Treinta y seis hombres justos

21 nov. 2007 - región ucraniana de Vinnitsa, junto al río ... 1941 y 1944, en plena guerra, Ucrania estaba ... sus cosas en el centro del pueblo y marcha-.
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Notas

Miércoles 21 de noviembre de 2007

Libros en agenda

LA NACION/Página 19

Treinta y seis hombres justos

La ciudad y la ética

PARIS UANDO, en septiembre de 2005, emprendí mi peregrinación a MoguilevPodolski, la pequeña ciudad de la región ucraniana de Vinnitsa, junto al río Dniéster, de donde provenían mis abuelos paternos, y cuando Abraham Kaplan, director del Museo del Holocausto de esa descascarada ciudad, me llevó en un taxi destartalado a mostrarme los bosques donde los alemanes habían fusilado a los judíos de los pueblitos vecinos, en enero y en agosto de 1942, me sorprendí de mi ignorancia. El único nombre de masacre que recordaba era el de Babi Yar, gracias al poema de Evtuchenko que relata el horror. Todos creemos conocerlo todo acerca de la Shoah, pero estos vastos osarios, aún sin descubrir, sobre los que pasaban las ruedas de nuestro taxi, no me eran familiares. Habrían debido serlo, sin embargo. Mi padre había visitado, en 1925, a la escasa familia que aún le quedaba en uno de esos pueblitos, Kurilovich, pero, con su parquedad habitual, se había limitado a decirme: “Y, los habrán matado los nazis”. Acerca de las cifras de estas matanzas (un millón y medio de víctimas) ni una palabra, como tampoco acerca del modo de ejecución, bastante diferente de lo ya conocido. Entre 1941 y 1944, en plena guerra, Ucrania estaba demasiado cerca del frente como para que el ocupante alemán se pusiera a construir cámaras de gas dignas de ese nombre y contaba con trenes demasiado maltrechos

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Por Silvia Hopenhayn Para LA NACION

H

AY ciudades que también vale la pena conocer en la ficción. Algunos escritores las han recreado en páginas que funcionan como calles de una geografía literaria digna de ser visitada. En el Ulises, de James Joyce, Dublín aparece en sus distintos barrios y facetas, desde la panadería hasta sus bares, el cementerio o las peluquerías, sitios reinventados en la mirada de Lepold Bloom, su protagonista. En Manhattan Transfer, de John Dos Passos, Nueva York se convierte en escenario del drama urbano, al igual que Berlín asolada por la Primera Guerra Mundial en Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin. La guía podría ser realmente muy extensa: el Distrito Federal de México en La región más transparente, de Carlos Fuentes; los rincones insospechados de Barcelona en la obra de Eduardo Mendoza. Buenos Aires ocupa un lugar de privilegio dentro del turismo literario. Jorge Luis Borges y Leopoldo Marechal se han encargado de difundir sus mitos y sus esquinas. Pero hay momentos en que la ciudad entera cambia, y es entonces cuando la literatura le otorga nuevas significaciones.

Intimo y social Así como Silvio Astier, el adolescente de Roberto Arlt en El juguete rabioso, refleja la lucha por vivir en los años treinta, ahora Sylvia Iparraguirre, en su flamante novela El muchacho de los senos de goma, crea a Cristóbal, un adolescente que busca una salida filosófica para su enredo existencial, al tiempo que exhibe las flaquezas de la ciudad durante la cuestionada década de los noventa. Una ciudad corroída por la pérdida de valores, por el deterioro social, la impunidad invulnerable, la proliferación de desechos. Pero también una ciudad con nuevas canciones que la entonan, como las que suenan en esta novela, en la que se transcriben algunas frases de Indio Solari, cantante y compositor del grupo de rock Los Redonditos de Ricota. Parece que hubiera dos dimensiones del ciudadano. Una conferida por el repliegue, el espacio del yo, y otra signada por el caos: la propia urbe. Iparraguirre articula estos dos espacios, el íntimo y el social, para dar cuenta de los cambios que transfiguran la ciudad. A través de Cristóbal y de los demás personajes –todos entrañables en sus búsquedas y elucubraciones–, recobran vida algunas calles y barrios de Buenos Aires como Warnes, Almagro y el Parque Centenario. Trazado urbano que implica las consecuencias de una política que se desentiende de la ética. Para resolver este dilema, Mentasti, el protagonista maduro de esta novela, se obstina en comprender a Descartes y a Wittgenstein como si en esos filósofos se hallara la clave de una creencia, ya sea en Dios o en el lenguaje. De allí que rescate de la producción de Wittgenstein su “intento de eliminar la falsedad de lo que decía y la férrea elección de vivir según pensaba”. Una forma de entender la libertad bajo el sustento de una ética individual. La ciudad pone a prueba esta práctica en todos sus rincones. © LA NACION

incomoda. Son campesinos pobres y viejos que, en sus casitas de madera verdes y azules, con almohadones bordados y licores caseros, fingen, frente al cura católico, una congoja que en su momento sintieron poco (inolvidable la gorda hipócrita que menea constantemente la cabeza como diciendo “qué cosa, qué barbaridad”), mientras algún imperceptible movimiento, un modo de taparse la cara como espantando un bicho, desnuda una vergüenza que acaso experimenten a deshora. Víctimas, de todos modos, ellos también lo habían sido, y se aprestaban a serlo de nuevo creyéndose salvados. Stalin los había sometido a una espantosa hambruna para aplastar el movimiento nacionalista antisoviético, y los nazis, a quienes ellos consideraban ingenuamente sus liberadores, tenían la intención de hacer lo mismo, matándolos de inanición para limpiar de población eslava –en su criterio, apenas más humana que la judía– esos ricos territorios agrícolas y colonizar la región con arios, como se debe. Pero esto no podían imaginarlo. De modo pues que, a la llegada de los alemanes, festejaron por tres motivos: venganza (los judíos, según ellos, habían gozado de mayor protección por parte de los rusos); miedo o codicia (los nazis les pedían colaboración y a ejército invasor-liberador no se le niega nada, más si ese ejército regala gorros de piel y pañoletas blancas), y tradición (las primeras matanzas de judíos en Ucrania se remontaban al siglo XVII, con las

Por Alicia Dujovne Ortiz Para LA NACION

Un millón y medio de judíos fueron fusilados o enterrados vivos en enero y en agosto de 1942, en Ucrania

Un sistema asesino no puede convertir en asesino a cualquiera. Aceptarlo o no define lo humano

como para deportar a los judíos hacia centros de exterminio organizados según las reglas del arte. Hubo que resolverlo con lo que había: balas y pozos. La exposición que acabo de ver en París, en el Memorial de la Shoah, titulada, justamente, La Shoah par balles, prueba que mi desconocimiento tenía razón de ser: apenas un año antes de mi viaje, en 2004, un cura francés, el padre Patrick Desbois, presidente de la asociación Yahad-in-Unum, creada por iniciativa de los cardenales Jean-Marie Lustiger y Jean-Pierre Ricard, por una parte, y del rabino Israel Singer, por otra, comenzó por primera vez un trabajo sistemático de localización de las fosas comunes (más de quinientas hasta ahora) y de cotejo de los informes escritos con los relatos de los testigos aún vivos en sus multicolores aldeas. ¿Por qué tanta demora? Porque, contrariamente a lo que hicieron en Auschwitz, donde ellos mismos filmaron los detalles de esa maquinaria perfecta, aquí los nazis parecieron avergonzarse de estas masacres desprolijas. Tras la derrota de Stalingrado, encargaron trabajos de camuflaje para hacer desaparecer los cuerpos. No por entero: había demasiados. También quedaron documentos, algunos judíos sobrevivientes y una serie de fotos que un soldado alemán, Hähle Lubny, se divirtió en tomar el 16 de octubre de 1941 en algún lugar de Ucrania. Estas fotografías, agrandadas y proyectadas, dan el tono emocional de la exposición, púdico y respetuoso, y no por mérito del fotógrafo sino de sus modelos, que guardan una extraña compostura. Cientos de mujeres, hombres, viejos y niños fotografiados en un amanecer de invierno, todavía abrigados con sus gorros de piel o sus pañoletas blancas tejidas al crochet, están sentados en el suelo, rodeados de canastas y de bolsos. Los alemanes y los policías ucranianos acaban de arrancarlos de sus casas diciéndoles que junten sus objetos de más valor. Además de sus gorros, los chicos tienen las cabezas envueltas en bufandas que las madres les han atado, previsoras. Todos estén agarrotados por el frío, pero aún no congelados (casi se siente en la imagen el calorcito de la cama recién abandonada). Salvo una joven, bonita y bien vestida, que clava la vista en el fotógrafo con un odio entrañable, los demás miran hacia adentro como si meditaran. La orden de traer sus equipajes les da cierta esperanza: quizás irán a un campo de trabajo. Sin embargo, una observación más detenida de esos ojos, de todos esos ojos, incluidos los infantiles, arroja un resultado

atrocidades de Chmelniki, y habían seguido perpetrándose hasta comienzos del XX). La fiesta de bienvenida surge con claridad en los apenados testimonios recogidos por el cura francés. Al sesgo, pero surge, como si serpenteara oculta entre arruga y arruga. ¿Fueron culpables los desdichados campesinos de no haberse condolido ante el dolor ajeno, de haberse beneficiado con un par de zapatos o de haber denunciado, echado tierra sobre un bebe que todavía lloraba, arrojado el fósforo a la hoguera? ¿Y los soldados alemanes que ordenaban a los judíos hacer una pirámide humana con el rabino encima, lo fueron o no? La novela de Jonathan Littell, que se acaba de conocer en la Argentina, Las benévolas retoma este tema de la responsabilidad de un modo que, personalmente, me inquieta. Si se admite que un sistema asesino puede convertir en asesino a cualquiera de nosotros, sin distinción, entonces el argumento de la obediencia debida recobra todo su valor. Eichman lo esgrimía, Astiz lo sigue esgrimiendo. Frente a este argumento existen dos posibilidades, cada una de las cuales define una noción de lo humano: aceptarlo o no. Yo elijo no aceptarlo, y en esa elección, por suerte, no estoy sola. Los testigos judíos de esta historia, a los que yo misma entrevisté durante el aludido viaje, se preocuparon de modo particular por contarme episodios de salvación. La gratitud parecía ser lo más importante. El museíto del Holocausto de Moguilev-Podolski tiene una pared entera consagrada a los cristianos que arriesgaban sus vidas escondiendo a los judíos en sus casas o dándoles pan. Ahora, los 365 judíos que quedan en la ciudad mantienen a unos viejitos tan inválidos y miserables como ellos, hijos de aquellos salvadores, y organizan ceremonias conjuntas con la estrella y la cruz. Junto al Memorial de la Shoah, en el Marais de Paris, hay una calle que se llama Allée des Justes. Justo es el que ayuda al otro. Lamento no poseer suficientes conocimientos en materia religiosa como para explicar los motivos del judaísmo, cuando afirma que el mundo seguirá girando mientras treinta y seis justos vivan en él. Por qué treinta y seis, no sé. Pero, además de esa razón que se me escapa, lo que impresiona en la cifra es su modestia. En cualquier generación podemos estar seguros de contar con ella. Treinta y seis hombres y mujeres capaces de no ser asesinos no son muchos y, a la vez, lo son todo, si con tan pocos basta.

distinto. Saben. Aunque lo increíble de lo que saben les dé un aire perplejo, no por eso lo saben menos. En el momento en que un animal enlazado deja de patalear y pierde los ojos en un punto, no necesita que nadie venga a explicarle el resto. La siguiente secuencia muestra pilas de bolsos, canastas, gorros y pañoletas amontonados por tierra. Varias mujeres en paños menores avanzan junto a un esbelto soldado alemán de cinturón ajustado. Juntan las manos sobre sus vientres con la timidez de una quinceañera en su primer baile. Una última imagen, tomada de lejos, ha captado a un hombre con un niño en brazos que se adelanta hacia un agujero indiscernible, mientras un soldado, por detrás, le apunta a la nuca. Basta una ojeada para advertir que, al menos en este caso, no hubo dos balas: el hombre que cae muerto en la fosa lleva a su hijo vivo. Abraham Kaplan había sido muy dulce al asegurarme que los nazis fusilaban a los niños primero, ante la vista de sus padres. Esta fotografía, unida a los testimonios filmados por el padre Desbois, permite comprender por qué las fosas se movieron durante varios días, antes de aquietarse por completo. Los videos tienen un tono deliberadamente neutro. El cura pregunta lo que debe y luego desaparece para que el relato y el rostro de su entrevistado resplandezcan en toda su gloria. Relatos: “Los judíos habían dejado sus cosas en el centro del pueblo y marchaban descalzos sobre la nieve”. “A los chicos los arrojaban vivos en los pozos.” “En Lvov, después de matar a los judíos, los alemanes hicieron una fiesta para vender la ropa y los muebles que ellos habían dejado.” “A nuestros muchachos los requisaban para seleccionar lo que servía –antes de vender-

lo– para cubrir las fosas y para hacer ruido con cacerolas, así tapaban los gritos.” “En Tarnopol a los judíos los encerraron en un chiquero. Sacaron a los cerdos y los pusieron a ellos. Dormían sobre la paja. Los usaron para trabajos forzados y, cuando se enfermaron de tifus, los mataron.” “Una vez mi papá nos dijo: «Vengan, rápido, chicos, súbanse al carro y vean lo que les están haciendo a los judíos». Nosotros nos subimos y vimos. Pum, a la fosa, pum, a la fosa.” “En Bogdanovka una judía se escapó viva de dentro de una fosa y vino a pedir pan. Mi madre cortó un pedazo y le dio, y también tocino.” “Sí, pero en Bogdanovka los quemaron vivos dentro de la fosa –observa el padre Desbois con su aire casual, y pregunta– ¿Cuántos días ardieron?” Respuesta: “Cuatro o cinco”. Explicación: “Es que eran muchos”. Sólo en uno de estos relatos asoma alguna lágrima –cosa nada asombrosa, puesto que se trata de una sobreviviente, una nena que se salvó quedándose simplemente en su casa– y sólo en otro figuran nombres. La narración no genérica está a cargo de una mujer vivaz, que se expresa con audibles signos de exclamación y cuyos músculos faciales no están endurecidos. Ella no dice “los judíos” sino “Roza” o “Zelkina”. “La vi en la fila a Roza, mi amiga, una mujer muy linda, y le dije: pero Roza, ¿cómo no te escapaste? Ella me gritó desde su sitio: «¡Es que pensé que me salvaba porque estoy casada con un ucraniano!». Ah, y la pediatra de mis hijos, Zelkina, ¡que les tiraba piedras a los soldados mientras los iban llevando!” En todos los demás casos, los párpados de piedra, las mejillas atrofiadas, los labios que se mueven con visible dificultad y ese perenne “los judíos” para evocar a los muertos hablan de una memoria que

© LA NACION

Ramón Carrillo, un paradigma para el siglo XXI E

S probable que la disolución de los paradigmas ciudadanos, que nuestra sociedad construyó durante un siglo y medio, sea una de las pérdidas más grandes que hemos sufrido los argentinos en los últimos cincuenta años. Nuestros grandes historiadores habían ayudado a construirlos. Toda nuestra educación de entonces ponía énfasis en difundir esas vidas y conductas, asumiendo que la exaltación de las mismas y de sus virtudes era formadora de las nuevas generaciones. Luego, los revisionistas pueriles de la historia se dedicaron a la destrucción de esos modelos que “la historia oficial”, según su mirada nihilista, había acuñado a lo largo de las décadas. Manuel Belgrano sostenía, ya en su época: “Honrar la virtud cívica es educar a los pueblos”. ¿Qué quería decir con esto ? Claramente, que era responsabilidad del gobernante exaltar las conductas paradigmáticas, para establecer los modelos sociales a los que el resto de los ciudadanos pudiera anhelar parecerse. Todo un ejemplo paradigmático es, en el campo de las ciencias médicas, uno de nuestros héroes civiles del siglo XX: el doctor Ramón

Carrillo. Pero el revisionismo de pacotilla pretende, aún en nuestros días, desmadejar su figura. No es sencillo hacerlo cuando se trata de un hombre de esa escala, como humanista, científico, funcionario y docente. ¿Cómo evocar hoy la polifacética, riquísima personalidad de Ramón Carrillo? Santiagueño de alma, fue una inteligencia descollante puesta durante toda su vida al servicio de sus compatriotas, particularmente

Carrillo es uno de nuestros héroes civiles; todo un modelo social, en el campo de las ciencias médicas los más carenciados, los más sufrientes. Nacido en 1906 en el seno de una familia afincada en Santiago un siglo antes, heredó de su madre el fervor por la fe católica y de su padre el ideario radical. No mucho más tenía para heredar. Con grandes esfuerzos vino a estudiar a Buenos Aires donde, brillantísimo alumno, recibió su diploma de médico con honores y medalla de oro. Carrillo

Por Pedro M. Borio Para LA NACION fue un maestro de la neurocirugía argentina, reconocido y valorado en el mundo por su talento y su inagotable búsqueda científica. Podría haber tenido fama, éxito y dinero en el ejercicio privado de su profesión, pero eligió otra cosa. En 1944 dirige el Instituto Nacional de Neurocirugía y crea, organiza y preside la Escuela de Postgrado de la Facultad de Medicina de la UBA, con orientación a la medicina social y preventiva. Valorando el aporte de la Historia a todas las ramas de la ciencia, funda la Sociedad Argentina de Historia de la Medicina. El flamante gobierno de Perón le ofreció, en 1946, el ministerio de Educación. Declinó el ofrecimiento, pero propuso la creación del ministerio de Salud Pública, cuyo único antecedente era, a la fecha, el Departamento Nacional de Higiene. Allí fue designado, para luego asumir la secretaría de Salud Pública, el 1° de junio de 1946, al ser creada ésta sobre la base del antiguo Departamento Nacional. Finalmente, al crearse por ley el

ministerio de Salud Pública de la Nación, en 1949, Carrillo se transforma en el primer ministro en la historia de esa cartera. Abrazó la causa de la salud pública con fervor. Se dieron en ese tiempo transformaciones colosales, que permiten asegurar que casi toda la infraestructura de salud con la que el país cuenta hoy se debe a esa gestión, realizada en conjunto con la Fundación Eva Perón: en sólo ocho años, se construyeron 4229 establecimientos sanitarios en todo el país. Esto amplió la capacidad hospitalaria en 130.180 camas. Jamás antes ni después la salud pública argentina recibió un impulso de esta magnitud. La tasa de mortalidad infantil disminuyó claramente y la esperanza de vida al nacer aumentó de 61,7 años promedio a 66,5 en menos de una década. En 1947, inaugura el Instituto de Medicina Preventiva y su gestión edita el Plan Analítico de Salud Pública de la Nación. En 1949, publica su obra Política Sanitaria Argentina, considerada –junto con

Teoría del Hospital (1953)– un tratado de consulta, aún hoy, en todo el mundo. Impulsó y creó la especialización de médicos higienistas, hoy sanitaristas. Innovador, crea en 1948 los centros de salud, e inaugura los primeros 50. Decía entonces: “El centro sanitario es un conjunto de consultorios polivalentes, con servicio social, visitadoras sanitarias y bioestadística, para captación de enfermos, reconocimiento de sanos y

Jamás antes ni después, la salud pública argentina recibió un impulso de la magnitud que tuvo en su gestión tratamientos ambulatorios, en tanto que la Ciudad Hospitalaria funciona siempre en correlación con uno o más centros sanitarios”. Se erradicó por completo el paludismo y enfermedades como sífilis y tuberculosis disminuyeron a niveles equiparables a países más desarrollados. Los argentinos debemos saber que el Servicio Nacional de Salud británico, considerado

ejemplo de un sistema universal y público, data de 1949. Ya para entonces el sistema público de salud argentino superaba al británico, tanto en recursos aplicados como en resultados obtenidos. Frente a quienes lo negaban y aún hoy lo niegan, escribió con amargura: “Si yo desaparezco, queda mi obra y queda la verdad sobre el esfuerzo donde dejé mi vida”. Aspiramos a que, en la necesaria restauración de los paradigmas que tanto necesita nuestra querida Argentina al comienzo del siglo XXI, los miles de jóvenes que abrazan cada año la vocación por la medicina quieran seguir su ejemplo. Carrillo nunca postuló al Premio Nobel de Medicina, pero por su obra gigantesca y la dimensión de su humanismo ilimitado, está merecidamente en el nivel de nuestros Nóbeles. El doctor Ramón Carrillo recibe hoy, a cien años de su nacimiento y cincuenta de su muerte, el reconocimiento emocionado de sus conciudadanos. © LA NACION El autor es docente universitario, comunicador e historiador. Integra la Comisión de Homenaje al doctor Ramón Carrillo.