Una primera característica histórica de la reflexión de los chinos ...

podríamos asimilar al concepto de natura naturans, de Baruch. Spinoza. Esa definición se confirma y fortalece con la repro- ducción directa de la naturaleza por ...
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Autonomía Una primera característica histórica de la reflexión de los chinos sobre sí mismos y su país, es que siempre se han reconocido como un grupo autónomo, que en más de 2 300 años sólo fue invadido en dos ocasiones. Un grupo humano que logró, con la fuerza de su cultura, incorporar a los invasores mongoles y manchúes en su “modo de ser” y, con esto mismo, también consiguió más tarde salir de su dominio.

Unidad de lo plural En segundo lugar, al reconocerse como parte de un grupo autóno­mo, los chinos se definen con un concepto de soberanía identificado con la unidad imperial; una entidad extensa, antigua, integrada, pero además autodefinida como una civilización gracias a su escritura. Así se comprende que los dos “juegos” más difundidos en China, el Wei Qui y el I Ching (Jijing), tengan características tan distintas a los juegos occidentales. En el Wei Qui, que es un tablero de 19 líneas en el que cada jugador tiene

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181 piezas, no existe un centro de gravedad, ni un rey al que jaquear como en el ajedrez, sino que la victoria es rodear el mayor número de espacios y el juego es un sinnúmero de luchas paralelas. Es una lógica de inundación y de ubicación mayoritaria en un tiempo ilimitado, un cerco estratégico de la mayor cantidad de piezas adversarias: nos recuerda la estructura en red que poseen actualmente el comercio y la economía gracias a las tecnologías de la información y la globalización. Es la estrategia de la paciencia más que la audacia de la agresión. Otro juego, el más conocido I Ching, se difunde y practica desde hace más de tres mil años, antes incluso de ser recogido en el Libro de las mutaciones, que es uno de los cinco clásicos. Es la presentación visual de un sistema de ideas mediante trazos de 64 hexagramas de seis líneas horizontales ininterrumpidas (yang) o quebradas (yin). Su propósito no es adivinatorio, sino la disposición ordenada de todas las probabilidades de una situación o del universo, regidas por el cambio cíclico. Su extraordinaria complejidad permite identificar la posibilidad que ofrece menor resistencia a imponerse y recuerda así la “ley termodinámica de la entropía positiva”, enunciada por Clausius y Bolzmann, cuya definición breve señala que, en casos iguales, los elementos individuales tenderán a encontrar su disposición más probable. O, a contrario sensu, recuerda la “ley de la entropía negativa”, según la cual un sistema genera continuamente relaciones crecientes en número y complejidad. Es el paso del desorden al orden y viceversa, pero positiva o negativa, Yin que difunde o Yang que concentra, todo está dentro de un conjunto que suma todas las probabilidades. Ludwig Bolzmann lo enunciaría tres mil años después afirmando que la medida del desorden per-

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mite una ecuación según la cual la cantidad de entropía de un sistema es proporcional al logaritmo natural del número de microestados posibles. ¿Es éste un alarde científico? No, es la compleja profundidad del pensamiento chino que los occidentales no conocemos. Lo importante es que la suma de todas las posibilidades enunciadas y ordenadas en los hexagramas del I Ching reproduce el conjunto del universo natural regido por el cambio, y todas sus probabilidades cíclicas y repetitivas. Y esto, como veremos más adelante, coincide con la evidencia del pensamiento chino, que acepta la naturaleza y su inmanencia de conjunto que no necesita explicaciones fuera de ella. Analicemos Las analectas: “Tse Tchang preguntó si se puede prever lo que ocurrirá dentro de diez generaciones. Y dijo el Maestro: Los reyes de la dinastía de los Yin han heredado las costumbres de los reyes de Hia, y sabemos lo que han añadido y lo que han quitado. La dinastía de los Tcheu ha heredado los usos de los Yin y se sabe lo que han añadido y lo que han quitado. Se puede por tanto concluir por anticipado cómo se comportarán los herederos de los Tcheu, cualesquiera que sean dentro de cien generaciones” (An. 3.23). Éste es el razonamiento de la integralidad usado en el I Ching o en la lógica de la entropía positiva. Todo está en la naturaleza y en el pasado. Estos juegos, Wei Qui e I Ching, que expresan y educan la racionalidad china, coinciden hoy con la disposición del universo simbólico, comunicacional y económico, como una red en los tiempos de la globalización. Coinciden, como veremos, con el carácter reproductivo de la naturaleza por la escritura china que aún mantiene muchos elementos pictográficos e ideográficos. Coinciden, además, en la interpretación

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de la naturaleza como un conjunto, con elementos complementarios o posibles que “están”, a diferencia del “ser o no ser” occidental.

Prioridad del pasado creador En tercer lugar, al lado de la autonomía y de la soberanía, el “modo de ser” chino implica aceptar la filiación como elemento vinculante con la naturaleza y la historia; es decir, dar prioridad a la línea de parentesco que garantiza la unión con el pasado, idea que Confucio expresa diciendo: “Yo me limito a transmitir, no invento nada, confío en el pasado y lo amo” (Analectas 7.1). Para los chinos y sus dinastías, todas estas características —ninguna en forma exclusiva— constituyen el conjunto llamado “Tian Xia”; es decir, el Universo bajo el cielo o “todo bajo el cielo”. La Gran Muralla es la expresión física de este concepto autónomo, cuya construcción se inició en el siglo III a. C. por el emperador Qui Shi Huangdi (221206 a. C.). Así fortaleció su conciencia de ser “civilización” y de ser “una”. Los chinos siempre han sido conscientes, asimismo, de su gran masa poblacional. En el año 250 d. C. contaba con 70 millones de habitantes, en el año 420 d. C. era de 120 millones y hacia el año 1300 alcanzaba ya los 420 millones, a pesar de la reducción generada por la invasión mongola. Su tasa de crecimiento disminuyó luego por el dominio manchú, las invasiones europea y japonesa, el desorden económico y los resultados de la guerra. Pero hacia 1968 se reinició la expansión poblacional. Cuando Mao Tse Tung amenazó al mundo con una guerra nuclear advirtiendo que “siempre quedarían

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chinos”, utilizó el milenario concepto de que el número es la fuerza de China. En resumen, estos elementos geográficos, numéricos y culturales condicionan las relaciones sociales del “modo de ser” o “personalidad básica” china a la que definimos, siguiendo a Abram Kardiner (El individuo y su sociedad), como un conjunto de rasgos compartidos e interiorizados, actitudes, explicaciones racionales determinadas por las instituciones sociales “primarias”: la familia y la crianza, los que a su vez determinan las instituciones “secundarias”: la política, la religión, el arte, etcétera.

Los elementos del “modo de ser” chino 1. Piedad filial. China mantuvo como átomo social de la familia y sus relaciones de obediencia. 2. Aceptación de la jerarquía como elemento natural del conjunto cósmico del cielo y del mundo. 3. Movilización masiva del trabajo como conjunto y la primacía del concepto del grupo sobre el individuo. 4. Rescate del ritual como instrumento que transfiere el orden y flujo de la naturaleza al orden social y a sus jerarquías. 5. Reconocimiento del letrado o funcionario que, con una ética de servicio u obligación, alcanza ese nivel debido a sus méritos y por medio de exámenes, sin diferencia de clases sociales. Mediante la educación, un pobre puede ser juntzi, un caballero, y la educación vale más que la “distribución” de lo ya existente. No olvidemos que 2 500 años antes del trivium y del quadrivium

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de la educación carolingia (siglo VIII), Confucio había definido las artes que desarrollan el carácter: escritura, matemáticas, música, ceremonia, arquería y conducción de carros. Tampoco olvidemos que en la dinastía Han se difundió la norma para la “instrucción fetal”, mucho antes y más allá de lo que hoy se propone como “adiestramiento inicial”. 6. Aceptación de la naturaleza y de la vida como un hecho incuestionable y evidente (del latín video, lo que se ve). Por ello, frente a la vida, a diferencia de nuestra cultura grecorromana, los chinos poseen poco interés por lo trágico o lo “trascendental metafísico”. Para ellos, todo está en la naturaleza al igual que toda posibilidad está en los sesenta y cuatro hexagramas del I Ching. El pensamiento chino no separa el conocimiento de la práctica, ni lo inteligible de lo sensible. En 1056, Hu Hong lo expresó como antes lo hiciera la escuela griega: “No hay razón independiente de las cosas del mundo.” 7. Conciencia de tener un flujo permanente, un tiempo cíclico, cuyo ritmo es establecido por las dinastías, en el que pueden producirse interrupciones pero que no tiene ruptu­ra sino continuidad, pues tras cada anomalía retorna lo anterior. 8. Sincretismo como actitud cognoscente que integra lo similar y lo distinto. Así ocurrió en la coincidencia del confucia­nismo con el taoísmo, con la absorción del budismo a través de la escuela zen, con el islamismo cuya influencia fue pasajera, e inclusive con el propio cristianismo que sirvió de impulso a la rebelión Taiping y fue importante en el nacimiento de la república en 1911 (Sun Yat Tsen fue cristiano). También ocurre

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ahora con el libre mercado, que es además un componente milenario de la cultura china. En breve síntesis, adelantemos que el pensamiento chino es acumulativo y no paradigmático (no hay giros copernicanos ni expectativa de ellos), pragmático y no especulativo (se acepta lo evidente, no se le reconstruye conceptualmente). Además, es integrador y no contradictorio (lo diferente se complementa y no es excluyente), concreto y no abstracto (se trabaja en la realidad, no se está perdido en sus apariencias). Esas actitudes o características racionales otorgan a China una ventaja fundamental en la nueva realidad mundial. En efecto, en el mundo de las comunicaciones y la información, los estímulos se desagregan, no tienen un centro decisivo y son más fáciles de comprender para quienes tienen un pensamiento clasificatorio que suma unidades y las reproduce pictográfica o logográficamente. Así, en el mundo de la competencia productiva y pragmática, una cultura con menor nivel especulativo pero con mayor cercanía a la realidad —a la que no cuestiona filosóficamente— es más apta para el avance y la supervivencia gracias a la lógica de “inundación y rodeo” del juego del Wei Qui. Ya Tsun Zu había dicho en El arte de la guerra que lo importante es ganar sin necesidad de luchar. Como última referencia, la conciencia del tiempo es muy diferente. En Occidente hablamos de gobiernos y personas, mientras que en China se entienden los ciclos y las dinastías como etapas, pero cada una de ellas con duración pluricentenaria. Porque bajo el nombre de “dinastía” se reduce al anonimato a decenas de emperadores sucesivos, como una aplicación del principio de la primacía del grupo y el conjunto sobre el individuo y sus hechos.

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Así ocurrió con la dinastía Zhou (1100 a. C.-480 a. C.); la dinastía Han (206 a. C.-200 d. C.); la dinastía Tang, la dinastía Song, confuciana, naturalista y autárquica (970 d. C. y 1276 d. C.); la dinastía establecida por los mongoles entre 1215 y 1368. Tras éstos, siguió la restitución de lo antiguo con la dinastía Ming (1368- 1644). Y después los manchúes, que se “sinisaron”, adoptaron integralmente el confucianismo entre 1694 y 1911, a pesar de lo cual, tras un siglo y medio, se produjo contra ellos la rebelión Taiping, con profundas raíces en la antigüedad china. Luego, tras la invasión occidental en la Guerra del Opio, en 1852, y la agresión japonesa desde 1894, la China milenaria reaccionó con movimientos populares, como el de los bóxers. Este último impulso autonomista tomó diferentes formas, como la proclamación de la república en 1910 o el surgimiento y victoria del Partido Comunista. Y aunque éstas se presentan a sí mismas como insurrecciones ideológicas y sociales contra la vieja civilización, fueron fundamentalmente una respuesta de la China profunda en contra de los “bárbaros extranjeros”. Por ello, en su momento usaron conceptos y términos propios de la civilización confuciana. Tras la muerte de Mao ha comenzado a reconstituirse el concepto de la naturaleza como flujo permanente ante su legismo voluntarista. También retorna la noción de la sociedad plural como un conjunto integral y armónico en consonancia con la naturaleza. Todo esto ha sido expresado y aceptado explícitamente por los chinos de hoy usando el pensamiento de Confucio, cuyos textos se venden por decenas de millones (como el que Yu Dan presenta), mientras que su pensamiento vuelve a ser difundido por medio de los “Institutos Confucio” como órganos oficiales.

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Repitamos que ello ocurre porque Confucio es la mejor síntesis de las nociones ya existentes en la dinastía Shang, mil años antes de Cristo, o en la dinastía Zhou, en cuyos últimos años él naciera. Es el total, el conjunto espacial y temporal de gran dimensión, el que nos permite comprender el sentido de la historia china. En Las analectas, aludiendo al tiempo, la dimensión y la integridad social, Confucio afirma: “El gobernante considera el todo en lugar de las partes, mientras el hombre común considera las partes en lugar del todo” (2.14). Esta lógica inmanente, que no se interroga sobre la creación o sobre un dios creador, permite la definición de la naturale­za como un flujo permanente que no necesita explicación, lo que en los términos de la filosofía occidental podríamos asimilar al concepto de natura naturans, de Baruch Spinoza. Esa definición se confirma y fortalece con la reproducción directa de la naturaleza por medio de los pictogramas y logogramas. A diferencia del alfabeto occidental, éstos permiten identificar y dibujar las cosas “significadas” en los caracteres y trazos “significantes” de la escritura. Y la propia pintura china así lo muestra, presentando una naturaleza dominante e hipertrofiada en montañas y lagos al lado de los cuales los humanos aparecen como personajes minúsculos.

Confucio: el centro de gravedad de la cultura china

Todos los conceptos son parte de una lógica inmanente, antropocéntrica, que no reconoce una creación sino un “flujo sin creación”. Confucio lo expresa así: “Todo fluye de este modo día y noche y sin cesar” (An. 9.17). Se trata de un flujo

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a través del cual el hombre que reproduce la naturaleza y sigue sus reglas es bueno. Por eso, en contra de los legistas o voluntaristas, que son socialmente pesimistas y exigen leyes que corrijan la maldad del ser humano, los confucianos enaltecen el optimismo social. El hombre es bueno per se; y sobre la piedad filial, el respeto y el amor a los padres, que son fundamentales, se constituyen la paz y el respeto a la autoridad, habida cuenta de que la familia es un pequeño Estado y que, a contrario sensu, el Estado es una gran familia. Por tanto, en estos dos niveles, familia y política, se exige “el rito”; vale decir, la ceremonia y el respeto como evidencia de la jerarquía. Así, los lazos de sangre se prolongan en las relaciones sociales. Estas ideas han mantenido gran vigencia en la historia de China, desde 551 a. C., con el nacimiento de Confucio. Por medio de su discípulo Mencio, quien fortaleció su mensaje, fueron elevadas al nivel de ideología estatal en el siglo III a. C. Su gravitación se fortaleció en el año 100 d. C. con los letrados de la dinastía confuciana Han, en la que se convirtió definitivamente en doctrina del Estado. Más tarde, sus ideas serían relanzadas por la dinastía Tang en el año 450 d. C. y así sucesivamente en las etapas posteriores hasta la actualidad.

El taoísmo popular: flujo sin creación El mensaje ético y político de Confucio, ajeno a toda especulación, encontró gran coincidencia con la religión taoísta, fundada en las enseñanzas del libro de Tao (Tao Te Ching o Libro de la vía), escrito por Lao Tsé. Autóctonamente china e iniciada, según algunas crónicas, en el siglo VII a. C., esta

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forma de religión había llegado con más profundidad a las estructuras familiares del país real. En cambio, la ética confuciana de la autoridad y de la naturaleza se había hecho fuerte en la estructura oficial: el imperio y sus letrados. Ambas se complementaron y sintetizaron, fusión que permite explicar gran parte del “modo de ser” chino. Lao Tsé señala el Tao, es decir, “el camino”, como un movimiento indefinible pero evidente, un poder de transformación irreductible a las determinaciones del pensamiento, un principio de orden o inmanencia cósmica para el que el propio lenguaje resulta ser un obstáculo, pues impide comunicarse con el gran todo. La palabra es una ilusión engañosa para comprender y definir “la vía”, y el reconocimiento de ésta no proviene de un trabajo de “alumbramiento” intelectual como el que Sócrates, hijo de una partera, plantearía en su método mayéutico. Aquí encontramos una prefiguración del concepto de Ludwig Wittgenstein sobre el “embrujamiento del lenguaje”. Si bien el taoísmo tiene como antecedentes los muy antiguos cultos chamánicos de Mongolia y Siberia, no es ni un culto ni un sistema organizado o centralizado, como nuestras religiones. Es la aceptación de un movimiento sin fin anterior al cielo y a la tierra, una energía previa a toda existencia material o inmaterial individualizable. Como consecuencia, no conduce a ninguna forma de espiritismo asimilable al Dios occidental, pues justamente comienza negando la diferencia de sustancias entre el cielo original y la tierra creada. Es un movimiento sin creador, al igual que el cielo de Confucio. Es un hecho evidente y natural, ante el cual no caben preguntas respecto al origen, al fin o a la muerte. Confucio lo argumenta así: “Si no conoces la vida, ¿cómo puedes preguntarte

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sobre la muerte?”, y añade: “Yo quisiera no hablar, suelo no hablar” (An. 16.7). Por su parte, el taoísmo enarbola el wu wei como el principio del “no actuar” frente al flujo natural, debiéndonos limitar a sus enseñanzas, pues toda acción intencionada es contraproducente. Y ese movimiento infinito encierra la transformación en lo diferente: “Cuando en todo el mundo se ve belleza, en lo bello la fealdad ya está allí. Cuando en todo el mundo se toma por bueno lo bueno, el mal ya está allí.” Anotemos desde ahora que para ambos, Lao Tsé y Confucio, el lenguaje debe ser esencialmente reproductivo; ellos desdeñan el nivel especulativo o reconstitutivo. A los occidentales nos parece que el pensamiento y la expresión chinos son lacónicos. Pero esa es una decisión racional y un método de conocimiento escogido. En el libro de Zuangzi se expresa: “Conocer una cosa es distinguirla de todo lo demás. Olvidar esa distinción es hacerse consciente de la naturaleza indiferenciada y perder toda sensación de ser un individuo aparte” (Karen Armstrong, op. cit., p. 412). Las abundantes normas taoístas fueron recopiladas durante la dinastía Ming en un Canon Litúrgico de mil quinientas obras. Pero lo importante es que la coincidencia ético-política y religiosa de Lao Tsé y Confucio sirvió de retroalimentación para la cultura china a lo largo de milenios.

Budismo: la búsqueda individual Más adelante, hacia el año 450 d. C., el budismo indio llegó a China y se extendió vigorosamente, con sus templos y monjes, hasta el momento de su expulsión, ocurrida 400 años des-

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pués. Pero, en China, el budismo, una “religión sin Dios”, fue “confucionizado o taoizado” a través de la escuela zen, mas su influencia fue menor: la búsqueda del Yo interior, el renunciamiento y, esencialmente, el concepto de la reencarnación, contravenían la esencia del pensamiento chino. La búsqueda solitaria de la pureza no es aceptable para el pensamiento chino, en el cual se necesita de otros para alcanzar la humanidad. Una civilización de lo colectivo no puede incluir, a pesar de su sincretismo, tales propuestas. Finalmente, la búsqueda al interior del hombre amenaza con la especulación que separa materia y espíritu; por eso, ya en el 550 d. C., el confuciano Fan Zheng decía: “Mis manos hacen parte de mi espíritu”, en una vigorosa afirmación naturalista en contra de la reencarnación. Más aún, convertir el cuerpo material en uno de los varios y sucesivos receptáculos materiales del alma, otorgando a ésta la superioridad, ignora que el cuerpo pertenece a la familia antes que al individuo. Para el confucianismo, que es una ética sin dios creador ni paraíso, el hombre tiene las condiciones de su realización en el mundo natural y físico, y no fuera de él. Creer esto equivaldría a decir que todas las probabilidades posibles de los 64 hexagramas son sólo parte de otro juego mayor, lo cual es inaceptable. Como consecuencia y suma de todas estas escuelas, la cultura china propone traducir el mundo natural (Tian Xia) como obediencia al concepto de Estado o imperio, que es el nexo entre la tierra y el cielo. Ello se sustenta, a su vez, en la jerarquía al interior de la familia y en el respeto esencial al pasado del cual hay que aprender. Ante este núcleo cultural y su vigencia milenaria, los legistas y voluntaristas, como Qui Shi Huangdi, Wu di y el propio Mao Tse Tung, fueron pasajeros

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epidérmicos. La conciencia histórica china se piensa en el “ciclo largo”, en términos de Braudel. Un ejemplo de enorme importancia sobre esa perspectiva es la obra de Sima Quian, quien vivió entre los años 145 y 90 a. C. En sus Registros históricos (Shiji), de 130 capítulos, hizo un pormenorizado recuento de las tres escuelas —confuciana, taoísta y legista— y definió además la civilización china comparándola con los hunos, “carentes de escritura, apellidos y respeto por los mayores”. Junto a él sobresale en la historiografía y en la longue durée, Du You, quien en el año 800 d. C. escribió, en 5 000 páginas, 250 capítulos de historia de las instituciones chinas para proponer un confucianismo evolutivo.

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