El honor de Dios, el honor de Cristo, están comprometidos en la perfección del carácter de su pueblo”, 5 que es la razón por la cual el remanente fiel de Dios son los “que guardan los mandamientos de Dios” (Apocalipsis 12:17; 19:10). Esta obediencia a la ley de Dios no es lo que salva al remanente, sino que es lo que el remanente da porque ya está salvado. Un falso equilibrio entre la fe y las obras, ya sea hacia un lado o hacia el otro, nos dejará faltos.
Cómo encontrar el equilibrio El énfasis en la justificación a expensas de la santificación puede embaucar a la persona en un evangelio falso en el que la obediencia, el desarrollo del carácter y la victoria personal sobre el pecado son meros apéndices al evangelio. Juan lo dice claramente: “Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo. El que practica el pecado es del diablo” (1 Juan 3:7, 8). Enfatizar demasiado en la santificación a expensas de la justificación puede llevar a una persona a creer falazmente que la aceptación de Dios depende de su desempeño y que sus buenas obras le garantizan un lugar en el cielo. Elena de White enfatizó: “No hay un punto que precisa ser considerado con más fervor, repetido con más frecuencia o establecido con más firmeza en la mente de todos, que la imposibilidad de que el hombre caído haga mérito alguno por sus propias obras, por buenas que éstas sean”. 6 Como adventistas nos asoleamos en los rayos de luz del evangelio, desconocidos para las generaciones anteriores. Sin embargo, debemos presentar esa luz de una manera equilibrada, prestando el énfasis correcto a ambos aspectos de la redención.
En verdad, el desequilibrio fatal es abominable para Dios, “mas la pesa cabal le agrada” (Proverbios 11:1).
Referencias 1 2 3
Elena de White, Fe y obras (Buenos Aires: ACES, 1984), p. 18. Ibíd., p, 47. Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Mountain View, Calif.: Publicaciones Interamericanas, 1968), p. 98. 4 Elena de White, Notas biográficas de Elena G. de White (Mountain View, Calif.: Publicaciones Interamericanas, 1981), p. 261. 5 El Deseado de todas las gentes, p. 625. 6 Fe y obras, p. 16. Este artículo apareció originalmente en la Adventist Review del 20 de octubre de 1986.