Tiempos Modernos - Biblioteca Nacional

14 nov. 1980 - Entrada en la materia. Una cronología y catorce notas a propósito de la Argentina. Por David Viñas y César Fernández Moreno.
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Tiempos Modernos Argentina entre populismo y militarismo

Tiempos Modernos Argentina entre populismo y militarismo

David Viñas - César Fernández Moreno [et al.] Revista Tiempos Modernos : Argentina entre populismo y militarismo / David Viñas ; con prólogo de Horacio González. - 1a ed. - Buenos Aires : Biblioteca Nacional, 2011. 336 p. ; 23x15 cm. ISBN 978-987-1741-21-2 1. Argentina. Política y Gobierno. I. Horacio González, prolog. II. Título. CDD 320

COLECCIÓN REEDICIONES Y ANTOLOGÍAS Biblioteca Nacional Dirección: Horacio González Subdirección: Elsa Barber Dirección de Cultura: Ezequiel Grimson Coordinación Editorial: Sebastián Scolnik, Horacio Nieva Producción Editorial: María Rita Fernández, Ignacio Gago, Alejandro Truant, Juan Pablo Canala, Gabriela Mocca, Yasmin Fardjoume, Juana Orquin Diseño de Tapa: María Rita Fernández Diagramación: Gabriela Mocca Investigación bibliográfica y traducción: Patricia Castro Revisión general: Adrián Yalj Edición y notas críticas: Juan Pablo Canala, María Rita Fernández, Gabriela Mocca Agradecimientos: Beatriz Sarlo, Osvaldo Bayer, David Viñas, León Rozitchner, Noé Jitrik, Tununa Mercado, Cristina Iglesia, Julio Schvartzman, Luis Bruschtein, Jorge Beinstein, Roberto Madero © 2011, Biblioteca Nacional Agüero 2502 (C1425EID) Ciudad Autónoma de Buenos Aires www.bn.gov.ar ISBN: 978-987-1741-21-2 IMPRESO EN ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Índice Prólogo De Contorno a Tiempos Modernos Por Horacio González Criterios de la presente edición Entrada en la materia Una cronología y catorce notas a propósito de la Argentina Por David Viñas y César Fernández Moreno Cuadro cronológico Las ilusiones del enamorado. Por C. F. M. “El gaucho: ese poderoso centauro de las pampas”. Por D. V. En otro tiempo, en los comienzos. El programa liberal-burgués de Facundo. Por D. V. Indios, ejército y genocidio. Por D. V. “Llora, llora Urutaú”. Por D. V. Francia/Argentina y la belle époque. Por D. V. Carne y conciencia. Por D. V. De la inmigración a la desinmigración. Por C. F. M. Los militares argentinos de 1930 y 1980. Por D. V. Rostros y máscaras del peronismo. Por C. F. M. Impotencia política y recurso a la violencia. Por C. F. M. Los que se fueron, los que se quedaron. Por C. F. M. ¿País del futuro o del pasado? Por C. F. M. Les Temps Modernes y nosotros. Por D. V. Los hechos y lo previo De la crisis del país popular a la reorganización del país burgués Por Juan Carlos Portantiero La imagen y la realidad Por Oscar Braun

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La economía argentina: ¿una nueva expansión de la agricultura de exportación? Por Guillermo Carlés Argentina a la hora del balance. Autoritarismo, democracia y subversión Por Jorge Beinstein Las fuerzas políticas Ejército argentino Por Osvaldo Bayer Psicoanálisis y política: la lección del exilio Por León Rozitchner Elogio de la democracia en América Latina Por Hipólito Solari Yrigoyen ¿Qué es la literatura? Realidad y literatura Por Julio Cortázar Sentimientos complejos sobre Borges Por Noé Jitrik Exilio y literatura Por Juan José Saer Miseria de la cultura argentina Por Martin Eisen [Beatriz Sarlo] El cine que se vende por migajas Por Rodolfo Kuhn Notas sobre Victoria Ocampo y Sur Por Fabián Escher y Julia Thomas [Julio Schvartzman y Cristina Iglesia] Otras formas de decirlo Dos argentinos en el aire Por César Fernández Moreno Solicitada Por Franciso Urondo Descansos Por Juan Gelman

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Testimonios Hipólito Yrigoyen y Eva Perón Por Antonio J. Cairo [David Viñas] Che Guevara: ese argentino heterodoxo Por Antonio J. Cairo [David Viñas] El hospital de los podridos Por Armando Bauleo Testimonio Por Laura Bonaparte Bruschtein El ojo en la mira Por Tununa Mercado Cinco por uno Por Marta Eguía Tres soldados Por Roberto Madero Conclusiones Borges y Perón Por Antonio J. Cairo [David Viñas] La vanguardia estratégica: ejemplo de un mal entendido Por León Rozitchner ¡Fuera de aquí, inteligencia! Por Esteban del Monte El “mito” del obrero revolucionario Por David Viñas Los buenos militares Por Antonio J. Cairo [David Viñas] Los toros gordos y “la vaca bermeja” Por David Viñas La locura en Argentina Por Antonio J. Cairo [David Viñas] La sustancia de un sueño Por Esteban del Monte Nota de los coordinadores Por D. V. y C. F. M.

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A David Viñas y César Fernández Moreno, quienes tuvieron la obstinación de coordinar este proyecto colectivo en el que, una vez más­, el pensamiento enfrenta a la tragedia, en reflexiones tan lúcidas como amargas.

Prólogo

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De Contorno a Tiempos Modernos Una de las posibles significaciones de la novela Tartabul, de David Viñas –que compone quizás uno de los textos más desesperados de la narrativa argentina–, es la de esclarecer algunos episodios borrosos del exilio argentino en los años 70 y 80. Borrosos –quizás no sea la palabra– no porque algo de ellos se nos oculte deliberada o intrínsecamente. Sino porque hay un descuido o una dificultad inesperada cada vez que se intenta situar una revista cultural en un conjunto de hechos históricos. Más aún, en este caso, si se trata de un número dedicado a Argentina en la revista de Jean Paul Sartre, quien había muerto poco tiempo antes. Y para acrecentar, un engorro adicional: esa fue la tarea de exilados argentinos que se muestran en la más célebre revista de la época, lo que quizá no cuente hasta hoy con los atributos necesarios para que una crónica definitiva pueda hacerse cargo de las extrañas vicisitudes de tal empresa. Les Temps Modernes, la revista sartreana, en esa ocasión, por un número en manos de argentinos, es la pieza que falta interpretar en el cuadro intelectual de la época. Repasemos rápidamente a Tartabul, cuando Viñas cree necesario, en su desgarrado y enigmático tartajeo, explicar lo que pasó. César Fernández Moreno, del que Viñas hace una semblanza un tanto destemplada –pero no es Viñas el que habla, sino uno de los personajes de su novela–, tenía un vínculo con Claude Lanzmann, quien desde tiempos muy temprano era una persona de estricta confianza de Sartre y trataba todos los asuntos de la revista. Había surgido la idea de hacer un número sobre Argentina. Estamos a comienzos de la década del 80. A César, según Tartabul, “lo habían convocado de Les Temps Modernes para que organizara un número especial dedicado a la Argentina. ‘Histórico’, me escribía César. Él juraba por las efemérides, siempre tenía listo algún artículo por el centenario de Calixto Oyuela o en torno a la reedición de cierto premio Nobel estonio. ‘París, histórico Moira. Te pido que me pongas en contacto con tu Tarta y tu Tapiro’… ‘Temps Modernes, Moira’. Calle Danton 49, César en París, techos y arcos del Sena. ‘De Montaigne a Verlaine nos contemplan’”. Había que hacer pues la lista de colaboradores. Un Viñas zumbón. Estamos en Tartabul, más de un cuarto de siglo después.

16 | Horacio González Anotar y tachar nombres. Igual a preparar una nómina de actores… Figurar en el centro del mundo o leer sus sonetos en el Ateneo Cultural de Uribelarrea… No terminábamos la lista (…) Halperín Donghi se excusó desde California, Gelman escribió un poema con versos y rabinos, De Urondo (ya asesinado) unos versos insultantes y entrañables. Osvaldo Bayer se encarnizó con varios almirantes, un cañadón y un alférez. Jitrik mandó un enjundioso ensayo sobre Borges. Cortázar dijo cosas sobre la libertad. Menéndez –un economista en Holanda– se empecinó con las torpezas económicas desde Pinedo al ingeniero y Hoz. Dos mujeres intentaron ser ecuánimes con Sur y Victoria Ocampo. Rozitchner, terror, humillaciones, sexo y poder. Pity emitió una diatriba. Otro, desde el Janeiro, comentó la secuencia de presidentes radicales defenestrados: Yrigoyen, Frondizi, Illia. “Yo me encargo de hacer una cronología, me anunció César”.

Esta mención entre ficcional y verídica de lo ocurrido con Les Temps Modernes hecha por argentinos, rememorada años después, tiene un pigmento evidente de amargura y reconvención. Viñas computa estereotipos, enojos, confrontaciones, lo ocurrido en todos esos años de debates y rasgaduras, y los vierte con sorna dolorida. Su sistema de claves y enmascaramientos irónicos bulle a todo vapor. Sabe bien quién ha escrito y a quiénes ha invitado. Pero nombra con alegorías cifradas, astillas de un dolor que era tan evidente como reacio a que su portador justificado lo analizace con mayor contento. Viñas no se muestra complaciente, evoca todo con “cenizas sobre los hombros”, con la insatisfacción que su novela propone, a la manera de una desdicha que, toda entera, se prende a la forma deshilachada del lenguaje, esa conversación agrietada y escupida, sin centro alguno, que brota de sus personajes y de una historia calcinada. No obstante, sus escritos en el número de Les Temps Modernes son vibrantes y originales, repetidos en lo que había que repetir, pues allí está condensada toda su obra anterior y la que vendrá (incluyendo el ya muy citado Borges et Perón, firmado con el pseudónimo de Antonio J. Cairo) así como la genealogía de Contorno, que surge clarita por propia voluntad de los organizadores del volumen, el mismo Viñas, huérfano de hijos, y César Fernández Moreno, el hijo de Baldomero. Viñas sobre César: “Realmente se respetaba a sí mismo; al final de cuentas, sobre sus hombros reposaba la sombra de su padre que lo había entrenado para el culto de iniciales, negritas, el Tortoni, premios florales, aldeas perdidas, caminatas por la calle Juan Bautista Alberdi, que no zigzagueaba, una horquilla olvidada sobre las sábanas, el Manzanares

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fundido con el Maldonado, normalistas del Estanislao Zeballos y otras leches merengadas”. Creemos entender a este Viñas. Todo el mundo realmente existente le es irrisorio, todo es motivo de una ironía, de una mordacidad que establece una duda radical sobre todo el material que ofrece la existencia. Cada signo que emana de una vida o de una literatura, es un descubrimiento sumario, rescatado de un flujo normal, y exhibido como testimonio de una ridiculez o una inautenticidad. Para Viñas, interpretar era eso: ver, percibir el producto de una incongruencia o de algo precario. Pero en el volumen expone su método, que es lo mismo que decir su fraseo compendiado, serial y admirablemente arbitrario: ...si se hace una lectura diacrónica de los textos del general Roca, de Mansilla y del comandante Prado (o del general Villegas, del general Garmendia y del coronel Barros), aplicando el conflicto de valores de costumbres/cambio, ya no al ganado y a las tierras sino al oro y a la plata, el Diario de Colón, las Cartas de Hernán Cortés, “La Araucana” o las crónicas y ordenanzas de los siglos XVII, XVIII y de la primera mitad del siglo XIX (Schmidl, Concolocorvo, Rosas), se obtiene una continuidad en la que el Facundo resulta un capítulo entre otros en el seno de un largo texto sobre la Frontera. O, si se prefiere, ¿en qué medida toda la literatura argentina (y latinoamericana) puede ser leída como una densa y contradictoria literatura de frontera? E iré aún más lejos: ¿hasta qué punto no sería posible leer el enfrentamiento actual entre el “hecho Videla” y el exilio argentino como una inflexión más de este texto desgarrado, complejo, vertiginoso?

De Colón al general Videla, vemos desfilar las sombras y el juego de figuras seriales, un tanto folletinescas, que esgrime Viñas en sus retablos gozosamente inesperados, en sus bruscas equiparaciones. Observamos aquí los instrumentos aleatorios de Viñas, coleccionados al albur de sus lecturas, todo con un aire estructuralista –pero pasado por su forja irónica, que hacía indetectable el origen de sus materiales– que le permite el salvaje reduccionismo del Facundo, y su inesperada proclama de una filiación dentro de la fe sartreana. No era usual que Viñas reconociera alguna relación con Sartre, y quizá se molestaba con quien la exhibía inmoderadamente. Aquí es él el que se la adjudica, lo que significa que de alguna manera reconocía lo “histórico” del volumen, sin que luego evitara que los personajes de su novela vieran con dolorido sarcasmo la publicación.

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De la cosecha viñesca –ya que puebla de artículos el número de Les Temps Modernes–, tenemos esta semblanza de Guido Spano: “Don Carlos Guido Spano (1827-1918), después de haber refunfuñado en los versos y utilizando su flauta y su tan blanco lecho –prolongación de una barba a lo Whitman–, trató de hacerse perdonar o de pasar inadvertido: tanto en cuerpo como en corpus de sus textos. Fue, así, un precursor de Macedonio Fernández”. Otra vez la desmesura diacrónica, por llamarla de alguna manera, la perspicacia de basarse en detalles estrafalarios para componer una escena vital, del decorado a la esencia, sorbiendo pormenores e inadvertidas pinceladas, como escenógrafo obsesionado por apresar una imposible autenticidad en las cosas. Y así sale una asociación casi inverosímil, o no tanto: la de Guido Spano con Macedonio Fernández, pasando por Whitman. Ya conocemos la técnica, ese organon de Viñas. He aquí otra muestra, pensada para los lectores franceses de la revista (¿quiénes? ¿cuántos?). Desde Francia se emiten consignas, se levantan brazos, se agitan pañuelos, se llama, se saluda. Y desde allá, se les responde: “Un país que no coloniza está indefectiblemente condenado al socialismo” (Renan, 1871) / “Una Argentina poblada de gauchos y de indios, no es más que un desierto” (Sarmiento, 1873) / “Las colonias son, para los países ricos, una inversión de capitales de lo más ventajosa” (Jules Ferry, 1885) / “Capitales. ¡Y envíeme brazos, brazos y más brazos!” (Carta del general Roca a Miguel Cané, 1886) / “Ideas de civilización del más alto calibre están ahí... hay que decirlo abiertamente: las razas superiores tienen el derecho de civilizar a las razas inferiores” (Jules Ferry, 1885) / “Se dirá tal vez que reemplazar las razas locales, pintorescas e ingenuas, por las razas caucasianas es una cosa injusta. Pero este cambio contribuirá al progreso” (Sarmiento, 1886).

Viñas ofrece aquí las series pero en paralelismos. Y ya que reconocía que Sartre no le había sido indiferente, no podemos dejar de encontrar en estos párrafos algún eco del prólogo sartreano a Los condenados de la tierra de Fanon. Y aclara: “Se trata de un diálogo entre dos continentes. La Revue des deux Mondes no se contentaba sólo con asegurar su difusión y aplaudirlo, sino que se transformaba también en su emblema. Europa y América Latina: descomprimir/absorber. Una especie de ‘coincidencia de reciprocidad complementaria de intereses’”. Está en París, ha ido seguramente a la redacción de la revista, en esa calle Danton. No podía dejar Viñas de decirle algo a la Francia. No podía dejar de pensar en su teoría de los viajes, que eran las flechas que apuntaban a territorios que acababan

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definiendo estilos y actitudes literarias. De algún modo, él era, sin querer serlo, o quizás rechazando serlo, personaje de sus propias teorías. Al mismo tiempo, escribe cosas que si no fueran enigmáticas, aún hoy deberíamos vacilar en reproducirlas, pues contienen una memoria del exilio y una mirada sobre lo que fácilmente debía verse como la decadencia de un país brutalizado. Pero ver a los demás era verse a sí mismo, y una cuota de sartrismo que parte de una fisura en el ser, el “gusano de la nada”, se apodera de un párrafo como éste: ...prefiero interrogarme: aquellos, ellos, los viejos compañeros de los tiempos de Contorno que se pusieron al servicio de los generales, ¿en qué medida no encarnaron los elementos regresivos que ya se encontraban en Contorno en 1955 (y que no fueron suficientemente criticados en ese momento), los componentes reaccionarios que están en mí e incluso los ingredientes autoritarios de toda nuestra izquierda argentina, evaluados de una manera insuficiente?

Qué y cómo se preguntará el lector; quiénes y cuáles. No es necesario avanzar hacia ningún camino, sólo en un exilio profundo puede escribirse una cosa así, que brilla con su fulgor opaco en el centro de la revista de Sartre, el hombre que apenas poco antes había muerto. César Fernández Moreno es más simple, familiarmente sencillo sin dejar de presentar algunas agudezas en su reflexión: “¿Ésta Argentina de hoy, es la verdadera Argentina? ¿La que hemos amado y amamos siempre, existe todavía fuera de nuestra imaginación? ¿No es, simplemente, la imagen reflejada –y narcisista– de una minoría más o menos intelectual?”. Contracara de Viñas, es cierto, pero esta pregunta que tiene cierta actualidad, es la misma que puede leerse de distinta forma en todos los artículos de la revista. Ya sea en los escritos con lenguaje económico –y habrá que ver qué puede cotejarse de lo que se decía entonces y lo que puede decirse hoy en cuanto a modos del habla analítica de los economistas o de los sociólogos–, ya sea en los escritos de crítica literaria, que naturalmente están menos sometidos al desgaste de su materia primordial. En Tartabul, se menciona al artículo de un Menéndez, economista en Holanda. Es Oscar Braun, que había muerto poco antes en un accidente automovilístico. El investigador de esta revista (aunque hoy nos rendimos a la nostalgia publicándola, se trata sin duda de una pieza capital para el estudio del exilio y de aquella época, con su corte de estilos y de ideas), podrá percibir en los artículos de Cortázar, de Rozitchner o de Jitrik –quien firma un profundo estudio sobre Borges– voces que emergen de una lejanía recón-

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dita e intensa. Y aunque ellas nos parecen de una familiaridad sin desperdicios, tienen toda la extrañeza y el temblor de aquellos años terribles, pasados por la intermediación de París –“Montaigne y Verlaine nos contemplan”– repitiendo lo que otras generaciones argentinas habían vivido, incluso el sentimiento de expropiación de la propia lengua. Pero aquí, no ocurre necesariamente eso; los artículos se tradujeron al francés y ahora vuelven al castellano, tienen nombres propios y muchos pseudónimos, y en ese vaivén –menos entrecortado que los quejidos melancólicos que surgen de Tartabul–, puede cifrarse un avatar más del drama nacional contado para adentro y para afuera, lo que de alguna manera vendría a ser lo mismo. Horacio González Director de la Biblioteca Nacional

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Criterios de la presente edición La presente edición recupera por primera vez la traducción íntegra de Les Temps Modernes (LTM), Nº 420-421 (julio-agosto de 1981) titulado: Argentine: entre Populisme et Militarisme [Argentina entre populismo y militarismo] cuyo volumen fue coordinado por David Viñas y César Fernández Moreno, y supo nuclear a intelectuales y figuras relevantes del campo cultural del período. En su conjunto, los materiales reunidos, ofrecen un panorama de la Argentina de la época, enfocando el fenómeno de la nación, de la política y de la cultura. Así LTM se constituyó como un prisma a partir del que se esperaba comprender el fuerte impacto que la dictadura militar había producido en el destino de la nación, desde la perspectiva de los intelectuales en el exilio. Dicho núcleo, reunido en LTM, estaba compuesto por críticos literarios, filósofos, escritores, economistas, sociólogos, etc., de las más variadas trayectorias. La edición que aquí se presenta ha optado por ofrecer una traducción de todas las intervenciones que conformaron el citado volumen. Se han respetado parágrafos, títulos y se ha intentado ser lo más fiel posible (con las complejidades que implica una traducción) al original del texto en francés. Por su parte, buena parte de estas intervenciones fueron publicadas antes o después del número de LTM, es por esto que se ha optado por incluir las referencias y las variantes textuales de cada artículo, en el caso que las hubiera. La inclusión de estas notas críticas, de impronta geneticista, no sólo intentan dar cuenta de los cambios, o eventuales variantes operadas sobre el estilo, la gramática y el desarrollo argumentativo de los autores, sino que también ofrece al lector atento una radiografía de los cambios textuales, a la luz de diversos contextos, de reposicionamientos y de las propias reformulaciones que cada texto ofrece dentro de las vicisitudes que marcaban las distintas épocas. De este modo, la edición ofrece un diálogo entre el cuerpo del texto en traducción y un aparato de notas críticas al pie que serán señaladas de la siguiente forma: 1) [En LTM] Notas de la edición francesa de Les Temps Modernes. 2) [N. del A.] Notas originales incluidas por cada autor del artículo. 3) [N. de E.] Notas aclaratorias sobre cuestiones editoriales (señalamientos de variantes, aclaraciones léxicas o de traducción, señalamiento de fuentes, y aclaración de pseudónimos cuando los hubiere).

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Por último debemos destacar, que tanto para algunos artículos de David Viñas, incluidos en la primera sección de este libro, como así también el artículo de Beatriz Sarlo, firmado bajo el pseudónimo de Martin Eisen, se ha contado con materiales originales proporcionados por los autores. En el caso de David Viñas, se consignarán en las notas algunas variantes introducidas por él en una revisión de sus artículos realizada mientras este volumen se encontraba en preparación. Para el caso de Beatriz Sarlo, se ha contado con una copia del original a máquina en castellano, con correcciones manuscritas que la autora había entregado a la redacción de LTM. Para esos casos se ha recurrido a las normas convencionales de trascripción de manuscritos: Tachado simple: texto tachado de forma manuscrita. Ej: llegó Tachado doble: texto tachado a máquina. Ej: llegó Texto en exponente: texto agregado en el interlineado, los márgenes o superpuesto. Fragmento ilegible manuscrito:[ ] ] Fragmento ilegible mecánico: [ Finalmente, en la sección “Otras formas de decirlo”, se utilizaron las versiones en castellano de los poemas que la componen.

Entrada en la materia

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Una cronología y catorce notas a propósito de la Argentina1 Por David Viñas y César Fernández Moreno

para Jean Andreu, intentando explicar(me) D. V. a los que hicieron Contorno, a los que Contorno hizo C. F. M.

1. [En LTM] Las notas de David Viñas están en redonda; las de César Fernández Moreno, en itálica.

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Cuadro cronológico 1916. Emergencia del radicalismo: Yrigoyen presidente. 1922. Alvear, segundo presidente radical. 1928. Segunda presidencia de Yrigoyen. 1930. Golpe del general Uriburu: fin del período radical. 1932. Fraude electoral: presidencia del general Justo. 1938. Ortíz, segundo presidente conservador y fraudulento. 1940. Ortíz enfermo: el vicepresidente Castillo lo sustituye. 1943. Golpe de los generales Rawson, Ramírez y Farrel. 1946. Luego de elecciones libres, el general Perón es elegido presidente. 1952. Segunda presidencia de Perón y muerte de Eva Perón. 1955. Golpe de los generales Lonardi y Aramburu. 1956. Revuelta peronista reprimida: “Operación Masacre”. 1958. El radical Frondizi es electo presidente con el apoyo de los peronistas. 1962. Golpe militar: el vicepresidente Guido lo sustituye. 1963. Elecciones; siendo excluido el peronismo, es elegido el radical Illia. 1966. Golpe del general Onganía. 1969. Oposición por la violencia: el “Cordobazo”. 1970. Secuestro y ejecución de Aramburu. Presidencia del general Levingston. 1971. El general Lanusse reemplaza al general Levingston. 1973. Cámpora es elegido presidente y renuncia en favor de Perón. 1974. Muerte de Perón: su vicepresidente, Isabel Perón toma el poder. 1975. Huelga general. Renuncia del ministro López Rega. 1976. Golpe del general Videla. 1975-1977. Informe de la OEA sobre la violación de los derechos humanos. 1981. Por decisión de los militares, el general Viola remplaza a Videla.

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Las ilusiones del enamorado El enamorado ama las cualidades que percibe en el objeto de su amor: algunas de estas cualidades son reales, otras no son más que imaginarias de su subjetividad amorosa. En lo que concierne a nuestra patria, nosotros los argentinos somos particularmente proclives a adoptar esta actitud arriesgada. Siempre se juzgó que no estábamos demasiado orgullosos de la Argentina: tal vez, los que así nos juzgaban tenían razón; tal vez muchas de las virtudes que le atribuíamos eran subjetivas, ilusorias. Frente a la situación actual de la Argentina, nuestra doble condición de vencidos más o menos participantes y exiliados más o menos voluntarios, nos ubica en una posición peligrosa, donde nos es difícil hacer la distinción entre las cualidades reales e imaginarias, en esta Argentina que, contra todo pronóstico, continuamos amando. ¿Y si “ellos”, los vencedores, formasen, fuesen la verdadera Argentina? ¿Si “nosotros”, los vencidos, no fuésemos más que un montón de amantes soñadores, rechazados por nuestra tan amada Argentina por la sencilla razón de que ella es en realidad algo fundamentalmente diferente de lo que creemos, de lo que creíamos? ¿Ella no ama a los otros, los vencedores, no solamente porque lo son, sino incluso debido a las condiciones que les son suyas y que los llevan a la victoria? Sería desde luego imposible pretender que únicamente los acontecimientos de la última década, por no decir los de los últimos cincuenta años, hayan podido hacer nacer esta duda. Muy por el contrario, está enraizada, tan enraizada como es posible estarlo en la historia argentina. Esta historia está asociada a la de occidente en el momento del descubrimiento y de la conquista del Río de la Plata, y comenzó con la amarga desilusión de los invasores: nada del mítico “El Dorado”, ningún metal precioso… Hasta que descubren nuestra verdadera e inaudita sorpresa: la pampa húmeda, donde los pastos crecen por sí solos, donde la hacienda se desarrolla sola, donde el propietario se enriquece sin la ayuda de nadie, con la sola y única condición de que guarde la posesión de sus tierras. Y ahí, no se trata de ilusión. Los intentos por hacer “otra cosa” de la Argentina, desde el virrey progresista Vértiz hasta unitarios utopistas que lograron hacer partir al tirano Rosas, desde el muy puro, Mariano Moreno, hasta el pícaro, Juan Perón. La historia argentina se presenta ante nuestros ojos, de algún modo, como una sucesión de falsas partidas, como un elástico del cual se puede tirar, en cualquier sentido, pero que retoma irremediablemente su posición original.

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Los agentes de tensión, por supuesto, cambian con el tiempo. A la cabeza del imperio metropolitano tenemos a España hasta el siglo XVIII, Inglaterra en el XIX, y desde luego Estados Unidos en el XX. Esos son los centros donde va a parar la mejor parte de la producción prácticamente gratuita de la pampa húmeda, por intermedio de la oligarquía local que la detenta. Y siguiendo las modalidades impuestas por cada uno de los imperialismos: España, el monopolio comercial; Inglaterra, los frigoríficos; Estados Unidos, las multinacionales. Este número de Les Temps Modernes dedicado a la Argentina aplica su análisis a un período de quince años que va de 1966 a 1981, aunque este marco a veces sea sobrepasado para remontarse hasta 1930 (se consultará el cuadro cronológico que precede) y a veces incluso hasta el siglo XIX. La publicación de este número es, además, ciertamente la mejor prueba de que todos los que aquí colaboramos, estamos enamorados de la patria por la que tenemos un irrevocable “metejón”. Nuestra participación prueba también que estamos asaltados (la palabra tiene siniestras resonancias actuales), asaltados, digo, por las dudas propias de todo enamorado. ¿Es la Argentina con la que soñamos todos, con la que hemos coexistido en tiempos y espacios parciales? Este número especial no nos servirá solamente de catarsis, sino tal vez también de clave, permitiéndonos resolver el problema capital que nos plantea nuestra patria amada: seguir amándola tal como creemos que es, o si no es tal como la soñamos, sacar las consecuencias y tratar de olvidarla, es decir, asumir así nosotros mismos nuestro error afectivo. Un desenlace de tango, tragicómico, así como lo expresó anticipadamente el (metafóricamente) visionario Enrique Santos Discépolo: “Entre todos me pelaron con la cero, Tu silueta fue el anzuelo donde yo me fui a ensartar. Se tragaron, vos, ‘la viuda’ y ‘el guerrero’ Lo que me costó diez años de paciencia y de yugar”.

C. F. M.

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“El gaucho: ese poderoso centauro de las pampas” (Valery Larbaud, 1927)

El gaucho era un gag para los escritores de la élite liberal hacia 1860. Funcionaba esencialmente como una fractura entre dos códigos, sobre todo lingüísticos: el lenguaje campesino, puesto entre comillas, como si se lo tomara con la punta de los dedos para marcar bien que es el del otro, opuesto al lenguaje aristocrático. O un quiebre de espacios: el gaucho que llega de lejos y entra en la ópera para ver el Fausto de Gounod. Eso hace reír. Como “Carlitos”, cuando entra a un restaurante cinco estrellas y tropieza con la alfombra: eso también hace reír. Producción particular que, subrepticiamente, trata de restablecer el equilibrio normativo. Esto vale para las apariciones románticas del gaucho, tanto en la primera novela argentina, Amalia (1851), como en el primer cuento de mi país, El matadero (1850): para recuperar el equilibrio de la casa liberal invadida o del cuerpo aristocrático violado –sin reírse demasiado de esto, dadas las circunstancias históricas– los señores hablan entre sí en francés o recurren a largas tiradas en ritmos alejandrinos. El Martín Fierro (1872-1879) va más allá de estas dos perspectivas: la burlona y la tímida. José Hernández, su autor, no observa al gaucho en plongée, no lo mira desde arriba ni en relación al out. Como no lo siente ambicioso ni violador (dos matices posibles de la misma expresión), se le acerca, se identifica con él, asume su lenguaje y canta en primera persona: las comillas prudentes y los conjuros en alejandrinos desaparecen. Sólo subsisten algunos puntos suspensivos en lugar de ciertas palabras que, escritas, en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, causaban el mismo malestar a los liberales y a los antiliberales. En lo que respecta al pudor, ambos partidos eran dos sectores en conflicto de la misma burguesía. Esta forma particular del púdico velo victoriano, como su deslizamiento progresivo de la oposición antiliberal hacia el partido en poder del general Roca –entre la primera y la segunda parte de su poema– llevó a José Hernández a denunciar el trabajo esclavo al cual se sometía el gaucho en los fortines de la frontera, para luego exaltar el trabajo patriarcal; glorificar el trabajo-no trabajo entre los indios un poco más tarde; hasta terminar proponiendo (desde la vejez experimentada del siglo XIX cuando se redactan testamentos y moralejas) el trabajo honorable. En cierto sentido, este desplazamiento manifiesta, en la plusvalía, el símbolo de su aparato; en otro, marca los límites del paternalismo antiliberal argentino.

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Desde esta perspectiva, el Martín Fierro es, a su vez, la apología y el réquiem del gaucho. Porque si históricamente había sido carne de cañón en el curso de las guerras de la independencia en América Latina (18101824), un poco antes de la creación del poema de José Hernández, era en tanto que “montonero”, rebelde, poco a poco eliminado. Este nombre, peyorativo en el espíritu de la élite que lo había inventado, implicaba la defensa, en lo que hace su eje principal, de una producción artesanal, arcaica y provinciana en conflicto con el mercado mundial, cuya progresión había sido planificada por Sarmiento. Si el contexto sincrónico de este enfrentamiento entre lo artesanal en decadencia y el capitalismo en plena expansión puede ser comparado a la acción de los franceses en Pekín o en Indochina en 1870, el itinerario posterior del gaucho –después de su casi total aniquilamiento– fue el abandono, la supervivencia, la marginalidad. Porque si los miembros de la élite, hacia 1860, se burlaban de él, y si sus hijos contribuyeron a eliminarlo, sus nietos le levantaron monumentos y lo santificaron con El payador (1916) de Leopoldo Lugones. Pero, en particular, gracias a Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes: verdadera “comunión mística” donde, si la anécdota puede resumirse en una agradable chiquilinada campesina, se idealizan, gracias al bien provisto haz de significados escurridizos, los orígenes liberales del antiliberalismo argentino. El desdén experimentado frente a los “hombres nuevos” nacidos de la gran inmigración (1880-1914), el desprecio por los elementos sociales del yrigoyenismo (1916-1930), la incondicional repetición de los clichés chauvinistas de La gran Argentina y de La patria fuerte (1930) de Leopoldo Lugones, los componentes más íntimos y lamentables del interiorismo de Borges. Y, lógicamente, incluso la nostalgia con la que –hacia 1925– Valery Larbaud echa de menos a un Barrès, cuya obra traducía del francés. D. V.

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En otro tiempo, en los comienzos el programa liberal-burgués de facundo Si toda lectura crítica presupone el encuentro de dos historicidades, la actitud para acercarse al Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) debe ser semejante a la de Lukacs frente a la obra de Balzac. Al menos, en tanto concentración inquisitiva. Se trata de un texto que cataliza al máximo las carencias, los deseos y los proyectos del “burgués conquistador” argentino. Incluso, en una perspectiva latinoamericana, puede considerárselo como la propuesta fundamental que condensa, en su núcleo, el circuito de las oligarquías tradicionales a través de su formación, su emergencia, su realización, su apogeo y su crisis. Incluso sus tentativas ulteriores de remiendo o supervivencia. Es el telón de fondo –o la matriz– que permite, con el menor margen de error, echar luz sobre la instauración de la “república conservadora” de 1880. Y, tal vez, sobre la secuencia que une los significantes del general Roca con el general Uriburu (1930) y el general Videla (1980). El Facundo tiene como subtítulo Civilización y barbarie. De acuerdo con las características del romanticismo liberal, era lógico que insinuara una posibilidad de síntesis entre la tradición europea y la argentina. La atracción por el modelo central, en un primer tiempo, se encuentra equilibrada por la simpatía que siente hacia lo que es popular. Pero se produce un desplazamiento progresivo en el texto de Sarmiento: la equidistancia copulativa simbolizada por el “y” se encuentra rechazada por la exclusión implícita del “o”. Y, poco a poco, se precisará de forma clara y nítida el deslizamiento semántico de los pasajes descriptivos del principio hacia la programación categórica del final. Podría decirse que, en el texto global de Sarmiento, este deslizamiento resultará notorio: desde los años de su oposición a Rosas (1829-1852), pasando por su alianza con Mitre (1862-1868), hasta la presidencia de la República (1868-1874). Y más aún, cuando apadrinó –de una manera algo ambigua– la aparición del general Roca (1874-1880): su pedagogía popular se irá transformando progresivamente en el trazado de un genocidio. De manera paradójica y trágica, los destinatarios de su sistema educativo se convertirán en las víctimas de su propio gobierno. El punto más claro sería el siguiente: la incidencia mediata del mercado mundial sobre el espacio argentino y sobre el texto escrito y vivido por Sarmiento. Es el pasaje del capitalismo mercantilista de un Guizot, pasando por la reciprocidad coyuntural (y disparatada) del Segundo Imperio, al expansionismo agresivo de un Jules Ferry.

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Pero este es el itinerario potencial que vibra en el seno del Facundo. Una de las oposiciones más flagrantes se manifiesta en la vestimenta. Es harto conocido que frac se opone a “chiripá”2. La ropa europea debería reemplazar a la argentina; la civilización debería expulsar a la barbarie. A partir de ese momento, Sarmiento está persuadido de que las reglas de la civilización victoriana son transhistóricas y universales. En lo que concierne al cabello, propone algo similar: la cabellera amazónica de ese emblema que es Facundo Quiroga debe ser reemplazada por el corte inglés. (Se conoce, evidentemente, la irritación que provocan ciertos excesos en materia capilar –de Sansón a Ernesto Che Guevara– en la crítica filistea). Lo mismo ocurre en lo que concierne al dinero: para Sarmiento, las prodigalidades que Facundo muestra son escandalosas. La fórmula inicial de la burguesía argentina y latinoamericana es lógica: con el fin de conjurar el desprecio por todo lo que es monetario, propone el ahorro. La acumulación. Y, puesto que su actitud desenvuelta frente al capital hace de Facundo un “loco”, el punto de partida del programa que esboza Sarmiento será el “sentido común”. Mata dos pájaros de un tiro: pone a la locura out e instaura la sabiduría de la acumulación in. Esto por un lado. Por otro lado, Facundo en tanto “género” literario, fue desde el comienzo tema de debate. Pero por el mismo gesto exorcizante frente al “delirio” de Facundo, Sarmiento pone en fuga sus propias tentaciones de locura. La jugó de serio hasta el final; y aunque hubiera podido transformar el Facundo en novela, en forma juiciosa hizo de él un ensayo. Recuperando, finalmente, en su propio texto –en tanto libro– el resultado de su acumulación exorcizante. Así, el programa de la conducta a adoptar por el burgués conquistador argentino quedaba establecido de manera satisfactoria. D. V.

2. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “Chiripá” figura en castellano y luego entre paréntesis la explicación en francés (culotte du gaucho, bombachas de gaucho).

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Indios, ejército y genocidio El conflicto entre dos valores, el de las costumbres y el del cambio, brota en el corazón mismo del enfrentamiento entre el ejército argentino y los indios de la Patagonia y del Chaco. Basta con releer las crónicas de fronteras, publicadas entre 1860 y 1880, para darse cuenta de que no se trata solamente de comentarios sobre el desconocimiento fundamental de lo que separaba una cultura nómada en retroceso de una cultura sedentaria en progreso, sino también de un capítulo aislado del conjunto programático del Facundo, a caballo entre una “civilización” y una “barbarie” donde la primera buscaba sacarse de encima a la segunda Si se exceptúa el hecho de que Sarmiento haya podido creer que su formulación se revelaba legítima en virtud de la dialéctica de las fuerzas históricas que prevalecían en su época (y que nosotros, desde nuestra perspectiva, la considerábamos no sólo injusta sino también gastada, y por lo tanto, juzgábamos reaccionarias las preocupaciones actuales del liberalismo), no encontramos, en ninguno de los textos que organizan el conjunto de la “conquista del desierto”, ninguna duda en considerar a los indios como enemigos por excelencia, culpables y, de una manera ineluctable, condenables. Apenas si se encuentra, en muy raras ocasiones, una cierta ironía de Mansilla o alguna excusa devota de los misioneros católicos. Pero el racismo expresaba la coagulación de la dialéctica liberal. Incluso la de sus posibles componentes históricamente progresivos. Particularmente, en esta versión tardía que se llama darwinismo social (proyección hacia lo biológico de la competencia más despiadada inherente al libre comercio de 1850). Si releo los escritos, desde Una excursión a los indios ranqueles del general Mansilla hasta La guerra al malón del comandante Prado, pasando por los artículos del ingeniero militar francés Ebélot –publicados entre 1870 y 1880–, el común denominador es la acusación justificadora: “los indios son unos ladrones”. ¿De qué? Del ganado de las estancias argentinas. Luego habría que preguntarse qué dio nacimiento a estos rebaños. La respuesta es relativamente simple: la expropiación, gracias a la concentración de terrenos alambrados y del ganado marcado, que se había multiplicado de manera espontánea y natural en las pampas. Paralelamente a la fundación, organización e instalación de la estancia argentina de fines del siglo XVIII hasta mediados de 1850. Es decir, desde este enfoque, la civilización y los grandes latifundistas (protegidos por el ejército argentino) no eran otra cosa que los primeros ladrones.

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La inevitable referencia a Proudhon sirve aquí a mi propósito. Ahora bien, esta conquista de los “espacios vacíos” consumada en 1879 por el ejército (que en esta época –y por medio del Diario de campaña del general Roca– presenta a los grandes propietarios de la Sociedad Rural de la provincia de Buenos Aires y a las acciones del ejército de los Estados Unidos, como los teóricos de la empresa), se inscribe en dos contextos. El primero, el de una sincronía latinoamericana, que va desde la eliminación de los indios yaquis, de Sonora, en México, bajo Porfirio Díaz, hasta la persecución de los mayas por la dictadura guatemalteca de Justo Rufino Barrios (1871-1885) y la tiranía de Estrada Cabrera (1898-1920), pasando por el sometimiento implacable de los indios de la Amazonia colombiana en la época de la “guerra de los mil días” (18991902), la aniquilación de la región brasileña de Canudos que se hizo durante la República Velha de los mariscales brasileños Da Fonseca y Peixoto, para desembocar en la derrota del cacique Wilka frente al ejército boliviano y en la “pacificación” de los Araucanos del sur de Chile que se le debe al coronel Cornelio Saavedra y a sus lugartenientes. Y el segundo: si se hace una lectura diacrónica de los textos del general Roca, de Mansilla y del comandante Prado (o del general Villegas, del general Garmendia y del coronel Barros), aplicando el conflicto de valores de costumbres/cambio, ya no al ganado y a las tierras sino al oro y a la plata, el Diario de Colón, las Cartas de Hernán Cortés, “La Araucana” o las crónicas y ordenanzas de los siglos XVII, XVIII y de la primera mitad del siglo XIX (Schmidl, Concolocorvo, Rosas), se obtiene una continuidad en la que el Facundo resulta un capítulo entre otros en el seno de un largo texto sobre la Frontera. O, si se prefiere, ¿en qué medida toda la literatura argentina (y latinoamericana) puede ser leída como una densa y contradictoria literatura de frontera? E iré aún más lejos: ¿hasta qué punto no sería posible leer el enfrentamiento actual entre el “hecho Videla” y el exilio argentino como una inflexión más de este texto desgarrado, complejo, vertiginoso? D. V.

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“Llora, llora urutaú”3 (Guido y Spano, 1870)

Paraguayos, gauchos e indios –para la mirada liberal en su apogeo– no presentaban grandes diferencias entre sí: eran “los otros”. Y unos “otros” desnudos. Representaban, por lo tanto, la alteridad en su estado natural. Antes de eliminarlos quedaba una alternativa: vestirlos. Pero, teniendo en cuenta las presiones expansivas de la industria textil de Manchester, era preferible verlos, una vez “pacificados”, transformados en consumidores. Se trataba de un mercado de sobrevivientes: era indispensable que adquirieran, junto a esa expresión resignada y confusa que aparece en las víctimas después de su sometimiento, los excedentes exportables de una producción competitiva. La resignación correspondía a los precios desproporcionados y la confusión, a la calidad mediocre de estos productos imperiales. Entre 1860 y 1880 –desde esta mirada liberal– tanto Paraguay como las provincias interiores o la Patagonia y el Chaco representaban, además, una continuidad homogénea (exceptuando algunos reajustes en la mira de los Krupp o de los 7,05) dentro de la cual Solano López, el Chacho o Pincén debían ser eliminados junto con los suyos. Para algún liberal aislado y heterodoxo –como Guido Spano– la inflexión paraguaya del proyecto de Facundo implicó un genocidio. Aunque muy solitario, se sabe, no es otra cosa que la parte más visible de un iceberg sumergido y silencioso. Don Carlos Guido Spano (1827-1918), después de haber refunfuñado en los versos y utilizando su flauta y su tan blanco lecho –prolongación de una barba a lo Whitman–, trató de hacerse perdonar o de pasar inadvertido: tanto en cuerpo como en corpus de sus textos. Fue, así, un precursor de Macedonio Fernández. Los argentinos de la izquierda actual, sentimos, sin embargo, frente a la llamada Guerra de la Triple Alianza (1865-1870), un malestar similar al que sienten los franceses críticos en lo que concierne a sus “gloriosas campañas” en Argelia o en Indochina. Con una circunstancia agravante, si esto es posible: en este genocidio contra el Paraguay, Argentina no representaba el poder, sino que sus militares liberales actuaron oficiosamente como sus verdugos. D. V. 3. [N. de E.] En Les Temps Modernes, figura una nota al pie con la traducción del vocablo guaraní al francés: “Sorte de chouette qui abonde au Paraguay, et dont le cri est considéré comme portant malheur” / “Especie de lechuza que abunda en Paraguay, cuyo grito es considerado de mal augurio”.

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Francia/Argentina y la belle époque Si sigo paso a paso la línea rectora del programa liberal-burgués formulado y depurado al máximo en el Facundo (mezclando, en lo posible, los meandros estilo Alicia con sus aspectos parciales y más fecundos, en especial, su polémica con cierto antiliberalismo de entonces, no tanto económico como escolástico), constato que el texto de Sarmiento se inscribe, nítidamente, entre los interrogantes y clichés de la gran burguesía europea de la segunda mitad del siglo XIX. La francesa en particular. Desde Francia se emiten consignas, se levantan brazos, se agitan pañuelos, se llama, se saluda. Y desde allá, se les responde: “Un país que no coloniza está indefectiblemente condenado al socialismo” (Renan, 1871) / “Una Argentina poblada de gauchos y de indios, no es más que un desierto” (Sarmiento, 1873) / “Las colonias son, para los países ricos, una inversión de capitales de lo más ventajosa” (Jules Ferry, 1885) / “Capitales. Y envíeme brazos, brazos y más brazos!” (Carta del general Roca a Miguel Cané, 1886) / “Ideas de civilización del más alto calibre están ahí... hay que decirlo abiertamente: las razas superiores tienen el derecho de civilizar a las razas inferiores” (Jules Ferry, 1885) / “Se dirá tal vez que reemplazar las razas locales, pintorescas e ingenuas, por las razas caucasianas es una cosa injusta. Pero este cambio contribuirá al progreso” (Sarmiento, 1886). Se trata de un diálogo entre dos continentes. La Revue des deux Mondes no se contentaba sólo con asegurar su difusión y aplaudirlo, sino que se transformaba también en su emblema. Europa y América Latina: descomprimir/absorber. Una especie de “coincidencia de reciprocidad complementaria de intereses”. Entre dos burguesías: lo que faltaba de un lado, el otro lo tenía en abundancia. Y viceversa. Pero, así como la metrópolis está dispuesta a conceder con un gesto ampuloso, también recibe con desconfianza; la periferia va a asimilar individuos, capitales y enviar materias primas sintiéndose consagrada y al mismo tiempo, no tan de acuerdo. Ellas se congratulan, pero cada una se esfuerza en encontrar el defecto en los envíos de la otra. Era un pacto, pero desequilibrado. Se hablaba de gentlemen’s agreement: el hombre del Río de la Plata consumía con despreocupación en París y se lo tomaba por un nabab; el francés acumulaba escrupulosamente, en Buenos Aires se lo tomaba por un inglés. Mansilla cabalgaba a Longchamps imaginándose que era el terreno de una de sus estancias de Tuyutí; y uno de los Dreyfus se hacía construir un palacio Luis XIII a orillas del Paraná. La oligarquía argentina, además

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de sus souvenirs, traía espiroquetas y primmas donnas de sus noches locas en París; en los prostíbulos, los empresarios franceses, grandes señores, se rodeaban de “chinas” que los admiraban y se convertían en sus mucamas o servían para exhibir su “rareza” durante la exposición mundial de 1889. Las damas de Buenos Aires soñaban con una omelette de huevos de ñandú como uno de los más exquisitos manjares que podía ofrecerles el menú de Maxim’s, mientras que las mujeres de la familia Noel proponían sus chocolates como el producto más apto para competir con la yerba mate de Itatí. Pero jamás un “galo” y un niño de la calle Florida podían ser aliados; podían, a lo sumo, ser clientes. Es que el núcleo del pensamiento liberal consistía ya en su ausencia de contexto: todas sus relaciones eran “figuras”, “poses” o escenarios. Por eso, se hacían fotografiar cada vez que firmaban un contrato: mirarse, contemplarse, acariciarse, creer un poco más en su propia comedia. El drama concreto se jugaba en otra parte, cuando el inmigrante francés llegaba a Argentina o cuando el escritor liberal argentino desembarcaba en la estación de Austerlitz: si la pampa aparecía como un “vacío” poblado de ecos alarmantes, París terminaba siendo un “lleno” despojado de palabras de aliento. El resultado: miedo y depresión. A fin de cuentas, era entonces el único y verdadero intercambio. D. V.

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Carne y conciencia Convendría preguntarse qué se desordena, de manera tan inquietante para el ejército en la evolución de la Argentina moderna. “La ciudad liberal” podría ser una respuesta; “el equilibrio de la ciudad liberal”. El establishment que llegó a su apogeo gracias a procedimientos metódicos, puntuales y despiadados entre 1880 y 1914: se trataba del primer “milagro” latinoamericano, cronológicamente hablando. Con la sistematización del latifundio y la importación de carne como soportes concretos de “la república de conciencias”. Instaurada por los hombres de la genteel tradition que formaban el entorno del general Roca entre su primera presidencia (1880-1886) y su segunda (1898-1904), promulgó en 19024 su primera ley antiliberal contra los “extranjeros indeseables”, pero no pudo, en la misma época, legalizar el divorcio, última ley liberal. Ahí estaban los límites de la imaginación liberal. Pero, dado que esta élite, durante los años de “la belle époque” (no para todo el mundo), supo pasar de la pedagogía laica al genocidio indígena, y del romanticismo liberal a la inserción en el darwinismo imperial, parece, a través de su existencia, ser inmutable en su esencia. La república conservadora. Es eso lo que corre riesgo de alterarse, un poco más cada vez, de 1930 a nuestros días: “el organismo de desarrollo hacia el exterior”, “los intereses de exportaciones agrícolas” instaurados y reactualizados a partir de las premisas programáticas del Facundo. Detrás de la trama de astucias, de supervivencia de la imaginación liberal, hay que descifrar sus carencias; detrás de la vitalidad de sus maniobras, su insignificancia. En la locuacidad de su discurso, lo digo en voz baja, presiento su insipidez y su afonía; sus himnos triunfales me suenan a réquiem. No sé muy bien por qué. Pero sus proyectos que deberían, lógicamente, apuntar al futuro, privilegian el pasado. El pasado es siempre brumoso. Y los llamados a la “tradición” difuminan todo proceso material. La carne parece así desmaterializarse: más que satisfacer el hambre incita a soñar; comer, más que una masticación, es una plegaria. Su insistencia se articula en discurso. El discurso del poder argentino: el que, espiritualizándose, se transforma en emblema. En conciencia pura. Es decir, en la conciencia nacional. D. V.

4. [N. de E.] En Les Temps Modernes, figura 1904. En esta edición, se enmienda la errata.

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De la inmigración a la desinmigración Debemos llamar la atención al lector sobre el pasaje de la Argentina de un período de hispanidad (teñida de indigenismo) a otro período, cosmopolita, nacido de la inmigración. Hacia 1880, el país había adquirido cierto perfil perfectamente definido: agrícola, con una clase campesina estable y más o menos adaptada a una clase dirigente eficaz (eficacia probada sobre el plano internacional, por ejemplo, por el modo ejemplar con que Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña cumplieron su papel en la Asamblea Constituyente de la Unión Panamericana –hoy Organización de los Estados Americanos (OEA)– en 1898. En esos tiempos, la industrialización del país estaba todavía, en lo que concierne a su desarrollo, en un estadio artesanal, y el peso de la clase obrera no iba a hacerse sentir en el plano político hasta entrado el siglo XX. Pero ese año 1880 marca el apogeo de un período histórico (que se extiende a uno y otro lado de esta fecha) durante el que se habían abierto de par en par las compuertas de la corriente inmigratoria, ya que los líderes políticos habían descubierto que “gobernar es poblar” (una de esas frases célebres a las que les agrada afirmar que una cosa es otra). Y es del todo evidente que la inmigración en la que pensaban estos hombres de Estado (nada menos que Sarmiento, Alberdi, Roca) era la inmigración anglosajona; de ahí esa deliciosa frustración que produjo en la clase dominante la pacífica invasión de gallegos, napolitanos, árabes y judíos. Otra frustración viene a agregarse a ella: se pensaba relegar a esos inmigrantes en las regiones difíciles y acantonarlos en las tareas campesinas, pero ellos prefirieron amontonarse en Buenos Aires y sus alrededores en vías de industrialización. Ahora bien, en estos últimos tiempos, ese proceso ha sido invertido de manera significativa. Los fragmentos del país, como los de un jarrón quebrado, se encuentran diseminados por todos los confines de América y de Europa. Creemos que esta ruptura se articula íntimamente en la realidad argentina, bajo la forma de una decisión política, más o menos consciente, de las fuerzas armadas hoy en el poder y de los grupos sociales que las sostienen: nos vemos así llevados a definir la situación de la Argentina de 1980 como el intento del clan en el poder para regresar al país a 1880, año en el cual la inmigración vino a alterar su estructura patriarcal y, por consiguiente, a perturbar en todos los niveles a la delicada flor de la oligarquía. Tendríamos fundamento, pues, en llamar al fenómeno actual “desinmigración”. En efecto: los obreros calificados y, en general, los peronistas, pero también los intelectuales, son hoy los descendientes de esos inmigrantes que

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los amos de 1880 miraban con desconfianza, cuando no con desprecio, ya que en su opinión corrompían una esencia nacional de la cual ellos se sentían los únicos depositarios. Los que no pertenecen a la clase dirigente actual, los descendientes de esa inmigración que jamás habían deseado los dirigentes de 1880 se ven hoy forzados a la sumisión más absoluta: cuando no son asesinados o desaparecidos, son reducidos a la impotencia, a la miseria. El ideal perseguido por los que gobiernan en este momento es reducirlos a la nada, borrarlos, remontar el tiempo para restituir la historia argentina a esa época en la cual los antepasados inmigrantes no deseados no habían llegado todavía al país. Sus descendientes actuales no pueden permanecer en Argentina, tierra elegida por sus ancestros, más que en algunos casos bien precisos: 1) Cuando aceptan la pobreza de 1980 y se someten a una situación feudal comparable a la del pueblo argentino antes de 1880, al paternalismo de los oligarcas, ahora desprovistos de nobleza y que se manifiesta de manera implacable por intermedio de sus representantes militares. 2) Cuando han conocido cierto logro económico y llegan a mimetizarse en propietarios, en industriales (de la industria sobreviviente), en financieros del tipo especulador estimulado por el régimen. Algunos de estos “adaptados” sueñan con un saneamiento de la situación, otros, los oportunistas, los arribistas, aprovechan las oportunidades y generalmente alcanzan el éxito detrás del cual corren. Fuera de estos casos, no les queda más que una elección a los descendientes de inmigrantes, precisamente la desinmigración. Vuelven a menudo a sus países de origen. Deben reconocer que el viaje fundador al cual se aventuraron sus familias, hace una, dos o tres generaciones, no ha dado ningún resultado. Lo que define estructuralmente al “desinmigrante” es la falta de tierra; es que, para emplear la expresión familiar, “no tiene donde caerse muerto”, así como no tiene “donde nacer”. Es porque no tenía “donde nacer” que su padre o su abuelo abandonaron su tierra de origen –que pertenecía ella también a otros– , y es por la misma razón que el “desinmigrante” deja ahora la tierra elegida por sus ancestros –Argentina– , porque esta tierra a su vez no lo eligió: ella también pertenece a otros. A veces los “desinmigrantes” deben aceptar, volviendo a sus países de origen, una situación peor a la que intentaron remediar sus ancestros por vía de la emigración. Por otro lado, los “desinmigrantes” descubrirán tal vez los elementos positivos de esa patria de origen, aquellos mismos que alimentaban su nostalgia de inmigrantes cuando estaban en Argentina. Cuando hayan pasado una, dos o tres generaciones más, el intento hecho para instalarse en Argentina no será para estas familias más que un recuerdo borroso. La desinmigración, la historia marcha atrás, estará consumada.

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Estará consumada también, paralelamente, la revancha sobre esta derrota histórica que había representado, para la clase dominante, el hecho de que los inmigrantes del siglo XIX no fueran nórdicos sino meridionales. Aunque más no sea bajo forma de especulación, de importación, de remisión a las multinacionales, se favorece en 1980 la instalación en el país de rubios anglosajones que los amos de 1880 esperaron en vano. Con sus traseros bien asegurados, los actuales sucesores de estos amos invierten sus excedentes –son los únicos que los poseen– en dólares a tasas artificialmente bajas, pasan el verano en Miami o en Ciudad del Cabo –y sus hijos en Disneylandia–, de donde vuelven con valijas repletas de productos sofisticados del imperialismo. Estos mismos ricos en compañía de sus colegas, turistas que llegan de otros países, van a cenar a la europea en la plétora de restaurantes de lujo que llevan nombres ingleses o franceses, que se han multiplicado en los alrededores del cementerio tradicional de Buenos Aires, en la Recoleta. ¿Qué significa este placer de comer al lado de los muertos? Tal vez esconde un deleite antropofágico simbólico, tal vez se trate, precisamente, de comerse a los muertos, hasta los huesos. C. F .M.

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Los militares argentinos de 1930 a 1980 “Hombres de la Defensa transformados en hombres de la represión” podría ser un punto de partida. “De la excepción en el Estado al Estado de excepción”, sería otra manera posible de describir el itinerario trazado por las Fuerzas Armadas argentinas durante medio siglo. “Del monopolio de las armas a las armas de los monopolios”: otra manera de tratar de comprender el circuito histórico en virtud de la inversión de sus factores fundamentales. “De la vacuidad del poder a la vacuidad de clase”, si uno quisiera sintetizar en forma dramática el desplazamiento de una institución de confianza hacia el protagonismo político. Pero toda esta serie de descripciones eventuales –si las considero desde una perspectiva longitudinal– lleva en su seno un elemento reiterado; la repetición cristalizó un trazo obsesivo: el mantenimiento del “orden”. Es ahí donde se encuentra el núcleo más cargado del discurso formulado por el ejército argentino que va desde el Crack de Wall Street en 1929 hasta nuestros días. Etapa que condicionó el pasaje de un tono restaurador a una entonación triunfalista: “No se le pide a un ejército victorioso que rinda cuentas”, acaba de proclamar uno de sus voceros. Con un elemento que resulta de ello: el llamado al orden –desde el aristocrático general Uriburu hasta el frágil y engominado (pero metódico) general Videla– no hizo más que exacerbarse hasta asegurarse un predominio crispado. Es que se pasó del golpe de Estado a la geopolítica. De los melancólicos legionarios de entonces a los tecnoburócratas de hoy. En los años 30 la manipulación de las capas populares se hizo por intermedio del Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Buenos Aires; la reciente manipulación se hizo gracias al campeonato mundial de fútbol de 1978: la voz untuosa de Monseñor Napal hizo lugar a las exhortaciones enérgicas del locutor Muñoz. Un ejército con un jefe personalista se transformó en un ejército partido único, con la “responsabilidad colectiva”; y los viejos proyectos de “voto calificado” se llaman ahora, en su inmensa e impasible arbitrariedad, “los grandes electores”. La fascinación ejercida por Mussolini se encontró así desplazada por la inmediata rivalidad con el modelo brasileño del mariscal Castelo Branco. Y así como el poeta Leopoldo Lugones pretendía pontificar –en tanto intelectual orgánico de los militares de hacía cincuenta años–, el único intelectual orgánico de hoy es el ejército mismo: organismo que si bien reveló coyunturalmente su heterogeneidad, aparece

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en 1980 estructuralmente homogéneo. Y, como el aparato ideológico tradicional devino, a partir de la crisis, en inoperancia o descomposición, la fuerza coercitiva representada por el ejército lo descubrió y actuó en consecuencia. La oligarquía argentina tradicional, en su gran mayoría, así como la nobleza francesa de 1789, ya no cree demasiado en su propia legitimidad. Ahí está, me parece, una de las mayores razones que hicieron que sean los militares argentinos (reclutados, en gran parte, en las clases medias altas, con la creencia en esta legitimidad y en sus valores inherentes, lo que se debía a los vestigios vigorosos de la ideología de una clase debilitada) los que se erigieron en defensores y en ordenadores de lo “tradicional”. Son los capataces voluntarios de patrones dispépticos y amenazados; los tíos Tom que se esfuerzan en apagar el incendio de la morada sureña frente a los siervos de la gleba. Visto desde este ángulo, parecería que la idea prioritaria de los militares argentinos pasa por la introspección del mito del sargento Cabral que se juega la vida por su general agredido. Se trataría, en último análisis, de la interiorización de una fábula retomada por uno de los antiguos jefes de la oligarquía incómoda frente a la muerte de sus propios soldados. O, tal vez, de la revancha de los militares argentinos advenedizos, por los prejuicios sufridos en los clubes aristocráticos de las guarniciones de provincia. La “soldadesca” argentina –me acuerdo– siempre se sintió despreciada por los grandes señores “civilacos”: y hoy son no solamente los ejecutores de sus órdenes, sino también los explotadores más importantes y los generadores de la teoría. En la medida en que sus últimos proyectos apuntan a una “democracia vigilada”, proponen para la Argentina una “desesperanza organizada”. Correlativamente, la “policía salvaje” de 1930 –por intermedio del ejército– se perfeccionó hasta la sofisticación sanguinaria de la “Triple A”: se castigaba entonces con la vaga justificación de rojos, maximalistas o anarco-liberales; en 1980 con la acusación concreta de guevaristas o subversivos. Desde la época del general Uriburu se delataba y se humillaba o se exiliaba en Tierra del Fuego: hoy, como se mata en silencio, se diría que no se mata. D. V.

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Rostros y máscaras del peronismo La personalidad proteica de Juan Domingo Perón ha suscitado en la historia argentina del siglo XX una gran excitación (populista) pero no la hizo seguir de ninguna catarsis (que habría podido ser socialista). Es por esta razón –entre otras– que los que han buscado atribuirle una imagen verdaderamente revolucionaria han sufrido una derrota mortificante. De ahí también que no es realista querer hacer cualquier comparación, cualquier acercamiento entre Perón y el Che Guevara. El vacío político, el “no te metás”, la psicología puramente adquisitiva de fortuna que sueña con un retorno a los orígenes (propio de los inmigrantes en general), son los componentes de una de las notas esenciales de la vida política argentina en el siglo XX. Frente a esta nota –surgida de la debilidad– se alzan otras, que se deben a dos fuerzas antagónicas: la que viene del pasado y la que, por así decirlo, viene del futuro. Del pasado viene nuestra oligarquía ganadera, a la que podríamos llamar “etnológica”, puesto que en las sociedades primitivas, la posesión de ganado es inevitablemente fuente de poder político. Esta oligarquía se encontró con sólidas asociaciones, primero con el imperialismo inglés, y más tarde ha sabido extender sus capacidades financieras para asociarse también con el imperialismo norteamericano. En efecto, la oligarquía de la pampa es el sector político más capaz del país, si por capacidad se entiende la de hacer triunfar sus intereses en cualquier circunstancia, confirmar su rechazo incondicional de dueños y poseedores de la pampa a compartir sus privilegios con la masa de inmigrantes. Le fue relativamente fácil a Perón ocupar el vacío político que se había creado entre los propietarios de las tierras y los inmigrantes. Más duro, más difícil, más sangriento, fue su choque ulterior con las fuerzas del futuro, es decir, con la juventud argentina: tanto la estudiantil, en rebelión contra padres conformistas, como la obrera, cuando se atrevió a salir de los esquemas propuestos por el peronismo oficial. La conducta variable de Perón (autocrática mientras estuvo en el poder, indiferentemente complaciente cuando se encontró en el exilio), creó en su partido una “verticalidad” autoritaria inconsistente en su base mientras gobernó; y durante su exilio, una serie de estímulos subsidiarios, administrados a grupos, pequeños y contradictorios, pero políticamente mejor definidos que Perón mismo. Son estos grupos los que chocaron violentamente, después de su retorno al poder en 1973. Este retorno, precisamente, fue organizado por otro grupo que, a su pesar, se vio obligado a creer en él: los militares instalados en el poder por el golpe de 1966. Ese gesto no fue otra cosa que una tradición de los militares argentinos

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llevada al extremo: cuando una de sus camarillas en el poder llega a cierto límite de impotencia política, cuando realiza con éxito su ciclo de prohibiciones, y ve la necesidad de realizar una acción positiva, es en ese momento cuando los militares tienen la idea de hacer llamar a los políticos que esa misma camarilla había proscripto al tomar el poder. Basta leer Mi testimonio, la autobiografía política de Lanusse, para comprender la extensión del drama que significó, en este caso, la carencia de ideas políticas positivas. En general, los políticos llamados por los militares para proveer ideas han sido los radicales, a los que era posible retirarles la etiqueta de subversivos para asentarlos en el sillón presidencial. Pero el último gobierno de la serie militar que comienza en 1966 no podía apelar más a los radicales: las experiencias de Frondizi y de Illia habían agotado ese recurso. La así llamada “Revolución Nacional” de 1966 se estaba disgregando en las elucubraciones corporativistas del general Onganía; en 1972 no quedaba más que una posibilidad para el presidente Lanusse: hacer llamar al partido más arraigado en la clase popular. Esto lo llevó a la espantosa blasfemia (desde el punto de vista de las Fuerzas Armadas) del pacto con Perón en el exilio (general a fin de cuentas) para ofrecerle de forma gratuita, aparentemente, nada menos que la presidencia de la Nación. Pero aquello que Lanusse creía y esperaba de Perón era que, fingiendo siempre ser “peronista” gobernase como un presidente conservador. Se trataba de utilizar “la máscara de Perón”, al igual que los criollos independentistas de 1810 habían adoptado lo que ellos llamaban “la máscara de Fernando VII” para obtener la tolerancia de la España imperial. Esta vez se trataba de asegurarse la adhesión o al menos la pasividad del pueblo. Lanusse esperaba terminar así con el “tutelaje” del ciclo militar abierto en 1966. Pero como el régimen militar no podía, pura y simplemente, admitir la marcha atrás respecto a Perón, se hizo necesario encontrar un proceso que pudiera hacer acceder a la presidencia a alguien que lo representara. Aquello creaba un serio problema, desde que, por encima del vacío político en el cual encontró a la patria, Perón había creado otro vacío de poder a su alrededor. Jamás lo quiso compartir con nadie, ya que su pragmatismo lo hacía considerar como superflua toda mediación entre él y la verdadera base de su poder: el pueblo. Es así que había eliminado progresivamente a todos sus compañeros, en la medida en que la importancia que ellos tomaban ponía en peligro su autocracia: desde aquel líder “laborista” prematuro –Cipriano Reyes–, y el coronel Mercante –que “estaba en el corazón del pueblo” junto con Perón y Evita–, hasta los más recientes líderes sindicales. Más aún: cada vez que las circunstancias le permitían colocar a alguien en un rango político inmediatamente detrás del suyo (como, por ejemplo, en la fórmula presidencial que exigía un vice-presidente), Perón no fue capaz de llenar ese vacío más que con aquel que estuviera físicamente más cercano y más

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asociado a su propio cuerpo: su esposa. Así iba a ser en 1952, pero sus colegas militares, en esto más machistas que él, se opusieron a una vicepresidenta femenina. En aquel caso, la destrucción de aquel segundo personaje en auge corrió por cuenta, en primer lugar, de las fuerzas armadas; luego, de manera más definitiva, por cuenta del cáncer que mató a Evita ese mismo año. Entonces, en esa circunstancia esencial del regreso del líder en 1973, el vacío político que él no dejó de mantener a su alrededor durante el exilio, provocó un desvío obligatorio. Perón se vio obligado a buscar un personaje trasparente que le permitiera endulzar la transición entre Lanusse y él mismo. Llegamos así a un episodio impresionante de la serie de equívocos suscitados por la personalidad cambiante de Perón: la fugaz presidencia de Cámpora, cuyos antecedentes políticos del período 1946-1955 daban testimonio de que se trataba de uno de los mas maleables, de los más inofensivos de su entorno. Hace falta explicar aquí que, durante el exilio de Perón y con su apoyo indiferenciado desde Madrid, numerosos grupos argentinos más o menos socialistas (particularmente Montoneros) se habían hecho una ilusión opuesta a la de Lanusse: Perón era socialista, o se lo podía “hacer” socialista (cambiarlo desde adentro) o por lo menos “hacerlo parecer socialista” (utilizando su carisma popular en la dirección inversa a la que esperaba Lanusse). Esta interpretación izquierdista exhibía credenciales, otorgadas desde Madrid por el mismo Perón, entre otros a la fuerte personalidad de “Johncito” Cooke, también prematuramente desaparecido. En aquel momento, para acceder a la presidencia, cualquier camino se le antojaba bueno a Perón, y en consecuencia, tenía tantas razones para estimular un peronismo de izquierda como un peronismo de derecha. ¿Por qué los jóvenes creyeron en ese peronismo de izquierda, que valdría llamarlo –así lo comprobaron los hechos–, “peronismo utópico”? Quizás porque no habían vivido sus primeras presidencias, quizás porque no conocían al Perón exiliado, porque éste los había convencido durante algún viaje a Madrid, o porque los que volvían de Madrid con la promesa de Perón regresaban entre el deslumbramiento y el cálculo. Pero si esta juventud se equivocó en esa creencia, no se equivocó respecto a la mecánica del proceso histórico: para escapar del régimen militar que, desde 1930, dispuso de los argentinos, un “pasaje” era ineluctablemente necesario: el regreso de Perón. Y, para hacer posible ese regreso, el pasaje previo por la presidencia de Cámpora. Dicho esto, es ahí que Perón cometió un error al designar a su intermediario: tenía razón en lo que concierne al hecho de que Cámpora no sabía, no podía “hacer” nada: se rodeo de un staff de jóvenes de izquierda más o menos soñadores y el desconocimiento por parte de Perón de la amplitud real de la izquierda argentina, agravada por la pasividad del intermediario, permitieron que, durante cuarenta y cinco memorables días, ese grupo de jóvenes

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revelaran un aspecto normalmente invisible del pueblo argentino (invisibilizado, se entiende, por la represión). Aspecto simbolizado de la manera más sensacional por aquella foto latinoamericana donde se ve a Cámpora asumir el cargo de presidente y rodeado nada menos que por Allende y Dorticós. En segundo plano, pero claramente visible, sonreía el rostro complacido del autor de ese gigantesco quid pro quo: el general Lanusse. Dicho de otra forma: no fue más que gracias a la ignorancia, al error y a la incompetencia de sus líderes políticos que Argentina pudo ser la demostración de esa nueva manera de ser una nación. Porque la creencia de la izquierda en Perón resultará ser perfectamente utópica. La de Lanusse, por el contrario, resultará ser realista, porque encontró eco en el oportunismo de Perón que ejecutó, en respuesta, el viraje político más importante de su carrera. Naturalmente, tanto el “rostro” conservador como el “rostro” socialista no eran para Perón más que máscaras. Pero él llevaba la primera mucho más naturalmente que la segunda. Tanto se había anunciado su regreso al país que se había vuelto mítico (el célebre y tan esperado “avión negro” de Perón). Finalmente, el regreso se realizó (era urgente rectificar la imprevista política “camporista”, por así decir). Y el avión resultó más negro de lo previsto, ya que el líder bajó el 20 de junio en un aeropuerto militar, donde no lo esperaban mientras que sus acólitos habrían fuego sobre sus propios partidarios. Ellos se habían movilizado fervientemente para recibirlo (¡200 muertos!). Así llegó Perón para reemplazar al jefe de Estado, el 23 de septiembre, al hombre transparente que se había vuelto peligroso. El 10 de julio de 1974, el destino intervino de nuevo: Perón murió. No quedaba en su entorno más que el vacío autocreado de siempre, y esta vez, su esposa –la tercera, y entonces vicepresidenta–, la muy incapaz Isabel Martínez, resulta realmente ser su única sucesora política posible. En resumen: tanto durante su vida como después de su muerte, Perón infligió a la patria con una cohorte de personajes minúsculos, los únicos que él podía tolerar a su lado. Así, igual que El Cid ganaba las batallas después de su muerte, Perón las perdía a través de sus sucesores. Pero los enanos que quedaron después de su desaparición ya no eran tan transparentes: el más opaco de todos era su exsecretario, el sirviente astrólogo (sic) y ahora ministro omnipotente (¡de Bienestar Social!), José López Rega, que malgobernó al país a su capricho por intermedio de la evanescente réplica de Evita, Isabelita. Una huelga general obligó a López Rega a renunciar: Isabelita quedó sola en el gobierno y el deterioro del peronismo llegó a su apogeo, en la medida en que los hechos pusieron a prueba la inconsistencia del partido después de la desaparición de su líder.

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El 24 de marzo de 1976, un helicóptero negro enviado por los rebeldes de servicio evacuó a Isabelita del Palacio de Gobierno en camisón. Un grupo de curiosos miraban y gesticulaban cerca de la Casa Rosada. Quizás llegaron a adivinar quién se iba en ese helicóptero, pero ciertamente, no tenían la menor idea de a quiénes ese helicóptero había traído. C. F. M.

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Impotencia política y recurso a la violencia Fue en 1930, en plena crisis mundial, que un golpe militar puso fin, en Argentina, a catorce años del gobierno civil de la clase media (la Unión Cívica Radical). Con el general Uriburu, la estrella de los militares comenzó a brillar, al mismo tiempo que con Leopoldo Lugones palidecía la de los intelectuales. Esto, en ocasión de aquella primera manifestación, en el siglo XX argentino, del enfrentamiento entre las armas y las letras, que marcara tan profundamente la vida y el pensamiento de Cervantes. El “pronunciamiento” de 1930 será, en efecto, el primero de una larga serie: 1943, 1955, 1962, 1966, que desembocó en el de 1976 bajo cuya férula nos encontramos todavía. Esta violencia no tiene otra fuente que la impotencia política: se ejerce la violencia porque se es incapaz de ejercer una acción pública adecuada. Parecería entonces que, durante los últimos cincuenta años, la violencia ha sido monopolio de los militares. Debemos sin embargo señalar la aparición de la violencia en una generación de guerrilleros hacia finales de los años 60. Eso podría explicarse, globalmente, como una reverberancia de aquella violencia militar ejercida en numerosas represiones sobre el pueblo desde de 1930. Se trata de la primera generación de argentinos contemporáneos que, después de mucho tiempo trabajando en oficinas de abogados, estaban dispuestos a matar y morir como en los tiempos de las guerras de la independencia. El desarrollo de la violencia argentina en la segunda mitad del siglo XX tendrá así un ritmo de contrapunto. Su primera manifestación puede situarse en un momento preciso de los últimos años: en 1956, poco después del derrocamiento de Perón, los generales Valle y Tanco se sublevaron en su defensa. La represión de ese levantamiento fue sanguinaria y sus jefes fueron fusilados por el gobierno del general Aramburu. Un grupo residual de rebeldes cayó víctima de un movimiento que llevó el nombre de “Operación Masacre” –fusilamiento global y clandestino–, así bautizado por el escritor Rodolfo Walsh que lo reconstruyó valientemente con tanta exactitud y vivacidad que él se convirtió en su última víctima. El proceso es puesto en marcha: comienza con la “Operación Masacre” y desemboca más tarde en la ejecución de Aramburu, en 1970, por parte de Montoneros: con él, nuevamente, un ex presidente argentino muere asesinado, cosa que no había ocurrido desde la muerte de Urquiza, exactamente un siglo antes. Ese acto es la inmisericorde consecuencia de la bárbara “Operación Masacre” y, desde un punto de vista político, logra los efectos contrarios a los que sus autores deseaban: el miedo y el rencor de las fuerzas armadas tras la muerte de Aramburu fueron parte de

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la justificación moral que invocaron para defender consecuentemente sus acciones represivas desproporcionadas. Hoy mismo, los profesores tienen la obligación de inculcar a sus alumnos el odio hacia los autores de ese acto de venganza. Si concentramos nuestra atención sobre el último cuarto de siglo, veremos que todos los esfuerzos de los militares para que el pueblo ya no sea más –ya no se obstine más– en ser peronista, han sido siempre rechazados. Esos esfuerzos tomaron un giro cada vez más dramático en la medida en que la experiencia probaba a la casta militar que el peronismo podía convertirse en un verdadero socialismo, que tendía además (por fuera de la voluntad de sus jefes) a realizar históricamente esa posibilidad. Esta tendencia engendra una serie de deslices políticos que, en razón de su propia carencia política, son todas incitaciones a la violencia. Así podría detallarse: 1) Al derrotar a un régimen de derecha corrupto, y al ser heredero del golpe de 1943, Perón debía conquistar su propia significación política asociándose con partidos políticos más o menos populares (es esta una de las acepciones de “peronismo”, palabra hipermultívoca). 2) En tanto que el peronismo tomaba el poder con éxito, los partidos situados al centro o a la derecha tendían a deslizarse hacia la derecha relativa que representaba ese poder. 3) Al recibir ese aporte o asalto que venía de la derecha, el peronismo mismo tenía la tendencia a deslizarse hacia la izquierda. Inversamente, el reflujo de ese último movimiento en el seno del peronismo tendía a hacerlo derivar a la derecha. 4) Como acabamos de ver, el golpe de 1955 engendró, con la “Operación Masacre”, un modelo de violencia cuyos efectos serían posteriormente agudizados y generalizados. 5) Las presidencias radicales de Frondizi y luego de Illia fueron dos tentativas de conciliación nacional por una política centrista y legalista; ambas fracasaron debido a la avidez con la que los militares deseaban recuperar el poder. 6) La destitución de Illia por parte de Onganía (1966), y la acción represiva y antiobrera de ese gobierno provocaron la violenta respuesta peronista (por parte de los obreros y de Montoneros). 7) El presidente Levingston representó una cierta inflexión del gobierno militar a favor del populismo, en cuyo nombre se ejercía esa violencia defensiva. 8) La junta de comandantes de las Fuerzas Armadas y su cabeza pensante, Lanusse, no llegaron a controlar la resistencia popular –cuya mayor expresión fue lo que se dio en llamar el “Cordobazo”, 1969– y se decidió llamar a Perón al poder. 9) Los movimientos más o menos izquierdistas (tales como Montoneros) tendían a deslizarse hacia su derecha para acercarse al peronismo, pero una vez logrado ese acercamiento, volvieron resueltamente a la izquierda con Cámpora.

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10) Al regreso de Perón, el peronismo ejecutó un espectacular viraje a la derecha, para compensar el deslizamiento de Cámpora. Terminó por disolverse en la anarquía de Isabelita: ya no era más necesario para ninguna de las facciones que pretendían apoderarse de la herencia política de Perón continuar fingiendo: es entonces que apareció la famosa “Triple A”, la primera de las siniestras organizaciones paramilitares que se multiplicarían en la etapa siguiente. 11) A lo largo de tres presidencias peronistas, los militares han girado, constantemente, cada vez más a la derecha, con el fin de contrarrestar las presiones directas o indirectas que ejercía la izquierda, peronista o no. 12) Como resultado, se produjo en 1976, el golpe de los militares que se erigen hoy en amos. Justificado, en un primer momento, por el increíble gobierno de la “viuda” y de su ministro astrólogo, aquel del “guerrero” Videla se ha sumido en los que podríamos llamar los más devastadores “excesos de legítima defensa” que la Argentina haya conocido jamás: se combate el horror con el horror (saqueos, violaciones, asesinatos, torturas, “desapariciones”). 13) El híperorganizado e hípereficaz ejército argentino “ganó por muerte” de acuerdo a la expresión consagrada, y esta vez significa precisamente lo que quiere decir. 14) La victoria una vez conquistada, y en la medida en que el triunfador se siente seguro, se transforma en un movimiento absolutizador y vagamente institucionalizador. Como decía Luis-Ferdinand Celine: “mientras un militar no mata, es un niño”. Y como no queda más gente que valga la pena matar, una política un poco más abierta puede ver ahora la luz del día. Este movimiento ciertamente no se debe a un “regreso a la infancia” de los dirigentes sino, además, a la presión internacional, por más aleatoria que fuera, y sobre todo, a la vitalidad cultural del país, cuya estructura profunda no puede hacer otra cosa que reaparecer cada vez que un período de represión y violencia termina o al menos se atenúa. El pasaje del general Videla al general Viola, que se realizó el 29 de marzo, poco después del de Carter a Reagan en los Estados Unidos, ha definido muy rápidamente los cambios que podemos esperar, por lo menos en el plano internacional. Unos días antes de asumir el poder, Viola visitó a Reagan en Washington. Rápidamente la administración americana pidió a su congreso la anulación de la prohibición de venta de armas a Argentina y los ejércitos de ambos países mostraron públicamente su acuerdo para “hacer frente a la ofensiva marxista en el continente americano” (Le Monde, 23 de marzo y 8 de abril). De modo que nada ha cambiado en Argentina, fuera de lo que cambió en el mundo: el presidente de Estados Unidos no hace más preguntas sobre los derechos humanos (preguntas muy embarazosas en nuestros países), sino que

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afirma, sin más, la necesidad de combatir a la subversión (necesidad saciada con sangre en Argentina). Argentina –como El Salvador, Nicaragua, Cuba, pero en otro contexto subregional– capitalizó repentinamente, en el plano nacional, los efectos de ese giro del frente norteamericano: ¿qué otro cambio de política habría podido ser más conveniente para ese ejército devenido único poder político, y cuyo arsenal incluye una conciencia muy poco tranquila?5 C. F. M.

5. [N. del A.] Así es como se evaluaba en La Prensa, de Buenos Aires (30 de abril), el primer mes del gobierno de Viola: “La nación marcha hoy, sin ninguna duda y, sin exagerar, podemos decir que ella marcha bajo una sombra larga e incierta, cuya descomposición moral no es, lamentablemente, su ángulo más oscuro. La responsabilidad le pertenece a todos los argentinos; pero en primer lugar, y sin distinciones entre el gobierno y la Junta, al poder militar”.

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Los que se fueron, los que se quedaron Los intelectuales argentinos han sido como divididos por una línea esquizofrénica, entre los que se quedaron en la patria y los que se fueron. Conviene decir que unos y otros sufren de un estado de deterioro; es necesario, pues, promover cierta objetividad entre estos argentinos, tanto en los residentes actuales como en los “desinmigrantes”. En efecto, los intelectuales que han dejado el país durante los últimos quince años, forman parte de esta nueva categoría de argentinos que llamamos los “desinmigrantes”. Cuando llegan a su nuevo país, deben preocuparse primero por su alimentación, dicho de otro modo, por su trabajo. Algunos se vuelven, por ejemplo, mozos de café; otros llegan a encontrar una ocupación más cercana a sus costumbres. En los dos casos, se trata de subsistir sin patria, es decir con una dimensión menos, despojándose de uno de los atributos humanos: la relación con la tierra de origen y con la sociedad que la puebla. Eso equivale a vivir sin ropa, sin amigos, sin sexo, sin saber leer. Como deshuesados. Encontrarse sin patria viene a ser como perder su sentido, como esfumarse. Lo mejor que le puede pasar al “desinmigrante” es destacarse en su propia especialidad (su capacidad es uno de los motivos básicos por lo que es rechazado en su medio social de origen) y obtener una buena retribución por ella en el extranjero. Si posee un gran talento personal, podrá desarrollarlo hasta volverse una celebridad internacional. Pero ese talento funcionará de manera abstracta, directamente entre él mismo y su objeto, sin la mediación de la patria. El “desinmigrante” tiene tendencia a compensar la ausencia de sus actividades nacionales por una hipertrofia de sus nuevas actividades, en otro país que no está acondicionado para recibirlos plenamente. Un caso límite: el Che Guevara, triunfante en Cuba, cruelmente vencido en Bolivia. Su acción, desde luego, se inscribe en una patria latinoamericana que no se realiza sino por sectores, y de la cual su propio país está excluido por el momento: Argentina es tal vez el único país en el mundo donde el Che Guevara no es reconocido. Sin embrago, en los otros países de América Latina, los “desinmigrantes” constituyen una escuela de unidad latinoamericana. Pero su posición es dudosa: es demasiado fácil proclamarse latinoamericano en México, cuando no se es mexicano, o en Venezuela cuando no se es venezolano. Cuando los países europeos reciben esta “desinmigración”, descubren en América latina –y por casualidad, como en sus exploraciones del siglo XVI–, territorios culturales a los que continúan intentando colonizar e insertar en sus infraestructuras desarrolladas.

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Los “desinmigrantes”, desde sus nuevas y diversas residencias, continúan manteniendo sus viejas amistades: se escriben y se ven cuando viajan. Las “ramblas”6 de Barcelona reemplazan a la calle Florida para los encuentros ocasionales. Pero les falta lo que en su patria daba sentido y vitalidad a estas amistades: un proyecto en común que era, desde ya, un proyecto nacional explicito o tácito. Algunos “desinmigrantes” flotan en una especie de calma chicha, sin desplazarse, mientras que las corrientes de la realidad los rozan furtivamente. Para todos aquellos que se fueron, volver a Argentina, incluso como visitantes, es un problema que se inserta en otro mucho más amplio, excluyendo las posibilidades de subversión: aceptar o no aceptar las connivencias de la sociedad establecida actualmente en Argentina, adoptar o no adoptar sus estrategias. Ahora bien, estos “visitantes”, desde su partida, se han apartado de la nueva situación: el que vuelve del exterior puede aparecer fácilmente como un inoportuno, un tonto o un insolente. Resta saber, a fin de cuentas, cuál es la actitud más válida. La actitud de los que se quedaron (o regresaron) y que, incluso aceptando limitaciones que ya han interiorizado, representan la vida actual de la Argentina, y una forma posible de su futuro real distinta de la presente. O la actitud de los que se fueron, gracias a lo que han guardado su libertad de movimiento, aun cuando ésta se reduzca a la libertad de morir solo. C. F. M.

6. [N. de E.] En Les Temps Modernes, en castellano y entre comillas.

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¿País del futuro o del pasado? Es relativamente fácil explicar por qué Argentina no tiene un socialismo a la cubana: no es solamente el hecho de la fuerza disuasiva y represiva del Ejército, sino también el de un desarrollo capitalista casi autosuficiente y de una presión más lejana o menos ostensible del imperialismo. Pero, no es tan simple explicar por qué ni el confuso populismo peronista, ni incluso la más cómoda mesocracia radical no pueden encontrar su lugar en Argentina. ¿Por qué no logramos levantar y mantener una fachada democrática a semejanza de otros países de América Latina, cuyas riquezas naturales y creaciones culturales son similares a las nuestras (como México o Venezuela, por ejemplo); ¿por qué la violencia más terrible se ha desencadenado en Argentina en el último cuarto de siglo? Los sociólogos Guido di Tella y Manuel Zymelman se planteaban, en 1965, la cuestión de dilucidar lo que había fallado en el país, al punto de invalidar radicalmente las predicciones optimistas de los presidentes (y economistas) de fines del siglo XIX. Se hablaba entonces de 50, de 100 millones de habitantes, se hablaba de un destino, en América del Sur, paralelo al de Estados Unidos en América del Norte. “Es imposible no tener la impresión que algo –difícil de precisar– ha fallado en este proceso…” (Argentina, sociedad de masas, Buenos Aires, 1965). Paul A. Samuelson, economista laureado, formuló recientemente una respuesta sorprendente a todas estas preguntas. Comienza por confesar que si se le hubiera preguntado en 1945: “¿cuál es la parte del mundo que a su parecer verá el auge económico más impresionante en el curso de los próximos treinta años?”, habría respondido: “Argentina es el país del futuro”. Y eso, en razón de su densidad demográfica, de sus recursos naturales, de la educación europea de su población. Además, la Argentina de 1945 se encontraba “en ese estadio intermedio de desarrollo que puede permitir un pasaje cómodo a un crecimiento rápido” (revista Comercio Exterior, México, agosto de 1980). Samuelson intenta luego explicar la decadencia actual de Argentina apoyándose en la idea fundamental –y paradójica– de Schumpeter, uno de sus mentores teóricos: que “los niños mimados de la abundancia rechazan a sus padres y a su herencia. El desprecio que sienten por sí mismos los conduce al tedio y a la alienación”. Aplicando esta idea a la Argentina, “su enfermedad, diría entonces Schumpeter… está estrechamente ligada a la crisis del consenso social, a los resultados lógicos de la democracia populista”. Y sin embargo –considera Samuelson– no sería serio hacer a Perón responsable de la ausencia de ese progreso que prometía la posguerra: “unos años después que Perón hubiera dejado el país y mucho antes de su retorno, la inflación crónica y el crecimiento estancado, eran ya característicos de la región”.

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El viejo problema, por lo tanto, queda planteado. ¿Qué es lo que falló en Argentina en la segunda mitad del siglo XX? ¿La Argentina sigue siendo el país del futuro, o bien ya se transformó en un país del pasado (del futuro pero en el pasado)? Por mi parte, creo que Argentina conoció dos fracasos: primero, su autonomía en el plano internacional; luego, sus cualidades sociales e individuales. Grandeza y decadencia de los argentinos… La calidad nacional tan evidente en ámbitos tan diversos como la ganadería, el tango, el fútbol, la ciencia, el arte, siempre ha sido bastante mala en política. La oligarquía había tomado la costumbre de gobernar el país por intermedio de presidentes que eran, a escala nacional, lo que eran los “mayordomos” de las “estancias”7 de esta misma oligarquía. Cuando los mayordomos eran deshonestos o vagos, se llamaba a la policía; acá, a las fuerzas armadas. Pero, llegó un momento en que tanto los mayordomos como la policía se dejaron seducir por las multinacionales. Es en este nivel que se sitúa el desfallecimiento de la autonomía argentina, y es lo que Samuelson parece no tener en cuenta, ya que su notable análisis está firmemente encuadrado país por país, considerados todos como independientes y no como interdependientes o dependientes. Además y en contraste, hubo en América Latina, en ese mismo período de posguerra, otros movimientos, no ya populistas, sino abiertamente populares y socialistas. Tal vez es significativo que esos intentos no hayan tenido como marco los territorios de los antiguos virreinatos del imperio español, sino los de “regiones militares” (“capitanías generales”8): Guatemala, Cuba, Chile. En Chile, ese movimiento se impone por la legalidad, para ser luego aplastado en sangre. En Cuba, la izquierda triunfa gracias a la lucha organizada, y una figura argentina, el Che Guevara, se erigió en un paradigma que no pudo sino influenciar a la juventud de todo continente, tanto desde el punto de vista positivo (su rebelión incondicional contra la injusticia), como desde el punto de vista negativo (el instinto de muerte subyacente en su patética campaña en Bolivia). Por otro lado, la revolución cubana continúa ofreciendo el ejemplo del triunfo “increíble” de un movimiento popular a priori desesperado. En Brasil, en Uruguay y en la Argentina misma, el movimiento popular y socialista queda en la etapa de bosquejo, y es rápidamente ahogado por las fuerzas locales de la reacción. Este otro hecho no es menos evocador: los países donde las dictaduras militares de los años 70 se establecen más enérgicamente son aquellos en los que la inmigración había formado o modificado de la manera más operante. Y es otro país, Estados Unidos, también estructurado y reestructurado por la inmigración (incluyendo la que le llega hoy de los países latinoamericanos vecinos), el que apoya estas dictaduras del sur y refuerza su 7. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “mayordomos” y “estancias”, en castellano. 8. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “capitanías generales” en castellano.

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poder, poniendo en práctica su “fascismo exterior”, que consiste en perpetuar la sujeción fuera de su propio territorio, con el fin de autorizar internamente cierta libertad. Y así es como nuevamente se quiebra la autonomía de los países que forman el Cono devastado en el sur de América Latina. En cuanto al nivel individual de la calidad argentina, su fracaso más grande es Juan Perón, el personaje más importante de nuestra política contemporánea. La historia le ofreció la ocasión de fundar un partido popular duradero, y sus limitaciones personales terminaron por llevar ese partido a la ruina, así como a la clase social que representaba. Y en cuanto a los otros militares, sus enemigos… Cuando un dirigente obrero peronista consigue una neta victoria en la elección del puesto de gobernador de una provincia, las Fuerzas Armadas sacan al presidente Frondizi su poder constitucional (lo que no les impedirá darle a Perón, diez años después, las riendas de la nación entera). Continuemos examinando, clase por clase, algunos de esos fracasos objetivos y subjetivos: la oligarquía entregándose a su apetencia de posesión, únicamente preocupada por detener el curso de la historia para conservar sus intereses de clase, cruel y glacial hacia todo el resto, lanzando una mirada ávida sobre las sociedades multinacionales. La clase media, ahogada en su mediocridad de subsistencia, varias veces derrotada con el radicalismo. La clase obrera, impotente en su inmadurez, llevada por Perón hacia el rango de clase media, e incapaz, sin embargo, de encontrar una solución que no sea el “verticalismo” esterilizante de éste. Estas caracterizaciones no nos alejan mucho, parece, de ese “mal psicosomático” que Schumpeter diagnosticaba en el capitalismo, cuando predecía que su propio éxito sería su ruina. Egoísmo, falta de madurez, mediocridad: éstas son tal vez, en el ámbito interno, las causas mayores de la situación actual de la Argentina. Los grupos políticos y los intelectuales han rivalizado en incapacidad, en superficialidad, en oportunismo. Como si Dios fuera verdaderamente “criollo”9. Como si Argentina pudiera soportarlo todo. Lo que nos vuelve a llevar a la cuestión primera del enamorado tal vez engañado: ¿esta Argentina de hoy, es la verdadera Argentina? ¿La que hemos amado y amamos siempre, existe todavía fuera de nuestra imaginación? ¿No es, simplemente, la imagen reflejada –y narcisista– de una minoría más o menos intelectual? No hay nada nuevo en la Argentina de hoy: siempre hubo terratenientes, militares, banqueros, importadores, rentistas. Lo que ha cambiado, es la proporción de los grupos sociales complementarios u opuestos, y, por lo tanto, la repartición del poder. La única preocupación de las autoridades consiste en reconstituir la brillante superficie que es la oligarquía, sin tener en cuenta que la mejor y mayor parte del país se encuentra hoy bien por debajo. 9. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “criollo”, en castellano.

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Lo que necesita esencialmente la Argentina, hoy más que nunca, es autocrítica, cuyo ejercicio implica ahora nada menos que superar el miedo. Pero en esta Argentina de hoy, se oyen dos silencios desacostumbrados: el de los obreros, el de los intelectuales. En cuanto al pueblo, se diría que no existe. No más partidos, sindicatos, diarios, afiches, pintadas en las paredes, comentarios en la televisión, en la calle o en los “colectivos”10. No se ven ni tampoco se oyen más a los intelectuales en otro tiempo tan activos: muertos, exiliados, reducidos al silencio o sometidos (honor a los que de vez en cuando se atreven a abrir la boca). ¿A qué son reducidas, pues, las esperanzas de futuro de este presente? A que, el pueblo silencioso incube todo lo que un día deberá decirse, y que ese día, no se limite a repetir slogans demagógicos. A que los intelectuales sigan “inteligiendo” en un silencio táctico. A que los jóvenes de todas las clases sociales, los que estudian, los que siguen una formación, los que no tienen, para compararla a la suya, otra experiencia de la vida, sean capaces, en su ingenio, de provocar un cambio, el que sea, en la situación. C. F. M.

10. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “colectivos” en castellano, y entre paréntesis, la explicación en francés: petit bus.

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Les temps modernes y nosotros No es casualidad si hoy colaboramos (si hoy colaboro) en esta revista. Puesto que si leo los nombres que figuran en el índice, percibo que en su mayoría son antiguos colaboradores de una pequeña publicación –Contorno– editada en Argentina entre 1952 y 1958 e impregnada del pensamiento sartreano. No por espíritu de escuela, sino por otra razón: ¿quién, en esa época, entre los que pretendían tener una actitud crítica, no ha estado, más o menos, con todos los matices que se le quiera dar, influenciado por Sartre? Especialmente, en mi país y en Latinoamérica. Fue tomado como punto de partida. Y sin devoción alguna. Entre otras razones, porque, en la vida y en la obra del autor de Los caminos de la libertad nada motivaba una actitud eclesiástica. Más bien todo lo contrario: si algo corría el riesgo o presentaba síntomas de formalización convencional, Sartre era el primero en cuestionarlo. Y en cuestionarse. Lo que adivinábamos en sus actitudes era precisamente el reconocimiento (y la crítica obstinada y permanente) de las zonas donde todo escritor participa de manera ambigua en el poder. Se podría decir que esta incidencia del pensamiento de un francés sobre la labor intelectual de un grupo de jóvenes en la Argentina de 1955 se inscribe en una constante histórica que comienza –al menos– con el romanticismo. Se desprendería que este número de Les Temps Modernes, en el que colaboro, sea considerado como una nueva inflexión en un largo itinerario de colonialismo cultural. Pero no. De ninguna manera. Ya que si alguien se esforzó en denunciar –desde Europa– el eurocentrismo y su secuela de deformaciones, fue Sartre. De este lado del océano, digo. Y del otro, desde la perspectiva argentina y latinoamericana, somos nosotros, los antiguos colaboradores de Contorno (entre otros), los que hemos hecho de esta tarea una especie de profesión.11 Lo que hemos denunciado, desde el principio, dado que todos los dualismos nos parecían sospechosos, son las diferentes variantes –tradicionalmente cristalizadas– de la dialéctica amo/esclavo. El principio dinámico de nuestro trabajo fue el estudio del problema: amos eternos/sirvientes perpetuos, militares todopoderosos/civiles impotentes, oligarquías influyentes/pueblo despojado, hombre patrón/mujer pasiva. Y también el cuestionamiento de la relación profesor erudito/alumnos ignorantes, autor autoritario/lector sumiso, actor con voz/espectador mudo, intelecto 11. [N. de E.] En una revisión realizada en 2010, David Viñas incorporó la siguiente frase: “Y nada de postular cualquier comunión de los santos”.

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metropolitano/sexo colonizado, París cielo eterno/Buenos Aires infierno definitivo, “civilización” europea/“barbarie” latinoamericana, locos out/ cuerdos in, apropiación de la luna por los Estados Unidos/despojo de las galerías de las minas bolivianas... En este sentido, me parece revelador que uno de los argentinos en el que el pensamiento crítico sartreano (y la denuncia de la “fatalidad inmodificable” de la correlación amo/esclavo) tuvo más influencia haya sido Ernesto Che Guevara. Guevara considerado como uno de los personajes más eminentes de mi país. Y de América Latina. Más allá de toda santificación romántica, oportunista o trivial. Y más allá de toda condena episódica o banalizadora. Más allá incluso de sus éxitos (degradados por el exotismo) o más allá de sus fracasos (conmemorados por la miseria de los miserables). Más aún, pienso que el Che Guevara, en tanto lazo de unión implícito pero decisivo entre Sartre y los escritores de Contorno, puede ser tomado como emblema “generacional”. Propongo aquí una hipótesis. Con todo el malestar que me provoca esta categoría, pero apuntando a una eventual descripción de la “generación” del Che. Y de la problemática histórica a la cual se encuentra confrontada. De ahí que presuma que este número de Les Temps Modernes es una de sus consecuencias mediatas. Corre por mi cuenta, por supuesto, la suma de malentendidos que esta formulación podrá provocar. Incluso frente al mercado de la ideologías. Lo repito: se trata de una hipótesis. Y en tanto tal, es un desafío a mí mismo, que acepto. Incluso la concreción específica que provocó, en particular, este número de Les Temps Modernes: en el seno de todas las contradicciones del exilio, algunas vertiginosas, la mayoría humillantes, pocas, muy pocas, estimulantes, el contacto entre Claude Lanzmann y yo (a quienes inmediatamente se asociaron César Fernández Moreno, Claire Etcherelli y Marta Madero) se efectuó desde la perspectiva que trato de describir: sin burocracia, con un espíritu crítico, fraternalmente. Recuperando, en la medida de lo posible, lo que hay de auténtico en el itinerario que va de Sartre a Contorno pasando por el Che Guevara. Pero todos los que escribieron en esa antigua revista de Buenos Aires no figuran en el índice del que yo hablaba al principio. Ya que si varios de sus antiguos colaboradores se encontraron dispersos por la diáspora argentina (mi hermano Ismael está en Jerusalén, Adolfo Prieto en California, Adelaida Gigli en Italia, Tulio Halperín Donghi no sé dónde, Eliseo Verón en Francia, Oscar Masotta en Barcelona –muerto–), algunos viven silenciosa, dignamente en la Argentina actual, y otros, más o menos próximos a los trabajos de Contorno, por sus preocupaciones, sus coincidencias parciales, su problemática coti-

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diana, o sus divergencias, fueron asesinados por el fascismo: Rodolfo Walsh, Francisco Urondo, Haroldo Conti. Lo mismo ocurrió en Francia en la época de la ocupación nazi y en la España franquista. Y en momentos en que todo se crispa y se viven situaciones límite permanentes, dos o tres antiguos colaboradores de Contorno justifican hoy en sus escritos al ejército, la represión y los infinitos matices de la humillación. Estamos en guerra –una guerra no declarada, sorda y sucia– y estoy tentado a ser maniqueo. Condenarlos, demonizarlos y blanquearme de pureza. Formular sentencias siempre da buena conciencia: si no, no habría jueces. También me viene esta idea: ¿en qué medida una acusación puede subsistir en tanto concepto analítico? El dualismo nosotros/ellos parecería inevitablemente destinado a purificarme. Por esta razón, como sospecho del maniqueísmo en tanto cristalización extrema de la dialéctica, prefiero interrogarme: aquellos, ellos, los viejos compañeros de los tiempos de Contorno que se pusieron al servicio de los generales, ¿en qué medida no encarnaron los elementos regresivos que ya se encontraban en Contorno en 1955 (y que no fueron suficientemente criticados en ese momento), los componentes reaccionarios que están en mí e incluso los ingredientes autoritarios de toda nuestra izquierda argentina, evaluados de manera insuficiente? Pero vuelvo al índice de Les Temps Modernes: hay otros nombres que, “generacionalmente”, vinieron a agregarse al antiguo núcleo de Contorno, no siendo éste más que un punto de referencia. Desplazamientos, rectificaciones, discusiones y reencuentros, amarguras y estrechas alianzas: Fernández Moreno, Gelman, Bayer, Portantiero, Braun... Pero, más allá de la lectura de esta lista, leo ahí, no sólo la repetición –dramática– de las presencias de Sartre y del Che Guevara, sino también (y de manera muy densa) la de los acontecimientos claves a los que asistimos o vivimos juntos: el proceso peronista, la revolución cubana. El exilio. Si este exilio fue, para casi todos los colaboradores de este número de Les Temps Modernes, un desgarramiento brusco y doloroso, no es menos cierto que se esbozó en gran parte desde el instante en que habíamos comenzado a tener una actitud crítica. Me pregunto si nuestra exclusión no se perfilaba ya en el desacuerdo, la oposición inicial, más o menos imprecisa entonces. ¿Era un proceso cuyo itinerario se bosquejaba en sus propias exigencias? ¿Del no-conformismo a la crítica, del criticismo a la heterodoxia y de ahí a la marginalidad? ¿Se trataba de eso? ¿Y de los confines de esta marginalidad, hacia afuera? ¿El exilio de “la generación del Che” ha sido principalmente el resultado de una fascinación ejercida por este hombre nacido en la misma Argentina del yrigoyenismo donde nacimos nosotros?

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¿Del desafío lanzado por un individuo históricamente formado en la época peronista 1945-1955? ¿En qué medida se produjo una identificación de nuestra parte, o, en qué medida el Che obró de precursor? ¿Tal vez porque creímos ser los únicos que no podían ser “cooptados”? ¿Hasta qué punto el Che no puso en marcha un exilio que nosotros presentíamos o provocábamos desde hacía ya algún tiempo? ¿Cómo hemos llegado, todos nosotros –el Che y cada uno de los exiliados argentinos que hoy colaboran en Les Temps Modernes– a pensar que el exilio era la manera de darnos cuenta de los límites de la Argentina? ¿En qué medida el exilio es la mala conciencia de la Argentina y la Argentina, a su vez, una ausencia presente en todos los exiliados? E inversamente. O, por llevar la cuestión al extremo: ¿hasta qué punto los “amos” de la Argentina actual no nos excluyen, precisamente porque siempre hemos querido tener su secreto? ¿O, porque el Che y nosotros representamos su muerte? E inversamente. Desde ahora. D. V.

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De la crisis del país popular a la reorganización del país burgués1 Por Juan Carlos Portantiero A medida que el tiempo pasa y con él van perdiendo vigencia los pronósticos catastróficos e inmediatistas, el tema de las dictaduras militares en el Cono Sur adquiere otra dimensión. Atrás queda, como respaldo analítico, como referente importantísimo para el debate actual, la discusión brasileña que, desde finales de los sesenta, comenzó a poner las bases para una reinterpretación del sentido de los nuevos autoritarismos. A partir de 1973, sucesivamente Uruguay, Chile y Argentina aportan nuevos elementos para un debate que no puede resolverse con el auxilio de estereotipos: la emergencia del poder militar en los países más homogéneamente capitalistas del continente implica un desafío para los analistas y, sobre todo, para los movimientos políticos de izquierda, íntimamente descoyuntados por la barbarie represiva; política y militarmente derrotados. En un texto de 1925, Gramsci reflexionaba: “Hay que considerar que la victoria del fascismo en 1922 no es una victoria sobre la revolución, sino la consecuencia de la derrota sufrida por las fuerzas revolucionarias en razón de sus carencias intrínsecas”. Indagar sobre esas carencias parece una tarea mucho más urgente y fructuosa que la de satanizar al enemigo. Desde los tiempos del “dependentismo” más exacerbado, coincidente, a principios de los setenta, con un ascenso del movimiento popular, hasta los tiempos actuales, de exilios y fracasos, han pasado más años que los que marca el calendario: ante nosotros está el fin de una época y la transición hacia otra. Las ciencias sociales y la militancia política, sin embargo, no se han desenganchado aún del estupor que la realidad les plantea o, en todo caso, intentan exorcizarlo con el recurso del triunfalismo: agrio vino en viejos odres. Cierto que ya nadie resucita los himnos –que después fueron lúgubres– con los que el “dependentismo” extremo convocaba a la alternativa entre “socialismo o fascismo”. Pero todavía hay algunos que creen que analizar realistamente el desarrollo de estos capitalismos –los que se negaron a compartir el juicio de los intelectuales de izquierda sobre su estancamiento irremediable...– significa participar de los valores bárbaros sobre los que se asientan. 1. [N. de E.] Artículo publicado también en Cuadernos de marcha, 2ª época, Nº 2, julio-agosto de 1979, México, CEUAL, pp. 11-19.

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Frente a una realidad trágica que dejó atrás el optimismo de 1970, que no coloca en la agenda de las próximas horas la “actualidad de la revolución”, el pensamiento tiende a hacerse más prudente: temas que para las izquierdas fueron casi siempre motivo de manipulación, aparecen ahora cargados de sentido sustancial. Por ejemplo, el de la democracia. Pero quedan dudas. ¿Hasta qué punto el anuncio de una problemática nueva conlleva haberse librado del lastre de indagarla con premisas viejas? ¿Hasta qué punto, para las izquierdas, es posible discutir de otro modo el tema de la democracia; de un modo diferente al que se utilizaba en los años treinta en la época del auge de los frentes populares? Repásese la discusión actual sobre si estos regímenes son o no “fascistas”, para ver hasta qué punto somos tributarios de argumentos arcaicos. Es cierto que la discusión no es académica sino política, pero lo que tiene de político es viejo. El tema de la democracia como salida a estos autoritarismos, implícito en la discusión sobre el “fascismo”, podría (debería) ser un tema nuevo, con argumentos nuevos, aunque sólo fuera porque la relación entre democracia y socialismo está en el mismo centro de la polémica actual del marxismo europeo2. (Más aún: quisiera decir que si el marxismo no resuelve esa dificultad de la interacción entre ambos términos estará agotado como programa de la revolución contemporánea y quedará confinado como una teoría estatalista de la acumulación del capital en sociedades atrasadas). De todos modos, y volviendo a la discusión taxonómica, categorial, semántica, sobre el fascismo en el Cono Sur, pueden agregarse algunas cosas. Esta discusión, pese a sus rasgos nominalistas, marcó en algunos una intención rescatable: la de intentar colocar el espacio del debate en el terreno de la política, de los conflictos entre fuerzas, de las formas en que son expresados los recónditos contenidos de clase por las relaciones entre grupos sociales. Era una manera de comenzar a librarse de las astucias de un razonamiento “económico” de los hechos políticos. Al negarse a aceptar la asimilación mecánica entre una etapa de desarrollo del capitalismo y un tipo de régimen político y, en otro plano, al rechazar la ingenuidad sociológica de calificar como fascismo a todo autoritarismo, de hecho se llamaba la atención acerca de la necesidad de introducir entre una dimensión llamada “la economía” y otra llamada “la política”, una red más densa de variables que complicaban la linealidad causal. Linealidad, por otra parte, compartida tanto por los “desarrollistas” de los cincuenta que veían en el crecimiento económico la condición de la democracia, como por ciertas izquierdas que derivaban de la dependencia el atraso económico y el fascismo. 2. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, “Marxismo contemporáneo”.

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Frente al esquematismo de las ecuaciones “optimistas” o “pesimistas”, lo que surgía tácitamente era la necesidad de introducir, entre economía y política, “la sociedad” como variable conceptual, en el sentido que Nettl había propuesto al Estado, algunos años atrás. Esta presencia, como instrumento analítico, de “la sociedad” –entendida no como una estructura reificada sino como un proceso de producción de relaciones sociales– implica, a su vez, la posibilidad de comenzar a distinguir entre “sociedades”, particularizadas, cada una de ellas más allá de la igualación que pudiera establecerse en otras dimensiones, como sistemas hegemónicos irrepetibles, articulaciones específicas de significados económicos, políticos, éticos, culturales. Nadie duda del “aire de familia” que rodea a los procesos que tienen lugar desde mediados de los años sesenta en los países del Cono Sur. En ellos sintéticamente (y con la excepción del Paraguay, cuyo estilo dictatorial es más antiguo y tiene otras características) se ha puesto en marcha el intento de creación de un nuevo capitalismo y, en cada uno de esos casos, esa transición vino acompañada por una crisis de disolución de las formas políticas y sociales propias del momento anterior. La característica común es, pues, la movilización de procesos de reorganización del capitalismo que exigen una ruptura de la continuidad política. Pero esa forma estatal de reorganización del capitalismo en la América Latina de hoy no es la única posible, como los casos de Venezuela y México (quizá Colombia, pero con más dudas) lo demuestran: el capitalismo dependiente, llegado a cierto nivel de desarrollo, puede (y esto es casi una trivialidad) reestructurarse sin necesidad de graves discontinuidades políticas como las que han tenido lugar en el sur. Y es precisamente esa diferencia específica la que debe estar en el centro de la discusión y no las dimensiones más generales de los fenómenos, que por querer explicar todo no explican nada. ¿Crisis del capitalismo dependiente? Sí. ¿Reubicación de esas burguesías periféricas en el sistema mundial, lo que implica la renegociación de su lugar con las burguesías transnacionales? En efecto. Pero estas líneas generales no dan cuenta de las diferencias particulares entre el México actual y la Argentina actual; menos aún de las especificidades que distancian entre sí a Brasil, Chile y Argentina, por ejemplo, en donde la igualación no se vincula sólo con esas dimensiones sino también con las características más puntuales del hecho estatal: clausura del sistema político y militarización del aparato gubernamental. Ciertamente estamos, en todos los casos, ante procesos de cambio dirigidos por burguesías que deben reajustar sus orientaciones y sus

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comportamientos a una vasta reestructuración que se está operando en el capitalismo a escala mundial: si 1930 marcó un punto de quiebre en el mundo, estas décadas, con características de funcionamiento muy distinto, indican otro tanto. La reorganización en curso del capitalismo mundial afecta de manera muy especial a aquellas naciones que pertenecen al tipo que Wallerstein llama “semiperiféricas”, es decir, que ocupan una posición intermedia en la división internacional del trabajo y que, en momentos de crisis de la economía mundial, resultan particularmente sensibles a la necesidad de reubicación en el sistema. Y ése es el caso de nuestras burguesías. Los movimientos necesarios para este “reacomodo” en escala internacional implican, generalmente, cambios políticos. Porque la transformación trae consigo desplazamientos en el equilibrio de poder interno: principalmente en el que debe establecerse entre las distintas fracciones de la clase dominante, pero además en la relación global entre Estado y economía (modelo de desarrollo) y entre Estado y masas (modelo de hegemonía). A veces –dependiendo del grado de autonomía del Estado como mecanismo de control– estos cambios vienen acompañados por crisis graves y por rupturas bruscas de la legitimidad anterior. En todos los casos hay transformación hegemónica. Los mecanismos habituales de estos cambios morfológicos integran algún capítulo de ese proceso global al que Gramsci aludió como de revolución pasiva: “modernización” de la sociedad y del Estado, organizada desde el propio Estado, “desde arriba”, lo que implica un proceso, por cooptación o por decapitamiento, de liquidación de las franjas de autonomía “peligrosas” alojadas en la sociedad civil. De una manera u otra la transformación implica disolución de las constelaciones sociales y políticas que fueron “superestructura” de la etapa anterior al desarrollo. De esta descripción me importa subrayar un elemento que de ninguna manera considero obvio: no estamos frente a procesos “restauradores” sino a movimientos de cambio, de transformación del capitalismo, esto es, dotados de dinamismo. Lo que hay que indagar –tratando de descartar en este nivel del análisis categorías éticas– es cuáles son las formas que adquiere, para cada burguesía, ese dinamismo. En otras palabras: analizar cuál es la manera en que las clases dominantes responden al estancamiento que le provocaba al sistema la situación anterior, para la cual, como premisa, es menester librarse del sentido común “catastrofista” (que acompaña al marxismo como la sombra al cuerpo y que cierto “dependentismo” recuperara en los sesenta para los análisis sobre América Latina), por el cual se confunde a la crisis de una etapa de desarrollo capitalista con la crisis del capitalismo.

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Ubicados en este marco de reestructuración de un sistema, los golpes militares son el punto de partida político para un intento “epocal” y no “coyuntural”: una tendencia de largo plazo hacia la reestructuración de las relaciones entre Estado y Sociedad, mediante la creación de las bases para una nueva hegemonía. En ese sentido, no se trata de un paréntesis entre un pasado y un futuro continuos sino del intento de fundación de un Estado, de un sistema político y de una sociedad civil, sobre el terreno de un nuevo modelo de desarrollo. Este largo excursus parece habernos alejado demasiado del tema en cuestión: Argentina y su crisis. Pero me importa llegar a ese núcleo con esta previa argumentación general, ubicando nuestro problema en el entrecruce de estas dimensiones compartidas por todas las sociedades de mayor desarrollo relativo del continente: el nuevo orden mundial en curso; los intentos de recolocación de las naciones capitalistas intermedias en ese orden; los cambios en la base social de la hegemonía a los que esos intentos dan lugar, o sea, la nueva estructuración, desde arriba, de relaciones entre sociedad y Estado que deberán legitimar ese nuevo desarrollo. A partir de aquí cada camino diverge, porque es la sociedad, red de relaciones sociales, la que otorga los límites y las potencialidades. La crisis y el cambio se especifican: cada sociedad recupera su identidad como una combinación única, como una producción histórica de relaciones de fuerza internas que se constituyen comunicadas con la acumulación particular de cada pasado y desde allí generan su probabilidad como proyectos. En ese sentido, la crisis argentina, crisis y transición de un modelo económico y de una forma de hegemonía a otro modelo y a otra forma, es irrepetible: no es el ejemplo de una “ley” general. Paradoja y decadencia Durante mucho tiempo los análisis sobre Argentina que se hacían desde los centros universitarios del exterior tipificaban el caso como una paradoja. La “paradoja argentina” consistía en lo siguiente: ¿cómo es posible (se decía) que un país con tanta riqueza en la producción de alimentos, con una economía de mercado totalmente integrada, con un sector industrial desarrollado que ocupaba a grandes contingentes de fuerza de trabajo calificada, con un alto nivel de alfabetización y una baja tasa de crecimiento demográfico, con ausencia de problemas raciales (y los atributos seguían); cómo es posible, entonces, que con todos esos “dones” no hubiese podido superar su inestabilidad política crónica y su errático y mediocre desempeño económico?

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Esta rutinaria perplejidad frente a “la paradoja” parece haberse ya perdido. Sin embargo, Argentina, en los análisis, entró en la categoría de las sociedades “ingobernables”, y en tanto tal, inserta en el rubro de la “decadencia política”, integrado por aquellos países en los que toda (cualquier) acumulación de poder es imposible. Por estos años el Consejo de Seguridad de los Estados Unidos reforzó ese desdén: Argentina, para sus analistas, no figura en calidad de “potencia emergente” de América Latina, a diferencia de Venezuela, de Brasil y de México, con lo que quieren decir que el capitalismo transnacional no guarda ninguna expectativa acerca de un ascenso del país en la escala mundial de los próximos años. Lo que se ha consolidado es, pues, la imagen de la decadencia; la idea, para muchos no inédita, de que la Argentina burguesa no iba a tener destino fuera de la “Pax Britannica”, definitivamente concluida en los años treinta. Y en efecto: poco puede explicarse de la Argentina de hoy sin incluir, como una percepción dura de los actores sociales, esta vaga noción, no por difusa menos terca. A menudo se ha insistido en comparar las intervenciones militares en Brasil y Argentina, y los proyectos emergentes de ambas situaciones. Sin embargo puede ser de más utilidad recalcar las diferencias. Lo analíticamente interesante del proceso brasileño, desde 1964, es comprobar cómo, desde el poder autocrático, se movilizaron todas las energías nacionales para expandir salvajemente el capitalismo: el golpe vino, sobre todo, a eliminar un “cuello de botella” político (el populismo de Goulart) que trababa un desarrollo industrializador cuya fortaleza venía de atrás. Los militares aplican todo el poder despótico del Estado para consolidar una “modernización” irrefrenable que ahora culmina, un par de décadas después, en la creación de una nueva sociedad civil. En Argentina el análisis puede seguir un rumbo inverso: lo que llama la atención es que el objetivo (pese a que la retórica pueda decir lo contrario) no es la expansión sino la limitación, el achicamiento de una sociedad que, pese a todo, sigue manteniendo todavía los restos de haber sido la primera sociedad realmente capitalista de América Latina. En Brasil reina la lógica del poder; el discurso de la economía (que siempre es el discurso del poder) como garante de la “grandeza”. En Argentina sobrevive, aunque acorralada y a la defensiva, la lógica de la sociedad, el discurso de la política y de los valores (discurso ambiguo en cuyo interior, hasta cierto momento, todo parecía posible3) y la economía es sólo mentada como necesidad, como carencia, como límite. 3. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, “posible”, en bastardillas.

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Por fin, lo que atrae del Brasil de hoy es ese “nacimiento” de una sociedad, desde el terreno de una civilización burguesa creada en veinte años por el Estado, cuya potencialidad es aún un enigma, pero lleno de riquezas. Lo que aterra, en cambio, en la Argentina de hoy, es el proceso de destrucción de la sociedad civil preexistente, de una sociedad sobrepolitizada y sobreideologizada, que protagonizó el ciclo crítico más potente en América del Sur –que abarcó desde 1969 hasta su desintegración en 1976–, y cuyas bases tienden a ser hoy sistemáticamente desarticuladas. El interés de Argentina sigue estando en esa lógica de la sociedad: en su capacidad de resistencia frente al Estado, en sus posibilidades de recomposición. En una palabra: el “tema” de Argentina es el de los resultados de la crisis que empieza en el 69, de las respuestas de la burguesía a partir de 1976, de la reestructuración posible de una sociedad civil que erró en sus metas pero que no ha dejado de existir. Ése es el balance que no se ha hecho todavía, porque los discursos fueron desarticulados: o analizaban los comportamientos de las clases dominantes, a partir de imputarles una abstracta racionalidad implacable, o vivían de manera voluntarista (satanización del enemigo, triunfalismo sin autocrítica ninguna) el desenlace trágico de la crisis nacional que comienza a partir del “Cordobazo”. En 1924, Gramsci comenzaba a modelar la autocrítica que luego sería el cemento de sus Cuadernos de la Cárcel, colocando a su propia actividad y a sus propios errores en el centro y no fuera de la explicación de los orígenes del fascismo: “fuimos un aspecto de la disolución general de la sociedad italiana, convertida en horno incandescente donde todas las tradiciones, todas las formaciones históricas, todas las ideas prevalecientes se fundían a veces sin residuo…”. La reflexión parece aplicable a Argentina. La crisis y la derrota del país popular Pese a que ninguna de las características de la Argentina actual puede explicarse sin hacer referencia al período abierto en 1969, no existen análisis sobre esa crisis. Menos aún se dispone de valoraciones por parte de los grupos políticos activos acerca de su papel en ella. La historia parece haber devorado ese momento, esa encrucijada de la protesta que pudo dar lugar a la estructuración de un profundo movimiento social que iniciara un nuevo ciclo histórico, pero que culminó en una derrota catastrófica. Desde mediados de los cincuenta, cerrado el paréntesis nacionalpopular, la Argentina burguesa comenzó a mostrar descarnadamente la realidad de su decadencia, manifestada en las dificultades para encauzar, dentro del nuevo orden postbélico del capitalismo mundial, la expansión

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de una industria desarrollada bajo el proteccionismo (automático o deliberado) que muy pronto satisfizo la demanda acumulada y que creó la política redistributiva del Estado populista. Los intentos para ampliar los límites de ese horizonte (al que los economistas llaman agotamiento de la sustitución “fácil” de importaciones) por distintas razones fracasaron o quedaron a mitad de camino. Esto último fue lo más habitual y lo que más incidió en el estallido de la crisis a finales de los sesenta; lo que hizo retroceder la decadencia a planos de catástrofe para el país burgués. No hay duda de que Frondizi primero y Krieger Vasena después, avanzaron en la modernización capitalista colocando a la industria transnacional como eje de la acumulación. Pero la incidencia de ese hecho fue mucho más profunda en el plano social y cultural que en el económico en cuanto a los cambios que produjo. Se repetían otra vez las características de un proceso que, por supuesto, no es sólo atributo del desarrollo argentino, pero que allí ha adquirido rasgos notables, al menos desde la entrada en la industrialización posterior a la crisis del año treinta: lo que calificaría como una historia de “mutaciones incompletas”. En efecto: cada una de las transformaciones operadas en la sociedad y en el Estado (y en sus articulaciones) se produjo siempre sin que la configuración anterior fuera suficientemente replegada o subordinada. Así, los nuevos ciclos, que obviamente incorporaban actores, situaciones y símbolos culturales nuevos, arrastraban la coexistencia con “lo viejo” en todos esos planos, marcando una continuidad patológica que no dejaba vencedores netos. Las características del conflicto social se complejizaban enormemente, porque cada coyuntura era el resultado del entrecruzamiento de demandas generadas por grupos que no habían perdido su capacidad de presión (y, en el límite, de veto) frente a otros que acababan de adquirirla. En una situación así resulta lógica la sobrepolitización y sobreideologización de los conflictos, porque todos los actores debían concurrir sobre el Estado –botín a conquistar, punto de referencia–, como agente asignador de los más variados recursos, para todos los grupos. No es de extrañar que esa sociedad, que crecía por adición y no por síntesis, fuera desbordando los contenidos de legitimidad que el Estado debía encarnar, invadiendo su “autonomía relativa”, colocando a la crisis de hegemonía como una situación crónica y a la intervención militar como una (aparente) forma en que el Estado pudiera poner distancia estamental frente a la “ingobernabilidad” de la sociedad. La crisis que estalla en 1969 es la crisis en el interior de esa sociedad civil, sumamente compleja pero desarticulada, que reacciona frente al primer intento del autoritarismo militar por “ordenarla” a través del cierre

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del sistema político, esto es, de la clausura del canal normal para el procesamiento de sus demandas. La profundidad de esa crisis, la resonancia que alcanzó la protesta, no puede ser subestimada, y no sólo en referencia a la propia historia nacional: quiero repetir que en su interior contuvo elementos “sociales” que superaron cualitativamente a otras intervenciones de masas que tuvieron lugar en la misma época en países comparables de América Latina. Como toda crisis, detrás de ella se hallaba, impulsándola, una explosión de demandas sociales; si ella tuvo finalmente un desenlace reaccionario, a través del actual proceso de revolución pasiva, es el resultado de la distancia infranqueable que se estableció entre esas demandas y las ofertas políticas, y de la inconsistencia que hubo en la articulación entre una nueva oposición social y una nueva oposición política. El análisis de las demandas sociales que se plantearon desde el 69 es largo y complejo y no podría intentar desplegarlo aquí. Por lo pronto, ellas estaban cargadas de la heterogeneidad propia de esa historia de “mutaciones incompletas”, de modo que cualquier lectura simplista en clave de enfrentamiento neto entre clases polarizadas es superficial. Ni siquiera el “Cordobazo” puede ser visto exclusivamente4 como protesta obrera. En la movilización general (esto es, en “la crisis” vista como un incremento de la participación que quiebra la relación “normal” entre representantes y representados) se condensaron en muchos elementos (económicos, políticos, culturales) los reclamos de diversas categorías sociales que abarcan clases, fracciones de clases, estratos de población y clivajes regionales. Desde el 69 hasta la salida del gobierno militar, en 1973, el Estado autoritario, jaqueado por la sociedad, se fue disgregando (aunque no, como se vio después, en sus “poderes de reserva”), marcando el punto más alto de la crisis de dominación: el país burgués parecía avasallado por el país popular. Claro está que la reconocida heterogeneidad de los actores envueltos en el conflicto no implica para el analista la incapacidad de jerarquizarlos. Y aquí retorna la necesidad de considerar la situación de crisis como una ecuación en la que se vinculan demandas sociales con ofertas políticas. Esto es, como un tema en el que se articulan –a la manera de un flujo de entradas y salidas– la disolución de la vieja hegemonía y los intentos por construir una nueva. Leer la crisis desde los fracasos por consolidar este último intento es hoy la única tarea creativa posible para la izquierda. Pero, lamentablemente, sigue siendo una tarea no realizada: resulta más simple culpar hacia fuera que interrogarse hacia adentro. 4. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, “exclusivamente” en bastardilla.

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¿Qué quedó de la crisis nacional? ¿Qué dejó el período que se cierra en 1973 y el que sigue desde allí hasta el golpe de Estado de marzo de 1976? He hablado de actores sociales movilizados cuyas demandas pueden ser jerarquizadas como protagonistas principales en la constitución de un proyecto contrahegemónico. Ellos son: la clase obrera industrial, la juventud, parte de los intelectuales generados internamente por la “modernización” desarrollista y externamente por la Revolución Cubana, la crisis de los socialismos y la revuelta cristiana. Sus reclamos eran mucho más que “económicos” (a diferencia de otras fracciones de clase también involucradas en la crisis): cuestionaban un modelo cultural y un estilo de desarrollo social y político. Para sus demandas aparecieron inicialmente dos tipos de ofertas políticas: el corporativismo “clasista” y la guerrilla. Ambas, de una manera u otra, ignoraban en lo profundo a la política; no eran, de hecho, ofertas políticas sino ideológicas o éticas. El fracaso de los partidos y de los sindicatos como articuladores de hegemonía (claramente visible entre 1973 y 1976) tampoco iba a ser cubierto por el aislacionismo clasista o por la violencia iluminada que trastocaba hasta el vocabulario de la política y que quería resolver con actos y metáforas militares, obviamente dicotómicos, la complicación de una sociedad civil fragmentada. Ni el clasismo ni la guerrilla podían ser núcleos de agregación social, portadores de hegemonía, receptores políticos de las nuevas demandas sociales. Fueron otra cosa, reafirmando la citada frase de Gramsci: un aspecto de la disolución general de la sociedad. Así, al transformar la interpretación de los conflictos de la sociedad argentina en conflictos puros entre capital y trabajo (clasismo) convocaron a sus demonios homogeneizando a la burguesía; y al buscar la militarización de la oposición política (guerrilla) lograron que la profecía se cumpliera pero con un trágico signo inverso. Al fin del proceso, sociedad burguesa y estamento militar encontraron un consistente y duradero lenguaje común. No quisiera (ni podría, en verdad) detenerme ahora en el proceso que va desde 1973 hasta 1976, momento en que confluyen y se deshacen hasta su reconversión, catalizada por el golpe militar, los datos de la crisis: el apogeo triunfalista del “camporismo”, con la revolución inocentemente vista en la agenda diaria; la captura por parte del verdadero populismo (la breve etapa de Perón en el gobierno) de las demandas acumuladas; la disolución isabelina, que volvió a centripetar todas las fuerzas sólo superficialmente centrifugadas en la furtiva reinstalación de un Estado populista, demasiado tardío y frágil para poder absorber, como se propuso, el conflicto entre un país en decadencia burguesa y un nuevo mundo de reivindicaciones sociales.

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El período isabelino es, en ese sentido, ejemplar, porque al descentrar todas las fuerzas sociales (en tanto la “distancia estatal” llegó a ser inexistente) reveló de qué modo la disolución del país burgués arrastraba –por carencia de reales alternativas de recambio– a la disolución del Estado como equilibrio más o menos estable y consistente entre sistema político y sociedad civil. Pudo hablarse entonces de “weimarización” de la Argentina. Más allá de la metáfora, si alguien quiere ver en estado orgánico casi puro una crisis de hegemonía, que recurra a analizar la sociedad argentina entre 1974 y 1976, espejo de una verdadera “feudalización” del poder. En ese período el clasismo es ya un recuerdo (no, claro está, respecto a las demandas sociales de las que quiso ser respuesta), y la guerrilla había sido políticamente derrotada aunque aún no lo supiera: la debacle militar posterior al golpe de marzo fue sólo un corolario. Reaparecen, durante el ciclo isabelino, dos actores: el sindicalismo y los partidos políticos. El primero, en un papel mucho más protagónico que jamás que había tenido: desde mediados del 75 fue, en la progresiva vacancia de autoridad que caracterizó a Argentina, el factor de poder más importante. Pero, tanto sindicatos cuanto partidos (y nunca como entonces hubo tanta voluntad concertada por parte de éstos para salvar la imagen de representación “normal” en la que buscaron incluirse desde comunistas hasta conservadores), fracasaron absolutamente como núcleos de agregación hegemónica, perdidos entre un reivindicacionismo corporativo y una parálisis moribunda. Las potencialidades transformadoras de la crisis, sin oferta política a su altura, se diluían en el caos tras intentar primero una recomposición imposible en el anacrónico discurso del Estado nacional-popular, y transitar enseguida por la trágica verdad de la fragmentación absoluta: los sindicatos pidiendo incrementos salariales, la guerrilla convocando a la violencia purificadora, los partidos anémicamente solícitos de participación ciudadana, mientras el termómetro de la inflación colocaba al rojo esa pugna distributiva por toda clase de recursos y las Fuerzas Armadas esperaban el momento de ser convocadas como Partido del Orden. El golpe de marzo y la reconstrucción del país burgués Dentro de ese cuadro de múltiples complicidades, deliberadas o inadvertidas, estalló el golpe casi como un fenómeno de la naturaleza. En las intervenciones militares posteriores a 1955, el desencadenante siempre había sido –tanto en el derrocamiento de Frondizi como en el de Illia– el temor a que el peronismo, ese “poder de reserva” protector de las clases

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populares, retornara al poder aunque fuera parcialmente. El golpe del 76, en cambio, ponía al Ejército en el centro absoluto, sin los obstáculos que tuvo que tener en cuenta en el 66. Los partidos, los sindicatos, la guerrilla, habían fracasado. Perón estaba muerto y el Estado populista, aquel gran ausente requerido con nostalgia durante los 18 años que separan 1955 de 1973, había ya retornado para someterse sin éxito a la dura prueba de las nuevas relaciones sociales. Tras el desorden, sólo quedaba el orden profesional de los militares como salvaguarda de la desnuda necesidad de orden de la burguesía. Es el momento en que en el discurso militar se articula la ideología totalitaria de la burguesía, auxiliada por las capas medias, quienes depositan en las Fuerzas Armadas la unificación de sus mandatos políticos frente a la crisis del pluralismo civil como canal de representación de intereses y de símbolos culturales. La disolución de la intervención popular en la crisis social del 69/73 y la incapacidad para transformar la protesta en un proceso de construcción de hegemonía, reunificó el frente de las clases dominantes. ¿En qué condiciones? Aquí puede retornar la mención al discurso de la economía como sostén de la racionalidad de la dominación. El poder burgués se reconstituye en esa Argentina que recomienza en 1976 sobre los datos de largo plazo, ya señalados, de las transformaciones en curso del sistema capitalista mundial y de la imprescindible necesidad de encontrar un lugar en ese cambio; un lugar que no podrá hallarse repitiendo las orientaciones de los cuarenta y los cincuenta. En ese contexto, no es extraño que el liderazgo de la reorganización quedara en manos de un equipo económico dispuesto a colocar en el centro de las iniciativas de reconstrucción a una fracción de la burguesía agraria. Pero esta vez no se trataba de una mera decisión coyuntural destinada a resolver la gravísima crisis interna5. La recomposición del país burgués, tras un proceso que había sido vivido como de guerra civil desatada por el otro país que venía del populismo y de la crisis del 69, debía necesariamente articularse alrededor de esa fracción, pues ella encarna “epocalmente” la mejor posibilidad de adecuación a la nueva realidad del capitalismo mundial. A una realidad, en cuyo interior las burguesías “semiperiféricas” sólo pueden asegurarse un lugar si se abren al mercado concurriendo con la oferta de sus “ventajas comparativas”. La idea vulgar es que estos intentos hegemónicos por parte de la fracción moderna de la burguesía agraria (diversificada en la finanza y en la industria) implica una restauración pastoril. La realidad es otra. Esta fracción –que, en primer lugar, no es exclusivamente agraria y en cuyo plan de reestructuración 5. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, “externa”.

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del capitalismo sacrificará sin duda, como sucedió en la década del treinta, a otra parte de los propietarios rurales– se estructura alrededor de una característica decisiva para explicar su predominio: es la única capaz de producir mercancías competitivas en escala mundial y, en ese sentido, es la que mejor puede articularse en la nueva división internacional del trabajo. A ese status puede llegar sin grandes inversiones ni cambios tecnológicos profundos: le basta con que el Estado no actúe como mecanismo redistribuidor en su contra. Esta burguesía –tradicional y a la vez moderna– se instala en los términos de la “paradoja” con que se describió la situación argentina, aceptando sus premisas pero redimensionando sus metas. Ya no se trata de hacer de Argentina una potencia capitalista sino de terminar de constituirla como una sociedad burguesa. Los datos conocidos (ausencia de crisis alimentaria y energética, relativa diversificación industrial, bajo peso –en relación con otros países del continente– de la transnacionalización del sistema productivo, carencia de problemas demográficos, patrones “europeos” de ingreso y urbanización) colocan las bases para este proyecto de recomposición de un país burgués al que le “sobraba” la industria generada por decisión política del Estado proteccionista y redistributivo. Se trata de redimensionar al país; de achicarlo económica, social y culturalmente, reconvirtiendo, en primer lugar, el aparato productivo, no para liquidar a toda la industria sino a cierta6 industria, sin importar acá los cortes habituales (nacional/extranjera; pequeña/grande) sino otros criterios no puntualmente equivalentes a esas grandes divisiones: la discriminación corta más por el tipo de producción –en cuanto a funcionalidad en relación al proyecto global– que por nacionalidad o tamaño del capital. Lo que la clase dirigente está planteando al conjunto de la burguesía hoy, es el problema de las condiciones de viabilidad para el capitalismo argentino dentro de la reconstrucción del orden mundial, invirtiendo totalmente la propuesta nacional-desarrollista vigente desde los años 40. Es evidente que este proyecto de administrar la decadencia no puede aplicarse en una sociedad como la argentina sin grandes costos e, incluso, no puede descartarse que esos costos de la reconversión –no sólo material sino simbólica– puedan ser suficientemente altos como para que el modelo naufrague: la lógica del poder no siempre domina a la lógica societal. El primer paso, que la burguesía y las clases medias aceptaron sin disgusto, fue el de la recuperación del Orden a través de la destrucción de los últimos emergentes de la crisis del 69. En este caso, el modelo de desarrollo se subordina a una forma de régimen político estamental capaz de aniquilar o controlar todas las “zonas de peligro” social y político. 6. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, “cierta” en bastardilla.

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La segunda etapa7, implica la puesta en práctica del dinamismo del modelo a través de la recomposición de la sociedad civil, de la articulación de sus nuevos intereses en el sistema político y de la modificación de los roles del Estado, como asignador de recursos. Ésta es la etapa de su experimentum crucis para el modelo de desarrollo, porque es en ella donde comienzan a concentrarse todas las resistencias sociales contra la transformación proyectada. No hay estudios hechos todavía sobre los alcances de lo ya conseguido socialmente en este plano ni, menos aún, acerca de cuáles serían los puntos de no retorno en el proceso. Pero es bastante evidente que una profunda modificación se está operando en la estructura de las clases y en los valores que unificaban a la vieja sociedad civil argentina. Día a día, un nuevo país muy distinto se dibuja8. Las relaciones entre fracciones de la burguesía se dislocan; las capas medias se fragmentan en función de una dispersión interna creciente de los ingresos; aun dentro de los asalariados, quienes han acrecentado enormemente la pérdida de posiciones que comenzó en 1975. El objetivo de la nueva política es introducir un proceso de deslizamiento salarial que aumente cada vez más las distancias internas y liquide, por tanto, la homogeneización de los ingresos que fue la base del poder de negociación de los sindicatos centralizados. Un cuadro de suma complejidad, en suma, que no puede ser resuelto esquemáticamente mediante apelaciones contra la pauperización general de los trabajadores y las capas medias, porque esto, con tener elementos de verdad propagandística, no cubre todos los matices del problema y, de tal modo, resulta ineficaz como herramienta de análisis político. La remodelación de la sociedad civil –que es, a la vez, modificación del campo cultural y de los sistemas de valores, favorecida por el tremendo impacto que la inseguridad y el caos tuvieron sobre el alma autoritaria de la pequeña burguesía, y que el terror posterior tuvo sobre toda la población–, se combina con el proyecto de desmantelamiento progresivo de los viejos roles del “Estado benefactor”, agente redistributivo que acompañó el desarrollo argentino desde los últimos treinta años. La Revolución pasiva cambia desde el poder, a través de un semiestado que9 privilegia al terror sobre el consenso, las bases sociales de la hegemonía; intenta reorganizar totalmente las relaciones entre Estado y economía, y Estado y masas, en un programa de larga duración hasta la construcción de un nuevo sistema hegemónico. 7. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, aparece: “momento de transición que estamos recorriendo”. 8. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, aparece: “entre la amputación del anterior”. 9. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, aparece: “todavía”.

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Partidos, sindicatos y fracciones militares aparecen ya, nuevamente, como expresión cada vez menos sorda de los conflictos que suscita el desmantelamiento creciente de la vieja sociedad civil.10 Son los únicos actores de oposición –al menos en la superficie– apresurados por reconstruir las bases de lo que alguna vez O’Donnell calificó como “coalición defensiva”, antes de que el proceso resulte irreversible. Pero, para las actuales necesidades del capitalismo argentino, sus temas son anacrónicos, aunque recuperen consignas –como la de la lucha por una módica democratización– válidas por sí mismas pese a su precariedad, en un yermo de derrota como el sufrido por las clases populares. Pero toda esta oposición hamletiana, finalmente, mira hacia el Estado para ver si desde allí se vuelve al tipo anterior de sociedad, a las constelaciones políticas que la expresaban, al modelo de economía que la sostenía. Aunque la perspectiva de la “coalición defensiva” aparezca en el horizonte político como una opción de amplia probabilidad –como ha sucedido recurrentemente– no es posible11 pensar en los resultados que ha tenido esa reiteración: ella crea situaciones ingobernables para el capitalismo en el largo12 plazo y engendra automáticamente una crisis de funcionamiento. La resurrección de un Estado nacional-popular parece impensable como salida consolidada para la Argentina burguesa de hoy, pero de ningún modo resulta absurdo concebir la reaparición de un movimiento nacionalpopular, porque sus temas pueden recoger todavía el “sentido común” de grandes masas de la población y también el de los principales protagonistas de esa sociedad civil que la clase dirigente está intentando ahora transformar hasta llevar a cabo, a diferencia de ocasiones anteriores, una “mutación completa” del capitalismo. Es difícil, de todos modos, el acto de profecía en el análisis político. Prefiero trasladar mis preguntas al plano de la lógica societal. Entre 1969 y 197613 una gran movilización social no alcanzó sus metas implícitas, no pudo transformarse en movimiento orgánico de cambio, no se creó a sí misma como una nueva oposición: generó “victorias precoces”, provocó un equilibrio14 catastrófico y concluyó en la disolución. ¿Qué posibilidades se abren hoy de recuperar sus contenidos? ¿Qué capacidad de reconstrucción existe y desde qué bases, ahora que la sociedad 10. [N. de E.] En Cuadernos de marcha: “El momento actual es, todavía, de transición. Partidos, sindicatos y fracciones militares aparecen ya nuevamente como expresión cada vez menos sorda de los conflictos que suscita el desmantelamiento creciente de la vieja sociedad civil”. 11. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, aparece: “dejar de”. 12. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, “corto”. 13. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, “1974”. 14. [N. de E.] En Cuadernos de marcha: “desequilibrio”.

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civil, que fue su escenario, está siendo transmutada, donde las fuerzas de ayer desaparecen o se fragmentan, y donde el país se recompone a partir de otra iniciativa burguesa? Este dilema no es sólo propio del movimiento popular argentino: pertenece al chileno, al uruguayo, también al brasileño, aun cuando allí la recomposición de la sociedad civil sea un producto de la expansión salvaje del capitalismo industrial y no de su achicamiento. Participación, cambio social; democracia y socialismo; crecimiento y estilo de desarrollo. La combinación de estos temas como un proceso de construcción de hegemonía, de intervención histórica de las clases trabajadoras, aparece hoy como el gran desafío para quienes deseen participar de alguna manera en la transformación de estructuras de desigualdad que 15no se derrotan convocando a la nostalgia.

15. [N. de E.] En Cuadernos de marcha, aparece: “como la argentina”.

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La imagen y la realidad1 Por Oscar Braun Oscar Braun murió en La Haya poco antes de publicar este artículo, en un accidente automovilístico. Fue sin duda uno de los mejores economistas argentinos, miembro de la “primera generación” de los economistas profesionales de su país (en Argentina la Economía Política como carrera universitaria apareció recién a fines de los años 50). Estudió en Buenos Aires y en Oxford. Asumió cargos de enseñanza y de investigación en las universidades de Buenos Aires, de Bahía Blanca, de Oxford y en el Instituto de Economía y Planificación de Dakar. Durante estos últimos años, trabajó en el Institut of Social Studies de La Haya donde era profesor en el momento de su muerte. Era, además, director del Centre de Recherches et Études sobre América Latina. Realizó amplias contribuciones, a través de varios libros y artículos, tanto en el campo de la economía internacional como en el estudio de la economía argentina. Sus inquietudes no se limitaban a sus actividades de economista. Hacía varios años que la voluntad de participar en la lucha política lo había llevado a unirse activamente al movimiento peronista. Estos últimos tiempos era miembro de la Mesa Directiva del Peronismo en la Resistencia. En marzo de 1976 se instaló en Argentina la dictadura más bárbara que el país haya conocido jamás. La intensificación de la lucha de clases, que se expresó en el plano político en una movilización incontrolable de la clase obrera y en una hiperinflación galopante, constituye el antecedente de este golpe. Las razones del golpe de Estado fueron, según sus autores, en el plano político, destruir lo que ellos llaman la subversión; en el plano económico, modernizar y hacer progresar una economía que se encontraba, afirman ellos, al borde de la quiebra. Pero, en la práctica, el golpe 1. [N. del A.] Este estudio es responsabilidad exlcusiva de la persona que aquí firma, quien se encuentra fuertemente influenciado por las múltiples discusiones que pudo llevar adelante, como miembro de la dirección de la Resistencia durante el peronismo, con muchos compañeros que trabajan en las corrientes del movimiento peronista. Mi gratitud a todos ellos. Permítanme subrayar, a riesgo de ser injusto con algunos compañeros, la deuda particular que me gustaría saldar con el compañero Rodolfo Galimberti, la ayuda y los comentarios realizados por Julieta Bullrich, Rosalía Cortés, Carolina Serrano y Bruno Susani. Quisiera dar las gracias también a Guillermo Flichman por la crítica que hizo a la primera versión de este trabajo. Me gustaría destacar la elaboración prácticamente conjunta de muchas de estas ideas en el marco del CLADER (Centro Lationamericano de Documentación, Estudios e Investigaciones), junto con su director de investigaciones, Héctor Gambaretta.

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resultó significó la represión más sangrienta de la historia de Argentina y marcó el comienzo de un ciclo de relativo estancamiento de la economía –con fluctuaciones, una recesión en 1976, 1978 y 1980, una expansión de 1977 a 1979– que tendió a la desindustrialización de la Argentina y a la disminución del número de asalariados al mismo tiempo que redujo brutalmente el nivel de vida. Desde hace casi cinco años, el mismo equipo de economistas bajo la férula de José Alfredo Martínez de Hoz, goza de total libertad para aplicar sus ideas y sacar ventaja de los desbordes del aparato represivo que trata –y logra en buena medida– contener la resistencia y la lucha obrera, ejerciendo presiones sobre el salario real para hacerlo bajar y reducir la tasa de crecimiento del salario nominal. Para Martínez de Hoz, los objetivos de la modernización y del cambio estructural de la economía, del pasaje de una economía de especulación a una economía de producción, están realizándose. Cierta prensa extranjera ha llegado incluso a apodarlo el “Mago de Hoz”. Durante su gira europea, a mediados de 1980, fue recibido con todos los honores por importantes jefes de Estado europeos. La realidad está, sin embargo, muy lejos de esta imagen. Primero, se produjo una caída brutal del salario real, que llegó al 50% en el transcurso de los últimos cinco años. El salario medio real disminuyó durante los primeros años del gobierno militar; luego mejoró en el marco de una gran dispersión, tanto en el plano de la calificación como en el de las ramas industriales. Si a eso se le agrega la disminución de las horas extra –lo que pasa en muchas empresas, donde los obreros hacen horas extra y son pagadas a tarifa normal–, uno puede hacerse una idea de la amplitud de transferencia de los ingresos del sector salarial en beneficio de otros grupos sociales. Segundo, la producción se ha estancado completamente. En 1980, se produce una ligera recesión derivada de aquellas de 1978 y 1976, llevando el nivel del PBN por habitante a estar por debajo de 1974. La producción industrial, motor de todo proceso de crecimiento, alcanza hoy un nivel inferior al de los años anteriores al golpe. Tercero, la reducción de la inflación, que de acuerdo con las autoridades argentinas se debe a la aplicación del plan, es efectiva. Está, no obstante, a un nivel terriblemente elevado, alrededor del 90% por año. Y este resultado ha sido obtenido, en parte, gracias a la mejora relativa de la tasa de cambio del peso en relación al dólar. Esto introdujo otro tipo de problemas sobre los cuales volveremos más adelante. Puede decirse lo mismo sobre la estabilización de la desocupación a un nivel relativamente bajo; es efectivamente un logro, pero es dudoso que esta situación pueda

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mantenerse mucho tiempo más. En realidad, el nivel del empleo asalariado disminuyó de modo tal que el nivel de la desocupación, que aparece como relativamente bajo, se explica por el aumento del empleo en el sector “informal” (trabajadores independientes) y por una disminución de los pedidos de empleo que son consecuencia del bajo nivel de los salarios. ¡Sin olvidar que las estadísticas oficiales presentan errores considerables! Cuarto, si el plan hubiera sido un éxito, o indicara un éxito posible en un término dado, dos cosas deberían producirse: un aumento sostenido de la inversión privada y una clara tendencia al equilibrio a largo plazo de nuestra balanza de pagos. En lo que concierne a la inversión privada, ésta se mantiene a un nivel inferior al que había antes del golpe de Estado. Y en cuanto a la inversión directa privada extranjera, si bien ha aumentado efectivamente, de manera significativa, en porcentaje, es todavía insignificante en términos absolutos. La inversión nueva, por otra parte, no cubre una vasta gama, lo que podría dejar prever una expansión futura más importante: se concentra en sectores que, como el petróleo, aparecen como particularmente rentables, teniendo en cuenta sus características particulares. Lo que en cambio penetró masivamente es la inversión financiera: a fines de 1980 la deuda total de Argentina supera los veinte mil millones de dólares. Pero mientras la deuda financiera no se transforme en capital productivo, ninguna economía puede progresar. Si se analiza la evolución del sector externo, se percibe en efecto una mejora notable de la balanza en lo que concierne a los pagos corrientes, tendencia todavía más notoria cuando se considera la balanza de pagos en su conjunto, es decir, teniendo en cuenta los movimientos de capitales. Pero esta mejora se explica no solamente por el aumento del volumen de las exportaciones, sino también por la recesión que sufre el país y que limita el crecimiento de las importaciones a pesar del desmantelamiento de las tarifas aduaneras y de los buenos precios de los que se benefician actualmente las exportaciones argentinas. Mas a largo plazo, la sobrevaluación sistemática del peso ha impedido una expansión sostenida del volumen de las exportaciones argentinas agrícolas y no agrícolas, lo que deja prever que el desequilibrio agudo de la balanza de pagos –que tradicionalmente constituyó un freno al crecimiento económico de la Argentina– reaparecerá cíclicamente si se produce un crecimiento de la inversión y de la producción. De hecho, 1980, año de recesión, ya muestra un saldo negativo de las cuentas corrientes de alrededor de 2,5 mil millones de dólares. Quinto, si analizamos el sector público –y la eliminación del déficit del sector público era un objetivo proclamado enérgicamente por los militares golpistas– veremos que el control del déficit fue una cuestión total-

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mente relativa. El déficit fue cubierto en gran medida gracias a la emisión de un empréstito público a largo plazo, es decir sin recurrir a la emisión de moneda. En primer lugar, el salario real es reducido en la forma indicada y se procede a la transferencia de ingresos hacia las capas superiores de la oligarquía, a las que, al mismo tiempo, el gobierno otorga créditos a tasas de interés extremadamente generosas; esas tasas de interés reales son netamente positivas (es decir que las tasas nominales son en gran medida superiores a la tasa de inflación). Es por esto que Martínez de Hoz señala siempre con orgullo su mayor éxito: el hecho de haber incrementado la tasa de ahorro. No hay de qué enorgullecerse en cuanto a la forma en la que este objetivo se logró y no vemos la ventaja de incrementar el ahorro para financiar el déficit público cuando la tasa de inversión se encuentra estancada. ¿Cuál es el origen de esta imagen de éxito otorgada a Martínez de Hoz cuando los resultados objetivos contradicen todas sus afirmaciones? Por una parte, el poder adquisitivo elevado del gobierno argentino que permite al ministro presionar sobre los sectores industriales europeos amenazándolos con transferir sus órdenes de compra de un país a otro si no obtiene de ellos apoyo político. Esos sectores ejercen, a su vez, presión para obtener aquello que Martínez de Hoz necesita: ser recibido por los ministros, tener una prensa obediente, etcétera. Estas presiones son extremadamente eficaces porque no hay un solo exportador industrial de las grandes metrópolis que esté dispuesto a perder contratos lucrativos por razones políticas. Y, por otra parte, existen sectores sociales importantes en Argentina y en el extranjero que son objetivamente beneficiarios de la aplicación del plan de la dictadura militar, incluso si en términos generales el plan reprime duramente a la clase trabajadora argentina y debilita, con el estancamiento de la producción, el potencial del país en tanto nación moderna. Estos sectores son esencialmente los de los propietarios y a los que llamaremos oligarquías propietarias: los propietarios de la tierra, los propietarios del capital financiero (acciones y bonos), los dueños de la propiedad urbana y de capital financiero internacional. Naturalmente los “propietarios rentistas” no son los únicos beneficiarios: ciertos sectores industriales han logrado desarrollarse en el marco de la recesión generalizada gracias a una demanda favorable o a ventajas específicas concedidas por el gobierno. Estos sectores se benefician de la evolución del plan Martínez de Hoz: la liberalización de los movimientos del capital financiero que va de la mano de la liberalización del comercio y el aumento de las tasas de interés real que se intensificó a partir de la reforma financiera de mediados de

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1977. Y, naturalmente, como son los beneficiarios, ellos defienden por medio de todo tipo de argumentos, y utilizando los medios que controlan masivamente, las supuestas ventajas del plan económico. Pero examinemos ahora cuál es la sustancia de dicho plan. ¿Plan antisubversivo o plan pro-oligarquía y antinacional? Como ya hemos señalado, la lucha contra la subversión ha servido de pretexto para el Golpe. Pero, concretamente, el Ministerio de Economía fue entregado al Gran Oligarca Martínez de Hoz (Joe para los amigos) que ha aplicado un plan económico favorable a la clase despreciable a la que pertenece. ¿Cuál es la sustancia del Plan Martínez de Hoz? Joe es el que mejor puede explicarlo: Uno de estos cambios ha pesado seriamente, diría yo, sobre la actividad productiva, debido a sus dificultades de adaptación que deberían haberse realizado más rápidamente. Es a nuestra práctica anterior que me refiero, en la medida en que debíamos desarrollar nuestra producción agrícola o industrial con una muy pequeña proporción de capital de trabajo. Esto era salvado por créditos subsidiados a una tasa de interés legal que, en términos prácticos, era inferior a la tasas de inflación, que la dejaba negativa en términos reales. El sistema consistía en la utilización del ahorro en la ganancia del crédito, lo que distorsionaba los costos de producción ya que numerosas actividades productivas del país se transformaban o se hacían posibles o rentables no por ser buenas sino porque una parte importante de su costo estaba subsidiado por la tasa de interés. En ese sentido el cambio, lamentablemente, no ha podido ser gradual como fue el resto de nuestro programa. Ha habido un cambio brusco a partir del 1ro de junio de 1977 que provocó la liberación de las tasas de interés y la apertura a la concurrencia en el sistema financiero. ¿El esfuerzo requerido era demasiado grande o las estructuras no estaban preparadas para conducirlo a buen término con toda la eficacia y rapidez necesaria; es decir, la adaptación a estos cambios, tanto del sistema financiero para realizarlo como de los sectores productivos para absorberlos y cambiar rápidamente la estructura de sus costos, para reducir mejor la proporción del elemento financiero? Este es el origen de una gran parte de las dificultades actuales de la economía argentina. Lo que considero lo más importante, el cambio

88 | Oscar Braun en la estructura de base de la economía y el comienzo del cambio de mentalidad, ha sido ya realzado y creo que éste, en cierta medida, en tanto que se lo asuma y se caiga en la cuenta, y que exista un consenso, se volverá irreversible. Pero, evidentemente, el cambio ha sido duro, el esfuerzo fue más prolongado de lo calculado a causa de las dificultades del cambio mismo, de la repugnancia de estas estructuras del país, tanto del aparato del Estado como de los sectores privados, a adaptarse rápidamente y a abandonar la rigidez de sus estructuras. Pero esa es la realidad. Debemos, entonces, enfrentarla y desplegar todos los esfuerzos posibles para que, habiendo hecho ya lo más difícil, que fue el cambio de base, podamos encarar las dificultades de su instrumentalización mecánica, aportando soluciones de adaptación posibles para llegar a buen puerto y cosechar los frutos de todo este esfuerzo.2

Lo que quiere decir Martínez de Hoz es que la sustancia de su Plan es el incremento de la tasa de interés real.3 Él lo justifica diciendo que, con una tasa de interés baja, numerosas actividades mediocres, no productivas, podrían sobrevivir, mientras que con su sistema sólo las actividades eficaces podrán hacerlo. Este razonamiento parece coherente pero, lamentablemente, cualquier economista que hubiera hecho su primer año de estudios en una buena universidad europea, sabe que la tasa de interés no tiene nada que ver con la eficacia. Está en función de la cantidad de inversión y no de su calidad –además la tasa de interés es baja y naturalmente más proyectos se vuelven rentables. Se invierte más. La economía se desarrolla. Y, como la economía se desarrolla y los mercados se expanden, todas las empresas se vuelven más eficaces4. Cuando 2. [N. del A.] La Nación, lunes 3 de noviembre de 1980. Discurso de clausura de Martínez de Hoz en el 9no congreso de grupos CREA, en Mar del Plata 3. [N. del A.] Los otros dos aspectos importantes del Plan Martínez de Hoz son la liberalización del comercio internacional y la reducción del rol del Estado en la economía. El segundo aspecto apenas se ha llevado a cabo, pero en la medida en que se realice, esto intensificará el proceso de desindustrialización y afectará en particular a las industrias de base y/o estratégicas como la siderurgia, reforzando así, como si hiciera falta, el carácter antinacional del plan oligárquico. En cuanto a la liberalización del comercio internacional, ella constituye un aspecto del plan que en su contexto general contribuye también al proceso de desindustrialización y estancamiento. Aunque, como se señala más adelante, en un contexto diferente y realizado de manera prudente, un movimiento hacia intercambios internacionales más libres podría ser oportuno hoy en día para un país como Argentina. Esto en la medida en que sea garantizada la supervivencia y el desarrollo de las industrias de base y la reconversión en buen orden de estos sectores –en particular en la pequeña y mediana industria– que están actualmente siendo destruidos por la liberalización comercial completa que realiza el gobierno. 4. [N. del A.] Hablamos aquí, naturalmente, de las variaciones en la tasa de interés real dentro de un rango de variaciones “normal”, que oscila entre menos del 2% y más del 6% por año. Cuando la tasa de interés real disminuye por debajo de los niveles normales “como ha sido el caso en Argentina” los

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la tasa de interés sube, menos proyectos son rentables y la inversión se estanca; y esto es exactamente lo que se está produciendo en Argentina actualmente. Pero los ricos afectan tasas de interés mucho más elevadas y alguien tiene que pagar esos intereses. Esto explica la caída del salario real. Y, mientras tanto, la tasa de ganancia no crece demasiado –los salarios más bajos, los que pagan los patrones de empresa, son compensados por intereses más elevados que deben pagar a los bancos y a las sociedades financieras– lo que, junto a los intereses reales altos, hace que los patrones de empresa no inviertan y, además, que algunas empresas cierren. Tal es la eficacia y el cambio estructural que propone Joe. Bajar el nivel de ingresos de las clases trabajadoras no para financiar un proyecto de acumulación capitalista de carácter nacional sino para transferir ese dinero a una clase oligárquica pasiva que hace ostentación de su capacidad de consumo en Argentina y en el extranjero, a una clase de propietarios que, sustancialmente hablando, no son patrones de empresa. Y no nos olvidemos nunca de los 4 ó 5 mil millones de dólares que han sido transferidos cada año al extranjero en pago de los intereses de la deuda que hemos contraído para beneficio de una clase de propietarios extranjeros. En síntesis, un plan destinado a explotar al máximo al conjunto del pueblo argentino para beneficio de un sector capitalista financiero. Un plan oligárquico y antinacional. La alternativa Al plan oligárquico y antinacional, podemos oponer en la coyuntura argentina –coyuntura que presenta aspectos positivos por más paradójico que pudiera parecer– un plan popular y nacional. La coyuntura argentina incluye elementos positivos por razones del tipo económicas y políticas. En el plano económico, porque el incremento del precio del petróleo y de los cereales ha eliminado, potencialmente para siempre, el estrangulamiento de la balanza de pagos que tradicionalmente ha sido un freno para la acumulación económica. Y, porque la transferencia masiva de ingresos a favor del sector oligárquico puede revertirse fácilmente (porque esencialmente la oligarquía propietaria es una clase pasiva que no contribuye más que poco o nada en absoluto a la actividad nacional), permitiendo financiar un proceso de acumulación acelerado, incrementando al mismo tiempo el salario real y la ventajas sociales de los trabajadores. Y en el plano político, porque, considerando los eventos resultados pueden ser catastróficos. Pero la solución no está, como pretende Martínez de Hoz, en el error opuesto: llevar las tasas de interés a niveles excesivamente elevados.

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que se han producido en Argentina a lo largo de estos últimos años, un retorno gradual a la democracia (a la brasileña) es inconcebible. El nivel de conciencia política del pueblo argentino y el desarrollo de sus instituciones representativas, en particular las sindicales, y la lucidez frente a los fracasos y las frustraciones previas del proceso sostenido por las masas populares, hacen imposible la viabilidad de diversos proyectos propuestos por los consejeros políticos del gobierno para lograr “institucionalizar” el “Proceso”. Es evidente que es necesaria una ruptura revolucionaria con el “Proceso de Reorganización Nacional” impuesto por la oligarquía y los altos mandos militares contra la voluntad de la enorme mayoría del pueblo argentino. Los planes de democratización elaborados por los estados mayores, todos manteniendo la proscripción del peronismo, las elecciones selectivas, el poder militar institucionalizado por la constitución, etc., tienen tantas chances de éxito como las que han tenido otros planes más o menos análogos tras la derrota del primer gobierno peronista en 1955. La democracia sólo podrá ser reconquistada por un vasto proceso de “reconciliación nacional” que haría posible, justamente, la aplicación de la transferencia masiva de ingresos que mencionamos más arriba. El gobierno de un nuevo Estado democrático que terminaría por imponerse en Argentina debería, inmediatamente, dotarse de los medios para proceder a una redistribución masiva que se debería imponer a sí mismo. En primer lugar, expropiar a las grandes explotaciones agrícolas, generalmente improductivas. Esto implica solamente la expropiación de un número limitado de familias y es relativamente fácil de realizar en el plano administrativo. Pero para apropiarse del resto de la renta agraria es necesario aplicar sobre ella un impuesto. Éste debería ir emparejado con un aumento en los precios agrícolas para que los verdaderos productores agrarios se vean favorecidos en su conjunto. Y que los más favorecidos sean efectivamente los más eficaces, los que han incrementado la producción. En segundo lugar, expropiar a los grandes bancos y a las sociedades financieras, lo que permitiría controlar las grandes ganancias que este sector realizó pero, lo que es más importante aún, reducir la tasa de interés real, cuestión que permite transferir los ingresos de los rentistas pasivos a las empresas activas. En tercer lugar, establecer un control financiero riguroso sobre el mercado cambiario, necesario para evitar que los rentistas se fuguen al extranjero con sus capitales (por supuesto a nadie le gusta ganar menos con sus “inversiones” en la especulación) y para negociar en buen orden la repatriación de la deuda externa que la oligarquía argentina irresponsable acumuló tan alegremente. Finalmente, es necesario instaurar una política fiscal rigurosa que no

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tenga nada que ver con la de Joe. Sería, en parte, una consecuencia del aumento de los ingresos debido a la apropiación de la renta agraria. Pero debería completarse con la apropiación de la renta sobre el petróleo por medio del incremento su precio a nivel internacional y la apropiación de las ganancias por parte del Estado a través de YPF5. El aumento de los precios de los productos petrolíferos presenta otras ventajas secundarias que analizaremos más adelante. Una política fiscal rigurosa permite una política de intereses reales bajos que no entraña inflación. Esto se debe a que es una pieza crucial del mecanismo para obtener la transferencia de ingresos deseada. La aplicación de una política de este tipo tiene dos efectos. Por una parte, las empresas pueden aumentar los salarios sin aumentar los precios, en la medida en que los salarios más elevados son pagados con la reducción de los intereses que deben pagar, lo que representa un aumento del salario real sin disminución de la tasa de ganancia.6 Por otra parte, el Estado, habiéndose apropiado de ingresos sustanciales está en condiciones de promover directa o indirectamente un proceso de acumulación, estimulando la creación de nuevas empresas industriales o agrícolas. Es importante señalar que una política de este tipo no requiere un regreso al proteccionismo tradicional propuesto por ciertos sectores argentinos, ni una propuesta antiagraria realizada por otros. El regreso al proteccionismo ya no es más necesario porque, gracias a los precios elevados en el mercado 5. [En LTM] YPF: Yacimientos Petrolíferos Fiscales es la empresa estatal de petróleo. 6. [N. del A.] Conviene aquí hacer tres aclaraciones: primeramente, si es cierto que una política de intereses reales bajos teóricamente debería permitir el aumento de los salarios manteniendo en promedio los precios constantes, dado que ciertas mercancías poseen una “baja intensidad de capital” y otras poseen una “alta intensidad”, los precios reales de las primeras deberían aumentar y los de las segundas disminuir. Si los precios nominales fueran flexibles hacia la baja esto podría producirse sin acarrear un aumento general del nivel de precios. Pero, como en la práctica los precios no son en general flexibles hacia la baja, el ajuste de precios relativos implicaría necesariamente cierto aumento del nivel general de precios nominales. Esto exigiría, a cambio, cierto aumento a título de compensación del salario nominal, lo que entrañaría un nuevo aumento del nivel de los precios nominales. Pero, en la medida en que la corrección de precios relativos es un fenómeno que no tiene motivo para reproducirse, el proceso convergerá finalmente hacia la estabilidad de los salarios y de los precios nominales. En segundo lugar, cuando hablamos de aumento del salario sin baja en la tasa de ganancia, hablamos de la tasa de ganancia neta sobre el capital total invertido. La tasa de ganancias bruta y el margen de ganancias sobre las ventas deberían naturalmente disminuir. En tercer lugar y finalmente, queremos señalar que nosotros nos referimos a una situación hipotética de redistribución del ingreso –intereses más bajos, salarios más altos– sin cambios en el volumen de la producción. Si, por ejemplo, la producción aumentase a costos crecientes, la tasa de ganancia tendería a disminuir; pero por el contrario si, como es probable, en Argentina podemos incrementar la producción a costos constantes o incluso decrecientes, nuestro argumento –es decir, que podemos aumentar el salario sin bajar la tasa de ganancias– se vería reforzado.

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mundial para nuestros productos de exportación y a una política de precios favorables al sector agrario que estimularía la producción, podemos esperar un incremento en el valor de nuestras exportaciones tradicionales. Y la política que sugerimos para los precios del petróleo, debería permitir bajar el consumo, transformando así a la Argentina en un modesto exportador de petróleo –en lugar de importar sus productos por un valor aproximado de mil millones de dólares por año. Sin contar que una política de acumulación acelerada en el sector industrial permitiría la creación de líneas de producción capaces de ser competitivas en el mercado mundial. Argentina podría, entonces, permitirse una política de tarifas bajas y de importaciones crecientes financiadas por exportaciones crecientes. Esto no excluye, naturalmente, reintroducir medidas de protección para ciertas industrias de un interés nacional particular. Ya no es necesario regresar a concepciones atrasadas que establecen una equivalencia entre el sector agrario y la reacción política y proponen políticas antiagrarias. Teniendo en cuenta los precios actuales en el mercado mundial –y que seguramente se mantendrán constantes por muchos años– el sector agrario argentino podría transformarse en un sector de punta de la industria, rentable y moderno. Basta con expropiar a un puñado de oligarcas –las 200 o 300 familias que controlan una buena parte de las mejores tierras de la pampa húmeda– y estimular a la masa de productores con una política de precios altos, ayuda técnica, subsidios a las materias primas, etcétera.7 Para concluir este estudio: la conjunción de circunstancias económicas y políticas hacen posible, en el corto plazo en Argentina, una ruptura revolucionaria a través de la constitución de una fuerza de oposición dotada de una gran base popular, cuyo sector más dinámico, será la clase obrera organizada, que creará las condiciones para una verdadera apertura democrática, impensable sin un plan económico popular. Este plan económico podría impulsar un proceso de acumulación, esencialmente capitalista pero dirigido desde un Estado ocupado por las fuerzas populares. La acumulación será coherente con un plan de redistribución del ingreso a favor de las clases trabajadoras. Pero este proceso, deberá ser sostenido masivamente por el movimiento peronista que, en su conjunto, ha representado históricamente un eje de oposición a los proyectos oligárquicos; todo esto 7. [En LTM] Ver en este mismo número de Tiempos Modernos el artículo de Guillermo Carlés. Éste explica, de forma detallada, cómo el incremento de las exportaciones agrícolas bajo el gobierno actual se debe sobre todo a progresos tecnológicos obtenidos previamente al golpe que permitieron aumentar la producción, y la reducción del consumo interno. Señala igualmente cómo, teniendo en cuenta la estructura agraria actual y el desarrollo de los mercados mundiales de productos agrícolas, una política como la que sugiero debería tener éxito.

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teniendo en cuenta, asimismo, que sin un programa que coincida, en sus grandes lineamientos, con el que defendemos, el movimiento peronista no tiene ninguna posibilidad de regresar al poder, como lo ha probado la historia de estos últimos años, cuando el peronismo en el poder demostró sus propios límites. Y éste constituye, naturalmente, la parte central del proyecto de aquellos que, como nosotros, militamos en ciertas corrientes del peronismo e intentamos marchar, con el conjunto del movimiento, hacia una perspectiva de socialismo democrático y pluralista.

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La economía argentina: ¿una nueva expansión de la agricultura de exportación? Por Guillermo Carlés Triste destino el del campo argentino. Cuando había proyectos de desarrollo, el estancamiento los ha bloqueado… Ahora la expansión se acompaña de un proyecto de no desarrollo. Telúrico anónimo, 1980 1. Introducción El aumento de la producción y de las exportaciones agrícolas argentinas de estos últimos años, que ha permitido la aparición de excedentes en la balanza comercial, es considerado generalmente como un resultado positivo de la política económica del gobierno militar. ¿La apertura económica no es, casualmente, el postulado fundamental del ministro Martínez de Hoz? ¿No está ampliamente probado que la “eficacia productiva” de Argentina se debe esencialmente al cultivo de los cereales y a la carne bovina? ¿La orientación económica dominante no se basa en una entera confianza en los beneficios de su especialización internacional por los productos con los cuales nuestro país está mejor dotado, y sobre la consagración del mercado como único juez válido de estas ventajas? Un primer acercamiento al problema permite asociar directamente el aumento de la producción y de las exportaciones con la orientación de la política económica. En este ensayo intentaremos mostrar que la realidad es muy diferente. La reciente expansión agrícola no es producto de la política económica de Martínez de Hoz. Al contrario, la expansión agrícola, al disminuir las restricciones consecuentes del tradicional estrangulamiento externo de la economía argentina, ha permitido el mantenimiento de una política económica que, sin eso, hubiera llevado al país a una situación todavía mucho más crítica que la actual. Para desarrollar este tema, analizaremos los cambios operados estos últimos años en la estructura agraria y las transformaciones tecnológicas que han conducido recientemente a una fuerte expansión. Luego discutiremos los límites del crecimiento en las

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condiciones actuales. Para ello, es necesario analizar una cuestión decisiva en el estudio de la agricultura argentina: el problema de la extensión de las grandes explotaciones agrícolas de la pampa. Las alternativas en materia de política económica y su impacto, serán también expuestas y permitirán una mejor evaluación de la política económica actual. Por último, veremos el nuevo rol de Argentina en el mercado mundial, y mostraremos las diferencias importantes entre su inserción en el mercado internacional como exportadora de productos agrícolas antes de la crisis de los años 30 y su rol actual en un mundo deficitario en alimentos, donde la URSS, China y los países del Tercer Mundo constituyen sus principales compradores. 2. La expansión agrícola y la política económica del gobierno militar Cuando el gobierno militar toma el poder en marzo de 1976, el impasse en el que se encontraba la agricultura ya había sido superado. Ya en 19721973, se habían sobrepasado todos los récords anteriores de producción y de exportación gracias a un largo proceso de cambios sociales y tecnológicos, y a la conjunción de precios elevados y buenas condiciones climáticas. Durante los tres años siguientes, factores naturales desfavorables y un clima “de inseguridad” política llevaron a una baja de la producción agrícola (sin contar a la ganadería). Una de las primeras medidas económicas del gobierno fue la devaluación monetaria y la supresión de todos los subsidios al consumo interno de productos alimenticios. Esto llevó al alineamiento de los precios internos a los precios internacionales, en un momento favorable del mercado mundial, creando perspectivas de fuerte rentabilidad para la agricultura. Así, en el campo de 1976-1977, se llegaba a un nivel récord de hectáreas sembradas y de producción, que no fue superado en los años posteriores, pero sí se mantuvo. El crecimiento global de la producción agrícola en la pampa fue del 15% en relación a 1973. El impacto sobre las exportaciones fue más importante todavía como resultado de una parte de este crecimiento de la producción que se trasladó al mercado externo, y por otra parte, por la disminución del consumo interno debido a la baja de salarios reales. Las exportaciones de carne bovina, que en 1974 habían bajado a causa del cierre del Mercado Común Europeo, se retomaron gracias a nuevos acuerdos firmados con antiguos compradores y a la diversificación del mercado. Y es así que, en el transcurso del trienio 1977-1979, las exportaciones de cereales y oleaginosas alcanzaron alrededor de 16 millones de toneladas (se habían duplicado en relación a la década anterior). Las exportaciones de carne aumentaron también considerablemente.

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¿Se puede considerar que este crecimiento de la producción y de las exportaciones es el resultado de la política económica de Martínez de Hoz? En las páginas que siguen, daremos los elementos que nos permiten, desde ahora, responder negativamente. Sólo el crecimiento de la superficie sembrada en 1976-1977 –o sea más de 21 millones de hectáreas– se debe al alza de los precios agrícolas, registrada en el transcurso del mismo año. Los mejores rendimientos en agricultura y el crecimiento de la productividad en la ganadería son consecuencias de una larga evolución y no le deben nada a la política económica actual. Es interesante señalar, además, que el único efecto directamente positivo sobre los niveles de producción que tuvo la política inicial de los precios, fue rápidamente neutralizado por la inflación interna y la política llevada a cabo por el gobierno en lo que concierne a los tipos de cambio. Hacia mediados de 1980, todos los precios de los productos agrícolas alcanzaron un nivel considerablemente inferior al de 1977, con una baja que va del 70% y 66% para la soja y el girasol, y 20% para el trigo. Sólo el precio de la carne bovina aumenta 11%, pero luego de una disminución del número de bovinos de 61 millones, en 1978, a 58 millones en 1979. Un proceso de cambios sociales y tecnológicos, una situación favorable de los precios en el mercado internacional y las buenas condiciones climáticas durante tres años seguidos, permitieron alcanzar nuevamente un buen nivel de producción y desempeñar un papel respetable en el mercado mundial. Pero la expansión cesó. Luego de la divulgación de nuevas semillas, que llevaron a un fuerte crecimiento de la productividad en la agricultura, no se produjo ningún nuevo cambio. Por otro lado, el deterioro de los precios y las desastrosas condiciones climáticas de estos últimos meses, permiten prever una fuerte disminución de la producción y de las exportaciones para el año 80-81. Una reciente estimación del total de las exportaciones agrícolas para 1980, hecha por la “Confederación Intercooperativa Agraria” señala una disminución posible cercana al 30% para los cereales y las oleaginosas y del 45% para la carne bovina, en relación a la media registrada entre el 77 y el 79. Esto provocaría la reaparición del déficit del comercio exterior y marcaría el fin del único éxito obtenido por la actual política económica. A nuestro juicio, hay una estrecha relación entre el aumento de la producción agrícola y la política económica. No es la política de Martínez de Hoz la que permitió la expansión de la agricultura, sino más bien esta última la que hizo posible la continuidad de la política económica del gobierno militar, impensable sin ella. Esquemáticamente, se puede decir que en el transcurso de estos últimos treinta

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años, a través de diversos mecanismos, ha existido siempre un sistema de cambio diferencial en Argentina. Los productos agrícolas destinados a la exportación tenían una tasa de cambio efectiva más baja que la de los productos industriales. La política llamada “de apertura externa” de Martínez de Hoz no solamente ha disminuido las tasas de protección de las tarifas aduaneras para los productos industriales, sino que ha también unificado el tipo de cambio alineando los precios internos a los precios internacionales. A una pretendida “política a largo plazo”, que ha buscado redefinir una especialización eficaz de la economía argentina en el plano mundial, ha venido a agregarse una política antiinflacionaria a corto plazo. Las importaciones baratas de los productos industriales contribuirían a disminuir la tasa de aumento de los precios en el mercado interno. En un contexto hiperinflacionario, para disminuir el alza de los precios y para introducir en el mercado interno la competencia de las importaciones, se ha practicado una política de devaluaciones progresivas mensuales, anunciadas un semestre o un año antes. Al principio, la tasa de inflación oscilaba alrededor del 10% y la tasa de devaluación anunciada era del 5% con una tendencia a decrecer1. El gobierno se mantuvo en las tasas de devaluación anticipadas, pero la convergencia entre el ritmo de inflación y el de la devaluación ha sido obtenida sólo recientemente, en 1980. De ahí resulta una pérdida de competitividad de casi todos los productos industriales argentinos, tanto en el mercado interno como en el externo y un deterioro de los precios de los productos agrícolas destinados a la exportación. Parece que llegamos al fin. Pero es importante notar que, sin el crecimiento de la producción y de las exportaciones agrícolas, esta política hubiera encontrado sus límites mucho más rápidamente. 3. Del estancamiento a la expansión Argentina ha sido, durante los últimos años del siglo XIX y hasta la Segunda Guerra Mundial, uno de los principales productores mundiales de cereales y de carne vacuna. Luego, atravesó un largo período de estancamiento en lo que concierne a su producción agrícola exportable. No 1. [N. del A.] Las extraordinarias posibilidades que ofrece tal situación a la especulación financiera, no escaparán al lector. Dado que existen valores nacionales que se ajustan a la tasa de inflación interna y que el movimiento de capitales es totalmente libre, con una devaluación mensual del 5% y una inflación del 10%, se puede ganar en dólares una tasa del 4% mensual (calculando 1% como costo de entrada y de salida). Esto provocó, a corto plazo, un gran movimiento del capital extranjero en el mercado financiero argentino.

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tenemos la intención de hacer aquí un análisis histórico, pero es importante para comprender el presente, señalar ciertos aspectos esenciales del desarrollo de la agricultura en Argentina. El incremento de la producción de cereales y de carne en la región de la pampa ha tenido características diferentes a las de los otros países llamados de “colonización reciente” (Estados Unidos, Canadá, Australia). En los otros casos, se ha basado en el desarrollo de explotaciones familiares (farmers). En Argentina, uno de los pilares económicos del poder de la clase dominante era el latifundio, la agricultura se desarrolló sobre la base de un sistema en el que la propiedad de la tierra estaba muy concentrada. Habiendo sido aniquiladas las poblaciones indígenas de la pampa, en el transcurso de una campaña militar de exterminación, desarrollar la agricultura había significado, al mismo tiempo, ocupar un espacio vacío. Italianos y españoles, en su mayoría, inmigraron a la Argentina con ese objetivo, pero la tierra ya pertenecía a grandes propietarios que, para desarrollar la agricultura, la alquilaron a los inmigrantes agricultores. En general, los grandes estancieros practicaban, ellos mismos, la ganadería en una parte de sus tierras y alquilaban el resto a agricultores por un período que iba de tres a cinco años, con el compromiso de devolverla después de haber sembrado alfalfa, que servía para el engorde del ganado. El arrendamiento fue la forma de organización social de la producción agrícola más extendida durante un largo período de tiempo. Era un sistema que no era ni feudal ni semifeudal. Los grandes propietarios participaban en las decisiones relativas a la producción y controlaban las formas de utilización sucesivas del suelo con el fin de garantizar una rotación y preservar la fertilidad. Los agricultores eran tan “libres” de alquilar la tierra como los obreros de vender su fuerza de trabajo. Al estar determinados los precios por el mercado mundial, y al ser las condiciones naturales muy favorables en relación a los principales productores mundiales, se produjo una gran concentración de la renta diferencial por parte de los grandes propietarios, definida a escala internacional. En la década de 1930, eso representaba alrededor de un tercio del valor bruto de la producción. En estas condiciones, los agricultores que arrendaban la tierra, podían subsistir e incluso acrecentar su capital en máquinas agrícolas, pero no podían convertirse en propietarios. Casi el 70% de las tierras eran explotadas en arrendamiento. Los obreros agrícolas asalariados eran contratados sólo en ocasión de las cosechas. Dada la falta de mano de obra, los salarios eran relativamente altos. Durante las primeras décadas de este siglo tuvieron lugar enormes migraciones

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de Europa (principalmente de Italia); los trabajadores atravesaban el océano para venir a hacer las cosechas y luego regresaban. Pero, rápidamente, la mecanización redujo el empleo de mano de obra para estas cosechas. Este sistema, que permitió un gran crecimiento de la producción hasta la Segunda Guerra Mundial, entró luego en crisis por diversas razones, internas y externas. Desde un punto de vista internacional, después de la Segunda Guerra Mundial, los países occidentales europeos, tradicionalmente consumidores de cereales y de carne provenientes de Argentina, no tenían más las posibilidades de pagar estas importaciones. Por otro lado, Estados Unidos, excedentario en productos alimenticios, inundó el mercado por medio de sus planes de ayuda alimentaria y Argentina se encontró nuevamente en una situación difícil. Las causas internas fueron más importantes todavía. El advenimiento del peronismo al poder trajo aparejadas transformaciones políticas, sociales y económicas que cambiaron las características del país. Y el entorno rural no quedó al margen de estos cambios. La política económica en vigor entre 1945 y 1955 desarticuló el sistema tradicional de producción de la pampa, basado en el arrendamiento. Las rentas fueron “congeladas”, lo que significó para los grandes propietarios una fuerte disminución de sus ingresos reales y esto se produjo en un período de inflación. En diez años, el poder de compra de las rentas percibidas por los grandes propietarios disminuyó un 75%. Los arrendatarios no fueron los únicos beneficiarios de esta disminución de las rentas. El Estado, gracias al control de los precios agrícolas y del comercio exterior, se apropió de una parte sustancial de la renta agraria. Estos ingresos fueron orientados a financiar el desarrollo industrial y aumentar el consumo popular. Pero el sistema tradicional de explotación no podía funcionar más. La rotación de los cultivos no fue respetada más, los agricultores explotaban la misma parcela de tierra por períodos demasiado largos. El desconocimiento de las técnicas adecuadas provocó una rápida disminución de la producción y de los rendimientos de casi todos los cultivos. La racionalidad de los grandes propietarios de tierras fue remplazada por una nueva racionalidad. Esta evolución tuvo lugar en un período de fuerte crecimiento del consumo interno debido a la mejora de las condiciones de vida de los sectores populares y al proceso de urbanización que se desarrolló durante esos años. Todo esto trajo aparejada una disminución, cada vez más importante, de los saldos exportables. Ya en el último período del gobierno peronista, volteado en 1955, se comenzó a hacer un esfuerzo para hacer frente a la crisis agrícola, pero el estancamiento continuó hasta mediados de los años 60. La tasa media

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anual de crecimiento de la producción agrícola de la pampa entre los períodos 1935-1939 y 1958-1962, fue solamente del 0,44%. A pesar del débil aumento de la población, el 1,5% anual, el único crecimiento vegetativo del consumo interno reducía seriamente el saldo exportable. La situación comienza a cambiar en los años 60. Entre 1958-1962 y 1967-1971, la tasa de crecimiento de la producción fue del 2,22%, cifra todavía baja, pero al menos superior al crecimiento del consumo interno, lo que permitió un aumento de los saldos exportables. Entre 1967-1971 y 1976-1980, pasó a 3,7%; cifra que sin ser espectacular, permite duplicar, en los últimos años, el volumen de las exportaciones agrícolas, lo que da a la Argentina una presencia significativa en el mercado mundial. En el parágrafo siguiente analizaremos los cambios en la estructura social agraria y el progreso técnico que han permitido el crecimiento de la producción agrícola del cual hemos hablado aquí. 4. Cambios sociales y progresos tecnológicos entre 1945 y 1975 El peronismo, en el poder entre 1946 y 1955, no intentó ningún tipo de reforma agraria. Las condiciones en Argentina no eran tampoco comparables a las de los otros países del Tercer Mundo, entonces comprometidos en este tipo de proceso. Desde los años 40, Argentina era un país muy urbanizado. Las luchas sociales y las movilizaciones políticas tenían como protagonistas a los sectores populares de las ciudades y a la clase obrera. La importancia de la población rural argentina, que no representaba más que el 20% de la población total, contrastaba con la de los otros países de América Latina. Si bien el medio rural no tiene más que poca importancia en Argentina, en términos de luchas sociales y de movilización política, el “problema agrario”, tiene una importancia decisiva en materia económica. La política agrícola se discute en los centros urbanos, centros de decisiones políticas. La política agraria del peronismo provocó, como lo hemos señalado anteriormente, una desarticulación del sistema de producción tradicional y tuvo importantes consecuencias negativas en los niveles de producción. Tuvo también efectos en la estructura social agraria, que comenzaron a hacerse sentir a comienzos de los años 60. La ley en vigor sobre el arrendamiento restringía el derecho a la propiedad, impedía a los propietarios desalojar a los agricultores arrendatarios de sus tierras y los constreñía a recibir una renta cada vez más modesta, lo que acarreó un proceso de venta de estas explotaciones hasta entonces en arrendamiento. Los grandes propietarios de tierras deseaban vender

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una parte de sus tierras y los arrendatarios podían comprar, ya que esos años de rentas bloqueadas, habían permitido una acumulación de capital que podían invertir en la compra de tierras. Las viejas familias de campesinos arrendatarios que habían trabajado en el desarrollo de la agricultura argentina tuvieron dos destinos, que se definieron en los años 50 y 60. Los que pudieron comprar las tierras, formaron una nueva clase de pequeños y medianos propietarios de tierras, utilizando mano de obra familiar en sus explotaciones. En cuanto a los más numerosos, emigraron a las ciudades engrosando la clase obrera y los sectores de la pequeña burguesía urbana. Este proceso no significó la desaparición del latifundio en la pampa. Lo que desapareció fue el arrendamiento. Los grandes propietarios debieron, desde entonces, explotar directamente sus tierras sin recurrir al arrendamiento, pero organizando la explotación como una empresa capitalista. Es entonces que aparece un nuevo protagonista, el productor familiar o la explotación familiar, de una importancia considerable por la cantidad de tierra y la participación en el volumen global de la producción agrícola que representa. Para dar una idea, en términos cuantitativos, de estos cambios en la estructura agraria, señalaremos que el porcentaje de las tierras en arrendamientos disminuyó de un 70% en 1936 a un 35% en 1960 y a un 20% en 1970. Según los resultados del censo de 1970, un tercio de la tierra y la mitad de la producción pertenecen a las explotaciones familiares que aparecieron como consecuencia indirecta de la política económica en vigor de 1945 a 1955. Los grandes propietarios poseen aproximadamente el 40% de la tierra, pero su participación en la producción es inferior, y equivale al 25% del total. El resto corresponde a los pequeños propietarios y a un sector de la burguesía rural que no forma parte de la categoría de los grandes propietarios. El proletariado rural nunca fue muy numeroso, dejando de lado a los trabajadores estacionales que trabajaban en las cosechas antes de la mecanización; disminuyó en términos absolutos y relativos, y representa alrededor del 20% de la mano de obra empleada en la agricultura. Los otros son trabajadores familiares. Estos cambios en la estructura social agraria estuvieron acompañados de importantes modificaciones en las técnicas de producción agrícola. Por un lado, la mecanización se desarrolla y, en 1970, puede decirse que se generaliza para la cosecha del maíz, uno de los últimos cultivos donde todavía se empleaban métodos manuales. Pero la mecanización no trae necesariamente aparejado un crecimiento de la productividad de la tierra. Y la pampa no fue una excepción. Con la desaparición de los

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animales de tiro y la aparición de la mecanización, hubo una extensión de las superficies directamente utilizables para la producción equivalente al 20% de la tierra consagrada a la cría de bovinos. Ahora bien, los efectos más notables de la mecanización de la agricultura fueron el crecimiento de la productividad del trabajo y la aparición de formas nuevas y relativamente originales en la organización del trabajo rural. El período en el curso del cual se generaliza el empleo de tractores y de segadoras trilladoras coincide, y no por casualidad, con el desarrollo de una industria nacional de máquinas agrícolas. Se trata, en general, de las filiales de firmas extranjeras que se instalaron en Argentina y comenzaron a producir a fines de los años 50 y comienzos de los 60. Las modalidades de venta, favorecidas por una política oficial de crédito, permitieron a los agricultores la compra de equipamientos. Los pequeños y medianos productores, en muchos casos, tuvieron también la posibilidad de comprar máquinas agrícolas, por otra parte a menudo desproporcionadas en relación a la tierra de la que disponían. La práctica que se extendió rápidamente, sobre todo para el equipamiento pesado, fue un sistema de alquiler de máquinas o, más exactamente, de venta de servicios de las máquinas agrícolas. Los productores que tienen un excedente de equipamiento y de mano de obra familiar, en relación a sus propias necesidades, o bien las empresas clásicas de tipo capitalista, venden estos servicios. Este sistema es provechoso para los propietarios más pequeños que no han tenido la posibilidad de adquirir las máquinas y para los grandes propietarios que prefieren esta solución para no inmovilizar un capital fijo y para evitar guardar trabajadores calificados en forma permanente para la utilización y el mantenimiento de las máquinas. Las explotaciones familiares son las mejor provistas en cuanto a maquinaria propia para utilización en sus propias tierras. Para las tareas como la cosecha, se utilizan preferentemente máquinas alquiladas, dado el precio elevado y el carácter especializado de estos equipamientos poco utilizados durante el año. Esta especie de “socialización privada” del equipamiento agrícola ha permitido una gran homogeneización en las técnicas de cultivo y ha disminuido los efectos de las economías de escala. Aparte de la mecanización, hay que señalar otros cambios importantes debidos a la tecnología: el desarrollo de métodos de cultivo menos extensivos, gracias a la utilización de praderas cultivadas, la mejora genética de los principales cultivos y la introducción de nuevos cultivos. En el caso de la ganadería (nos referimos siempre a la ganadería de bovinos), hay que recordar que a fines del siglo pasado, con la apertura del mercado europeo a las importaciones de carne argentina –posible gracias

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a la aparición de transportes frigoríficos–, se asiste a una gran revolución tecnológica. Con la introducción de reproductores ingleses, la calidad del ganado argentino se mejora rápidamente. Desde el punto de vista genético se ha continuado mejorando a la hacienda, mientras que los métodos de alimentación basados en el libre pastoreo en grandes extensiones de tierra no han cambiado más que un poco hasta 1960, y la utilización de praderas cultivadas se extendió lentamente. En 1960, casi la totalidad de las tierras destinadas a la ganadería en la pampa, eran pastoreos naturales. Hacia fines de los años 50, fue lanzado un vasto programa oficial para fomentar la utilización de métodos más intensivos en la cría de ganado. Se ofrecieron créditos a los productores para crear pasturas cultivadas, se les ofreció apoyo técnico a través del Instituto Nacional de Tecnología Agraria (INTA), formado en esa época. Los resultados obtenidos fueron modestos. La intensificación de la cría no se generalizó, pero, no obstante, se puede estimar que durante estos últimos veinte años se ha obtenido un crecimiento de alrededor del 20% de la producción de carne por hectárea. Actualmente, coexisten explotaciones de un nivel tecnológico muy heterogéneo. Hay, en una misma región, productores que tienen un animal por hectárea y otros que crían cuatro por hectárea. Lo que es interesante es que, desde el punto de vista de la rentabilidad, los dos sistemas de explotación son viables. Por otra parte, se introdujeron nuevos tipos de forraje hasta en las regiones ligeramente marginales (sobre todo en el noroeste del país), lo que ha permitido la extensión de la frontera productiva. Gracias a estos diferentes procedimientos, la hacienda creció un 40% entre 1960 y 1980. Considerando el incremento de la superficie de las tierras destinadas a la ganadería (debido a las nuevas regiones que le son destinadas y a la vez a las tierras recuperadas que antes estaban ocupadas por los animales de tiro), y considerando que el peso medio de los animales en 1980 es inferior al de 1960, se estima en un 20% el incremento de la productividad por hectárea. Con respecto a la agricultura, se han obtenido aumentos muy importantes en la producción por hectárea gracias a nuevas variedades. Fue un proceso lento, posible gracias al trabajo de equipos técnicos del INTA, ya que no es viable introducir directamente, con buenos resultados, semillas que vienen de países extranjeros. Para ciertos cultivos, tales como el maíz y el sorgo, el aumento del rendimiento, a relativamente corto plazo, ha sido espectacular. Entre 1965 y fines de los años 70, los incrementos fueron de alrededor del 70%. En el caso del trigo, la mejora fue importante pero muy lenta.

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Lo que es interesante de este proceso es que exige, de parte del agricultor, cambios mínimos en la organización de la producción. Se compra una semilla nueva y cara (pero cuyo valor no es significativo en el costo total), y se cosecha un 40% o un 70% más, según el caso. Y no son necesarias otras inversiones, ni en fertilizantes ni en riego. En fin, además de la mejora de las semillas tradicionales, se introdujeron otras nuevas adaptando las variedades a las condiciones argentinas. Ese fue el caso del sorgo en los años 60, y el de la soja en los años 70; ahí tampoco el riego y el fertilizante son necesarios. La soja permite una rotación ventajosa con las gramíneas (sobre todo el trigo), lo que da dos cosechas por período, preservando la fertilidad del suelo, ya que la soja, como leguminosa, fija en el suelo el nitrógeno que absorbe del aire. Todos estos cambios descriptos de una manera sintética en las páginas que preceden, son reflejos de una evolución social, económica, política y tecnológica compleja, y explican el importante desarrollo de la producción agrícola argentina de estos últimos diez años, que no debe nada a la política económica inaugurada en marzo de 1976. 5. La producción extensiva, límite de la expansión Veamos ahora cuáles son los límites del reciente proceso de crecimiento de la producción y de las exportaciones agrícolas. El crecimiento de la producción agrícola, cuando la frontera agrícola no puede extenderse más –y es ese el caso argentino–, depende del crecimiento de la producción por unidad de superficie de tierra. Hay varias “vías” para llegar a esto: 1) la utilización de técnicas productivas que, a través del aumento del capital y del trabajo sobre la tierra, aumentan su productividad; 2) sin modificar la técnicas empleadas en cada actividad se puede cambiar la combinación de las actividades y aumentar la importancia de las que producen más por unidad de tierra; 3) la introducción de una nueva tecnología que, sin cambiar la proporción de los factores, aumenta la productividad de la tierra. Para ilustrar las diferencias entre estas “vías” posibles, daremos algunos ejemplos. Las situaciones típicas. En el primer caso se encuentra la siguiente situación: el aumento de la producción agrícola en Francia, en estos últimos veinticinco años, y la “revolución verde” en India, y su impacto en la producción de cereales. En el caso francés, se asiste a un proceso de modernización que se traduce en la utilización creciente de medios mecánicos y de fertilizantes (sobre todo químicos) para la producción agrícola. La “proporción de factores” empleados en la producción de cada producto cambia sensiblemente y aumenta tanto la productividad

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del trabajo como la de la tierra. En general, este proceso implica un fuerte crecimiento del consumo de energía y el balance energético se revela a veces negativo. El volumen del capital necesario por unidad de superficie de tierra aumenta sensiblemente. En el caso de la “revolución verde”, hay también una fuerte alteración en las proporciones de los factores utilizados. Los rendimientos aumentan gracias a la utilización de nuevas variedades, al empleo de fertilizantes y al riego. Este tipo de cambios tecnológicos está generalmente asociado a profundas modificaciones de las estructuras sociales agrarias. Hay que transformar al pequeño campesino en granjero (farmer) moderno. Aunque esto no sea el tema de este ensayo, señalaremos solamente que los resultados han sido en numerosos casos negativos, y han agravado la desigualdad en materia de distribución de los ingresos. En los cambios tecnológicos registrados en la producción agraria argentina, el proceso muy moderado de intensificación de la cría de bovinos estaría vinculado a esta categoría. El acrecentamiento de las pasturas artificiales y la práctica de reservas de forraje implican un incremento de la relación capital desembolsado que trae aparejado un incremento de la producción por hectárea. La segunda “vía” sería, por ejemplo, el crecimiento de ciertas actividades intensivas ya existentes pero poco importantes en una región determinada del país. Por ejemplo, en una región de maíz donde se crían cerdos a pequeña escala, desarrollar fuertemente la cría de cerdos, sin que haya modificación en la tecnología del maíz ni en la del cerdo, aumentaría la relación capital/tierra y también la producción por unidad de superficie. Para la tercera “vía”, el caso argentino es un ejemplo claro. Se trata del crecimiento de la producción agrícola gracias a la mejora genética. Eso no hubiera sido posible en Argentina sin un alto nivel de investigación científica y técnica que ha permitido la adaptación y el desarrollo de variedades más productivas. Lo que queremos resaltar, particularmente aquí, son las características y los límites de los medios gracias a los cuales se ha podido alcanzar, en estos últimos años, un aumento de la producción agrícola. No hay perspectivas inmediatas de introducción de nuevas variedades que permitan un nuevo salto de la producción. Y el aumento obtenido hasta ahora ha alcanzado un “umbral”, desde 1977, que no ha sido sobrepasado y que es susceptible de bajar el año próximo. El reciente desarrollo de la agricultura argentina ha sido obtenido sin modificación de estas características extensivas. Y es poco probable que esta expansión continúe sin cambios o sin un aumento de la intensidad en el uso del suelo. Ahora bien, la política económica actual no aporta ningún elemento que pueda

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favorecer la utilización de técnicas más intensivas, ni la adopción de alternativas de producción para que las actividades más productivas por unidad de tierra puedan aumentar de una manera significativa. Para abordar el tema de la extensividad de la agricultura en Argentina, es necesario remitirse a las características de la estructura social agraria y de la política agrícola o de la política económica en general que afectan la situación del medio agrario. A nuestro entender, hay varias razones por las cuales las empresas agrarias, y sobre todo las grandes explotaciones, elijen alternativas de producción extremadamente extensivas. Se trata de un simple cálculo de rentabilidad sumado a una evaluación que toma en consideración los riesgos. La explotación extensiva en Argentina, para los que poseen una cantidad de tierra suficiente, es altamente rentable. Un bajo nivel de inversión por hectárea no significa necesariamente una tecnología obsoleta. En las zonas de fuerte vocación agrícola, las explotaciones mixtas prosperan, consagrando del 30 al 50% de sus tierras a la cría extensiva cuya producción por unidad de tierra está evaluada en la mitad de lo que se produciría en agricultura. Pero, efectuando una rotación de cultivos, los forrajes de leguminosas enriquecen el suelo por el aporte de nitrógeno. Además, una producción diversificada, disminuye los riesgos a largo plazo, en un país sin política de precios estables. Efectuar grandes inversiones para intensificar la cría, generalizar la utilización de fertilizantes y desarrollar la rotación de cultivos finalmente no es rentable; esto aumenta los riesgos, ya que cuanto más intensiva es la explotación, más especializada es. Para las grandes empresas que tienen la posibilidad de realizar inversiones en otros sectores de la economía, una producción intensiva no es rentable. Es el caso de los grandes propietarios que poseen el 40% de las tierras. Las unidades de producción familiares utilizan métodos un poco menos extensivos, lo que les permite producir el 50% de la producción total –un tercio de sus tierras. Es en este sentido que evocamos la existencia de una relación entre extensividad y estructura social en la agricultura. 6. Política agraria y producción extensiva Las relaciones entre la política económica y la extensividad son diversas. Si cierta política no afecta la estructura agraria, indirectamente contribuye al mantenimiento de las condiciones económicas que favorecen la explotación extensiva. Pero existen numerosos mecanismos que permiten favorecer el incremento de las inversiones. Algunos fueron empleados con éxito relativo en Argentina. El Estado puede hacer bajar artificialmente el

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costo de las inversiones en capital, dando créditos o ventajas fiscales. Los dos métodos fueron utilizados para permitir la adquisición de máquinas agrícolas y para fomentar la implantación de pasturas. Se puede así promover la introducción de prácticas más intensivas de producción gracias a una política fiscal. En Argentina, entre 1958 y 1973, hubo tres intentos de aplicar un impuesto sobre la renta potencial de la tierra. Este tipo de gravámenes, basados en la capacidad productiva de la tierra y no en la producción efectivamente realizada, “penaliza” la producción extensiva. Sin embargo, esta medida jamás ha podido ser aplicada; siendo sus efectos potenciales, la desvalorización de la propiedad de la tierra, chocó con la oposición de los grandes terratenientes. A pesar de haber contado con la defensa de asociaciones representativas de las explotaciones familiares, fue descartada por la doble presión de los intereses políticos y de los grandes propietarios. El otro tipo de política que puede fomentar un uso más intensivo de la tierra sería una política de precios. En principio, si los precios agrícolas suben, se notará una tendencia al incremento de las inversiones. Pero una política de precios puede manifestarse de dos formas diferentes: 1) favorecer los precios agrícolas en relación a los precios no agrícolas, dejando al mercado definir libremente los precios relativos de los diferentes productos agrícolas; o 2) asegurar a largo plazo cierta estabilidad de precios para cada producto, de manera que reduzca el impacto de la fluctuación de los precios (sobre todo en el mercado internacional) cuyos productores podrían ser víctimas. En Argentina, cada vez que se trató de favorecer la producción agrícola con un alza de precios, siempre hubo que recurrir al primer método mencionado. Dada la existencia de una gran inseguridad, en relación a las futuras variaciones de los precios para cada producto, conviene –como lo hemos señalado más arriba– mantener un sistema de producción que permita un cambio fácil de actividad. Lo que es claramente contradictorio con el desarrollo de las formas intensivas de producción que implican un grado más elevado de especialización. 7. El nuevo rol de las exportaciones argentinas en el mercado mundial Durante el período dorado del desarrollo de las exportaciones de los productos agrícolas, Argentina ocupaba una posición importante en el volumen total de las exportaciones mundiales de cereales, de oleaginosas y de carne vacuna. En la década de 1920, el 40% del total de la carne bovina exportada en el mundo, el 10% del trigo y más del 20% del maíz prove-

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nían de Argentina. Una de las consecuencias del gran período de estancamiento de la producción agrícola fue la disminución de las exportaciones argentinas en el mercado mundial. En estos últimos años, la tendencia se está revirtiendo. El peso de Argentina en las ventas de cereales, de oleaginosas y de carne, acompaña cada vez más el incremento de la producción. Desde hacía muchos años, su participación en el comercio de los granos era inferior al 5%, y actualmente representa alrededor del 10%. En lo que respecta a la carne vacuna, aunque nunca haya descendido tanto como los cereales, el incremento de la producción ha generado también un aumento significativo de sus exportaciones. En una primera evaluación global de la posición de la Argentina exportadora de productos agrícolas de climas templados –aunque desde un punto de vista cuantitativo, su participación relativa en los mercados sea inferior a la de hace cincuenta años–, puede decirse que el volumen de sus exportaciones de carne y sobre todo de cereales y de oleaginosas le asegura una importancia significativa y estratégica en el mercado mundial de productos alimentarios. La forma en que las exportaciones argentinas de granos han reemplazado a los cereales norteamericanos en el mercado soviético es un buen ejemplo. Es interesante observar el enorme cambio entre el rol de las exportaciones argentinas en las tres o cuatro primeras décadas del siglo y en la actualidad. A principios de siglo, la inserción de las exportaciones de productos agrícolas argentinos en el mercado mundial desempeñó un papel importante en el proceso de expansión económica de los países capitalistas desarrollados de Europa Occidental, particularmente de Inglaterra. Los cereales y la carne argentina llegaron a los mercados europeos a precios más bajos que los productos locales. Esto tuvo efectos importantes –sobre todo en Inglaterra–, dada la ausencia de una política proteccionista en estos países antes de la crisis de 1930. La baja de precios de los alimentos tuvo consecuencias positivas en los salarios reales. Pero provocó también una disminución de los ingresos y la producción agrícolas. Entre 1890 y 1914, la producción de trigo del Reino Unido bajó un 50% y los ingresos bajaron del 20 al 30%. El proceso de desarrollo del mercado mundial de productos alimenticios consolidaba la predominancia del capitalismo industrial en el viejo mundo, debilitando a las antiguas clases de propietarios de la tierra, lo que contribuía al incremento de la renta agraria en Argentina, y consolidaba el poder de los grandes terratenientes argentinos. Actualmente la situación es absolutamente diferente. Las importaciones de productos agrícolas desempeñan un papel menos importante en los países capitalistas desarrollados. El peso de los alimentos en la canasta

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familiar de los trabajadores es relativamente bajo en comparación al de principios de siglo. Esto ha permitido la consolidación de políticas proteccionistas sobre todo de los países de la CEE. A esto se le agrega el enorme avance científico y tecnológico en el ámbito de la agricultura y la política de ayuda en la modernización de las explotaciones agrícolas, que han hecho posible un fuerte incremento de la producción de carne y de granos para consumo humano. Hoy, la mayoría de las importaciones europeas provenientes de Argentina consisten en granos para la alimentación de los animales y oleaginosas. En cierta medida, en vez de importar productos que, después de un proceso de industrialización relativamente corto, podían ser consumidos, llegaron a importarse productos intermediarios para la propia actividad agrícola europea. El caso de la carne vacuna es diferente, ya que hay un problema de calidad. El producto argentino, gracias al sistema de alimentación del ganado, es de mejor calidad que el producto europeo. Y como además el precio es competitivo, se trata de un caso donde el volumen del comercio depende fundamentalmente de las restricciones variables que le impone la política proteccionista europea. Las dificultades del comercio con Europa impulsan a la política argentina a buscar nuevos mercados para sus exportaciones. Ya en los años 60, mientras que las cosechas eran excepcionales y dejaban importantes excedentes exportables, se emprendió una “política de apertura al Este” para el comercio exterior argentino. Esta orientación fue reforzada durante el régimen militar de los primeros años de la década de 1970, y devino, en 1973, en uno de los postulados del plan económico del gobierno peronista. Esta orientación, por otra parte, se confirmó con la política del gobierno militar actualmente en el poder. En 1978, la URSS fue el primer país importador de productos argentinos. Esta posición se consolida con un acuerdo firmado en 1980, por cinco años. Si la producción argentina se mantiene estos próximos años en el nivel de 1977-1980, las ventas a la URSS representarán el 25% de las exportaciones de granos. Si, como se suponía más arriba, se produjera una disminución de la producción, este porcentaje aumentaría considerablemente. Por otra parte, la URSS es actualmente también el primer comprador de carne. Pero no es una política solamente unilateral, se han firmado acuerdos importantes con China y numerosos países del Tercer Mundo. El grado de diversificación de los intercambios aumenta considerablemente, aunque los acuerdos a mediano plazo con la URSS lo transformen en el principal cliente por un período de varios años. Esta nueva situación da lugar a numerosas reflexiones que no hacemos más que señalar en este estudio.

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La inserción internacional de la economía argentina se encuentra actualmente en una situación muy particular. Exporta productos alimenticios de base, es casi totalmente autosuficiente en petróleo y ha alcanzado una gran diversificación de su comercio exterior, con una neta orientación al Este. La evolución de un proceso que cuenta con estas características y las condiciones de la política interna de la Argentina son un ejemplo paradigmático de la complejidad del sistema mundial actual. Una cuestión interesante de señalar es la enorme capacidad productiva, todavía subexplotada, de la pampa argentina. En una situación internacional donde el déficit alimentario mundial tiene todas las chances de incrementarse –el Consejo Mundial de la Alimentación estima que las importaciones en granos del Tercer Mundo pasarán de 70 millones de toneladas, en 1978, a 130 millones de toneladas en 1990– la capacidad de expansión de la producción y de las exportaciones argentinas en cereales es de una gran importancia. Efectuando algunas modificaciones en las técnicas productivas –que no son simples, pero que son posibles–, se llegaría a duplicar el volumen de las exportaciones de granos en un plazo relativamente corto. Si se redujera un 30% la superficie de las tierras destinadas a la ganadería, sin que eso significara una disminución de la producción, gracias a la utilización de técnicas más intensivas, eso permitiría duplicar las exportaciones agrícolas que alcanzarían un volumen de 35 millones de toneladas. Es un cálculo muy aproximativo, pero al mismo tiempo, reservado. Las cifras podrían ser mucho más elevadas todavía. El problema es que, en las condiciones actuales, es absolutamente impensable que se produzca un salto en la producción de esta envergadura. Las características de la política económica actual hacen imposible un desarrollo de este tipo, ya que tienden a favorecer la permanencia de explotaciones intensivas muy diversificadas. Hay mucho por cambiar para que lo posible se vuelva real.

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Argentina a la hora del balance. Autoritarismo, democracia y subversión Por Jorge Beinstein

Sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una vez y para siempre, esta nacionalidad argentina que tiene que formarse, como las pirámides de Egipto y el poder de los imperios, a costa de la sangre y sudor de muchas generaciones. General Julio A. Roca, 23 de abril de 18801 Escribimos hoy esta inscripción en las paredes: la vida es subversiva. Ernesto Cardenal2 La tragedia argentina podría ser sintetizada con la ayuda de la siguiente: la élite dominante probado su “ineficacia” para desarrollar un país rico en recursos naturales y dotado de una población calificada. Y, sin embargo, hasta ahora se ha mostrado bastante “eficaz” para impedir que las clases populares, víctimas de su dominación, impongan cambios radicales de estructuras, eliminando así las trabas que se oponen al progreso. Eficacia para dominar y parasitar, ineficacia para transformar un sistema socioeconómico decadente… Modernismo mezclado con conservadurismo… absorción de ciertos progresos técnicos, incorporación de formas culturales nuevas… pero que se adaptan a estructuras parasitarias cuya rigidez impide al país salir del círculo vicioso del subdesarrollo. Esta “dualidad” en el comportamiento de la alta burguesía local expresa bien el carácter contradictorio, casi aberrante, de un capitalismo periférico condenado desde su nacimiento a reproducir eternamente (y de manera cada vez más bárbara) el subdesarrollo, a través de diferentes niveles de urbanización, de industrialización, etc. Un siglo ha transcurrido desde que en 1880 la oligarquía civil y militar ha “fundado” la República, la Argentina moderna. Durante todo ese tiempo se han sucedido infatigablemente las reformas 1. [N. del A.] Carta del general Julio A. Roca a Dardo Rocha, 23 de abril de 1880, en Natalio E. Botana, El orden conservador, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1979. 2. [N. del A.] Ernesto Cardenal (antología de Antonio Melis). La vita e’souversiva, Edizioni Accademia, Milán, 1977.

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abortadas, las revueltas populares, una industrialización tan vasta como insuficiente etc., y no obstante la hegemonía conservadora no ha podido ser revertida. Esto nos ha conducido a la involución actual, proceso dramático que combina la putrefacción, la disgregación de las fuerzas productivas en la ascensión irresistible de un Estado totalitario, elitista, que invade completamente la sociedad civil –alimentándose de su desarticulación– en un combate que no está aún zanjado y que tiene como objetivo su domesticación íntegra, su transformación en un conjunto caótico de actividades vegetativas. Desde hace medio siglo, la economía rural (que provee la casi totalidad de las exportaciones) está estancada. La industria, que representa cerca del 35% del producto bruto nacional, no ha conocido, en el transcurso de los veinticinco últimos años, sino algunas innovaciones parciales que le han permitido adaptarse anárquicamente a los cambios (modernizaciones) introducidos en el sistema de consumo, pero al precio de un nivel elevado de desnacionalización y de monopolización, acentuando todavía más su dependencia tecnológica y financiera frente al extranjero. Esta “dinámica industrial” (principalmente entre 1955 y 1975) fundada en una práctica parasitaria, con débiles tasas de inversión real y beneficios elevados a corto plazo, ha contribuido de manera decisiva a la inestabilidad general de la economía. En cuanto al sector agrícola, centrado en la gran propiedad, ha podido compensar sus bajos niveles de productividad mediante transferencias enérgicas de ingresos a su favor, gracias a un poder político que, luego del golpe de Estado de 1955, se mostró excesivamente sensible a sus demandas. Todo esto ha provocado, en el transcurso del último cuarto de siglo, un proceso inexorable de concentración de ingresos que poco a poco ha socavado el mercado de consumo de masas, sostén de la industria y de una buena parte de la actividad rural. Es sobre esta base de inestabilidad de los precios, de estancamiento o de crecimiento muy lento de la demanda interna (en una sociedad moderna, que casi no tenía analfabetos, con una población mayoritariamente urbana) que diversas firmas multinacionales penetraron en el país en el transcurso de los años sesenta, y ocuparon los sectores más dinámicos de la industria. Su accionar se ha inscripto en “la marcha general” del proceso de lumpen-aristocratización social desencadenado en el golpe de 1955, dándole un impulso decisivo. En efecto, el capital extranjero funcionó desde el comienzo con tasas de ganancia extremadamente elevadas y tomando muy pocos riesgos. Sus programas tenían, en general, como objetivo la recuperación ultra-rápida de las inversiones.

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Para resumir, podríamos señalar que una de las reglas básicas del comportamiento del jefe de empresa en Argentina ha sido la inmediatez, la subestimación del largo plazo, la búsqueda de ganancias fáciles y rápidas. Esta conducta, típica del subdesarrollo, no ha obedecido a ningún azar histórico, a ninguna desviación psicológica momentánea; muy por el contrario constituye un verdadero “factor estructural” que toma sus raíces en los orígenes de la sociedad argentina y que se perpetúa a través del tiempo. Todavía más, el conjunto de nuestra “cultura nacional” (en realidad, una subcultura periférica) ha estado siempre impregnada de la “inmediatez”. La política, el sindicalismo, la mayor parte de las actividades sociales no han podido liberarse de esta forma primitiva de racionalidad que en la práctica ha tenido como función inhibir y bloquear el desarrollo de la conciencia en las masas populares. El pragmatismo cínico, al amparo de lo que se ha llamado la “viveza criolla”3, considerado como uno de los elementos fundamentales del “comportamiento argentino”, es para la élite dominante y para los arribistas que aspiran desesperadamente al poder y a la riqueza, una especie de justificación moral; para las masas dominadas, para las clases populares, este modo de ser funciona como una justificación de la impotencia, como una escapatoria individual (y a veces colectiva), como un verdadero opio. Para el conjunto del cuerpo social, todo esto toma la forma de una esquizofrenia que se exacerba con el tiempo y conduce inexorablemente al desastre. El oportunismo (sin efecto para la mayoría, pero provechoso para una minoría), tal como se ha presentado históricamente en Argentina, es uno de los “productos” del bloqueo oligárquico; aparece como una ilusión (mezcla de ideas falsas), una utopía destinada al fracaso. Ilusión de estabilidad en medio de la crisis (como a menudo ha sido el caso durante los últimos veinte años), ilusión de negociación en la antecámara de la represión, ilusión de prosperidad en medio de la decadencia… Los bloqueos estructurales (del monopolio de la oligarquía sobre la tierra hasta las camarillas financieras ahora tan “de moda”) han terminado por transformar en trabas el desarrollo de la racionalidad. El pueblo ha interiorizado mitos, normas de conducta producidos por la élite dominante. La sumisión física –lograda a lo largo del siglo XIX en el transcurso de una guerra civil despiadada– ha sido seguida por una sumisión cultural significativa. Esta última ha logrado, en gran parte, imponerse incluso en 3. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “viveza criolla” entre paréntesis y en castellano, con una nota explicativa al pie en francés: “Agilité d’esprit de l’Argentin. Malice argentine” / “Agilidad mental del argentino. Malicia argentina”.

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las grandes movilizaciones populares, inhibiendo su capacidad crítica y, por consiguiente, su potencial de lucha. Estos últimos cinco años constituyen, me parece, un gigantesco salto cualitativo. El parasitismo oligárquico se ha transformado en saqueo, en destrucción caótica de las fuerzas productivas. La dominación elitista se ha transformado en represión feroz. El Estado y las Fuerzas Armadas se han transformado en Ejército de Ocupación. La miseria y el genocidio borran de un plumazo numerosos mitos, numerosas ilusiones… el terror total (ideológico, físico…) sigue siendo el instrumento principal en el proceso de reproducción del capitalismo subdesarrollado. Pero, como la clase dominante que está a la cabeza de la República Militar sabe que el terror es insuficiente, que su eficacia se deteriora con el tiempo, busca hacer revivir la vieja comedia recurriendo a los hilos gastados de la vieja política elitista. Pero es muy probable que el círculo vicioso, constituido por el bloqueo estructural y las ilusiones de cambio, esté en la actualidad seriamente mermado y que sus fundamentos objetivos y subjetivos estén siendo destruidos. Parece difícil, evidentemente, hacer pronósticos sobre la capacidad que tiene la élite, a partir de la más grande crisis social de la historia argentina, para organizar una nueva red de compromisos yendo a la par de la represión. Asimismo, es difícil anticipar las rupturas probables, las ofensivas populares (productos del deterioro del Poder)… El futuro es muy incierto… La oligarquía Encontraremos, a mi entender, las raíces del subdesarrollo argentino en la forma específica, periférica, a la vez degradada y caótica, que ha revestido en esta parte del mundo la civilización burguesa. Reproducida sobre la base del bloqueo elitista, del recurso cíclico a la violencia, esta subcultura oligárquica es la fuente de nuestro “fascismo”, mezcla de despotismo, de pragmatismo sin escrúpulos y de cinismo político. Todo ha comenzado con el fin de la colonización española4 en 1810 – si hay que darle una fecha política. A partir de ahí, la élite que nace en Buenos Aires, engendrada por el contrabando y la especulación, se transformó poco a poco, para convertirse, a través de una larga ruta marcada con sangre, en la clase dominante que conocemos hoy. Teniendo su anclaje en la “ciudad-puerto”, mientras que en su origen fue una burguesía comercial y financiera urbana inestable, fortaleció sus 4. [N. del A.] Que en cierta medida había sentado las bases del desarrollo ulterior.

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vínculos con el mercado mundial (en particular con el Imperio Británico) y se apropió gradualmente de vastas extensiones de tierra en la pampa, gigantesco espacio fértil. Las exportaciones de cueros, carnes saladas, lana, carne bovina y cereales marcan diferentes etapas en el proceso de incorporación del territorio al comercio internacional. Al final de la primera etapa de su formación, hacia 1880, la oligarquía ya consolidada en tanto élite rural y urbana (propietaria de tierras y grandes empresas en Buenos Aires y en otras ciudades) había dejado tras ella una vasta obra de destrucción. La población indígena había sido exterminada, las masas populares del interior aplastadas sin piedad; Paraguay –país relativamente moderno– fue sometido a un inmenso genocidio, más de la mitad de su población fue masacrada por los ejércitos combinados de Argentina, Brasil y Uruguay. La trayectoria del general Roca, fundador de la Argentina moderna y de su ejército, es muy edificante. Combatió en la guerra del Paraguay, enfrentó militarmente a los caudillos del interior, a Felipe Varela, López Jordán o Peñaloza, y dirigió finalmente la famosa “Campaña del Desierto”, amplia operación de exterminio de las poblaciones indígenas cuyo objetivo era la apropiación de millones de hectáreas de tierras fértiles5. Desde su nacimiento, la oligarquía fue una clase inestable que se desarrolló a través de una sucesión de golpes de suerte, con los azares de la guerra civil, de las vicisitudes de un comercio internacional imprevisible (teniendo en cuenta su carácter de clase periférica), de la apropiación fraudulenta de las “tierras públicas” que eran en realidad propiedad de los indios y de los gauchos, de la especulación urbana, etcétera. Aparece entonces como una amalgama de poder económico y militar, de intereses rurales y urbanos, locales y extranjeros. A lo largo de estos últimos cien años pudo sobrevivir, reproducirse principalmente, en tres escenas políticas diferentes: la República Civil Fraudulenta6 (entre 1880 y 1916, durante los años 30 y entre 1955 y 1966), la República Militar (durante el golpe de 1930, entre 1943 y 1945, entre 1955 y 1958, entre 1966 y 1973, a partir de 1976) o bien bajo 5. [N. del A.] “Durante los 18 años que transcurrieron entre 1862 y 1880, Roca (…) sirvió al ejército de su país en todas las acciones que contribuyeron a la consolidación del poder político central: estuvo bajo las órdenes del general Paunero contra Peñaloza, combatió en la guerra del Paraguay, se enfrentó con Felipe Varela en la batalla de Salinas de Pastos Grandes, derrotó a Ricardo López Jordán en la batalla de Ñaembé (…), dirigió la Campaña del Desierto que culminó con la anexión de 1500 leguas de tierras nuevas. Esta trayectoria militar le permitió a Roca mantener contactos permanentes con las clases gobernantes emergentes”. N. E. Botana, op. cit. p. 33. 6. [N. del A.] Basada en la proscripción electoral de las mayorías populares.

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regímenes populistas, democratizadores (1916-1930, 1945-1955, 19731974) durante los cuales efectuaba repliegues tácticos hábiles que le permitían conservar su hegemonía estratégica (su dominación sobre los sectores clave de la economía y del aparato de Estado). Esta habilidad, esta capacidad de “cambio”, de adaptación política combinando la represión con las negociaciones tramposas, se extendió también a la economía; es así como atravesó victoriosamente la etapa de las exportaciones agrícolas (hasta la Segunda Guerra Mundial) así como la etapa industrial-nacionalista (19451955) y la etapa industrial-imperialista (1955-1976) para revestir actualmente las características de una lumpen-burguesía cívico-militar. Diversificación de intereses, división-recuperación-represión de sus enemigos internos sobre la base no negociable del mantenimiento del modelo elitista-parasitario que traba simultáneamente el desarrollo de las fuerzas productivas y de las formas democráticas de organización social… tal es, en una síntesis rápida, la esencia de su comportamiento. Las Fuerzas Armadas Las Fuerzas Armadas argentinas constituyen la manifestación más elaborada de la subcultura oligárquica. Nacidas hacia fin del siglo pasado sobre la base de la represión interna (exterminación de los indios, aplastamiento de los movimientos populares) y de la guerra colonial contra el Paraguay, han sido formadas en base al modelo prusiano. Garante sólido de los regímenes “civiles” más elitistas, o asumiendo otras veces abiertamente el poder político en vistas de preservar “el orden social”, el poder militar constituye uno de los factores esenciales del proceso de reproducción del subdesarrollo. Su imagen actual, en tanto “aparato represivo-fascista” no es el producto de una situación extraordinaria, sino el resultado de toda su historia. Con respecto a esto, parece interesante señalar la existencia de dos mitos, de dos falsificaciones obstinadamente preservadas contra viento y marea y que han contribuido a la estructuración de una falsa consciencia destinada a obstaculizar las prácticas populares. Un primer mito es el del “lazo” que los militares (y el conjunto de la cultura oficial) han pretendido establecer entre el ejército profesional y los ejércitos improvisados (especies de milicias populares) que libraron durante la primera parte del siglo XIX; la guerra de la independencia contra el colonialismo español. Es así que intentan establecer una especie de legitimidad, de “pureza original” del aparato represivo actual. En realidad, “el ejercito de la

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Independencia” se disolvió a lo largo de las guerras civiles que devastaron al país durante el siglo pasado. El ejército profesional apareció mucho después como instrumento de represión interna, animado por un espíritu elitista, como producto (y como artífice) de la consolidación socio-política de la oligarquía. La “pureza de origen” se vuelve así pecado original, una marca sangrienta antipopular. El fundador de las Fuerzas Armadas argentinas no es el general San Martín –héroe de la independencia–, sino el general Roca: “héroe”, entre otros, de las masacres de gauchos, indios y paraguayos, de la corrupción económica, de la sumisión al Imperio Británico. El segundo mito, es el de la existencia de una tradición a la vez nacionalista y populista, más o menos democrática, más o menos antiimperialista en las Fuerzas Armadas. Durante los últimos veinticinco años han surgido, en varias oportunidades, en el campo de los civiles, personas a la búsqueda del militar “patriota”, “amigo del pueblo”. La realidad marcada por una sucesión de golpes de Estado militares reaccionarios, se encargó de desmentir estas esperanzas. E, incluso, el nacimiento del peronismo, alrededor de 1945, ha sido a veces interpretado como el producto de una especie de alianza sagrada entre las masas populares y las Fuerzas Armadas. En realidad, Perón mismo, durante su largo exilio, se encargó de desmentir muchas veces esta afirmación. Esto no impide que, incluso hoy, a pesar de lo ocurrido en estos últimos años, haya quienes nos recuerdan que “en 1945 los militares se unieron al pueblo”. Pero la realidad es muy diferente. Los militares argentinos, influenciados por las ideas fascistas (que habían animado, por ejemplo, el golpe de 1930 que derrocó al régimen populista-liberal de Hipólito Yrigoyen), hicieron un golpe de Estado en 1943 con el objetivo de llenar, a la vez, el vacío político dejado por un gobierno conservador decadente y de “adaptarse” a la victoria alemana que daban por supuesta en la guerra mundial. El aislamiento del Poder militar, acorralado por las fuerzas políticas tradicionales y mal ubicado frente al cambio rápido, terciado por la situación internacional con la victoria de los Aliados, provocó la crisis en el seno mismo de las Fuerzas Armadas. Perón, entonces coronel, emergió como líder de las masas populares sobre la base de tres fenómenos principales: en primer lugar la crisis militar que quebrantó seriamente la estructura jerárquica del Ejército, luego la incapacidad de los hombres políticos tradicionales (comprometidos de una u otra manera con el viejo régimen oligárquico) para

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recuperar el poder; por último, la irrupción, gracias al proceso de industrialización acelerado a partir de los años 30, de un nuevo proletariado industrial, así como de un amplio abanico de grupos sociales “modernos” (una burguesía urbana innovadora, nuevas clases medias, etc.). Fueron estas fuerzas sociales emergentes (especialmente la clase obrera) las que consolidaron el movimiento peronista. La oligarquía en su conjunto, y en particular los partidos tradicionales y la derecha militar, efectuaron en ese momento uno de sus repliegues tácticos tan conocidos, destinados, por un lado a calmar y a moderar el movimiento popular naciente, y por el otro a recuperar fuerzas, a reconstruir la cohesión interna. Cinco años más tarde, a partir de principios de los años 50, la derecha salió de nuevo al ataque aprovechando contradicciones y debilidades de un régimen prisionero del conservadurismo al que había contribuido a imponer (por presiones externas e “internas”). Esta ofensiva reaccionaria culminó en 1955 con el golpe antiperonista que abrió un largo período (de 18 años) de dictaduras militares o de “gobiernos civiles” (bajo el control más o menos directo de las Fuerzas Armadas), surgidos de elecciones en las cuales el movimiento peronista mayoritario había sido excluido. El liderazgo de Perón no fue, pues, el resultado de la convergencia entre las masas populares y el Ejército; muy por el contrario, el peronismo triunfó en 1945 (con un militar atípico a la cabeza) gracias, precisamente, al quiebre, a la derrota momentánea de la tradición militar más sólida, es decir del elitismo, el conservadurismo fuertemente impregnado de elementos ideológicos fascistas. La recomposición “moral” y política de las Fuerzas Armadas fue uno de los elementos clave de la contrarrevolución de 1955. Incluso más, no es exagerado atribuir las dudas e inhibiciones conservadoras de Perón principalmente a su educación militar. El proceso de concentración de los ingresos, que se inició lenta pero inexorablemente a partir de 1955, suscitó la resistencia tenaz de la clase obrera (reagrupada en poderosos sindicatos creados bajo el peronismo) y de las clases medias. El descontento social creciente, yendo a la par de una radicalización política cada vez más importante, se encontró frente a un aparato represivo fabricado por y en las Fuerzas Armadas, cuyo desarrollo fue proporcional a la oposición popular que enfrentó. 1976 simbolizó el salto decisivo en la evolución militar; en el plano interno, la relación de fuerzas se expresó a favor de las estructuras operacionales y de inteligencia especializadas en la represión; las Fuerzas Armadas

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completaron una metamorfosis laboriosamente preparada. Es entonces que emerge un ejército de ocupación que va a enfrentar a la sociedad civil en tanto “enemigo” a someter integralmente. Nacidas del gigantesco baño de sangre de fin del siglo pasado, las Fuerzas Armadas, gracias a la crisis, al desmoronamiento económico y social, vuelven a su rol original, a su más profunda razón de ser. La debilidad estratégica de los movimientos populares Hemos visto cómo la oligarquía, mezcla elitista de militares, de terratenientes, industriales y especuladores diversos, ha logrado, gracias a un juego complejo de repliegues tácticos y de represión feroz, de “adaptaciones” económicas y de parasitismo, conservar los fundamentos de la república aristocrática. Frente a ella, las fuerzas populares se han mostrado impotentes no sólo para obtener un cambio definitivo de estructuras sino, incluso, para garantizar la permanencia de ciertas reformas democráticas parciales. Si uno pasa por sobre el análisis de la oposición más radicalizada, que no ha podido transformarse en un amplio frente antioligárquico7, observamos que, tanto el radicalismo yrigoyenista (hasta la Segunda Guerra Mundial) como el peronismo histórico, entre 1943 y el inicio de la dictadura militar en 1976, fueron vencidos, víctimas de sus debilidades estratégicas. La causa principal de esta debilidad reside en el nivel de penetración avanzada, lograda en su seno, de un conjunto de valores, normas de conducta, mitos que formaban parte del núcleo duro de la subcultura oligárquica (es decir, de la cultura burguesa con las características particulares que reviste en el caso argentino). La composición social de los dos movimientos, en particular de sus sectores más amplios “explican” sociológicamente el fenómeno. El yrigoyenismo alimentado por una clase media plebeya emergente, que oscilaba entre la rebelión antioligárquica y el ascenso en el interior de la sociedad existente; el peronismo, alimentado por un proletariado urbano inmaduro que accedió rápidamente a las ventajas obtenidas por la prosperidad capitalista de la posguerra, parecían condenados a una moderación y a un autocontrol de sus ofensivas que los privó de una victoria definitiva. 7. [N. del A.] Por ejemplo, el proletariado anarquista de comienzos de siglo, incapaz por razones ideológicas de romper su aislamiento, o bien los movimientos de guerrilla de los años 1960-1970, prisioneros de un elitismo, de una visión autoritaria, que les impidió poner en marcha una verdadera dinámica de masas.

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Esto se traduce, en el interior de estos movimientos, por un lado en el refuerzo de las direcciones personalistas que tenían como función conservar la unidad popular impidiendo los “desbordes”, la radicalización de las aspiraciones democráticas del pueblo8 y, por otro lado, el predominio de los “estilos políticos” que privilegiaban el pragmatismo, “la inmediatez” (particularmente bajo el peronismo), y subestimaban los acercamientos de carácter estratégico, la profundización de la crítica social, es decir, un desarrollo en profundidad de la racionalidad, de la conciencia popular. Porque se mostraban incapaces de conquistar la democracia, de cambiar las estructuras, porque se quedaban paralizados frente a los bastiones de poder de la alta burguesía, esta última pudo fácilmente vencerlos. La debilidad estratégica de estos movimientos populares, incapaces de realizar una ruptura radical con la cultura dominante, se volvió particularmente evidente en el caso argentino, principalmente a causa de la extrema rigidez de los bloqueos sociales. Los grandes cambios de los últimos cinco años Se pueden observar una serie de transformaciones en la sociedad argentina entre 1976 y 1981, estas últimas habiendo “madurado” progresivamente en el transcurso de un largo período (veinte años) de inestabilidad institucional y de decadencia económica y cultural. La República Militar no ha surgido al azar; muy por el contrario. Es la resultante (de tipo fascista) de la descomposición inexorable de un sistema social anacrónico, bloqueado. En el transcurso del año 1980, el agravamiento de la crisis aceleró el ritmo de estas “transformaciones” desembocando en un verdadero “salto cualitativo”. No tengo intención de hacer aquí un análisis exhaustivo del conjunto de cambios que habrían podido conducir a la Argentina a forjar una “sociedad de tipo totalitario”, con un bajo nivel de actividad económica9; me limitaré solamente a señalar tres tendencias dominantes y complementarias: el desarrollo espectacular de la especulación en detrimento de las 8. [N. del A.] El democratismo espontáneo de las masas populares era deformado, “controlado” por direcciones populistas. El autoritarismo, el bloqueo social impuesto por las clases dominantes era “interiorizado” por los movimientos populares, reproduciendo en su seno formas jerárquicas retrógradas. El débil desarrollo de la democracia interna inhibía la radicalización de la base, el despliegue de una dinámica democrática “incontrolable” que pudiera hacer estallar el sistema burgués subdesarrollado. La democracia (como estilo militante) era reemplazada por una mezcla populista de folklore sectario, de pragmatismo y de oportunismo. 9. [N. del A.] Salvo si la rebelión de las masas populares modifica el curso de los acontecimientos. A este respecto, la historia de la resistencia civil argentina es muy rica y llena de “sorpresas”.

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actividades productivas; la estatización, a la par que una militarización de la economía (eslabón de un proceso que engloba el conjunto de las actividades sociales), y finalmente, la progresión de la dependencia externa. A. Crecimiento del parasitismo Entre 1976 y 1980, mientras el “sector de producción de bienes” –industria, agricultura, minas, construcción– aumentaba un 5,7%, el “sector financiero” progresaba con un 44,5% (estos dos porcentajes calculados en valores reales)10. Estas cifras son muy reveladoras del enorme traspaso de capitales que se operó del sector productivo hacia la especulación11. La caída de la demanda interna global causada principalmente por la reducción de los salarios reales12, la vulnerabilidad de la industria nacional causada por la reducción de las barreras aduaneras y la introducción de una política monetaria reaccionaria13 van a provocar el desmoronamiento de la actividad industrial. En efecto, el volumen de la producción industrial en 1980 descendió por debajo del nivel medio de los años 60. Las inversiones productivas en el sector agrícola (para no citar más que la compra de tractores) cayeron igualmente en forma espectacular. Es el doble efecto producido por la hiperinflación y la recesión que instauró un clima propicio al crecimiento del “sector financiero” y otras actividades parasitarias; la continuidad de este proceso engendró, no obstante, a comienzos de los años 80, una crisis profunda en el seno mismo del “sector financiero” (ocasionado por la sobreacumulación de deudas no pagas). Esta crisis tuvo, a su turno, repercusiones desfavorables en el sector productivo, y es así como progresivamente se constituyó un proceso de “bola de nieve” que arrastró a los principales bancos privados del país y a miles de empresas. Se puede considerar esta degradación económica general como el elemento esencial de la desarticulación del conjunto de la sociedad civil. Al desmoronamiento de los índices de producción van a agregarse los no menos espectaculares de salud, educación, etcétera. 10. [N. del A.] Clarín económico, p. 8, Buenos Aires, 3 de mayo de 1981. 11. [N. del A.] Préstamos a corto plazo con muy altas tasas de interés; importaciones salvajes, etc. 12. [N. del A.] Entre 1976 y 1978, los salarios reales bajaron más de la mitad. 13. [N. del A.] El gobierno fomentó la instauración de una tasa de interés que es, en dólares, la más alta del mundo. Gracias a esta política monetaria, el gobierno obtuvo una entrada de capitales especulativos del exterior “cuya importancia no tiene precedentes” y una caída brutal de las inversiones productivas.

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en el orden del día el fantasma de la cesación de pagos (recientemente, un grupo de representantes de la alta burguesía industrial propuso al gobierno interrumpir las importaciones durante seis meses). La dependencia financiera, frente al capitalismo occidental, se articula con la dependencia comercial frente al bloque soviético, absorbiendo este último la mayor parte de nuestras exportaciones. ¡Curiosa situación…! Los norteamericanos y los soviéticos apoyan la dictadura militar, tanto en el plano económico como en el plano político, y tratan de utilizarla en una guerra solapada de influencias de la cual el pueblo argentino, finalmente, es la víctima. Nuestro país poco a poco se ha ido atascando en una especie de “doble dependencia” asociada a la aparición del estatismo militar elitista. Autoritarismo, democracia y subversión Terrorismo de Estado y lumpen-capitalismo constituyen las dos caras de una misma moneda, la reproducción bárbara del capitalismo subdesarrollado. El capitalismo argentino es “naturalmente” autoritario; sería difícil imaginar la existencia de un régimen de democracia parlamentaria funcionando sobre la base del libre ejercicio de la soberanía popular y que coexistiera con los bloqueos económicos y sociales que constituyen la esencia misma de la dominación oligárquica (la presencia retrógrada de las grandes estancias constituye un buen ejemplo de ello). Nuestra burguesía histórica, la oligarquía, se adaptó a los grandes cambios económicos (en particular, a la industrialización), deformándolos y reduciéndolos al nivel de su capacidad de dominación. La preservación del elitismo y del parasitismo ha afectado seriamente, a fines de los años 20, cuando se termina la etapa de la expansión agroexportadora, todas las tentativas ulteriores de industrialización, de democratización social y política, etc., conduciendo a todas al fracaso. Finalmente, el estancamiento se volvió involución, descomposición de las fuerzas productivas. En ese momento, el autoritarismo tomó la forma del estatismo totalitario. En síntesis, democracia y oligarquía son incompatibles. La incomprensión de este hecho mayor ha estado en el origen de la derrota de los grandes movimientos populares. Ninguna democratización real, seria, de la vida argentina es posible sin la eliminación del lumpen-capitalismo y del aparato represivo.

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B. Estatismo-militarización En el plano económico, la desarticulación del sector de la producción privada estuvo “compensada” por un refuerzo relativo del sector estatal (controlado por las Fuerzas Armadas). Es lo que se puede observar, tanto en el caso de la absorción de empresas en quiebra por parte del gobierno, como en el aumento espectacular de los gastos militares y otros gastos del Estado, a los cuales habría que agregar la ampliación sin precedentes del aparato represivo así como otros instrumentos de control social; estas características terminaron por crear un Estado militar hipertrofiado, parasitario, que se infiltró en todos los recovecos de un mundo civil desintegrado. En 1976, los recursos corrientes del Estado representaban el 22% del producto bruto interno; en 1980, ese porcentaje se elevó a 31% (esa presión fiscal acrecentada generalmente es imputada a los gastos improductivos). Teniendo en cuenta un descenso global del consumo nacional entre 1975 y 1979, el consumo del Estado se aceleró a una tasa media anual de 7,7%, mientras que en el transcurso del mismo período, el consumo privado disminuía alrededor del 2% anual. Este Estado militar, especie de carcelero-devorador de la sociedad civil, aparece bajo la forma de un bloque parasitario, donde domina la corrupción bajo diversas formas. Asocia sectores decisivos de la oligarquía civil en el seno de lo que parece ser una curiosa combinación de affaires y de represión (la lumpen-burguesía cívico-militar distinguiéndose como la fuerza que conduce la contrarrevolución totalitaria). C. Agravamiento de la dependencia La difícil situación financiera de las empresas, a la cual se agregó en 1980 el déficit de la balanza comercial, provocó un gigantesco endeudamiento externo. La deuda externa, que era inferior a 10 mil millones de dólares en 1976, cuando se instaló la dictadura, es hoy superior a 30 mil millones de dólares. El sector del Estado pesó de manera definitiva sobre el endeudamiento general del país. En 1976, la deuda externa del Estado era inferior a 6 mil millones de dólares; a fin del año 80, llegaba casi a 16 mil millones de dólares. Con respecto a la deuda externa global (pública y privada), el endeudamiento a corto plazo se reforzó en muy inquietantes proporciones. El déficit comercial y los vencimientos a corto plazo exceden largamente las exportaciones y las entradas “previsibles” de capitales, lo que vuelve a poner

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Ahora bien, un impulso democrático de las masas populares pudo a veces expresarse frente al poder oligárquico. Sin embargo, este impulso no pudo, hasta el presente, desprenderse del peso de la “cultura” dominante, lo que redujo su potencial de combate. El burocratismo sindical, las tradiciones políticas e ideológicas autoritarias, la inmediatez, el elitismo, el desprecio del pluralismo, la baja estimación del pensamiento crítico, constituyeron los aliados objetivos de la oligarquía en el interior del movimiento popular. En el transcurso de estos últimos cinco años, se expresaron en Argentina diversas formas de resistencia civil. Estallaron numerosos conflictos obreros, a menudo acompañados de importantes movilizaciones regionales en las cuales participaban diversos sectores sociales. Éstos, así como las luchas por los derechos humanos, fueron tomando cada vez más amplitud a pesar del terrorismo de Estado. En el último semestre, como lo señala incluso la prensa de Buenos Aires –no obstante sometida a la censura–, el malestar social aumentó en proporciones considerables. La mayor parte del tiempo estos conflictos sociales no obedecen a ninguna fuerza política tradicional ni a los viejos aparatos sindicales, muy debilitados por la represión. Se trata de movimientos autoorganizados, nacidos en la base, que expresan, en mi opinión, este impulso democrático espontáneo, siempre latente en nuestro pueblo. El futuro dirá si a partir de estas luchas, de esta práctica popular democrática, emergerá un nuevo movimiento de emancipación social. Sería todavía muy difícil hacer pronósticos sobre el grado de radicalización de su programa. Sin embargo, se impone una observación. El poder militar intentó librar una guerra a muerte contra lo que calificó de “subversión”. Este concepto, utilizado en principio para designar a los movimientos de guerrilla se extendió luego a las manifestaciones más diversas de la vida civil que no están controladas por el Estado totalitario. Para los militares “la subversión” es un monstruo de mil cabezas que se disimula detrás de los obreros en huelga, detrás de los intelectuales que no son conservadores o que reivindican un poco de libertad. En suma, para la oligarquía civil y militar la democracia es subversiva. El carácter multidimensional del fenómeno democrático (económico, político, cultural) siembra pánico en las filas de una élite que comprendió que la atomización del mismo (la separación voluntarista, por ejemplo, entre “democracia política” y democratización económica) es imposible. La crisis redujo en proporciones considerables la capacidad de maniobra de la clase dominante.

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La dictadura se encarga, pues, de mostrar cada día a los oprimidos que toda tentativa para librarse del nihilismo fascista, es decir la voluntad de vivir, no es otra cosa que “subversión”. Vivir o someterse a la barbarie, combatir un régimen injusto, cruel, o resignarse a morir cada día un poco más… Millones de argentinos aprenden a través de su dura experiencia que los milagros no son de este mundo, que sólo una lucha consecuente, tenaz, podrá abrir el camino de la libertad.

Las fuerzas políticas

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Ejército argentino Por Osvaldo Bayer

Del exterminio de los aborígenes al Terror Blanco El argentino debería buscar su emblema en el gaucho, no en el militar. Jorge Luis Borges El desenvolvimiento de la crisis política argentina es paralelo al crecimiento del autoritarismo militar. A partir de 1916, año en el que por primera vez el pueblo tuvo la posibilidad de elegir directa y libremente a sus representantes, las fuerzas que hasta ese momento detentaban el poder político-económico –y que entonces pierden el poder político, pero no el poder económico– se ven forzadas a olvidar todos sus principios democrático-liberales para hacer retroceder una tendencia que evolucionaba hacia el statu quo. Comienzan, entonces, a conspirar con este fin. El único factor de poder que está en condiciones de imponer su voluntad por la fuerza, contra la mayoría, es el ejército. De ahí resultará el golpe de estado clásico que se produce cuando los gobiernos democrático-populares están en crisis. Los militares no siempre irrumpieron en la vida institucional por motus propio, sino más bien movidos por grupos influyentes. En su libro Mi testimonio (1977), el general Lanusse (dictador de la Argentina entre 1970-1973) hace suyo este análisis: En todos los casos, las Fuerzas Armadas abandonaron el poder –al cual habían llegado confiadas– persuadidas de haber sido manipuladas por minorías interesadas. No teniendo una ideología propia y sin una visión sintética del país en materia política, social y económica, fueron siempre el blanco de la acción psicológica y estuvieron siempre rodeadas por grupos minoritarios, de los cuales casi siempre se libraron llamando a elecciones que no habían previsto, y retirándose jurando que no las agarrarían más.

Este juicio, que en gran parte es verdadero, no permite lavar de toda responsabilidad histórica a las fuerzas armadas argentinas, pero pone el

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acento en el fácil procedimiento al cual recurren las minorías anti-democráticas que representan intereses sectoriales. Examinemos la opinión de otro general argentino, esta vez del ala “nacionalista-industrial” o “desarrollista” del Ejército (pudiendo Lanusse ser situado en el ala “liberal”). Estamos hablando de Juan E. Guglialmelli, que escribía en 1973: El deterioro del prestigio de las Fuerzas Armadas ha sido ocasionado, fundamentalmente, por sus repetidas intervenciones en el proceso institucional a partir de 1930. (…) Con una circunstancia agravante. Salvo a lo largo de los años 1943-45, actuaron en tanto instrumento de minorías privilegiadas o de intereses antinacionales. Es en este sentido que el aislamiento de las fuerzas de los sectores populares ha constituido la maniobra suprema del enemigo, el cual se las ingenió, a partir de 1930, para canalizarlas contra el radicalismo de Yrigoyen, a partir de 1955 contra el peronismo, y desde la segunda década del siglo contra todo lo que el régimen o los sectores de poder interesados asimilaba al marxismo-leninismo.

Estas dos opiniones son las de las alas tradicionales del Ejército Argentino y han sido formuladas por militares –que tienen todavía un poder político– en momentos de “sinceridad”. Esta frustración permanente de las Fuerzas Armadas en el enfrentamiento de la voluntad popular, y consecuentemente, el hecho que la nación no pueda ejercer su democracia de manera continuada, contribuyó a aumentar el autoritarismo y la violencia. La violencia reciente, inaugurada con el bombardeo de un pueblo indefenso reunido en Plaza de Mayo en 1955; el fusilamiento y la masacre de peronistas en junio de 1956, ordenado por Aramburu; el enfrentamiento ridículo, tanques contra tanques, de militares “azules” contra “colorados” en las calles, en una demostración de violencia inicua y loca bajo la mirada pasmada de la población; la “noche de los bastones largos” durante la cual el dictador Onganía hizo aporrear con una brutalidad sin precedentes a estudiantes y profesores de la universidad, así como la negación permanente de los derechos civiles a la mayoría de los ciudadanos, terminarán por hacer emerger la violencia subterránea. Una sucesión descabellada de crímenes aberrantes –entre los cuales está, el asesinato a Aramburu– alternará con un frío terrorismo de Estado (ejemplo: la masacre de mujeres y hombres prisioneros en Trelew). Todo culmina cuando los padres de la violencia matan a sus hijos legítimos, sus propios hijos, con una dosis de crueldad y de vileza todavía nunca vistas.

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Los sociólogos europeos y norteamericanos han disertado larga y notablemente sobre las causalidades del militarismo argentino. Desde el punto de vista histórico-sociológico, nos permitimos decir que el tema está agotado. Después del libro, muy completo, de Alain Rouquié y otros escritos científicos, no puede agregarse prácticamente ningún nuevo aporte interpretativo del proceso económico-político argentino y de la idiosincrasia militar.1 Las teorías y las polémicas suministran un material enorme que amenaza sobrepasar las posibilidades de lectura de cualquier analista. Pero hay un campo que la investigación todavía no llevó adelante, es el que está en relación con la temática de la independencia ideológica y formativa del militar argentino. Por ejemplo, ¿quiénes han sido y quiénes son sus profesores tanto en las escuelas de cuadros como en los centros de formación de oficiales superiores en el país mismo o en el extranjero?2 El estudio psicológico de la posición del militar argentino frente a la sociedad, su comportamiento, su concepción de la familia, de la mujer, de la religión, no han sido todavía analizados. Cómo conjuga el autoritarismo de la vida militar con la sociedad de los civiles, y sobre todo cuál es su reacción ante una tentativa antiautoritaria que significa consenso y no orden jerárquico. Los discursos de los militares, el texto/disposición/ resolución de prohibición de los libros, sus comunicados de “guerra”, sus peticiones a las “vírgenes patronas” y otros símbolos y ceremonias, proveen un material abundante para el psicoanálisis del comportamiento militar y para la explicación del desencadenamiento apocalíptico de los cuatro últimos años: el terror blanco. Historia, tradiciones, modelos Antes de llegar a constituirse en Ejército Nacional o en Ejército Argentino (ejército de línea al principio), las fuerzas armadas que partieron de Buenos Aires y contribuyeron en las primeras décadas del siglo XIX a liberar la mitad del continente de la dominación española, estaban sobre todo constituidas, además de por elementos argentinos, por paraguayos, “orientales”, peruanos 1. [N. del A.] Este artículo apunta solamente a informar a una amplia franja de lectores de las características y de los desarrollos generales del tema sin entrar en interpretaciones sociológicas. No busca ser una “demonización” de los militares, sino esclarecer los puntos oscuros y poner el acento en ellos apoyándose en investigaciones de fondo. 2. [N. del A.] El mismo general Guglialmelli señala que la actitud negativa de las Fuerzas Armadas, tal como está presentada en el capítulo precedente, se debe “a una orientación errónea de la educación y de la instrucción militar” que, estos últimos años, se impregnó “de hipótesis y de doctrinas extranjeras relativas a la guerra fría”.

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del altiplano y del litoral, chilenos, hombres de tropa u oficiales. Un ejército de Buenos Aires y algunos ejércitos de provincias tomaron parte en las diversas guerras civiles que van a desarrollarse entre 1820 y 1853. Recién a partir de 1853 el Ejército Argentino o Nacional comenzará a existir como tal. Como regla general, los historiadores y sociólogos argentinos consideran la constitución del Ejército Argentino, en la segunda mitad del siglo pasado, como un verdadero factor de unidad nacional, o por lo menos como el principio real de esta unidad. Puede ser que esta interpretación sea válida, pero no hay que olvidar que simultáneamente esta unidad “nacional” ha significado el abandono de la idea de unidad latinoamericana, y ha constituido un factor decisivo y determinante de la balcanización sudamericana. Cada ejército nacional latinoamericano significó automáticamente la consolidación de fronteras definitivas y el comienzo de rivalidades limítrofes, y muy a menudo, un aislamiento totalmente absurdo entre regiones que tienen el mismo origen, la misma lengua, la misma cultura, el mismo clima y las mismas costumbres (las provincias argentinas de Corrientes y Misiones, por ejemplo, tienen más relaciones comunes con Paraguay que con Buenos Aires; el Norte, con Bolivia; la Banda Oriental, con Entre Ríos, etc.). Asimismo, no hay nada más ridículo que la división entre Tierra del Fuego y la Islas del Sur, pobladas originalmente por las mismas tribus y luego ocupadas por los mismos latifundistas de un lado y otro de la frontera. Si se estudia a fondo la historia de los conflictos limítrofes en América Latina, se percibe que es la historia de los intereses particulares (capitales, nacionales o extranjeros) la que prima, sin subestimar el deseo de notoriedad de ciertos generales o políticos corruptos que, olvidando los grandes trazados de la unidad latinoamericana, recurrían a medidas coyunturales cómodas. Y es notorio que a partir de la creación de ejércitos nacionales, las disputas fronterizas se generalizan y se cavan las diferencias artificiales entre las diversas “nacionalidades”. En numerosas regiones andinas, por ejemplo, no existían diferenciaciones entre la población situada a un lado y otro de la Cordillera, población que se libraba a un comercio regional muy activo, con efectos sociales y culturales comunes. A partir del momento en que empiezan a llegar uniformes y símbolos diferentes, comienzan a instalarse la desconfianza, el odio e incluso el racismo (se conoce la histeria típicamente fascista expresada en los comunicados, las publicaciones y las opiniones de las dos dictaduras, la de Videla y Pinochet, en ocasión de la casi declaración de guerra entre los dos países hace dos años –en 1978–, a propósito del Beagle). Lo que tal vez podría justificarse –no de manera

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racional, se entiende– en la historia europea, entre pueblos de lenguas, culturas e intereses diferentes, se vuelve absurdo en regiones sudamericanas, que tienen las mismas características. Es que, precisamente, en el caso de Argentina y Chile, estos países han adoptado desde el principio el modelo prusiano, es decir el más incompatible con las tradiciones y el pensamiento libertario de los movimientos de independencia americanos. Este modelo prusiano sirvió de basamento al estado jerárquico, reaccionario y conservador, y el Segundo Reich tuvo una influencia y una participación directa en el trazado político y en el del sistema de educación. De ahí, que haya un grado de dependencia con respecto a los modelos europeos. En resumen, estos países han seguido exactamente el recorrido trágico de Europa, sin imaginar una nueva concepción para una región privilegiada en cuanto a su posición geográfica, alejada de los centros de conflictos internacionales. La actual falta de personalidad del Ejército Argentino, de una línea coherente y de una mentalidad nacional y latinoamericana, se debe en parte a su historia a partir de 1860. El ejército que fue el instrumento del régimen y de las oligarquías, contribuyó a consolidar la dependencia del país. En las tres guerras del siglo pasado, el modelo fue el de un ejército represivo: sirvió para obtener el sometimiento de las provincias autónomas y del auténtico habitante del interior, el Gaucho, para matar al aborigen de las pampas y para reducir a la nada –junto con Brasil y Uruguay– a la única experiencia de desarrollo independiente en América Latina, en la guerra contra el Paraguay. En el siglo XX, el Ejército Argentino no ha intervenido más que en los aspectos internos de la vida del país: golpes de Estado y represión obrera. Durante la guerra contra el Gaucho, el Ejército Nacional fue el juguete de los intereses populares de Buenos Aires contra las autonomías del interior del país. El ejército intervino con una crueldad sin límites, persiguiendo a los habitantes a lanzazos y degollando a los prisioneros tras una guerra breve, disputada por la historia oficial. La derrota de Peñaloza, quien junto a Felipe Varela y López Jordán luchaba para defender los ideales de la unidad latinoamericana, marca el comienzo de “la europeización” definitiva de la Argentina; en otros términos, su dependencia en relación a la revolución industrial del viejo continente. La guerra contra el Paraguay fue conducida como una expedición imperialista y no como una empresa de reivindicación o de liberación. Las motivaciones, los intereses ingleses defendidos, las conquistas obtenidas y el trato infligido al pueblo paraguayo, presentan las mismas

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características que las guerras coloniales libradas por los países europeos o los Estados Unidos. La tercera campaña emprendida por el Ejército Argentino será la de la eliminación del Indio, el habitante de las pampas, en una operación sangrienta, salvaje y brutal. El genocidio fue transformado en hazaña militar heroica. La historia oficial ha llegado a falsificar los hechos de tal manera que, cada año, el ejército celebra con grandes despliegues de fuerzas (Videla y el obispo Tortolo estaban ahí presentes el año pasado) la eliminación del “salvaje” como se llama todavía al Indio en los discursos militares. Para justificar la horrible masacre, se continúa enseñando en las escuelas y colegios que el aborigen era un ladrón sanguinario que violaba a las mujeres blancas e incendiaba los pueblos de los apacibles trabajadores agrícolas. Y, para dar más peso a la descripción, se pinta a los Indios como “agentes” del gobierno chileno, o emprendiendo sus malones para permitirle a Chile apropiarse de todo el territorio de la pampa y de la Patagonia. Tres siglos después de Fray Bartolomé de las Casas, la Iglesia Católica hace silencio sobre el asesinato en masa y el avasallamiento del Indio de la pampa. Aunque en esa época existieran planes de integración del indígena, se ha preferido simplemente lo expeditivo del crimen. No se habla de la inseguridad en la cual vivía el Indio, sino que simplemente se lo trata de enemigo, lo que ha permitido despojarlo de sus tierras; tampoco se dice que era víctima del comercio fronterizo ni que existían poblaciones blancas –como la colonia galesa de Chubut– que cohabitaban pacíficamente con los indígenas. Es extraño leer, tanto en historiadores de derecha como en la totalidad de los exégetas marxistas y neomarxistas, una aprobación de la masacre bajo el pretexto de que era necesario para incorporar esas enormes extensiones “al país productivo”. Es todo lo contrario de lo que pasó, ya que a razón del reparto de las tierras conquistadas, nació un latifundismo parasitario, muy parecido al que ya existía en la región de Buenos Aires. La verdad histórica es que la campaña contra el Indio fue emprendida a partir de un plan basado en el “derecho al botín”: las extensiones recuperadas en nombre de la “civilización” por las tropas militares fueron repartidas entre los oficiales como trofeos de guerra y luego liquidadas por éstos a latifundistas y comerciantes. La profesionalización del Ejército Argentino, que comenzó con la creación de escuelas de formación de oficiales, fue ratificada con la apertura de institutos de altos estudios para los militares de alto

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rango. Culminó, a principios de siglo, con la Ley de Servicio Militar Obligatorio. Esta ley es el producto típico de un país económica y mentalmente dependiente; no es el punto de partida del Estado soberano, como numerosos historiadores han pretendido, escribiendo que las nuevas tropas y los nuevos ejércitos serían empleados para intimidar a los países limítrofes; pero jamás contra las verdaderas causas de la dependencia.3 Al contrario, el presupuesto empeoró significativamente cuando fue desviado el financiamiento de obras estratégicas básicas, lo que contribuyó a aumentar la dependencia y a sentar las bases de una organización autocrática que resultaría fatal para la naciente democracia argentina. Las leyes sobre el servicio militar son promulgadas casi simultáneamente en Argentina y en Chile, a razón de los conflictos artificiales de fronteras. Es la época del gran expansionismo industrial y militar alemán, consecuencia directa de la victoria de 1870 sobre Francia. Alemania está pues en la búsqueda de mercados. Es también la época de las misiones militares prusianas, de los profesores alemanes en las academias latinoamericanas, de la invitación de delegaciones de oficiales sudamericanos por parte del Reich, de becas para militares, etc. El general alemán Emil Korner llegará, incluso, a ejercer el cargo de comandante en jefe del Ejército Chileno, y el coronel alemán Ardent, el puesto de director de la Escuela Superior de Guerra en Argentina. En cuanto al ministerio de relaciones exteriores alemán, éste trabaja conjuntamente con las grandes fábricas de armamento del Reich, especialmente Krupp y Löwe, para promover la industria y la tecnología germanas. Para facilitar el estudio y la experimentación constante de la nueva tecnología militar, a razón del progreso vertiginoso de la siderurgia, era necesario invertir perpetuamente capitales, y para eso, el único recurso era la venta de armas. Es así que fue puesta en marcha una operación conjunta muy fructífera. Prácticamente no había competencia y la vía estaba libre en América del Sur (en el informe del agente de Krupp en Brasil y Argentina, Reinhold von Restorff, fechado en 1906, se puede leer: “Los Altos Mandos militares deben dirigirse a Krupp y expresarle sus deseos, pero al mismo tiempo aceptar sus condiciones, su organización y sus precios”. En cuanto al memorando de la firma Krupp para sus representantes, dice: “Hay que aprovechar las tensiones políticas para vender el material 3. [N. del A.] Jamás hubo, por ejemplo, tentativas para reconquistar con las armas las Islas Malvinas ocupadas por los ingleses.

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de guerra y explotarlas gracias a la prensa, el material de propaganda y las relaciones con los hombres políticos importantes”.4 Las instrucciones de las empresas habían previsto todo, incluso las comisiones a pagar, que podían llegar hasta el 10% de las ventas. Para los casos muy difíciles, existían otros medios financieros. El general Pablo Riccheri, considerado como el “padre” del Ejército Argentino y el inspirador de la Ley de Servicio Militar Obligatorio, será el artífice de la compra de armas a Krupp y a Löwe. Aunque se encontraba al borde de la bancarrota, en 1890, Argentina siguió adelante con enormes compras de material de guerra, lo mismo que Chile. En 1890, Riccheri fue el negociador de la compra de 120.000 (!) fusiles y carabinas Mauser para un ejército que contaba con apenas 6.247 soldados; más de 25 millones de cartuchos. El diario argentino Tribuna, el más leído por los belicistas y los voceros del grupo del presidente Roca –cuyo favorito era Riccheri– fue el apóstol de la guerra con Chile y de la compra de armas. En 1895, se votó un crédito de dos millones de libras esterlinas para la compra de 180 cañones Krupp, 50.000 fusiles Mauser y ambulancias militares para un ejército de 120.000 hombres. En el momento de la nueva crisis con Chile en 1897, Riccheri compró otros 351 cañones nuevos por un valor de 12 millones de marcos y Krupp mismo propuso al ministerio de relaciones exteriores alemán galardonar al militar argentino con una condecoración prusiana.5 En el debate parlamentario de 1901, donde fue discutida la Ley de Servicio Militar Obligatorio, hubo hombres lúcidos para señalar que la Argentina no tenía necesidad de un ejército fuerte al estilo prusiano, dado que el que se poseía hasta el momento, aseguraba mucho mejor las relaciones con los países limítrofes, evitando las sospechas y las alarmas, mientras que un ejército como el que se estaba proponiendo obligaría necesariamente a los países limítrofes a hacer lo mismo. Tomemos dos ejemplos: movilización popular y servicio militar obligatorio, la Revolución Francesa y las milicias alemanas de Gheisenau y Schanhorst (en su lucha contra la invasión napoleónica); el principio fue traicionado y sus ejércitos se transformaron rápidamente en ejércitos impe4. [N. del A.] Dokument NiK-10501, Jürgen Schaffer, “Deutsche Militar Hilfe”. El de Von Restorff: Anlage A 10130, Argentinien 9/10, AA, Bonn, ídem. 5. [N. del A.] Esta venta será objeto de una comisión de entre dos y tres millones de pesos para Riccheri quien, aparentemente, los devolverá al Estado. Es al menos de lo que se felicitan sus biógrafos argentinos. Pero lo que no han explicado jamás, es por qué aceptó esta “comisión” y si ella representaba realmente la suma total recibida. Es sintomático de todo este período que, cuando Roca nombró a Riccheri ministro de Guerra, éste se encontraba en el hotel Essener Hof, Essen, propiedad de Krupp, que el fabricante de armas reservaba siempre para sus amigos.

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rialistas defensores de la clase privilegiada. El ejército popular alemán se transformó en la escuela del absolutismo, de la obediencia ciega, de la disciplina automática y el instrumento de la reacción ultraconservadora y del fascismo en las dos guerras mundiales. En Argentina, este ejército formado “por los hijos del pueblo” no salió a la calle en el siglo XX más que para reprimir movimientos obreros –huelgas agrarias, portuarias, de la metalurgia, de los servicios públicos, etc.–, movimientos populares –como el “Cordobazo”– o para voltear gobiernos constitucionales.6 Todos los atributos con los que ciertos sociólogos quieren dotar al Ejército: promoción a las fronteras, “integración” de los pueblos de orígenes diferentes, trabajo de acción cívica y ayuda en caso de catástrofe, “defensa de la soberanía”, etc., son argumentos que tienen un carácter anecdótico.7 Dimos detalles sobre la prusianización del Ejército Argentino, en sus comienzos, para hacer comprender la importancia que esto tuvo en la formación de una casta o de una clase militar, de su espíritu de cuerpo y de su concepción ideológica como poder en el interior del Estado y compartimiento estanco en el medio de la nación. La teoría en Pueblo en armas de Von der Goltz, continúa estando en vigor desde hace más de medio siglo, e incluso ha sido superada y completada, en cuanto a las atribuciones y a los deberes de las Fuerzas Armadas, en lo que concierne a la “patria” en su lucha contra sus “enemigos exteriores” y sus “eternos enemigos interiores”. El estado permanente de paz armada, la constante vigilancia de las armas, la sospecha hacia las fuerzas de desintegración, todo está al servicio de estos fines: industria, ruta, prospección, geopolítica, universidad, empresariado, religión. Todo está estrechamente ligado a la defensa nacional. Todo desorden, cambio, contestación civil, movimiento antiautoritario, puede ser considerado como el germen de una conspiración de “la antipatria” contra el “modo de vida argentino”. 6. [N. del A.] El golpe de Estado de 1943 es la excepción que confirma la regla, aunque sea discutible. No hay que confundir el golpe de Estado inicial con sus desarrollos posteriores ni con el fenómeno del peronismo. (Ver las medidas tomadas por los militares contra los sindicatos y el encarcelamiento de activistas de izquierda, así como el gabinete de los ultras). 7. [N. del A.] Jamás hubo tanta emigración de poblaciones fronterizas como en el transcurso de los gobiernos militares. (Ver por ejemplo la queja del obispo de Nevares al respecto, durante lo que se ha llamado la “Revolución Argentina” de Onganía, Levingston y Lanusse). En cuanto a la integración de poblaciones, aun teniendo otros orígenes, se hizo por obra de la educación laica, gratuita y obligatoria en todo el país. Y para la acción cívica o la ayuda en las catástrofes, no es necesario mantener un ejército de guerra con tanques, cañones y 112 generales. En cuanto a la “defensa de la soberanía”, es un concepto muy pobre en relación a los ideales de los grandes libertadores que preconizaban la unidad y el bienestar de los pueblos. ¿“Soberanía” para quién? ¿Para mantener el statu quo social?

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Todas las publicaciones, hechas desde comienzos de siglo por el Ejército para los suboficiales y los soldados, vienen a apoyar esta tesis. Setenta años más tarde, los discursos de los comandantes y de los jefes de regimiento son los mismos. La línea no ha variado en absoluto. El movimiento obrero combativo ha sido calificado siempre de pro extranjero y de “antiargentino”. La historia de las huelgas argentinas es, al mismo tiempo, la historia de su represión por las Fuerzas Armadas. Y, en el momento en que se temían cambios, ha habido siempre una estrecha colaboración entre las Fuerzas Armadas y los organismos patronales de autodefensa creados tras la efervescencia obrera de la Revolución Rusa de Octubre. Estos organismos se entrenaban en tiro y en ejercicios de guerra en los cuarteles del ejército. Sus comisiones directivas, incluso, estaban compuestas de representantes patronales, generales, almirantes, altos funcionarios públicos, empresarios, etc. Las reuniones se hacían en los cuarteles donde se encontraban civiles y militares, con entrega recíproca de medallas destinadas a exaltar la defensa de los principios de la propiedad privada. Durante los años veinte, en todas las campañas represivas del Ejército contra movimientos de huelga, las brigadas patronales de la “Liga Patriótica”, intervinieron codo a codo con los militares. La intervención del ejército contra las huelgas de los trabajadores rurales de los latifundios de la Patagonia sorprende, todavía hoy, por el ensañamiento con el cual fueron tratados los prisioneros. No solamente se fusiló de 1500 a 4000 huelguistas, sino que antes se los castigó ferozmente y se otorgó a los soldados el “derecho al botín” (1921-1922). Asimismo, al igual que en la campaña contra el Indio, se justificó la matanza explicando que los huelguistas mantenían relaciones con Chile. En la represión obrera, el Ejército intervendrá en perfecta connivencia con la entidad que reunía a los latifundistas, y las tropas estarán acompañadas por brigadas constituidas por propietarios y administradores de propiedades inglesas, alemanas, etc. Sin embargo, la campaña militar tuvo lugar oficialmente contra “las ideas extranjeras y antiargentinas”. Dos años antes, en enero de 1919, fue el Ejército, también, quien había ahogado en sangre la huelga de los obreros de Buenos Aires, en la “Semana Trágica”, apoyándose oficialmente en las mismas organizaciones patronales de autodefensa. Y serán también las fuerzas militares las que “pacificarán” a los movimientos de huelga del Chaco y Santa Fe, organizados por los obreros del tanino de la empresa inglesa “La Forestal”. Tales son los tres ejemplos más drásticos de la represión obrera, en

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los cuales las Fuerzas Armadas intervinieron como ejecutores. Esta represión culminará en el asesinato, la prisión, la tortura o el secuestro de los sindicalistas y los trabajadores más combativos del movimiento durante la dictadura militar de Videla. Es decir, que las fuerzas armadas argentinas desembocaron en el Terror Blanco, de la misma manera que los Freikorps del ejército imperial alemán en 1919, cuando contribuyeron a aplastar la revolución y que, como verdaderos escuadrones de la muerte, asesinaron a los dirigentes de izquierda –entre ellos Liebknecht y Rosa Luxemburgo–, eliminando la República de los Consejos de Munich y a los Espartaquistas de Berlín. Pocos años después, llegaban a Argentina los capitanes alemanes von Faupel y Kretzschmar, los dos habiendo formado parte de los Freikorps. Kretzschmar redactará enseguida –por pedido de oficiales argentinos– un manual para combatir a los levantamientos izquierdistas.8 En su libro titulado Fantasías masculinas: psicoanálisis del terror blanco, el psicólogo alemán Klaus Theweleit ha analizado atentamente los comunicados, declaraciones, conceptos, autobiografías, literatura y cartas de los miembros de los Freikorps germánicos. Estas entidades represivas contenían el germen del fascismo alemán que tomó el poder en 19339: deseos reprimidos, energías contenidas, relación hombre-mujer perturbada, que se manifiestan en un plano social superior en la lucha por la patria, por el orden, contra la flojera de los pueblos, contra las masas10, a favor de la disciplina y la virilidad. Es sorprendente constatar cómo los testimonios de los Freikorps de los años veinte coinciden con los comunicados del Ejército Argentino y los discursos de sus generales en 1976-1977 (más particularmente los de Menéndez, Harguindeguy, Vilas, Díaz Bessone, Siasiain). Hasta los adjetivos, calificando a los enemigos de la patria, son idénticos… Los términos empleados por los obispos y los miembros de la jerarquía de la Iglesia, favorables a Videla (Tortolo, Bonamin, Bolatti, Sansierra, Plaza) están impregnados del mismo vocabulario (“somos redimidos por la sangre”). El carácter común de todo el Terror Blanco está constituido por la agresividad tan particular de estos escuadrones hacia a las mujeres activistas, ya sean huelguistas, comunistas, o que hayan participado en las barricadas con armas en mano. No solamente 8. [N. del A.] Ídem. Jürgen Schäffer. 9. [N. del A.] Ernst Jünger, el más notorio de los escritores de la derecha alemana, miembro de un Freikorp escribía: “El deber sagrado de la cultura más alta es la de poseer los batallones más fuertes”. Entonces “Kultur = batallones”. “Después de la derrota de 1918, los Freikorps fueron el único garante de la cultura. Cuando se perdió la fe, quedó la identidad ‘Cultura y arma’”. (Jünger). El Ejército Argentino se consideraba, en 1976, como la última muralla de defensa de la civilización occidental y cristiana. 10. [N. del A.] Jünger: “La única masa que no es ridícula, es el ejército”. (Citado por Theweleit).

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se las insultaba burlándose de su condición femenina, sino que, además se las arrastraba por el piso de sus cabellos.11 Esto ocurrió también con los militares videlistas: los testimonios de torturas y violaciones, incluso de mujeres embarazadas, demuestran una agresividad típica de la fantasía “machista”. El psicoanálisis del Terror Blanco argentino, y el estudio en profundidad de la educación militar a través de sus diferentes institutos, podría contribuir enormemente a develar un comportamiento del militar argentino que hasta ahora la sociología no ha hecho más que rozar. Tres tendencias, un mismo espíritu de cuerpo Tradicionalmente se distinguen dos conceptos en las fuerzas armadas: el del ejército político y el del ejército profesional. Esto no significa que no haya interpenetración o que, de repente, un “profesionalista” no haya apoyado un golpe. Sucesivamente, y casi sin excepción alguna, los militares han adherido a estas dos concepciones. En general, el “profesional” es quien sostiene que las fuerzas armadas deben dedicarse únicamente a su misión específica, que consiste en cuidar las fronteras exteriores o en intervenir en la situación interna, cuando las autoridades legales o institucionales del país lo reclaman. El “ejército político” se divide en dos alas tradicionales: el ala “conservadora liberal” y el ala “nacional industrialista”. La primera es profundamente antiperonista y antimarxista, liberal en cuanto a la economía, firmemente conservadora en materia política y “gorila” en materia represiva. La rama “nacional industrialista” preconiza la plena participación del Ejército en los asuntos de la Nación, es decir, la siderurgia, las industrias de base y las obras de infraestructura que deben permitir el autofinanciamiento en la defensa nacional. En general, las Fuerzas Armadas argentinas no han contado con un gran pensador o un gran teórico que programara la misión que los militares deben cumplir en los países periféricos. Los teóricos argentinos no se han detenido más que en los aspectos sectoriales, o han repetido y copiado las teorías de pensadores militares de países altamente industrializados, aplicándolas a la realidad argentina. El más calificado de los “profesionales” es el general Benjamín Rattenbach, cuyo pensamiento se define según el esquema siguiente, propuesto para resolver la crisis política permanente: “el voto calificado” dado que “las intervenciones militares en política se deben a la democracia 11. [N. del A.] En el asesinato de Rosa Luxemburgo, que dio lugar a una verdadera carnicería, uno de los asesinos, el primer teniente Von Rittgen declaró: “La vieja cerda está nadando en su sangre” (Documento “Ein Lesebuch zu den Klassenkämpfen”, Luchterhand, Darmstadt, 1972).

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defectuosa”. Para poder aplicar un “proyecto nacional” hay que “limitar la igualdad así como la libertad”. Con este fin, “cada elector debe ser diferenciado según su instrucción y su edad”. Es, pues, necesario, tener “una autoridad destinada a examinar la moral de los candidatos”.12 El pensamiento de la línea azul o nacionalista-industrialista es el que ha reunido más adeptos: Riccheri, Savio, Mosconi, Storni, Baldrich, pero todos en planos sectoriales limitados, con actividades políticas confusas y contradictorias. Actualmente, esta línea posee representantes que van de la extrema derecha al centro. En este orden de ideas, Acdel Vilas, en su obra Las democracias y el marxismo, se muestra enemigo de toda salida democrática: “Las democracias occidentales llevan todas irremediablemente al marxismo”. El general Osiris Villegas, en Desarrollo y seguridad, preconiza la necesidad del desarrollo de una industria nacional, de un autofinanciamiento del material bélico, de una política exterior independiente en el terreno económico, pero en concordancia con los aliados naturales en el ámbito político: “El proceso internacional precisa una nueva forma de guerra, cuyo resultado final no admite más que dos soluciones: o el triunfo del marxismo o su destrucción”. Por último, el general Juan E. Gulialmelli, adopta una posición tercermundista al extremo y aboga por la plena soberanía popular. No obstante, desde 1976, hizo caso omiso de toda protesta relativa a la represión, a la violación de los derechos humanos más elementales, así como al exilio de millares de argentinos. A partir de esta fecha se consagra enteramente a la geopolítica y a los conflictos limítrofes. Esta rama militar industrialista-nacionalista fue el germen de grandes masacres obreras: Varela (Patagonia), Dellepiane (Semana Trágica) y, durante la dictadura de Videla, los representantes de esta rama fueron los más crueles en sus actos criminales contra la izquierda: tienen por nombres Vilas, Díaz Bessone, Bussi, Menéndez, Suárez Mason, Riveros y el almirante Massera (quien se pasó a los industrial-nacionalistas después de haber dejado el poder en la Junta Militar). Además, los generales Uriburu y Lonardi –dos nacionalistas– estuvieron a la cabeza de la destitución de los gobiernos populares de Yrigoyen y Perón, golpes de Estado que fueron inmediatamente reivindicados por la línea liberal. La continuación de esta tendencia está asegurada por cuatro generales: Justo, Aramburu, Lanusse y Videla, que llegaron al poder por procedimientos no democráticos. Ninguno de ellos ha expuesto su pensamiento por escrito, salvo Lanusse, cuyo libro no es más que una tentativa de explicación de su accionar. 12. [N. del A.] Militares y democracia, 1977, Buenos Aires.

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Numerosos intelectuales de izquierda continúan pensando que la “liberación nacional” pasará por una entente con los oficiales de la lista nacionalista-industrialista. Durante los años 50, se esperaba que los oficiales “nasseristas” tomaran el primer paso hacia la revolución nacional. Durante los años 70, la esperanza se ubicó en los “peruanistas”. Pero la realidad es otra: en los momentos de represión de los movimientos populares, todas las ramas se unen; el baño de sangre de 1976 es la perfecta ilustración de ello. La solución democrática, que aspira a resolver los problemas de las mayorías, no podrá venir del Ejército, a menos que se lo elimine como casta y factor de poder. Mientras que el militar argentino esté educado en los mismos institutos, con los mismos maestros y modelos, y con los conceptos de autoritarismo que lo alejan de todo concepto democrático, no podrá ser el abogado de las causas populares. El primer paso en esta búsqueda debe ser la democratización del Estado –y por consiguiente de sus Fuerzas Armadas–, el consenso popular, las libertades sindicales, las libertades de información y la desfascización de los espíritus. Habrá que discutir, igualmente, problemas latinoamericanos, poner la mirada no hacia el Beagle sino hacia las causas profundas de la dependencia. Las Fuerzas Armadas argentinas, para lavar 120 años al servicio de minorías opresivas, deberán buscar otra estructura reencontrando el camino del siglo pasado, cuando iban a liberar a los pueblos y no a someterlos.

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Psicoanálisis y política: la lección del exilio1 2 3 Por León Rozitchner El exilio nos proporciona la oportunidad de analizar las relaciones entre psicoanálisis y política. Sin negar su extensión general, válida como teoría, queremos sin embargo restringirla, en principio, al proceso político argentino. Como sabemos, el peronismo arrastró tras de sí, en Argentina, una fuerza popular masiva. No sólo las masas se movilizaron detrás de un líder, sino que además una amplia fracción de la burguesía intelectual, de izquierda sobre todo, creyó también en la posibilidad de un acuerdo entre su líder, Perón, y la revolución. El problema no atañe solamente a América Latina y sus generales: cada país tiene, o ha tenido, los generales que merece. Lo que nos interesa, desde el punto de vista de la izquierda, es el problema de la ilusión política que hizo posible este acuerdo que culminó en el terror. Y si partimos del psicoanálisis, tenemos nuestras razones: ya que la Argentina se caracterizó por un desarrollo extraordinario de teorías psicoanalíticas y de la cantidad de profesionales que se dedicaron a aplicarlas. Además, estos practicantes y teóricos del psicoanálisis, al menos gran parte de ellos, participaron en la organización política. Nuestra posición fija su punto de partida en este encuentro directo entre psicoanálisis y política concreta y en el soporte que el primero ofreció al fantasma colectivo peronista.4 El fracaso y la derrota que culmina en el exilio, verifica una distancia abierta en su término: aquella que separa lo imaginario de lo real. Y nos preguntamos: lo que sorprende como fracaso en la esperanza del triunfo que el terror arrasó, ¿era un resultado previsible en su punto de partida? ¿Y el conocimiento que aporta la teoría freudiana, hubiera permitido esbozar una estrategia política en la cual ese resultado habría podido llevar, quizás, a una consecuencia diferente? ¿No habrá, después de todo, una fuerza más poderosa aún por movilizar en el proceso político, cuyo desconocimiento promueve la desconfianza en la transformación histórica, en lugar de activarla y ponerla en juego? No es que queramos explicar todo lo que pasó en 1. [En LTM] Este texto fue presentado en la Conferencia Internacional sobre Exilio y Solidaridad en la América Latina en los años setenta, Venezuela, octubre de 1979. 2. [N. de E.] Artículo publicado también en revista Controversia, febrero 1980, Nº 4, México, pp. 5-8. Recopilado, asimismo, en Las desventuras del sujeto político. Ensayos y errores, Buenos Aires, El cielo por asalto, 1996, pp. 99-113. 3. [N. de E.] En Les Temps Modernes, se omite el siguiente epígrafe (presente en Controversia): “A Diana Guerrero, en mi memoria que el terror no aniquiló”. 4. [N. de E.] Párrafo añadido en Les Temps Modernes, ausente en Controversia.

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nuestros países sólo por la falta de un saber, sino algo más modesto y más simple: ¿hasta qué punto el campo de la política es aquel donde la ilusión de las propias fuerzas, y la disminución de las del enemigo, ocultan, en su omnipotencia impotente, la existencia de fuerzas reales que la ilusión, creyendo expandirlas, en realidad inhibió? Política e imaginación El problema es el de la eficacia política y su relación con la imaginación: la dificultad para distinguir entre realidad fantaseada y realidad efectiva. Este problema, el desvío de la realidad por la fantasía o el delirio, fue resuelto por la psiquiatría con la diferenciación tajante entre lo “normal” y lo “patológico”. Esa inadecuación entre la fantasía y lo real que el delirio muestra, por ejemplo, se hace visible sólo desde el “normal”, que es aquel que ha sabido mantener la congruencia entre sus actos y sus significados con los de la materialidad social en la que se desenvuelve. Pero dentro del ámbito de lo “normal” mismo, la visibilidad de lo real y el acuerdo con él están también cuestionados. La ciencia, ¿no nos muestra acaso la distancia entre la apariencia y la esencia de los fenómenos? Una conducta errada, ¿no es acaso un desvío con respecto de la estructura de lo real cuando creíamos coincidir con él? Y en otro campo: una actividad que fracasa, en el momento mismo en que desencadena con sus fuerzas una acción que lleva, inesperadamente,5al terror impune sin respuesta ni política ni militar, ¿no implica también una apreciación fantaseada de lo real? La afirmación de Freud pasa de lo individual a lo colectivo: el delirio, en general, tanto el individual como el político, podrá traer una verdad histórica, pero carece de verdad material. Unir la fantasía presente en el enfermo, prolongándola en el campo de la política, significa romper el marco de la inscripción “liberal” de la teoría freudiana restringida a la cura individual. En Freud, sin embargo, esta extensión está por lo menos esbozada, y el problema del poder despótico, presente en la subjetividad reprimida, se prolonga teóricamente hasta incluir el problema de las masas revolucionarias y el sentido de la historia. “El proceso que comenzó en relación con el padre culmina en su relación con las masas”, nos dice en El malestar en la cultura. Y la originalidad de su pensamiento consistiría en unir, considerados como dos extremos de un único problema, el de la violencia individual, su origen y monopolio, con el monopolio y la violencia del Estado. Lo cual querría decir: el problema de la fuente de la violencia y su monopolio en el individuo 5. [N. de E.] En Les Temps Modernes omite: “para ella”. Presente en Controversia.

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es incomprensible si no la prolongamos en la comprensión histórica de la violencia y en el monopolio estatal y político. Esta afirmación de Freud no significa que el psicoanalista sea psicoanalista y también político. Significa, por el contrario, ser psicoanalista político.6 ¿Sucedió así entre los llamados “trabajadores de la salud mental” que, sobre todo en Argentina, intervinieron en la actividad política?7 ¿Esta extensión del psicoanálisis dentro de la actividad política prolongó un saber que transformaba la teoría en un instrumento efectivamente político destinado a resolver el problema capital que ésta enfrenta: el del delirio y la ilusión presente en la distorsión de lo real? Y, por lo tanto, ¿enfrentó el problema de la violencia y de su monopolización y su recuperación excluyendo la magia, el narcisismo y la omnipotencia que, creemos, llevó al fracaso, a la derrota y al terror impune? Sospechamos que no. Que más allá del sacrificio, hasta de la heroicidad de quienes saldaron con sus vidas la responsabilidad enfrentada en la lucha, la comprensión que la teoría psicoanalítica debería haber elaborado se detenía, tímida, en los límites que el poder le marcaba: lo subjetivo separado de lo histórico y de sus instituciones. Psicología sin guerra y sin terror, sin dominantes ni dominados, sin lucha de clases en la subjetividad de cada sujeto por más que todo esto lo encontrara afuera como una condición histórica cuyo acuerdo con lo subjetivo parecía no incluir.8 A pesar de que se plantearan afuera las condiciones de la lucha política y hasta trataran9 de mejorar y transformar las instituciones hospitalarias y barriales –promovieran cuadros, suscitaran resistencias y trabajaran dedicando su tiempo, que otros reservaban al consultorio–, junto a, o dentro de, las organizaciones políticas. Quisiera subrayar profundamente este reconocimiento para situar mis observaciones en un campo fraternal. Porque lo fundamental fue que ese campo político podía, sin embargo, prolongar en la realidad social –y esto es lo que me interesa señalar– una condición de sometimiento, de delirio y de ilusión sólo discernibles por los psicoanalistas en la patología llamada individual, pero en la política y en la ilusión colectiva y en los líderes paranoicos, no. Y nos preguntamos: eso que sorprendió como término, ¿era previsible razonablemente desde el comienzo? debemos reconocer que eso excluido, el terror y el poder que el sistema desencadenó, ese lugar, que debía revelarlo más bien como fundamento de una política real, fue ocupado y ocultado por la fantasía y el delirio, no ya sólo individual sino social. Fantasía social que el 6. [N. de E.] En Les Temps Modernes omite: “Expliquémosnos”. Presente en Controversia. 7. [N. de E.] En Les Temps Modernes omite: “Nos preguntamos”. Presente en Controversia. 8. [N. de E.] En Les Temps Modernes omite: “Repetimos”. Presente en Controversia. 9. [N. de E.] En Les Temps Modernes omite: “algunos”. Presente en Controversia.

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sistema produjo y que el sistema aprovechó. Y podemos concluir, en principio, diciendo que, puesto que no lo hicieron y puesto que apareció en su término, el delirio y la fantasía política tuvieron al psicoanalista, especialista en discernirlos en lo individual, como un agente social de su ratificación. Y eso ocurrió, debemos suponer, porque la solución fantaseada en la política como éxito posible formaba sistema con lo no puesto en duda de la propia individualidad del analista, convertido en agente, aunque inconsciente, de la reproducción del sistema. Mucho análisis, entre nosotros, del superyo individual, pero ninguno del superyo histórico, omnipresente, aceptado como norma de identificación contradictoria para las masas sometidas, modelo de contención de las fuerzas colectivas. Mucho análisis de las pulsiones individuales y de la presencia del deseo, pero ninguno de las pulsiones colectivas restringidas y ordenadas en su dependencia a un modelo individual que, oficiando de líder, las contenía y las convocaba al fracaso, a la frustración y a la explotación. Mucho análisis del yo, pero ninguno de las categorías que, como lugar de la represión, restringían su pensar. Ese pensar limitado, acechado por la angustia de la muerte desde su interior y su exterior –a pesar de la osadía proclamada y vivida en el enfrentamiento–, se oponía a ir más allá de los propios límites. Puesto que el enemigo estaba en nosotros mismos y10 sólo contra la forma despótica, debía conquistar el yo su eficacia en el actuar. Pero entre ese “antes” de la lucha política en Argentina11 y este “después” del exilio, una experiencia reveladora debería haberse producido como para recuperar desde ella un incremento del saber frente al fracaso pasado. Porque se trata de que los que estamos en el exilio podamos, por un análisis crítico, promover un acercamiento desarrollando nuestras semejanzas, más allá de las diferencias que nos pudieron antes alejar. Y nos preguntamos: ¿las experiencias del fracaso y del exilio han servido para ahondar la comprensión política renovando el instrumento de la teoría, animada ahora por un saber y una evidencia que antes no se tenía, pero que ahora es imposible desconocer? La ilusión y el delirio en la política En la cura individual, el médico actúa como “principio de realidad” ante el enfermo y permite distinguir lo fantaseado de lo real. Pero ¿cuál es el criterio que regulará la eficacia cuando se trata de discernir el papel de la ilusión y del delirio en los procesos sociales? ¿Dónde reside en la actividad política el criterio de su realidad sin ilusión? 10. [N. de E.] Añadido en Les Temps Modernes, ausente en Controversia. 11. [N. de E.] En Controversia: “en el propio país”.

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El criterio de la verdad de la política está en la guerra. En Clausewitz la teoría de la guerra expresa ese nivel de reencuentro donde la ilusión se verifica como real en el enfrentamiento moral y físico de las fuerzas. Teoría ésta, la de la guerra, donde nada puede ser pensado impunemente: la razón se prolonga necesariamente en la producción y organización efectiva de las fuerzas, y el castigo por haber pensado mal está en el hecho de que quien lo hace, aparezca verificando su carencia de razón –su ilusión– en la pérdida de la vida que trae aparejada la derrota en la batalla final y el aniquilamiento. La teoría de la guerra dibuja el sentido completo de toda ciencia humana que pretenda ser una teoría de la acción, porque en ella, a diferencia de lo que sucede en las otras, nada puede ser pensado sin consecuencias para quien lo piensa. En el ámbito parcial que la división del trabajo intelectual dejó abierto a las ciencias humanas –psicología, sociología– se puede pensar que la teoría no forma parte del campo preparatorio de la batalla final que la política orienta. Ciencia convencional ésta, adecuada a una política también convencional: aquella que en la representación de las fuerzas que se enfrentan no pone de relieve, puro escenario, un fundamento guerrero sobre el que se apoya, y la violencia que la encubre y que la sostiene. El equivalente del éxito en la cura con el paciente es, en política, la destrucción de la fantasía y de la idealidad que permita, por fin, convertir lo deseado en la materialidad de sus fuerzas históricas, venciendo los obstáculos reales –las fuerzas– que se oponían a ellas. “Todos los profetas armados vencen y los desarmados se arruinan”, decía ya Maquiavelo. Pero nuestra afirmación no consiste en reivindicar la guerra, pues es el adversario quien la impone: se trata de saber, para salir de la ilusión, si en el enfrentamiento que la política acepta se han suscitado, sin alucinación y sin omnipotencia, las fuerzas adecuadas a su defensa. Si esto es así, podemos afirmar que, en su extremo límite, el único criterio para verificar lo ilusorio en lo político sería el resultado –el triunfo o el fracaso– al que se llegó. No queremos decir que no haya riesgo y azar en todo enfrentamiento: sólo decimos que la derrota siempre, en algún nivel, será el triunfo anterior de la ilusión y el delirio, de la fantasía que se distanció de lo real y no pudo preverlo en su verdad. La crítica teórica que participa en el espacio de una acción tendría que incluir, viniendo desde el psicoanálisis, la presencia de ese imaginario que se convierte en delirio colectivo, insensible e invisible en los proyectos políticos que conducen a la ineficiencia, al terror impune y a la frustración. La política, como la guerra, tiene que tener presente la economía de fuerzas como preservación y desarrollo del propio poder. ¿No habrá otros medios

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que aquellos que desencadenan el terror sin respuesta, el aniquilamiento de lo mejor de una, tal vez dos generaciones de jóvenes, y el asesinato sin defensa de tantos miles de hombres y mujeres que desaparecieron para siempre de la realidad? La violencia de la derecha, su macabra actividad, ¿era imprevisible acaso? ¿Qué podía haberle detenido sino la existencia de una fuerza no fantaseada sino real? Si la violencia, se nos responde, es la partera de la historia, podemos contestar que no es una partera loca sino sagaz. ¿Es esta violencia sin respuesta, sin defensa, impune, la que el terror desata, la que siempre se hará presente en las situaciones límite que la transformación política suscita? Sabemos que no. Pero también sabemos que lo ilusorio es lo que el deseo desea, en su urgencia, dar por realizado y por eso lo hace existir como real. ¿Cómo comprender la categoría del delirio cuando pasamos a nivel político? La reducción de los procesos colectivos a las propias categorías individuales es ya un equivalente del delirio en los procesos históricos. Porque mantiene en el seno de otra forma de realidad, la colectiva, la permanencia omnipotente de la forma edípica individual. Pensar con las categorías del Edipo –es decir con la forma despótica– las relaciones que se anudan tanto en la política como en la guerra, esbozar una estrategia de enfrentamientos con las fantasías y los fantasmas, y la racionalidad que mantienen como fundamento de esa matriz primera que no está puesta en duda, es una deformación tanto más peligrosa cuanto que suscita en los demás las mismas soluciones omnipotentes y mágicas dentro de la realidad. Pensamos que es precisamente la fantasía animada y proyectada sobre el líder la que sustituye a-fuera, como objeto exterior que lo verificará, un objeto interior; la sumisión individual uno a uno al ser omnipotente –jefe de partido, líder militar– lo que repite en el seno de una estructura colectiva la persistencia de la psicología individual, la sumisión carente de crítica que ciñe sobre las sienes del enemigo la aureola del poder salvador. Poder de la ilusión, diría Freud, donde el secreto de su fuerza no reside en la fuerza colectiva real sino sólo en la fuerza –ilusoria– de estos deseos. El análisis de la ilusión en Freud no se refiere, como sabemos, sólo a la religión. Está presente en todo tránsito de la impotencia a la omnipotencia. Por eso, nos dice, “una ilusión no es lo mismo que un error ni es necesariamente un error”. “Una de las características más genuinas de la ilusión es tener su punto de partida en deseos humanos de los cuales deriva. Bajo este aspecto se aproxima a la idea delirante psiquiátrica, de la cual se distingue, sin embargo, claramente”. ¿Por qué es delirio no psiquiátrico sino político? Porque la ilusión es un delirio en lo real. Las instituciones sociales despliegan, para utilizar las

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energías de los hombres a su favor, la ilusión de su poder, el monopolio de la fuerza. “Nos preguntamos –dice Freud– si las premisas en las que se fundan nuestras instituciones estatales no habrán de ser calificadas de ilusiones”. ¿Y no es, acaso, una vez más, una ilusión la llamada “masa artificial” donde el poder colectivo, por sumisión uno a uno al jefe, se despoja de su poder propio y aparece como si viniera en realidad de él? “Mientras sobre el comienzo de la vida del hombre sigan actuando, además de la coerción mental sexual, la religiosa y la monárquica, derivada de la religiosa, no podremos decir cómo es el hombre en realidad”. Sabremos qué es el hombre cuando hayamos recuperado nuestro poder que la ilusión delegó. Ilusión de una fuerza popular que sería el lugar geométrico de la revolución, sea cual fuere la estructura dominante en su interior: masas artificiales, ejército e iglesia como modelos, sometidos a un líder que ratifica el poder del padre-muerto; pueblo elegido a su manera, grato a Dios; ilusión del poder del caudillo, por ejemplo, cuyos designios insondables revelan una razón sin común medida con aquella que se decantó en las luchas históricas; ilusión de la impotencia del enemigo, corolario de esta doble omnipotencia delegada. Todas estas condiciones elementales, tomadas como ejemplos, son las que desvirtúan la aproximación desnuda dentro de lo real mismo. Allí, en la misma realidad, y en el acto de formar cuerpo más activamente con ella, tiene también su asiento la ilusión. Sucede que todo se juega en la política convencional a nivel de la representación, escenario real donde, sin embargo, su fundamento violento permanece oculto. El “escenario” de la lucha política es el correspondiente a la “otra escena” del deseo individual, que oculta a la guerra y al Edipo como su verdad. La representación política convencional, que nos permite resolver las contradicciones en paz, es siempre, sin embargo, un campo de simulación abierto por los dominadores, la tregua que continúa una guerra ganada anterior: la que separó históricamente a los capitalistas de los asalariados, por lo menos, cuyas fuerzas se mantienen como sostén de fondo para garantizar su explotación. Fue una guerra anterior la que proporcionó el derecho a la dominación actual que la política convencional encubre. Y esta historia exterior disimulada, forma cuerpo con la inconsciencia de nuestra propia historia, llamada interior, de acceso a la realidad. La fuerza cooperativa de los hombres es extraída a través de la disolución individualista que el Edipo prolonga en las instituciones de dominio. Pero es también una institución social la que está presente, aunque inconsciente, en el poder despótico que regula cada forma individual. Pasar de la representación estatal a la verdad violenta que es su fundamento implica,

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necesariamente, deshacer en los hombres la permanencia de la representación edípica que en cada uno está preservada por angustia de muerte. Esta convergencia de la matriz individual en la experiencia histórica del poder despótico es lo esencial de las enseñanzas del psicoanálisis freudiano, y muestra hasta qué profundidades debe ser pensado el fundamento de la ilusión social si se quiere desnudar, en su verdad, la realidad política. La distancia entre la ilusión y lo real en el campo político se abre como distancia entre la presencia –la realidad de las fuerzas– y aquello que las representa. Quienes organizan el campo de la representación política, donde domina la ilusión, no se pagan de palabras: saben que tienen la fuerza de las armas y de las instituciones. El Estado monopoliza la violencia, y el terror como presencia aniquiladora de la fuerza reemplaza, cuando la amenaza se acrecienta, a la representación que ocultaba la paz. El terror de Estado presenta desnudamente la fuerza de su poder; la amenaza de los reprimidos representa formalmente una fuerza dispersa que, sólo implícita, no se dio ni alcanzó los medios, en algunos países, para convertirse en real. Pero, hemos visto, la ilusión de su realidad sólo requiere el deseo actualizado que la da por cumplida en su ausencia. La ilusión no es un error: la fuerza existe, pero la ilusión la convierte, de un salto, en real. Y aun la misma convergencia colectiva multitudinaria y bulliciosa, que la actualiza en la muchedumbre política, puede permanecer sólo a nivel de la representación, como el arte o el juego o la religión nos dan la presencia cuasiefectiva de una ausencia que complementa la frustración del deseo y la consuela, produciendo su imagen, con un “como-si”: como si la hubiera alcanzado ya. Pero los escenarios en los cuales estas actividades ilusorias de cuasipresencia se desarrollan difieren entre sí, y se presentan señalando claramente la distancia con lo real, sin confundirse con él. En el arte, la distancia que abre la representación es clara: entramos en él como en el sueño, disponiéndonos a gozar de la ilusión como cuando nos disponemos a dormir. Y lo mismo en el juego: los niños saben que, abriendo una isla de ensueño en la realidad, satisfacen su deseo para volver luego a ella. La religión misma tiene su momento de elevación, de recogimiento, de distanciamiento de lo real, para entrar en el orden de lo sagrado y del rito, que el recinto de la iglesia o la oración abren como una extraterritorialidad celeste. Sólo en la representación política convencional la totalidad de lo real se confunde en su presencia misma con la ilusión cotidiana, sin distinguirse de ella. Y no es casual: lo colectivo le presenta ese carácter de realidad en la ilusión compartida que le confiere objetividad y visibilidad. Además porque las figuras de la dominación, que proporcionan a la individualidad

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su inscripción social, actualizan allí la reaparición –representada– de las figuras centrales pretéritas del drama del deseo infantil y su satisfacción: el poder omnipotente del jefe, el relegamiento del origen, el sentimiento de culpa y la necesidad de castigo, es decir, precisamente todo aquello que nos distancia de la angustia de muerte que el obstáculo histórico volvería a abrir. Por eso el delirio político pudo ser definido como la “producción de una organización psíquica donde tiende a actualizarse el simulacro de este goce”, del reencuentro del narcisismo propio con el del omnipotente que nos domina también en el mundo exterior. Ilusión normal la colectiva. La representación política es el espacio histórico u objetivo que el poder organiza para que en él la vida cotidiana prolongue su ilusión primera del narcisismo individual, nos distancie de la intemperie en el sentimiento de un hogar común, y ratifiquemos los desvíos individuales en la confirmación fundamental: hay un poder real que debemos acatar. Entre el deseo y su realización se abre el campo de lo político. Pero la ilusión aparece allí como un momento de desvío fuera de la materialidad del objeto o de la situación que lo cumpla dentro mismo de su presencia material. Pero si lo real es lo realizado, es decir lo que la historia convirtió en real, si lo real es producto de una actividad del construir, ¿el fracaso político no va señalando precisamente esa falta de capacidad, momentánea tal vez, para producir un efecto real? El fracaso en la política es la verificación de una incapacidad para transformar lo ideal en real. O, dicho de otro modo: el sistema de la dominación nos habría producido eficazmente, como incapaces de lograrlo, pero no nos habíamos dado cuenta hasta qué punto nuestro modo de concebir la realización política estaba, y mantenía presente, la persistencia en nosotros de su dominación. Creer que estábamos más allá es el efecto ilusorio del poder. Por eso el fracaso político que culmina en el terror impune abre la dimensión social inesperada de lo siniestro. Se abre de pronto, pero lo que se descubre ya estaba allí, lo sabíamos de algún modo con un saber relegado, despreciado, ignorado en su desafío, temido en su amenaza postergada. Es el fracaso político y el terror impune lo que lo hace aparecer: el supremo desvalimiento resulta de una verdad que no pudimos ver. Así, lo siniestro, en lo cual culmina este fracaso político, revela de golpe algo que no es la verdad de lo real, sino sólo lo que de ella no pudimos dominar, ese resto o residuo que faltaba integrar para darle su efectiva densidad. Pero nos muestra también el lugar propio y colectivo desde el cual el proceso de alcanzarla, el trabajo de producirla, nos quedó oculto por un terror anterior, que el actual sólo confirma en su reaparición.

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El exilio, la política y lo siniestro El fracaso político nos hizo caer de lo familiar en lo siniestro que el terror impune abrió como verdad histórica. ¿Qué vehiculiza el campo de la representación política para nosotros, para los que pretendemos la existencia de otra forma social? Tal vez sólo esto: el deseo de tornar habitable para todos una tierra común. Habilitar lo que de habitable tiene la nación para que en ella participen –nueva alianza fraterna, sin contradicción– todos los demás. Prolongación, acaso, de un deseo infantil insatisfecho, donde lo propio, lo íntimo, lo cálido, lo hogareño se expanda más allá de los propios límites. Campo extensivo donde la intensidad de los propios afectos pudieran ampliarse en su expansión. ¿Campo de amor, diríamos, en este tiempo de odio y venganza? ¿Fantasía irrealizable? ¿Por qué no? La política, para nosotros, prolonga el deseo, y si el dinero no es un deseo infantil, el amor sí. Mundo en donde los fantasmas están radiados, ése que describe Freud, coincidente con el que la izquierda debería prolongar en su política, diríamos nosotros, donde el deseo compartido, la tierra vivible, la casa, el hogar, lo próximo, lo participable, nos haga por fin sentir que estamos en lo mismo: la habitabilidad, dijimos, de una tierra común. Pero es también lo siniestro lo que se revela precisamente en el seno de lo hogareño, de lo familiar, de la comarca natal, de la patria común, por un desplazamiento súbito, nos dice Freud. Lo hogareño, se descubre, ocultaba lo siniestro, lo siniestro es este aparecer cuando lo hogareño se pierde, “aquello que, debiendo permanecer secreto, oculto… no obstante, se ha manifestado”. ¿Qué es lo que se manifestó en lo hogareño, qué surgió en ello provocando, con la evidencia de lo siniestro, la partida y el exilio? El terror impune. Lo que estaba oculto en la vida cotidiana, “lo que debiendo permanecer secreto no obstante se ha manifestado”, estaba allí, presente en su ocultamiento, pero no lo podíamos ver. Precisamente cuando aparecen confirmados los fantasmas, descubrimos el fundamento oculto de lo real que la representación política encubría. No podíamos ver, en su verdad cruda, la realidad porque la familiaridad confiada en la que reposábamos ocultaba su existencia fantasmal. Y eran esos fantasmas ocultos, que no creíamos tales porque habían sido radiados por algún poder de la cotidianeidad, los que hubiéramos tenido que tener en cuenta para enfrentarlos en el campo de la política. No encubiertos por la fantasía sino descubiertos como reales en la actividad política. Lo que de tan temido quedó oculto, desbordó tanto más sorprendentemente cuanto que se sabía que estaba allí, y tal vez hasta se lo provocara para que confirmara la ilusión que lo daba por vencido: ver si lo siniestro del terror primero era verdad.

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Por eso si la política fuera realmente eficaz curaría en lo colectivo a cada uno de los hombres que participan en ella: destruiría a los terrores infantiles en el dominio de los terrores históricos e invalidaría así las salidas en falso que el niño enfrentó. Porque el fundamento de lo siniestro es, para Freud, “el primer delirio de un niño poseído por la angustia”. Lo que lo siniestro revela es lo que estaba oculto como delirio reprimido, que en algún momento asomó para todos, y que lo familiar torna, con su recubrimiento, invisible: los sueños, se dice, sueños son. Sentimientos sordos, los inconscientes, no se quieren volver a oír. Lo que en lo siniestro adulto retorna es la verificación de un espanto infantil. “Lo siniestro se da, frecuente y fácilmente, cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad; cuando lo que habíamos tenido por fantástico aparece ante nosotros como real”. “Lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones infantiles superadas parecen hallar nueva confirmación”. Una vez más entonces: Freud nos está diciendo que lo que era familiar ocultaba lo temido. Lo siniestro es una confirmación: “Todo afecto de un impulso emocional es convertido por la represión en angustia”. Y lo angustioso es algo reprimido que retorna. Y nos sigue diciendo: “Lo siniestro no sería realmente algo nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica, y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de la represión”. Así, con el impulso emocional que la política retoma en su acción, puede que lo siniestro permanezca reprimido para inhibir la aparición de la angustia, sujeto todavía a las formas que la ley paterna le impuso con su represión. Si hay revelación de lo siniestro, como algo inesperado en el terror impune que la política abre, es porque el terror del fundamento represivo, presente en nuestra individualidad infantil, prolongó en la etapa adulta, y en la actividad política, esa misma invisibilidad que ahora retorna “como algo que siempre fue familiar a la vida psíquica”. Entonces, si esto fue así, quiere decir que desalojábamos de la realidad histórica el fundamento de su poder represivo y de su fuerza, que no podíamos ver, porque actuábamos en política sin conmover el fundamento del poder ajeno, implantado como terror infantil en nuestra propia subjetividad de militante. Y son los mismos procedimientos defensivos que habíamos utilizado para encubrirlo adentro los que –esto es lo crucial– proyectábamos luego afuera en la política: la omnipotencia del pensamiento, la sobreestimación narcisista, la atribución de fuerzas mágicas “minuciosamente graduadas a personas y objetos”, “el ilimitado narcisismo de ese período evolutivo, cuando se defendía contra la innegable fuerza de la realidad”.

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Es en la derrota donde siempre las ilusiones verificarán sus límites reales por fin alcanzados, en la nueva evidencia de su presencia. Pero es lo siniestro, nuevamente también, que viene aquí a imponer con su intolerabilidad y su extrañeza, ahora en el exilio, para muchos la necesidad de retornar una vez más a la tierra común, a lo hogareño, de suturar el límite transpuesto, de volver a ocultar. Ahora, sin embargo, la ecuación es otra: “no habrá más pena”, como el deseo anhela.12 Pero un eco le agrega: “ni olvido”. Al deseo que el principio del placer prolonga en la realidad, anhelando que desaparezca la pena, la realidad histórica le agrega la memoria. La memoria –no lo olvidemos– trae a la política, y mantiene presente allí la dimensión real del obstáculo, eso que lo siniestro reveló: dimensión inhumana del poder represivo y de su fuerza. “Ni olvido”: puede entonces que la experiencia del exilio y de lo siniestro se convierta en un nuevo punto de partida, y los hombres y mujeres asesinados, insepultos en nuestra memoria, nos ayuden a animar la vida de otro modo, mirando por sus ojos muertos que avivarán con su última verdad, la que los cerró, los propios. La realidad del terror antes invisible El terror era anterior a su desencadenamiento. Léanse o escúchense las declaraciones de los torturados, o la descripción de los asesinatos: las entrañas vaciadas, hombres castrados, arrojados desde helicópteros, todas las dimensiones del horror que la fantasía puede elaborar, es eso mismo lo que los torturadores y sus máquinas, sus agencias y sus métodos han tenido que hacer pasar a la realidad, convertir en reales, para detener el empuje de las fuerzas populares. ¿De dónde habrían de extraer los psicólogos y los militares que elaboran los métodos científicos de tortura todo su arsenal de horror sino trayendo lo siniestro a la realidad como un efecto a producir? Si en lo real el terror prolonga las fantasías de los niños y las alucinaciones de los psicóticos, esto no es un hecho de azar: el terror fantaseado se hizo terror real y lo siniestro es este reencuentro de lo más temido allí donde precisamente deberíamos estar preservados de él; en la propia nación y el hogar. “Muchos consideran que lo siniestro alcanza su grado máximo cuando está ligado a la muerte, a los cadáveres, a las apariciones de los muertos, de los espíritus y de los espectros”. “Los miembros esparcidos, una cabeza cortada, una mano amputada del brazo son las cosas siniestras en extremo”.13 12. [En LTM] Del tango: “Mi Buenos Aires querido” de Gardel y Le Pera. 13. [N. de E.] Párrafo añadido en Les Temps Modernes, ausente en Controversia.

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La patología describe lo que el enfermo soñaba enloquecido y hasta alucinaba. ¿Qué alucinaba? Una antigua tortura china: que una rata viva entraba por el ano. Nuestros militares metían ratas vivas en las vaginas de nuestras mujeres, abrían los vientres y extraían las vísceras palpitantes que les mostraban a los mismos torturados. Violaban a las mujeres ante sus hijos y sus compañeros. Torturaban a la madre y al niño que latía en su vientre. Toda la gama de horrores soñados, que la patología mostraba como propio de la alucinación aterrorizada de quienes, enfermos y anormales, fabulaban lo “irreal”, la castración amenazante, todo está allí. Dejemos la historia empírica, nos dirán los lacanianos: la castración, por favor, es sólo simbólica. Sin embargo la patología está llena de preanuncios, saberes que la paz cotidiana encubre y que la guerra impune –el terror– vuelve a confirmar. Resulta que los locos y los niños, y todos los que vivían aterrorizados tenían, en su sin-razón, más que nosotros, la razón. Verdad histórica como la bautizó otro loco, llamado Schreber, que luego retomó Freud. Verdad histórica, sí, pero que se reveló al fin como preanuncio de aquello que en lo colectivo adquiriría también su verdad material. Y ahora nos damos cuenta de que la razón (la represión) era la que se separaba, aterrorizada, de la verdad histórica. Que la política convencional, en tanto convivencia civil, escondía el terror como amenaza. Los niños y los locos –no, los neuróticos no– lo sabían, pero nosotros, y aquellos que los curaban, no. Fue la política la que reencontró, en la revelación de lo siniestro, la verdad de la enfermedad y la falsedad de la normalidad. Había que dar ese nuevo paso que la psiquiatría trató de franquear sólo en el ámbito de la cura individual o colectiva, pero siempre dentro del contorno limitado de la clínica o del hospital. Pero fue la política la que reencontró, en su realidad aterrorizada, la verdad de la enfermedad. Y estaba allí como fundamento reprimido de su presunta paz. ¿Qué nos queda a los exiliados? El exilio, hemos visto, es un refugio: la contraparte del encierro, de la amenaza de tortura y del terror a la muerte. Pero puesto que vivimos esa posibilidad, si la presencia de lo siniestro fue para nosotros, de algún modo y en algún momento, real, ¿podemos pensar entonces que a partir de aquí la vida se deslice nuevamente plana, volviendo a colocar cada cosa en su sitio anterior: la política, la profesión, la mujer, los hijos, el amor, y hasta el diván? Como si, nuevamente, la angustia de castración, la rata en el ano, los ojos picoteados y los zorros que espían por la ventana fueran sólo objetos que los terrores infantiles fabulan. ¿Y la realidad sería, en cambio,

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la verificación de su inexistencia en el mundo que nos rodea, es decir, en el exilio acogedor, en el campo de la política sin guerra, en el campo de esta nueva paz? Y así, el exilio abre para muchos, aunque no lo queramos, un nuevo distanciamiento: es la ilusión de una paz sin guerra la que nuevamente aparece, eludiendo el adulto los terrores “adultos”, queriendo tal vez borrar ahora, en otro intento repetido y no siempre eficaz, la verdad que la fantasía infantil y la del psicótico revelan como su verdad. Pertenecer a la patria en el exilio significa mantener presente, con los que allí quedaron, un índice común. Pero hay una diferencia con los que se quedaron: el que está en exilio abandonó el campo de realidad donde podría verificarse como muerte cierta el terror que llevó a él. Quien permanece en el país sigue estando en el campo donde habita la muerte efectiva como un límite cierto que el terror impune promete: no lo puede eludir. Pero tiene al menos una condición que a nosotros nos falta: cuenta con el poder colectivo que vive, aunque sea en la dispersión actual, la misma decisión de permanencia y resistencia, tal vez por ahora pasiva pero fundamental. La población, en su resistencia sofocada, tiene la misma permanencia que los ríos y las montañas y las praderas del país. Si hay represión es porque hay –y esto es lo que ellos temen, como temen los espectros de sus víctimas asesinadas– un poder latente que deben permanentemente reprimir. Este es el límite vengativo del terror: quedan aterrorizados a su vez, atados a él. No somos nosotros, a la distancia, esa fuerza que permanece, esa fuerza común, con la cual nuestra individualidad contaba de algún modo, quedó allí. Por eso la presencia sensible del vacío que, exiliados, vivimos en la soledad y hasta en la unión; no tenemos cuerpo común en el cual prolongarnos para incrementar con él nuestro poder personal, ese que el psicoanálisis convencional habitualmente sólo describe como el de un yo adscripto y restringido a la propia corporeidad. Nos falta ese cuerpo común de la población sometida y viviente de la propia nación, cuerpo colectivo coherente con el despliegue personal. ¿Cómo suplirlo? Las soluciones al delirio y a la ilusión política, cuyo fracaso determinó la partida de nuestro propio país, intentará a veces verificarse en la realidad ajena del país que nos acoge, para confirmarlas o no. El campo político de las sociedades afines prolonga muchas veces, como si nos siguiera dando la razón, lo bien fundado del delirio político ampliado, ahora más allá de las propias fronteras; hay una internacional de la ilusión. Pero lo fundamental de la apertura del exilio, donde las propias dificultades se exacerban o minimizan, tal vez consista en esto que abrió como

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un nuevo campo del cual se excluyó el terror que amenazaba nuestro propio cuerpo. Y nos preguntamos: ¿cómo quedó presente ese terror, en tanto límite, puesto que determinó la situación que llevó al exilio? O de otro modo: ¿cómo conservamos en el presente nuestro pasado anterior? ¿Repetiremos los exiliados la figura tradicional de la diáspora judía, por ejemplo, y abriremos sin religión, sin partido digo, una nueva tierra prometida, aquella que también se abandonó? ¿Alcanzaremos a incluir la presencia del fundamento despótico a combatir en toda nueva realidad? ¿Se habrá abierto, desde la experiencia singular que nos es propia, también para nosotros, la dimensión radical e insoslayable desde la cual la inhumanidad de lo humano se revela en su presencia política y social como destino común, más allá de toda frontera circunstancial? Si en el mayo del 68, identificándose con el expulsado por ser extranjero y de otra religión, los estudiantes franceses pudieron gritar: “todos somos judíos alemanes”, ¿esperaremos que griten a su vez aquí: “todos somos exiliados del Cono Sur”, aún los ciudadanos del país que nos recibe? Evidentemente no. Se nos recibe con la precaución siguiente: que nos vayamos más allá. El exilio implica un pacto implícito, que ratifica lo bien fundado de la amenaza de súbito, abierta en el propio campo nacional como descubrimiento del límite de toda política: aquello que traza la muerte no representada como amenaza, sino la muerte real. Exiliado querría decir más bien, el que huye y se salva de un destino aciago en el propio país. Pero ¿se salva? Aquí aparece la variada serie de soluciones “encontradas” en el exilio: confirmación y gratificación, desesperanza y desilusión. Pero, sea cual fuere la respuesta, lo cierto es que todo exiliado es un ser gratificado, el que participa de una nueva posibilidad que le fue abierta como crédito inesperado: el haber eliminado la presencia mortal de la represión. Ser de excepción, pese a todo trance que el desagrado o la falta de éxito le presente en la nueva situación. Y entonces podemos plantearnos qué significa desde el exilio el retorno. Preguntarnos, por ejemplo, ¿qué dejamos al abandonar el país? ¿Qué nueva forma se presenta para pensarlo cuando estamos fuera de la propia nación? Y hay algo que se nos impone; por más acciones que desarrollemos hay una fundamental de la que estamos excluidos, la de la acción política plena en el país del cual ahora participamos y que nos acogió. Los problemas de cada país son asunto de sus conciudadanos, y esta pertenencia legal no es casual: define para la acción un área material, geográfica, histórica y cultural como suelo propio a modificar. Y si esto es así, desde la perspectiva que esbozamos, ¿qué significa el exilio? En todo nivel de acción que emprendamos sólo una cosa: la de recuperar el derecho de nuestra plenitud

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personal, de nuestra acción política que tuvimos que dejar, de definir con nuestra actividad en el exilio una modalidad de retorno posible, lo cual entraña reconquistar ese derecho del que se nos pretende despojar. “¿Volver al país?”, nos preguntamos, indecisos del futuro. ¡Pero si ya lo estamos haciendo! Estamos volviendo cuando comenzamos a definir el camino, y mantenemos como esencial el derecho a recuperarlo como propio. “¿Volver al país?”, nos preguntan muchos, y les preguntamos. ¿Cómo y cuándo?, Eso es lo que no podemos saber. Pero algo sí sabemos: despojándonos de todos los impedimentos que, de algún modo, todos suscitamos para producir la derrota. Pero es también preparándonos, aún a la distancia, para elaborar los elementos de una crítica al delirio y a la ilusión, quebrando la fantasía de la omnipotencia del pensamiento, y de la propia fuerza, de la magia y del narcisismo. Y es también volver a comenzar a caminar hacia allí, si transformamos la permanencia insidiosa del poder absoluto que regula nuestra individualidad y ratifica al poder exterior como adecuado entrañablemente a él, aunque uno sea de izquierda. Es por fin, pensamos, sentir el vacío que nuestro cuerpo encuentra para una acción posible, y que sólo los connacionales –es un hecho histórico– me reconocen en el interior de mi país. Este vacío no es sólo la imagen melancólica que dejó en nosotros una ciudad, una calle, una música, un rostro, tal vez un nombre o un olor, es un vacío que allí mismo tenía, ciegos como estábamos, la pretensión de darse por lleno, de estar de cuerpo presente pero que, ahora sabemos, no había sido abarcado en su plenitud. Porque los vacíos dentro del lleno de la propia patria también estaban rodeados de sombras; los habíamos llenado con la fantasía y la imaginación.

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Elogio de la democracia en América Latina1 Por Hipólito Solari Yrigoyen Quiero hacer el elogio de la democracia y reafirmar mi absoluta fe en el destino democrático de América Latina. Este es el sentido de mi participación en esta2 mesa redonda. Los pueblos de nuestro continente, en más de un sesquicentenario de independencia, han mostrado una obstinación en la búsqueda de la democracia. Esta búsqueda, no está agotada de manera alguna; por el contrario se ha revitalizado ante la realidad de oligarquías degradadas que apelan a los medios más violentos para conservar el poder. Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Guatemala y El Salvador, muestran en 1980, la falta de límites morales de la clase dominante para desposeer al pueblo de sus derechos más elementales. En las dos últimas décadas hemos oído muchas críticas a la democracia. Para unos era sinónimo de lo que llamaban el demoliberalismo y la partidocracia. Para otros era una formalidad que amparaba las libertades burguesas. Muchos otros invocan la democracia para traicionar sus principios. La oligarquía argentina, después de 1930, hablaba de la democracia y se oponía3 el acceso del radicalismo al poder, como lo hizo después de 1955 con el peronismo. Hoy en día, Pinochet reclama para Chile una democracia autoritaria y Videla para la Argentina una democracia moderna. En definitiva son todos ejemplos de quienes pretenden introducirle al vocablo democracia los ingredientes de su desnaturalización. La democracia nunca podrá identificarse con la marginación del pueblo en ninguna forma, ni con el menoscabo de sus derechos y libertades. Yo adhiero a la democracia a secas y para mí la democracia es pluralismo. Este es el ideal que inspira y guía la lucha de los pueblos de América Latina. Por él no trepidan éstos pueblos en enfrentar el rigor del poder económico, de la fuerza militar y aun de coyunturas internacionales desfavorables como la que nos toca vivir con la ruptura de la distensión y el uso de la fuerza. América Latina tiene su propio modelo de democracia, no es igual al europeo, ni al norteamericano; tal vez pueda decirse que es un modelo que se está forjando en la fragua de la adversidad. Pero no quedan 1. [En LTM] Participación del autor en la mesa redonda sobre la “Democracia en América Latina” organizada por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander el 12 de septiembre de 1980. 2. [N. de E.] En Los años crueles agrega: “calificada”. 3. [N. de E.] En Los años crueles, “vetaba”.

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dudas de que es un modelo en el que la disidencia no podrá significar jamás la ilegalidad, la cárcel, la tortura o el destierro, ni en el que podrán legalizarse las desigualdades, los privilegios y la miseria. La democracia necesita de elecciones, pero las elecciones no son sinónimo de la democracia. Hay que tenerlo presente para no caer en el electoralismo que puede desvirtuar a la democracia. Ésta necesita para su cabal funcionamiento de la participación popular en todos los órdenes. El rol del pueblo no concluye en el comicio. Pero si no hay comicios tampoco habrá democracia. El pueblo necesita expresarse y quien pretenda interpretarlo sin consulta caerá en un lamentable paternalismo. Roberto Bergalli señaló aquí, que mi partido, la Unión Cívica Radical, hizo mucho por democratizar las instituciones de la República Argentina. Ha sido una cita justa puesto que el radicalismo puede enorgullecerse, entre otros, de haber gobernado siempre sin recurrir al estado de sitio4. El radicalismo consiguió con su acción la Ley del voto secreto y obligatorio, mediante la cual el pueblo accedió al poder en 1916. Yrigoyen, ya en la presidencia de la Nación, debió avanzar más, interviniendo5 todas las provincias que tenían sus instituciones basadas en comicios espurios y llevando la democracia a los sindicatos y a la universidad con la Reforma de 1918, para nosotros una reforma permanente cuyos principios permanecen vigentes. Cuando el pueblo vota en libertad concluye el poder que asume, sin derecho, la oligarquía para digitar a los gobernantes. No es casualidad que todos los despotismos de nuestra América supriman el voto o lo falseen con plebiscitos amañados, como el que acaba de tener lugar en Chile. En mi país, al igual que en otros, no faltan jefes militares que pretenden asustar a dirigentes políticos –y a veces con éxito– diciéndoles: “ustedes sólo tienen urgencias electorales”. Pues bien, no es cierto que sólo tengamos esas urgencias, pero es cierto que las tenemos. El ex presidente Arturo Illia lo dijo con acierto: “nuestras urgencias electorales son institucionales. La permanencia del absolutismo sólo contribuye a agravar los problemas. Cuanto antes concluya, mejor será”.6 Sólo el pueblo puede ungir gobernantes legítimos. Cuando, dentro de pocos días, se reúnan los tres comandantes militares de la Argentina, no elegirán un presidente, simplemente designarán un funcionario para que se desempeñe como presidente durante el período 1981-1984. La decisión se basa en la fuerza de las armas y no en la fuerza de la ley. La ley es la Constitución Nacional. Así lo entendemos nosotros como opositores, pero también lo 4. [N. de E.] En Los años crueles, omite: “puesto que el radicalismo puede enorgullecerse, entre otros, de haber gobernado siempre sin recurrir al estado de sitio”. 5. [N. de E.] En Los años crueles: “controlando”. 6. [N. de E.] En Los años crueles figura: “El gobierno legítimo es el que el pueblo elige”.

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entienden los personeros de la dictadura. Por algo dijo el general Saint Jean, interventor en la provincia de Buenos Aires, “me apena y me indigna, cuando voces casi airadas reclaman con urgencia, la vuelta a la Constitución”. La Constitución es la legalidad y los que la han subvertido son quienes merecen llamarse subversivos. Las elecciones constituyen el medio por el cual se expresa la voluntad soberana del pueblo para elegir a sus representantes, pero –no me cansaré de repetirlo– para que haya democracia, el pluralismo debe extenderse a todos los dominios de la vida social. Los partidos políticos, la universidad, las iglesias, los sindicatos, las fuerzas armadas, la prensa y todas las instituciones representativas deben trabajar para afianzar la democracia. Manuel Sadosky, afirmó con razón que un proyecto sociopolítico que no cuenta con el apoyo de todos los sectores que tengan intereses nacionales será estéril para influir en el desarrollo del país, y Enrique Oteiza advirtió sobre los efectos perniciosos de las oligarquías dependientes. Supongamos que finalmente accedemos a la democracia en la Argentina, en Chile, en Uruguay, ¿cómo debe entonces ser el gobierno del pueblo? ¿Debe ser reformista o debe ser revolucionario? En este debate estéril estuvieron inmersos muchos sectores progresistas a comienzos de los años 707 y creo que, afortunadamente, la discusión ya ha perdido vigor. Lo que importa son los contenidos, no los rótulos. En un país como el mío, en el que pequeños hombres, cubiertos de grandes entorchados, se han proclamado revolucionarios –me refiero a los “Uriburus”, los “Onganías”, los “Videlas” –se imaginarán ustedes que me siento orgulloso si se me califica de reformista. Soy reformista porque quiero la reforma profunda de la sociedad. Nuestra concepción política quiere reformas de estructuras y reformas de repartición. Quiere hacer reformismo directo e indirecto. Directo, para modificar por sí la naturaleza del poder, para encauzar una economía mixta, con nacionalizaciones selectivas y planificación democrática. Indirecto, para obligar a los sectores pudientes a que acuerden con las clases populares derechos sociales contrarios a sus afanes exclusivos de lucro. El Estado juega un rol fundamental en nuestros proyectos de gobierno democrático para que deje de estar al servicio de los sectores privilegiados y lo esté al servicio del pueblo todo, pero no pensamos que él sea el único agente del cambio social. Frente al capitalismo imperante en la Argentina proponemos una alternativa humana que no lleva en su seno el germen de la colectivización de la economía. Pertenezco a un movimiento político que se jacta de no ser dogmático. Los dogmas son la verdad y los que no los comparten están sumergidos 7. [N. de E.] En Los años crueles: “a comienzos de esta década”.

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en el error. No hay pluralismo posible con las concepciones dogmáticas. Como dice Duverger, “dogmatismo y tiranía se engendran y refuerzan recíprocamente”. No tenemos dogmas pero tenemos principios claros, en cuyo centro está el hombre en su dignidad. La economía debe asegurarle el pleno empleo. La desocupación y el temor a la desocupación constituyen su gran angustia. Pero también debe asegurarle salarios justos, seguridad social, formación profesional, participación en la organización del trabajo, sindicalización, acceso a la vivienda, esparcimientos y educación para sus hijos. No hay sistema económico admisible si margina estos derechos primarios y se funda en el subconsumo de las mayorías. Nuestros amigos chilenos, conforme a su realidad nacional, han insistido en la necesidad de un diálogo entre marxistas y cristianos. En mi país, con otro contexto político, debe hablarse del diálogo entre peronistas y radicales, pero el diálogo debe extenderse a todas las fuerzas democráticas de cada país de América Latina. Sin renunciar a sus ideas los partidos deben lograr el entendimiento que permita recuperar, o afianzar en su caso, las instituciones democráticas. Los uruguayos acaban de dar un buen ejemplo integrando su Convergencia Democrática, inspirada en el lema de Artigas: “Unión y estad seguros de la victoria”. No basta con el entendimiento interno. Los movimientos de la democracia de América Latina deben internacionalizarse y entenderse entre sí y con aquellos similares de todo el mundo, para defender valores comunes: la defensa sin fronteras de los derechos humanos; la lucha contra la recesión, el hambre y la miseria; por el desarme y la distensión; contra la inflación y la desocupación; por la igualdad entre los intercambios; por el control nuclear; por la defensa de la ecología; por la paz. Después del derrocamiento del presidente constitucional de Chile en 1973, no faltan quienes piensan que su ensayo democrático irrestricto fracasó. Sin perjuicio de las autocríticas, humanas y necesarias, la actitud republicana de Salvador Allende, por la que ofrendó su vida, lo perfila como un precursor de la democracia que Chile reconquistará. La lucha por la democracia no es fácil. Ahí están las víctimas de la intolerancia de todos los signos para atestiguarlo. Sigamos adelante y afrontemos sin desmayos las mezquindades que nos infringen los déspotas a los que combatimos, con la convicción de que nuestra prédica democrática desembocará en la paz, la independencia, el progreso y la libertad de nuestros pueblos.

¿Qué es la literatura?

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Realidad y literatura1 Por Julio Cortázar

Con algunas indispensables inversiones de valores2 Hubo un tiempo entre nosotros –a la vez lejano y cercano, como todo en nuestra breve cronología latinoamericana–, un tiempo más feliz o más inocente, en el que los poetas y los narradores subían a las tribunas para hablar exclusivamente de literatura; nadie esperaba otra cosa de ellos, empezando por ellos mismos: sólo unos pocos escritores fueron, aquí y allá3, la excepción de la regla. En ese mismo tiempo los historiadores se concentraban en su especialidad, al igual que los filósofos y los sociólogos, lo que hoy se da en llamar Ciencias Diagonales. Esas invasiones e interpenetración de disciplinas que buscan iluminarse recíprocamente no existían en nuestra realidad intelectual cómoda y agradablemente compartimentada. Ese panorama, que en alguna medida podríamos llamarle humanismo, se vio trastocado con síntomas de dislocación y desconcierto, que se volvieron acuciantes e imperiosos hacia el término de la Segunda Guerra Mundial; a partir de entonces sólo las mentalidades estrictamente académicas, y también las estrictamente hipócritas, se obstinaron en mantener en sus territorios, sus etiquetas y sus especificidades hacia los años 50. Esta sacudida sísmica en el establishment de lo intelectual se hizo claramente perceptible en el campo de la narrativa latinoamericana; los cambios fueron muy espectaculares en la medida en que entrañaban una resuelta toma de posición en el terreno geopolítico, más que un avance formal o estilístico; como el viejo marinero del poema de Coleridge, muchos escritores latinoamericanos despertaron un día “más sabios y más tristes” en esos años, porque ese despertar4 representaba una confrontación directa y deliberada con la realidad extraliteraria de nuestros países. Los ejemplos de esta toma de posición son inmediatos y múltiples, pero cabría decir que ya estaban condensados proféticamente en la obra de 1. [N. de E.] Este texto fue leído por Julio Cortázar en México, en el marco de una actividad programada por la Universidad de Veracruz. Están presentes aquí aquellos temas que se tornarían recurrentes en Cortázar y que transitaría, con pasión y lucidez, en sus últimos artículos y conferencias. Fue publicado con el título “De gladiadores y niños arrojados al río” en la revista Crisis, Nº 41, Buenos Aires, abril de 1986. 2. [N. de E.] Epígrafe agregado en Les Temps Modernes, ausente en Crisis. 3. [N. de E.] Ausente en Crisis. 4. [N. de E.] En Crisis: “esa libertad”.

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dos grandes poetas cuyo salto hacia adentro, por así decirlo, surge inequívocamente cuando se mide por ejemplo en César Vallejo, lo que va de “Los Heraldos Negros” a “Trilce” y a “Los Poemas Humanos” o en Pablo Neruda cuando se pasa de “Residencia en la Tierra” al “Canto General”. Por su parte, la narrativa que anunciaba ya esa nueva latitud de liberación a través de la obra de un Mariano Azuela, un Ciro Alegría y un Jorge Icaza entre otros, se perfila cada vez más como un método estético de exploración de la realidad latinoamericana, una búsqueda a la vez intuitiva y constructiva de nuestras raíces propias y de nuestra identidad profunda5. A partir de ese momento ningún novelista y/o cuentista que no sea un mandarín de las letras, subirá a una tribuna para circunscribir su exposición a lo estrictamente literario, como todavía hoy puede hacerlo en buena medida un escritor francés o norteamericano; desde luego y por razones obvias y necesarias, esto es aún relativamente posible en la enseñanza universitaria, aunque ahí también los territorios se han trizado como un espejo; pero esa compartimentación no puede hacerse ya frente a un público de escritores u oyentes que se apasionan por nuestra literatura en la medida en que la sienten parte y partícipe de un proceso de definición y recuperación de lo propio, de esa esencia de lo latinoamericano, tantas veces escamoteada o vestida con trapos ajenos. Sé que aquí (como en tantos otros auditorios de nuestros países) estoy frente a ese público, por eso lo que pueda decirle hoy nace de la conciencia angustiada, hostigada, pero siempre llena de esperanza de un escritor que trabaja inmerso en un contexto que rebasa la mera literatura pero sin la cual su trabajo más específico sería, repitamos los versos célebres, “como un cuento dicho por un idiota lleno de ruido y de furias y sin sentido alguno”. Esa invasión6 despiadada de una realidad que no nos da cuartel es tan perceptible para los lectores como para los escritores conscientes de América Latina y casi no necesito enumerar sus elementos más evidentes. Hoy y aquí, leer y escribir literatura supone la presencia irrenunciable del contexto histórico y geopolítico dentro del cual se cumple esa lectura y esa escritura, supone la trágica diáspora de una parte más que importante de sus productores y sus consumidores, supone el exilio como condicionante forzoso de casi toda la producción significativa de los intelectuales, artistas y científicos de Chile, Argentina, Uruguay, entre muchos otros países. Vivimos la paradoja cotidiana de que una parte no desdeñable de nuestra literatura, nace hoy en Estocolmo, en Milán, en Berlín, en Nueva 5. [N. de E.] En Crisis: “propia”. 6. [N. de E.] En Crisis: “compasión”.

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York y que dentro de América Latina, los países de asilo como México o Venezuela ven aparecer casi diariamente en sus propias editoriales muchas obras que en distintas circunstancias les hubieran llegado de Buenos Aires, de Santiago o de Asunción; todo un sistema de referencias, de seguridades intelectuales se ha venido abajo, para ser substituidos por juegos aleatorios imprevisibles e ingobernables. Casi nadie ha podido ser capitán de su exilio, ni escoger el puerto más favorable para seguir trabajando y viviendo. A medida que pasa el tiempo, el contenido y la óptica de muchas obras literarias, empiezan a reflejar las condiciones y los contextos dentro de los cuales han sido escritas, pero lo que podría haber representado una opción como tantas veces lo fue en nuestra tradición literaria, es ahora el resultado de una conclusión; todos estos factores relativamente nuevos, pero que hoy se vuelven agobiadores, están presentes en la memoria y en la conciencia de cualquier escritor que trate de ver claro en su oficio. De todas estas cosas es necesario hablar, porque sólo así estaremos hablando verdaderamente de nuestra realidad y de nuestra literatura. Detrás y antes del exilio por supuesto, está la fuerza bruta de los regímenes que aplastan toda libertad y toda dignidad en mi propio país y en tantos otros del continente. Gabriel García Márquez afirmó que no volvería a publicar obras literarias hasta que no cayera Pinochet; creo que afortunadamente está cambiando de opinión, porque precisamente para que caiga Pinochet es preciso, entre otras cosas, que sigamos escribiendo y leyendo literatura, y eso sencillamente porque la literatura más significativa en este momento es la que se suma a las diversas acciones morales, políticas y físicas que luchan contra esas fuerzas de las tinieblas que intentan una vez más la supremacía de Arimán sobre Ormuz, y cuando hablo de la literatura más significativa quisiera que se me entienda bien, porque de ninguna manera estoy privilegiando la literatura calificada de comprometida, palabra muy justa y muy bella cuando se la usa bien, pero que suele ser para tantos malentendidos y tantas ambigüedades como la palabra democracia, e incluso muchas veces la palabra revolución; hablo de una literatura por todo lo alto, como diría un español, una literatura en su máxima tensión de exigencia, de experimentación, de osadía y de aventura, pero al mismo tiempo, nacida de hombres y mujeres cuya conducta personal, cuya responsabilidad frente a su pueblo los muestra presentes en ese combate que se libra en América Latina desde tantos frentes y con tan diversas armas. Sé de sobra hasta qué punto este auténtico compromiso del intelectual suele ser mal visto en sectores preponderantemente pragmáticos, para quienes la literatura cuenta sobre todo como un instrumento de comunicación sociopolítica y en último extremo de propaganda; me ha tocado en

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la época en que escribí Libro de Manuel, el soportar el peor y el más amargo de los ataques de muchos de mis compañeros de combate, para quienes esa denuncia por vía literaria del cruento régimen del general Lanusse en la Argentina no tenía para ellos la seriedad y la documentación de sus panfletos y sus artículos, porque el tiempo, encarnado en aquellos lectores que compartían mi ilusión del verdadero compromiso espiritual, dio todo su sentido y su razón de ser a esa tentativa de convergencia de la historia y la literatura, como dará siempre la razón a los escritores que no sacrifiquen la verdad a la belleza, ni la belleza a la verdad. No hay que dudar en reconocer frente a nosotros mismos y sobre todo frente a nuestros lectores, que muchos escritores de un vasto sector de América Latina, sometido al caos de la explotación y la violencia de enemigos internos y externos, despertamos diariamente en nuestro propio país o en el exilio bajo el peso de un presente que nos agobia y nos llena de mala conciencia a la vista de lo que está sucediendo en países como el mío, a la vista de esos enormes campos de concentración disimulados con carnavales hidroeléctricos y campeonatos mundiales de fútbol; toda actividad básicamente intelectual parecería tener algo de irrisorio y hasta de gratuito. Toda labor7 literaria y artística entraña una lucha permanente contra un sentimiento, una sospecha de lujo, de evasión de una responsabilidad más inmediata y más completa. No es así ni al contrario, pero muchas veces lo sentimos así, tenemos que hacer lo que hacemos muchos de nosotros pero nos duele en el acto de hacerlo. En el ejercicio de la más auténtica vocación se ve como agredida por esa mala conciencia y si eso se advierte incluso en no pocos intelectuales mexicanos, en un país en donde cada uno tiene el derecho y los medios de dar a conocer sus puntos de vista, sus aceptaciones y sus rechazos, cómo describir el estado de ánimo de un intelectual chileno, boliviano o uruguayo, que se esfuerza por seguir cumpliendo su trabajo específico en el interior o en el destierro con las limitaciones y los problemas de toda naturaleza que ello le plantea. Es entonces, cuando en mitad de una página me asalta como a tantos otros ese sentimiento de desánimo y de abandono, cuando me siento no sólo física sino culturalmente exiliado de mi país; es precisamente entonces que mi reacción tiene algo de perfectamente ilógico si se la viera a la luz de cualquier criterio razonable, nunca lo sentí más claramente que el día en que me enteré que un libro mío no podía ser publicado en la Argentina como los de tantos otros escritores desterrados, simultáneamente con la amargura de que entre mis compañeros y yo acababa de cortarse el puente que nos 7. [N. de E.] En Crisis: “toda la voz”.

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había unido invisiblemente durante tantos años y desde tantas distancias y que el verdadero, el más insoportable exilio empezaba en ese momento, en esa soledad de la doble incomunicación del lector y del escritor; en ese mismo instante me ganó un sentimiento totalmente opuesto, algo que era un impulso, un llamado, una convicción casi demencial de que todo eso sería cierto solamente si yo lo aceptaba, si yo entraba estúpidamente en las reglas del juego del enemigo. Si me pegaba a mí mismo la etiqueta del exiliado crónico significaba reconvertir mi vida hacia otros destinos, sentí que mi obligación era la de hacer todo lo contrario, es decir, multiplicar mi trabajo de escritor, exigirle mucho más de lo que le había exigido hasta entonces, y sobre todo proponer de todas las maneras posibles a mis compatriotas latinoamericanos, como lo hago en este momento y lo seguiré haciendo mientras me queden fuerzas, sugerirles una noción positiva y eficaz del exilio, una actitud y una responsabilidad totalmente opuestas a la que quisieran aquellos que nos expulsan física y culturalmente de nuestros países y que esperan con ello no solamente neutralizarnos como opositores a sus dictaduras, sino hundirnos lentamente en la melancolía y la nostalgia y finalmente en el silencio que es lo único que aprecian de nosotros. No me estoy saliendo del terreno de la literatura, muy al contrario, voy a buscarlo ahí donde hoy en día están naciendo tantos de sus productos, trato de mostrar los posibles valores que puedan resultar de la literatura del exilio en vez de inclinarme ante el exilio de la literatura como lo quisiera el enemigo. Esa actitud posibilita la determinación de asumir afirmativamente lo que por atavismo y hasta por romanticismo se tiende a ver a priori como pura negatividad, exige poner en tela de juicio muchos lugares comunes, exige el valor de autocriticarse en circunstancias en que lo más inmediato y comprensible es la autocompasión. Hace unos días se me acercó un señor que se presentó con estas palabras: yo soy un exiliado argentino. En mi fuero interno lamenté la prioridad que daba a su condición de exiliado porque me pareció, como tantas veces, un reconocimiento sin duda inconsciente de la derrota, de la expulsión de una patria; de manera que todo cuento, canción, poema o novela, en definitiva no pasan de ser alimento de la nostalgia propia y ajena. Recuerdo una frase de Eduardo Galeano sobre el exilio: “La nostalgia es buena pero la esperanza es mejor”; claro que la nostalgia es buena en la literatura y en la vida puesto que es la melancólica fidelidad a lo ausente, pero lo ausente nuestro no está muerto, lejos de ello, es ahí donde la esperanza puede cambiar el signo del exilio, sacarlo de lo negativo para darle un valor dinámico, unirnos a todos en el esfuerzo por reconquistar el territorio de la nostalgia en vez de quedarnos en la mera nostalgia del territorio.

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Si un día logramos esto, si lo estamos logrando poco a poco, como parece comprobarlo parte de la literatura que nace hoy fuera de nuestros países, el peso de sus factores positivos aportará una contribución capital al conjunto de nuestras letras, que es decir también de nuestros pueblos. Una cosa es la cultura internacional adquirida dentro de cada país o en el curso de viajes de perfeccionamiento, y otra muy diferente, la vivencia forzada y cotidiana de realidades ajenas que pueden ser favorables u hostiles pero que para el exiliado consciente son siempre traumáticas porque no responden a su libre elección. Es entonces cuando conviene recordar que los traumatismos de todo tipo han sido siempre una de las razones capitales de la literatura, y que superarlos mediante una transmutación en obra creadora es lo propio del escritor de verdad. En estos últimos años, he visto el efecto a veces destructor del desarraigo violento en hombres y mujeres que llevaban ya realizada una obra valiosa en sus países de origen; pero distintos a ellos son los que han sido capaces de llevar a cabo esa alquimia psicológica y moral capaz de potenciar y de enriquecer la experiencia creadora, los que han tenido la fuerza de hundirse hasta el fondo de la trágica noche del exilio y volver a salir con algo que jamás les habría dado el mero viaje de placer a París, la visita cultural a Madrid o a Londres, y eso empieza a reflejarse ya en lo que se escribe lejos de la patria y es una primera y difícil y hermosa victoria, hermosa precisamente, porque su dificultad parece por momentos insuperable. Pienso en mis compañeros argentinos perdidos en territorio de esta América y Europa, en estos escritores cuyo trabajo empecinado representa fundamentalmente una batalla contra la muerte, quiero decir, esta batalla que muchos libramos diariamente en nosotros mismos para seguir adelante, mientras a nuestro lado, leyendo sobre nuestros hombros, hablándonos con sus voces de sombra los que sucumbieron por escribir y decir la verdad nos impulsan y a la vez nos paralizan, nos instan a volcar en la vida y el combate todo lo que ellos no alcanzaron a completar como hubieran querido, y a la vez nos traban con el peso del dolor y la desgracia; yo ya no sé escribir como antes, hacia donde quiera que me vuelva encuentro la imagen de Haroldo Conti, los ojos de Rodolfo Walsh, la sonrisa bonachona de Paco Urondo, la silueta fugitiva de Miguel Ángel Bustos, y no estoy haciendo una selección elitista, no son solamente ellos los que me acosan fraternalmente, pero un escritor vive de otras escrituras, y siente, si no es el habitante anacrónico de las torres de marfil del liberalismo y del escapismo intelectual, que esas muertes injustas e infames son el albatros que cuelga de su cuello, la cotidiana obligación de volverlas otra vez vida, de negarlas afirmándolas, de escupirlas en la cara de esa otra muerte, esa que Pablo Neruda viera proféticamente vestida de almirante.

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Si todo eso no se refleja un día, de una u otra manera, en la obra de todos los escritores latinoamericanos exiliados, los Videla, los Pinochet y los Stroessner habrán triunfado más allá de un momentáneo triunfo material, mal que les pese a los que siguen creyendo que al enemigo hay que enfrentarlo culturalmente con su mismo vocabulario superficial, dialogando de alguna manera con él, reconociéndolo como un interlocutor válido, en la medida de que no se salga del nivel de los panfletos y las consignas partidarias y las temáticas estrictamente ajustadas a la realidad política; si no somos capaces de cambiar esencialmente esta negatividad que busca envolvernos y arrastrarnos, habremos fracasado en nuestra misión y nuestras posibilidades específicas, seremos solamente los escritores desterrados que se consuelan con novelas y poemas, los mismos que continuarán presentándose ante el mundo como exiliados argentinos o exiliados paraguayos, para recibir como respuesta una sonrisa comprensiva o un asilo más; creo que no es así. Vivo en una ciudad donde recibo diariamente lo que se escribe en tantas otras y sé que cuando llegue la hora de que los críticos y los especialistas tracen el panorama de la literatura latinoamericana de nuestros días, la creación nacida en el exilio será un capítulo con características propias pero en plena ligazón con toda nuestra entera realidad, y que ese capítulo mostrará el nacimiento y el desarrollo de nuevas fuerzas, de mundos diferentes y fecundos, de aportaciones acaso vertiginosas a la fuente común de nuestra identidad, será como si una nación espiritual hubiera nacido de nuestras naciones devastadas por la opresión, la violencia y el desprecio, será como si el vientre torturado de nuestro Cono Sur hubiera parido una criatura que contiene y preserva la verdad y la justicia, el niño del futuro que como en tantas mitologías y tantos cuentos de hadas es arrojado a las fieras o abandonado a la corriente de un río, pero que volverá –llegado el día– para unirse definitivamente a su pueblo, tal como la historia vio un día a José Martí, tal como yo soñé un día a mi pequeño Manuel. No tengo ya dudas de que la literatura de esa otra nación latinoamericana que es la nación del exilio, continuará dándonos productos culturales que, al sumarse a las que se originan en aquellos países cuyos intelectuales pueden trabajar dentro de su contexto propio, nos hará avanzar globalmente, en tanto que lectores y escritores, quiero decir como pueblos; ese avance abarcará las dimensiones más extremas y osadas de esa invención verbal que se abre paso en las conciencias y subconciencias, como una extraña, indefinible levadura y que enriquece las potencias mentales y morales de los hombres. Es ahí, que en esa oscura constelación sin nombre, pero claramente perceptible en el decurso de todas las civilizaciones, que lo literario nacido en esas condiciones, tendrá un máximo valor político aunque no entre

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forzosamente en la dialéctica ideológica como tema o como pretexto; es ahí que la experiencia que transmitirá esa literatura, nacida hoy tantas veces de la peor angustia, de la exasperación y del desgarramiento, nos hará adelantar por ese camino que ella ha andado solitaria pero que quiere compartir con todos los suyos; ese camino hacia nuestra identidad profunda, esa identidad que nos mostrará por fin nuestro destino histórico como continente, como bloque geomático, como diversidad llena de similitudes amigas para repetir el verso de Valery. En ese sentido, la literatura más lúcida de esta década, venga del interior o del exterior de nuestros países, coincide en mostrar a través de ensayos, cuentos, novelas y poemas, que incluso la más libre de nuestras naciones está muy lejos de ser auténtica y profundamente libre y que prácticamente todos los escritores latinoamericanos, vivamos o no en nuestra casa, somos escritores exiliados. Todavía me asombra que haya entre nosotros intelectuales que dan la impresión de sentirse definitivamente seguros del terreno geopolítico que pisan o que comparativamente se estiman en suelo firme, porque los otros suelos tiemblan y se resquebrajan. Es el mismo tipo de intelectual que habla de los lectores por ejemplo, como de una realidad positiva en términos de tiradas de libros o de galardones literarios, y para quien ser editado y comentado es prueba suficiente del deber cumplido. Desde el punto de vista de nuestra realidad continental –hablo sobre todo del Cono Sur pero esto se aplica a muchos otros de nuestros países–, los intelectuales seguimos siendo un sector privado de toda estabilidad, de toda garantía; el poder nos controla ya sea de manera salvaje o con arreglos a códigos en los que no hemos intervenido para nada, nos frena, nos censura o nos expulsa, y en estos últimos años directamente nos mata si nuestra voz disuena en el coro de los conformismos o de la crítica cautelosa. Vuelvo a citar a Rodolfo Walsh, eliminado cínicamente porque había osado decirle la verdad en plena cara al general Videla y pienso en hombres como Marcelo Quiroga Santa Cruz, asesinado ahora en Bolivia, porque su mera sombra era para los militares golpistas lo que el espectro de Banquo para la conciencia de Macbeth. Qué literatura puede ser la nuestra en estas condiciones, tanto la del exilio como la que se cumple en el interior de países menos atormentados, si no nos obstinamos todos en romper ese círculo de ignominia; qué puede ser sino un ejercicio de la inteligencia por la inteligencia misma, como los que se ven hoy en algunos países de Europa, pero sin el derecho secularmente conquistado de los europeos a gozar más que nosotros de los puros placeres de la escritura, un triste autoengaño para tantos lectores y escritores que confunden cultura minoritaria con dignidad popular, un juego elitista, no porque nuestros escritores honestos acepten el elitismo, sino porque las

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circunstancias exteriores a ellos les imponen un circuito cerrado, un circo donde todo aquel que ha podido pagar la entrada aplaude a los gladiadores o a los payasos, mientras afuera los pretorianos contienen a la inmensa muchedumbre privada a la vez del pan y del circo. Digo con imágenes algo que siento y que vivo con mi propia sangre, me avergüenza como si yo mismo fuera el responsable, cada vez que leo entrevistas en las que se habla de grandes tiradas de libros como si constituyeran la prueba de una alta densidad cultural, me avergüenza que entre nosotros haya intelectuales que todavía escamotean el hecho desnudo y monstruoso de que vivimos rodeados por millones de analfabetos, cuyas conquistas culturales más importantes se reducen a las tiras cómicas y a las telenovelas cuando son lo bastante afortunados para llegar a ellas. Detrás de todo esto –y es más que obvio decirlo– está la política de patio de atrás del imperialismo norteamericano y la complicidad de todos aquellos poderes nacionales que protegen a las oligarquías dispuestas a cualquier cosa, como en El Salvador, para dar un solo ejemplo, antes de perder sus privilegios. De qué podemos jactarnos los escritores en este panorama en el que sólo brillan unos pocos aislados y admirables juegos de vivac; nuestros libros son botellas al mar, mensajes lanzados a la inmensidad de la ignorancia y la miseria, pero ocurre que si estas botellas terminan por llegar a destino y es entonces que esos mensajes deben mostrar su sentido y su razón de ser, deben llevar lucidez y esperanza a quienes los están leyendo o los leerán un día; nada podemos hacer directamente contra lo que nos separa de millones de lectores potenciales, no somos alfabetizadores, ni asistentes sociales, no tenemos tierra para distribuir a los desposeídos ni medicina para curar a los enfermos, pero en cambio nos está dado atacar de otra manera esa coalición de intereses foráneos y sus homólogos internos que generan y perpetúan el statu quo o mejor aún el stand by latinoamericano. Lo digo una vez más para terminar, no estoy hablando solamente del combate que todo intelectual puede librar en el terreno político, sino que hablo también y sobre todo de literatura, hablo de la conciencia del que escribe y del que lee, hablo de ese enlace indefinible pero siempre inequívoco que se da entre una literatura que no escamotea la realidad de su contorno y aquellos que se reconocen en ella como lectores, a la vez que son llevados más allá de sí mismos en el plano de la conciencia, de la visión histórica, de la política y de la estética. Sólo cuando un escritor es capaz de operar ese enlace que es su verdadero compromiso y yo diría su razón de ser en nuestros días, sólo entonces su trabajo puramente intelectual tendrá también sentido, en la medida en que sus experiencias más vertiginosas serán presididas por una voluntad de asimilación, de incorporación a la

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sensibilidad y a la cultura de quienes le han dado previamente su confianza; por eso, creo que aquellos que optan por los puros juegos intelectuales en plena catástrofe y evaden así ese enlace y esa participación con lo que diariamente está llamando a sus puertas, ésos son escritores latinoamericanos como podrían serlo belgas o dinamarqueses, están entre nosotros por una azar genético pero no por una elección profunda. Entre nosotros, en estos años, lo que cuenta no es ser un escritor latinoamericano, sino ser por sobre todo, un latinoamericano escritor.

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Sentimientos complejos sobre Borges1 Por Noé Jitrik2 1) No habrán pasado de dos las veces en que me encontré personalmente con Borges; yo las recuerdo, seguramente él no; la primera fue, creo, en 1948: el Centro de Estudiantes al que yo pertenecía lo invitó a hablar; era en una casa del barrio de Belgrano en el norte de Buenos Aires; se me pierde el tema que trató: conservo, en cambio, la memoria del balbuceo en el que se iniciaba entonces, una timidez que, envuelta en buenas maneras, creaba una distancia; no quedaba más remedio que ser “joven” frente a una homogeneidad de la cual el temblor en la voz, la mirada perdida, el tanteo eran una máscara, una coraza, un sistema de protección; lo que nos unía era un complejo sistema de deslumbramientos (haber leído sus poemas, Ficciones, saberlo traductor de Faulkner y de Kafka) y el común antiperonismo, el que ni era explicitado ni era analizado, estaba ahí, era un supuesto cuyo develamiento podía causar un escándalo. La segunda vez que lo vi fue en Córdoba: custodiado por Carlos Fernández Ordóñez, asediado por Emilio Sosa López, celebrado por personalidades locales, le fui vagamente presentado pero no me surgió decirle nada; en ese bloqueo fui correspondido, me limité a observarlo, estaba casi ciego, su cara iba teniendo ya esa vocación marmórea que se puede advertir en sus fotografías más recientes, su aire de impenetrabilidad en contraposición al desvalimiento real o fingido de 1948. Esto ocurrió en 1963. 2) Pude escuchar a Borges en dos ocasiones en todos estos años, entre el público; la primera vez fue, como ya lo he dicho, en una casa; he olvidado el tema, no la entonación; la segunda vez fue en el auditorio, que sentía como enorme, de Radio Nacional de Córdoba, en 1963; la sala estaba llena, Borges habló sobre el Martín Fierro; miraba hacia adelante, los ojos entrecerrados o vacíos, parecía sacar sus frases de adentro, como si rezara o como si supiera con absoluta seguridad lo que quería decir; se acercó a la mesa acompañado por alguien, quizás viera solamente sus pies; no tenía papeles en la mano, escucharlo tenía algo de fascinante porque había que acompañarlo en esa dificultad de elocución que hizo su prestigio; particularmente impresionante fue su manera de decir una sextina, del final de la 1. [N. de E.] Artículo publicado también en La vibración del presente, 1998, Fondo de Cultura Económica, México, 2ª edición, pp. 13-37. En esta edición se agrega una nota introductoria que dice: “Publicado en Les Temps Modernes, núm 420, París, 1981 y en ‘Sábado’, de Unomasuno, Nº 185, México, 23 de mayo de 1981”. 2. [N. de E.] En La vibración del presente, agrega esta dedicatoria: “A César Fernández Moreno”.

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primera parte, cuando Fierro y Cruz deciden irse entre los indios, repudio y verificación, versos que están sin duda entre lo más hondo de la poesía en lengua española: “Y cuando la habían pasao, / una madrugada clara, / le dijo Cruz que mirara / las últimas poblaciones; / y a Fierro dos lagrimones / le rodaron por la cara”. Su densa manera de decir recogía eso que se reconoce como poesía y lo expandía en la sala; momento culminante, hablaba de una maestría, de una inteligencia, de un cierto plano por el cual se deslizaban “cosas” intelectuales que podían ser recibidas, admitidas; sin embargo, todo lo demás que dijo me resultaba conocido, era lo mismo que había escrito en Discusión, en los años 30, en el libro sobre el Martín Fierro, en el prólogo a la Literatura gauchesca, que hizo con Adolfo Bioy Casares. Lo mismo que volvería a decir sobre gauchesca en infinitas, agobiantes entrevistas, pero siempre como si fuera por primera vez, invocando esos “lagrimones” como una manera de instalarse en la emoción del otro, como si, púdicamente, quisiera hacer creer en su propia teoría de la emoción, seguramente reducida por la reiteración. 3) Tres veces escribí sobre Borges; la primera fue hacia 1951, en la revista Centro, en cuya dirección yo mismo estaba; fueron dos páginas sobre Otras inquisiciones: me seguía el deslumbramiento, expresé mi admiración por la matemática de su pensamiento, conjeturé que puede haber una pasión puramente intelectual y que Borges la encarnaba o podía encarnarla; la segunda vez fue hacia 1962, a propósito de El hacedor: me empeñé en decir allí –quien lo desee puede buscar esa nota en la revista Zona, que hacíamos con César Fernández Moreno, Francisco Urondo y Alberto Vanasco– que Borges se me aparecía como condenado a repetirse, que en ese libro no había nada que no hubiera escrito o dicho y que, para desventaja de ese libro, lo había escrito con más rigor anteriormente; señalé que Ficciones era el punto de llegada pero, al mismo tiempo, que la reiteración, auguraba un éxito que hasta Ficciones no había conocido; no me equivoqué, pareciera que eso que se llama “reconocimiento, fama”, etc., llega en el momento de un agotamiento que no pronuncia su nombre ni se presenta con su propia cara; entretanto me referí a Borges en varios textos que no vale la pena citar: están ahí y él aparece en casi todos como quien dio al solitario y desesperado mensaje de Macedonio Fernández una forma sólida, una transmisibilidad que Macedonio no sólo no había podido alcanzar sino que desdeñaba: Borges como correa de transmisión que toca toda la moderna literatura latinoamericana y, a través suyo, la revolución macedoniana; por último escribí un texto sobre Ficciones que leí en 1968 en Cluny, frente a un público que sin duda lo amaba, lo reverenciaba y

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encontraba en sus textos una fuente de autoconfirmación. Si se piensa que Foucault ya lo había tomado como punto de partida para Las palabras y las cosas y que el llamado “Nouveau roman” lo declaraba y lo declamaba como una fuente de inspiración, una tentativa crítica, aun con las armas que usaban los asistentes al coloquio, no podía caer sino en el silencio: si los franceses nos hacen el favor de venerar una obra latinoamericana, no es fácil que acepten una crítica de latinoamericanos a esa misma obra, es decir a su creencia. No cabe duda de que subsistía en mí una fascinación por su inteligencia y su economía, incluso por su unidad; también de allí me surgió una informulada intuición acerca de “lo que Borges vio” cuando empezó a escribir poesía. Vio dos cosas, creo: una, cómo surge eso que ahora llamamos “escritura”, o sea el funcionamiento de una autonomía; dos, ciertos núcleos ideológicos que penetran toda su obra ulterior y que se refieren a cuestiones tales como el origen (propio), la nación, la sociedad; por un lado, un fecundo sistema productivo (de la escritura) puesto en acción; por el otro, un obsesivo, idealizado rescate de sustancias que deben haberlo conducido, obsesivamente, a una difusa metafísica que podría, en su caso, tener como correlato una actitud conservadora, de cielo fijo, en el que las cosas (los valores) no pueden cambiar de lugar. ¿Hay contradicción entre las dos líneas? Quizá sí en la medida en que vemos a la una como radicalmente fecunda y a la otra como negativa desde cierta perspectiva humana, revolucionaria, crítica; pero tal vez se puedan ver las cosas de otro modo, no tan maniqueo, puesto que no hay garantías de nada en materia de punto de vista o de creencia, sobre todo si no se formulan desde un poder; por lo pronto, la contradicción podría tener otro asiento, a saber, que si lo cerrado es el rasgo predominante de una actitud política conservadora, lo cerrado puede ser, en la escritura, la cifra o la clave de la riqueza: supongo que existe una tendencia a considerar la fecundidad de una escritura como basada en su apertura, su permeabilidad, su capacidad de manifestar de inmediato lo pulsional. Conjeturo, igualmente, que tal vez una escritura rígida, asediada por la estructuración, cerrada, posea sin embargo la virtud de iluminar un camino, tal vez aquello que reprime atraviese, por eso mismo, como lo reprimido lo sabe hacer, la piel de la frase perfecta y tal vez sea ese juego entre pulsiones y represiones la clave de la fecundidad, lo que hace pensar o desear. Al revés, esto nos autorizaría a conjurar la contradicción pensando que el mismo esquema podría valer para lo político, que podría ser visto, así, como sistema de control de algo que desborda; correlativamente, esto no impide que, negando a la escritura capacidad de trascender sus caracteres

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externos, se pueda establecer concomitancias entre la búsqueda de cierre y de perfección y los requisitos de congelamiento propios de un pensamiento político conservador. Hay diferencia, desde luego, entre un campo y otro: si, como pretendo proponerlo, una escritura puede ser rica, a pesar de ser cerrada, porque la lucha entre pulsiones y cierres o límites resulta iluminadora, en el discurso político la clausura de las pulsiones o, si esto es demasiado, del deseo o de lo imaginario, exalta lo reprimido que metonímicamente define todo el campo, consagra un bloqueo. Lo que vivimos como contradictorio, entonces, tomaría forma en la oposición que reconocemos entre los efectos de su escritura y los efectos de su pensamiento conservador. Me reservo el derecho de no anular la posibilidad, en cambio, de que no haya contradicción, por lo menos en lo superficial, dentro de lo que lo superficial vale, entre ciertos rasgos de su escritura y ciertos rasgos de su pensamiento conservador, aunque no me engaño, tampoco, acerca de los riesgos de mecanicismo que pueden acechar en la persecución de esa analogía en detrimento del análisis de la diferencia de alcance entre ambos discursos. ¿No se podría decir más o menos lo mismo acerca de sus admirados Péguy y Bloy o Chesterton? ¿No serán ellos, con su conflicto, un modelo más perturbador que otros, más frecuentemente invocados? 4) Con Borges nos cruzamos varias veces en lugares públicos; el día mismo en que me embarcaba por primera vez a Europa, marzo de 1953, él iba para el oeste en la calle Florida y yo para el este. Como quizás no sea necesario declararlo yo reparé en él, él no en mí. Sentí, debo confesarlo, que me despedía de Buenos Aires, tan vacilante en su desplazamiento como Borges, que seguía recorriendo infatigable, vacilante, la ciudad. Cuando llegué de Europa, en octubre de 1954, al día siguiente nomás, me crucé con Borges en la calle Florida, yo iba hacia el oeste, él en sentido contrario: ¿recepción que me hacía la ciudad? Tan silenciosa como lo fue la despedida, en todo caso algo simbólica, como si Borges tuviera que ver si no con mi destino al menos con mis desplazamientos importantes. Como decidí no ir más a Europa mis cruces con Borges por la calle Florida se hicieron más frecuentes y menos significantes; bastaba no negarse a caminar por Florida, bastaba, después del 55, pasear a veces por el barrio Sur. No obstante mis decisiones, los viajes recomenzaron a partir del 58; en el 67, empujado por el golpe militar de Onganía, tres o cuatro días después de la muerte del Che Guevara, tomé otro vapor: igualmente, casi necesariamente, vi a Borges por la calle el día mismo de mi partida, más titubeante, acompañado, llevado del brazo. Recientemente contaba todos estos cruces –de los que algún lector de Henry James podría extraer alguna atmósfera o al menos la tela para una explicación– a Luis Dávila y a Merle Simmons, en una cafetería del campus

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de Bloomington, Indiana. Me divertí mostrándoles que un escritor puede estar físicamente en nuestra vida sin que haya ni siquiera un cambio de palabras, inútil por otra parte. Terminamos el café, tomamos el ascensor y, de pronto, al abrirse las puertas de salida, Borges iba de entrada; nos miramos con Dávila, creo que él comprendió el sentido de estos cruces. Al retirarme de esa ciudad, que nunca pensé que pudiera ser mía, en la que Hoagy Carmichel compusiera “Star dust” una noche de decepción y en una casa que hoy se llama “García’s Pizza”, Borges salía en sentido contrario, el rostro ya pétreo, la boca llena, apoyado en un bastón y en el brazo de una muchacha que parece japonesa, María Kodama dicen que se llama; en el coche, yéndome, última imagen de Borges por una avenida arbolada, alejándose con la espalda todavía erguida, como definiendo de una vez para siempre un sistema de relaciones, persiguiendo, él obstinadamente, el secreto de unas calles que han de serle irremisiblemente desconocidas, aparte de los árboles que no vería, de un cielo primaveral acaso semejante al de las pampas pero trabajado de otra manera, diferente por lo tanto. 5) En 1974, en septiembre, tomé un avión para venir a México; desde entonces no regresé a la Argentina: supe que eso ocurriría; Durante el vuelo leí el libro de Roa Bastos, Yo, el Supremo y una larga entrevista, publicada por La Nación, que Eduardo Gudiño Kieffer le hacía a Borges. Con el libro sufrí, con la entrevista me divertí: Borges hacía trizas todos los intentos de Gudiño para encaminarlo al “bien”; Gudiño decía, si no recuerdo mal: “El Che Guevara, héroe latinoamericano” y Borges acotaba, distraídamente: “Guevara, Guevara: es un apellido mendocino, ¿no es cierto?”. La manera de decir de Gudiño pretendía bloquear, la respuesta de Borges denunciaba dos cosas: que Gudiño quería bloquear mediante supuestos quizás no compartidos, que Gudiño mismo no creía demasiado en lo que daba por supuesto sino que lo utilizaba y se valía de ello. Vistas las cosas de este modo, Borges aparecía más crítico, más dinámico que Gudiño, puesto en evidencia como alguien que amparándose en una “verdad” sostenida por mucha gente en realidad estaba queriendo obligar, forzar, domar, exorcizar una notoria actitud agnóstica; Gudiño desconcertado otra vez porque, para Borges, nuevamente, “no había nada sagrado”. Años después volví a tener la misma sensación al mirar unos diálogos entre Borges y Sábato que una editorial argentina creyó indispensable dar a luz. Sábato corre con el gasto de los grandes temas; Borges gruñe de cuando en cuando una especie de “así ha de ser nomás” y no se toma el trabajo de destruir las arduas y pretenciosas –filosóficas– articulaciones de Sábato, acaso “para no quedar como un desatento”, como dirían los criollos, en cuyo desdén Borges nutre su conocido estilo denigratorio. Me está pareciendo que esto es constante;

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la gente no se resigna a que la conocida frase de Gide sea verdadera: con los buenos sentimientos se hace mala literatura, aunque lo contrario tampoco esté cabalmente probado; muchos creen que porque Borges escribe bien, sin preguntarse demasiado qué es eso de escribir bien, de alguna manera, en alguna recóndita parte, debe poseer buenos sentimientos, verdad que tratarán benévolamente de poner de manifiesto, así se encuentren con los obstáculos que pone el mismo Borges. Cuando esta manía de Borges por no querer ser “bueno” llega a lo político, se produce el escándalo, se generaliza el sufrimiento, cómo puede decir eso, tan gran escritor y tan reaccionario, debe estar bajo la influencia de alguien, en una época era un tal Di Giovanni, creo, que venía a ser su López Rega, en un paralelismo gerontológico con Perón que a muchos les causó gran placer. 6) Naturalmente, además de los que lo quieren sacar “bueno”, están los que lo cuestionan directamente: de algunos se sospecha que lo hacen, además de la voluntad de destruir un mito pernicioso, con la menos confesada intención de conseguir un poco de esa esquiva gloria que a Borges en este momento le sobra: alimentos de la sombra que proporciona, así sea negándolo, un árbol grande. ¿Quedo a salvo, en mi anonimato, de tal sospecha? Él deja que los reproches broten y luego, con una frase, los derriba: “¿leyó el libro titulado Borges político que salió en México?”. “Pronto van a escribir uno que se llame Borges ciclista” responde de costado, dejando sin palabras ya al que pregunta y sobre todo al libro en cuestión. No sólo pone de relieve la fatuidad de quienes lo viven como “fenómeno de una época” sin tomarse el trabajo de entrar en la complejidad de un “fenómeno de una época” sino que demuestra, simplemente –lo que tiene una fuerza arrolladora– que él no comparte ciertos supuestos ni, menos todavía, los sistemas críticos que dimanan de dichos supuestos. Se me aparece, en ese sentido, como una especie de darwiniano, por añadidura autista, nadie la pega con él, nadie acierta en lo que le pasa o en lo que piensa y a nadie da el gusto, salvo que de entrada se le dé satisfacción, se le haga abrir el flujo de su discurso sin obstruirlo ni con un enfoque diferente ni con una pulsión destructiva: en ese aspecto parece un niño, egoísta, malcriado, sigue siendo el Georgie en el cual el malhumor tiene, genialmente, el sustituto de una inteligencia sin desfallecimiento en la réplica. Tal vez desde este fundamento se puedan entender las cosas, por lo general chocantes, que declara y que luego rectifica como si nada y aun las alusiones que presenta como absolutos sin que eso impida una relativización ulterior: no sé qué dijo (o mejor dicho, sí sé) acerca de la inferioridad de los negros que luego negó, no sé qué afirmó sobre el “mero español”

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que luego negó, sé cómo felicitó a Pinochet y a Videla y hoy sostiene que es insoportable que haya muertos y desaparecidos en la Argentina, en un momento dijo que Alfonso Reyes era el mayor prosista de la lengua española y posteriormente lo redujo a “uno de los mejores” y así, en esa línea, ad infinitum, desconcertando siempre a los que persiguen coherencia y a los que creen que el mundo entra en convulsiones si alguien se permite la provocación o una empresa de fastidio del prójimo; en todos los casos lo que busca es molestar al interlocutor, frustrarlo en sus expectativas, es como si retuviera, intelectualmente hablando, un líquido seminal, como si estuviera incrustado en una teoría del chiste bergsoniana o por ahí freudiana o como si se considerara a sí mismo un campo en el que se ejemplificaría, sin declararlo ni asumirlo, la teoría lacaniana del deseo. Podría afirmarse, entonces, que en realidad no le importan ni los negros, ni los indios, ni los desaparecidos, ni Alfonso Reyes, ni siquiera los peronistas respecto de los cuales ha engendrado un caudal de frases, ni los futbolistas; lo que sí le importa, en cambio, con toda parsimonia, es o sería la manera en que puede canalizar algo que para abreviar podríamos designar como su “cinismo”, a costa de quien o de lo que sea, manipulando a ese “quien o lo que sea” pero para desbaratar a su interlocutor al mismo tiempo que recibe confirmación sobre su actitud, su enfoque o su manera, no para desbaratar a ese “quien o lo que sea”, aprovechando el “objeto subjetivado” para destruir al “sujeto objetivado”. Estoy pensando, matizando, que si hay una verdad en Borges es la del cínico, ni siquiera la del cinismo que tendría un alcance general, sistemático. Su verdad, en cambio y en última instancia, tiene el subyugante interés de su carácter intuitivo, capaz de despreciar toda fundamentación; pero no es sólo eso: como todo cínico, posee la virtud de fragmentar, de romper la aparente totalización con que se presente el obstáculo y, a partir de ahí, presenta un modelo del mundo que tiene, precisamente, ese interés. ¿Es lo que vio Foucault en su descripción del bestiario del Emperador de China? Y si su modulación de cínico se pone, para mí, de manifiesto en su aparato de refutación o en su sistema defensivo, en el ámbito de su circulación ideológica, creo que penetra también en su textualidad y lo lleva, al menos, al universo de enumeraciones y de superposiciones con que ha articulado desde hace tiempo sus ficciones. Tomemos a Foucault: es probable que su manera de aceptar el modelo fragmentario de Borges no implique una adhesión de tipo finalista en la medida en que los intereses de Foucault configuran un sistema crítico del proceso de producción de lo real o del discurso de lo real; ¿entonces qué y por qué? Tal vez porque Borges, como me lo sugiere Juan Carlos Marín, hace de “operador”, desencadena

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procesos en el otro, obliga a revisar cuando no sugiere caminos de diferenciación necesaria pero fecunda: al fatuo, lo dije, lo aniquila, al prejuicioso lo suspende pero al filósofo, tal vez, lo estimula, lo mismo que al poeta, sin que el filósofo o el poeta tengan por qué borgianizarse Borges los hace, por despecho, por sarcasmo, trabajar. 7) ¿Es denigratoria la palabra “cínico”? Ante todo es útil aunque no exhibamos todos los elementos del paradigma: la uso paradigmáticamente, hay una historia de los cínicos que tiene, como se sabe, instantes de gran radicalismo; Borges estaría en el medio, seguramente hay cosas en las que cree, el rigor de la frase, la voluntad de mostrar la fragmentación de lo real, los recuerdos de familia y la historia patria, lo mismo que las convicciones liberales, todo lo cual lo hace un cínico atenuado y por eso, quizás, triunfante. Discutible como ideólogo, en la medida en que se trata tan sólo de creencias personales con las que se puede muy bien no coincidir, utiliza el cinismo como instrumento y, en esa parcelación, halla la clave de su eficacia, justamente porque no impone nada personal al mismo tiempo que destruye lo personal del otro. De la historia de los cínicos ha extraído un elemento que explica su triunfo: quedarse con la última palabra, lo que implica, previamente, haber creado las condiciones como para que se le solicite una palabra y haberse astutamente tomado el tiempo para que su palabra aparezca como la última; este mecanismo, como en casi todos los cínicos, da cuenta de una genialidad y explica por qué, en general, salvo Diógenes (y hasta cierto punto), los cínicos son ganadores. Pero no despreciemos las similitudes: si a Diógenes Alejandro le tapa el sol, a Borges los Gudiño, los Sábato y tantos otros le tapan el sonido, el aire, tiende a apartarlos; el sarcasmo, la alusión, la imagen hacen de imaginaria escoba o, glosando a Quevedo, de “aguja de marear tontos”. Pero subsiste el enigma de su eficacia, sobre todo porque le dura tanto y porque, de alguna manera, sigue actuando aun cuando él ya no diga nada, aunque todavía dice: hay una nube de transmisores de sus ironías, de reproductores de sus cartas de triunfo que lo citan engolosinados, dispuestos a contribuir a su gloria. Pienso que es, justamente, la eficacia lo que deslumbra y seduce, más que la creación verbal en la que se apoya. Lo sorprendente es que, en un mundo que tiende a uniformizar la expresión, Borges, espontáneamente un conceptista, haya logrado convertirse en un mito casi popular, al menos de numerosas y grandes minorías: la eficacia es la medida y la explicación, aunque todavía no sepamos por qué la logra con tanta continuidad, por qué suscita la envidia, la emulación, la fantasía de la identificación. Y otra virtud aún: hace pensar que por debajo “hay algo importante” que funda la eficacia y que basta con afirmar. Creo que si

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los estructuralistas en general lo estimaron hasta la reverencia fue a través de una hipótesis semejante, aunque no se descarta que le encontraran un sabor superior al sabor medio de la tradición tranquilizante y francesa: eficacia en la construcción, por ejemplo, objeto estructural y estructuralizable casi por derecho epistemológico propio. Como el estructuralismo ya pasó –porque llegó a sus límites, no necesariamente porque estaba fundado en una miseria conceptual absoluta– se siente que si el tema vale la pena, para saber algo más sobre él sería necesario poner en acción una actitud más semiótica, destinada, en el mejor de los casos, a mostrar la conducta del significante que actúa más allá de la eficacia, que sostiene en todos y cada cual un interés todavía actuante de su escritura y que él se empeña en tapar o borrar mediante, justamente, su astucia. Digamos que si, como quiere Ricardo Piglia, su escritura es “anticapitalista”, nota que permitiría entender su escritura y lo que ella opera en niveles plurales, no sería eso lo que Borges reivindica sino, por un lado, un procapitalismo conformista (lo que tiene poca importancia) y, por el otro, una teoría de la perfección en la que estaría radicado todo el valor. 8) No sólo no cabe duda sino que es un lugar común que Borges “sabe” de literatura; de pronto su saber es apócrifo, lo que no le quita para nada sabiduría en la medida en que el apócrifo es una construcción cuyas piedras existen, son reales y son muchas. El manejo de ese saber es admirablemente natural, aunque deje afuera a los que no “saben”; de alguna manera se presenta como “lujo del saber”, que sería algo así como lo más decantado de una tesaurización que ya no necesita exhibirse: Borges es lo contrario, en ese sentido, de un erudito. Pero tiene algo más todavía: no le preocupa asumir ese lujo, esa riqueza, no le preocupa ni le inquieta mostrarse como escritor, dice ser poeta y cree poder hallar en la materia del discurso poético temas para discurrir públicamente, o en público mejor dicho, sin avergonzarse; finge que todos los que lo escuchan o leen están interesados por las mismas cosas y, a fuerza de persistir, los que lo leen y escuchan terminan por aceptar que están interesados por las mismas cosas. Se opone, en ese sentido –o se destaca–, a la actitud generalizadamente culpógena de escritores y poetas que por un lado se ocultan como tales y, por el otro, están permanentemente tratando de disculparse por escribir, un gusto equívoco y turbio, un apartamiento de lo real que, según muchos, sólo puede hacerse tolerar si admite su marginalidad; Borges no, ni se “compromete” ni cree que hablar de Lugones sea más trivial que hablar de Perón. En esa asunción desvergonzada hay, naturalmente, un enfrentamiento, posiblemente el más fecundo y compartible. También hay una tentación: imaginar esta actitud como anacrónica; si se piensa

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bien podría ser entendida como corriente en el siglo XVIII y en otra parte, no en la Argentina y en el XX. No pienso, por otra parte, que no sea consciente del anacronismo y de sus consecuencias: me parece que está presente en su “Poema conjetural”, como oposición historizada entre las letras y las armas, fórmula que hasta cierto punto, en un nivel, recoge la tradición de “Civilización y Barbarie”; hasta cierto punto, referido a un universo paleotécnico que todavía subsistiría en lo político, por ejemplo, pero más allá en la medida en que la “defensa del oficio” implicaría la reivindicación de un sistema de producción que el “sistema de producción” en curso tiende a hacer crecer en insignificancia. Sin embargo, su “saber literario”, núcleo que me queda sin elaborar, tiene algo de claustral y por responsabilidad suya: hace todo lo posible para aparecer encerrado en su saber, pareciera que no le importa aprender ni, tampoco, manifiesta ninguna inquietud acerca de cómo ese saber, tanto el suyo como el de otros, puede organizarse más allá de su pura afirmación que, a su vez, el desplante realza y disfraza: dicho de otro modo, tal vez está excluyendo de su saber algo esencial, un proceso concebido mediante el sistema de riesgos que lo amenazan y lo constituyen al mismo tiempo. 9) Tengo la impresión de que los rasgos apuntados en los puntos precedentes, su manera de “saber”, su cinismo, la forma del niño que se continúa, la seducción de la eficacia, una “verdad” que está más allá y que los demás deben descubrir, conducen a alguna parte, se traducen en algo que aparecería como un objeto de cultivo temático; tengo la impresión de que el lugar al que conducen es a la biblioteca paterna, reducto mismo del niño y del saber, ámbito, a la vez, de un orgullo sin réplica y de una afirmación sin contradictores. No es que ahí haya nacido todo: ahí se está todavía y lo demás, la imaginación, es una proliferación, reducida, de sustitutos que convocan y ocultan y se presentan tan sólo como temas nada más que predilectos pero en realidad son algo más, son figuras internas obsesivas y, en la medida en que insistir en ellas no las anula, son figuras sumamente irritadas lo que, correlativamente, dibuja el esquema de un deseo que la exactitud de la forma no logra reprimir. 10) A mediados de 1974 me indigné con Borges; pocos lo supieron pues no me pareció necesario exteriorizar la delicada trama de esa indignación. Fue a propósito de Macedonio Fernández: sostuvo que había sido un extraordinario hablador (que decía una o dos frases –memorables– por noche, nada más), no un buen escritor. Tema fácil para él, no necesitó corregirlo en una entrevista que se publicó en México en 1980 y que le hizo mi amiga María Teresa Marzilla: no hay multitudes que se apasionen por la diferencia entre hablar y escribir. Entonces daba ejemplos que me hacían

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pensar seriamente en la solidez de sus ideas sobre escritura. Según Borges (cito de memoria, modifico) “repeticiones y palabras abstractas afeaban su prosa” (s.p.m.); surgía potente, inequívoca, la figura de Lugones como hombre silencioso y retraído pero de “saber escribir”. Dos modelos, dos caminos pero en Borges –eso fue lo que me indignó– una sola ingratitud, una corrección staliniana de la historia pues se sabe que Macedonio le abrió el camino no sólo para atacar, entre el 20 y el 30, a Lugones sino también para escribir: por lo que de revolucionario le enseñó ese viejo –era revolucionario enseñarle la ruptura, la fulguración de lo instantáneo, el chiste, el descreimiento de la verosimilitud– pudo combatir a Lugones. Macedonio era el padre autorizante pero la autorización tenía el sentido de una desestructuración, colmaría el deseo menos confesable pero más profundo de un muchacho talentoso, lleno de pasión por las cosas escritas; al final del camino invierte las cifras, destituye la presencia fecunda minimizándola, restituye la presencia opresora engrandeciéndola: ¿largo proceso a través del cual lo que combatía como opresión se ha ido integrando en él, constituyéndolo a su vez? Sorprendente porque el paradigma Lugones no ha llegado a regir totalmente su escritura o, mejor dicho, él trataría contradictoriamente de que la rigiera pero no lo logra todavía, su escritura sigue siendo, en los textos escritos hace tiempo y en algunos de los actuales, un lugar de choque, una lucha con armas lugonianas para sofocar la libido macedoniana que aparece así neutralizada pero no muerta, engendrando sin embargo sus efectos. Hay momentos, desde luego, ni siquiera Borges es completamente homogéneo: su esfuerzo y su estima van, por ejemplo –y para tomar lo más externo– hacia la armonía en la frase, no hacia el deslumbramiento por la crispación de la ruptura (a lo que denomina afear), elige la sólida pesadez del significado en la medida en que afina un “querer decir” preciso, mínimamente librado a la ambigüedad y rechaza la nerviosa, inasible, imprevisible libertad del significante, le ha vuelto a ver el sentido a las convenciones y ha desechado, con argumentos de mero sentido común, la perspectiva de actos verbales que vienen de y producen luego transformaciones, lo imprevisible; lo imprevisible es cada vez más en él una situación insólita, pensada y, por lo tanto, puesta en la balanza de lo previsible que restaura su dominio. De este modo, recupera el verso medido, la rima, los cuentos son variaciones articuladas, como si se tratara de un conjunto cuyas partes basta con variar, de los mismos tópicos. Leo con tedio algo sobre tigres; pero, de pronto, un poema que se titula “Hoy” y cuya construcción produce alegría, es libre. Está corregido por indicaciones de un poeta, Rodolfo Braceli, que lo ayuda a escribirlo en la máquina; súbitamente, cuando ya no se esperaba, se desolemniza,

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deja salir un amor por las palabras y un afecto por las imágenes que se convierte en afecto por su interlocutor, del mismo modo que declara, que los “desaparecidos en la Argentina es un hecho insoportable”. Hasta hace poco Lugones triunfaba en él: ¿frente a la amenaza de un nuevo retorno del odiado peronismo, un intento de defenderse del mundo exterior mediante la invocación al padre duro e impenetrable, para ser como él, así de invulnerable? Ahora, un vaivén, vuelve a reírse de Lugones, quizás el mundo –bajo la firme dirección de los generales– ha vuelto a ser seguro y ya no es necesario endurecerse, lo cual sería de todos modos coyuntural. Pero hay algo permanente: Macedonio venía siendo derrotado pero, como entre latinos y griegos, lo que verdaderamente importa en Borges es lo que proviene del derrotado, no del triunfador. Tal vez ese juego de reconocimientos y desconocimientos, de ambas figuras, permite entender un poco más lo político: acaso sus opciones políticas (“la democracia, esa superstición”) tienen un dibujo similar, y no porque Macedonio haya sido un demócrata (era un anarquista) ni Lugones haya terminado en un fascismo solitario, irreductible y desesperanzado. Es que la existencia de la pasión implica un terror correlativo por la pasión, la fascinación del desborde propone un correlativo terror al desborde, el espectáculo del dolor provoca un elogio trivial de la felicidad, la imagen deslumbrante del futuro (como él mismo lo vio en Sarmiento) engendra una pesada elección, triste, por el presente. De todos modos, figuraciones, fantasías, acaso una credulidad excesiva en las posibilidades de lo real, una ingenuidad anarquista. Porque ¿cuándo se vislumbró ese futuro enceguecedor? ¿cuándo no fue posible conjugar el dolor ajeno con el erotismo propio? Y ya que se citó a Sarmiento, acaso ese juego de fuerzas que lo lleva a autorizar el autoritarismo –pero en cuya manifestación siempre algo del otro se conmueve: “la democracia, esa superstición”, frase que escandaliza a muchos izquierdistas, ¿no habría podido ser pronunciada, en otro contexto desde luego, por Trotsky?– sea un rasgo de liberalismo patricio argentino más que de fascismo, intelectual o criollo: ser tolerante con el futuro a condición de que no se conmueva el presente, ser receptivo del movimiento de los pueblos a condición de que no se conmuevan ciertos núcleos que costó configurar o que definen la raíz del alma. Es quizás eso, el liberalismo que llamo patricio porque es histórico, el elemento central, lo que hay que defender; y si lo que podría disolverlo, el anarquismo macedoniano, se ha metido en uno, pues a desarraigarlo. Por eso la reducción de Macedonio y la exaltación de Lugones, por eso la paulatina renuncia al concepto de la “escritura” que había ido, de una manera u otra, forjando, en la línea destrucción-construcción que entrevió

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genialmente Macedonio. Quizás aún, sobre esta fidelidad –que a partir sin duda de 1945 sufre graves embates– se entienda su manía de corrección de sus textos más antiguos: obsesiva búsqueda de acuerdo entre forma y contenido, entre significado y significante, obsesiva en la medida en que el desacuerdo subsistente en esos textos podría hacer sentir que un desorden intolerable permanece en uno, instauración de lo irracional que el liberalismo no puede soportar porque el destino –de la clase– se torna ininteligible en el peligroso libro de la historia. Y, finalmente, si el elenco de sus temas es reducido, para neutralizar el peligro de la desaparición no cabe sino reiterarlo, insistir: el origen de la familia, el destino de la clase, el arraigo de la propiedad, constituirían por lo tanto el telón de fondo de la insistencia, tendiente a conjurar el riesgo de una modificación; serían el elenco homólogo de un universo siempre igual, siempre corregido en pro de la perfección, siempre afirmado y, como es previsible, siempre amenazado. 11) En estos momentos, lo que se ha escrito sobre Borges asciende a centenares de trabajos, artículos, estudios, notas, tesis, libros; no hay día, casi, en que no aparezca alguna entrevista o algún comentario, al menos en esta zona. Ni que hablar en Buenos Aires donde, según se comenta, no hay otra cosa. En estos días, sin ir más lejos (5 al 12 de mayo de 1980) he leído una entrevista a Borges y dos (a Rodríguez Monegal y a Piglia) sobre Borges en Sábado, otra hecha por Rodolfo Braceli publicada en Mendoza, Argentina, una diatriba de Andrés Henestrosa en Excélsior y, quizás hasta el hartazgo, más y más entrevistas, alusiones, ataques, posibilidades, declaraciones (como la que hizo sobre “desaparecidos” y que, como era de esperarse es, a su vez, glosada, analizada, “cómo será la cosa que hasta Borges la condena”). Hartazgo, pero siempre hay algo, curioso, extraño, como por ejemplo lo que recuerda Henestrosa: Billy the Kid (en el cuento de “Historia universal de la infamia”) mató a equis cantidad de personas, “sin contar mexicanos”; Henestrosa considera injuriosa esa generalización y traspasa a Borges el animus injuriandi: vertiginoso, nunca se nos hubiera ocurrido que eso podría ser tomado como un agravio. Sea como fuere, ya sería muy difícil confeccionar una bibliografía “completa”, verdaderamente completa sobre Borges; esta profusión privilegia a los trabajos más antiguos que, por eso, no han de ser omitidos en cualquier mención que pretenda asumir eso que, pintorescamente, se denomina la “bibliografía”, palabra que implica la esperanza de un respaldo, de una responsabilidad. Recordemos a Etiemble, a Adolfo Prieto, a Macherey, a Sucre, a Rodríguez Monegal, etc., etc. Algo

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conozco de eso y de lo demás, que sería fastidioso citar: todos dicen algo, naturalmente; existe un discurso sobre Borges sobrepuesto al discurso de Borges, dotado de historicidad, sensible, en sus momentos, a supuestos metodológicos, atravesando capas y capas de discusiones teóricas. A veces hay mimetismo, como querría Yurkievich, a veces hay distanciamiento, como lo desearía Viñas. Lo único que se puede hacer con esa masa es clasificarla, remedando al Borges que ilustró a Foucault, con la misma arbitrariedad metafórica pero, esta vez, poniendo el acento en los alcances de los trabajos, con una pretensión más axiológica que de exactitud descriptiva, aún a través de la arbitrariedad. a) Incluimos aquí los escritos que exaltan la persona del autor Borges, considerándola feliz fuente de una obra indiscutible. b) Aquí se ponen los trabajos que exaltan la obra y se consagran a comentarla mediante glosas de sus tópicos más famosos, el laberinto, el tigre, el tiempo circular, el coraje, todos por lo general temáticos. c) En menor cantidad, hay trabajos que se separan de la persona, que se separan incluso de la obra en tanto perspectiva de comentario para intentar la descripción de una estética que Borges declararía, en prólogos, artículos, indirectamente en cuentos y en declaraciones. d) En menor cantidad todavía, entiendo que hay trabajos que persiguen el establecimiento de su estética implícita o, lo que es lo mismo, buscan estructuras que subyacen a sus textos y cuya dominación implicaría el predominio, a su vez, de conceptos estéticos, algunos concordantes con los declarados, otros en discrepancia. e) Por qué no reconocerlo, hay trabajos que se desligan de la obligación de descubrir, reconocer o describir un universo llamado “estético” y prefieren determinar, tratando de lograrlo, estructuras que sostienen los textos, no los conceptos que guiarían el alcance de los textos, y significaciones que no serían las socorridas e inmediatamente visibles. f) Existe un grupo de trabajos que deslindan entre el escritor y el hombre, sobre todo el hombre político: mientras rescatan con verdadero entusiasmo o con sobriedad sus méritos de escritor, atacan o bien dejan en la sombra la muy discutible bondad de sus perfiles humanos y políticos. g) Como no podía ser de otro modo, hay escritos que no se ocupan de sus méritos de escritor e intentan, por el contrario, demostrar que el contenido ideológico de sus escritos es perverso, acorde con la perversidad que no vacila en exhibir en el plano político. h) Correlativamente, no pueden faltar ni faltan trabajos que atacan directamente el significado político de sus declaraciones y de sus actitudes y adhesiones vinculándolo o no con sus obras.

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i) No necesariamente como contraparte de la crítica que lo critica de una u otra manera, tal vez espontáneamente, hay escritos que describen su filosofía evidente y la glorifican, la encuentran verdadera o bien la hallan nefasta porque se identifica con sus fuentes, es idealista, berkeleyano, etcétera... En todo este esforzado corpus (varios decenios), acaso porque Borges está vivo y no se priva, cuando tiene ganas de desvirtuar lo que laboriosamente se ha dicho sobre él, hay algo de pasional y de contingente, por lo tanto de corregible, como si no se avanzara mucho en la delimitación –no digo el esclarecimiento– del enigma. ¿Es un enigma para críticos? ¿No lo habremos inventado entre todos como enigma? Aun cuando fuera así, esto es ya un hecho que no se puede eliminar y que no se puede, por el momento, resolver. ¿Cuáles serán sus términos? Me está pareciendo que en lo fundamental el enigma consiste en que un escritor de un país de segunda, que escribe en un idioma no competitivo, haya logrado trascender y convertirse en punto de referencia, en mito, en vaca sagrada a escala mundial, dándonos la vertiginosa ilusión de que es posible para todos, como si, milagrosa, enigmáticamente, hubiera podido derrotar una masa de determinaciones que nos han programado, en América Latina, para otra cosa, localismo, folklore, costumbrismo, vanguardismo a la violeta, autoelogio, camarillas, burocracias, espectadores del enceguecedor espectáculo de la literatura mundial, no actores. 12) ¿Qué pasaría, me pregunto, si Borges estuviera de nuestro lado? Ensueño diurno, ilusión: es difícil que esté de nuestro lado; no sólo porque circula de acuerdo con parámetros diversos sino por sus características personales que le impedirían ver como buena una causa como la nuestra, a saber una unidad mayor entre palabra y vida, entre literatura y cultura, entre cultura y política. Quizás gente como nosotros ni siquiera se acerca a su propia causa pero, en todo caso, la incorpora, así como la dificultad, a sus ansiedades cotidianas. Borges, creo, no podría entender esta vaguedad: por un lado la distribución social no parece ofrecerle conflictos aunque admita que podría ser perfectible; por otro lado, la utopía se ubica para él, invariablemente, en el terreno de lo fantástico, no en el de la toma de partido respecto de lo actual. Sobre esa diferencia, mal podríamos imaginarnos que estuviera de nuestro lado. Sin embargo, a pesar de ello, las cosas no están concluidas y algo suyo, lo reconozco, tiene que ver con nosotros: por de pronto está presente en toda nuestra vida adulta. En mi caso, casi treinta años, los mismos que, por otro lado, ocupa Perón en mi vida; ambos me tomaron como espacio, ambos me significaron en mi imposibilidad de vencer lo que proponían y por lo

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cual entre ellos podían discrepar. Digo, por eso, que Borges tiene que ver pero qué tiene que ver. Hay una respuesta: la literatura, el amor a la literatura, la posibilidad de una dedicación rica, de un sacerdocio que resuena en cada uno de los que nos sentimos involucrados por su existencia como una esperanza y una provocación, un desafío, a ver si la palabra, que se construye sobre una separación, del objeto que designa nos devuelve a la vida. Él, por lo tanto, no tiene problemas conmigo, yo sí con él; es su ventaja, es mi limitación. Por eso él no trata de entenderse, por eso trato de entenderlo a él; trabajo inútil mientras viva. Después, cuando no pueda replicar, tal vez logremos reducirlo, domarlo y hacerlo entrar en razón y, acaso, podamos descifrar nuestra propia posición, como ocurrió, tal vez, con Perón, aunque no del todo todavía. 13) Especialmente en los Estados Unidos pero también en otros países, Francia, España, México, Borges es tema para tesis universitarias; ignoro si su predominio es absoluto en relación con otras figuras de la literatura, sólo sé que su presencia en ese plano es innegable. Ignoro, también, si el mismo fenómeno se da en la Argentina: ¿existirá en Argentina una vida académica que permita trabajar académicamente, aun sobre Borges? Algunos de esos trabajos atraviesan el proceloso mar de la indiferencia y se hacen conocer; no hay que creer que todos, por otra parte, descansan sobre las ventajas que ofrece un autor consagrado que, por añadidura, tiene el atractivo de una exquisita dificultad, ampliamente celebrada; se puede pensar, al contrario, que lo que motiva a muchos de ellos es una fascinación que se puede comprender más allá de la devota tarea de la “investigación en literatura latinoamericana”. Insisto: si se trata de fascinación es muy probable que emane del hecho principal de una dicción que, pese a su extremada estructuración, introduce a “otro” plano o, más aún, a una pluralidad de planos que se extienden ante un lector irresistiblemente; experiencia de cada instante, basta abrir un volumen y detener la vista en cualquier parte. Algo se levanta de esas frases que tiene materia, carnalidad y, pese a todo lo que se pueda pensar a priori, no hay forma de escapar a un cierto embrujo. Ahora bien, a pesar de esa experiencia original, dichas tesis se ponen, luego, a hablar de otra cosa, no de ese plano “otro” ni de lo que se “levanta”. Se registra una especie de adulteración, porque el punto de partida debería llevar a otro sitio, que afecta tanto a enfoques de izquierda como de derecha; dicha adulteración, que se justifica a sí misma permaneciendo en “lo dicho”, renuncia a explicar y no logra, en el caso de los enfoques de izquierda, neutralizar efectos presuntamente perniciosos que se querían combatir. Momento de confusión siguiendo el cual el

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significante –que abrió el proceso del interés que nos dignifica desde el momento en que nos permitimos introducirnos en una complejidad sin humillarnos, al contrario, en el pleno ejercicio, de una percepción funcionante y viva– se empieza a borrar y deja paso a una actitud de esclavizamiento al significado equívoco fundamental y decisivo: si el “valor”, o sea lo que desencadena, fue percibido mediante una inscripción de un “cómo escribe”, a cuya acción le reconocemos tal amplitud como para declarar que es el momento inicial, en lo concreto empieza a manifestarse, en sustitución de un deseable rigor, una atención cada vez mayor al “qué escribe”, lo que prueba hasta qué punto todavía no logramos ver lo que nos mueve, aunque sentimos que algo nos mueve, hasta qué punto admitimos una dificultad que puede ser la del proceso de producción misma que resulta invariable y fatigosamente tapado por lo producido, al menos en cuanto se dibuja en el horizonte una cierta voluntad de organización de la percepción inicial. En esta reducción –y quizás haga falta mucho tiempo para que una práctica del significante sea no sólo legítima sino instrumental y éticamente posible–, el “cómo” pasa a ser la “forma”, el “estilo”, la “estructura” y, por lo tanto, deviene lo secundario o subordinado, cuando en verdad es el objeto mismo a considerar, entronizado desde su materialidad en nuestra propia materialidad. 14) Borges cubre con su presencia el segmento más importante de la literatura argentina. El más importante: porque son sesenta años pero, sobre todo, porque se trata del período en el que el concepto de una literatura moderna, de país moderno, se establece problemáticamente. No es, ciertamente, que esos sesenta años hayan dado las “obras más importantes” ni que constituyan una unidad cronológica similar a la del 80, por ejemplo, y por ello comparable: son varias unidades cronológicas, diversas travesías, infinitos conflictos, realizaciones inesperadas tanto en el dominio literario como en el social. Ante todo, el momento en el que, parece, hay que salir del costumbrismo y proponer una palabra más madura, más vinculada al sentimiento de sí que puede tener un país y una ciudad. Luego, la irrupción de una posibilidad teórica de vanguardia que se opone, se mezcla y se integra con una idea de politización de la literatura de plural registro, politización por la representación, por la pertenencia, por la asunción de un lenguaje, por la ideología de la escritura, etc. Más tarde, la depresión social y el difundido escepticismo acerca de una literatura nacional, europeísmo, reconcentramiento, refinamiento, mística, desgarramiento realista, etc. Posteriormente, la irrupción peronista, y populista en literatura, reconcentramiento de otro tipo, activo, crisis de poder durante la cual se gesta una literatura que ya puede cuestionar; o, al menos, esa “gestión” prevé muchas

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instancias para la literatura, como que se van previendo muchas instancias para lo que podría llegar a ser el país mismo ¿Existencialismo después? ¿Marxismo después? Se vislumbra la posibilidad de que la literatura sea un sistema de objetos en circulación, no sólo en preparación. Quiero decir: si previamente la “vida literaria” era el conflicto de los escritores, entre los escritores, como difundido conflicto de autoafirmación, ahora tal vez exista ya un público al que hay que darle cosas, el público empieza a formar parte del fenómeno. Pasada esta euforia, el retorno peronista y la dictadura militar que lo sucede, pero que también lo precedió, establece una modulación más precisa casi mecánica: el conflicto social predomina y la literatura, de alguna manera, entra en la sombra, no sólo por búsqueda a lo mejor poco fértil de maneras o de salidas sino porque algunos de los caminos que se preparaban son cegados, existe algo que se llama la “represión” y que no podría ignorarse en los efectos de la escritura, aún en la de los que están satisfechos con la represión; la literatura, por otra parte, entra en la sombra porque, como nunca, lo que importa es el poder, la conservación del poder, que constituido mediante expresiones de franqueza brutal nunca vista (desapariciones, muertes, torturas, prisión), restringe horizontes, obliga a un repliegue, seguramente momentáneo, de la imaginación. Pues bien, Borges atraviesa todos estos momentos indemne y de alguna manera expresa algunos; su obra es, en ciertos momentos –el de la década del 20 al 30, el de la década 70 al 80– un objeto que la sociología podría considerar no en el sentido de que “dice lo que pasa” sino en el sentido, más amplio, de que satisface expectativas que se relacionan con la estructura profunda de la marcha de la sociedad; seguramente las satisface por caminos recónditos e indirectos, pero las satisface tan concretamente como que, en el período actual es el alfa y el omega de la literatura argentina. Todo parece, para quienes tienen una vocación historicista, empezar y terminar en él y, para los que no la tienen, sólo terminar en él; caminos recónditos, ciertamente, porque, en lo aparente, parecería que textos como el Carriego poco tienen que ver con una cultura todavía provinciana o de escasa capacidad para formular sus propias premisas y, para los últimos tiempos, textos como “Elogio de la sombra” parecen tener poco que ver con una cultura que parece haber perdido una capacidad para enfrentarse con sus propias encrucijadas. O tendrán que ver, habría que ver aunque, claro, internarse en esas relaciones implica una responsabilidad previa, a saber, determinar la estructura o las necesidades o las pulsiones de la cultura y, homológicamente, por qué la obra de Borges se les correspondería. Terreno movedizo, más apto para resbalones del análisis que para explicaciones sensatas.

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No obstante, hay algunos hechos que sí se podrían consignar: el primero, que si bien Borges cubre actualmente el horizonte literario argentino, en realidad ha logrado, se ha logrado, tapar la literatura argentina de modo tal que él es, aparentemente, lo único que existe y correlativamente, lo que cubre es una inexistencia que, en lo más vocinglero, se disimula mediante actos tendientes a la glorificación, ampliamente obtenida, de Borges. Esto no quiere decir que no “haya nadie más”; quiere decir, por un lado, que mientras Borges sigue vital, casi todos sus competidores languidecen. Por el otro, que los nuevos escritores tienen escasas posibilidades de dar curso a su imaginación y de establecer nuevas vinculaciones de sentido, tan atendibles como podía pensarse o verificarse antes de la sistematización represiva. Quiere decir, también, que muchos han desaparecido y otros están en el exilio, lo que si por un lado no garantiza una nueva eficacia, como es notorio, por el otro implica recomienzos, reconsideraciones, distanciamientos y acercamientos. El segundo hecho es que Borges es vivido y presentado casi como una emanación de la dictadura militar, casi como el “intelectual orgánico” de la dictadura militar, como quien legitima, con el sentido que tiene, el sentido que tiene la dictadura militar. Desde luego, no es una emanación, precede esta situación. Tampoco es un servidor de la dictadura, de pronto reencuentra su viejo anarquismo original, el de su padre, y discrepa. Tampoco se ha preocupado por proporcionarle a la dictadura un fundamento ideológico o intelectual. Tampoco, igualmente, asume un discurso político que podría ayudar a filiarlo como “partidario”, “militante” o “sectario” de esa masa ideológica que designamos, para simplificar, como “dictadura”. “Es presentado como” y él, muchísimas veces en estos años, ni ha rechazado esta manipulación, ni ha razonado sobre ella, ni ha puesto distancia y, más bien, ha ido puntuando mediante declaraciones, chistes o lo que sea, una suerte de “apoyo” que termina por constituir una legitimación a la cual no podríamos acusar de involuntaria. 15) Insistamos sobre esta cuestión: ¿por qué si ciertos elementos de su obra permiten pensarlo, Borges, que también lo debe haber pensado, no ha querido todavía poner distancia respecto de la dictadura militar?3 No le estoy pidiendo que encabece una oposición con un sentido semejante al que podría parecerme necesario y adecuado a mí; sólo estoy sugiriendo que no se explica que no haya renunciado al “apoyo” que indudablemente le brindó cuando algo de su obra, aunque sea el efecto que produce, podía 3. [N. de E.] En La vibración del presente, agrega la siguiente nota: “Vale la pena insistir en que este trabajo ha sido escrito hacia 1980. Y no sólo como reconocimiento a los cambios del propio Borges, sino en relación con mi propia manera de ver las cosas, acaso por ciclos cortos”.

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insinuarle que esa renuncia era posible. A menos, y volvemos en círculo, que nos engañemos y que su obra, por lo que ella es y que nosotros no hemos determinado todavía, establezca un puente con la dictadura o sea una de sus prefiguraciones. No creo demasiado en ello: Borges no es, a pesar de sus opiniones, un Maurras ni un D’Annunzio; por eso nos complica, por eso no se entiende. Habrá, resignadamente, que volver a separar y, dejando la obra al costado, en su totalidad (y en la sombra algunos de sus rasgos, entre paréntesis), admitir que tiene un pensamiento político que tomó desde hace años una dirección diferente a la de sus textos tanto en su conformación como en sus efectos. Podría ser; podría ser que la dictadura de los militares le devolvió el entusiasmo infantil por las “dianas” y los heroísmos o, mejor, que le restituyó un sentimiento de seguridad cuyo monstruo podría haber sido el peronismo; todo eso importa, en la medida en que hay responsabilidades, silencios, complicidades, pero de alguna manera sigue ofreciendo puntos oscuros. A nadie se le ocurre que sea Borges un “cómplice” del aparato represivo y mucho menos un corresponsable de sus terribles resultados; en cambio, es más cierto que la irradiación creciente de su prestigio, en la medida en que no se le opone, ha podido ser utilizada por la dictadura militar. Desde luego, hay siempre en este tipo de utilización algo de espúreamente transferencial: el gran nombre, si no me discute me avala y, por lo tanto, algo del sentido que tiene –con lo que le ha costado construirlo– pasa a ser mi propio sentido; instalada para hacer “otra cosa” del país mediante métodos y proyectos concebidos en la sombra de los cuarteles o en los despachos de los financistas, de pronto, mediante la “colaboración” o la “pasividad” de hombres como Borges, es como si los métodos y los proyectos tuvieran otro origen, otra raíz y, por lo tanto, una profundidad mayor. En la medida, claro, que un gran escritor es vivido todavía como un concentrador y un condensador de sentidos, más allá de lo que las otras estructuras de la sociedad pueden decir de mí mismo. Operación “validación” de la dictadura es al mismo tiempo una suerte para ella, como lo fue para la dictadura del 30 contar con Lugones, aunque, por cierto, la vocación de ayuda de Lugones no tenía ni resquebrajaduras ni humor, ni contradicciones ni reivindicaciones contradictorias. Es una suerte como lo fue para el roquismo contar con la aquiescencia de José Hernández o para el peronismo con la buena voluntad de Leopoldo Marechal: ¿había en la obra de Marechal algo que lo precipitara en brazos del peronismo?4 Al 4. [N. del A.] En mi olvidable artículo de 1955 sobre Adán Buenosayres (Contorno 5/6), me parecía que sí; luego, las relaciones entre el idealismo de Marechal y la ‘doctrina’ peronista se me aparecieron más complicadas y, al menos, no sirviéndose recíprocamente”.

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menos se admitirá que la cuestión es ardua del mismo modo que se admitirá que la dictadura saca un beneficio, y casi ni siquiera ella directamente, sino a través de la nube de autoconformismo que una utilización de esta envergadura suscita. Las dictaduras, los gobiernos fuertes, buscan siempre legitimación a través de los “valores” que caracterizan una sociedad: si Fritz Lang no le hubiera dicho que no a Goebbels el nazismo lo habría capitalizado ¿Qué vio Goebbels en la obra de Lang como para invitarlo a colaborar a pesar de que era judío? De este modo, la dictadura saca partido de la existencia de Borges; como Borges cubre un área pareciera que la dictadura puede envanecerse de su propia pretensión de cubrir otras; Borges, a su vez saca partido del partido que de él saca la dictadura: se lo ayuda a convertirse en mito, se lo sostiene con una energía nunca vista, conoce, gracias a ello, una especie de coronación que tal vez poco o nada tiene que ver con lo que ocurre –realmente o muy probablemente– en sus textos; lo cual, eso que ocurre en sus textos, debería entenderse en el sentido de un proceso, antes que en el de una vocación de consagración. Tal vez las cosas no pasen de este nivel, tal vez se pueda esperar desarrollos y análisis más amplios que disipen un enfoque como el mío, hecho de idas y vueltas, de vaivenes y de temores a reducir, a mecanizar, a empobrecer. 16) ¿Por qué, nuevamente, eso ha sido posible? Veamos las cosas por otro lado, más semióticamente, recomencemos: lo importante es, como ya –creo– lo dije, el “cómo” y no el “qué” de su escritura. A pesar de esta opinión casi todos, de manera predominante al menos, se quedan en el “qué”, acaso porque todavía no es fácil pensar la “producción” y todo induce a valorar el “producto” en el cual la sustancia, su “qué”, se sigue imponiendo. Si esto es así, no habrá inconveniente en reconocer que el ámbito del “qué” de Borges se presenta como restringido, lo que también lo hace para algunos fascinante, lo contrario de Balzac por un lado, la energía de una constancia, la fidelidad, a un universo que parece tanto más consistente cuanto más reducido, el fantasma ideológico, finalmente, de la especialización, sinónimo, en nuestro mundo, de seriedad. Dicho de otro modo, Borges habla siempre de las mismas cosas, de pocas cosas, lo que por otra parte crea la ilusión de “comprenderlo” en esa eliminación de un “cómo” infinitamente más perturbador por cuanto está ligado a la fantasía de “no entender”, de ser desbordado. Parece un hecho ya indiscutible; que esas pocas cosas a las que siempre se refiere se valorizan y dan la impresión de multiplicarse por el “cómo” que, en esta instancia, sería la condición de una variabilidad, es decir de una novedad y una sutilización; pocas cosas pero siempre nuevas,

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siempre originales; no hay dos tigres iguales aunque casi siempre, en la ficción, todos los tigres son el mismo tigre, todos los poetas, Homero. Empiezo a creer que esa relación entre un “qué” predominante en la incapacidad de los otros y un “cómo” que alimenta, al no ser percibido en su acción fundamental, la fantasía que proporciona el “qué”, sostiene un tipo de lectura de “interpretación” muy inmediata, de “simbolismo” que necesita de traducciones. Es fácil, en consecuencia, que nuestras interpretaciones, como es natural, impongan algo así como nuestros “contenidos”, que cada frase sea vivida –sostenida por la compulsión cultural que nos “obliga” a atribuir toda significancia, real o posible, a cada frase de Borges– como eminentemente significativa para cada cual. Borges vendría a cumplir, de este modo, una función de depósito de lo que ponemos en él, supone –y por eso nos obligamos a darle entrada en nosotros– una fantástica confirmación del pedacito nuestro que hemos puesto en él o estamos poniendo en él. Lo extraordinario es que no haya casi rebeldía; es más, parece generalizarse que todos exaltamos a Borges de buen grado precisamente porque no podemos abandonarnos a nosotros mismos, no podemos renunciar a lo que somos en él. ¿Será esta mecánica inherente tan sólo a Borges? ¿No será éste un principio de interpretación de un fenómeno más vasto? Sea como fuere, desde esta carga de múltiples pedazos nuestros, brota la figura “importante”, “invencible”, “invicta”, como gustaría decir él mismo; y si esta figura, en la que ponemos todo, no se retira de un “apoyo” político surge un movimiento de decepción en algunos, de traición incluso, como que la parte nuestra que lo constituye queda entregada al enemigo que clausura y atenta contra todo lo demás que nos constituye. Para otros, claro, mediante el mismo mecanismo se produce una confirmación satisfactoria: un pedacito identificado, rellenante, de Borges, restituye una totalidad dictatorial. Por esta razón, tal vez, todavía izquierdas y derechas se pueden disputar a su respecto. Lo que daría una idea, al menos, de lo que significa, de lo que conmueve y de lo que compromete.

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Exilio y literatura1 Por Juan José Saer La tendencia a considerar nuestra experiencia individual y presente como única puede hacernos olvidar que en la Argentina el exilio de los hombres de letras, más que la resultante esporádica de un conflicto de personas aisladas con su circunstancia histórica, es casi una tradición. Toda la literatura argentina del siglo XIX ha sido escrita por exiliados. Los ejemplos clásicos de Sarmiento y Hernández van más allá de la caracterización biográfica para pasar a la categoría de modelos o arquetipos. Sus exilios individuales son más bien un síntoma de las constantes estructurales de nuestra sociedad que mostrarían que, en Argentina, la situación del escritor, y en general la del intelectual, es incierta y problemática. El simple análisis político, que podría en numerosos casos aportar una respuesta superficial, no basta para explicar esta situación, a menos que la noción misma de lo político sea suficientemente ampliada y enriquecida para abarcar las diferentes formas que toma el exilio. El exilio político de tipo coyuntural no es exclusivo de los escritores; que un escritor sea desterrado de su propio país porque no corresponde a las consignas ideológicas de los que gobiernan es un hecho que no refleja más que un aspecto del problema y que, cuanto más, hace solidario al escritor con los otros sectores de la sociedad que sufren la misma suerte. En un caso semejante, el exilio es la consecuencia de un enfrentamiento ideológico, un aspecto del conflicto que opone permanentemente a los diferentes sectores sociales. Para una estimación correcta de las relaciones específicas entre exilio y literatura, es preciso que la praxis misma de la literatura se vuelva problemática, sin que se oponga necesariamente y de manera explícita, en sus posiciones ideológicas inmediatas, al poder político, que mediante el exilio, la conspiración del silencio, la represión, decide que sea inexistente. De este modo es más instructivo conocer la situación real del escritor y el estatuto de la literatura en una fase permisiva o relativamente permisiva del desarrollo de una sociedad para estudiar la estructura profunda de esta sociedad, que el destino personal de algunos escritores en los períodos en que la crispación de las contradicciones sociales refuerza los mecanismos represivos del poder político. 1. [N. de E.] Artículo publicado también en Para una literatura sin atributos, Santa Fe, Imprenta de la Universidad Nacional del Litoral, 1988, pp. 23-26. En esta edición se agrega una nota introductoria que dice: “Publicado en la revista francesa ‘Temps Modernes’, Nº 420-421, de julio-agosto de 1981, en una traducción de Laurence Guéguen”.

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Puede decirse que la situación conflictiva del escritor es un elemento permanente de nuestra sociedad y que el exilio político no es sino una forma circunstancial que toma ese conflicto. Ciertos hechos que parecieran contradecir esta afirmación, como las alabanzas permanentes y desmesuradas que la cultura oficial tributa a la obra de Borges, cuando se los examina en detalle no hacen más que confirmarla. Borges se convierte en un escritor oficial no por la singularidad de su obra, sino al contrario por la interpretación abusiva que el poder político hace de su liberalismo al hacerlo coincidir con sus abstracciones totalitarias (lo que históricamente, en un sentido más vasto, es coherente en la medida en que, en el siglo XX, el liberalismo desemboca directamente en el fascismo). Lo que se anexa de Borges son sus declaraciones políticas relativas al peronismo, al socialismo, al ejército, etcétera, al mismo tiempo que se considera su obra como un objeto cerrado, inabordable, casi sagrado. Toda crítica a esta obra es asimilada al terrorismo. Para el gobierno (representado en este caso por los mass media) el corpus borgeano está fuera de discusión, como la derogación de la Ley de Asociaciones Profesionales o la existencia del ejército. Como en su realidad textual la obra de Borges rechaza un dogmatismo semejante, puede considerársela como una obra ocupada en el sentido militar del término. Este hecho que salta a los ojos debería destruir cualquier ilusión sobre un eventual acuerdo, en Argentina, entre una praxis responsable del oficio de escritor y la cultura oficial. Los más grandes escritores argentinos son exiliados, aun si jamás salieron de su lugar natal. Suponiendo que sus personas civiles no hayan sufrido persecuciones o inhibición, bastaría con ver el destino de sus obras para comprender hasta qué punto el conflicto entre praxis artística y poder político es irreductible. Toda la literatura viviente de la Argentina de este siglo es letra muerta para la cultura oficial. Se puede decir que al menos desde 1950, los mass media instalaron en el lugar de la escritura el reino del estereotipo, del arte de segunda mano, de la tautología oficial, de la fraseología hueca que repite con servilidad calculada la simplificación de los verdugos y de los mercaderes. Todo ese ruido tiene por objeto acallar el rumor de toda creación auténtica, por el contrario, como la poesía de Dylan Thomas para Stephen Spender, de risas contenidas y de anuncios del fin del mundo. Ese confinamiento al cual está reducida nuestra literatura no pesa solamente sobre los escritores que se oponen a las arbitrariedades más escandalosas del poder político, sino también sobre todos aquellos cuya visión del hombre y del mundo no coincide con la ideología del Estado que se manifiesta en una serie de valores presentados como indiscutibles y

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eternos, como postulados o conceptos empíricos, tales como el optimismo, la mesura, el realismo, la predestinación, la representatividad, la tradición, la claridad y muchas cosas más todavía. Encarnizados en convencernos y sobre todo en convencerse a sí mismos, las cotorras del oficialismo quieren hacer callar no solamente a esas voces que los contradicen abiertamente, sino también a muchas otras que, sin siquiera dignarse a polemizar contra sus pretensiones insostenibles, presentan una imagen del mundo en la que, por debajo del optimismo ansioso y pragmático del Estado, aparecen también, igual que en la tortuga y la serpiente entrelazadas del simbolismo taoísta, “el norte, la noche y los abismos del yin”. Cuando Juan L. Ortiz atribuye a todas las criaturas, así sean las más humildes, una dignidad cósmica, o cuando Macedonio Fernández concibe la realidad del mundo objetivo como problemática, los fundamentos mismos del poder totalitario y de clase son cuestionados. Desde este punto de vista, el exilio político aparece como un caso sin duda extremo en una situación generalizada. Para poder escapar a su carácter accidental, debe ser relacionado con la estructura real de la sociedad argentina, y yo diría incluso, de cualquier sociedad. Si, como lo afirma Leibniz, lo contingente es aquello cuya esencia no presupone su propia existencia, deberíamos arrancar al exilio de su contingencia, es decir de su coyuntura y su inmediatez histórica, para poder condenar de manera más justa y exacta a la sociedad que lo produce. Lejos de rebajarlo le damos así una dignidad mayor y una significación universal. Admitiendo que sea una forma suplementaria, pero no la única y, aunque espectacular, no más terrible que otras formas de exilio como el aislamiento, la oscuridad, el silencio, la cárcel, o la miseria, el sentimiento de su propia irrealidad o de la propia inutilidad, la imposibilidad de actuar a pesar de la presencia física en el seno de su propia comunidad, el exilio político se inscribe en el gran anonimato de la historia de donde provienen, en esta era de abstracción, las únicas voces humanas. Que en cierto modo los escritores, por el hecho de serlo, sufran menos que otros las consecuencias del exilio, es probado por el hecho de que a menudo el exilio es voluntario y que, en general, aun si se trata de un exilio forzado, continúan escribiendo. No está mal que así sea. La dificultad de su situación deja de ser, a los ojos del mundo, una adversidad personal para transformarse en clave o emblema de una praxis que se vuelve, en nuestro siglo, cada vez más problemática. El exilio de los escritores nos muestra, sin duda, lo arbitrario del Estado, pero también, y sobre todo, lo que debería ser y aún lo que es, en el mejor de los casos, un escritor.

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Miseria de la cultura argentina Por Martin Eisen1 La estrategia del espejo Una revista publicada en Buenos Aires, Pájaro de fuego, acostumbra reproducir en sus tapas el tema cultural oficial del mes. Dócil, reproduce el ícono del mensaje del gobierno, sea la Feria del Libro, el Mundial de Fútbol, el monumento al Quijote2 o las apoteosis literarias que han suscitado el beneplácito militar. En un país donde la cultura ha sido campo de combate y sus agentes han sido reprimidos, Pájaro de fuego es la condensación de una serie de consignas oficiales. Optimista, conformista, pacata y patriotera, la cultura propuesta a los argentinos por el régimen suele encontrar allí sus héroes, sus anécdotas edificantes, sus kermeses. ¿Cómo impone su sistema ideológico la Dictadura? Conocemos el aspecto escalofriante del ejercicio de la fuerza: no hubo allí arbitrariedad, más bien un ensañamiento ejemplarizador y sistemático. Pero el otro aspecto, el de la imposición de su programa sobre las conciencias, no es menos violento, ni menos orgánico. La sociedad civil ha sido eliminada por el Estado, en un movimiento de sustitución que –típico de los regímenes autoritarios– tiende a proponer a la ideología de Estado como espejo de las instituciones públicas y privadas.3 La experiencia de estos últimos años lo demuestra una vez más. No existe esfera de la vida social donde la ideología de Estado no haya querido imponer su consigna: los argentinos han sido instruidos sobre el valor de la familia y de la patria, se les recuerda permanentemente sobre sus cualidades occidentales y su orgullosa independencia ante los

1. [N. de E.] Pseudónimo de Beatriz Sarlo. 2. [N. del A.] La Feria del Libro se realiza anualmente en Buenos Aires; la de 1980, que tuvo lugar en abril, fue la sexta. Organizada en un principio por la Sociedad de Escritores, ésta pasó a compartir, desde 1977, las responsabilidades con organismos de Estado. Tiene el beneplácito del gobierno, la visitan sus autoridades y los libros que en ella se venden son sometidos previamente a un proceso de filtrado. Es visitada por millares de personas y algunos stands de librerías, editoriales y distribuidoras han ofrecido material de economía, sociología, historia o política con éxito considerable. El monumento al Quijote, obra del escultor español Aurelio Teno, desconocido en Argentina, ha tenido la virtud de producir el rechazo unánime de artistas, críticos y habitantes de Buenos Aires, en una de cuyas avenidas fue colocado [En el manuscrito original, en como] como homenaje al cuarto centenario de la fundación de la ciudad. 3. [N. de E.] En el manuscrito original, agrega: “Parece inevitable recurrir a una tautología de aspecto casi trivial: las dictaduras se conducen (y conducen) dictatorialmente”.

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grandes del mundo4, se les proporciona modelos de gobernantes, científicos, deportistas, banqueros5, estudiantes, padres. El mensaje de la cultura e ideología de Estado es un discurso incesante que aspira a ligar, con su cemento, todos los poros y las grietas de la sociedad. El régimen impulsa al mimetismo, a la reproducción crónica de su discurso en la sociedad civil. Con la sensibilidad característica de las dictaduras ante la diferencia, el gobierno infiltra todas las zonas de disputa posibles y, en un atiborramiento craneal incesante, desea ocupar todos los lugares, institucionales y no institucionales. La trama de nexos entre sociedad civil y Estado tiende a cerrarse, liquidando las zonas de disenso. La dictadura tiene su ideal: la simbiosis. Y por lo tanto…6 Y sin embargo, ciertas áreas defienden aún su orgullosa autonomía. Historias de persistencia que, más que ejemplos, son excepciones. Como 1a huelga de Luz y Fuerza, el paro ferroviario, las luchas salariales que estallan aquí y allá, como las Madres de Plaza de Mayo, también en el campo de 1a cultura argentina persiste la voluntad de no rendirse. En 1976, después de 1a ofensiva, el desbande y la derrota, poco podía hacerse. Entonces, sólo el miedo y la represión entablaban el único diálogo posible. Pero en los cuatro años que pasaron desde entonces, la voluntad democrática, el coraje civil, la tozudez se han movilizado para abrir algunas brechas. Unas pocas editoriales intrépidas han continuado difundiendo esos clásicos del pensamiento moderno que, de acuerdo con una de las doctrinas militares que disputó por el poder en la cúpula, habían sido, por lo menos en parte, culpables del “desborde7 argentino”. 4. [N. del A.] El gobierno militar ha atravesado un período de difíciles relaciones políticas con Estados Unidos, a raíz de la campaña por los derechos humanos y la política de la administración Carter al respecto. Esta situación fue reivindicada en la propaganda interna como defensa nacionalista de los intereses y libre determinación argentina. Igualmente, las razones económicas que llevaron a que el gobierno no adhiriera al boicot, solicitado por Estados Unidos, a la venta de cereales a la Unión Soviética, constituyeron un episodio más de estas “relaciones complicadas”. La verdad de la economía dicta sus leyes: hoy, el 40% de las exportaciones de granos argentinos va a la Unión Soviética. Conocidas son, por lo demás, las [En el manuscrito original: [ ] ocasiones en que la Unión Soviética y sus aliados han votado a favor de la Argentina (en contra de su condena por la cuestión de los derechos humanos) en los foros internacionales. 5. [N. del A.] La verdad de la moral del régimen (y en consecuencia de las figuras que propone) puede leerse en los últimos escándalos financieros: las quiebras del BID y la responsabilidad criminal de varias figuras que parecían la realización, en lo económico, de la política del régimen: Piñeiro Pacheco (íntimo del equipo económico), Oddone, Trozzo, Mariano Grondona. 6. [N. de E.] En el manuscrito: “E pur…”. 7. [N. de E.] En el manuscrito original: “desborde”.

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Núcleos intelectuales, hoy todavía dispersos, jóvenes en su mayoría, vuelven a abrir cauces de comunicación semipública, vías underground, para afirmar nuevamente el derecho a la libre discusión, a la circulación sin trabas de las ideas, al disenso. El gesto de repugnancia ante la uniformidad oficial se esboza incluso en declaraciones que llegan a la prensa y, en especial, en las revistas independientes, esporádicas, pobres, pero que vuelven a ocupar un lugar en los kioscos del centro: rock, poesía, crítica literaria, feminismo, ecología, todos los rostros heterogéneos de lo que el régimen desea negar o reprimir. En 1976 aquellos intelectuales, que por su prestigio o su respetabilidad hubieran podido hablar, quedaron callados, aprobaron o produjeron declaraciones impúdicas sobre la caballerosidad de los militares o la necesidad de su intervención para detener el “desborde populista”. Pero hubo algunas excepciones: Ernesto Sábato se ha condolido con los muertos y desaparecidos y ha denunciado la censura, el revanchismo, la campaña chauvinista desatada contra Chile, desde un principio. Hoy, a mediados del 80, algunos más lo han seguido. Pluralismo y control de Estado El programa de la cúpula militar se propone una modificación profunda de la sociedad argentina8. Al mismo tiempo, los sectores agrupados alrededor de Videla y de su probable sucesor, el general Viola, han proclamado su adhesión (formal) al pluralismo ideológico y las libertades clásicas. En su disputa por la hegemonía con los sectores “duros”,9 procuraron ganar voceros que, desde el campo intelectual, legitimaran la dictadura presente en nombre de las libertades futuras. Y no sólo el partido comunista10 sino también algunos tránsfugas de la izquierda creyeron posible aconsejar a la dictadura sobre los caminos y métodos, aprestándose a ocupar los espacios que, hipotéticamente, el gobierno iría abriendo poco a poco. Mientras tanto, en el campo de la cultura, la ideología de Estado deglutía toda diferencia: radio, televisión, revistas ilustradas de alto 8. [N. del A.] Es muy posible que el país que dejen Videla y Martínez de Hoz al retirarse en marzo de 1981 tenga una estructura económica modificada en profundidad, en la que se han introducido cambios difícilmente reversibles [En el manuscrito original: fuera del marco de una victoria popular] fuera del marco de una victoria popular. La ley de Asociaciones Profesionales, excepto que sea derrotada por la acción política y gremial, es también un capítulo nuevo para la organización sindical argentina, con todo lo que eso significa. Desde hace más de 40 años, nunca el sector [En el manuscrito original: de los terratenientes ] de los terratenientes y de la gran burguesía monopolista había aferrado el poder de manera tan firme y continuada. 9. [N. de E.] En el manuscrito original: “liberales”. 10. [N. de E.] En el manuscrito original: “el partido comunista presovietico”.

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tiraje, traducen fielmente cada uno de los pliegues de la política militar. Una observación incluso superficial revela el rasgo más relevante de esta política: la duplicación de la ideología de Estado por parte de los grandes medios de comunicación. Bien se sabe que en ellos la censura opera con una presión directamente proporcional al tamaño de sus audiencias. De todos modos, no deja de sorprender la sumisión con que los agentes de los medios masivos difunden los argumentos ideológico-políticos de la dictadura. Valga un ejemplo: a fines de 1979 (cuando todavía se mantenía en reserva la perspectiva de resolución del conflicto con Chile) un director de cine declaraba en conferencia de prensa que la película que acababa de terminar se atenía fielmente a las tesis geopolíticas de las Fuerzas Armadas. Si bien no es previsible que una película pueda filmarse en contra de esas tesis, lo significativo es la naturalidad, el va de suyo, con que se acepta la dirección omnímoda del Estado respecto de los particulares. Esta dirección ensaña su control sobre la información. El diario La Prensa 11 aclaraba, en los comienzos del régimen, que la agencia oficial de noticias 12 Télam sugiere a los diarios, por medio de un servicio de cables que virtualmente monopoliza la información interna, los temas de sus comentarios políticos, las claves de la interpretación de los trascendidos. Así se explicaría la unanimidad que caracteriza habitualmente los comentarios políticos de diarios por lo demás bastante diferentes, como La Nación y Clarín. Esta y otras prácticas escandalosas son costumbre de los encargados de prensa oficiales. Según desliza La Nación al comentar la presencia de los académicos de Derecho en el Ministerio del Interior, se le entregó a los periodistas, en hojas sin membrete oficial, el conjunto de preguntas que se sugería plantear a los visitantes del general Harguindeguy.13 Y, recientemente, el ministro de educación de la provincia de Santa Fe prohibió el acceso a las escuelas de su jurisdicción a un periodista radial, acusándolo de que no las visitaba para difundir lo bueno, sino para subrayar deficiencias y fallas. El meollo de su argumentación era: “Usted no dejaría entrar a su casa a alguien que va a hablar mal de su familia. Igualmente…”. 11. [N. del A.] Vocero de un sector muy subordinado de las clases dominantes, especialmente aliado con el imperialismo norteamericano y profesante de los principios liberales en su versión de derecha, La Prensa publicó en repetidas oportunidades numerosas denuncias sobre muertos y desaparecidos y solicitadas rechazadas por los otros diarios. 12. [N. de E.] En el manuscrito original: “la agencia oficial de noticias”. 13. [N. del A.] La Nación, 23 de abril de 1980.

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Banalizar es la consigna El discurso cotidiano de los medios tiene a la despolitización como uno de sus objetivos. Sus estrategias son universales y también lo son algunos de sus bien conocidos recursos retóricos: a) imágenes confusas para la lectura no son explicadas en relación con su referente, sino que el texto oral o escrito que las acompaña tematiza la connotación, el mensaje ideológico (por ejemplo: desfilan decenas de musulmanes iraníes, con sus barbas y turbantes, el locutor induce: “Miren esas caras de odio, esos puños que piden sangre, esa juventud movida por el resentimiento”). b) El efecto “como usted”: en la radio, anunciando la muerte de Jean-Paul Sartre, el periodista recurre a una forma degradada del argumento ad hominem: “Dígame, a usted, señor, señora ¿le interesó Sartre alguna vez? ¿Enriqueció en algo su vida? ¿Le aportó algo?… No, y entonces…”. c) El mecanismo de las metáforas: el país es como una casa, el gobierno un jefe de familia; ejes de una larga serie de publicidad oficial, el mito que hace posible la comparación es, significativamente, uno de los núcleos de la ideología dictatorial: la familia. La sumisión frente al programa de trivialización de los grandes medios fue impuesta por dos armas: el terror y la autocensura. En la etapa inicial, los periodistas aprendieron que, quien sacara los pies del plato, lo menos que podía perder era su trabajo, pero que también podía perder la vida. El caso del director de la revista Confirmado, Carlos Agulla, asesinado en 1978, le suscitaba la siguiente reflexión a un periodista: “Agulla se encontró con algo grande, un tema –económico, en mi opinión– que se puso a investigar, y por seguir el hilo de lo que había encontrado está visto lo que le sucedió”. Por su parte, los diarios que, como el Buenos Aires Herald, no aceptaron las explicaciones oficiales sobre muertos y desaparecidos, fueron un blanco directo de amenazas: su director, Robert Cox, se vio obligado a emigrar para preservar la integridad de su familia. Hoy, su nuevo director, James Nielson, vive bajo la presión constante de anónimos, visitas policiales nocturnas, extrañas “equivocaciones”. Censura y autocensura La autocensura es el agente subjetivo de la censura, cuya eficacia máxima proviene de no fijar el radio, el medio ni el espacio de sus operaciones. Es decir: que nada sea seguro, que no esté fijado claramente el límite adonde se puede llegar. Todo el mundo sabe, claro está, que hay listas de temas prohibidos en los grandes medios de comunicación, que

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también hay listas de nombres prohibidos e, incluso, repertorios de palabras impronunciables. Pero lo indeterminado de la censura es su dispositivo más temible: la variabilidad enfrenta a los sumisos o aterrorizados agentes de los medios ante la opción de que, aun disciplinados, pueden equivocarse. La autocensura impone, entonces, sus límites fantasmales, sistemáticamente más acá de la zona crítica. Y si toda censura banaliza, la banalidad se agrega como un suplemento a la regla general de la ideología de los medios. La presión descomunal de este sistema de control y autocontrol se reveló en julio de 1980, con un episodio significativo. Un conjunto de periodistas mujeres se entrevistó con el ministro del Interior, general Harguindeguy. Figuraban entre los presentes, las conductoras de programas de actualidad en televisión que se manifestaron durante estos años como los portavoces más fieles e indiferenciados de la ideología del régimen: servilmente, se habían plegado a la histeria chauvinista que, antes y durante el mundial de fútbol, enfrentó a la Argentina con el resto del mundo en el momento culminante de la campaña por los derechos humanos; luego en ocasión del conflicto con Chile, habían azuzado a “nuestros muchachos” en la posible guerra. Pero, pese a su sensibilidad ante los humores oficiales, las asistentes a la reunión malentendieron su sentido: creyeron que se las llamaba para exponer sus opiniones y no para recibir una nueva batería de mensajes ideológico-políticos de parte del ministro en persona. En un momento, el diálogo comenzó a agitarse y Harguindeguy debió escuchar, según la grabación que se difundió después, cosas de este tenor: “No estamos diciendo la verdad porque tenemos miedo”. ”Todos los argentinos estamos en un gran colegio pupilo. Somos todos alumnos de un colegio pupilo, con profesores que nos dicen lo que debemos hacer”. “Yo creo que no sólo no se permite decir, sino que se obliga a decir”. Podrían hacerse varias conjeturas políticas sobre las causas de que un episodio así se produzca y se difunda hoy14. De todas maneras, su emergencia prueba el grado en que, durante estos años, se tramaron la ideología de Estado, el mensaje de los medios, y cómo los mitos de la dictadura militar encontraron a los agentes públicos de una ideología antipopular (pero con temas populistas), antidemocrática y, en términos generales, antimoderna. Cultores de los grandes mitos dictatoriales: la familia, el deporte, las cualidades 14. [N. del A.] La atmósfera creada en torno a la sucesión presidencial de Videla por Viola, las conversaciones que este último mantiene con políticos, economistas, gremialistas, sociólogos, etc., crean expectativas que pueden desembocar en episodios como el que comentamos, recogido por todos los diarios (La Nación, 9 de julio de 1980) y algunas radios. Es casi obvio agregar que debe existir una media palabra de autorización al respecto.

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nacionales y la patria, en este orden, agentes de la proscripción o la banalización de lo político, incluso el equipo adicto al régimen en los medios resiente (cuando cree llegado el momento oportuno) la fuerza aplastante de un aparato de Estado que lo controla todo. ¿Jugar en las fisuras? Propuesto el discurso del régimen, los medios de la prensa escrita15 que aspiran a una imagen más independiente, que tienen diferencias profundas con algunos aspectos de su política o que cortejan a un público más intelectual, oscilan entre reflejar ese discurso o jugar, en el espacio virtual de las disputas en el interior de la cúpula militar, detectando las fisuras y, adhiriéndose a una de las líneas en pugna, para enunciar16 al mismo tiempo la adhesión y la crítica. El movimiento es clásico en el diario vocero del desarrollismo, Clarín, teorizado y practicado a fondo en La Opinión y se reproduce en los sucesivos órganos legales del partido comunista.17 Los pasos son, esquematizando, los siguientes: si el gobierno realmente desea, como bien lo anunció el presidente, o el ministro del Interior, o el comandante en jefe, la reconstrucción de una Argentina independiente y moderna (por ejemplo) no puede mantener una política económica que, en los hechos, desautoriza los ideales de la Junta Militar. Los riesgos de este juego pueden también ser grandes, dado que no siempre la resolución de las contradicciones de la cúpula militar se produce en la dirección favorable al periodista, cuyo equilibrio peligroso entre lo que el régimen afirma y lo que debería en consecuencia hacer, puede sucumbir por un golpe de la desgracia: tal el caso de Timerman y La Opinión, diario que había iniciado y coronado con éxito la campaña golpista contra el gobierno peronista, pero que, llegado el momento de cobrar los dividendos, comprueba que un sector de la cúpula no olvida ni perdona sus anteriores simpatías con el lanussismo y la izquierda. Así, el espacio de estas voces de opinión es reducido. En primer lugar, porque la prensa debe asumir y trasmitir sin alteraciones mayores el grueso del discurso de la Dictadura (política exterior en relación a Chile, su política ante la izquierda y el peronismo, los derechos humanos). En segundo lugar, porque el ritual que acompaña la 15. [N. de E.] En el manuscrito original: “los medios de la prensa escrita.” 16. [N. de E.] En el manuscrito original: “para enunciar.” 17. [N. de E.] En el manuscrito original: “del partido comunista presovietico.”

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expresión, en los grandes diarios, de otra voz que no sea la del régimen sobre cuestiones decisivas suele ser, precisamente, un eco de la voz del régimen. La cantidad de excepciones irá aumentando en la medida en que el “diálogo” con los partidos políticos imponga ciertas reglas formales al estilo brutal de los militares. Para decir que sería bueno que en la Argentina se volviera a la democracia, se debe decir que “hoy no existen las mínimas condiciones políticas para retornar a la democracia”. Un discurso donde un enunciado niega o atenúa los precedentes, y donde el diálogo entre enunciados es un juego para entendidos: a saber, cómo leer los deslizamientos, las denegaciones, lo que no está dicho, cómo borrar lo que se dice sólo para poder decir lo otro, el reclamo, la opinión, la diferencia con el poder. Discursos degradados como éste son producto de cuatro años de homogeneización ideológica: “Fuenteovejuna… o el Inconsciente Colectivo lideraron la lucha antiguerrillera, protagonizaron el mundial de fútbol, encabezaron a las Fuerzas Armadas que se prepararon a morir frente a Chile”.18 La proscripción de la política hace que, por lo demás, la política expulsada del espacio propio, continúe circulando en otros espacios. Hay temas sobre los que se ha pactado la imposibilidad de disentir. Pero se reclama entonces por la censura cinematográfica, por la crisis de la industria editorial, por la trivialidad de la televisión, por el resorte que libera la obsesión de la autocensura. No son cuestiones poco significativas, ni puede decirse que por ellas no pase también un momento de la resistencia al sometimiento de las conciencias. El problema consiste en dilucidar hasta qué punto la adhesión a los temas básicos del discurso del régimen (condena del populismo, el marxismo y el peronismo como utopías caóticas o sangrientas) no liquida la posibilidad de que se abra un espacio público de discusión efectiva del mecanismo de censura y proscripción. Porque en la ideología militar, la proscripción del peronismo y las izquierdas (y no sólo de la guerrilla) forma sistema con el despotismo puesto de manifiesto por sus funcionarios, pese a las profesiones de fe en el pluralismo.

18. [N. del A.] Ambas citas pertenecen a comentarios políticos firmados por el periodista Rodolfo Pandolfi en Vigencia, número 35, año 3, marzo de 1980, pp. 12 y 20.

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Apoteosis de lo privado19 La ideología de la dictadura despliega todo un repertorio de temas y motivos que se articulan alrededor de un eje: la “vida privada”. Habiendo sido el ciudadano brutalmente echado de la vida pública, el gobierno le ofrece a los argentinos un modelo de identificación centrado alrededor del esfuerzo individual, con la familia como desiderátum. El resultado de este esfuerzo gigantesco de despolitización de la sociedad argentina se refleja en la miseria y la banalidad de la cultura oficial.20 19. En el manuscrito original, agrega los siguientes párrafos: “Tiempo y esfuerzo para una apoteosis Dos apoteosis y una consagración puntuaron el movimiento de la dictadura en el campo cultural: las de Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges y Luis Federico Leloir, respectivamente. La muerte de nuestra primera académica de Letras, Victoria Ocampo, la campaña por el premio Nobel para Borges, premio que, curiosamente, perdía por desarrollar su propia campaña justificatoria de la intervención violenta de los ejércitos en las sociedades argentina y chilena, y, por fin, el aprovechamiento de los réditos morales del premio Nobel en biología, Leloir, personaje opaco, que los medios masivos zarandearon sin medida. “Tiempo y esfuerzo: el país los necesita”, recitaba el locutor de la publicidad oficial. Esto fue un leitmotiv porque reunía varios de los temas ideológicos preferidos por la dictadura. Luis Federico Leloir protagonizó uno de esos cortos publicitarios: se veía al sabio en su laboratorio (la austeridad de una silla de paja, de los muebles pobres) y luego fotos de su infancia y adolescencia (signos de clase alta: atildamiento y tranquilidad). En off, el locutor repetía el slogan, que condensa una serie de tópicos: apresurarse es peligroso y estéril, los grandes argentinos son discretos y poco espectaculares, todo depende del mérito y el esfuerzo individuales, los grandes argentinos son solidarios primero con sus propios destinos y sólo de ese modo lograron acoplarse al destino de la patria. Estas apoteosis culturales consiguieron lograron rivalizar con las deportivas. Paradójicamente, la popularidad de Borges entró en contradicción, a menudo con su propio discurso (a mí me conocen mucho pero no me leen; antes, vender libros no era [ ] desconfiaba de los libros que se vendían, passim) Las revistas ilustradas de gran tiraje lo repitieron en tapas y reportajes, lo siguieron en sus viajes por el mundo e interpretaron (correctamente) las razones por las que se nos había ofendido, negándole, hasta el momento, el premio Nobel. Extraliteraria en muchos aspectos, la consagración nacional de Borges tiene que ver con sus posiciones políticas, aunque no se explica sólo por ellas. Habría que preguntarse por qué, el tipo de intelectual que propone resulta aceptable a la dictadura, ya que no es una imagen moralizante ni, mucho menos, cultiva esa pacatería sistemática que caracteriza a la cultura de Estado. Borges combina las declaraciones políticas sobre la “hora de la espada” con el agnosticismo religioso y la distancia escéptica frente a las cuestiones morales. Pese a ello, un gobierno despojado casi enteramente de figuras culturales, debió aceptar, con cierto alivio, el apoyo o la neutralidad del ilustre anciano”. 20. En el manuscrito original, agrega: “La miseria y la trivialidad de la cultura oficial encuentran su imagen en quien ocupa el cargo de secretario nacional de Cultura, el doctor Julio César Gancedo. Hasta su nombramiento, el público lo conocía como charlista del canal 7 de televisión de Buenos Aires, donde combinaba el “efecto de cultura” producto de una pasión violenta por las etimologías más salvajes, con los motivos tradicionales del conformismo: la panoplia beata de los héroes nacionales, donde conviven en la paz de la consagración escolar Roca y Mitre, Urquiza y Sarmiento; la encubierta xenofobia que, asegurando que no se rechaza lo extranjero, afirma que los argentinos podemos crear nuestro propios valores. Gancedo es, sorprendentemente, el primer secretario de Cultura que ha declarado que el presupuesto de su repartición, [ ] si se lo administra con parsimonia, es suficiente. Pero también es uno de los pocos liberales de derecha que reviste en las filas del Ministerio de Educación de la Nación, un baluarte del catolicismo preconciliar”.

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Un episodio pintoresco, cuyo eje fue la educación sexual en la escuela, protagonizado por el ministro de Educación Llerena Amadeo, unifica dos rasgos de la ideología ministerial que combinan bien con las tendencias de la ideología de Estado.21 La familia como mito y el sexo como tabú: “En este delicado tema el principal rol corresponde a los padres. Son ellos los que deben tratar este tema con sus hijos. Los padres por ser tales, en materia de educación tienen lo que se denomina gracia de Estado que les permite orientar eficazmente a sus hijos”22. Destacamos con la bastardilla la extraña incrustación del lenguaje religioso en las instituciones de una sociedad que parecía haber concluido su proceso de secularización: algo más que debe incluirse en el balance de la dictadura. Pero las declaraciones del ministro, junto con su moral arcaizante nos muestran otra cara de la ideología autoritaria: es la familia la que tuvo un papel en la derrota de la guerrilla y el caos populista. Esto, que no es una comprobación sino una consigna, busca resaltar la importancia de la esfera privada y desplazar hacia ese espacio el conjunto de las actividades sociales, incitando a la autoridad paterna a convertirse en vicario del poder de Estado, poder de control, poder de policía. ¿Familia o patria? ¿Ciencia o moral? Otro ejemplo: hace algunos meses, una propaganda televisiva oficial, recordaba a los argentinos lo que habían ganado con el gobierno surgido del golpe de Estado, se les explicaba para qué tenían ahora libertad. La enumeración incluía a la familia como tópico fundamental: para tener una familia, para reunirse con ella, para progresar en ella, etc. etc.23 Pero este mito de la ideología dictatorial, cuyo objetivo es el desplazamiento de los problemas sociales hacia lo privado, entra en tensión (no permanente, claro está) con algunos fines de su propia política. Antes de que comenzaran las ruedas de “diálogo político” en el ministerio del Interior, en marzo de 1980, La Nación comentó una encuesta que habría sido evaluada por los asesores del ministro Harguindeguy. El tema de la encuesta era el grado de 21. [N. del A.] La ideología ministerial y la del sector videlista difieren y de esta diferencia se han alimentado todos los conflictos suscitados en torno a la política educativa. El ministerio de Educación, en virtud de acuerdos políticos, ha sido entregado, no sin conflictos, a la derecha católica. Cuando Videla quiso nombrar a un representante del liberalismo –el ingeniero Constantini– como rector de la Universidad de Buenos Aires, estos sectores, aliados en ese momento con la línea más antiliberal de la cúpula militar, reaccionaron con violencia. El presidente debió retroceder y pedir la renuncia a su rector. 22. [N. del A.] La Nación, 13 y 15 de julio de 1980. 23. [N. del A.] Es odiosa la docilidad de la retórica publicitaria privada frente a esta tópica oficial: vinos, leches, jabones, autos y veraneos se venden con el tema de “mi familia”.

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interés político de los argentinos; se ignoraba cómo había sido elaborada y de qué modo habían sido establecidas las muestras. De todas formas, el escepticismo frente a la política (puede leerse también: la política de la dictadura) y el desinterés por las propuestas sobre este eje, predominaban. Parece difícil combinar a la familia como mito nacional con una elevada aspiración hacia la esfera pública. Partícipe24 de estas preocupaciones, la escuela ha intentado sin éxito la implantación de una nueva asignatura “Formación Moral y Cívica” en el ciclo secundario. La bibliografía sugerida por los asesores ministeriales incluía todo el elenco del pensamiento premoderno, con su acento fuertemente colocado sobre los pensadores católicos. Reaccionaron las instituciones judías y en éste como en otros proyectos del Ministerio de Educación, las propuestas finales resultaron de un compromiso entre el liberalismo y los grupos católicos hegemónicos. Este tradicionalismo tuvo su hora menos gloriosa en el curso de 1978, cuando el ministro de Educación de la provincia de Córdoba encabezó la campaña contra la enseñanza de la matemática moderna en las escuelas primarias. El punto fuerte de su argumentación era que la matemática moderna enseñaba a pensar a los niños en términos de convenciones, de unidades y relaciones inmotivadas. Bien veía el ministro filósofo que el convencionalismo fue un ariete esgrimido por la modernidad contra las verdades reveladas. La campaña por la matemática moderna y el derecho a la ciencia tomó dimensiones nacionales: La Nación comprometió toda su fuerza, permitiéndole este episodio asestar un puntazo a la tendencia tradicionalista que, en las negociaciones por el reparto del poder, ha logrado el área educativa. Ésta, junto con la política económica, son el punto álgido de los debates de las diferentes fracciones, dentro y fuera del bloque en el poder. Después de la campaña contra la matemática moderna, algunos colegios de la Capital, por presiones indirectas, sugerencias, trascendidos, discusiones dirigidas en los departamentos de enseñanza, difundieron que la gramática estructural pertenecía a la misma clase de teorías convencionalistas y, por lo tanto, antimorales. Las decisiones suelen quedar en manos del profesor, que vive desgarrado por la tensión constante de que existan autores no sólo prohibidos, como Cortázar, sino también autores que es “mejor no dar”, como José Hernández, y libros que es “conveniente no recomendar” (como los del Centro Editor de América Latina).25 24. [N. de E.] En el manuscrito original: “Partícipe en parte de estas preocupaciones”. 25. [N. del A.] Recientemente, por circular llegada a los colegios secundarios de Buenos Aires, se prohíbe a los profesores usar o recomendar las publicaciones de esa editorial, en especial Capítulo, historia de la literatura argentina.

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En este ámbito, según los deseos de la tradición política argentina, el Ministerio de Educación negocia con los sectores más conservadores de la Iglesia: Llerena Amadeo, ministro durante los últimos años de Videla, militaba en la corriente más extremista del integrismo católico. El ministro actual, el Ingeniero Burundarena, nombrado por Viola, es también de la derecha católica, pero defiende posiciones menos “ultramontanas”. Esto refleja la necesidad para el poder militar de esbozar una política de educación que no riña en todos los puntos, como lo hizo hasta marzo, con el liberalismo conservador (representado por los diarios La Prensa y el Buenos Aires Herald) y con el partido Radical. Habiendo dado este giro moderado pero significativo, marcado por el reemplazo de Llerena Amadeo por Burundarena, podemos prever una política cultural menos arcaizante y menos retrógrada. En cuanto al resto, fuera de la proscripción del marxismo y del populismo en la enseñanza universitaria (decisión irrevocable por el momento), no debemos descartar la posibilidad de una relajación en los controles más brutales que se han ejercido hasta ahora en la universidad. Esto significa fundamentalmente: que en el marco de acuerdo propuesto por Viola a los partidos burgueses, se podría incluir una discusión a propósito de sectores que serían los más “permisivos” en el ámbito de la cultura, estando ésta ya reglamentada en sus principios fundamentales por la legislación antisubversiva y las leyes sobre educación y universidades. ¡Mueran los políticos! La proscripción de lo político está explícitamente inscripta en la nueva ley universitaria. Su promulgación provocó una rara unanimidad crítica. La libertad de conciencia había sido ya profundamente afectada no sólo en lo que respecta a convicciones políticas sino también a la libertad de credo, un derecho promulgado enfáticamente por la Constitución.26 Pero la nueva ley universitaria, sobre la que la cúpula militar discutió largamente y hubo de acordar compromisos dado que recién en el quinto año27 de gobierno se aprueba el proyecto. Esta ley legitimiza la vigilancia ideológico-política, ejercida por un tribunal que la ley no designa, sobre el cuerpo de profesores y autoridades de la universidad. Para empezar, una de las tres cualidades requeridas para ser docente universitario es: “Identificación con los valores de la Nación y con los principios fundamentales 26.[N. del A.] Grupos místico-religiosos como el Hare Krishna han sido perseguidos y luego prohibidos en Argentina. Los fieles de la confesión Testigos de Jehová han acudido repetidamente a la Justicia para que ésta se expida sobre resoluciones de autoridades escolares que expulsan a sus hijos de las escuelas, porque éstos se niegan a cantar el himno nacional o saludar a la bandera. 27. [N. de E.] En el manuscrito original: “cuarto quinto año”.

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consagrados por la Constitución Nacional” (art. 19, inc. c). Ni la ley ni su fundamentación aclaran qué significa identificación, es decir hasta qué punto la crítica y la identificación son compatibles28, o en qué momento la crítica comienza a ser anti-identificatoria. Tampoco se especifica cuáles son los valores de la Nación: si son los de la Nación propiamente dicha, su Estado o su gobierno. La ambigüedad, típica de las sopas jurídicas de las dictaduras, es sólo formal: se trata, por supuesto, de un instrumento de discriminación y, por eso mismo, debe formularse en los términos más amplios que sea posible. La ley reglamenta la libertad académica con dos cláusulas de la misma factura. Está prohibido a los profesores difundir o adherir a “concepciones políticas totalitarias o subversivas” (art. 21, inc. e) y “deben identificarse con los valores de la Nación”. Pero si la libertad de ideas, inherente a la vida universitaria, es regulada como se ha visto más arriba, la libertad política queda absolutamente proscripta: se prohíbe en la universidad “toda actitud que signifique propaganda, adoctrinamiento, proselitismo o agitación de carácter político-partidario o gremial” (art. 4). Asimismo el Rector, Vicerrector, los Decanos y Secretarios de Departamento tienen prohibido el ejercicio de esos cargos junto con responsabilidades políticas o gremiales. Toda dictadura encuentra sus juristas. El servilismo ante el poder militar indica, entre otras causas, la profunda fusión que se ha venido produciendo entre las instituciones de la sociedad civil y el Estado. Un ejemplo de los “inmortales” miembros de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales,29 que visitaron al ministro del Interior, general Harguindeguy. Estos juristas, entre ellos ex miembros de la Corte Suprema, último bastión constitucional del ciudadano ante el poder según la Constitución, coincidieron en “dar su conformidad con todo lo actuado por las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión”. Para la Dictadura, éste es el acuerdo básico a partir del cual se puede discutir si es preciso o no reformar la Constitución, cómo deberá ser la participación militar en futuros gobiernos civiles o incluso si el sufragio conviene que sea universal o calificado. Pero los efectos de este pacto básico, en el campo ideológico y cultural, son la legitimación del autoritarismo, y la vigencia ilimitada de las razones de Estado en el enfrentamiento con su enemigo: el pueblo.

28. [N. de E.] En el manuscrito original: “posibles compatibles”. 29. [N. del A.] Estos nombres deben quedar escritos: Alberto Padilla, Segundo Linares Quintana, Juan Francisco Linares, Federico Videla Escalada y Marco Aurelio Risolía. Sus declaraciones fueron recogidas por La Nación, el 23 de abril de 1980.

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El cine que se vende por migajas1 Por Rodolfo Kuhn En 1897, una cámara de marca Gaumont manejada por el fotógrafo francés Eugenio Py, imprimía los primeros 17 metros de cine argentino. El cortometraje se llamaba La bandera argentina. El hecho sugiere algunos comentarios. Un señor de la “élite europea” de la época, al servicio de capitales totalmente dependientes de los equipos, las maquinarias y los materiales vírgenes extranjeros, filmaba La bandera argentina. La pobre bandera argentina fue, históricamente, sucesivamente hija putativa de la inglesa y de la norteamericana. De que esta relación de dependencia no se rompiera se han encargado siempre obsesivamente la burguesía terrateniente (u oligárquica), la incipiente burguesía industrial –invariablemente servil a los intereses transnacionales–, y obedientes y eficaces guardianes de estos patrones: las Fuerzas Armadas Argentinas. Estas fuerzas armadas, que son actualmente el gobierno (al igual que en otras ocasiones de la historia de Argentina), hacen siempre uso de la tan maltratada bandera blanca y celeste como “símbolo nacional”(?) y la ponen al servicio de lo transnacional, calificando de “ideologías foráneas” todo aquello que sea progresista o verdaderamente nacional. Cada vez que, en nuestra historia, se reprimía a los “movimientos nacionales”, tratese de caudillos en el siglo XIX, del yrigoyenismo en 1930 o del peronismo en 1955 y 1976, se agitaba –pero flameaba casi con vergüenza– la misma bandera presente en los dieciséis metros de film rodados por el señor Eugene Py. Como hablamos de yrigoyenismo y de peronismo, hace falta hacer distinciones. Estos son movimientos populistas, cuya verdadera identidad es objeto de grandes polémicas en el seno de la izquierda. ¿Se trata de movimientos nacionales dotados de posibilidades revolucionarias, o al menos progresistas? Una cosa al menos es indiscutible: los procesos liderados por aquellos que, en el poder, han reemplazado a estos movimientos han estado 1. [N. de E.] Artículo publicado también en Crisis, Buenos Aires, Nº 2, marzo de 1987, pp. 65-68. Fue publicado con la siguiente introducción: “En diciembre de 1981, Rodolfo Kuhn escribía desde su exilio en España una verdadera historia del cine argentino. La misma fue publicada en la revista Resumen de la actualidad argentina (Madrid, 14 de diciembre de 1981) y debido a su importancia y valor testimonial, es hoy reproducida por Crisis”.

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siempre marcados por la reacción, la represión, el “entreguismo”2. Está igualmente claro, tanto en el caso de Yrigoyen y en el de Perón, que antes de su caída, y para provocarla, las fuerzas oligárquicas y transnacionales habían podido infiltrarse en el seno de sus movimientos. El slogan implícito era casi siempre “los militares o el caos”. Pero este ensayo no busca ahondar en el yrigoyenismo o el peronismo. Nuestra intención no es hablar de política; hablaremos de cine y de política cinematográfica. Nos gustaría sin embargo, para comenzar, esbozar un concepto: la burguesía argentina juega siempre contra sí misma. Más precisamente, se vende por migajas. No posee la inteligencia con la que otras burguesías detentan su rol de “putas del sistema” para venderse caras. La nuestra no es capaz de tener éxito como una hábil callgirl de la cadena Sheraton. Ella recuerda más bien a las trotacalles de Pigalle. Veremos más adelante como esta imagen se aplica al cine argentino. Después de Eugenio Py, comenzó una etapa de cine de “imitaciones”. El primer film dramatizado toma un conflictivo episodio de nuestra historia. Se llama El fusilamiento de Dorrego y es de 1908. Dirigido por el italiano Mario Gallo, es una enfervorizada imitación de los films d’art y especialmente, del Asesinato del duque de Guisa. Si tomamos la famosa dicotomía planteada por Sarmiento en su libro Civilización y barbarie, llegaremos fácilmente a la conclusión de que nuestro cine casi siempre tuvo que ver con la “cultura oficial”. Por eso, si analizamos la literatura argentina, Mallea, Silvina Bullrich o Victoria Ocampo, han sido durante años más reconocidos que Roberto Arlt u Horacio Quiroga. El primer film con atisbos críticos que aparece es Nobleza gaucha de Martínez de la Pera y Gunche. Se acompaña a la película con textos del Martín Fierro de José Hernández. Según Octavio Getino, en su excelente trabajo Cine y dependencia, el Martín Fierro “es la respuesta literaria más contundente que había recibido hasta entonces el proyecto civilizado”. Nobleza gaucha fue un éxito notable. Costó 20 mil pesos y recaudó 600 mil para la película. Es interesante ver cómo el film obtuvo este suceso en pleno “fervor nacional”. Se estrenó antes del ascenso de Yrigoyen, ganador de las elecciones de 1916. 2. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “entreguismo” en castellano, con un paréntesis a continuación explicando: “attitude consistant à “brader le patrimoine national” / “actitud consistente en “liquidar el patrimonio nacional”.

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En 1973 ocurrió exactamente lo mismo. Antes del ascenso de Cámpora, y en otro período de fervor nacional, varias películas argentinas lograron éxitos notables. Tal vez el equivalente de Nobleza gaucha para esta época sea el Juan Moreira de Leonardo Favio, film desparejo y algo demagógico que cuenta la historia de un gaucho marginado, permitiendo así la identificación a un pueblo históricamente marginado de sus propias decisiones. Éstas siempre se tomaron en Londres, Washington u otras capitales de grandes potencias. No vamos a entrar a detallar aquí la historia del cine nacional de los años 30. Pero es necesario destacar algunas obras fundamentales de la época. En primer lugar, Prisioneros de la tierra (1939) de Mario Soffici, precursora de una temática latinoamericanista que podemos encontrar más tarde en otras películas brasileñas y mexicanas. En segundo lugar, algunas películas del “negro” Ferreyra, y Los muchachos de antes no usaban gomina de Romero, obras imperfectas pero de gran valor popular, con apuntes críticos y de afirmación de una identidad; la misma de tantos grandes poetas populares que enriquecieron el tango: Manzi, Discépolo, Castillo, etcétera. Entramos entonces en la época del “auge” del cine nacional, determinada en primer lugar por la Segunda Guerra Mundial. En este tiempo, Hollywood necesitó hacer muchas películas de propaganda bélica. Yanquis e ingleses buenísimos perseguían a japoneses y alemanes malísimos por las pantallas del mundo. Quedaba libre todo un amplio espectro de “films de amor” que comenzó a cubrir el cine argentino en el mercado latinoamericano. También lo hizo el cine mexicano. En general, los films argentinos eran más “internacionales”. Los realizadores solían tratar de reflejar ámbitos más sofisticados. En ninguna película faltaba el petit hotel amplio y fastuoso, con la gran escalera en el centro del salón principal, y el mucamo de frac que abría la puerta. Era la época del cine de “teléfonos blancos”, con libros basado en comedias europeas (por algún extraño motivo casi siempre húngaras) y adaptaciones subdesarrolladas de Ibsen y otros grandes de la literatura universal. Las películas no reflejaban cómo vivía la alta burguesía, sino cómo pensaban las clases más pobres que esa burguesía vivía. Por eso, el cine de la época era rechazado por “cursi” por las capas medias y altas. Bajo los brillantes caireles de las arañas de los decorados porteños nacieron “estrellas” ingenuas y púdicas, recatadas y angelicales como María Duval, las mellizas Legrand o Zully Moreno. Se lograba así imponer un argentine way of life, en base a la mistificación y a la mentira, creando “modelos” de arriba hacia abajo. Casi nunca (excepto en algunas obras del mencionado

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Soffici, Torres Ríos y más adelante alunas obras de Del Carril) había una expresión popular real. Ni siquiera un reflejo fiel de la clase media o de la burguesía: la manera de crear “modelos” (al igual que en la mayoría de las series norteamericanas de hoy), utilizaba latencias y aspiraciones de una inventada “forma de vida”, de una manera mistificada de trabajar, gozar del ocio, hacer el amor o entender la violencia. El cine siempre era una defensa a ultranza de la “institución”, llámese ésta Matrimonio, Iglesia, Policía, Ejército o Justicia. Era un cine maniqueísta, de “buenos” y de “malos”, con una moral donde estaban presentes un dios y una patria que castigaban a los que no se encuadraban en las pautas señaladas como “buenas”. Donde se pecaba debía haber redención. Las pautas eran señaladas por la Iglesia, por el Estado, y por organizaciones laterales: las ligas de padres y madres de familia, la Acción Católica, etcétera. Con los años, los mecanismos censores se fueron perfeccionando. Se agregaron funcionarios de los distintos servicios de inteligencia e información de las Fuerzas Armadas. Es curioso el análisis de la historia de la libertad de expresión cinematográfica argentina. Baste decir que en los últimos 50 años hubo sólo dos momentos en que esa libertad estuvo más o menos asegurada: en 1955 después de que fuera echado el peronismo, y en 1973 cuando volvió el peronismo.3 Argentina es un país que aún no ha logrado “elaborar” sus convulsiones históricas. Partisanos y detractores de Rosas siguen siendo enemigos acérrimos tras un siglo; ¡ni qué decir de peronistas y antiperonistas! La visión de este país plantea dicotomías, en cuyas estructuras la creación de síntesis liberadoras es aparentemente imposible, permite una deducción muy clara: muchas antinomias son manipuladas por los que mandan. Hoy en día el fenómeno es claro. Los militares buscan dividir a las grandes corrientes políticas, al peronismo y al radicalismo, atomizándolos. Se aprovechan precisamente del origen “movimentario” y no “ideológico” de dichas corrientes. En efecto, parecería que para asegurar su supervivencia los partidos políticos argentinos experimentan la necesidad de imitar a la Iglesia Católica: poseen “alas reaccionarias” y “alas progresistas” que garantizan su inclusión en “lo que podría ocurrir”. ¿Qué partido político en el mundo podría tener al mismo tiempo en sus filas a Balbín y Solari Yrigoyen, o a Cámpora y López Rega? 3. [N. de E.] En Crisis se agrega: “Señalo este fenómeno, porque demuestra que en Argentina las cosas suelen cristalizarse más por fenómenos reactivos, que por ideología”.

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Pero regresemos al cine argentino durante la Segunda Guerra Mundial. Nos encontramos con una industria cuyos capitalistas, con su mentalidad egoísta de “libre empresa”, no sueñan más que con la recuperación inmediata del dinero y desdeñan crear estructuras para el futuro. Se debería haber consolidado los circuitos y los mecanismos de distribución. Asi lo comprendió el Estado mexicano. Con un cine que, siendo más localista, disfrutaba de una menor aceptación al principio, crean Pel-mex, su empresa estatal para la distribución; pudo así mantener mercados de larga duración. El hecho de que actualmente los esté perdiendo puede ser atribuido a la falta de continuidad en la políticas cinematográficas, fruto de sempiternos retrocesos tras cada cambio de gobierno: lo que era bueno para Echeverría era malo para López Portillo, y así sucesivamente. En cuanto a la mentalidad del productor argentino de la época, Agustín Mahieu la retrata con precisión: Con una improvisación suicida, los patrones de la industria vendían sus filmes a precio fijo, de tal forma que las mayores ganancias provenientes de eventuales éxitos con el público quedaban en manos de los distribuidores. Los capitales invertidos obraban entonces a plazos limitados, con maduración corta. En ausencia de una planificación correcta de la producción, en ausencia de capitales apropiados y estables que se deberían haber constituido creando sus propios sistemas de distribución, los jefes de la industria se encontraban en la cima de numerosos intermediarios que absorbían la mayor parte de los beneficios obtenidos por las taquillas. En el marco de este mecanismo, los productores se volvieron poco a poco los títeres de sus intermediarios, que adelantaban muchas veces capitales para películas a realizar, obteniendo así condiciones más ventajosas.

Esta mentalidad se encuentra en toda la historia del cine argentino, desde Eugenio Py hasta nuestros días. No tiene por causa ni la estupidez de los productores, ni su ineptitud, ni el azar. Como veremos más adelante, los intereses antinacionales siempre han velado por los que obraron de tal suerte. Salvando ciertas honrosas excepciones, jamás hubo en Argentina productores, sino “almaceneros del cine”, fáciles de comprar.4 En la época del auge comercial del que estábamos hablando, surgieron varios estudios. Entre ellos, Argentina Sono Film. Esta empresa, fundada por Ángel Mentasti y manejada luego por su hijo Atilio, tuvo un rol fundamental en el desarrollo (o más bien en la 4. [N. de E.] En Crisis se omiten los últimos nueve párrafos.

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“involución”) del cine argentino. Durante muchos años logró mantener la hegemonía de la industria a través de una política hábil pero burdamente oportunista frente a los distintos cambios de gobierno, y además, a través de constantes “pactos” y oportunos dineros entregados bajo cuerda a funcionarios, jurados y capitostes sindicales de turno. Hoy en día, desde alrededor de 1975, Aries Cinematografía ha logrado arrebatar su rol hegemónico a Sono Film. La diferente situación del mercado con que se encuentra Aries, tanto en lo nacional como en lo internacional, hace que cambien las características de esta hegemonía. Por otra parte, mi ausencia de la Argentina precisamente desde 1976, hace que no esté en condiciones de profundizar aquí en las características de la hegemonía de Aries. Sí, en cambio, lo haré en las de Sono Film, porque de ella podemos extraer importantes conclusiones. En general, sabemos que en cine los crecimientos de las productoras suelen depender del buen funcionamiento de sus películas. Sono Film descubrió que no hacía falta que el público fuera al cine para embolsar dinero. También se dio cuenta de que reinvertir era mal negocio. Mentasti prefería invertir el dinero que le daba el cine en propiedades o caballos de carrera. Durante el primer gobierno peronista, los créditos del Banco Hipotecario (que luego no se devolvían gracias a alguna que otra maniobra venal) permitían al productor quedarse con el dinero antes incluso del estreno del film. Como el crédito solía ser mayor que el costo de realización, generalmente se tendía a priorizar los bajos costos en detrimento de la calidad.5 Después de 1955 (más concretamente después de la promulgación de la Ley de Cine en 1957), comenzaron a otorgarse grandes premios a la “calidad” en dinero. Poco tenían que ver con dicha calidad. Sono Film, jugosas “coimas” mediante, siempre se quedaba con el queso de estos premios con películas increíblemente malas, mientras que los buenos quedaban “afuera”, sobre todo si eran de productores independientes. Mentasti y su gente se preocuparon prolijamente de boicotear cualquier intento de inserción del cine argentino en los países líderes de Europa o en Estados Unidos. También se boicotearon los films independientes en los circuitos argentinos. Sólo toleraban la relación con el cine de la España franquista que, por otra parte, manejaban ellos. Con esto se lograba, por un lado, la preservación de un tipo de temática demagógico-localista y falsa, basada generalmente en cantantes mediocres de éxito o cómicos de baja 5. [N. de E.] En Crisis se agrega: “(el crédito solía ser mayor que el costo de realización, generalmente se tendía a priorizar los bajos costos en detrimento de la calidad)”.

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categoría. Por otro, se impedía a toda costa que el cine argentino, a través de obras más maduras, “levantara vuelo” industrial y comercialmente. Para reforzar esta política, la gente de Sono Film no vaciló nunca en mandar a algunos de sus múltiples obsecuentes a acusar de “comunista” a cualquier realizador que hiciera un film interesante para alertar a los represores ligados a las Fuerzas Armadas y “cortarles las alas”. Es decir que Argentina Sono Film –típica industria dependiente entroncada en la burguesía argentina–, tuvo en sus manos lograr que el cine argentino creciera y se expandiera por el mundo. Prefirió apuntalar lo contrario. ¿Por qué? Básicamente por algo que señalamos al principio: la burguesía argentina se vende por migajas. Por eso, Argentina es un país tan “fácil” para las multinacionales. La burguesía no tiene criterio de expansión nacional. ¿Cuáles eran las migajas para Sono Film? Era obvio que las empresas transnacionales (habitualmente conocidas como majors en la jerga cinematográfica) y las cadenas de exhibición (férrea comunión de intereses con las “majors”), no iban a tratar de impedir que se filmara. Hubiera sido una maniobra demasiado burda. Lo más inteligente era el control indirecto a través de una empresa como Argentina Sono Film. Esta les hacía de “colchón” regulando la industria. Las películas con temática “importante” debían venir del exterior. Argentina debía producir mistificaciones para un limitado consumo del mercado interno, que durante el correr de los años estuvieron corporizadas por las Mirtha Legrand, los Luis Sandrini, las Zully Moreno, los Palito Ortega, etcétera. Había varios realizadores para hacer este tipo de cine, pero el director “ideal” para el proyecto dependiente fue y sigue siendo Enrique Carreras, especialmente en el eclecticismo que lleva de la comedia banal y moralista con Palito Ortega, hasta el tema pretensioso y falsamente comprometido. Con este tipo de “cobertura” que aseguraba Sono Film, las transnacionales y las distribuidoras –teóricamente “independientes” pero generalmente “cautivas” de las cadenas de exhibición–, se aseguraban que el cine nacional no creciera. Las cadenas de exhibición, verdaderas terminales de la industria, lograban lo que querían sin tener que “ensuciarse las manos”. Dentro de esta estructura aparece en Argentina en 1960 una nueva generación de realizadores, dispuesta a desmitificar y a hacer un cine que por lo menos hablara en un lenguaje real e identificable para los argentinos. Este momento particular en que se da esta eclosión de nuevos elementos, del que yo formé parte, necesitaría un largo análisis y sobre todo una intensa autocrítica. Para ser bien sintético, creo que podemos

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decir que “nos mató la ingenuidad”. Creíamos que un nivel distinto de calidad, síntoma indiscutible de películas como Los inundados de Birri, Shunko y Alias Gardelito de Murúa, Prisioneros de una noche y Tres veces Ana de Kohon, La cifra impar de Antín, o mis películas Los jóvenes viejos y Pajarito Gómez, podía de por sí ayudarnos a seguir adelante. Creíamos que podíamos abrirnos camino haciendo cine y no política. El boicoteo a la difusión de nuestros films demostró lo contrario. El único director políticamente hábil, un poco anterior a nuestra generación, fue Leopoldo Torre Nilsson, que dio al cine argentino obras de fundamental importancia, como La casa del ángel, Fin de fiesta o La mano en la trampa. Pero Leopoldo simboliza lo contrario de la generación del 60. Por hacer más política que cine lo entramparon las reglas del juego tan particulares, y produjo obras tan oportunistas como El santo de la espada. Torre Nilsson es un claro ejemplo de un realizador devorado por la circunstancia de un país no sólo “dependiente” sino “servil”. A pesar de ello, de entre sus últimos films podemos rescatar algunas secuencias de Boquitas pintadas y de Piedra libre. Nilsson murió con la plena lucidez de las limitaciones que el medio puso en el camino de su propio desarrollo. Por motivos diferentes ni él ni nosotros, los integrantes de la generación del 60, supimos sobreponernos a esas limitaciones. Para completar este panorama de realizadores destacados de la época, debemos señalar también a Fernando Ayala. En 1958 realizó una película interesante: El jefe sobre el libro de David Viñas. Luego, poco a poco, fue acomodándose a pautas comerciales convencionales. Ayala y su socio Héctor Olivera son actualmente los dueños de Aries Cinematografía que homogeniza la industria en reemplazo de Sono Film. Lo curioso de este fenómeno es que Olivera dirigió en 1974 una de las películas fundamentales de la historia del cine argentino: La Patagonia rebelde sobre el libro de Osvaldo Bayer. Este film es la crítica más lúcida y virulenta a los militares argentinos que se haya rodado. Cómo Olivera, autor del film, ha pasado a liderar la industria en pleno gobierno militar, es un interrogante que muchos compañeros suelen plantearme en el exilio. Realmente, desconozco la respuesta. Después de la generación del 60, aplastada por Sono Film y sus adláteres (no citaremos realizadores pero no podemos dejar de mencionar a productores serviles como Carmelo Santiago y Nicolás Carreras, y funcionarios venales y obsecuentes como el Dr. Lezcano, Enrique Susini, Grossi, y más adelante, en tiempos de Onganía, Arsenio Martínez y Vasco); para que el cine no fuera a levantar un vuelo internacional que ellos no deseaban –porque no

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convenía a sus intereses–; hay algunos otros fenómenos a señalar. Por un lado la aparición, alrededor de 1969, de un grupo de realizadores que provenían del cine publicitario –Alberto Fischerman, Raúl de la Torre, Juan José Jusid, Néstor Paternostro, Juan José Stagnaro y Ricardo Becher– que realizaron algunos filmes de valores desparejos (Crónica de una señora, Mosaico, Los Players versus los Ángeles caídos, Tute Cabrero, etc) y volvieron a cometer exactamente los mismos errores de inserción de la generación del 60; todos fueron destruidos por la industria, siguiendo algunos de ellos con esfuerzos aislados y dispersos con desiguales resultados.6 Por otro lado, debemos señalar la irrupción de Leonardo Favio con dos películas muy interesantes: Crónica de un niño solo y El romance del Aniceto y la Francisca, los cuales fueron acogidos por un público más bien selectivo. Favio hizo una carrera muy particular. Como mencionamos antes, su Juan Moreira fue un descomunal éxito de público en medio del fervor popular de 1973. Luego hizo dos films lamentables. Por un lado, Nazareno Cruz y el lobo que alguien señaló como el súmmum de la “estética lopezreguista”7 y Soñar, soñar, de poca repercusión. A pesar de sus inserciones en la derecha peronista que puso a su servicio la máquina promocional más importante que tuvo un realizador argentino para Nazareno Cruz y el lobo, Favio también está “prohibido” en la Argentina. En todo este panorama nos falta hablar de algunos realizadores de la época de oro que siguen filmando. Sobre todo, de Lucas Demare y Luis Saslavsky. Demare es un caso particular de “adaptación al momento”. Después de gozar de los privilegios del primer gobierno peronista, apenas cayó éste, hizo el primer film antiperonista: Después del silencio (por cierto muy burdo). Las películas que más fama dieron a Demare son La guerra gaucha y Su mejor alumno. Ambas son apologías del “centralismo” y de las fuerzas más reaccionarias. Su mejor alumno es sólo comparable, en su monstruosa falsedad histórica, a Argentino hasta la muerte, film posterior de Ayala que plantea paraguayos malos y argentinos buenos en la siniestra Guerra de la Triple Alianza donde Argentina, Uruguay y Brasil anularon las posibilidades 6. [N. de E.] En Crisis se agrega: “Por un lado la aparición, alrededor de 1969, de un grupo de realizadores que provenían del cine publicitario –Alberto Fischerman, Raúl de la Torre, Juan José Jusid, Néstor Paternostro, Juan José Stagnaro y Ricardo Becher. Realizaron algunos filmes de valores desparejos (Crónica de una señora, Mosaico, Los Players versus los Ángeles caídos, Tute Cabrero, etc) y volvieron a cometer exactamente los mismos errores de inserción de la generación del 60; todos fueron destruidos por la industria, siguiendo algunos de ellos con esfuerzos aislados, y dispersos con desiguales resultados”. 7. [En LTM] López Rega: principal ministro de Isabelita Perón.

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de que Paraguay creara una estructura, que la hubiera podido liberar de la dominación inglesa. Demare tiene en cambio una película muy rescatable: Los isleros de 1951. Saslavsky, actualmente muy en decadencia, es el símbolo del realizador “fino” y aceptado por la alta burguesía; introdujo en el cine argentino, alrededor de 1945 un formalismo que no existía con films como La dama duende. Dejando atrás este flashback hacia estas dos figuras que debíamos mencionar, hablaremos ahora de un movimiento de gran importancia histórica en el cine argentino que surgió durante las dictaduras de Onganía, Levinsgton y Lanusse: el cine militante. Desde una óptica de izquierda peronista, Fernando Solanas y Octavio Getino producen casi clandestinamente La hora de los hornos. La película fue exhibida en circuitos alternativos sindicales, estudiantiles y barriales a más de 100 mil personas, y cumplió un rol muy importante. Por fin, fue estrenada “oficialmente” en salas comerciales durante el gobierno peronista. Pero cuando esto ocurrió, el peronismo estaba mostrando ya evidentes signos de descomposición y el fervor fue mucho menor que el que produjo Juan Moreira un tiempo antes. Solanas produjo Los hijos de Fierro (para muchos discutible por su apología a ultranza del peronismo), y tanto él como Getino cumplieron un verdadero papel de avanzada en la gestación de un cine liberado. A ellos debe agregarse en este camino el “tigre” Cedrón, trágicamente desaparecido en París en 1980. Filmó Operación masacre sobre el trabajo de Rodolfo Walsh, seguramente el intelectual mas lúcido de la época, asesinado por los militares. Si bien la obra de Walsh es muy superior a la película, ésta no está exenta de emoción. También existió un film muy interesante sobre el “Cordobazo”, filmado anónimamente por 10 realizadores, agrupados bajo el mote de “Realizadores de Mayo”. No podemos dejar de mencionar a Gerardo Vallejo con su El camino hacia la muerte del viejo Reales. Vallejo formaba parte del grupo “Cine Liberación” liderado por Getino y Solanas. En 1973, Octavio Getino se hizo cargo del Ente de Calificación Cinematográfica8. Con él, la política de la censura dio un viraje de 180 grados. Las ligas de madres y padres de familia fueron reemplazadas por profesionales del cine, de la Universidad, sociólogos, psicólogos, trabajadores sociales, etc. Se comenzaron a hacer “calificaciones públicas” frente a espectadores. La censura también debía ser patrimonio del pueblo. Se 8. [En LTM] Homólogo argentino de la Comisión de control.

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comenzaron a volver a ver en la Argentina películas que estaban totalmente prohibidas. Así por ejemplo, Estado de sitio de Costra Gravas, El Decamerón de Pasolini, Los demonios de Ken Russell, El último tango en París de Bertolucci, etcétera. Es de hacer notar que por haber autorizado el film de Bertolucci, el gobierno argentino solicitó en 1980 al gobierno peruano la extradición de Getino (exiliado en Perú). Felizmente, el gobierno peruano se negó a este disparate. Para completar el panorama del “cine militante”, debemos mencionar a Raymundo Gleyzer, “desaparecido” y aparentemente asesinado por el gobierno militar. Su película Los traidores, de desparejos valores cinematográficos, es una implacable crítica a la “burocracia sindical” desde una óptica de izquierda no peronista. Nos vamos acercando al desolador panorama actual, es decir, al cine desde 1976. Antes quisiéramos puntualizar que no fue casual que alrededor de 1973 y aun en 1974 el cine argentino produjera varios films destacados. Podemos mencionar entre otros La Patagonia rebelde y Juan Moreira, de los cuales ya hablamos; La tregua de Renán y, ya en la época de la “descomposición nacional” (1975), mi última película hecha en la Argentina: La hora de María y el pájaro de oro. Debemos señalar también que a través de los distintos organismos que constituían la “Cámara de la Industria Cinematográfica”, se logró redactar una ley de cine excelente que nunca llegó a implementarse. En ella trabajaron férreamente todos los sectores. A pesar de las acusaciones y delaciones de que “en la ley trabajan marxistas”, llevadas adelante por Sono Film y otras empresas a funcionarios y legisladores, la ley llegó a ser firmada por Isabel Perón, pero nunca fue puesta en vigor. Conozco bien los entretelones porque en esa época yo era presidente de la Sociedad de Directores Cinematográficos Argentinos. Trabajé intensamente en el proyecto, como también en la excelente Ley de Calificaciones generada por Getino. Vamos pues a la actualidad. Esta actualidad es seguramente equivalente a la que hubiera querido imponer el gobierno de Onganía y su fascistoide secretario de Prensa y Difusión, el tecnócrata Frischknecht. Ellos reprimieron fuertemente al cine. Si no lo hicieron más aún fue porque las circunstancias no se lo permitieron. Getino llama al período posterior a 1975 “la noche del cine argentino”. Y se trata de una noche sombría; ni siquiera se trata de una “noche americana”. Releamos este párrafo de Getino:

230 | Rodolfo Kuhn Las Fuerzas Armadas, replegadas e intactas tras 1973, comenzaron, directa o indirectamente, a decidir la dirección tomada por el proceso, con el fin de encerrarlo en la misma situación que ya fue probada en los países vecinos. El golpe de Estado de 1976 completó la maniora de las fuerzas internas de destrucción. Desde entonces, la Argentina atraviesa uno de los momentos más trágicos de su historia: lo mismo su cine, naturalmente.

Sería quizás útil, antes de comenzar el análisis del plano cinematográfico, trazar el “momento cultural” argentino de manera más precisa. Para hacerlo, tomaremos ciertos hechos culturales y recordaremos, antes que nada, ciertos conceptos expresados por ciertos personajes que hoy están en el poder. Una frase, aunque sea bien conocida, vale la pena repetirla; forma parte de un discurso pronucniado en 1976 por el general Ibérico Saint-Jean, actualmente gobernador de la provincia de Buenos Aires. Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, luego a sus simpatizantes, luego a quienes permanezcan indiferentes y por último mataremos a los indecisos.

En marzo de 1980, un periodista le preguntó al ministro de Educación Llerena Amadeo, si era cierto que en Argentina la tasa de analfabetismo estaba en ascenso debido a la disminución de la cantidad de escuelas. La respuesta fue: Lamentablemente sí. Pero mejor tener analfabetos que comunistas.

En 1978, en la Universidad de Córdoba, se quiso prohibir la matemática moderna considerándolas como subversivas. Según el diario La Opinión del 13/12/1978, el argumento consistía en que la relatividad conduce al escepticismo y a la puesta en cuestión del orden establecido.9 Tales concepciones se suman a otras expresadas por el almirante Massera y reportadas por el mismo diario el 7/2/1978. Massera considera a Marx, Einstein y Freud como los grandes culpables de la crisis del modo de vida occidental y cristiano. Las razones que da en el caso de Marx son evidentes; las de la culpabilidad de Einstein y Freud son más originales. Einstein permitió que se ponga en crisis la estaticidad de la materia; Freud atacó el precinto sagrado de la intimidad. 9. [En LTM] Ver también el artículo de Martin Eisen.

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En tal contexto, no es sorprendente que el gobierno haya arrasado las escuelas de cine. Es también normal que hayan prohibido películas tales como Coming Home. Las cosas se hacen sin justificación ni explicación. El general Viola lo ha dicho claramente en un discurso pronunciado en 1980: “Un ejército triunfante no le debe explicaciones a nadie”. Bajo esta frase se esconde el miedo obsesivo de los militares a un futuro Nuremberg argentino. Este es el marco en el cual se desarrolla actualmente el cine argentino. Después de una producción escasa en 1976 y 1977, el Instituto Nacional de Cinematografía10, dirigido por un comodoro de las Fuerzas Aéreas, resolvió fomentar la industria enérgicamente.11 Así, en 1978 se produjeron 26 películas, y 32 en 1979. En un país donde la inflación llegó a rozar el 1.000% anual, y donde hoy en día está aproximadamente en el 150%, un crédito para una película se otorga a un interés de alrededor del 11% anual a devolver en 5 años. Por lo que éste es, sin duda, el “mejor mercado” monetario que se puede encontrar en Argentina. Notemos que hay intereses opuestos en el seno mismo del gobierno. Alemann, uno de los partidarios de la libre empresa entre los secretarios del “ministro multinacional” Martínez de Hoz, prometió a los operadores, en una reunión sostenida en el primer semestre de 1980, que “la protección del cine nacional acabaría”. Es aquí que los intereses del ministro y su filosofía de “Chicago Boy” entran en contradicción con los sectores que creen útil alentar una cinematografía hábilmente manipulada para que esto sirva a los intereses de la mafia gubernamental. La primera pregunta que surge es: ¿a quiénes se otorgan créditos tan ventajosos? Por supuesto, todo depende del guión, de quienes realizan la película y de quienes actúan en ella. En este sentido el panorama restrictivo es mucho más desolador que el del Hollywood del macartismo. La diferencia es que Argentina no es una gran potencia y la trascendencia internacional de la cruel represión cinematográfica tiene así, una mucho menor difusión mundial. El estado de cosas descripto ha creado una nueva raza de productores obsecuentes que reciben el dinero del Estado (guardándose “jugosas” diferencias) a cambio de hacer las películas que el gobierno quiere y con gente “bien vista”. Son muy “bien vistas” algunas actrices íntimamente ligadas a militares, y por cierto trabajan mucho. Esto configura un clima parecido al 10. [En LTM] Equivalente argentino del C.N.C. 11. [N. de E.] En Crisis se omiten estos trece últimos párrafos.

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de La caída de los dioses de Visconti pero en el subdesarrollo y en tono de sainete. Los siervos de Krupp de la tragedia viscontina, son aquí siervos de señores, que a su vez son siervos de las grandes potencias. Los temas de los films actuales son de evasión, psicologistas con pretensión cultural, maniqueos y a veces incluso levemente críticos. De esta manera se otorgan ciertas “pseudolibertades” para tratar de mostrar una burda fachada de libertad de expresión que ya no engaña ni al más oligofrénico de los argentinos. A pesar de todo, hay algunos realizadores que tratan de hacer un cine digno. No voy a señalar nombres porque muchos oscilan permanentemente entre la dignidad y la obsecuencia. No me animo a juzgarlo en un país donde una “equivocación” se paga con la cárcel o la vida. También es cierto que algunas figuras que en algún momento fueron promisorias, se enriquecieron haciendo la publicidad del sistema. A ellos le pedirá cuentas la historia futura del país. Además les pide cuentas su almohada todas las noches. Les deseamos muchas pesadillas. No voy a hacer delación y decir quiénes son, aunque en algunos casos sus films demagógicos son públicos. Pero dejo la delación como privilegio a nuestros beneméritos gobernantes. Lo que podemos afirmar categóricamente es que de 1976 a 1980, no apareció ninguna obra de gran categoría. Sólo algunos intentos de “gambetear” las limitaciones. Entre ellos quiero señalar un film sobre el cual hay unanimidad entre los compañeros más lúcidos que están en Argentina: La parte del león de Aristarain. Hay muchos “exilios internos” de realizadores que no filman. También los hay de otros que filman. Finalmente hay muchos exilios externos y reales de figuras del cine argentino. Fernando Birri está en Roma, Fernando Solanas en París, Humberto Ríos en México, Octavio Getino en Lima, en Madrid estamos Lautaro Murúa, Gerardo Vallejo y yo. Seguramente me olvido de otros compañeros dispersos por el mundo. Lo que pase de ahora en más con el cine argentino, no debe tomarse como un fenómeno aislado. Depende de lo que pase con el país. Lo que es indiscutible es que Argentina está viviendo la mayor depredación económica y cultural de su historia. Será muy difícil el cambio de mentalidad después de la corrupción que reina sin cesar desde el final del peronismo hasta nuestros días, agravada aún más por el gobierno militar. Además, el “lavado de cerebro” estuvo muy bien hecho. El reaseguro está en aquellos que saben que la única solución para comenzar a reconstruir, será destapar la olla de lo que pasó en todos los planos y hasta sus últimas consecuencias.

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Una “democracia emparchada” asegurará para dentro de unos años un “desencanto” mucho mayor al que hoy vive, por ejemplo España. Los culpables del genocidio, del vaciamiento y de la entrega deben ser castigados. Si no, volverá a rodar el sinfín que parece ser el destino del pueblo argentino. Del populismo al militarismo y viceversa…

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Notas sobre Victoria Ocampo y Sur1 Por Fabián Escher y Julia Thomas2

Así somos nosotros, él, yo, algunos más: desterrados de Europa en América. La gioia é sempre all’altra riva.3 V. Ocampo: Supremacía del alma y de la sangre El 27 de enero de este año [1979] murió, a los 88 años, Victoria Ocampo. La extensión de las necrológicas en los diarios nacionales y extranjeros, las mesas redondas organizadas en su homenaje, la edición de suplementos dominicales consagrados íntegramente a recordar su vida y su obra, la profusión de la oratoria fúnebre con el mismo motivo, han reactualizado un viejo y no agotado debate sobre esta representante sui generis de nuestra oligarquía y, especialmente, sobre el rol de la longeva revista que fundó y dirigió durante cuarenta años: Sur. En realidad, Sur, como revista bimestral (es decir, prescindiendo de los números especiales dedicados a un tema específico, que siguieron apareciendo dos veces al año, y de la actividad de la editorial del mismo nombre), había dejado de salir en 1970. Nadie, o casi nadie, entonces, creyó necesario administrar los honores funerarios a una publicación que durante cuatro décadas había representado inequívocamente a un sector importante de nuestra cultura. Nadie o casi nadie: ni siquiera aquellos para quienes la existencia de Sur significó ocupar un espacio cultural que recién con la desaparición física de su directora perciben, dramática y sintomáticamente como vacío. Un vacío que inspira horror. En una encuesta que ya viene abarcando dos suplementos culturales del diario La Prensa hay una pregunta que condensa con precisión ese horror: “¿Cree usted que V. O. llegó a producir una herencia espiritual trasmisible, valores a los que se podrá recurrir en adelante, o le parece que su ausencia nos privará irreparablemente de sustento moral?”. El sentimiento de desolación y abandono4 que subyace en la pregunta es terrible. Y es evidente que ya no estamos en el mero nivel de la producción literaria, 1. [N. de E.] Artículo publicado también en Nudos, Buenos Aires, año II, N° 6, diciembre de 1979, pp. 3-7. 2. [N. de E.] Pseudónimos respectivos de Julio Schvartzman y Cristina Iglesia. 3. [N. de E.] En Nudos: “Así somos nosotros, él, yo, algunos más: desterrados de América en Europa, desterrados de Europa en América. La gioia é sempre all’altra riva”. 4. [N. de E.] En Nudos: orfandad.

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sino de una actitud, de una conducta en el terreno de la cultura, puesto que es en el plano “moral” donde los sectores más diversos representados5 por V.O. sienten la falta.6 Estas notas intentan esclarecer en parte esta relación problemática, en el marco del rol de V.O. y de Sur en medio siglo de historia cultural argentina. Para ello, habrá que aportar elementos 7 datos y perspectivas llamativamente omitidos en los homenajes acartonados y desarrollar conceptos ya planteados por periodistas, escritores y amigos de V.O. Nacimiento de Sur: una alianza Algo ha fallado en la memoria de quienes se refirieron últimamente al nacimiento de Sur. Retomando las propias y reiteradas declaraciones de V.O., se ha mencionado la idea original de Waldo Frank, que en su primera visita a la Argentina alentó la edición de una revista que uniera “las dos Américas”; los consejos de Ortega y Gasset, que aprobó telefónicamente el nombre de la publicación; y finalmente, la colaboración entusiasta de Mallea. Pero no se ha precisado la esencia de la idea original de Waldo Frank, tal como la relata éste en sus Memorias y tal como la recuerda la misma V.O. e incluso María Rosa Oliver, en La vida cotidiana. Frank era un intelectual de izquierda norteamericano, preocupado por los problemas latinoamericanos, por los que se interesa a partir de un revelador viaje a Europa. En una de sus obras más leídas, Redescubrimiento de América, W. F. formula una crítica espiritualista de la sociedad norteamericana de su tiempo y llama a enfrentar la “tradición práctica” (la de un maquinismo ajeno al hombre) con la “tradición mística” que según él va de Emerson a Whitman y Thoreau y llega hasta él. Si se impone la tradición práctica –advierte Frank–, Hispanoamérica enfrentará a los Estados Unidos y será secundada por Europa. En cambio, si predomina la tradición mística, “América se nos unirá, porque éste es su destino (…). En este proceso de creación, habrá dos personas de las cuales nosotros seremos quizás el varón, ella la hembra (…) Si la miramos con amor, ayudará a nuestro triunfo”. Aportando más datos sobre la inserción de W. F. en su propio país (ya se verán las ventajas de hacerlo), conviene tener presente que en plena década del 20 se une a una tendencia –encarnada en poderosos monopolios– partidaria de afianzar relaciones económicas con 5. [N. de E.] En Nudos agrega: “contradictoriamente”. 6. [N. de E.] En Nudos agrega: “de ‘sustento’”. 7. [N. de E.] En Nudos: “datos”.

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la Rusia soviética. No importa que W. F. acepte la tesis partiendo de cierto vago progresismo social: importa que desde su peculiar perspectiva participe de una corriente que lo excede y que llega a nuestros días. Esa corriente, en los Estados Unidos, tuvo que ver con la entrada del país en la Segunda Guerra Mundial y con ella empalmó entonces, en la posguerra, el sector “browderista” del propio Partido Comunista norteamericano que tanta influencia tuvo en sus pares hispanoamericanos. Aprovechemos ahora estos datos para nuestro estudio propiamente dicho. Waldo Frank viene a la Argentina en 1929 a dar unas charlas auspiciadas por ICANA. Como se ve, la “tradición mística” tiene mediaciones muy concretas con la realidad. El profeta de la unidad hispanoamericana –así lo vieron muchos– venía aquí a buscar la hembra. ¿Cuál es el balance que hace el huésped de ICANA de su viaje? “El resultado más importante de mi visita a la Argentina fue la revista fundada por V.O. gracias a mi insistencia”. Insistencia reconocida por V.O. y por María Rosa Oliver, a quien Frank presiona amablemente para que se vincule con la futura fundadora de la revista. Frank valora la “exquisita sensibilidad” de V.O. pero no ignora que no se corresponde con cierta aspiración al progreso social que él cree necesaria para la revista.8 Pese a eso, Sur siguió siendo “el resultado más importante” de la visita del intelectual norteamericano a la Argentina. Porque, en parte, Sur participaba, desde aquí, de algunos de sus ideales (sólo que Europa –Inglaterra y Francia– tuvo quizás más peso en ella que los Estados Unidos) y porque, además, el progresismo siempre tuvo su costado en Sur. Claro, bajo la tutela de la orientación de su directora. Además, la relación conflictiva de V.O. con ese izquierdismo progresista fue variable, según las coyunturas, y debe ser analizada sin perder de vista que, en un proceso, una franja central de ese progresismo, en la Argentina y en el mundo, se transformó en su contrario.

8. [N. de E.] En Nudos se agrega: “Entonces, cuenta, ‘le presenté a Samuel Glusberg e intenté relacionarlos’ para que, complementándose, se enriquecieran mutuamente y enriquecieran ‘el órgano de un mundo nuevo que yo ambicionaba que crearan: Victoria traería la contribución de su intimidad con los clásicos y las novedades de París y Londres en artes y letras. Glusberg contribuiría con un sólido conocimiento de las cuestiones sociales y la profética visión de América’. El uso de los verbos en potencial tiene su explicación: esa aspiración no se concretó, porque su condición no se produjo. Glusberg y Victoria –sigue diciendo Frank– ‘se separaron’; ‘mi proyecto de alianza cultural fracasó’”.

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Liberalismo, no eclecticismo A lo largo de casi cuarenta años, Sur (y en parte la misma V.O.) representó orgánicamente, en Argentina, a la corriente del liberalismo europeizante en el terreno de la cultura. Esta concepción, con la que V.O. está profundamente comprometida, explica la organización y el carácter de la revista. Para la selección de los textos literarios, se adopta un criterio declaradamente esteticista: “En el dominio literario Sur puso, por encima de todo, la calidad del escritor, cualesquiera fueran sus tendencias. Las letras no tienen nada que ver con el sufragio universal, ni con la democracia, ni con la caridad cristiana: o se vale o no se vale” (V.O. “Vida de la revista Sur”). La selección se opera, pues, atendiendo al “valor estético”, prescindiendo, aparentemente, de la ideología del escritor, incluso si ésta se identifica con esos tres valores capitales para V.O. En cuanto a la crítica literaria y al ensayo sociológico, la revista se concibe –nuevamente de acuerdo con la concepción liberal-iluminista de su directora– como un espacio donde escritores de diversas posiciones políticas (liberales, católicos, izquierdistas, cierto sector nacionalista) puedan expresarse libremente: la verdad surgirá de la libre contraposición de ideas (esto explica la frecuencia de debates, mesas redondas y aún la reunión de varios artículos con ópticas diferentes sobre un mismo tema). Se trata de una expresión, en el ámbito de la cultura, de una fórmula del liberalismo económico: la libre competencia como estímulo de la actividad individual y como agente de selección “natural”. La variedad y la pluralidad de enfoques pudo haber producido en algunos críticos la idea del eclecticismo de Sur. Nada menos cierto. Por un lado, esa pluralidad obedece con coherencia a una definida concepción liberal. Por otra parte, la mayor parte de los colaboradores de la revista (tanto en la crítica literaria como en la sociología política, por ejemplo) pertenecen claramente al pensamiento liberal de su tiempo. “En el dominio político, Sur tuvo siempre la misma línea liberal. Siempre estuvo contra las dictaduras y los totalitarismos de cualquier índole” (“Vida de la revista Sur”). Pero en la década del 30 al 40, el modelo de las “democracias parlamentarias” entra en crisis en el mundo y también en Argentina. En nuestro país, a partir del 30, los distintos sectores que se habían unido para derrocar al gobierno de Yrigoyen discutían, precisamente, dos alternativas diferentes al modelo clásico. Por un lado, los conservadores tradicionales, los radicales antiyrigoyenistas, los socialistas disidentes coinciden en la búsqueda de una “salida

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democrática restringida”. Consideran necesaria la instauración de un gobierno más adecuado a sus intereses: eliminar la participación popular (bajo el pretexto de combatir el personalismo o caudillismo) e imponer un sistema al que denominan de “democracia calificada” o “controlada”, que no es otra cosa que un sistema basado en el fraude y la anulación de elecciones. Esta corriente triunfa con la “Concordancia” que encabeza Agustín P. Justo (1932). Por otro lado, sectores nacionalistas de derecha proponen reemplazar la “democracia parlamentaria” por un régimen corporativo, siguiendo el ejemplo de Italia. Sur participa, a su manera, en esta controversia. Para citar sólo dos ejemplos: el número de homenaje a Sarmiento es de 1938 y el debate sobre el artículo “Defensa de la República” de Roger Caillois es de 1940. La intervención de Roger Caillois en esta polémica ofrece notorias coincidencias con las opiniones de quienes en Argentina eran partidarios de una “salida democrática restringida”.9 En la discusión, V.O. apoya la idea esencial de la exposición de Caillois, la de una élite autosuficiente, aunque ella la conciba sin poder político ni económico, sino con autoridad moral, retomando el ejemplo de Gandhi. La tradición liberal que encarna Sur está presente en otra faceta consustancial con la revista: la actividad de V.O. como anfitriona de ilustres visitantes, como “embajadora cultural” y como continuadora, en pleno siglo XX, de los rituales del salón literario. Que eso fue, ni más ni menos, su Villa Ocampo: “convivencia civilizada” –como lo recuerda Julio Irazusta en sus Memorias– de artistas y escritores de distintas tendencias. Pero con exclusiones notorias (no cualquiera entra a un salón) y con el ya mencionado predominio. Nunca eclecticismo. Y este hospedaje existía también en la revista. De allí la sagaz comparación de Vossler: “Sur es como una selecta sala de conferencias”. El salón es ahora una sala y el bullicio mundano del ambiente intelectual ha sido reemplazado por el respetuoso silencio de la audiencia: hay que aprender, hay que beber la luz; la América “en la que todo está por hacerse” debe recibir los dones de la cultura en una atmósfera sacramental.

9. [N. de. E] En Nudos se agrega: “Más aún, por momentos parecería abonar esta propuesta: ‘De un modo general, importa tender hacia una organización que otorgue el poder, en todos los dominios, a la competencia intelectual y a la calificación moral y que no acepte a ningún precio que éstas deban inclinarse ante la opinión de una mayoría y menos aún apoyarse en la cuasi unanimidad de una masa embriagada o aterrorizada. Todo jefe debe ser solamente responsable ante sus pares, reunidos en colegio’”.

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Los instructores En el primer número de Sur V.O. afirma: “Nuestra América es un país por descubrir y nada nos incita más al descubrimiento, nada nos pone más seguramente en el rastro de nuestra verdad como la presencia, el interés, la curiosidad de nuestros amigos en Europa”. Sur aparece en un período en que se refuerzan los mecanismos políticos de dominación del capital extranjero, principalmente el inglés, y en que se acrecienta el endeudamiento externo en nuestro país. Por otra parte, el clima de preguerra que se vive en Europa y que se extiende a casi todo el mundo hace que los acontecimientos de la política internacional repercutan de manera decisiva en la política nacional. En ese marco debe analizarse una de las principales contradicciones que pone en movimiento a la revista: la planteada entre la concepción europeizante, dependiente, de la cultura y la manifiesta necesidad de expresar lo nacional y lo americano para poder obtener un reconocimiento y ocupar un lugar “específico” en un mundo mirado con ojos europeos. El propósito declarado, desde el origen, de lograr el reconocimiento de un sector de intelectuales europeos para un núcleo de intelectuales argentinos y secundariamente americanos, es parcial y tendencioso: ese vínculo es presentado como la relación América-Europa, es decir, como la relación total. Pero lo más importante es que ésta se plantea, también desde sus orígenes, como relación dependiente y que al mismo tiempo late en ella la insatisfacción por postularse desde una cultura “inferior” o casi “inexistente”. En una carta a Ortega y Gasset, V.O., le refiere sus planes: “Cuando hablo de hacer una revista comprendo que te sientas mucho más asqueado que Miranda ante el ejército desharrapado que se le presentó en Caracas. Pienso como tú que ese ejército que ni sabía marcar el paso necesitaba instructores. Siento más que tú hasta qué grado es imposible improvisar una cultura. En una palabra, padezco América por una buena razón: soy americana” (bastardilla nuestra). La idea no puede ser más clara: la cultura en América no existe. Descartada la posibilidad de improvisarla la propuesta es lograr el concurso de instructores europeos que conviertan a los desharrapados y desmañados artistas e intelectuales americanos en interlocutores a quienes, con el tiempo, se podrá tener en cuenta. Europa necesita interlocutores-aliados y eso es una de las cosas que Sur se propone ofrecerle.

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La revista puente Si para Frank Sur debió ser puente entre las “dos Américas”, él mismo advirtió que V.O. traería las novedades de París y Londres. Y así fue. Puente entre América y Europa. Una América pensada negando sus raíces (vapuleadas como “folklorismo”) y una Europa sin España (salvo que sea España la de Ortega). Una América concebida como negatividad, carencia, vacío y una Europa que prodigaba una cultura que debía beberse o asimilarse acríticamente. El puente como señaló con acierto algún comentarista era de una sola dirección. No tiene sentido negar la importante labor de difusión de la cultura europea y norteamericana contemporánea (y, ocasionalmente, canadiense, japonesa, india, etc.) emprendida por Sur, como lo hacen algunos de sus críticos. Lo evidente es que esa difusión, en líneas generales inobjetable, estuvo siempre teñida de ese sentimiento de una América in the making, como gustaba decir V.O., y por tanto, se inscribía indudablemente en un proyecto de dependencia cultural.10 Una aclaración es aquí necesaria. La presencia de lo extranjero en Sur no adopta, en general, la forma de la “colaboración” sino de la inclusión, fuera de contexto, de “fragmentos” de la cultura europea y norteamericana. Fuera de contexto, es decir, en un nuevo contexto antológico. En cuanto a las colaboraciones extranjeras (que es justo y necesario que una revista cultural tenga), fueron “inorgánicas”. Es decir, no provenían, en la mayor parte de los casos, de verdaderos interlocutores culturales, conocedores de su ámbito cultural pero no ajenos al nuestro. En ese sentido, cabe afirmar que Sur no tuvo una política de formar un equipo de colaboradores extranjeros, porque precisamente, tuvo la política de que todo lo que expresara a los grandes centros de poder cultural (y del otro) era bueno para esta América indigente. El reverso de la moneda era una actitud “sin prejuicio” hacia lo que venía del propio país (en este sentido, que la cultura “universal” es valiosa en sí misma, mientras que la cultura nacional debe ser puesta a prueba). Es finalmente esta la tendencia general de la revista y se traduce en una condena grosera, pueril e indefendible (en un país como Argentina) de todo nacionalismo. “No creo que sea saludable, en esta época, ni que sea la misión del escritor, exaltar los nacionalismos (sean 10. [N. de E.] En Nudos se agrega la siguiente nota al pie: “Es cierto que a lo largo de tantos años de existencia, pueden señalarse algunas excepciones, artículos aislados que se inscriben en otra política cultural, pero estas excepciones carecen de peso decisivo en el conjunto de la revista. Un ejemplo es el excelente artículo de María Elena Walsh ‘Vox populi’, publicado en el número 267, dedicado a rastrear algunas características de nuestra herencia cultural y las deformaciones que impone la dominación y la dependencia extranjera”.

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cual fueren). Jamás se ha hecho esto en Sur. Esta tendencia, en la que cada uno se cree el mejor, no sirve más que para rebajar el nivel de los pueblos y de los individuos” (“Antepenúltimos días”, Sur, Nº 176). Esto nos remite al verdadero sistema de inclusiones y de omisiones de escritores nacionales practicado por la revista a lo largo de cuatro décadas. El análisis de las causas y la significación de este sistema selectivo constituyen en sí mismos el tema de una investigación necesaria, pero que sobrepasa el alcance de estas notas. Señalaremos solamente que la ausencia de muchos nombres importantes contradice abiertamente la pretensión de incluir a todos los que tuvieran algo que decir, según las propias palabras de V.O. y obliga a pensar justamente lo contrario: la significación de ciertos textos superaba los límites de la pluralidad liberal y , en consecuencia, Sur no podía hacer más que omitirlos. Sur y la historia En la historia de Sur hay ciertas coyunturas privilegiadas, porque obligan a definiciones que dibujan objetivamente una trayectoria. Definiciones que a veces coinciden con el paso, por la revista, de distintas generaciones de escritores argentinos. Los hitos fundamentales son la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, el peronismo, la Revolución Cubana. Veamos la actitud de la revista ante dos procesos que la marcaron fuertemente. La Segunda Guerra Mundial — La preocupación por la guerra que pone en peligro la supervivencia de los modelos europeos es frecuente en los números de la primera década de Sur. Pero, además, la publicación intenta profundizar ese compromiso con la causa europea en dos números dedicados íntegramente a analizar a grandes rasgos la crisis mundial desde distintos ángulos. El primero de estos números (Nº 61) es de 1939 y se subtitula “La guerra”; el segundo (N° 87) es de 1941 y da un paso más; ahora el tema es “La guerra en América”. Conviene recordar que son intelectuales que siempre escindieron política y cultura quienes ahora se ven obligados a abordar sin demasiadas consideraciones previas, un problema eminentemente político que ha terminado por implicar a todos, europeos y americanos, políticos y “apolíticos de la cultura”. Por eso, en la mayoría de los casos, predomina una perspectiva moralista o directamente esteticista. Sin embargo, la amplia gama de colaboraciones incluye, junto a reflexiones pretendidamente sutiles pero simplemente frívolas y superficiales, otros

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intentos de abordaje de la cuestión que ponen sobre el tapete el papel del escritor y del intelectual ante coyunturas que exigen de los hombres no sólo compromiso moral sino también participación activa (y física) en la contienda.11 El peronismo — La idea elitista del estado liberal, planteada en 1938 y 1940, se mantiene intacta, se refuerza y sirve de fundamento a la intervención de Sur en otra coyuntura política fundamental: el derrocamiento del gobierno peronista. Es un momento de euforia para una revista que se había replegado políticamente durante todos esos años, criticando al peronismo sólo a través de imágenes literarias que operan siempre como círculos concéntricos que no se proponen significar un enfrentamiento abierto. Pero ese repliegue ha tenido un significado demasiado explícito: preservar la “dignidad” de un grupo de escritores autodesterrados en su propio país frente a la “barbarie” y a la “indignidad”. Son los representantes de un liberalismo humillado que espera, agazapado, el momento de volver a aparecer en escena. El número 237 de Sur (noviembre-diciembre de 1955) se titula “Por la reconstrucción nacional”. Es una clara propuesta de participación de la revista en la nueva etapa desde su ángulo específico, al tiempo que se intenta aglutinar a diversos sectores unificados por la oposición al peronismo. Una lectura atenta de todos sus artículos (colaboran, entre otros, J. L. Borges, Jorge A. Paita, Victoria Ocampo, Víctor Massuh, Ernesto Sábato, Tulio Halperín, Norberto Rodríguez Bustamante, etc.) permite visualizar un esquema común de interpretación y una salida también común. Lo único que puede explicar “lo inexplicable” (la permanencia del gobierno peronista en el poder durante diez años con irrefutable y masivo apoyo popular) es, por un lado, la “ignorancia” de los sectores populares y, por otro, el fracaso del modelo tradicional del Estado liberal. Para lo primero, Sur tiene un remedio que ofrecer: “El sector culto de nuestro pueblo –aconseja Carlos Peralta en “La rosa negra”– debe proyectar su cultura sobre la zona inculta, vincularse con sus temores y necesidades y ser para él la proa de la nave y no una isla” (bastardilla nuestra). La segunda cuestión constituía una de las discusiones esenciales entre los distintos sectores que conspiraron y finalmente derrotaron al gobierno peronista. ¿Cómo debería ser la conformación del Estado liberal después del peronismo? ¿Cómo y hasta qué punto se daría la participación popular en ese Estado? 11. [N. de E.] En Nudos se agrega: “Los artículos de Eduardo González Lanuza, desde una óptica de derecha y de Patricio Canto desde una óptica de izquierda, son un ejemplo de esto último”.

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Para estos interrogantes el número dedicado a la Reconstrucción también tiene respuesta: Jorge A. Paita propone limitar el concepto de ciudadanía, implantando un examen para el voto. Él afirma en conclusión, que una democracia bien constituida es una aspiración de “aristocracia” y que la “Aristocracia, lejos de ser un privilegio, es carga, responsabilidad, autoexigencia”. Victoria Ocampo: fatalidad y elección Si hay una fatalidad del nacimiento, se manifiesta no sólo en la miseria sino también en la riqueza. V.O. nació en el seno de nuestra oligarquía y gozó (y, en otro sentido, padeció) de sus bienes físicos y espirituales. Institutrices europeas, una legión de sirvientes a su alrededor, relación amocriado inscripta en un marco de patriarcalismo feudal (“los negros de Figari son mis negros”, y no era broma). Y sigamos con la fatalidad de clase: viajes, educación europea (la Sorbona, el Collége de France). La lengua: comenzó a hablar y a escribir en francés. Su primer texto, cuando niña, es una defensa, en francés, de los bóers (por oposición a su institutriz inglesa); luego, diálogos imitando a Mme. de Segur. El español será una segunda lengua, a la que se llega por traducción. Hasta aquí, la fatalidad. Desde aquí, la elección. Sin esta elección o elecciones que determinan una vida, todas las personas llevarían el sello de su nacimiento, y no podríamos entender por qué Saint Simón desemboca en el socialismo utópico y Tolstoi en un anarquismo místico. Victoria Ocampo luchó mucho contra ese atavismo y claudicó muchas veces ante él. Entre sus triunfos, puede contarse la adquisición de la lengua española rioplatense, y el hecho de que la escritura de sus Testimonios asuma inflexiones, evoque calideces y acentos coloquiales intransferiblemente nuestros. En el “haber” deben anotarse también (hasta donde llegó) su feminismo, su muy limitado democratismo y una sinceridad nada despreciable, porque la mayoría de sus críticos no ha necesitado leer entre líneas para zaherirla: V.O. se muestra casi sin ocultamientos; nos cuenta cómo le “retrucan” sus interlocutores célebres, cómo sus “héroes” intelectuales responden a sus preguntas cuestionándolas. Ese rigor (parecido a la autocrítica) permite criticarla (y con ella, a su clase) sin que esa crítica asuma la forma, harto frecuente en casi todos los casos, del desenmascaramiento. Sin embargo, decíamos, la impronta del nacimiento determinó buena parte de sus frustraciones y empañó muchos de sus triunfos. Su sentido de la democracia llegaba hasta el límite que le imponía un arraigado elitismo.

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Es increíble cómo, en V.O., esta pareja funciona inseparablemente, siempre con el predominio de los matices derivados del segundo término. Después de comparar la necesaria “Revolución de la mujer” con “la otra” (la que se ha producido en Rusia), afirma, en un artículo sobre la mujer escrito en 1936, que el ideal es que “todo niño, habiendo recibido la misma riqueza de cuidados en lo que atañe a su salud física, a su salud moral y a su educación, pueda alcanzar a desarrollar lo mejor posible sus dotes innatas”. Seguidamente, y bajo la fuerza de la misma comparación, sostiene que para lograr la emancipación de la mujer “no debemos esperar la ayuda de los hombres. No puede ocurrírseles la idea de reivindicar para nosotras derechos de que no se sienten privados”. Más que el valor de lo que antecede, importa subrayar su fundamentación: “Nunca son los opresores quienes se rebelan contra los oprimidos. Ante la rebelión de los oprimidos, la actitud de los opresores es siempre la misma: una pequeña minoría se rinde a la evidencia, aprende, acepta y está pronta a hacer justicia; una gran mayoría se siente desposeída, ultrajada, y lanza aullidos de indignación y de cólera”. La sagacidad de la observación sorprende, sobre todo, si recordamos a las institutrices europeas y la cuna de oro. Pero mucho más sorprendente es lo que sigue. Porque V.O., que en su razonamiento está al borde de concluir una estrategia de los “oprimidos” para derrotar a “los opresores” ganando a su favor a una “minoría” de entre éstos produce un salto brusco hacia atrás y recupera su reflexión para el universo de las institutrices y los ancestros de Villa Ocampo: “En estos casos, sólo las minorías cuentan. En estos casos y, a mi juicio, en todos los casos”. Una minoría de opresores, que empezó siendo lo único rescatable para los “oprimidos”, terminó tapándolos y borrándolos definitivamente de la historia. Entre la caridad y la intolerancia La “apertura” de V.O. y Sur hacia la cultura europea contrasta con la estrechez en lo nacional. Aquí no vale lo que se suele decir sobre la función formadora de la revista, que benefició a sucesivas generaciones de jóvenes escritores que hallaron allí su posibilidad de publicar. Porque, por un lado, hay una línea en las exclusiones. Y por otro lado, nos interesa subrayar cómo el esfuerzo de V.O. para comprender lo que no compartía, en Europa, no tuvo un correlato en su patria. En más de una oportunidad confesó la fascinación que ejerció sobre ella la figura de Mussolini, con quien se entrevistó personalmente. Algún crítico quiso ver en eso “complicidad” con el fascismo. V.O. fue antifascista: por liberal y por

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feminista (veía en el fascismo una concepción de la mujer como proveedora de soldados para la guerra). Y, en todo caso, su elitismo llevaba a un desprecio de la masa distinto del fascista, en cuanto rechazaba su invocación y su instrumentación. No. No era complicidad con el fascismo. Era cierta voluntad de entender la personalidad de un líder fascista cuya teoría y cuya política V.O. condenaba. “Comprender al enemigo”: algo de caridad cristiana y moral de Camus. Sólo que esa caridad no benefició a lo argentino. Frente a Perón, V. O. y Sur se repliegan. Su actitud deriva, quizás, de su clase. Luego, eso la induce a un error: confundir al peronismo con el fascismo. (Es difícil atribuirle excesiva responsabilidad en esto, cuando buena parte de la izquierda argentina cayó conscientemente en lo mismo). Y como vuelta de tuerca: para el movimiento en el que quiso ver una versión local del fascismo no tuvo siquiera la misma disposición comprensiva que para su pretendido modelo. Otra muestra del abismo entre la caridad y la intolerancia es la invulnerabilidad de V.O. ante las posibles influencias positivas de sus “héroes intelectuales”, hacia quienes profesaba, como dijo alguien, un verdadero culto. Un ejemplo. Su tan admirada Virginia Woolf editó y prologó el libro Life as we have know it (“La vida tal como la hemos conocido”), compuesto por varios textos escritos por obreras inglesas, en los que narran sus experiencias personales. V.O. comenta y celebra la iniciativa. Pero es impensable que alguna vez haya querido imitarla. Posiblemente las obreras argentinas hubieran dicho ciertas cosas (y empleado cierto lenguaje) que la tolerancia de la escritora no habría resistido. Y una última referencia a su feminismo. Fue, ciertamente, precursor y avanzado, para su época y para su clase. Pero cuando la mujer argentina obtiene el derecho de votar, V.O. y el grupo que dirige reaccionan negativamente, porque consideran que “se lo consagraba de antemano a un partido y no a la defensa de nuestra causa, la de todas las mujeres en bloque” (“La trastienda de la historia”)12. Si era así, ¿por qué no tomar el voto femenino como un triunfo de las mujeres y, en todo caso, pugnar por dotarlo de un contenido que se juzgaba mejor? Porque seguía predominando un elitismo antipopular incapaz de aceptar la nueva realidad. Y porque, en las palabras se enfrentaba el intento de capitalizar políticamente el voto de la mujer, pero en los hechos se planteaba una política tendenciosa y sectaria, ajena a la nueva conquista democrática. 12. [N. del A.] Ocampo, Victoria, “La trastienda de la historia”, Sur Nº 326/328, enero-junio de 1971.

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Moralismo sin formalismo Se ha hablado del esteticismo de Sur. Justo, en el sentido, admitido por su directora, de que los textos incluidos se valoraban prescindiendo de un contenido correcto y tomando en cuenta tan sólo la calidad literaria: “o se vale o no se vale”. Esto, como ya vimos, tenía sus límites (los del liberalismo). Además, este esteticismo no debe confundirse con el formalismo. V.O. nunca practicó una crítica formalista. En rigor, nunca practicó una crítica de los textos sobre los cuales elegía hacer sus reflexiones. En esas reflexiones en torno a Virginia Woolf, André Malraux, los dos Lawrence, Dante, lo que establece es una “simpatía” en el plano moral. Es sintomático que en su estudio sobre T. E. Lawrence, un hombre de armas y letras, aclare: “dejo a otros el análisis minucioso de sus combates y de su prosa”. ¿Qué, entonces? “He querido sobre todo seguir el desarrollo de un conflicto moral cuyo crescendo no fue interrumpido más que por la muerte”. Y lo mismo con Gandhi, Tagore, D. H. Lawrence y los otros. Decíamos que V.O. muestra sus conflictos y las relaciones que establece con los demás. Nunca dejó pasar ocasión propicia sin recalcar su condición de inspiradora, sí, pero también financiadora de Sur. En esta zona moral es donde se ubica el vacío que, dijimos al comienzo, produce su muerte. Muchos homenajes académicos y solemnes, sí: pero trátese de hallar las obras de V.O. en las grandes bibliotecas del país. O véase el apresurado homenaje oficial, que consistió en reeditar, por Ediciones Culturales Argentina, el libro de F. S. de Mantovani que data de 1963. Libro que hace una inútil apología de V.O. que nada aclara sobre su personalidad y sobre su función en la cultura argentina; en el que no se ha actualizado la brevísima antología de V.O. que incluye; y donde en los datos personales de la biografía se ha omitido un “detalle”: su reciente muerte. Homenaje apresurado, sí. Piénsese ahora nuevamente, a partir de estas actitudes huecas y estas etiquetas sin sustancia, en lo de “vacío moral”. Otra vez el vacío Estas notas no buscan clausurar su tema sino sugerir algunas líneas de indagación, a partir de ciertas preocupaciones sobre una política cultural que juzgamos necesaria. Por otra parte, si bien no hemos rehuido presentar el carácter contradictorio de la trayectoria de la revista y de su directora, hemos señalado taxativamente qué aspectos de esas contradicciones hemos considerado predominantes.

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Los 300 y tantos volúmenes de Sur aparecidos durante más de cuarenta años signan toda una época de nuestra cultura y son un punto de referencia insoslayable para el estudio de nuestra historia cultural y literaria, incluyendo especialmente el problema de las influencias y las traducciones. Sin embargo, el camino que Sur propuso y transitó no lleva a desarrollar las posibilidades de una cultura nacional que se reencuentre con la mejor tradición cultural universal y establezca con ella un auténtico diálogo, basado en el aporte mutuo, sin complejos ni inhibiciones. En cuanto a V. O., su vida y su obra son las de una representante conflictiva de su clase, cuyos prejuicios más arraigados, en definitiva, no pudo superar: ese “buen gusto” que reconocía en sus iguales y cuya ausencia en el vulgo y en los plebeyos fustigó duramente y sin inteligencia. Sí: una representante de su clase, en última instancia. Pero no la adosamos mecánicamente a ella, como cierta crítica que no ve el conflicto. Ese conflicto que la transformó en una fuera de serie: en la aristócrata que admitía que las ventanas de su cuarto daban al Sena pero también la escritora capaz de dar el toque costumbrista justo en un artículo sobre un viaje en tren de Retiro a San Isidro; la gran señora que pulverizaba los hábitos de las capas medias y los nuevos ricos desde su Olimpo clasista, pero también una intelectual que no le temía a la polémica ni a la libre difusión de las ideas; una desarraigada que combatía los mareos de la Puna sumergiéndose en la música de Debussy y la promotora cultural que al conocer a Serguei Eisenstein en Estados Unidos en 1930, intenta convencerlo de que venga a Argentina a realizar, en la Cordillera de los Andes, un film sobre la gesta de San Martín. Por eso, un interrogante pertinente es por qué fue esta oligarca contestataria, esta aristócrata atípica, la que ocupó un espacio cultural que otros representantes de su clase, sin fisuras, jamás lograron definir. Por qué entonces, su muerte crea en ese ámbito un vacío ya no retórico sino real, concreto, dramático. La respuesta a ese interrogante alumbrará esa y otras zonas de la crisis que vivimos actualmente.

Otras formas de decirlo

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Dos argentinos en el aire1 Por César Fernández Moreno Lo que va de ayer a hoy ¿te acordarás compañera cuando íbamos al aeropuerto en la Costanera de aquel río nuestro a mirar los aviones y tomar el té? subían temblando los Avro chiquititos se les caían las puertas y las azafatas y nosotros soñábamos



un día alcanzamos a montar uno no pudo llegar hasta el Chaco tuvo que bajar como piedra en una tormenta debimos volver en el biplaza de un pequeño aeroclub si no lo agarramos de la cola se nos pianta con las valijas él volaba y su sombra iba felina deslizándose cambiando de forma sobre los ávidos esteros hoy figuramos entre los gavilanes que se reparten el cielo no llegamos a VIP porque somos de clase económica pero igual nos disputan los aeropuertos de las más crueles ciudades del mundo qué digo ciudades para nosotros son barrios de una sola ciudad soplada por nuestras máquinas qué digo barrios aposentos pasillos aéreos de nuestra casa los recorremos a 900 kilómetros por hora bien arrellanados en el útero materno que nutren próvidas azafatas papá va adelante conduciendo la máquina de fuego que alguien fabrica como por milagro pero que está hecha verdaderamente de fuego y sangre no hay avión compañera que no sea de guerra

1. [N. de E.] Poesía publicada también en la revista Araucaria Nº 13, Madrid, España, Ediciones Michay, 1981, pp. 163-168.

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algunas veces recibimos cartas del país que acabamos de abandonar sus remitentes suelen olvidarse de firmar los niños y los viejos nos venden números de lotería que siempre juegan mañana y que nunca sabremos si salieron premiados porque nos vamos hoy lo que son las cosas ¿no? vamos cagando en un país lo que comimos en el anterior si seguimos así nos vamos a tragar el cielo pero tené cuidado compañera no te olvides de escupir las estrellas Hasta más ver los altoparlantes de cada compañía gritan sus distintas caricaturas de la voz humana nosotros las entendemos a todas como si todas fueran nuestra lengua materna todas nos dicen lo mismo que ya es hora de irse hora de volver y volver a irse y dejar que siga fluyendo a lo lejos aquel río nuestro aquellos atardeceres pintados con pinturas Alba el mundo es duro de viajar viajes blandos no valen las despedidas figuran entre las cosas que mejor sabemos hacer son como una sola infinita despedida de soltero las columnas vibran de tanta conversación miss Colombia parte de Miami los corpiños compiten en eretismo Lolita manosea a su tío político por ahora todos los vuelos parpadean en el indicador salvo el nuestro nos vamos a escribir ¿no? nos estamos viendo el espacio no existe es el tablero automático nada más que gira vertiginosamente desaparece nuestro vuelo reemplazado por un rectángulo negro desaparecemos nosotros apresados por un cinturón de seguridad como adiós pasamos un trapito por el vidrio

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titilante de luces como pústulas sube nuestro avión en el atardecer una ceremonia se celebra en la nave decolar la ascensión del señor tenue música de órgano rueda por las paredes hostias o caramelos son introducidos en nuestras bocas en el asiento de la izquierda mi portafolios vibra confidencialmente uno de sus pliegues roza mi brazo con afecto el vuelo se serena el templo volante va sajando el aire y nosotros quietitos mamados por el cielo luna qué hacés ahí loca de mierda brillando en la todavía luz del sol a quién querés engrupir con tus crecientes y tus menguantes Varios aeropuertos los pasajeros de los vuelos nacionales son sucios tumultuosos comen helados sin cerrar la boca tiran todo al suelo los pasajeros de los vuelos internacionales marchan en fila bien afeitados vos te quedás quieto junto al canasto de basura y ellos gentilmente depositan en tu boca los más selectos desperdicios las señoras gordas de los vuelos nacionales se sientan con las piernas abiertas y acurrucan sus niños dormidos en la pelvis las señoras esbeltas de los vuelos internacionales cruzan las piernas mostrando sus medias color lila lechoso sus niños quedaron educándose con las bisabuelas los baños de los pasajeros de los vuelos internacionales están brillantes cuidados por damas que indiferentes te miran orinar los baños de los pasajeros de los vuelos nacionales están solitarios inundados de pis los pasajeros de los vuelos nacionales sudan dejan traslucir sus vencimientos les duelen los pies los pasajeros de los vuelos internacionales saludan airosos desde lo alto de la escalerilla y saltan adentro del avión del avión afuera de la realidad Acapulco altas horas de la noche la aduana ya cerró su gordo ojo avizor

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las botellas boca abajo en los bares boca arriba en el piso insectos como juguetes a cuerda te enredás en una percha de alambre caída de su traje mientras te vas desenredando llega el amanecer el escenario se va cubriendo de actores algunos beben agua cónica en vasitos de papel vuelven a estallar encuentros y desencuentros las escaleras mecánicas reanudan su ascenso infinito un altoparlante vuelve a reclamar “your attention please” para anunciar vaya a saber qué cosas el aeropuerto vuelve a ser uno más cualquiera entre los que mueven la sangre fría del mundo México City boulevard del aeropuerto el látigo de acero del poder cayó sobre la carne fofa de la pobreza la plataforma que lanza sobre el mundo los monstruos voladores cauterizó esa carne allí donde plantó su mano abierta en pistas la carbonizó de la herida en los bordes sale todavía un poco de humo las casitas de tablas tiemblan un poco más cada vez que una máquina sale del vedado recinto echando fuego gritando a todos que no se muevan que se queden quietos donde están en la miseria donde están se cierran los cinturones de seguridad con un tableteo de ametralladora estamos en New York John F. Kennedy nos da la bienvenida asesinado y todo nos sonríe un perro negro en Le Bourget pasa y repasa por el ojo eléctrico de la puerta del bar el animal no se da cuenta que la puerta se abre y se cierra cada vez que él pasa no se da cuenta que su raza no está llamada a acodarse en el mostrador sino más bien a agitarse en el lado de adentro sirviendo vasos fregando vasos

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el aeropuerto de La Paz está tan alto que el avión no necesita bajar pero por qué los endriagos que saltan de continente en continente han elegido este punto de Castilla para hollarlo así la meseta permanece indiferente a tal profanación si avanzás hacia el viejo pueblo el aeropuerto se te olvida como un plano caído de su rollo una casilla telefónica relumbra sola en un baldío de pedregullo hirviente en la plaza todo sigue durmiendo bajo los soportales las manos siguen fabricando el pan el silencio fabricando el tiempo sólo unos gamberros oscilan esos flecos que los igualan a las juventudes de las capitales sólo un grito en el cielo de tanto en tanto recuerda al campesino irredento al pasajero errante que a dos pasos no más se alza el castillo del aire del gordito Franco que tardó tanto en irse a Barajas Amsterdam nos oprime en los tubos radiantes de su aeropuerto y nos deposita en los dientes sucios de la ciudad sopor en el avión que aborda lentamente el sumiso aeropuerto el trópico empaña las ventanillas la pista es un averno constelado de flores azules los autos avanzan como gusanos envueltos en su capullo de luz el más chiquitito iluminado por adentro va delante del jet le dice “follow me” y el gigante lo sigue con toda confianza por favor sírvanse bajar la puerta delantera se corre la cortina que discrimina la clase económica pueden verse, por un ratito las piernas especiales de la azafata de primera total no hay agua en el baño del aeropuerto sólo un aparato para secarse las manos con aire caliente sic aire caliente lo que más escasea en el trópico los nativos golpean con el puño las máquinas de cocacola que se tragan sus infladas monedas las mercancías destellan bajo los mostradores

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cada mostrador tiene detrás un títere algunos circulares lo tienen clavado en el centro la más distraída mirada a sus productos produce convulsivos movimientos en los títeres los ejecutivos hacen cuentas sobre sus ataúdes Samsonite “we accept travelers checks” qué bondadosos ¿no? pero no se puede salir a la tiniebla exterior un momento señor me dice sonriendo el joven guardia oscuro cuyas cuidadas manos acunan una metralleta un momento señor joven guardia ¿acaso en los aeropuertos los pájaros no vuelan también? la metralleta golpea rítmicamente el poste de metal donde el guardia agoniza empalado Lo que haremos también han caído copos de nieve sobre nuestros grasientos pasaportes nosotros mismos hemos resbalado rodado sobre heladas pistas boreales somos unos linyeras de los aires litros de agua colonia se nos han diluido en el seno ignoto de nuestras maletas siempre tenemos exceso de equipaje nunca lo pagamos nos limitamos a estornudar ante los aduaneros hemos sido chequeados pesados medidos fotografiados vacunados sólo faltó que nos bautizaran finalmente renunciamos al mapa nos llevan y nos traen eso es todo primero los pasajeros en tránsito sic transit gloria mundi pero esta vez compañera sí que hemos llegado a nuestro aeropuerto definitivo sólo nos falta recoger nuestras maletas las esperamos en un meandro cualquiera de la cinta transportadora hay muchas pasan y vuelven a pasar sólo las nuestras no pasan nunca algunas han quedado en el suelo cubiertas por abrigos que tampoco son nuestros

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y que tienen los brazos cruzados como muertos ya se han ido todos los que llegaron de verdad llevando sus bultos como bebés en sus carritos niquelados ya sólo sigue dando vueltas una guitarra que nadie viene a rasguear nosotros nos subimos en cuclillas a la cinta transportadora ya somos nuestras propias maletas ya nunca volveremos a perdernos la cinta sabe a dónde va adónde nos lleva

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Solicitada1 2 Por Francisco Urondo Siempre los poetas fueron, en efecto, hombres de transición, Roberto Fernández Retamar; porque, realmente, si un poeta, amigo mío, no ve las transiciones que saltan a su alrededor como brotes de lava humeante, mejor que deje de serlo, ceda ese guiso perfumado a otros olfatos más perceptivos. Fue Baudelaire poeta de transición y Talero; lo fueron el Ab-zul Agrib y Rosario que cerraba los portales de las casas de tolerancia; burdeles con quesos y vinos y jamones del diablo y jarana agitando polleras y otros pabellones. Fueron poetas de transición, los llantos y los crímenes en lugares atroces y momentos inconvenientes; Dios mío, cuánta poesía de transición fue grabada a cuchilla en la corteza de las virginidades perdidas; cuánto baptisterio ha lamido la sal de la transición, ha flameado al son de los monaguillos: Jacopo della Quercia fue hombre de transición, hasta la condesa de Noailles debió escribir poesía de transición. Y se me olvidan personas, soplos que se esconden con los parches transitorios, con los tránsitos de la gente desprevenida que va despacito en busca de aguas y cielos transitivos. Esos bostezos, esa gente, son poemas de transición, mi querido Roberto; esas furias en efecto, estas maneras violentas de caminar hacia el vacío: este tiempo siempre estuvo plagado; y si no hay transiciones, habrá que señalar el fin de estos mundos hostiles y movedizos, dar los trompetazos y salir corriendo del campo de juego, entre 1. Poesía también publicada en Obra poética, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2006, “Poemas póstumos (1970-1972)”, pp. 456-458. 2. [N. de E.] En la versión en francés de Les Temps Modernes, fue traducido del castellano como “Communiqué”, lo que connota en su retraducción literal al castellano (“Comunicado”) a los “Comunicados de la Junta Militar” de esos años.

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pedradas –seguramente– y pedorretas: será ése, a pesar de todos los años de espera y anuncios, un dato bastante impopular; una mala noticia, un poco tremendista como el mismo Apocalipsis. En la superficie que salta sobre la nieve, en la arruga andina. Estrellado contra la firmeza del cielo bajo, diluido como un dios sin nombre, un aire indirecto, un soplo vacío: emblemas para ser escuchados y explicados; respondiendo a preguntas y alegrías. Averiguar en qué rincones anduvo para dejar perecer todo este tiempo sin que nadie soplara la ceniza del agua, el arco de los ríos que no responden, no articulan los hechos del tiempo efectuado. En daños y muertes, cascotes testigos de la iniquidad, sangre disparada, quemarropas a traición –pienso en José, por ejemplo, en su bondad luminosa, en el derecho de su esperanza–, vengo a caer sobre el lomo de estas últimas palabras reunidas para ser resueltas. Una sola ráfaga, del tiempo pasado, pronunciada sílaba por sílaba, acto por acto. En el revuelo, debajo de los primeros terrones, vengo a ofrecer la inutilidad de mi derrota, abrir el desquite sobre la muerte (esa pre-dicción, gritar) una victoria abierta como el pasado que vendrá como mi vida que no me pertenece en tanto que es ajena –otros se han apropiado, a otros se la debo– y común al grueso del destino. Esa memoria, concertadora de las personas, esa signadora del porvenir que espera con los brazos

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abiertos; esta vida que salta sobre mis espaldas para seguir su juego y su rango. Deja atrás la fatalidad enterrada también, como los virreyes, como el egoísmo insepulto, conjurado en la soledad, porque la vida –lo he visto– depende de un hilo conductor y generoso, cierra los circuitos cortos, ovala los huevos inútiles. En las criaturas del sol que salta, la maravilla que esconde las uñas, acaricio a los animales preferidos del universo intacto, el esplendor de la piel del metal que suelta los truenos de la imaginación, los alimentos devorados para la buena ventura. Y la historia de la alegría no será privativa, sino de toda la pendencia de la tierra y su aire, su espalda y su perfil, su tos y su risa. Ya no soy de aquí; apenas me siento una memoria de paso. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio por este mundo desgraciado. Le daré la vida para que nada siga como está. 3

3. [En LTM] Francisco Urondo insertó este poema en la última página de su libro Todos los poemas (Buenos Aires, 1972). Murió en combate el 17 de junio de 1976.

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Descansos1 Por Juan Gelman ¿bajo qué árbol/sobre que árbol/alrededor de que árbol/francisco urondo asoma/o es el resplandor violeta de algún vientre de tigre rugiendo en mi país?/¿estás paquito ahí o en el temblor de esta mano que piensa en todos tus haberes/pasión o dignidad?/ ¿brillás en la mañana cantora andás en la sonrisa estruendo pólvora que atacan cada día al enemigo? ¿volvieron feroz a la alegría que caía de vos? ¿corajes nacen de esa alegría? ¿o casa de que parten los compañeros a luchar?/¿calor en medio de la noche?¿lámpara en mitad de la dura amargura?/¿avisaste que te ibas a morir?/¿a caer mejor dicho alzándote como lámpara en medio de la noche?/¿y a quién dijiste que ibas a caer?/¿al viento al pulso al animal del pulso?/¿acaso querías caer?/¿no me ibas a esperar acaso/no esperábamos juntos la tormenta mejor la borracha violeta/tigre/orilla de que partías a luchar?/oh dulce fuera tu muerte/combatiente que vieron transportar la dulzura del mundo/rostro desenvainado como espada o fe cucharita revolviendo las sombras/¿te acordás de la vida?/te acordás de la vida desparramado otoño suave/caen verbos de vos/balazos/tigres/lámparas/ partidas vientres cucharitas en mitad de la noche/mitad 1. [N. de E.] Título en castellano, sin traducir, en Les Temps Modernes. Esta poesía fue también publicada en En abierta oscuridad, México, Siglo XXI Editores, 2002, pp. 60-61.

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pudriéndose en la patria/dándole aroma resplandor/descansá en guerra/¿descansan tus huesitos?/¿en guerra?/ ¿en paz?/¿agüita?/¿nunca?

Testimonios

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Hipólito Yrigoyen y Eva Perón Por Antonio J. Cairo1 Yrigoyen murió en julio de 1933. Fue en dos oportunidades presidente de la República (de 1916 a 1922 y de 1928 a 1930). En esencia, su política representaba a las capas medias de una población de origen inmigrante mezclada con las capas populares de origen federal. Fue derrocado por el general Uriburu; este acontecimiento fue el resultado de la conjunción de varios factores, encontrando su origen en la restauración oligárquica liberal, pasando por el “desbordamiento del orden” tradicional (de parte de sectores de la izquierda “yrigoyenista”) para desembocar en problemas petroleros agregados a las consecuencias de la crisis mundial de 1929. Mi padre me llevó al entierro de Yrigoyen; yo era niño y la enorme columna humana que seguía al féretro debía pasar por la avenida Callao en dirección a la Recoleta (ese cementerio de Buenos Aires al cual Borges hacía alusión tan a menudo). Vimos pasar esta multitud desde un balcón del décimo piso donde vivía una amiga de mi padre, que imitaba con obstinación a Libertad Lamarque sin gran resultado. Abajo, en la calle, miles y miles de personas no paraban de corear en un tono ronco y sombrío: “Re-go-yen... Re-go-yen”. El ataúd se balanceaba a un lado luego al otro, por encima de esas olas humanas. Un escuadrón de granaderos surgió pretendiendo escoltar el entierro, pero la gente los silbó, los insultó: debieron renunciar. Allá arriba, en el balcón, a mi lado, mi padre observaba todo esto, enrulando su barba. “Somos el partido más grande de la Argentina”, gruñó. “Llegamos del Congreso a la Recoleta. Somos numerosos, demasiado numerosos. Pero...”. Eva Perón murió en 1952, yo estudiaba en la Universidad, y había estado siempre en la oposición: yo era un “opositor”, no un “gorila”, no. Matices. Me designaron como delegado de la oposición para recoger el voto de Eva Perón. Había elecciones nacionales, era un día lluvioso y debíamos ir hasta el policlínico de Lanús, en el Gran Buenos Aires, donde acababan de operarla. Alrededor de su cama y de su habitación, había una especie de friso compuesto por todos los altos dignatarios del peronismo oficial: muy graves, como de cera. Afuera: cuando salimos por los jardines del hospital para transportar la urna que contenía el voto de Eva Perón, avanzábamos –como en una suerte de travelling– en medio de una multitud de mujeres, bajo la lluvia, arrodilladas en el piso, los brazos extendidos para tratar de tocar la urna. 1. [N. de E.] Pseudónimo de David Viñas.

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Che Guevara: ese argentino heterodoxo Por Antonio J. Cairo1 Cuando llegué al Caribe por primera vez, en 1958, el vocativo “Che” designaba a los rufianes argentinos que traficaban en las costas venezolanas y colombianas. Compatriotas un tanto insignificantes y taciturnos. Un año más tarde, la misma apelación me reconciliaba con mi origen argentino. En 1960, conocí a Guevara, hablamos de Cuba, de Argentina, del tango, de un libro de Omar Viñole titulado Cabalgando en un silbido, de los negros, de la Reforma Universitaria, de Deodoro Roca, de Córdoba y de la ausencia de puntualidad. Si debiera sintetizar lo que sentí entonces, llegaría a decir que “tenía algo de un surrealista espontáneo devenido en sartreano”. Percibía, detrás de sus entonaciones trágicas y contenidas, las huellas del joven seductor de buena familia a la que había pertenecido. Alguien dijo un día: “Si en la Antigüedad, la tragedia se representaba bajo la mirada de los dioses, la tragedia moderna, en cambio, se manifiesta en la proximidad de la muerte”. Por cierto, si leo y releo el Diario del Che en Bolivia, tengo la impresión de encontrarme frente a una vertiginosa mezcla de Bernal Díaz del Castillo y de “I soliti ignoti”. Las razones de lo que se ha llamado “el fracaso”, al menos, habría que buscarlas en una elección errónea de la zona operacional, en una lamentable ausencia de contacto con la realidad concreta boliviana y hasta en una serie de incertidumbres ocultadas por un sentimiento de omnipotencia. En este sentido, la oscilación que fue de la exaltación ciega, aún grosera, del Che por sus “éxitos” a su “condenación” por los acontecimientos de la última etapa, es absolutamente indecente y desalentadora. No responde más que a las leyes del mercado. Pero en los años 60, era imposible salvar la imagen del Che de ese espacio gigantesco y abrumador. Ahora, más allá de la anécdota y de los orfeones, de los pastiches y de las efemérides, de las sórdidas insipideces o de los fervores demasiado fáciles, quiero rendirle homenaje a un hombre nacido y formado en una Argentina que lo incomodaba. Y deseo recordar aquí una reflexión del mismo Guevara: “Si el comunismo ignora los hechos de conciencia, bien podrá ser un método de repartición pero nunca una moral revolucionaria”.

1. [N. de E.] Pseudónimo de David Viñas.

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El hospital de los podridos1 (Cervantes) Por Armando Bauleo Mi exposición se ha transformado en un blow up de situaciones internas y externas. Lo que quiero hacer es describir las fotos que surgen en un movimiento infernal de flashes, recuerdos y noticias que se desencadenan en la máquina de la memoria. Primera foto: Diez años. Desarrollo de los aspectos sanitarios preventivos, profilácticos, en todos los sectores de la salud física y mental (1963-1973). Apogeo y decadencia de un sistema de asistencia que alcanza niveles extraordinarios para América Latina. Cirugía cardiovascular y torácica (Dres. Liotta y Favaloro), Neurocirugía (Dres. Dickman y Matera), Psicoanálisis (Dres. Garma, Rascovsky y Pichon Rivière), Hematología (Dr. Pavlovsky), Tisioneumonología (Dr. Vaccarezza), Parasitología (Dr. Niño). Podría prolongar esta larga lista de representantes de este período particular en Argentina. Se crean centros, maternidades, clínicas, que utilizan la tecnología más moderna. Lo esencial de todo esto es no sólo la necesidad de estudiar históricamente cómo ha sido posible llegar a tal desarrollo, sino también el grado de relación de algunas de estas personas con la política. Las relaciones no estaban implícitas, sino expresadas claramente en el transcurso de manifestaciones periodísticas, radiofónicas y/o televisivas. Era el momento donde se podía “jugar” con la “libertad de expresión” y, por otra parte, era el momento donde las relaciones entre la especificidad disciplinaria y la política estaban tensas al máximo. Las consecuencias son evidentes para deducir… Segunda foto: La podredumbre pasa eventualmente por: a) La emigración de los profesionales (Diario Popular, 20 de mayo de 1977, Argentina). 1. [N. de E.] En Les Temps Modernes figura en francés como pourris, lo que habilita la doble lectura de “podridos” y “corruptos”.

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La Argentina bajo la bota (Le Monde Diplomatique, enero 1977, Francia), sobre todo “Prohibido hablar” y “Los militares y la lectura”. b) Argentina “importa” italianos “subnormales” (El País, 24 de junio de1977, España). c) Se revela que el 10% de la población urbana sufre trastornos mentales (La Razón, 29 de mayo de 1977), Argentina. Informe de la FASAM (Fundación Argentina para la Salud Mental). d) Fuga de maestros: de 30 a 50 pedidos de pase a jubilación por día (La Razón, 3 de junio de 1977, Argentina). 1977: Un año transcurrido desde el golpe de Estado de marzo de 1976, se preparan los campeonatos mundiales de fútbol. “Un mundial bien iluminado” (Diario Popular, 4 de mayo de 1977, Argentina). “En vistas del Mundial, se extienden cables coaxiles” (La Razón, 2 de mayo de 1977, Argentina. “Expansión de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones”). Por último: “Un proyecto para evitar la asfixia de Buenos Aires” (instalación de un cinturón ecológico). (Diario Popular, 7 de mayo de 1977, Argentina). Tercer flash: Es “La última cena” de los podridos en Viridiana de Buñuel. Los doce convidados horripilantes están allí. Distorsiones y contorsiones de sus movimientos así como de sus almas. Representaciones del franquismo, de todos los franquismos (enanos o demacrados). Virginidad y podredumbre. Se experimenta repulsión y una atracción por los monstruos – Lon Chaney. El exterior y el interior de cada sujeto se reflejan sobre una superficie lisa y brillante, es ahí donde se fija más o menos la casi última presentación de Isabelita, haciendo horribles gestos de maestra enfurecida, rodeada del director, del inspector y del portero de la escuela, o de Videla mostrándose en un día simpático y familiar al periodista español (en el transcurso de la famosa entrevista televisada, durante la cual la gente de la calle prefería callarse frente a las preguntas políticas) –o los besamanos de su majestad. –¿Qué es la imagen de quién? –¿A partir de dónde la podredumbre? Circula, se arrastra, trepa y toma el poder, en este caso preciso: el poder político, y la podredumbre, aparece en la brutalidad de sus manifestaciones o del infantilismo de quien vive “la historia de su vida” en algún ministerio o en una comisaría para demostrar que siempre se portó bien.

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Cuarto flash: En la ruta de Buenos Aires-Luján, se encuentra General Rodríguez, aproximadamente a 40 kilómetros de la capital. Había un leprosario. Empecé como médico especializado en enfermedades infecciosas; mi maestro era Giuliano –una suerte de sacerdote avezado de la medicina, muy austero, que comenzaba en el Hospital Muñiz a las 6:30 hs de la mañana, lo que consecuentemente nos dejaba poco tiempo para dormir. Modelo de saber práctico, nos enseñó a enfrentar la nosografía infecciosa como un desafío. Habíamos comenzado una lucha contra la enfermedad, era un combate en el cual todo tenía importancia, un combate donde la vida y la muerte están tradicionalmente presentes. Nos enseñó a introducir el coraje. Es decir, el sentido de la responsabilidad, el conocimiento de nuestro cuerpo; debíamos estar verdaderamente presentes y la enfermedad (o el enfermo) debía sentir la presencia de nosotros como un adversario. Con esta formación, me encontré en los diversos servicios del Hospital Muñiz, estuve y sentí las ansiedades en las situaciones más disímiles. Encontré luego a Pichon Rivière. Utilizaba el famoso esquema de los tres círculos concéntricos: Espíritu(1)–Cuerpo(2)–Mundo Externo(3). Por medio del cual intentaba esquematizar y organizar la relación del sujeto con sus propias experiencias históricas de satisfacción o de frustración, es decir con los objetos buenos o malos (según la denominación de Klein). Llegué al leprosario de General Rodríguez con esta formación y me enteré de que existía, incluso, un servicio de psiquiatría en el interior del hospital. Leprosas psicóticas, era el colmo. Los tres círculos hacían lo posible para no estallar. El cuerpo no lograba alojar a la psicosis y ésta implicaba al espíritu al mismo tiempo. El 2 y 1 estaban ocupados por objetos minúsculos, lo que provisoriamente agravaba la lepra o las alucinaciones. ¿Desde qué punto se puede comenzar a reconstituir la historia de un sujeto? Quinto flash: Se continúa la relación de las enfermedades infecciosas (pero esta vez no con el psicoanálisis sino con la política). Contagio: No bacterias, virus, por malas compañías o por “ideas extranjeras a nuestro sentimiento nacional”. Sospechoso: En lo que concierne las enfermedades infecciosas, se amansa al sujeto que, aunque no tenga ningún síntoma de la enfermedad, ha estado en contacto con sujetos portadores de esta enfermedad, o viene

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de un lugar donde hubo una epidemia, donde la enfermedad es endémica. En política… (ídem). Utilizar el lenguaje y las denominaciones “infección”, “contagio”, con el fin de poder ejercer la represión policial (“el mal a extirpar”), “el saneamiento del país”, es continuar utilizando un lenguaje de asistencia y de prevención, la imagen de la policía que te salva la vida (como el médico) y la búsqueda de una complicidad con… el que ha atacado. “La vacuna, aunque sea dolorosa, inmuniza contra la enfermedad maldita”. Por consiguiente, el desdichado sujeto es salvado de no se sabe qué, como en la enfermedad, no se sabe nunca muy bien de qué ha sido salvado. Un vasto capítulo se abre sobre la Inmunología y la violencia del Poder. Otro cliché: “Los chupados” –los que pasaron por los campos de concentración en Argentina (“La Perla”, la Escuela de Mecánica de la Armada, etc.: declaraciones en París, Ginebra, Londres) y luego liberados, se escaparon o trabajan para los servicios secretos. En su casi totalidad han sido torturados, han rozado la muerte, algunos han torturado a sus compañeros hasta provocarles la muerte, “matar a cualquiera para sobrevivir”, en un torbellino de locura. ¿Hasta dónde llegará la podredumbre acá? ¿Cómo llega? ¿Quién responde por ellos? ¿Y nosotros frente a ellos, qué? Podemos comprender todo y no juzgar. ¿Y qué si juzgamos? Hubo dos tendencias históricas: se fusilaba a cualquiera que se escapara de un campo de concentración (sobre todo si no se sabía cómo lo había logrado) o, como hacen los palestinos, se volvía a las filas para luchar. Pero en estos dos casos, la lucha armada estaba vigente; en nuestro caso es bastante diferente. ¿En nuestra especificidad, podemos rescatarnos, afirmar la neutralidad del psicoterapeuta mismo? ¿O bien, podridos por la situación, debemos entrar en la complicidad y el “amiguismo” sin discriminación? Observo que un sujeto, después de haber pasado por un campo de concentración, llega a los grados más sutiles de organización mental para llevar a cabo algunas planificaciones (estudios de Bettelheim). Su sistema de desconfianza le procurará una percepción más aguda de ciertas situaciones, sobre todo si debe detectar los elementos peligrosos para él; está mejor preparado para alcanzar ciertos objetivos, a causa de su facilidad para identificarse con los otros. Sería falso decir que “tiene una percepción psicótica”, expresión que se utiliza para señalar la capacidad de adivinar que poseen ciertos sujetos.

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Por otra parte, saben defenderse mejor, pasaron por las peores pruebas. ¿Cómo es posible trabajar con ellos? ¿Cómo se establece el lazo? Del otro lado se encuentran los otros, los del exilio; conocieron sobre todo la soledad y la inacción política. Por momentos, la nostalgia y la melancolía les han hecho caer en los lugares repetitivos de la repetición. ¿Cómo restablecer las relaciones entre los dos lados? La enfermedad del exilio (si no se ejerce una actividad productiva o si no “se estudia”, como decían los exiliados rusos de principios de siglo) es la vejez prematura, se evocan recuerdos permanentemente. La situación se completa gracias a testimonios de sobrevivientes de los campos de concentración que dicen esquemáticamente: Primera parte: descripción del campo, individualización de los torturadores, reconocimiento de algunos compañeros. Segunda parte: funcionamiento del campo, torturas y fusilamientos, “transferencias”. Tercera parte: crítica de la “organización” y autocrítica. Cuarta parte: bosquejo del proyecto. Lo que traen aparejado estas deducciones, o deja transparentar todo relato, es: a) están todos muertos, o b) es inútil insistir, o c) hemos sido vencidos y nos dirán qué hacer, o d) más vale “borrar y recomenzar todo”. ¿Es ese el metamensaje? Último flash: Se ha formado en Madrid (en la Casa Argentina), un grupo de trabajo sobre “Exilio y Escepticismo”. Al principio, el escepticismo era la convergencia de la desilusión, la soledad, el abandono y el fracaso. En medio del trabajo, se vieron los alcances que el escepticismo ofrecía a las “Alternativas” de un proyecto. La reunión se concluyó sobre la idea de reflexionar en otros medios de participar en la política.

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Testimonio Por Laura Bonaparte Bruschtein 14 de mayo de 1979 Me llamo Laura Beatriz Bonaparte Bruschtein. Nací el 3 de marzo de 1925. Soy psicóloga, diplomada en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Esta cinta es mi testimonio sobre la persecución de mi familia por la Junta Militar de Argentina. El 24 de diciembre de 1975 recibí un llamado telefónico. En esa época me encontraba en la provincia de Mendoza, donde deseaba obtener una reasignación del puesto que ocupaba en la Policlínica del Hospital Lanús. Me pidieron volver inmediatamente a Buenos Aires ya que mi hija Aída Leonor –de 24 años en ese entonces– acababa de ser secuestrada en la “Villa”1 donde trabajaba. Mi hija enseñaba a leer y a escribir a la gente de la villa donde ella vivía. Llegando a Buenos Aires descubrí que habían hecho subir a mi hija, Noni, como la llamábamos en casa, a un jeep del Ejército a las diez de la mañana. Fui a la villa para averiguar; lo primero que hice fue hablar con los que habían sido testigos de su secuestro, con el fin de descubrir dónde podía encontrarse. Algunas mujeres me reconocieron gracias al parecido físico con mi hija. Ellas me contaron lo que sigue: mi hija había llegado a las siete de la mañana a la villa que había sido bombardeada en la víspera por las tres Fuerzas Armadas Argentinas –Marina, Fuerza Aérea y Ejército. El día anterior había tenido lugar la “batalla de Monte Chingolo” y el Ejército había mantenido sangrientas represalias atacando a los habitantes de la villa. Mi hija, enterándose de esto, había llegado a las siete para ver si había heridos y para lo que eventualmente pudiera hacer por las madres y los niños que ella tenía como alumnos. Fue a varias casas, y mientras cruzaba la calle para entrar a otra casa, desgraciadamente, fue detenida por un jeep del Ejército. Desde ese momento, no la volví a ver. Inmediatamente interpuse un recurso de hábeas corpus en Capital Federal. De ahí, me mandaron a La Plata, al Juzgado Nº 1 y al Juzgado Nº 8. Tenía que ir todos los días, ya que tal vez podía haber, en uno de esos juzgados, una respuesta. Ahí me encontré con otras personas de la villa, los padres de los que habían participado en Monte Chingolo y habían 1. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “Villa” figura en castellano, con la siguiente nota al pie de la redacción: “Un bidonville dans la banlieue de Buenos Aires” / “Una villa miseria en los suburbios de Buenos Aires”.

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sido asesinados; sus cuerpos habían sido mutilados después de su muerte, con un furor ciego. No me acuerdo de sus nombres. Recuerdo que me trataron con una cierta deferencia (lo que era injusto ya que todos éramos padres), porque mi padre y mi tío eran personalidades argentinas conocidas, hombres de leyes. Cada vez que iba al juzgado en compañía de otras madres, no éramos recibidas. Al mismo tiempo, buscaba todas las ayudas, todos los contactos posibles, apelaba a los amigos de la familia; le dirigí a uno de ellos, Monseñor Tortolo, un telegrama desesperado pensando que tal vez era el único que podía parar la mano de los asesinos. Él a menudo había tenido en cuenta la admiración que sentía por mi padre, por los valores a los cuales estaba ligado, por su honestidad, por su acción en defensa de los derechos humanos, y yo creía que podría ayudarme. Mi gran esperanza era que me diera una respuesta en cuanto al lugar donde se encontraba mi hija, capturada, secuestrada por el jeep del Ejército. Contacté también a diputados del Congreso, senadores en ejercicio. Un senador, amigo de la familia, que había sido vicepresidente de la República, poniendo en juego su seguridad personal en esos tiempos de intensa represión (estábamos en diciembre de 1975), intentó obtener información sobre mi hija, diciendo que era el doctor Fulano de Tal, senador de la Nación, y que quería saber dónde se encontraba Aída Leonor Bruschtein Bonaparte, su sobrina. Él, un senador, un ex vicepresidente, no recibió ninguna respuesta, ni de la Policía de Buenos Aires, ni de la Policía Federal. Le dijeron que el nombre no figuraba en las listas que el Ejército les había comunicado, y, con una cierta deferencia, el coronel, responsable de la represión, le hizo saber que no podía darle ninguna información. Este senador, un amigo de la familia, no era evidentemente nuestro pariente. Quería solamente utilizar todo su poder de senador en mi favor, pero el coronel le dijo bien de frente que no existía ninguna posibilidad de saber dónde se encontraba mi hija. Era 30 de diciembre. El año se terminaba. Yo continuaba yendo a La Plata en búsqueda de una respuesta del Ejército. Un día me enviaron al Batallón Nº 609, creo que era ese número. Ahí nos dijeron –me encontraba con otras madres– que deberíamos ir al cementerio de Avellaneda. Yo sabía que existían otros casos de personas desaparecidas como mi hija. Sabía que el Ejército había bombardeado la villa, y que además había secuestrado en la calle a gente que no se encontraba en su casa. Por eso fui en compañía de otras personas que estaban en la misma situación que yo. Cuando nos dijeron de ir al cementerio de Avellaneda, me acordé de los rumores: alrededor de 150 personas habrían sido asesinadas, pero no llegaba a convencerme de que mi hija no estaba viva.

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Salí para el cementerio para ver si mi hija figuraba en la lista de los muertos, pero no osaba acercarme a más de tres o cuatro cuadras del cementerio, ya que el mal olor de los cadáveres en descomposición era realmente terrible. No podía… Tenía mucho miedo… y todo parecía tan increíble y tan horroroso. Volví a La Plata, como lo hacía cada día, al Juzgado Nº 8. El 6 de enero me dijeron de volver el 8 de enero para tener una respuesta. Querían que firme un papel que decía que mi hija había muerto durante la batalla de Monte Chingolo. Me negué a firmarlo. El juez me dijo que si no firmaba no podría obtener el cuerpo de mi hija. Le pedí que me probara que estaba muerta. Me respondió que tenía un papel en el cual figuraba el número de una urna, la 24, y que en esa urna se encontraban las manos seccionadas de mi hija, su identificación. Rechacé ver la urna, ya que no quería entrar en el juego de las manipulaciones homicidas de estos criminales. Tampoco firmé el papel ya que eso hubiera sido negar el hecho de la dramática multiplicación de los secuestros, y de la impunidad con la que obraba el Ejército, y esto, desde hacía mucho tiempo. Me costó mucho encontrar dónde estaba enterrada mi hija porque no quería firmar el papel, pero insistí y me enviaron a ver al comisario de Lanús. El primer día, el comisario se negó a recibirme, pero al día siguiente declaré que no me movería de ahí hasta tanto el comisario no me acordara una entrevista y me senté, previniéndoles que cinco personas estaban al tanto del lugar donde me encontraba. El comisario me recibió quince minutos más tarde. Me interrogó durante tres horas. El interrogatorio fue verdaderamente… kafkiano, ya que tratando de sacarme información me daba datos terroríficos. Escuché e intenté no defenderme. Por ejemplo, cuando le pedí saber dónde estaba enterrada mi hija con el fin de poder trasladar su cuerpo a nuestro panteón de familia, me respondió: “Pero señora, lo que nos entregaron no puede ni siquiera ser llamado cuerpo”. Traté de obtener otros datos, como él, supongo. Me interrogó sobre las relaciones con mi hija, me preguntó si ella estaba casada. Respondí que no, ya que, en ese estado de cosas, pensé instintivamente que toda información que le diera podría poner el resto de la familia en peligro. No sé por qué yo no paraba de pensar en esta pregunta (si Noni estaba casada). Me esforzaba siempre en saber cómo podría obtener el cuerpo de mi hija. Me dijo que, para trasladarla al cementerio de Paraná, el cementerio de nuestra familia, yo debería arreglar con el empresario de pompas fúnebres. El Ejército también había considerado trasladar los restos de mi familia. Le dije que yo conocía un médico, que no era militar, que haría la autopsia de mi hija y me respondió que

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era imposible. El féretro estaba sellado y yo sería acompañada por una escolta especial hasta que el cuerpo estuviera depositado en la urna. Le dije que “no”, que esperaría, que todo eso se volvería muy caro, en fin, cualquier pretexto, todo lo que ingenuamente se me venía a la cabeza en ese momento. Pero yo seguía interrogándome: ¿por qué preguntarme si mi hija estaba casada? Nos manteníamos los dos en guardia. Yo tenía la impresión de que dos personas cohabitaban en mí, una aniquilada y la otra tan fría como el comisario que se encontraba frente a mí. No debía permitirle que obtuviera de mí otros datos que los que él había podido recoger de los documentos oficiales sobre nuestra familia, los padres, los hermanos y las hermanas de Noni. Me interrogó varias veces sobre el estado civil de mi hija; ¿ella había tenido un hijo recientemente? Me hice la idiota lo mejor que pude, yo creo que no actuaba, sino más bien estaba conmocionada y aturdida. Traté de defenderme… como lo haría tal vez un animal herido. Pero, a pesar de todo, esta especie de interrogatorio, las preguntas que me eran hechas, me hicieron estremecer, ya que dos meses y tres días antes, mi hija había dado a luz a su bebé y ella lo amamantaba desde entonces. Seguramente había signos en su cuerpo cuando la habían torturado, la leche en sus senos, pienso, el vello del pubis que todavía no había vuelto a crecer, todo eso les había debido indicar en qué fase de su maternidad estaba mi hija. No pensaba en eso sobre la marcha, solamente sabía que debía negar y negar y negar porque su marido y mi nieto podían estar en peligro. El interrogatorio llegó a su fin. Volví a preguntarle dónde estaba el cuerpo de mi hija, para llevarle un ramo de flores. El comisario me dijo que no me aflija, que todos se encontraban en ataúdes individuales. Cada uno de ellos estaba identificado por una cruz y un nombre. Me dio la dirección del cementerio de Avellaneda, tumba Nº 28. El interrogatorio llegó a su fin muy tarde. Me fui temprano al día siguiente, llevando para mi hija tantos claveles como podía. Fui al cementerio de Avellaneda para buscar la tumba 28. La gente del cementerio parecía haber estado prevenida de mi llegada. Les mostré los papeles que el comisario me había dado. El administrador del cementerio le pidió al empresario de pompas fúnebres que me acompañe y fuimos al otro extremo del cementerio. Lo que vi fue espantoso. No había cruces ni tumbas individuales. Se trataba de un cuadrado, de alrededor de cinco metros por cinco, la tierra recién removida, una fosa común ubicada entre el muro que delimitaba al cementerio y el paredón detrás del cual se encontraba la descarga de basuras del cementerio. La tierra, recién removida, estaba cubierta por un charco de agua verde. Le pregunté al empresario: “¿por qué el charco?”, y me respondió

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que era a causa del peso de los cuerpos… que los cuerpos eran traídos con palas mecánicas y eran depositados todos juntos en este lugar hasta que estuviera cavada la tumba y los tiraran luego todos al mismo tiempo. El empresario quería contar veintiocho pasos pero no pudo hacer más de dieciséis, se paró y me dijo: “Es acá”. Yo, por supuesto, no le creí, estaba demasiado espantada, demasiado desesperada, y afligida y exasperada con un terrible sentimiento de odio. Esperé que se fuera. Grité mi bronca, mi odio, mi impotencia en ese momento, después me di cuenta que el empresario no podía ser culpado. Yo había recibido tal golpe viéndolo caminar sobre la tumba, viendo sus pies hundirse en la tierra recién removida. Era como si él hubiera caminado sobre mi cuerpo, como si yo hubiera estado enterrada ahí debajo, tan mal me hacían sus pasos. ¡Me fui del cementerio con tal sentimiento de indignación y desesperación! Encontré a dos periodistas suecos y al día siguiente volvimos al cementerio y tomaron fotos de la tumba. Entonces, de acuerdo con Santiago, denuncié en el Juzgado Nº 8 y acusé al Ejército del asesinato de mi hija. Intentaron convencerme de no hacerlo, pero yo creía sinceramente que al crear un precedente legal podría parar esta masacre, que cada día agrega más muerte al sufrimiento de nuestro país. Pensaba: no dejaré a mi pequeña Noni enterrada ahí, ella que había querido vivir con los pobres, enseñarles a leer y escribir. Vivía con ellos. Había muerto con ellos. Y, por otra parte, yo no podía dejar de pensar si era eso lo que habían hecho después de su muerte… No quería pensarlo, y al mismo tiempo no podía dejar de pensarlo, y no quería pensar en lo que había pasado durante las veinticuatro horas que habían precedido a su muerte. Porque la verdad es que mi hija Noni ha sido salvajemente asesinada, a tiros en la cabeza y en los brazos, y murió, o más bien fue asesinada, el 24 de diciembre de 1975, por un ejército que tiene como vicario a un hombre tal como Monseñor Tortolo. Repito, acusé al Ejército de asesinato y seguí yendo al juzgado para ver si había una respuesta. A mediados de marzo de 1976, Adrián Saidón, el marido de Noni, él también de 24 años, fue abatido en la calle, habiéndose rehusado a detenerse cuando había recibido la orden. Su padre quiso reclamar su cuerpo y le declararon que ya había sido enterrado, que no podían devolverle el cuerpo, que era un secreto militar, aunque estuviera muerto. Entonces, algunos amigos, que se dieron cuenta de que yo no andaba bien, me hicieron tomar el 1º de abril de 1976 un avión hacia México donde mi hijo Luis Marcelo vivía con su mujer y sus dos hijitos, Malenita y Julián. Yo pensaba que encontrarnos juntos, mi hijo, mi nuera, mis dos

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nietos y yo, nos haría bien, podríamos, por lo menos, hablar. Me instalé en México por tres meses. Fue en México, el 11 de junio de 1976, que recibí la noticia siguiente: el doctor Santiago Bruschtein, de 59 años de edad, sufriendo una grave enfermedad cardíaca, había sido brutalmente secuestrado en su casa, calle Lavalle, en el centro de Buenos Aires. Santiago era cuidado por una enfermera chilena, quien, por suerte, había sido amordazada por los secuestradores, lo que sin duda le salvó la vida (si hubieran notado su acento chileno, seguramente ella también habría sido secuestrada). Gracias a ella sabemos que preguntaron sobre nuestros hijos, sobre mí, y que resultaba que la cosa que más les había exasperado era la acusación por homicidio que habíamos presentado, ya que habían hecho el comentario siguiente: “¡Cómo una judía de mierda había osado acusar de asesinato a la Fuerza Armada Argentina!”. Santiago, según la enfermera, había pedido que lo autorizaran a llevar sus medicamentos, pero estos asesinos no lo habían permitido. Santiago fue llevado, vestido como estaba, y puesto en un coche del Ejército, uno de esos tantos autos que habían sido utilizados para aislar el departamento de mi marido cuando lo agarraron. Por supuesto, el departamento fue saqueado. Es la costumbre. Mi hijo Víctor y mi hija Irene me escribieron para pedirme que no volviera a Argentina ya que era buscada, habían ido a mi casa, y buscaban con obstinación a mis otros hijos. Yo estaba muy inquieta y empecé, desde ese momento, a escribirles para que ellos vinieran a México. El problema era que el padre de mi yerno Mario, un hombre de setenta años, había sido operado de una hernia y Mario era su único hijo, es su único hijo. Tiene una hermana, pero Mario no quería dejar Buenos Aires sino después de la operación. Irene estaba muy tentada de venir a verme porque queríamos estar juntos. Yo quería ver a Huguito (el hijito de Noni) que había quedado huérfano tan pequeño y del cual Irene y Mario se ocupaban, yo quería ver también a Victoria (la hija de Irene y Mario). Pero ella decidió no hacer el viaje, quedarse con su marido hasta después de la operación de Don Jaime. El 11 de mayo de 1977, a las cinco de la mañana, tropas armadas invadieron el departamento de Irene y Mario. Se quedaron una hora. A las seis de la mañana, se llevaban a Mario e Irene y dejaban a los dos niños en el vestíbulo del departamento, con la dirección de sus abuelos paternos enganchada con un alfiler en sus ropas. Desde aquel día no tuvimos ninguna noticia más de Irene y Mario, a pesar de todas las averiguaciones que hicimos en diversas organizaciones internacionales e intelectuales. Si la situación no es resuelta por las organizaciones internacionales gracias a sanciones internacionales, lo será por lo gobiernos democráticos que

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tomarán el poder después de las dictaduras. Será resuelta tarde o temprano, quién sabe, tal vez eso tome quince años como en Brasil. Yo espero que en Argentina se haga más rápido. Todo depende de la ayuda financiera internacional. Tenemos que organizar una campaña para poner fin a esto, para detener la venta de armas y para denunciar continuamente los crímenes de esta máquina de destrucción que es la Fuerza Armada argentina. Espero que puedan comprender este mensaje que les dirijo. No quiero inspirar lástima, sino más bien quisiera pedirles que compartan nuestra indignación y nuestro deseo de cambiar la situación para volverla mejor.

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El ojo en la mira 12 Por Tununa Mercado En las hileras que hacen punta, los de la más larga historia, los más firmes, los que tenían los sentidos más despiertos y la mayor combatividad, se toman del brazo, impulsados por los principios desde la guerra de España, la ética revolucionaria, el objetivo a corto, a largo alcance, la lucha prolongada, instantánea, ya mismo, coronados por la sábana crepuscular teñida de rojo, sobre las cabezas, llamando a la presencia, Presentes, tantos ausentes, derramada la sangre, negociada finalmente. Ahora los que llevan el pecho adelante empiezan a darse cuenta del dorso de la mano, del reverso de las cartas leídas a contraluz, de la cifra de los mensajes, entresacando la verdad del general que no necesitaba de ninguna victoria, dormido para siempre sobre su costado derecho, hacia la pared. Las caras están torvas, aguerridas, muy tristes. La lluvia, como otras veces, sirve para señalar los momentos más dolorosos. Venimos a3 esta otra muerte, la del hombre de voz calma, a veces se sentaba en un banco de la plaza de Montevideo y Arenales, con un libro, con un hijo, con su mujer, ahora ella como un tigre furioso dando vueltas alrededor de su cadáver. Una vez pasa, otra vez vuelve a pasar, sola. No puede mirar a nada ni a nadie porque nada puede verse después de esta muerte. En medio de la noche, por el hueco de luz y aire, confundiéndose con las aguas que siempre caen, de las macetas, de las botellas, de las celebraciones, había subido una voz ronca anunciando el desastre: Lo mataron al Pelado. Hijos de puta, lo mataron al Pelado. No bajen la guardia, no saquen el ojo de la mira, no desvíen la boca del arma, había dicho él, midiendo las posibles resonancias de sus palabras frente a ese público de espectadores perplejos que tenían ganas de irse a dormir un poco la siesta. Gente cansada, verdaderas computadoras de la represión: años juntando los recortes, armando los ficheros, redactando los testimonios. Un respiro, por favor, decían, basta del collage. Probemos un poco el dulce aliento de la victoria. Pero el Pelado insistía, todo está igual, decía, no saquemos el ojo de la mira. 1. [N. de E.] Publicado también en Canon de alcoba, Buenos Aires, Ada Korn Editora, 1988, pp. 81-83 y pp. 87-90. 2. [N. de E.] En la versión de Canon de alcoba este relato fue publicado con el título de “No saquemos el ojo”. 3. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “Venimos a” sin traducir.

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Muchos se dejaban cubrir por las advertencias pero, al mismo tiempo, armaban las respuestas para el aguafiestas con voz suave. Cree saberlas todas. No se entrega jamás al sueño. Entreguémonos, concedamos ahora, vayamos preparando el terreno, la absolución, el altar para la muerta4 rodeada de sus humildes, tendremos un lugar, en el salón no habrá antesalas, ni tarjetas de presentación, ni credenciales. El Viejo nos va a responder. Ella da vueltas, rodea a su hombre, va hasta la cabecera, roza con sus dedos la madera, vuelve hacia los pies, luego de nuevo a la cabeza. Todo está igual, no hay cierre, aquí nada se cierra, no hay final. En qué lugar Se levanta por debajo de la piel, crece como una cornamenta. No cubre ni ocupa ningún espacio vacío. Los agujeros, el agujero, no puede llenarse; es una ausencia que no habrá de llenar ninguna presencia. El agujero y el nuevo órgano que crece (cuerno, miembro, excrecencia) conviven en el cuerpo; el muñón y la protuberancia se complementan, pero no embonan, no calzan uno en el otro. Como si te cortaran el brazo y te creciera una buba, como si te arrancaran una uña y te creciera una joroba. Ni ojo por ojo, ni diente por diente, sólo la deformación. Estamos nerviosos, los que tenemos la deformidad. Pero no nos avergonzamos. Día a día nos miramos en un espejo, vemos lo que nos falta, vemos lo que nos ha salido. Crece o no crece, el vacío no se llena, el plus se agiganta, empieza a supurar. Y andamos por el mundo como una raza nueva, como una especie que espera su clasificación y el desiderátum de la selección, que no tardará en venir. Somos cientos de miles. Nos objetivan en seminarios, nos descomponen en lecciones de anatomía. Por lo que hemos perdido y por lo que nos ha crecido, no ocupamos un espacio que naturalmente debiéramos ocupar entre los humanos, entre los propietarios, entre los ciudadanos, entre los nacionales, locales, regionales habitantes del mundo. Fragmento de una reflexión del general “No me jodan más. Al que no le guste que se vaya. El plato tiene bordes afilados, alambrados, es un campo no precisamente de flores, no vengan a joderme, yo sé reconocer la caca de los pájaros. Los pájaros se reconocen por la caca y yo prefiero la de los halcones. La misma caca a la 4. [N. de E.] En la versión de Canon de alcoba, “terreno” y “muerta” figuran en diminutivo, con las connotaciones correspondientes.

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derecha, la misma caca a la izquierda, créanme. En una misma bolsa los dos imperialismos, dos extremos que se tocan, la violencia es una sola, la misma, soy unicista, universalista, corporativista, coleccionista de frontispicios, amo la armonía del mundo. De mi flanco izquierdo me sale una oveja, de mi derecho me brota el escarmiento. Tronará, despeñará. Esos muchachos se me han subido encima, irresponsables tirando contra el pueblo y el ejército. No tengo más que malos imitadores. Cargosos, cambiándome las palabras en medio del discurso, daltónicos confundidos. No quiero hijos ni entenados, solamente su vocecita y el borde de sus uñas, sin ningún carácter, sin ninguna potencia delirante. Ella estará allí para recoger los bastones, tres, por el primero, el segundo y el tercero, los tres períodos de la historia, cuando termine de acomodarse la oveja en su jergón a esperar que pase la guerra. Tenemos la mejor policía del mundo, servidores del pueblo, honestos, humildes trabajadores”.

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Cinco por uno Por Marta Eguía Aquel, en la esquina, vestido de marrón. Fuma, hace horas que está parado ahí1. No tiene sombrero, ya hace tiempo que no usa más. Tampoco juega con él, no le acaricia el borde y no lo da vuelta. Tiene las manos en los bolsillos de su pantalón. Es robusto, casi cuadrado, tiene piernas cortas, demasiado cortas. En la espalda, se le nota algo siniestro que termina por inspirar terror cuando se sube a la nuca, redonda e igualmente corta, con un rollo de grasa alrededor. Fuma con dedos breves, en uno lleva un anillo seguramente cuadrado y sin piedra. Dos o tres veces sacó su pañuelo y se lo pasó por el cuello. Tres horas han debido transcurrir ya. Sin embargo, no tuvo un momento de distracción. Como si todo el tiempo estuviera tapándose la nariz para tomar algunos sorbos de agua con el fin de hacer pasar el hipo. A veces, gira, dibujando un óvalo más o menos perfecto a pesar de no tener nada de fiera enjaulada, aunque a menudo ellas también dibujan círculos estrechos caminando. Pero él no muestra ni prisa ni deseo de evasión. Sin duda, cumple concienzudamente su deber. En otros momentos parece revisarse y lo hace también con rigor. Cuando se prendió el cartel luminoso, su pelo brilló como grasiento. Lleva ropa poco llamativa, hasta un chaleco de lana y el cuello ligeramente levantado en las puntas, sin ballenitas. Quiso imaginárselo hablando, pero no pudo. Le fue imposible suponer las muecas, aunque lo haya observado un largo rato. No había indicio que haya podido insinuar el gesto: su boca era un tajo. Además, no tenía aspecto de hacer nada imaginativo, nada que haya podido sorprenderlo a él mismo. Se aplicaba solamente sin negligencia y sin distracción a la tarea limitada, ordenada que se le había asignado. Cuando había llevado su mano a la boca para morder el cigarrillo, había logrado imaginarse cómo pasaría todo. Pero inmediatamente había comenzado a dudar de su aparente certeza para llegar, por medio de rodeos, a la conclusión de que no le pasaría nada. Si ese tipo hubiera estado ahí por él, ya habría venido. No, no se trataba de él. Tuvieron tiempo, bastante tiempo, antes de hoy. Ése fue, más o menos, su argumento. Después de todo, la lógica jamás lo había engañado. Hombres en la esquina de las calles se encuentran todos los días; por otra parte, ya habrían resuelto la cuestión. No había 1. [N. de E.] El término coin en francés significa “esquina” o “rincón”, así como la traducción literal de arrêté es “detenido”, con lo cual, la lectura en francés dispara en varios sentidos, alguien detenido en un rincón, o alguien parado en una esquina.

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peligro. Seguramente otra cosa. La pinta del barrio terminó por disuadirlo. Búsqueda de drogas, extranjeros, desde la ventana se podían incluso divisar las chimeneas de los barcos, prostitutas. Ayer nomás había estado con esa mujer de la cual se acordaba solamente las axilas ralas y el color violáceo de sus labios. Era una mujer común pero grave. Había hablado con lujo, ociosamente, repitiéndose a veces, sin énfasis. Con una vulgaridad destructiva y esos labios demasiado intensos que lo habían obligado a refugiarse en las axilas. Una vez, si no recordaba mal, ella había a duras penas arqueado las cejas. La había escuchado por aburrimiento. Algo de un parto, cómo algunas horas antes ella había recibido a sus amigos, había destapado el champagne, y se había emborrachado como todos los días. Era minuciosa, en otra época hubiera podido ser entusiasta, ahora no se hacía más preguntas. Esta constatación lo asustó. En ese momento las luces del cartel publicitario parpadearon sobre la cabeza grasienta, y el reflejo discontinuo automatizó los movimientos del hombre subrayando el carácter siniestro de la espalda. Entonces, advirtió que tenía un pantalón de colores diferentes a los del saco y que no llevaba corbata. En realidad, no era este hombre lo que le daba miedo, por más que evocara varios acontecimientos similares en diferentes puntos de la ciudad, sino el espíritu de los llamados operativos que se caracterizaban fundamentalmente por su rapidez, y cuyas razones, a pesar de no estar dichas, dejaban entender indignación, argumentos refutables, y tenían la capacidad desafortunada de unirse a ciertas creencias que parecían haberse perdido provisoriamente en un tiempo radiante y fugaz. Generalmente todo se desarrollaba en cuatro o cinco movimientos ya conocidos por la población que no quería ver y se movía prestamente, eludiendo el riesgo por medio de un gesto convincente, hecho para despistar, y destinado a mostrar el más total desinterés. El grupo se componía habitualmente de cuatro o cinco hombres con armas grandes y gruesas, cuyos caños aparecían a veces detrás de los vidrios de los coches frecuentemente verdes y suntuosos. Se quedaban sentados hasta el momento en que, de repente, salían, golpeaban las puertas y se dirigían corriendo o a paso ligero hacia su objetivo. Volvían arrastrando a sus víctimas o, simplemente, escoltando su paso resignado, perplejo, o tal vez a veces, con las manos vacías. Otras veces, se los veía solamente correr o apostarse detrás de las vitrinas y comenzar la persecución antes de perderse al final de una calle. Probablemente, hoy les tocara imaginarse un plan, detrás de esta presencia, ahí en la esquina, era justo eso lo que le parecía inquietante.

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Sin embargo, como era su costumbre, dudó. Este hombre no estaba ahí por él. Y si se lo hubiera puesto a pensar así, era sólo con el fin de decirse que su prudencia rechazaba cualquier sorpresa, que no le costaba nada imaginarse una anécdota: se volvían siempre inverosímiles y se quedó tranquilo. Vio entonces aparecer un segundo hombre que salió del bar, vio también un tercero iluminado inconsecuentemente por los reflejos del cartel, luego un cuarto que venía de prisa de la otra esquina. A diferencia de lo que había imaginado, el que estaba parado en la esquina, y que ya le parecía familiar, no hizo ningún gesto. Todo parecía perfectamente coordinado. Ni siquiera se integró al grupo que tal vez iba a contar con cinco personas. Suficiente, pensó. Si no había contado mal. Durante un instante, sin embargo, quedó desconcertado. Algo no andaba como lo había pensado, no hubiera sabido precisar qué. Un error tal vez fatal. Entonces se lamentó comprendiendo que no podría corregir su versión cuando oyó la puerta del ascensor y tomó conciencia de que habían llegado a su puerta.

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Tres soldados Por Roberto Madero Digo que en el 76 yo tenía 16 años y cuatro amigos: Gustavo, Andrés, Alejo y Carlos; los pienso ahora con los trazos de caricatura que deja la memoria, como los cuentos o las noticias que vienen de lejos. Me acuerdo de Gustavo, su olor a saliva, sus pecas y su facilidad para pasar de gaucho a Che Guevara. Quería ser actor y le salía bien. Gustavo podía ser cualquier cosa; su padre, dibujante sindicado, era su mejor actuación y la más recurrente. Por eso agregamos juntos una pintada más al monumento delante del Congreso en la época del golpe de Estado chileno, y desconcertamos a más de un profesor valorizando a Fidel o a Luther King, que para colmo era negro. En el living, los cuatro, lo hinchábamos para que hiciera de loca; entonces movía las nalgas y fruncía la boca como culo de gallina, se sentaba en nuestras rodillas y soltaba frases tales como “está muy buena” o “¿te gustan mis tetas?”. Nosotros ponderábamos: “Oh là là!”, jodíamos, alguien le metía bien la mano en el culo, y él reclamaba dinero o decía “más”, las venas del cuello hinchadas, la voz un poco ahogada; entonces, el otro lo tiraba al suelo y se revolcaba sobre él moviendo las caderas, oh, oh, oh là là; íbamos a engrosar el montón hasta el momento en que, a su inmovilidad o al rojo intenso de su cara nos dábamos cuenta de que le faltaba el aire desesperadamente. Gustavo fue el primero en debutar. Por el precio de una blenorragia y cinco mil pesos, pudo contarnos más de una vez cómo la mujer de la casa de la isla se había abierto de piernas y cómo eso se parecía a un trotecito. Fue en la misma época que consiguió su primer papel en una obra de teatro para niños. Vestido de mono, nos dirigió un saludo, en el último acto, hacia el fondo de la sala. Cuando me fui todavía estaba encaramado ahí arriba. Hace dos meses me pasaron una revista argentina; veo una entrevista a él en la primera página, porque tuvo el premio de la Fundación de Dentífricos Odol a la mejor interpretación juvenil. Está en la foto, con las piernas cruzadas, las cejas fruncidas, tiene el pelo corto, acaba de terminar su servicio militar. –¿Qué piensa del servicio militar? –Cómo decirle. Me sirvió mucho. En una palabra, el Ejército hizo de mí un hombre. Carlos fue el primero en trabajar. Su padre, periodista, le había encontrado un puesto de cadete en su propio diario, por eso no veíamos a Carlos más que a la mañana en el colegio y a la noche en su casa. Por eso también

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fue el único en tener un grabador y en comprarse, después de que me fui, la moto que estaba en el afiche frente al colegio. Habíamos hablado de eso a menudo; en la foto, una mujer rubia con un aire de acelerar a fondo y arriba la frase: Peugeot, una moto como la gente. Recibí aquí su segunda carta, poniéndome al tanto de su partida para Perú donde él había llegado siguiendo a su padre. Hablaba también de la posibilidad de encontrarnos en algún lado; terminamos por conseguirlo después de varios arreglos y postergaciones. Lo encontré más grande y casi no lo reconozco cuando surgió adelante mío en la puerta; solté algunas lágrimas, él reía y me estrechaba en sus brazos. Entre todos, era con él con quien más hablaba, de mujeres y de levantes, de Poe y de nuestros padres, de cómo hay que mear entrecortado en los migitorios para evitar que trepen porquerías al pito subiendo a lo largo del chorro, a contrapelo, y de cómo habían venido al diario con ametralladoras y se habían llevado a un muchacho que era terrible. Carlos pegaba duro a pesar de sus brazos cortos y delgados. Era él quien peleaba mejor, por su agilidad, por el hábito adquirido en las grescas entre los hinchas durante los partidos de fútbol. No se escapaba nunca, y lo vi otra vez, no hace mucho tiempo, haciendo de nuevo los mismos gestos. Era durante el mundial, en el momento del partido Francia-Argentina, en un bar de acá. Antes de entrar, Carlos me había dicho: “Pará con la política, gordo; hagamos nuestra pequeña regresión y ofrezcámonos esto de una”. Nos desgañitábamos frente a la tele, después, no me acuerdo bien, pero cuando me di vuelta estaba agarrado al tipo que quería estamparle una copa en la cara y que vociferaba en alemán. Carlos lo empujó, fue hasta la puerta, se volvió hacia la gente acodada en la barra, y gritó: “¡Argentina, carajo!”. Luego se echó a reír y se fue rápidamente. Carlos quería volver allá. No le gustaba estar en el extranjero. Tenía miedo, pero quería volver. Volvió. –Por la vieja. –¿Y si te pasa algo? –No hice nada gordo. Lo importante, es quedarse pancho y cerrar bien la boca. Andrés entró a mi casa con su llave, sacudió nuestro atontamiento con un grito: “¡Firmes! ¡Salude al compañero responsable político del Liceo de Buenos Aires horario matutino!”; Andrés acababa de ser “promovido”. Andrés era el único provinciano. Creo que fui yo quien lo trajo al grupo. Lo había conocido en una fiesta sorpresa y le había dicho de venir. Al principio no lo pasamos muy bien que digamos; el primer día nos

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abrumó y acusó incluso a Carlos de lumpen porque escuchaba música progresiva y porque iba a los recitales. El sentido de la provocación se le escapó a Carlos; lo que no se le escapó fue el primer descuido de Andrés que aprovechó para escupirle toda la espalda invitándonos con el codo a hacer lo mismo. Andrés se dio cuenta y eso terminó a los trompazos; los dejamos que se dieran, después de un rato los separamos, pero terminaron intercambiándose cumplidos: “¡Qué bien que pegás eh, hijo de puta!”. “¡Ah no, vos pegás más fuerte! Acá, te digo, me colocaste una, nada mala”. Poco a poco nos fuimos entendiendo, fuera de los contratiempos cotidianos, levantados por Andrés, queriéndonos aconsejar: nos ponía una mano en el hombro, nos miraba a los ojos y hablaba lentamente buscando sus palabras. Eso dependía del tema, pero la mayoría de las veces lo gastábamos con un “sí, papá”, y nos lanzaba su palabrita: ¡lúmpenes! Pero lo bueno de Andrés era su audacia con las mujeres, al punto tal de salir del baño, con la pija afuera en el medio de una reunión, para pedirle a Clara o a Mariana que se la sacudiera: “Y después, si querés, podés jugar un rato con ella”. Nosotros lo alentábamos: “Vamos flaco, dale”. Fue un poco antes de mi partida que Andrés fue nombrado responsable, y su última sorpresa consistió en mostrarme un Smith & Wesson 38. Algunos días después recibí su carta; me contaba que no veía a los muchachos, dado que él estaba clandestino. Tenía ganas de pasar a Uruguay y de ahí a Europa; “ya veré”. Me dijeron que lo mataron.

Conclusiones

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Borges y Perón Antonio J. Cairo1 Sus diferencias son conocidas. Por eso mismo yo querría destacar sus parecidos; en sus escritos creo que podría encontrarse, en principio, una misma exclusión de la historia, que se manifiesta mediante la negación de la lucha de clases en Perón y en una literatura analgésica en Borges. En uno y otro se asiste a una evacuación del sufrimiento y del drama inherentes a la vida cotidiana: evacuación que resulta, en el texto borgeano, de su oposición al “Centro” trágico y deslumbrante, y en los documentos de Perón, de su necesidad de borrar todo lo que implica un cuestionamiento. Porque si los escritos de Borges no reconocen a sus lectores sino que los inmovilizan, el discurso de Perón no incorpora a sus mejores colaboradores sino que los fija. Y si el movimiento esencial de Borges se orienta hacia el ruego, el de Perón se especializa en las órdenes. Uno y otro, me parece, instauran un espacio vertical, de arriba hacia abajo y a la inversa, que poco a poco excluye toda dimensión horizontal: incapaz de hacer que una comunidad se respete incluso después de haber visto sus propias miserias, ambos prefieren –cada uno según sus valores y con un objetivo diferentes– que esta comunidad continúe ignorándolos. En otro aspecto –el empleo de las palabras– me parece útil establecer sus lazos de parentesco recíprocos con el Leopoldo Lugones de los años veinte: cuando Perón dice “muchachos”, está impregnado del Elogio de la espada pronunciado por Lugones en 1924 en ocasión del centenario de la batalla de Ayacucho; cada vez que Borges emplea el término peyorativo “muchachones”2, está retomando los semitonos del Lugones de La patria fuerte. Podrían incluso establecerse similitudes en virtud de una cronología “generacional” previsible, de climas familiares comparables y de una historia compartida desde la “Semana Trágica” de Buenos Aires en 1919 hasta los años de la “década infame” (1933-1943). Verdadera matriz que conformó a los dos hombres en el período que precedió a su eclosión respectiva –sobre todo si se tiene en cuenta la influencia decisiva de la presidencia del general Justo (1932-1938), respectivamente “tío” de Perón y mecenas de Borges. Pero en realidad es el parentesco de símbolos entre Borges y Perón lo que me interesa particularmente. Símbolos poderosos: concentración de 1. [N. de E.] Pseudónimo de David Viñas. 2. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “muchachones”, en castellano.

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la línea elitista-liberal en Borges, encarnación de la corriente nacional-populista en Perón. Sobre todo en relación con los dos sectores de la Argentina: la clase media liberal y la clase media populista, cuyas connotaciones preferidas son el doctor Houssay, el hombre que habló en La Sorbona y polo sacralizado por la tendencia liberal-elitista, y el tango trivializado, el Viejo Vizcacha y un Gardel de opereta para la franja nacional-populista. Dos sectores que, si se enfrentan en su adhesión, uno a Borges, otro a Perón, a menudo se intersectan y se ponen de acuerdo: en especial cuando se trata de exaltar el símbolo de una vieja Argentina de virtudes patriarcales tranquilizadoras y estereotipadas. Sucede que el verticalismo al que me refería –tanto el de Perón como el de Borges– acarrea, tanto en los liberales-elitistas como en los nacionalistas-populistas, una adhesión exenta de crítica, incondicional en la mayor parte de los casos; eclesiástica, diría. Y con ella todo lo que suponen el star system y el star cult: filisteísmo, identificación y proyección inmovilizadoras, autosatisfacción, incondicionalidad. Herencia a lo sumo, no apuesta. Podría decirse, para intentar comprender un poco mejor, que Borges y Perón “son dos burgueses”. Dos grandes burgueses. Y si se quiere, los dos burgueses más célebres que haya producido la Argentina. Que con ellos culminan la literatura y la política concebidas en el núcleo programático inicial de 1845, dado que Perón y Borges –a pesar (y a causa) de sus contradicciones y sus matices– son la concreción perfecta de esta conciencia posible. Lo que quiero decir es que las variantes a las que puede llegar el pensamiento burgués son infinitas. Infinitas sus posibilidades de combinación, pero finitos los ingredientes a partir de los cuales han sido formuladas la teoría y la proposición programática –y, lo que hoy me preocupa, agotadas. Porque si sus combinaciones pueden hacerse en un espacio imaginario (sea Madrid o un relato), su finitud y su agotamiento eclosionan en un espacio histórico concreto: la Argentina actual. Es por eso que estos grandes símbolos que son Borges y Perón ya no constituyen hoy (justificando, realimentando y, si puede decirse, mitificando) sino un movimiento circular –del que por cierto no se escapará utilizando los recursos del “collage”.

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La vanguardia estratégica: ejemplo de un malentendido1 Por León Rozitchner Podemos seguir ahora, para verificar nuestra interpretación, las vicisitudes que sufre un concepto militar cuando prolonga su eficacia en el campo político, conservando sin embargo la aparente seriedad que le viene dada desde su empleo en la guerra. Se trata del concepto de “vanguardia estratégica”, definido por Perón en sus “Apuntes de historia militar”. Este concepto tiene importancia por su anfibología: punto de encuentro de estrategias diferentes que la fascinación preparó, fue utilizado por unos y por otros, tanto por Perón para una política de derecha como también por la izquierda peronista para la “revolución”. Pero asimismo, lugar de equívoco: aquél que hizo coincidir el proyecto político de Perón con el de quienes, entrando en el peronismo por la izquierda y confiados en su conductor, creyeron que entendían y expresaban lo mismo, cuando en realidad bajo la apariencia de un mismo lenguaje quedaron atrapados por significados y objetivos radicalmente diferentes, que sólo la persecución y el asesinato esclareció. Era otro el código aunque las palabras fueran las mismas, otro el sentido de la lucha y otro, por lo tanto, el esquema con el cual se aprehendía la realidad. ¿Qué sentido adquiría preeminencia real y prevalecía en este haz equívoco preparando efectivamente el enfrentamiento de las fuerzas en la política? Credulidad mediante, imperó el de Perón, quien sin confesar el equívoco y aceptando su vigencia para los demás, lo mantenía oculto en tanto táctica inconfesada pero organizando con ella su estrategia política. Esa estrategia que los otros, utilizados y prestándose como medios, pese a las resonancias disímiles del lenguaje, incautos al fin, enceguecidos por el resplandor del poder encarnado, venían a servir. En su libro Notas de historia militar, Perón dice:2 Vanguardia estratégica: dispositivo estratégico en el cual se agrupan las fuerzas de manera tal que una parte de ellas, la menor, se sitúa delante de la masa principal (...) de manera que en el conjunto 1. [N. de E.] En Les Temps Modernes, una nota al pie señala: “Extrait du livre: Stratégie politique et guerre: la logique du péronisme, en cours de publication” / “Extracto del libro, Estrategia política y guerra: la lógica del peronismo, en prensa”. Se trata del apartado “La vanguardia estratégica: ejemplo de una trampa mortal”, publicado en el libro Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1985, pp. 177-180. 2. [N. de E.] En Estrategia política y guerra: “Perón había definido en su libro sobre la guerra, que alguna revista de izquierda peronista reprodujo sin entender, ese concepto fundamental”.

302 | León Rozitchner la parte adelantada constituye una especie de cuña avanzada hacia la vanguardia. El objetivo de la vanguardia estratégica es sondear al enemigo atrayéndolo hasta asirlo, entretenerlo, y recién entonces asentarle un golpe mortal con la masa principal.

En el lenguaje de la guerra real, no simulada, la vanguardia estratégica es una fuerza destinada a sondear al enemigo y experimentar su capacidad de respuesta. Emanación de la masa armada, homogénea con ella, su diferencia está dada por el sacrificio y el riesgo a que el estratega la somete:3 debe soportar la fuerza del enemigo para conocerla y, si cabe, engañarla atrayéndola como si fuese una fuerza débil, aislada.4 Cual sonda se introduce en el cuerpo enemigo y sabe de él, pero este saber incluye el riesgo de su propia destrucción.5 La vanguardia estratégica es, pues, el simple medio de una astucia de guerra, nada más que un “dispositivo” que el estratega utiliza y sacrifica, si cabe, para no arriesgar la masa total en un enfrentamiento incierto y desigual. Si6 pasamos ahora al campo de la política, este concepto militar cambia en forma radical según se lo incluya en una estrategia de derecha o de izquierda. Dependerá de que siga siendo simplemente una astucia de guerra a la que recurre Perón en la política, o que sufra ese giro diferente que la ética revolucionaria introduce en los conceptos de la política comprendida ahora con la seriedad de los combates de la guerra. Los revolucionarios marxistas definen como “vanguardia estratégica” a su grupo más consciente, orgánico, decidido, que se pone a la cabeza en las luchas de la clase obrera. Si se piensa este concepto desde la política de Perón, que utilizó la avanzada de izquierda en su provecho, pero dentro de una estrategia de derecha que la izquierda seducida ignoró, la vanguardia estratégica cumple allí una función precisa y diferente, que retiene de la guerra únicamente su carácter de fuerza sacrificable: la de comprobar la resistencia del “enemigo” político, pero no para facilitar el ataque que lo destruya sino para suscitar el acuerdo que lo conserve. Aproximarle lo más peligroso de sus propias fuerzas como avanzada ideológica, presencia real de lo más temido para ambos, y mostrarles en su virulencia su temida expansión posible. En la política peronista, donde se dirime únicamente la hegemonía de un sector de las fuerzas que están ya en el poder, la vanguardia estratégica es una mera amenaza y una advertencia. Perón le muestra a su 3. [N. de E.] En Estrategia política y guerra: “destina” 4. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “y sin respaldo” 5. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “Delicada misión: separada de la masa, que es su fuerza, puede no volver nunca más a ella.” 6. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “abandonamos el campo de la guerra y”.

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“enemigo” político, la “oligarquía”, lo que aquél más teme, pero que él tiene todavía la astucia y el poder de contener: para hacerles ceder a los que se le oponen mostrándoles que sólo él puede dominar lo que más pavor les produce. Esta sería la base del realismo de Perón: saber cuánto de lo propio extremo, que él limita y detiene, puede tolerar el enemigo. No ir con la masa propia más allá de lo tolerado, pero amagar con la vanguardia revolucionaria, que Perón contiene dentro de sus límites, para hacerles ceder. Así la vanguardia de izquierda es sólo un elemento táctico en la transacción de Perón con el “enemigo” político, y avanza desde la ambigüedad de sus propias fuerzas organizadas y contenidas al mismo tiempo, para decirle a quienes lo enfrentan: “Si no ceden, miren lo que nos puede pasar a los dos. Si no ceden miren lo que desde el fondo de lo que yo contengo puede surgir aniquiladoramente para desgracia de todos nosotros”. La avanzada estratégica no es la manifestación de lo que Perón quiere expandir, sino que les está mostrando claramente lo que sólo él puede contener. De este modo el peronismo jugó con las “avanzadas” de su propio movimiento: con las “organizaciones especiales”, brazo armado del peronismo, se decía, con Cooke, con el socialismo, con la violencia de la “resistencia”. La guerra a muerte no era la de Perón con el “enemigo” político, ese que tenía enfrente. La muerte estaba presente7 en el propio movimiento como destrucción de lo que podía germinar en él en tanto vida y creación, y la misión política del peronismo consistió en utilizarlo primero y sacrificarlo después.8 De este modo la izquierda que entró en el peronismo concibiéndose y ofreciéndose a Perón como vanguardia –”somos la táctica de Perón”, decían de sí mismos–, que lo imaginaban como representante astuto y estratega genial de la clase trabajadora y de la revolución, fue usada cobardemente en esta apariencia de lógica guerrera.9Avanzaron contra el “enemigo”, pero sólo para suscitar con su presencia temida el común acuerdo de la “contra” con Perón. Mientras la vanguardia creía que iba al combate abriendo el camino para que Perón avanzara luego con sus fuerzas, éste intercambiaba sus guiños y gestos cómplices con la derecha10. La “vanguardia” mostró así el verdadero lugar de la diferencia que separaba a Perón de sus aparentes enemigos. Ambos11 estaban en lo mismo 7. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “promesa luego cumplida”. 8. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “Avanzada hacia el enemigo, cuñas que sólo mostraban aquello que ambos ‘enemigos’ enfrentados temían: la efectiva transformación del sistema, y que era el acuerdo fundamental, más allá de todo antagonismo secundario, que los unía”. 9. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “Estimulados por él”. 10. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “la otra derecha, la que estaba afuera”. 11. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “peronistas de derecha y antiperonistas de derecha”.

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contra el enemigo principal: la izquierda. Pero hay uno, Perón, que la hace surgir desde dentro de su propio movimiento para mostrársela al otro que cree que está, peligro lejano aún, solamente fuera de ella. Perón lo hace también en su propio movimiento, que rechaza la violencia de la izquierda, el socialismo y la revolución proletaria. La derecha, que él enfrenta, teme esa posibilidad que existe en la clase obrera dominada por Perón, y que Perón vino precisamente a detener. Y eso es lo que les muestra Perón que tiene en su poder: el poder de contener lo que les muestra. La transacción entre un campo y el otro, entre el peronismo y sus “enemigos” de derecha, se hace posible porque en el lugar12 de ese acuerdo tácito se le exige una prueba a Perón de la verdad o falsedad de su apariencia. Y la verificación exige13 que la vanguardia sea aniquilada, destruida, como prueba y caución del acuerdo. Porque el entendimiento entre los semejantes reclama, para ser cierto, la destrucción real de lo que los diferencia.14 Y Perón lo sabe y cumple el contrato.15 Perón debe al poder la fuerza que éste, en su tolerancia, le acordó. Perón debe dar pruebas de que la vanguardia era sólo una amenaza política, simbólica, y que será destruida ejerciendo, contra ella sí, el rigor de la guerra que contra los “enemigos” declarados –otra caución antigua– nunca ejerció. Por eso le pide primeramente a esa vanguardia que se someta, y luego la manda aniquilar, asesinándolos. La destrucción criminal y asesina de la vanguardia de izquierda –peronista y de la otra– con que concluye el realismo de Perón, es la prueba más acabada del sentido puramente transaccional de su política de derecha, que comenzó para evitar la revolución, y muestra en el terror y la sangre derramada dónde estaba situada la verdadera guerra que Perón excluyó de la política. En el límite terminal de su representación política volvía a aparecer la guerra que desde el comienzo radió. Cuando apareció, finalmente, no fue contra su enemigo, contra el cual nunca la ejerció, sino desde dentro y en contra de las propias fuerzas que lideró. ¿Cuál era la condición de su éxito y de su permanencia? Que la vanguardia de izquierda necesariamente ignorara, para poder cumplir crédulamente su papel en un momento de crisis, el carácter instrumental que le confirió la decisión secreta e inconfesable de su conductor.

12. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “innombrado”. 13. [N. de E.] En Estrategia política y guerra agrega: “que la verdad de su política sea inscripta, con la sangre y el fuego que daba objetividad a la guerra”. 14. [N. de E.] En Estrategia política y guerra: “de lo diferente.” 15. [N. de E.] En Estrategia política y guerra: “y lo cumple eficazmente”.

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¡Fuera de aquí, inteligencia! Por Esteban del Monte Se podría elaborar una historia argentina partiendo del principio general de un rechazo a la inteligencia. Esta posibilidad es una consecuencia lógica de la situación colonial o neocolonial que el país ha conocido siempre: no hay ningún interés en que los habitantes se den cuenta de lo que sea, razón por la cual esta frase, gritada frente al Cabildo fundador de la nación en 1810, “el pueblo quiere saber de qué se trata”, sigue teniendo la llave de nuestra historia. Que el destino de la clase intelectual haya estado siempre y en todo momento marcado por el exilio, no es más que una de las consecuencias de esta pretensión de “saber eso de lo que se trata”, desde luego, rechazada. Cuanto más culto es un país, más inteligente es su “intelligentsia”, y más difícil y cruel se vuelve hacerla entrar en el lecho de Procusto de la dependencia colonial. Esta barrera, en cambio, no existe en los países metropolitanos llamados desarrollados, que, gracias a su riqueza, pueden permitirse sin riesgo, en nombre de la libertad, el lujo de las críticas más acerbas de su propio régimen. El caso de los escritores es una acentuación particular de la tendencia a hacerse expulsar. Llevados por su pasión de la verdad (o, al menos la de decir la verdad), son, como tuvo la ocasión de decirlo Vargas Llosa, los “eternos aguafiestas”. Por lo tanto se los echa de la fiesta, deben quedarse fuera de la fiesta... Pero continuarán, todo el tiempo, pensando en ella, no tanto por razones intelectuales sino afectivas, y esencialmente en función del “principio del placer”. ¿A quién no le gusta la fiesta, la fiesta que lo vio nacer, es decir, la patria? Pero parece que no se puede ser un intelectual argentino de otro modo que no sea en el exilio. En Argentina, el proceso de expulsión se acentúa en el transcurso de la presidencia de Perón, quien no ha tenido nunca la idea de ofrecer a sus opositores la ocasión de colaborar con él; se intensifica a partir del golpe de Onganía. Esto ha sido establecido por tres serios estudios, especialmente el realizado en 1969 para el Instituto Di Tella por un equipo de investigadores dirigido por Marta Slemenson y asesorado por Enrique Oteiza, sobre la Emigración de los científicos argentinos: organización de un éxodo en América Latina (editado por el Instituto Torcuato Di Tella). El tema concreto de esta investigación es la política universitaria llevada por el golpe de 1966, y sus efectos sobre la emigración de los científicos argentinos.

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Oteiza ha descifrado otro caso particular: la emigración, hacia los Estados Unidos, de los técnicos diplomados y obreros calificados (ver su estudio en la revista Desarrollo económico, enero-marzo de 1971). Uno de los factores determinantes de este caso bien conocido que es el brain-drain (la fuga de cerebros) es a su vez “el nivel de represión o de discriminación ideológica o racial”. En el gráfico trazado por Oteiza para el período 1950-1970, se pueden observar curvas ascendentes importantes en tres momentos (podemos remitirnos a nuestro cuadro cronológico): 1º) Entre 1955 (“Revolución Libertadora”) y el acceso al poder de Frondizi en 1958. 2º) Entre 1962 (caída de Frondizi) y 1963 (elección de Illia). Bernardo Houssay, premio Nobel y entonces presidente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, fija, él, el apogeo de la “fuga” entre 1962 y 1964 (ver la revista Ciencia Interamericana, julio-octubre de 1966). Es bueno señalar que, en esta época, y frente a la disminución de sus posibilidades en el interior del país y el aumento de las medidas coercitivas, los becarios de este Consejo Nacional y los del Fondo Nacional de las Artes que acababa de ser creado, se instalaban en general y en su gran mayoría, en los países donde habían elegido hacer sus estudios. ¡Qué importante debía ser la fuerza “centrífuga” de Argentina en esta época! 3º) En 1966 y 1967 (a partir del nuevo golpe) “se observa” dice Oteiza, “una disminución del ritmo de reducción de la emigración en bruto, el primer año, y un aumento de la emigración al año siguiente”. Si hacemos una síntesis de la situación, aparece claramente que cada golpe de Estado militar acelera el brain-drain, y que cada presidencia más o menos electiva produce una suerte de “sanación” del proceso. Y si generalizáramos nuestra atención concentrándola ya no solamente en la emigración de los cerebros argentinos hacia Estados Unidos, sino en su emigración en el mundo entero, y también en el período posterior a 1970, con el fin de analizar su volumen a partir del último golpe de 1976, veríamos hincharse en enormes proporciones esta hemorragia de inteligencia. Comentando el informe elaborado por la CID (Comisión Interamericana de Derechos Humanos) en lo que concierne a la Argentina, y refiriéndose a las relaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Hipólito Solari Yrigoyen afirma que: “la diáspora argentina está en continuo crecimiento” (Sin censura, julio de 1980); Martín M. Federico y Norberto Consani precisan que la disminución del salario real “ha provocado la emigración de alrededor de un millón de trabajadores, profesionales, técnicos, obreros especializados, en un país que siempre ha sido una tierra de inmigración” (Le Monde, 23 de febrero de 1980).

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Las Fuerzas Armadas, a fin de cuentas, han realizado y realizan en Argentina una verdadera selección, pero en sentido inverso: ¡fuera la inteligencia! Algo así como la ley económica de Gresham aplicada, ya no a la moneda, sino a la sociedad: el individuo que tiene un mayor precio desaparece de circulación. Es como si, para formar el equipo que ganó el famoso campeonato del mundo de fútbol, los generales hubieran elegido a los peores jugadores en actividad, después de haber, primero, deportado a todos los futuros campeones.

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El “mito” del obrero revolucionario1 Por David Viñas El concepto de “generación” tal como es empleado en Argentina siempre me hizo bostezar, así como el hecho de que haya proliferado en los libros y en las polémicas de América Latina. En general, se trataba de una categoría conceptualizada por Ortega y Gasset (personaje coquetamente santificado por el discurso canónico español) y difundido por Julián Marías y su escuela. Impregnado de todo esto, el concepto de “generación” me parecía inoperante dados sus estrechos límites elitistas. Como si hubiera presentido que venían a cuchichearnos: sólo pertenecen a una generación los que tienen un apellido. Entonces, participar en la historia era un privilegio. Un privilegio nominalista. Y vivir, vivir realmente, era el privilegio de las “personalidades”. Versión de lo histórico, y por consiguiente confeccionado con Héroes: solamente aquellos que “se habían forjado un nombre” tenían acceso a este concepto-apartheid. Y especialmente aquellos que provenían de la literatura y del arte. Porque, además, siempre sentí como una afectación la manera tradicional con que se hablaba de esta gente en Argentina. Por otra parte, este criterio de generación (que flotaba, dominicalmente, entre La Nación y La Prensa, los textos pedagógicos tan difundidos del profesor Anderson Imbert o entre los recuadros de la revista Sur) ignoraba en sus críticas, y de manera obstinada, todo lo que habría podido parecerse a una interpretación de la cultura entendida como institución histórica; es decir por qué, para quién y cuándo nace un libro o un cuadro. La verificación de las “raíces sociales” aparece siempre como una amenaza para el status. Particularmente, si uno considera que lo que es específico de la literatura, por ejemplo, no se agota en su especificidad. De ahí que el concepto de “generación”, más que una categoría operativa, me parecía una mezcla de incienso, de guía social, de justificación de la “neutralidad” literaria y un ramo de orquídeas destinado a los protomártires, a los poderes, a los delfines, al “desinterés” y a los serafines de un cielo virginal y alfombrado. Lógicamente es lo que se entiende en Argentina por buen gusto. Antes, yo escribía sobre mi generación, sobre la gente de la vieja revista Contorno, sobre el Che Guevara y sobre Sartre. Releí todo eso y no estoy de acuerdo. Porque presiento que eso puede oler a emboscada 1. [N. de E.] En la revisión realizada en 2010, David Viñas sugirió “Mi Generación” como título alternativo.

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“remendada” generacionalmente para santificarme o santificarnos. Para poner, yo mismo, un signo más arriba y a la derecha. Para confeccionarme una imagen de marca. Pero pienso: no. Eso valdría sólo si yo operara con valores de moda. Y la moda, desde esta perspectiva, no es nada más que el estimulante de una actividad intelectual cristalizada. Al contrario, siento y siempre sentí que Sartre y el Che son mis semejantes, mis compañeros. Y que era necesario que me convenciera de esta dimensión. Entonces, nada de beatitudes o mensajes sociológicos. No. Por favor. Conmigo eso no funciona. Eso no forma parte de mi intención. Lo que yo pretendía y lo que quiero, es proponer una serie de coordenadas y de abscisas para llegar a una comprensión más justa de la Argentina, de los conflictos más intrincados de su pasado, de lo que se produjo, hace poco tiempo, de lo que pasa hoy. Y eventualmente, para tratar de ver lo que se puede hacer allá y lo que no se puede hacer... Entender, interrogar, corregir, proponer, recomenzar. Es de eso de lo que se trataba: comprensión y trabajo. Es por eso que el concepto de “generación” se transformará en una categoría operacional y, por consiguiente, legítima en Argentina el día en que, más allá del nominalismo de su libreta de direcciones sacralizadora, se doblegue interpretando los “emergentes” en función de series. Y el hecho de escribir como el gesto de “elevar la voz”, individualmente y de manera responsable, por supuesto, pero siempre en relación con los “vencidos” que faltan. La que yo sugiero podría entonces llamarse “generación del Che”; y por ser tal (no en condecoración sino en exigencia) debería asumir en prioridad, sintiendo su prolongación y su propio cuerpo, a obreros argentinos como Agustín Tosco, Atilio López, Raimundo Ongaro, Roberto Piccinini. Dos cosas al menos: ninguno de estos hombres tiene nada que ver con el burocratismo arribista, cómodo, cómplice o tranquilizador que tanto conoció la Argentina. Por otra parte, cualquiera de ellos podría haber aportado un testimonio concreto de lo que significa una crítica de los descontentos, decepciones, acomodamientos o de los nihilismos que pude desgraciadamente verificar en la clase obrera de los países metropolitanos. Estos cuatro hombres se esforzaron en no mezclarse en oportunismos o sectarismos, estas dos tentaciones fenomenales, la glotonería del “es eso mismo” o la esterilidad feroz del inquisidor. Rechazaron del mismo modo todo tipo de pragmatismo untuoso o de un carácter doctrinario insípido, así como las omnipotencias o los desánimos, las complicidades o los “petardismos”. Ninguno de estos cuatro obreros argentinos quedó sometido frente a la idea de “el fin de las ideologías”: las ideologías del siglo XIX no terminaron. Fueron realizadas, pero mal.

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De ahí el hecho de que Atilio López (de origen yrigoyenista y peronista) haya sido asesinado en la calle; que Agustín Tosco (salido de las filas del marxismo independiente) haya muerto en la cárcel; que Raimundo Ongaro (proveniente del peronismo cristiano) haya perdido sus hijos y viva exiliado en España, y que Roberto Piccinini (surgido del guevarismo) haya sido confinado en un campo de concentración. Cuatro obreros argentinos entonces, Revolucionarios, y que como tales han estado más o menos ligados a esta interrupción del proceso crítico de cambio en Argentina que fue el “Cordobazo”, la gran manifestación popular de Córdoba de mayo de 1969. Cuatro obreros de la generación del Che. Y, al mismo tiempo, o a causa de ello, ejemplos visibles de toda una vasta clase que, sin el privilegio de nombres y patronímicos, vive allá humillada, calma y silenciosa. Por el momento. Ésa es mi generación.

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Los buenos militares Por Antonio J. Cairo1 La izquierda argentina, muy frecuentemente, formula llamados al ejército. Más precisamente: la izquierda que se considera revolucionaria emitió elogios en dirección a los “militares patriotas”. Quienes, generalmente, son considerados como industrialistas, nacionalistas (en el sentido que se da a esta palabra en los países dependientes), discípulos o descendientes de los patriotas que fueron esos dos generales del pasado: Savio y Mosconi2. Mejor aún, esta izquierda optimista supone que aquellos militares a los cuales acude, de una manera más o menos explícita, viven cotidianamente indignados por la política “entreguista3 (remate del patrimonio nacional) y antipopular” del ministro Martínez de Hoz (emblema privilegiado, gran chivo expiatorio para las críticas y los ataques de esta izquierda). Y más, esta izquierda, en su optimismo ingenuo y quizá cómodo (ya que implica una tácita delegación de responsabilidades), llega a hacer de esto la apología de las “grandes figuras” militares, por lo que, dado el contexto actual de esta apologética, roza lo cortesano frente al ejército. Esto constituye la peor de las actitudes que pueda adoptar un civil frente a un militar, en la medida en que tal gesto revela siempre el umbral de alguna humillación. Pero, ¿a dónde quería llegar yo? El núcleo de esta actitud de acercamiento, conciliadora, acrítica y, a fin de cuentas, desmovilizadora, parte de dos concepciones emparentadas. La primera, que llamaré sustancialista, cree o parece creer que el ejército es una entidad transhistórica, compuesta por generales sanmartinianos4 y capitanes juveniles, no corrompidos y paradigmáticos, que, inevitablemente, recobran su dignidad esencial. La segunda concepción, que podría considerarse como dialéctica, pero de una dialéctica determinista, opera intelectualmente creyendo que la historia cumple un destino ineluctable. Que inevitablemente y por ella misma engendra, poco a poco y en el seno de la estructura general de la Argentina, los factores que determinarán, a excepción de cualquier otro devenir, la recuperación “patriótica y popular” del ejército. Frente a estas concepciones, están las nuestras. La mía. De la cual, de aquí en adelante, se podrá cuestionar el voluntarismo. Pero que, 1. [N. de E.] Pseudónimo de David Viñas. 2. [En LTM] Savio y Mosconi: fundadores y pioneros, respectivamente, de la siderurgia y de la explotación petrolífera en Argentina. 3. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “entreguista”, en castellano. 4. [En LTM] Sanmartinianos: alineados con San Martín, genio militar y político de las guerras de la independencia.

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pretendiendo ser suficientemente reflexiva, pone a cada paso su propio voluntarismo a prueba. Sobre todo cuando presiente que se infla en egotismo. Y que considera que, si es cierto que esta química estructural está produciéndose, el elemento decisivo en esta suerte de conversión del ejército (de la parte más “sana” de los militares) es lo que se llamaba tradicionalmente, en el seno de la izquierda, la “relación de fuerzas”. Dimensión que no se volcará a favor de un proceso de cambio radical sino en la medida en que se habrá producido, en nuestro campo (en esta franja que la izquierda llama, todavía con cierta imprecisión, “el campo del pueblo”), una verdadera acumulación de fuerzas. (La nomenclatura de la izquierda está infestada de estas designaciones. En general, éstas son ágiles; se considera que organizan un “código de presupuestos” sobre la base de los cuales operamos, yo diría, “espontáneamente”. Pero siento que habrá que comenzar a sospechar, también, de nuestras espontaneidades. Las cuales no son, en la mayoría de los casos, más que moneditas de un intercambio que se ha vuelto retórico. Síntomas, ante todo, de nuestra propia autocomplacencia. Y de nuestra falta de productividad). Esta acumulación de fuerzas –esta consolidación cuantitativa y crítica en la zona favorable a un cambio en profundidad– haría posible una caída de los militares: individualmente, en grupo, orgánicamente incluso. Pero sólo en la medida en que hayan advertido que si la oligarquía siempre los humilló, anexó, utilizó y sedujo, ésta no vale más la pena en tanto “seno de valores en peligro y a salvar”. O a expropiar. En la medida pues en que estimen más fecundo, al contrario, producir nuevos valores: no como una “solución simbólica”, sino como una salida concreta. Ahora bien, estos nuevos valores virtuales, deseables, indispensables, exigen que de su lado estas fuerzas acumuladas sientan la necesidad y el deseo de un cambio. Que estén abiertas a una profundización de sus necesidades y deseos de cambio. Que no se remitan, ellas también, a una suerte de “fatalismo revolucionario” que enuncia seguido: eso se hará, eso viene, eso va a producirse. Ya que eso tan impreciso (en apariencia difuso e insignificante, en realidad haciendo alusión a una estructura gigantesca, trascendental y abstracta) debe ser reemplazado por un asunto concreto. Por esta cosa que se llamaba, también en Argentina, “vanguardia revolucionaria del pueblo”. Cuando se lo dice así, se ve, suena a retórica impregnada de melancolía. De una melancolía tal que se vuelve incluso profundamente seductora. Un poco como el “únanse” y la hoz tradicionales. Cosas que, en mi país en todo caso, se han vuelto emblemas mediocremente motivadores. A fin

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de cuentas, los mecanismos estilísticos raramente son tan rudimentarios como en el slogan. Habrá pues que producir un nuevo discurso. Entendámonos: un nuevo discurso y un tema concreto. Nosotros: sea dicho sin la menor pretensión elitista. Con una nueva forma de ser cotidiana en la izquierda argentina. Cada uno de nosotros. Y esta partícula inevitable del “nosotros” que es yo. Fácil de decir... Pero termino la formulación de mis deseos. Corrijo: mi formulación de deseos y necesidades. Porque este “nosotros” virtual, este “campo del pueblo” posible, en la medida en que debería elaborar sus necesidades y deseos, deberá pasar necesariamente de un “rencor de clase” a un “odio de clase” hasta alcanzar una “conciencia de clase”. Tránsito en el curso del cual se pondrá en movimiento tanto lo subyacente como lo cristalizado, en el curso del cual lo que está coagulado resultará ser productivo. Este proyecto, tal como yo lo entiendo, deberá operar inevitablemente con los dos sectores sociales –el yrigoyenismo crítico y el peronismo antiburocrático– que, en Argentina, fueron excluidos por los militares. En cuatro ocasiones: los yrigoyenistas en 1930 y en 1966, los peronistas en 1955 y en 1976. Bajo el pretexto –digno de toda consideración desde el punto de vista del ejército– de que el orden corría el riesgo de verse desbordado. A fin de cuentas, los dos movimientos –al profundizarse– encarnaron el lapsus del discurso oficial. Dado que en sus matrices sociales, tanto el yrigoyenismo como el peronismo acarrean las necesidades mutiladas y los deseos censurados que llevados a la superficie y elaborados, pueden volverse el pivote de una conciencia de clase crítica. Un cambio en profundidad en Argentina significaría así –eventualmente de aquí en adelante, cómo dudarlo– una superación del autismo histórico que define el itinerario de 1930 a 1980. Se trata acá de un círculo; y, que yo sepa, no hay círculos virtuosos...

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Los toros gordos y “la vaca bermeja1” (Baldomero Fernández Moreno, 1916) Por David Viñas Dado que las publicidades de los diarios aparecen generalmente en los espacios marginales, parecen no tener más que una importancia secundaria. Como si nos ronronearan juiciosamente “No ocupamos más que el lugar que se nos concede”. Son entidades que saben cuál es su lugar y saben otorgarse un lugar. Pero esta moderación escamotea la llave del discurso. Y estas publicidades, frente a la elocuencia manifestada en cada página, fingen una cierta falta de entusiasmo. Es casi un silencio. Pero así como el mutismo de los objetos que caen no enuncia la ley de la caída de los cuerpos, y ésta debe ser formulada desde el exterior, trataré de decir lo que este aviso comercial esconde. O a lo sumo, sugiere. O elude resueltamente. Lo que más atrae al ojo, es la vaca de arriba: solitaria, truncada y sin fondo, me sugiere una especie de emblema engordado. El becerro de oro, podría decirse. Pero esta metalización bíblica está atenuada por la ausencia de cuernos, la mirada suave casi bonachona, humilde –bovina–, el cuero peludo. Que me hace pensar en una especie de oso tierno y desprovisto de agresividad. Es que a los bovinos argentinos no se los torea, simplemente se les soba el lomo: “¡Shh! Shito, vaca, vacota. Vaca argentina. Yo vaca”.2 Y uno ama a esas vacas. Y, eventualmente, se las deglute. Se nos confirma que Argentina no es un país de toros, con mucha razón la vaca monumental al lado del mapa. No es España; por consiguiente, ¡nada de guerras civiles! La Argentina es un país de vacas, no de bestias salvajes: se pasta, no se torea. Cuando uno desplaza la mirada desde el emblema bovino, sobrevolando el mapa geográfico hasta la otra foto, algo parece emerger: una gran extensión abierta con tres cuadraditos negros, densos, rellenos, habitados, que, simétrica e inversamente, se dilatan hasta transformarse en tres vacas curiosas: son toros. No hay duda. Pero si bien tienen pinta de agresivos, la distancia, el plano general, y el fondo campestre los atenúan. De frente –casi interrogativos– tres cuartos de frente o perfil, ostentan la taciturna y altiva dignidad de los toros argentinos: sementales ponderados, su gran fiesta es celebrada sin Hemingway y sin arenas. No hay cornadas ni turistas. Están ahí para la reproducción. 1. [N. de E.] En el presente artículo se reproducen las imágenes del artículo de Le Monde. 2. [N. de E.] En español en Les Temps Modernes.

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Argentina –el mapita de mi país– nos aparece igualmente truncado y sin contexto: se trata de Argentina sola, no de América Latina. Porque aquella, además de ser blanca (digamos, lechosa, dentro del circuito lácteo de las vacas) y desprendida del grisáceo y anónimo contexto vecino, no es latinoamericana. Ella no es parte de ese todo. Ella está ahí, como las publicidades en los diarios: lacónica, puntuda y marginal. The right country in the right place. Porque una potencia carnal no tiene prácticamente nada que ver con el Tercer Mundo. Con los términos de la publicidad, la relación Argentina-carne se cataliza: fonema/gustema: país/comida. Y con la palabra sabrosa, la secuencia se fija y se refina: “rico país de Argentina”. Uno puede olerlo, comerlo, degustarlo. No hay nada en el interior de la seguridad que no haya pasado primero por los sentidos. Pero a esta apertura oral, confiada, transparente y por así decirlo espontánea, se superpone una alusión a la experiencia, al trabajo, al tiempo. Un enorme hígado oscuro se interpuso en mi cielo. Me inquieto. El lado infantil (y divertido) de la primera línea muy bien podría oscurecerse: adiós, Argentina good girl y carnosa. Pero no. El “nuestra” (“notre”) pertinente viene a conjurar la severidad alarmante introducida por el lado experimental tan laborioso y secular. Mirando más de cerca no hay nada mejor que la propiedad para exorcizar la muerte. Los epítetos infantiles, vacacionales, a la infinitud nocturna, vegetal y cálida a la vez, teñida de un toque breve pero neto de exotismo (“leyenda”, “aventura”, “inmensa”, “verde”, “poesía”, “noche”, “fogatas”, “vagabundos”, “gauchos”) parecen restablecer la apertura anterior. Pero el procedimiento se repite: estas imágenes son tan ingenuas como infantiles. Lo naïf y lo infantil sólo pueden ser apreciados en la edad adulta. Y la edad adulta, para ser tal, necesita ser experimentada: aquí reposa, magnífica e indolente, esta edad que ha empleado 150 años en capitalizarse. Es una voz más que secular la que nos reanima: si ella interrumpió el lado divertido de las exhortaciones, es solamente para inspirarnos más confianza; y para restablecerla, si hubiera surgido alguna duda: “Prosigamos, queridos lectores, hijos míos”. Leo en el texto de Le Monde publicado el 14 de noviembre de 1980: “Muy pocas cosas han cambiado”; y en el del 20 de noviembre de 1980: “Muchas y muy pocas cosas han cambiado”. En un lapso de tiempo tan breve, el discurso de la carne sufrió un pequeño descuido; se contempló, se releyó, hizo su autocrítica y se corrigió: Muchas y muy pocas, ahí donde antes se decía muy pocas; al lado de algo único y categórico surgió otro adverbio simétrico. Y la simetría, ¡Dios santo!, siempre es signo de equilibrio.

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Desde luego, eso cae de maduro. Y aunque la primera versión corresponda a la verdad histórica, los cambios en la estructura agraria fundamental de la Argentina han sido tan ínfimos –ciertos retoques, actualizaciones muy indecisas o migas de “Gatopardismo”– que más valdría optar por el “no cambio”. Lo que presupone dos cosas: se le daría la razón a los que como nosotros, sostienen precisamente por eso, que el campo argentino tiene una estructura obsoleta; y al mismo tiempo, el lector francés podría suponer que todo sigue igual. Incluyendo desde las represiones más brutales de 1976-1979 hasta hoy. Entonces, a la ambigüedad posible y trágica de la verdad, se prefiere la ambivalencia explícita pero huidiza de la paradoja. De ahí la prisa repetida que se desprende: “siempre”... “siempre”. El sobreescrito funciona de manera similar a la sobreactuación de los actores: enfatiza, por medio de la reiteración, cada vez que se nos abre un espacio incierto. Enunciar “siempre” es, pues, una manera de naturalizar la historia: los meses, los días y los años son como rebaños en marcha a través de un inmenso espacio sin límites. Enero-vacas, marzo-terneros, julio-novillos, octubre-la pampa de siempre. Sin urgencias ni subversiones ni sobresaltos. Es que la experiencia secular rima con propiedad y transhistoria. Y con muchas más precauciones de las que uno se imagina: puesto que si al comienzo se habla de “150 años”, ahora se dice: “1820”. Precedido, es cierto, de la palabra alrededor. Es que, a propósito de este detalle cronológico, a la experiencia le conviene ser imprecisa. El pasado es la gran coartada del Poder, que es el único que posee los archivos y el almanaque. Porque si uno resta 150 años de experiencia a los 1980 de la era cristiana a los cuales se hace alusión, quedan, incluso para el diario Le Monde, 1830. No hay fechas inocentes. Y menos aún ese año: ya que si se lo toma como punto de partida de una tradición, daría una “tradición Rosista”. Muy mala referencia (en el marco de la historia liberal, latifundista y agroexportadora que cuadra con el conjunto de la publicidad) ya que esto supondría el reconocimiento de que la propiedad de la tierra en Argentina comenzó con Rosas, ese tirano antiliberal (1829-1852). Lo cual es cierto. A continuación, entre razas y Viejo Continente, no solamente se juega con un viejo tópico de la biología que solapadamente se inflama (bajando un poco la cabeza, a la vez, para poder pasar) desde el animal hasta el humano gracias a su alusión al origen europeo. Acá el adulto se hace niño. Es un hijo, pero un hijo de pedigree. En este caso, dado que la publicidad está destinada a los franceses, conviene que la experiencia secular acumulada en Argentina ponga por su parte la mejora por la “selección” a partir del “rigor” y de la “calidad” que emanan de Europa. Se sabe de memoria lo que significa Europa y especialmente Francia para la mitología latifundista

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argentina. Es el paraíso. Conviene, entonces, con toda evidencia, que las vacas argentinas tengan su gota de sangre azul europea. Las vacas gordas aparecerán pues como vacas sagradas y Martínez de Hoz se superpondrá sobre Borges. Así, resultará un “efecto de verosimilitud”: las vacas argentinas, mejoradas con rigor por el lado europeo se volverán más creíbles. Y el honesto ciudadano francés que las comerá no se sentirá traicionado: al contrario, se reconocerá y, al mismo tiempo, dará rienda suelta a su narcisismo moderado. Cada uno para sí y Dios para todos. Pero también, a pesar de este cartesianismo carnívoro, el francés se sentiría ligeramente inquieto, si se le ocurriera calcular cuántos argentinos hoy comen de esta carne. O más bien, cuántos argentinos no la comen nunca. Permítanme una sugerencia: posen su mirada nuevamente sobre el mapa de la Argentina; los tres pequeños cuadrados negros están reagrupados: es ahí donde se come; el resto está en blanco. Hay 30 millones de argentinos amontonados entre Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe, más algunos puntos oscuros que no figuran en el mapa. Ahí, 5 millones de personas tienen acceso a la carne argentina: los 25 millones restantes levantan la cabeza para mirarla pasar en los aviones de carga. Degustar/ soñar: lo que para unos es placer, para otros no es más que un sueño. Por eso el texto de la publicidad de Le Monde termina sobre una transposición que no está expresada: lo que para ciertos franceses puede transformarse en privilegio saludable, para la mayoría de los argentinos se traduce en una simple carencia. Para cualquier información suplementaria, se ruega dirigirse a los “expertos de la Oficina Nacional de la Carne Argentina”: Pabellón de la Argentina, SIAL. H. 11 7. Nivel 2 – Stand D 11.

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La locura en Argentina (José Ingenieros, 1914) Por Antonio J. Cairo1 “Las locas de Plaza de Mayo”. Así es como los voceros del neofascismo argentino dependiente nombran a las madres que se reúnen frente a la Casa de Gobierno para reclamar por sus hijos “desaparecidos”. Para el régimen militar, estas mujeres son raras, hacen cosas extravagantes y se cubren de ridículo. Es que las diferencias de los “otros” siempre fueron vividas como una efracción ontológica por la entidad del poder; la alteridad es intolerable para las sosas convicciones del establishment. Entonces, insultan. Pero, como siempre en lo que tiene que ver con las injurias que vienen “de arriba”, los ofendidos se convencen e invierten los términos; la descalificación se transforma pues en bandera: sans culottes en la Francia de 1789, “chusmas”2 en la Argentina de 1916, “descamisados”3 en la de 1945. A lo largo de la historia argentina, la locura tomó diversas inflexiones: inofensivas en Vivos, tilingos y locos lindos (1890) de Francisco Grandmontagne; amenas pero inquietantes en Locos de verano (1905), de Gregorio de Laferrère; amenazantes pero grotescas en Los siete locos (1931) de Roberto Arlt. En cada caso, se trataba de respuestas matizadas y transpuestas frente a una situación general de deterioro oficial zigzagueante pero progresivo. La locura de Don Quijote se volvía intolerable para los Duques; debían reírse de eso para compensar el malestar. O, en último recurso, había que encerrarla. ¿Sabios los Duques/delirante Don Quijote? Sea. ¿Sanos de espíritu Franco y sus sacristanes, caries, cuñados, virginidades, brigadieres, feligreses, furrieles, extremaunciones, y brujas/enfermos Azaña, Durruty, García Lorca y Miguel Hernández? De acuerdo. En consecuencia, había que meterlos en un asilo, exiliarlos, fusilarlos o descalificarlos. Esta última táctica fue la seguida por la dictadura argentina frente a este grupo de madres: locas. Bien. Pero la locura en la Argentina terminó por desbordar el marco acogedor y tranquilizante de la literatura, para extenderse sobre la plaza pública. De ahí que todo lo que pueden hacer estas mujeres está deformado e intencionalmente denigrado: como se trata de situarlas fuera de los valores canónicos, el gesto oficial señala el 1. [N. de E.] Pseudónimo de David Viñas. 2. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “chusmas” figura en castellano y luego entre paréntesis la traducción al francés (populace, populacho). 3. [N. de E.] En Les Temps Modernes, “descamisados” figura en castellano y luego entre paréntesis la traducción al francés (sans chemises, sin camisa).

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out; es la forma tradicional para recuperar la integridad en cuestión: amordazando a la “locura”. Por esta razón, las mujeres de la Plaza de Mayo eran una discapacidad sin voz. Pero ¿qué pasa? Se le otorga el premio Nobel de la Paz a un argentino. Y lo primero que éste hace es declarar su solidaridad con las “locas de plaza de Mayo”. Ellas están locas, yo estoy loco, nos dice Pérez Esquivel. Su Premio lo vuelve categórico. No es que yo crea en los honores internacionales, y menos aún que los invoque. Pero todos los que creen en ellos son, precisamente, los hombres de la actual dictadura argentina: el universo de condecoraciones los fascina, les parece sagrado; y como lo sagrado los intimida, tratan de justificarse. Y como tienen necesidad de sobrevivir, contraatacan. El contragolpe es la única posibilidad que les permite su filosofía. De ello se desprende que se hayan encarnizado en descalificar a Pérez Esquivel: “¿Quién es ese?”, “Nadie lo conoce”, “No existe”, nos informa el discurso del Poder argentino con insolencia. De acuerdo, nadie conoce a Pérez Esquivel. No existe. En realidad, no tiene existencia física. Pero es que su cuerpo se materializa, ocasionalmente, en el de las madres de Plaza de Mayo. Mientras que ellas son silenciosas, la voz de Esquivel las hace hablar. Los “desaparecidos” –a través de él– se hacen escuchar. Gracias a la emergencia de Pérez Esquivel, la locura argentina tomó la palabra.

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La sustancia de un sueño Por Esteban del Monte Un sueño. Un sueño de un mes y medio: eso es lo que fue la presidencia de Héctor Cámpora. ¿Pero, acaso –es lo que me pregunto hoy– , no fue otro sueño, aunque hecho de años y años, ese sueño radical de 1916 a 1930? ¿Yrigoyen, Alvear y una vez más Yrigoyen, no fueron simples “precursores” oníricos de Cámpora? El juego de paralelismos es tentador: el igualmente paternal Roque Sáenz Peña (autor de esa calurosa frase imperativa que iluminó toda esa época: “quiera el pueblo votar”), y tal vez Lanusse de 1973: esas tres presidencias radicales son las tres presidencias peronistas de 1973-1976 (Cámpora, Perón, Isabel)... Y el despertar amargo que sigue al sueño, otra vez, el equivalente del general Uriburu de 1930: el general Videla de 1976. Perón comenzó su vida política en el intervalo que separa el golpe de 1943 de su primera elección en el sillón presidencial en 1946. Durante ese período, su ambición pulsó todas las cuerdas del poder entonces tendidas a través del país, principalmente la del partido radical. Luego de que ninguna hubiera vibrado bajo sus dedos –y solamente entonces–, se decidió a fundar su propio partido; le dio primero un nombre que se inspiraba en el partido laborista inglés luego optó finalmente por la alusión verbal a su propia persona: “partido peronista”. “Ismo” y calificación suficientes para designar el carácter adventicio asumido por este partido en relación a su fundador, y su previsible variabilidad en función de las transformaciones de la persona. Pero, en el transcurso de esta búsqueda ciega, y esto debe quedar perfectamente claro, Perón termina por poner en juego, sin tener la menor intención por supuesto, el resorte del sueño: una zona del psiquismo argentino que la política no había hecho hasta entonces más que expresar a medias. Se trataba, fundamentalmente, del sueño del proletariado industrial, pero la actitud a la vez estimulante e hipnótica de Perón fue mucho más lejos. El sueño de este proletariado era también el viejo sueño de la inmigración: la adquisición de una nueva patria, la riqueza, la personalidad política, el ejercicio del poder; todo esto para los hijos o nietos de los inmigrantes de 1880. Atrajo así al paisano con su sueño telúrico: en el paisaje argentino, el conquistador y la india duermen todavía lado a lado. Es así que Perón encontró el punto magnético que movilizaba, al nivel del inconsciente, toda una realidad nacional hasta entonces rechazada o reprimida. Esta “orientación” (“rumbeo”) de “baqueano” (“rastreador”), un tipo gauchesco

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que, así como el viejo y sentencioso Vizcacha, lo caracteriza bien, le dio un poder casi universal durante un cuarto de siglo; y continuó manejando ese poder a su antojo, hasta que la muerte llegó a sorprenderlo. Es precisamente esta desproporción entre la acción de un hombre y sus efectos reales o soñados, lo que ha desequilibrado los últimos veinticinco años de la historia argentina. Esta gran confusión entre lo que era suscitado y el hombre que suscitaba fue compartida por Perón mismo. Soñó, a su vez, que su poder universal le venía de él mismo, de sus propias capacidades, y no de esta Argentina que había despertado, o a quien él había dado otro sueño, o que él había despertado para hacerla soñar mejor, incluso si, poco después, debía volver a sumergirla con más fuerza que nunca en su mismo sueño. Su fuerza, en cambio, no fue más que la del pueblo argentino; su debilidad fue apartarse de esta fuente irradiante del poder. Así, llegó a creer, omnipotente, que podía extender el efecto de su magia a todas las clases sociales. Soñando que ofrecía realidades, quería en realidad ofrecer a cada uno su sueño, incluso si todos estos sueños eran de hecho incompatibles. Es por esta razón, que en definitiva, sus dos primeros mandatos presidenciales no afectaron ni quisieron afectar en nada al poder de la oligarquía; es también por eso que, al lado de su creación más memorable, la Confederación General del Trabajo (CGT), quiso también crear una confederación análoga para los patrones: en el sueño peronista, las clases debían cooperar, no luchar entre ellas. La hipnosis, en cierto momento, se extendió a otras clases y subclases sociales: subió del pueblo a la clase media, llegó a los intelectuales, adormeció a los psicoanalistas. Volvió a casi todos ciegos, al punto que nadie pudo considerar otra manera de ser nacional que no sea este peronismo soñado o utópico. La aventura de “montoneros”, que ocupó el centro de la escena, desde la promoción de Cámpora a la muerte de Perón, fue un sueño. Durante este período, estos jóvenes actuaron y murieron como sonámbulos. La esencia de su sueño fue su autoidentificación con la masa peronista, la identificación de Perón con un líder revolucionario al estilo Che Guevara, y la suya con la todopoderosa fuerza de la Argentina profunda, considerada capaz de aniquilar de una vez por todas a la oligarquía y sus cómplices. Ninguna decepción, ni la matanza de Ezeiza, ni los insultos de Perón y la expulsión de la Plaza de Mayo, constituía para estos soñadores una refutación válida de su creencia invencible, de su creencia indestructible, ya que estaba hecha con la tela misma de sus sueños. Por el contrario, el golpe de 1976 fue una réplica inevitablemente real, proporcional en su amplitud, en su rigor, en su implacabilidad, a la

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inmensa envergadura de este sueño de las fuerzas argentinas del futuro. Las del pasado debían necesariamente reaccionar así, desesperadamente, con el fin de conservar el viejo vacío político del país, desde el cual ellas solas, con su presencia inerte, dominaban todo. Y así es como hicieron pedazos, sin piedad, sin ley, a estos jóvenes obnubilados durante un espacio de tiempo histórico a la vez largo y corto por este sueño proteico que les había transmitido Perón… y que todavía dura, todavía dura. El populismo fue ciertamente una máscara entre otras para Perón, pero esta máscara, se amoldaba, más allá de su voluntad, al rostro de la más profunda realidad argentina: el del pueblo. Fuera de todo análisis de su voluntad o de sus intenciones, la historia simplificará a Perón para hacer de él el hombre que canalizó y representó, más mal que bien, a la clase obrera argentina, hasta entonces descuidada por los partidos tradicionales. El que volvió real el sueño de esta clase obrera. El más secreto de los sueños argentinos. Un sueño. Pero este sueño que había hecho nacer el “Caudillo” era, como todo sueño, una parte de la realidad del soñador. En verdad, esta Argentina soñaba con ella misma, con un aspecto de ella misma, tal vez, el mejor. Disolver ahora estos sueños pero guardando de ellos su sustancia, adherirlos a lo posible, a una realidad argentina aceptable; tal es la muy difícil tarea política de las generaciones por venir.

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Nota de los coordinadores Una expresión general de agradecimiento a la redacción de Les Temps Modernes, especialmente a Claude Lanzmann, quien facilitó el primer contacto, y a Claire Etcherelli, quien junto a nosotros llevó el proyecto a cabo. Agradecemos a Marta Madero por la asistencia que prestó a lo largo de la elaboración de este número. Agradecemos a las editoriales y revistas que permitieron la reproducción de textos que habían sido publicados por ellos, originalmente en español, como por ejemplo: Casa de la Américas (La Habana), para el texto de Gelman; Cuadernos de Marcha (México) para el de Portantiero; Plural (México), para el poema de Fernández Moreno. Agradecemos a todos los otros autores que ofrecieron o escribieron sus textos especialmente para este número, incluidos aquellos cuya publicación fue impedida por diversas circunstancias. Dos de nuestros colaboradores encontraron la muerte en el exilio durante la preparación de este número. Uno es Rodolfo Puiggrós, quien no pudo enviarnos el texto prometido. El otro es Oscar Braun, quien sí logró hacerlo. D. V. y C. F. M.