Cátedra
Teoría de la Educación MODULO
3 2011
Texto Nº 3
Escuela y Política Formación del ciudadano del Año 2000 Emilio Tenti Fanfani'
Formación del ciudadano del Año 2000
Emilio Tenti Fanfani
Escuela y Política
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Formación del ciudadano del Año 2000 (Primera versión, 22 de setiembre de 1993)
Emilio Tenti Fanfani' "Si la razón nos falla, queda siempre una última ratio, queda siempre el poder de lo milagroso y misterioso" (pág. 330). Además "en política, el equilibrio nunca se establece por completo. Lo que se produce es más bien un equilibrio inestable que un equilibrio estático. En política se vive siempre sobre un volcán. Hay que estar preparados para súbitas convulsiones y erupciones. En todos los momentos críticos de la vida social del hombre, las fuerzas racionales que resisten al resurgimiento de las viejas concepciones míticas pierden la seguridad en sí mismas. En estos momentos se presenta de nuevo la ocasión del mito" (Cassirer, Ernst, El mito del Estado; Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 330-331).
Una vieja relación La relación entre educación y democracia fue un gran tema de las ciencias clásicas de la educación. Hoy aparece redimensionado y hasta subordinado a otras miradas que tienden a concentrarse en el tema de las contribuciones del sistema educativo al sistema económico, el empleo, la distribución del ingreso, etc. Una discusión genérica sobre la relación entre estos dos conceptos (democracia y educación) sería completamente estéril si no se define el campo problemático donde se desarrolla la discusión. Para ello, no hay nada mejor que historizar los términos del debate. Es cierto que tanto el régimen político como los sistemas educativos latinoamericanos contemporáneos poco tienen que ver con las configuraciones sociales iniciales, a mediados del siglo pasado. Los procesos de urbanización, la masificación de la educación básica, la incorporación de los ciudadanos a la vida política como electores, el surgimiento de otras agencias de inculcación de significaciones, en especial, los medios masivos de comunicación y el desarrollo de la ciencia y la tecnología moderna vuelven obsoletos ciertos esquemas interpretativos de la relación entre educación y régimen político. Hoy que los países de América Latina pretenden transitar el camino de la democracia política es preciso volverse a interrogar sobre los viejos temas, no para desempolvar las viejas respuestas, sino para definir los nuevos problemas a la luz de las circunstancias actuales. Todos "los padres fundadores" de los estados modernos confiaron a la educación una misión fundamental: la constitución del ciudadano como miembro activo de la sociedad. El conocimiento (con sus componentes de instrucción y formación) se constituía, junto con la propiedad, en un requisito fundamental para la libertad. La condición de ciudadanía se asociaba con la capacidad de elegir y ésta, a su vez, suponía la posesión de ciertos criterios de percepción, de apreciación y valoración que no son de ninguna manera innatos, sino que se adquieren a través de un aprendizaje sistemático. La alfabetización y el dominio de ciertos elementos básicos del cálculo eran los elementos estructurales de ese capital cultural básico que se consideraba necesario para constituir al ciudadano de la república moderna. El modelo que se impuso en la mayoría de los países europeos se replica con algunas adaptaciones inevitables en todos los grandes estados latinoamericanos. Cada sociedad nacional tiene a sus Sarmientos, Varelas, Bellos, etc. (Weinberg). La relación entre escolarización y democratización política y social se ha constituido casi en tema de sentido común. Como tópico académico intelectual es objeto de debate y discusión, pero como creencia popular tiene una vigencia relativamente homogénea e indiscutida. Sin embargo, es preciso reflexionar sobre la forma actual que adquiere esta relación en las condiciones actuales del desarrollo social. En este ensayo nos proponemos reflexionar sobre la relación entre desarrollo político y educación en el contexto actual de recuperación de la democracia como forma de organización política de la sociedad. Para ello es preciso realizar una discusión conceptual sobre los términos que componen esta relación.
El tiempo de la democracia Veamos primero qué se entiende por "desarrollo político". En casi todo el mundo se considera que el régimen democrático constituye el arreglo institucional más deseable y valorado para dirimir los conflictos y convivir con la diversidad y complejidad de la vida moderna. Para los fines de este trabajo entenderemos
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el desarrollo político como sinónimo de "proceso de democratización". En efecto, la democracia, como modelo político, no es un sistema estático, sino una propiedad de las prácticas e instituciones sociales que puede estar más o menos presente en cada una de ellas. Casi podría decirse que la transición a la democracia es un estado permanente y no transitorio como lo sugiere la expresión. En realidad, se usa para calificar el período inicial del recorrido o la última etapa de los regímenes políticos no democráticos. Pero, en términos estrictos, la transición a la democracia no termina nunca. Ningún régimen es (completamente) democrático por definición o por estado. Todos tienen caminos por recorrer y áreas de la vida social a "democratizar". Conviene distinguir aquí dos dimensiones del proceso de democratización. Una refiere a la cuestión institucional, es decir, al conjunto de reglas y de recursos que estructuran y dan forma al proceso de democratización. Aquí nos referimos a la democracia como conjunto de formas legales (Constitución, leyes y reglamentos, etc.) que regulan los intercambios políticos entre los actores. Cuando se habla de restauración del régimen democrático, muchas veces se tiene en mente este aspecto de la cuestión que hace a la vigencia del "estado de derecho", de la constitución y las leyes fundamentales de una sociedad. Sin embargo, el aspecto institucional-estructural, al que se alude cuando se habla de "lo político", no agota la cuestión de la democracia. Junto con "lo político" está "la política". El femenino remite a las prácticas y acciones de los actores individuales o colectivos. Esta es la dimensión estratégica que tiene que ver con el elemento interacción, lucha, conflicto, alianzas, intereses, etc. entre sujetos. De hecho, pueden registrarse períodos de vigencia formal de las normas y leyes democráticas con prácticas políticas antidemocráticas. Y esto porque las estructuras normativas y jurídicas orientan y determinan en un grado muy variable a las prácticas humanas. Este asunto de la relación entre estructuras y. prácticas es un viejo problema de las ciencias sociales que nunca está completamente resuelto. En la tradición latinoamericana siempre se tendió a exagerar el peso de las leyes y las constituciones en la determinación de las conductas humanas. Una sociedad era democrática en la medida en que se dotara de formas institucionales del mismo signo. Cuando este divorcio se hacía demasiado evidente se tendía a distinguir la democracia "formal" de la democracia "real". Pero las normas pueden tener una existencia totalmente ineficaz. Cuando se vacían de contenido y de autoridad existen en el aire, sin ninguna capacidad de informar las acciones de los hombres. Para que las reglas, las normas o las leyes de una configuración social existan en forma eficaz, orientando las prácticas, deben existir no sólo fuera del sujeto, es decir en la objetividad de las cosas sociales sino también en el interior de los sujetos bajo la forma de creencias, valoraciones y predisposiciones, es decir, inclinaciones a hacer ciertas cosas y no otras. Mientras que la democracia como institucionalidad objetiva se "instaura" (en una constituyente, por ejemplo), la democracia como predisposición incorporada en los sujetos "se aprende" en un proceso que lleva tiempo. Mientras que la primera cuestión se resuelve en el plano de lo jurídico-político, la segunda se dirime en el nivel de lo pedagógico, en sentido amplio.
La crisis de la representación política No hay política democracia sin representación. Puede describirse a la política con la lógica de la oferta y la demanda de representación. Este concepto incluye dos dimensiones básicas. La primera remite a un conjunto de "ideas", "ideologías", "visiones" o "imágenes" del mundo y sus cosas. Estas pueden estar más o menos formalizadas o codificadas. Pueden existir únicamente como sistemas de categorías incorporadas, es decir, interiorizadas y acatantes en los individuos bajo la forma de predisposiciones, inclinaciones, esquemas de percepción, de valoración o de acción. Pero también pueden existir de una manera completamente explicitada, formalizada, objetivada en forma discursiva y textual. Algunos dicen que la primera forma (lo que algunos denominan "sentido común") es la interiorización transformada de la segunda. Las ideologías formalizadas son más coherentes y sistemáticas que las interiorizadas. Estas últimas, por lo general son poco sistemáticas, parcialmente conscientes, a veces hasta incoherentes desde el punto de vista de un observador externo. Mientras que las primeras son construcciones conscientes de "autores" (teólogos, filósofos, e intelectuales en general), las predisposiciones incorporadas son el resultado de la experiencia, que, por definición, nunca responde a un "plan" racionalmente elaborado.
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El segundo sentido del concepto de representación se manifiesta en una institución típica del régimen democrático: la institución' de representantes, es decir, de individuos en quienes se deposita un poder de decir y de actuar en nombre de otros. En toda sociedad existe un modelo de distribución de recursos materiales y simbólicos, sobre todo los expresivos, es decir, los que tienen que ver con las capacidades (lingüísticas, literarias, de oratoria, etc.) de decir y de nombrar las cosas del mundo y los sentimientos, las sensaciones y los deseos y necesidades humanas. Estas capacidades, en gran parte se desarrollan en el sistema educativo, desde los primeros niveles de la alfabetización hasta los más elevados donde se aprenden las capacidades expresivas más complejas y creativas. No es posible rendir cuenta de la división entre representantes y representados si no se toma en cuenta el hecho de la distribución desigual de los instrumentos de producción de representaciones del mundo explícitamente formuladas.1 Esta capacidad está relacionada también con la apropiación de los mecanismos de la delegación y por lo tanto de la autoridad para hablar en nombre de otros. Los más desprovistos de esta forma estratégica de capital no tienen más remedio que "delegar" en otros un poder que formalmente les pertenece en tanto que ciudadanos de la república liberal-democrática. La desigualdad en la propiedad de las capacidades expresivas está en el origen de la instalación de un cuerpo de profesionales de la política. Los desposeídos tienen que optar entre la renuncia a la participación política y la cesión o entrega a un partido u organización política (o a un líder) que actúa como instancia permanente de representación. Mientras más desposeídos están los ciudadanos de las competencias expresivas es más probable que se instauren contratos globales y difusos de representación. Los grupos subordinados, por lo general tienden a otorgar un crédito indeterminado e ilimitado al partido, al jefe o al movimiento político. Esta cesión total libera potencialmente una serie de mecanismos que le hacen perder control sobre el aparato político.2 Cuando predomina esta lógica de la desposesión, el campo de la política se vuelve un juego cerrado, un monopolio de los políticos profesionales y los aparatos. En esta configuración social, la política es primordialmente un negocio y un intercambio entre representantes. Estas son las condiciones sociales sobre las cuales se instaura el denominado "doble discurso" de los políticos-profesionales. Por una parte hablan con una jerga para sus colegas "iniciados". Por la otra necesitan comunicarse de alguna manera con el conjunto de los ciudadanos-electores. Dos interlocutores demandan dos tipos de discurso. El agotamiento de este modo de hacer política es sintomático en todo Occidente. Los "indicadores" de la crisis de la representación partidocrática tradicional son múltiples: crisis de los partidos políticos tradicionales, aparición de liderazgos "carismáticos" por fuera de las organizaciones políticas, fortalecimiento del papel de representación jugado por los medios y los comunicadores con alto "rating", etc. Para profundizar la democracia es preciso resolver con éxito los problemas de la representación política. No hay utopía participacionista o autogestionaria que garantice la formación de algo parecido a una "voluntad general". Esta se constituye en un juego entre actores colectivos que deben ser auténticamente representativos constituidos por ciudadanos capaces de controlar efectivamente a sus delegados. Esto requiere la socialización de un recurso estratégico fundamental: el conocimiento entendido en el sentido más amplio de competencias y valores, destrezas y actitudes. Es aquí donde la nueva escuela para todos tiene un papel fundamental que cumplir. No se trata ya de la vieja educación moral, o de la más reciente "educación democrática" o de la simple "concientización" o "desarrollo de la conciencia crítica". Se trata de distribuir a las mayorías el capital cultural más complejo y poderoso producido y acumulado en las sociedades contemporáneas, en especial, el conocimiento de los lenguajes naturales y simbólicos que constituyen instrumentos para la apropiación del conjunto de saberes que conforman la cultura de la humanidad.
Hacia una pedagogía para la democracia 1
Es obvio que no basta poseer las competencias expresivas en su dimensión técnica sino que también es necesario ser reconocido como "competente" para participar en la vida política, cosa que no se deduce de lo anterior. El derecho universal de ciudadanía sólo es reconocido en el régimen democrático 2 La histórica política de la clase obrera y de las clases subordinadas en general es rica en experiencias de este tipo que terminaron en la expropiación y monopolización del poder político por una elite o aparato.
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Las repúblicas democráticas modernas institucionalizaron la democracia luego de cruentas luchas entre grupos y proyectos alternativos. Las "constituciones" tienen fecha de institución (y de ruptura). En cambio las mentalidades y las conciencias de los ciudadanos se fueron conformando y transformando durante largos períodos de tiempo. En realidad debemos pensarlos como dos procesos interrelacionados pero analíticamente distintos.; Las instituciones tienen una lógica de desarrollo distinta de la que es propia de las mentalidades. Mientras las primeras son más bien discontinuas y se instituyen o modifican en momentos bien determinados del tiempo, las segundas son continuas y cambian en el tiempo largo de la historia. La democracia "se aprende" de dos modos. Uno es el modo espontáneo. El respeto y valoración de la diferencia o la tolerancia pueden y deben aprenderse desde la más tierna infancia. La primera educadora política es la familia. Es allí donde el niño aprende a "mandar" y a "obedecer", a escuchar y a expresar sus opiniones, a tolerar o a condenar, a respetar o a reprimir, etc. Pero no se trata de un aprendizaje completamente formalizado. Por lo general ni los niños ni los adultos "saben" que aprenden y enseñan hábitos y disposiciones democráticas o autoritarias, tolerantes o intolerantes, etc., cuando interactúan en la vida cotidiana familiar. Esta pedagogía de la política está imbricada en la mayoría de las interacciones entre niños y adultos. No existe un "programa" de aprendizaje, pero se inculcan ciertos modelos de relación, ciertos estilos de autoridad y ciertos modos de hacer las cosas junto con determinados esquemas de valoración y apreciación ("esto es mejor que aquello"). La escuela enseña de otro modo. El ámbito de la pedagogía escolar está constituido por un conjunto de prácticas organizadas en un sistema. Se trata de prácticas reguladas por normas, recursos, agentes especializados, sistemas de control, etc. Los objetivos aparecen explícitamente definidos, así como los medios y los recursos. Aquí es donde puede hablarse en sentido estricto de "educación política". Pero en la escuela, junto con la "educación democrática" como práctica pedagógica especializada también existe una pedagogía espontánea de la democracia. Es la que circula en las prácticas escolares (lo que en cierto sentido común del campo se ha dado en denominar "curriculum oculto"), sin que los sujetos se lo propongan. De hecho no se trata de una dimensión completamente oculta ni completamente visible (o consciente). Todos los sujetos somos parcialmente conscientes de lo que hacemos y de cómo lo hacemos. En este sentido una determinada configuración típica de relación maestro-alumno o maestro-autoridad escolar "educa" en la medida en que tiende a transferir determinados esquemas y percepciones de autoridad en los sujetos. En la relación con su maestra, los niños aprenden determinadas formas de autoridad, mando, obediencia, simulación, expresión de acuerdos o desacuerdos, etc., que una vez incorporados en la subjetividad funcionan bajo la forma de “conciencia práctica" o bien de "habitus" o predisposiciones altamente transferibles a situaciones sociales análogas. ¿Es posible intervenir sobre, el curriculum oculto de la educación política escolar? Sí, a condición de que se conozca la lógica de su producción y reproducción. En efecto, seremos capaces de controlar los efectos (deseados y no deseados) de nuestras prácticas en la medida en que conozcamos (en el sentido fuerte del término), es decir, en la medida en que seamos conscientes de los mecanismos que producen determinadas consecuencias. Este conocimiento puede ser producido por terceros (los intelectuales, los investigadores en las ciencias de la educación). Pero sólo tienen un efecto transformador si se incorpora como "conocimiento práctico" de los propios agentes de las prácticas escolares (alumnos, maestros, directivos, etc.). Pero también existe una pedagogía explícita de la política. Este fue siempre un capítulo y no el menor, del curriculum escolar. La "educación democrática", por ejemplo, llega a constituirse en una "materia" autónoma en el programa escolar. Esta pedagogía tiene su historia. Hoy es preciso discutir sus nuevas condiciones de eficacia. ¿En cuáles condiciones es posible hablar de una relación entre educación, y democracia en las sociedades actuales? ¿Cuáles son los parámetros sobre los cuales puede pensarse en una "pedagogía de la democracia"? ¿Se trata de una materia o disciplina autónoma o bien de una dimensión que atraviesa todos los contenidos del curriculum escolar? ¿En un escenario social caracterizado por la presencia de otras agencias de inculcación de significaciones tales como los medios de comunicación de masas, las iglesias, los sistemas de producción de bienes simbólicos para niños y jóvenes, etc., cuáles son los márgenes de acción de la institución escolar? ¿Cuáles deberían ser los ejes sobre los cuales se estructuraría la relación entre educación y democracia en un contexto de masificación escolar y de crisis de representación política?
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Las preguntas arriba señaladas apuntan a demasiados problemas. Por una parte, es preciso que la misma organización de la escuela como sistema y como institución obedezca a pautas facilitadoras de prácticas democráticas. Las leyes, reglamentos y disposiciones que regulan la vida de las instituciones, al igual que las normas y leyes que regulan el sistema político de una sociedad, deben obedecer a una lógica democrática. Esta dimensión normativa es la que más rápidamente se adecúa a la nueva institucionalidad democrática. Por un acto de voluntad política pueden derogarse todas aquellas disposiciones que de alguna manera u otra están en contradicción con el régimen democrático. Durante la primera etapa de la restauración democrática (1983-1989) se derogaron muchas normas y reglas escolares instituidas durante las dictaduras militares. La democratización de los sistemas normativos puede realizarse mediante decisiones específicas y localizadas en el tiempo. Es probable que se trate de una tarea inconclusa, en la medida en que todavía existen una serie de reglas escritas (y también consuetudinarias) que están en contradicción con el modo de vida democrático. Habría que revisar toda esa variedad de disposiciones que, si bien están situadas en la base de la pirámide jurídica, afectan la vida y práctica de una multitud de sujetos sociales. Basta pensar en toda esta vasta red de reglamentos, disposiciones, ordenanzas, que regulan los procedimientos, el uso del tiempo, la relación entre administradores y usuarios del servicio educativo y que en muchos casos vulneran derechos (a la información, a la participación, al respeto y a la dignidad de las personas, etc.) y causan daños a los intereses y necesidades legítimas de las personas. Cuando se critica a la burocracia, por ejemplo, no sólo se hace referencia a un ordenamiento macrosistèmico, sino a un conjunto de disposiciones "pequeñas", que a primera vista pueden aparecer como "triviales", pero que terminan por configurar poderosos sistemas de dominación de unos individuos sobre otros (funcionarios sobre usuarios, supervisores sobre directores, etc.). ¿Cuál es el sentido contemporáneo de la relación entre escuela y democratización de la sociedad? ¿Qué papel puede jugar el sistema de educación escolar en la profundización de los procesos de democratización? ¿Cuál es la contribución específica que puede hacer la escuela en este sentido? Ya hicimos referencia a la pedagogía informal, espontánea u oculta que se manifiesta como "efecto de institución". Las "cosas" de la escuela educan por su propia presencia. Veamos ahora qué puede hacer conscientemente la escuela en este sentido. ¿Es posible una "pedagogía racional de la democracia" en el ámbito escolar? Puesta así la cuestión uno puede volver sobre el viejo debate del siglo pasado respecto de la pedagogía de la moral. ¿Se trata de una nueva "materia" del universo programático de la escuela o bien de un "contenido" que atraviesa todo el curriculum de la institución? Es posible que lo más prudente sea pensar en ambas cosas a la vez. Creemos en la posibilidad y necesidad de una pedagogía explícita de la democracia a condición de que no se constituya en un saber especializado más. Lo peor que puede hacerse es ordenar el dictado de una materia de "educación democrática". El tema de las reglas y estilos que regulan la política debería constituir una dimensión relevante del contenido de las ciencias sociales en la escuela básica. Las instituciones y reglas de la tradición democrática deberían ser consideradas y analizadas como objeto de definición y redefinición histórica y no como un conjunto de esquemas y definiciones "eternas" y vacías de significado social. En rigor, debería pensarse en una educación científico-crítica de la democracia. ¿Por qué científico-crítica? Porque es preciso abandonar todos los resabios del positivismo científico que todavía vive en muchas mentalidades docentes. Para ello es preciso evitar dos tentaciones. Una la constituye el racionalismo cientificista, de cuño positivista decimonónico que erigía a la Ciencia y la Razón (con mayúsculas) en divinidades de una nueva religión. Contra las pretensiones de este racionalismo simplista se ha tendido a renovar toda una variedad de irracionalismos que niegan todo derecho al ejercicio de una razón crítica, sin pretensiones monopólicas, consciente de sus limitaciones y que ejerce una vigilancia permanente sobre sus instrumentos y modos de proceder. La escuela y la educación formal tienen un cierto monopolio en lo que se refiere a la apropiación del saber formal de más alta complejidad. Hay cosas que sólo se aprenden en la escuela. El conocimiento científico, formalizado, objetivado, se aprende en la escuela. Nuestras sociedades también cuentan con un saber acerca de la sociedad que pretende esta nueva cientificidad. La escuela debería ser el ámbito del conocimiento científico crítico del mundo natural y del mundo social. Aquí, más que consignas, esquematismos o "doctrinas" deberían circular conocimientos producidos en las distintas tradiciones disciplinarias de las ciencias naturales y humanas contemporáneas.
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Vista de esta manera, la educación política supone una mirada científico-crítica de la sociedad. A diferencia de lo que caracteriza a los medios de comunicación de masas, el sistema educativo en todos sus niveles no debe limitarse a una acción de "concientización" superficial o producir un efecto de "adoctrinamiento". En el escenario cultural de la Argentina actual existe una oferta variada de racionalismos simplistas y/o sofisticados (tecnocratismo, cientificismo, economicismo, teoría del actor racional, etc.) acompañada de formas tradicionales y modernas de irracionalismo. Todos los fracasos de la razón son capitalizados por aquellos que reivindican la fuerza de otras deidades: la nación, la raza, la tradición o bien el instinto, la pasión u otras deidades enemigas de la razón. Pedro Damián (siglo XI) habló de una "inflación de la ciencia". Según este teólogo cristiano el diablo fue el inventor de la gramática y el primer gramático. La primera lección de gramática fue, al mismo tiempo, una lección de politeísmo; pues los gramáticos fueron los primeros que hablaron de "dioses" en plural. (El título del libro de Damián es ilustrativo: De sancta símplicitate scientiae anteponendá). "Para ver el sol (dios) no hay que prender una vela" (La razón, el silogismo, la ciencia, etc.), basta la fe3 Recordemos que el politeísmo puede asociarse a la idea de tolerancia, respeto a la diversidad, reconocimiento al otro distinto de uno mismo. Esto es la raíz de la democracia. Cuando hablamos de educación de la democracia no deberíamos estar obligados a enunciar largas definiciones, o peor aún, enumeraciones de virtudes y de cualidades que se asocian con la política democrática: solidaridad, respeto a la regla de la mayoría, tolerancia, valor de la libertad, no discriminación (de raza, religión, de género, social, etc.). La lista de "valores" democráticos podría ser infinita. Lo más conveniente es concentrarse en esas disposiciones fundamentales, en esos estados de ánimo o predisposiciones fundamentales que están en la raíz de un modo de convivencia y de vida democráticos. Estos fundamentos se pueden encontrar nucleados alrededor de la idea de tolerancia, de respeto por la diversidad y de solidaridad con los otros.
La ciencia crítica y el respeto a la diversidad Toda educación científica debería ser una educación para la tolerancia. Para ello es preciso historizar el desarrollo de las ciencias naturales y "naturalizar" (en el sentido de "volver más científica" a las ciencias sociales). Creemos que en esta perspectiva se encuentra un clásico de la sociología (y de la sociología de la educación) como Emilio Durkheim y un filósofo contemporáneo, agudo observador de las propiedades que caracterizan al conocimiento científico moderno como Jean François Lyotard. Durkheim estaba convencido de que la educación moral no debía constituirse en un espacio autónomo en el proceso escolar. "La educación moral -escribió- no podría ser localizada con este rigor en el horario de clase; no se da en tal o cual momento, es constante. Debe mezclarse con toda la vida escolar, como la moral misma se mezcla con toda la trama de la vida colectiva. Y es por esto que, siendo una en su base, es múltiple y variada como la vida misma. No existe fórmula que pueda contenerla y expresarla adecuadamente."4 Nosotros diríamos lo mismo de la educación para la democracia. Aunque en el momento del análisis es posible distinguir la dimensión cognitiva y "científica" del aprendizaje de la dimensión valoral propiamente dicha, en la práctica ambos aspectos se integran, complementan y tienden a cooperar en la producción de un mismo tipo de resultados. Según Durkheim, existe un grave obstáculo para la formación de los sentimientos de solidaridad y tolerancia y la enseñanza científica es particularmente apta para combatirlo: es lo que podría llamarse un "racionalismo simplista". Este consiste en una "tendencia (...) a considerar que en el mundo sólo es real lo que es perfectamente simple, tan pobre en cualidades y propiedades que la razón puede aprehenderlo de una sola mirada y lograr de golpe una
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Emest Cassirer nos recuerda que, "en todos aquellos casos que pueden ser tratados con medios técnicos relativamente simples, el hombre no recurre a la magia. Aparece solamente cuando el hombre se enfrenta a una tarea que parece exceder en demasía sus fuerzas naturales, sin embargo, queda siempre una cierta esfera a la que no afectan la magia y la mitología, esfera que, por consiguiente, puede considerarse como la secular. En ella el hombre confía en su propia destreza, y no en el poder de los ritos y fórmulas mágicos". Y continúa citando a Malinowski (Tbe Foundations of Faith and Moráis). "Cuando el indígena tiene que producir un utensilio, no acude a la magia. Es estrictamente empírico, es decir, científico, en la elección de sus materiales, en la manera cómo bate, corta y pule la hoja. Confía enteramente en su pericia, en su razón y en su resistencia. No resulta exagerado decir que en todas las cuestiones que basta el conocimiento, el indígena se fía de él exclusivamente. El australiano central posee una ciencia o un conocimiento auténtico, es decir, una tradición regulada enteramente por la experiencia y la razón, y enteramente libre de cualquier elemento místico" (Cassirer, pág. 328-329). 4 Emilio Durkheim. La educación Moral.Scha`pire, Buenos Aires 1973, pag 141
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representación luminosa análoga a la que tenemos de los objetos matemáticos"5. Este simplismo racionalista, trasladado a la comprensión de los fenómenos sociales, lleva a un reduccionismo individualista. Desde esta perspectiva lo único real son los individuos.6 La sociedad no es más que una agregación de entidades individuales. Si esta es la representación de la sociedad que se inculca a los educandos, resulta que todo valor asociado con una moral social y con la democracia resultaría sin objeto. Jean François Lyotard en su difundida obra La condición posmoderna observa que en nuestra época la invención y el descubrimiento científico se desarrollan mediante el disenso. Ya se habría terminado el tiempo de las hegemonías teóricas y metodológicas. No existe un criterio de cientificidad que se impone inexorablemente sobre los otros. El saber posmoderno, según Lyotard, "afina nuestra sensibilidad por las diferencias y refuerza nuestra capacidad para tolerar lo que es inconmensurable"7. Y agrega a continuación que la razón de ser del saber posmoderno "no reside en la homología de los expertos sino en la 'paralogia' de los inventores"8. Pero el filósofo francés se pregunta si se puede legitimar una sociedad como sociedad justa según una paradoja análoga a la que legitima el campo científico. Es probable que esté pensando en un sistema de reglas políticas que no contienen en sí mismas su propia legitimación, sino que son objeto de un contrato más o menos explícito entre los jugadores. No existe juego sin reglas, una modificación de éstas modifica la naturaleza del juego. En síntesis, tanto en el campo científico, como en el campo político democrático, existe una pluralidad de juegos lingüísticos sin que exista una "gran narración" (el liberalismo, el progreso, las leyes de la historia, la idea de pueblo, etc.) que tenga el monopolio de la legitimación. Si esta imagen de la ciencia moderna es la correcta, es posible que las predisposiciones y actitudes que presupone jugar este juego sean transferibles hacia otros ámbitos de la vida, entre ellos al campo de la política. Aquí también la conclusión es la misma: una educación auténticamente científica es también una educación para la política democrática. Es probable entonces que para poner a la escuela en condiciones de cooperar para la formación de sujetos dotados de las competencias adecuadas para participar activamente en el juego democrático no baste con incorporar una serie de contenidos específicos en el curriculum escolar. El problema, quizás, es más simple y más complejo al mismo tiempo ya que su resolución supone una transformación radical del conocimiento y de la relación con la ciencia que circula por la escuela. Pero las nuevas visiones del mundo sólo son eficaces si se incorporan como "sentido práctico" y como "saber hacer" de los maestros. Toda discusión acerca de la escuela termina allí: no existe transformación que no pase por el docente. Quizá sea aquí donde haya que concentrar todos los esfuerzos y también el grueso de los recursos si se quiere hacer de la escuela una verdadera puerta de ingreso a la ciudadanía y la competitividad.
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Ibid, pág 174. Se trata de una idea recurrente en el pensamiento y la práctica de Occidente. Margaret Thatcher, en plena hegemonía neoliberal no dudó en afirmar que "La sociedad no existe. Lo único que existe son los individuos y sus familias 6
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Jean François Lyotard. La condizione postmoderna. Feltrinelli, Milano 1978, pág. 7. Paralogia es un neologismo inventado por Lyotard y hace referencia a una categoría de "movidas" gramaticales del juego lingüístico-científico.
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