Subsistencia AWS

está en el corazón del pensamiento y la ciencia occidentales, hasta el punto de ser su rasgo definitorio. ... naturaleza, es por el pleno desarrollo de esta capacidad que la ciencia moderna se distingue del conocimiento ..... Si los ambientes se forman a través de las actividades de los seres vivos, entonces mientras hay vida ...
286KB Größe 12 Downloads 7 vistas
INGOLD, Tim (2000): The perception of the environment. Londres. Routledge. Parte I

Subsistencia Capítulo Uno Cultura, naturaleza, entorno Pasos para una ecología de la vida Como antropólogo social cuyos intereses se localizan en las regiones circumpolares del norte, quisiera comenzar con una observación tomada de mi propia experiencia de campo sobre el agrupamiento de renos en la Laponia finlandesa. Cuando se persigue a los renos, a menudo se llega a un punto crítico en que un animal en particular advierte tu presencia. Hace entonces una cosa extraña. En lugar de correr se paraliza, vuelve su cabeza y te mira directamente a la cara. Los biólogos han explicado esta conducta como una adaptación a la predación por parte de los lobos. Cuando el reno se detiene, el lobo que lo persigue se detiene también, ambos recuperando el aliento para la fase decisiva final del episodio cuando el reno vuelve a correr y el lobo se apura a alcanzarlo. Dado que es el reno el que toma la iniciativa quebrando el punto muerto, tiene una ligera ventaja, y por cierto un reno adulto saludable puede por lo general aventajar al lobo (Mech 1970: 200-3). Pero la táctica del reno, que le da una superioridad tal sobre los lobos, lo vuelve particularmente vulnerable cuando se encuentra con cazadores humanos equipados con armas de proyectil o armas de fuego. Cuando el animal se vuelve a mirar al cazador, le da a éste una oportunidad perfecta para apuntar y disparar. Para los lobos, los renos son fáciles de encontrar, dado que viajan con el rebaño, pero difíciles de matar; para los humanos, por el contrario, pueden ser difíciles de hallar, pero una vez que estableciste contacto, son bastante fáciles de matar (Ingold 1980: 53, 67). Ahora bien, los pueblos Cree, cazadores nativos del noreste de Canadá, tienen una explicación diferente sobre por qué los renos –o caribúes, como son llamados en Norteaméricason tan fáciles de matar. Dicen que el animal se ofrece a sí mismo, bastante intencionalmente y en un espíritu de buena voluntad o aún amor hacia el cazador. La sustancia temporal del caribú no se toma, se recibe. Y es en el momento del encuentro, cuando el animal se detiene y mira al cazador a los ojos, que se realiza la ofrenda. Como muchos otros pueblos cazadores en todo el mundo, los Cree trazan un paralelo entre la persecución de animales y la seducción de mujeres jóvenes, y equiparan la matanza al intercambio sexual. Bajo esta luz, la caza aparece no como el terminar una vida sino como un acto que es crítico para su regeneración. CIENCIA Y CONOCIMIENTO INDÍGENA Aquí, entonces, tenemos dos relatos –un proveniente de la ciencia biológica, el otro de grupos indígenas- sobre lo que sucede cuando los humanos encuentran renos o caribúes. Mi pregunta inicial es: ¿Cómo debemos entender la relación entre ellos? Los biólogos especializados en vida salvaje están predispuestos a reaccionar a las historias nativas sobre animales presentándose por su propia cuenta con una mezcla de cinismo e incredulidad. La mirada cínica sería que tales historias proporcionan una manera muy cómoda de esquivar cuestiones éticas en

torno a la caza y la matanza que causan tanta ansiedad en sociedades occidentales. Para los cazadores, es extremadamente conveniente poder transferir la responsabilidad por la muerte de los animales a los animales mismos. Lo que el científico occidental encuentra difícil de creer es que cualquiera se deje convencer por excusas claramente fantasiosas de este tipo. ¿Podría cualquier persona inteligente pensar seriamente que los animales realmente se ofrecen a sí mismos a los cazadores como se cuenta en las historias de los Cree? ¿La gente que cuenta estas historias está loca, perdida en una bruma de superstición irracional, hablando en forma de alegorías o simplemente tomándonos el pelo? Cualquiera sea la respuesta, la ciencia insiste en que las historias son historias, y como tales no tienen asidero en lo que realmente sucede en el mundo natural. Los antropólogos se inclinan a tomar un camino bastante diferente. Habiéndosele dicho que el éxito de la caza depende del favor de los animales, la primera preocupación del antropólogo no es juzgar la veracidad de la afirmación, sino entender lo que significa, dado el contexto en el que es producida. Por tanto se puede mostrar fácilmente que la idea de los animales ofreciéndose a sí mismos a los cazadores, por bizarra que pueda parecer desde el punto de vista de la ciencia occidental, tiene perfecto sentido si partimos de la premisa (como evidentemente lo hacen los Cree) de que el mundo entero –y no sólo el mundo de las personas humanas- está saturado con poderes de agencia e intencionalidad. En la cosmología Cree, concluye el antropólogo, las relaciones con los animales están modeladas sobre aquellas que prevalecen dentro de la comunidad humana, así como la caza es concebida como un momento en un diálogo interpersonal en proceso (Tañer 1979: 137–8, ver Gudeman 1986: 148–9, y capítulo tres, pp. 48–52). Esto no significa que la explicación biológica del momento de parálisis entre cazador y caribú en el punto de encuentro, como parte de un mecanismo de respuesta innato diseñado para combatir la predación por parte de los lobos, carezca de interés. Para los antropólogos, sin embargo, explicar la conducta del caribú no es su problema. Su preocupación es más bien mostrar cómo se le da forma y significado a la experiencia directa de los cazadores en estos encuentros con animales, dentro de esos patrones recibidos de imágenes y proposiciones interconectadas que, en jerga antropológica, toman el nombre de “cultura”. Aunque, a partir de lo que acabo de decir, las perspectivas del biólogo especialista en vida salvaje y del antropólogo cultural parecieran incompatibles, son sin embargo perfectamente complementarias, y en verdad abren un punto de observación común, si bien prácticamente inalcanzable. Mientras el biólogo pretender estudiar la naturaleza orgánica “como realmente es”, el antropólogo estudia los diversos modos en que los constituyentes del mundo natural figuran en los mundos imaginados, o así llamados mundos “cognoscitivos”, de sujetos culturales. Hay una cantidad interminable de maneras de marcar esta distinción, pero entre ellas la más notoria, al menos en la literatura antropológica, es aquella entre las así llamadas explicaciones “etic” y “emic”. Derivadas del contraste en lingüística entre fonética y fonémica, la primera se propone ofrecer una descripción completamente neutral, libre de valoraciones, del mundo natural, mientras que la segunda manifiesta los significados culturales específicos que la gente despliega en ella. Quiero señalar dos puntos sobre esta distinción. Primero, sugerir que los seres humanos habitan mundos discursivos de significación culturalmente construida es implicar que ya han dado un paso fuera del mundo de la naturaleza dentro del cual están confinadas las vidas de todas las otras criaturas. El cazador Cree, se supone, narra e interpreta sus experiencias de encuentros con animales en términos de un sistema de creencias cosmológicas, el caribú no. Pero, en segundo lugar, percibir este sistema como una cosmología requiere que nosotros observadores demos un paso más, esta vez fuera de los mundos de la cultura en los cuales se dice que están confinadas las vidas de todos los otros humanos. Lo que el antropólogo llama cosmología es, para la propia

gente, un mundo vital. Sólo desde un punto de observación más allá de la cultura es posible mirar la interpretación Cree sobre la relación entre cazadores y caribúes como sólo una construcción, o “modelado”, posible, de una realidad dada independientemente. Pero por eso mismo, sólo desde tal punto de vista es posible aprehender la realidad dada por lo que es, independientemente de cualquier tipo de sesgo cultural. Debería ser claro ahora por qué las ciencias naturales y la antropología cultural convergen en un vértice común. El reclamo antropológico de relativismo perceptual –que las personas de backgrounds culturales distintos perciben la realidad de maneras diferentes puesto que procesan los mismos datos de la experiencia en términos de marcos alternativos de creencias o esquemas representacionales- no debilita sino que refuerza la pretensión de las ciencias naturales de proporcionar una información autorizada sobre cómo trabaja realmente la naturaleza. Ambos reclamos están fundados en una doble desvinculación del observador del mundo. La primera abre una división entre humanidad y naturaleza; la segunda establece una división, dentro de la Humanidad, entre pueblos “nativos” o “indígenas”, que viven en culturas, y los iluminados occidentales, que no lo hacen. Ambos reclamos también están asegurados por un compromiso que está en el corazón del pensamiento y la ciencia occidentales, hasta el punto de ser su rasgo definitorio. Es el compromiso con la preeminencia de la razón abstracta o universal. Si es que es por la capacidad de razón que la Humanidad, en el discurso occidental, se distingue de la naturaleza, es por el pleno desarrollo de esta capacidad que la ciencia moderna se distingue del conocimiento práctico de pueblos de “otras culturas” cuyo pensamiento se supone que permanece de alguna manera sujeto por las limitaciones y convenciones de la tradición. En efecto, la perspectiva soberna de la razón abstracta es un producto del compuesto de dos dicotomías: entre humanidad y naturaleza, y entre modernidad y tradición. El resultado no es diferente del producido por una pintura en perspectiva, en la cual se describe una escena desde un punto de vista que en sí mismo es dado independientemente de aquel del espectador que contempla el trabajo terminado. Así como la razón abstracta puede tratar, como objetos de contemplación, distintas cosmovisiones, cada una de las cuales es una construcción específica de una realidad externa (figura 1.1). El antropólogo, mirando el tejido de la variación cultural humana, es como el visitante de una galería de arte –un “observador de observaciones”. Quizás no sea un accidente que ambas, la pintura en perspectiva y la antropología, son productos de la misma trayectoria del pensamiento occidental (Ingold 1993a: 223-4).

RAZÓN UNIVERSAL

COSMOVISIÓN 2 COSMOVISIÓN 1

NATURALEZA O “EL MUNDO REAL”

Figura 1.1 La perspectiva soberana de la razón abstracta o universal, que trata los mundos vitales de la gente de distintas culturas como construcciones alternativas, cosmologías o “cosmovisiones”, sobreimpuestas sobre la realidad “real” de la naturaleza. Desde esta perspectiva, la antropología se embarca en el estudio comparativo de las cosmovisiones culturales, mientras la ciencia investiga los trabajos de la naturaleza.

MENTE Y NATURALEZA: GREGORY BATESON Y CLAUDE LEVI-STRAUSS Hemos alcanzado ahora el punto en el cual puedo introducir los términos que comprenden el título de este capítulo. He observado que la posibilidad de un recuento objetivo de fenómenos naturales tales como la conducta del caribú, así como el reconocimiento de una explicación indígena, tal como la de los Cree, como adecuada dentro de una cosmología particular y específica de una cultura, depende de un movimiento en dos pasos de desvinculación que deja fuera primero a la naturaleza, luego a la cultura, como objetos discretos de atención. Mientras la explicación científica es atribuida a una observación desinteresada y un análisis racional, la explicación indígena es rebajada a la adecuación de la experiencia subjetiva dentro de “creencias” de cuestionable racionalidad. Lo que deseo hacer ahora es rehacer esos dos pasos en la dirección contraria. Sólo así, sostengo, podemos nivelar el rango, implícito en lo que se ha dicho hasta ahora, de las explicaciones científicas por sobre las indígenas. Más aún, creo que es necesario que demos esos dos pasos, que descendamos de las imaginarias alturas de la razón abstracta y nos re situemos en un compromiso activo y en marcha con nuestros entornos, si es que queremos llegar a una ecología capaz de recuperar la realidad del proceso mismo de la vida. En resumen, mi propósito es reemplazar la obsoleta dicotomía de naturaleza y cultura por la dinámica sinergia de organismo y entorno, en orden a recuperar una genuina ecología de la vida. Esta ecología, sin embargo, se verá muy diferente del tipo de la que se nos ha vuelto familiar desde los textos científicos. Porque comprende una clase de conocimiento que es fundamentalmente resistente a la transmisión en una forma textual autorizada, independientemente de los contextos de su instanciación en el mundo. El subtítulo de este capítulo, “pasos hacia una ecología de la vida” está tomado del trabajo de Gregory Bateson (1973). He substituido, sin embargo, “vida” por “mente” tal como aparece en el título de la famosa colección de ensayos de Bateson. Esta sustitución es deliberada. Bateson era un gran desmantelador de oposiciones –entre razón y emoción, interior y exterior, mente y cuerpo. Sin embargo curiosamente, pareció incapaz de desarticular la oposición más fundamental de

todas, aquella entre forma y sustancia. Su objeción a la corriente principal dentro de las ciencias naturales radicó en la reducción de éstas de la realidad “real” a pura sustancia, relegando así la forma al mundo ilusorio o epifenoménico de las apariencias. Él vio esto como la consecuencia inevitable de la falsa separación entre mente y naturaleza. Bateson pensaba que la mente debía considerarse inmanente en el sistema total de relaciones organismo-entorno en el cual los humanos están necesariamente inmersos, más que confinados dentro de nuestros cuerpos individuales como opuestos a un mundo natural “ahí afuera”. Como él declaró, en una conferencia dada en 1970, “el mundo mental –la mente- el mundo del procesamiento de información- no está limitado por la piel” (Bateson 1973:429). Sin embargo el ecosistema, tomado en su totalidad, fue considerado como de dos caras. Una cara presenta un área de materia y energía, la otra presenta un área de patrón e información; la primera es toda sustancia sin forma, la segunda es toda forma desprovista de sustancia. Bateson igualó el contraste a uno que trazó Carl Jung, en sus Siete sermones para los muertos, entre los dos mundos del pleroma y la criatura. En el primero hay fuerzas e impactos pero no diferencias; en la segunda hay sólo diferencias, y son esas diferencias las que tienen efectos (Bateson 1973:430.1). Correspondientes a esta dualidad, Bateson reconoció dos ecologías: una ecología de los intercambios de material y energía y una ecología de las ideas. Y fue a esta segunda ecología a la que bautizó como “ecología de la mente”.

Figura 1.2 “Día y noche” (1938), un grabado en madera del artista holandés M.C. Escher, adecuadamente ilustra, de forma visual, la manera en que la mente –de acuerdo a Levi-Strauss- trabaja con los datos de la percepción. Tomando una selección de rasgos reconocibles y familiares del entorno, tales como casas, campos, un río, cisnes volando, la mente los coloca en una estructura simétrica de oposiciones y contrastes: día/noche, izquierda/derecha, ciudad/campo, agua/tierra.

Para ver la plena significación de la posición de Bateson, es instructivo compararla con la de otro gigante de la antropología del siglo XX, Claude Levi-Strauss. En una conferencia sobre “estructuralismo y ecología” –dada en 1972, justo dos años después de la de Bateson a la que me referí antes- Levi-Strauss igualmente se dedicó a demoler la dicotomía clásica entre mente y naturaleza. Aunque ninguna de las dos figuras hizo ninguna referencia al trabajo del otro, hay algunas semejanzas superficiales entre sus respectivos argumentos. Para Levi-Strauss, también, la mente es un procesador de información, y la información consiste en patrones de diferencias significativas. A diferencia de Bateson, sin embargo, Levi-Strauss ancla la mente muy firmemente en los trabajos del cerebro humano. Ajustándose de un modo más o menos arbitrario a ciertos elementos o rasgos distintivos que se le presentan en el entorno, la mente actúa más bien como un caleidoscopio, arrojándolos en patrones cuyas oposiciones y simetrías reflejan universales subyacentes de la cognición humana (fig. 1.2). Es por esos patrones interiores que la mente posee conocimientos del mundo exterior. Si, en el análisis final, la distinción entre mente y naturaleza es disuelta, es porque los mecanismos neurológicos que subyacen en la aprehensión del mundo por parte de la mente son parte del mismo mundo que es aprehendido. Y este mundo, de acuerdo a Levi-Strauss, es estructurado de punta a punta, desde el nivel más bajo de átomos y moléculas, pasando por los niveles intermedios de percepción sensorial, a los niveles más altos de funcionamiento intelectual. “Cuando la mente procesa los datos empíricos que recibe previamente procesados por los órganos sensoriales, concluyó Levi-Strauss, “sigue trabajando estructuralmente en lo que desde el principio ya era estructural. Y sólo puede hacerlo en tanto la mente, el cuerpo al que la mente pertenece y las cosas que el cuerpo y la mente perciben, son parte de una y misma realidad” (1974:21). En todos estos aspectos, la posición de Bateson no podría haber sido más diferente. Para Levi-Strauss ecología significaba “el mundo exterior”, mente significaba “el cerebro”; para Bateson Tanto la mente como la ecología estaban situadas en las relaciones entre el cerebro y el entorno circundante (Fig.1.3). LEVI-STRAUSS

ECOLOGÍA MENTE

(=MUNDO)

(=CEREBRO)

MUNDO BATESON CEREBRO

ECOLOGÍA DE LA MENTE

Figura 1.3 Comparación esquemática de las ideas de Levi-Strauss y Bateson sobre mente y ecología.

Para Levi-Strauss, el perceptor sólo podría tener conocimiento del mundo en virtud de un pasaje de información a través del límite entre el exterior y el interior, implicando pasos sucesivos de codificación y decodificación por los órganos sensoriales y el cerebro, y resultando en una representación mental interna. Para Bateson la idea de un límite tal era absurda, un punto que ilustró con el ejemplo de bastón del ciego (1973:434). ¿Trazamos el límite alrededor de su cabeza, en la empuñadura del bastón, en la punta del mismo, o a medio camino con el pavimento? Si preguntamos dónde está la mente, la respuesta no sería “en la cabeza más que afuera en el mundo”. Sería más apropiado considerar a la mente como extendida hacia afuera, al entorno junto con múltiples caminos sensoriales de los cuales el bastón, en manos del ciego, es sólo uno. Por tanto mientras Bateson compartió con Levi-Strauss la noción de mente como procesador de información, no consideró el procesamiento como un refinamiento o rearmado de datos sensoriales ya recibidos, sino más bien como el despliegue de todo el sistema de relaciones constituido por el compromiso multisensorial del perceptor en su entorno. Continuando con el ejemplo del ciego, es como si su procesamiento de información fuera equivalente a su propio movimiento –esto es, a su propio procesamiento a través del mundo. El punto sobre el movimiento es crítico. Para Levi-Strauss, tanto la mente como el mundo permanecen fijos e inmutables, mientras la información pasa a través de la interface entre ellos. En el esquema de Bateson, por el contrario, la información existe sólo gracias al movimiento del perceptor en relación a su entorno. Bateson enfatizaba constantemente que los rasgos estables del mundo permanecen imperceptibles a menos que nos movamos en relación a ellos: si el ciego recoge rasgos de la superficie del suelo moviendo el bastón de lado a lado, la gente con visión normal hace lo mismo con sus ojos. Mediante este movimiento de escaneo marcamos diferencias, no en el sentido de representarlas gráficamente, sino de “hacerlas aparecer”. Mientras Levi-Strauss a menudo escribe como si el mundo estuviera mandando mensajes codificados al cerebro, el cual luego los recupera mediante una operación de decodificación, para Bateson el mundo se abre a la mente mediante un proceso de revelación. Esta distinción, entre decodificación y revelación, es crítica para mi argumento, y volveré a ella brevemente. Primero, sin embargo, se necesitan algunas palabras sobre el tema de la vida. LA ECOLOGÍA DE LA VIDA Mi pregunta guía es una de la cual también partió Bateson. “¿Qué clase de cosa es esta”, preguntó, “a la que llamamos `organismo más entorno´?” (Bateson 1973: 423). Pero la respuesta a la que llegué yo es diferente. No creo que necesitemos una ecología de la mente separada y distinta de la ecología de las corrientes de energía e intercambios de materia. Necesitamos sin embargo repensar nuestra comprensión de la vida. Y en el nivel más fundamental de todos, necesitamos pensar nuevamente sobre la relación entre forma y proceso. La biología es –o al menos se supone que sea- la ciencia de los organismos vivos. Sin embargo, mientras los biólogos miran el espejo de la naturaleza, lo que ven –reflejado en la morfología y la conducta de los organismos- es su propia razón. Concordantemente, están inclinados a imputar los principios de su ciencia a los propios organismos, como si cada uno incorporara una especificación, programa o plan de construcción formal, un bio-logos, dado independientemente y antes de su desarrollo en el mundo. En verdad la posibilidad de tal especificación independiente del contexto es una condición esencial para la teoría de Darwin, según la cual es esta especificación –técnicamente conocida como genotipo- la que se dice que sufre la evolución mediante cambios en la frecuencia de sus elementos portadores de información, los genes. Pero si la estructura subyacente del organismo fuera así pre-especificada, entonces su historia de vida no podría ser más que la realización o “escritura” de un programa de construcción,

bajo condiciones ambientales dadas. La vida, en resumen, sería puramente consecuente, un efecto de la inyección de una forma a priori en la sustancia material. Tengo una mirada diferente (Ingold 1990: 215). La vida orgánica, tal como la veo, es activa antes que reactiva, el despliegue creativo de un entero campo de relaciones dentro del cual los seres emergen y toman sus formas particulares, cada uno en relación a los otros. La vida, en este concepto, no es la realización de formas preespecificadas sino el propio proceso en el cual las forman son generadas y puestas en su lugar. Cada ser, en la medida en que es atrapado en el proceso y lo lleva a cabo, emerge como un singular centro de alerta y agencia: un manojo, en algún nexo particular dentro del mismo, del potencial generativo que es la vida misma (Este argumento es luego desarrollado en el cap. 22, pp. 383-5). Puedo ahora explicar más precisamente lo que quiero decir con una “ecología de la vida”. Todo depende de una respuesta particular a la pregunta de Bateson: ¿qué es este “organismo más el entorno”? Para la ecología convencional, el “más” significa una simple adición de una cosa a otra, teniendo ambos su propia integridad, independientemente de sus relaciones mutuas. Así el organismo es especificado genotípicamente, previo a su entrada en el ambiente; el ambiente es especificado como un conjunto de restricciones físicas, previas a la entrada de los organismos que vienen a llenarlo. En verdad la ecología de los manuales podría ser considerada como profundamente ant-ecológica, puesto que coloca al organismo y al ambiente como entidades (o colecciones de entidades) como mutuamente excluyentes, que sólo subsecuentemente son puestas en contacto y puestas a interactuar. Un enfoque propiamente ecológico, por el contrario, es uno que tomaría, como punto de partida, el organismo-completo-en-su-ambiente. En otras palabras, “organismo más ambiente” no debería denotar un compuesto de dos cosas, sino una totalidad indivisible. La totalidad es, en efecto, un sistema en desarrollo (cf. Oyama 1985), y una ecología de la vida –en mis términos- es una que trataría sobre la dinámica de tales sistemas. Ahora, si se acepta este punto de vista –es decir, si estamos preparados para considerar a la forma como emergente dentro del proceso de la vida- entonces, sostengo, no tenemos necesidad de apelar a un dominio distinto de la mente, a la criatura más que al pleroma, para dar cuenta de patrón y significado en el mundo. En otras palabras, no tenemos que pensar en la mente o la consciencia como un estrato de ser por encima del de la vida de los organismos, para dar cuenta de su creativa implicancia en el mundo. Más bien, lo que podemos llamar mente es el filo cortante del propio proceso vital, el frente siempre en movimiento de lo que Alfred North Whitehead (1929: 314) llamó “un avance creativo hacia la novedad”. UNA NOTA SOBRE EL CONCEPTO DE AMBIENTE Armado con este enfoque sobre la ecología de la vida, volveré ahora a la cuestión de cómo los humanos perciben el mundo que los rodea, y a ver cómo podemos empezar a construir una alternativa al concepto antropológico estándar de la percepción ambiental como una construcción cultural de la naturaleza, como una sobre imposición de estratos de significación “emic” sobre una realidad “etic” independientemente dada. Antes de que comencemos, sin embargo, quiero señalar tres puntos preliminares sobre la noción de ambiente. Primero, “ambiente” es un término relativo –relativo, esto es, al ser cuyo ambiente es. Así como no puede haber organismo sin un ambiente, tampoco puede haber ambiente sin un organismo (Gibson 1979:8, Lewontin 1982:160). Por lo tanto mi ambiente es el mundo en tanto existe y adquiere significado en relación a mí, y en este sentido viene a la existencia y se desarrolla conmigo y en torno a mí. Segundo, el ambiente nunca está completo. Si los ambientes se forman a través de las actividades de los seres vivos, entonces mientras hay vida, están siempre en construcción. Así también, por supuesto, los organismos mismos. Luego, cuando hablé arriba de “organismo más ambiente” como una totalidad indivisible,

debí haber dicho que esta totalidad no es una entidad terminada sino un proceso en tiempo real: un proceso, es decir, de crecimiento o desarrollo. El tercer punto sobre la noción de ambiente parte de los dos que acabo de señalar. Es decir, que bajo ningún concepto debe ser confundido con la noción de naturaleza. Porque el mundo puede existir como naturaleza sólo para un ser que no pertenece a él, y que puede mirarlo desde arriba, a la manera de un científico desapegado, desde una distancia segura tal que sea fácil caer en la ilusión de que no es afectado por la presencia de éste. Por tanto la distinción entre ambiente y naturaleza corresponde a la diferencia de perspectiva entre vernos a nosotros mismos como seres dentro de un mundo y como seres sin él. Más aún, tendemos a pensar la naturaleza no sólo como exterior a la Humanidad, como ya observé, sino también a la Historia, como si el mundo natural proveyera un trasfondo perdurable a la conducta de los asuntos humanos. Sin embargo los ambientes, como continuamente están siendo en el proceso de nuestras vidas –puesto que los formamos así como ellos nos forman- son en sí mismos fundamentalmente históricos. Tenemos, entonces, que estar atentos a una expresión tan simple como “ambiente natural”, porque combinando así los dos términos inmediatamente nos imaginamos de alguna manera más allá del mundo, y por tanto en posición de intervenir en sus procesos (Ingold 1992a). COMUNICACIÓN Y REVELACIÓN Cuando era niño, mi padre, que es un botánico, acostumbraba llevarme de paseo al campo, señalando en el camino todas las plantas y hongos –especialmente los hongos- que crecían aquí y allá. A veces me hacía olerlas, o probar sus distintos sabores. Su manera de enseñarme era mostrarme cosas, literalmente remarcándolas. Si yo notaba las cosas hacia las que él dirigía mi atención, y reconocía las imágenes visuales, olores y sabores que él quería que experimentara porque eran tan queridas para él, entonces descubría por mí mismo mucho de lo que él ya sabía. Ahora, muchos años después, como antropólogo, leo sobre cómo las personas en las sociedades originarias australianas pasan su conocimiento de generación en generación. ¡Y descubro que el principio es el mismo! En su clásico estudio sobre los walbiri de Australia central, Mervyn Meggitt describe como un muchacho que está siendo preparado para la iniciación es llevado en un “grand tour” que dura dos o tres meses. Acompañado por un guardián (el esposo de una hermana) y un hermano mayor, el niño fue llevado de un lugar a otro, aprendiendo en el camino sobre la flora, la fauna y la topografía de la región, mientras el hermano mayor le va contando sobre la significación totémica de las varias localidades visitadas (Meggitt 1962:285). Cada localidad tiene su historia, que cuenta cómo fue creada mediante actividades de configuración de la tierra por parte de seres ancestrales mientras vagabundeaban por el campo durante la era formativa conocida como el Ensueño. Observando el pozo mientras la historia de su formación es relatada o actuada, el novicio observa al ancestro que sale de la tierra; igualmente, dirigiendo los ojos por encima de la línea distintiva de una montaña o una formación rocosa, reconoce en ella la forma congelada del ancestro que yace para descansar. Por tanto las verdades son inmanentes en el paisaje, las verdades del Ensueño, gradualmente reveladas a él, mientras va del nivel “exterior”, más superficial, del conocimiento a una comprensión “interior” más profunda. El conocimiento de mi padre sobre plantas y hongos, o el conocimiento de los ancianos indígenas sobre el Ensueño, ¿tomaron la forma de un conjunto interconectado de creencias y proposiciones dentro de su cabeza? ¿Es mediante la transmisión de tales creencias y proposiciones de una generación a la siguiente que aprendemos a percibir el mundo como lo hacemos? Si es así –si todo conocimiento es acunado dentro de la mente- ¿por qué se le daría

tanta importancia a asegurar que los novicios vean o experimenten por sí mismos los objetos o rasgos del mundo físico? Una respuesta podría ser sugerir que es mediante su inscripción en tales objetos o rasgos – plantas y hongos, pozos y montañas- que el conocimiento cultural es transmitido. Esos objetos podrían ser soportes o vehículos para los significados que son, por así decirlo, “adheridos”, y que todos juntos constituyen una cosmovisión o cosmología específica (Wilson 1988:50). En otras palabras, las formas culturales serían codificadas en el paisaje tal como, de acuerdo al enfoque semiológico estándar de la significación lingüística, las representaciones son codificadas en el medio sonoro. El gran lingüista suizo Ferdinand de Saussure, que puso los fundamentos de este enfoque, argumentó que un signo es esencialmente la unión de dos cosas, un significante y un significado, y que la relación entre ellos se establece mediante la construcción de un sistema de diferencias en el plano de las ideas sobre otro sistema de diferencias en el plano de la sustancia física (Saussure 1959: 102-22). Así como los sonidos están en lugar de los conceptos, así –por la misma lógica- los hongos (para mi padre) o los pozos (para el ancestro indígena) serían significantes de elementos de un sistema comprehensivo de representaciones mentales. ¿Estaba mi padre entonces comunicándome su conocimiento codificándolo en los hongos? ¿Los ancestros indígenas transmiten la sabiduría ancestral codificándola en montañas y pozos? Por extraño que parezca, muchos análisis antropológicos de la construcción cultural del ambiente proceden de este supuesto. Sin embargo la idea de creencias codificadas en hongos suena bizarra, como de hecho lo es menos la idea del Ensueño como una cosmología codificada en el paisaje. El propósito de mi padre, por supuesto, fue hacerme conocer los hongos, no comunicarse por medio de ellos, y lo mismo resulta cierto sobre el propósito de los ancianos indígenas haciendo conocer a los novicios los sitios significativos. Esto no es negar que se pueda comunicar información en forma proposicional o semi proposicional, de generación en generación. Pero la información, en sí misma, no es conocimiento, ni nosotros nos volvemos más sabios por su acumulación. Nuestra capacidad de conocimiento consiste más bien en la capacidad de situar esa información, y entender su significado, dentro del contexto de un compromiso perceptual directo con nuestros ambientes. Y desarrollamos esa capacidad, sostengo, cuando las cosas se nos muestran. La idea de mostrar es importante. Mostrar algo a alguien es causar que ese algo sea visto o experimentado de alguna manera –sea mediante tacto, gusto, olfato u oído- por esa otra persona. Es como si se levantara un velo de algún aspecto o componente del ambiente de modo que pueda ser aprehendido directamente. De ese modo, las verdades que son inherentes en el mundo son, paso a paso, reveladas o descubiertas para el novicio. Cada generación contribuye con la siguiente, en este proceso, con una educación de la atención (Gibson 1979:254). Ubicados en situaciones específicas, los novicios son instruidos para sentir ésta, probar aquella o buscar la otra cosa. Mediante esta sintonización fina de las habilidades perceptuales, los significados inmanentes en el ambiente –es decir en los contextos relacionales del compromiso del perceptor en el mundo- no son tanto construidos como descubiertos. Podría decirse que los novicios, mediante su educación sensorial, están equipados con claves para acceder a los significados. Pero la metáfora de la clave debe usarse son cierto cuidado. No tengo en mente el tipo de clave –análoga a una cifra- que pudiera posibilitarme traducir de significantes físicos a ideas mentales y de allí entrar en posesión del conocimiento cultural de mis ancestros mediante una decodificación inversa de lo que ellos, a su vez, han codificado en el paisaje. Hay, en verdad, una circularidad bastante fundamental en la noción de que el conocimiento cultural es transmitido entre las generaciones por medio de su codificación en símbolos materiales. Porque sin la clave es imposible para el novicio leer el mensaje cultural de los rasgos sobresalientes del mundo físico. Sin embargo, a menos que el mensaje ya haya sido

completamente comprendido, es imposible extraer la clave. ¿Cómo pueden los rasgos del paisaje figurar como elementos de un código comunicativo si, en orden a acceder al código, usted debe ya conocer lo que va a comunicarse con él? Cuando el novicio es llevado a la presencia de algún componente del ambiente y llamado a prestarle atención de cierta manera, su trabajo, entonces, no es decodificarlo. Es más bien descubrir por sí mismo el significado que está en él. Para ayudarlo en esta tarea, se le proveen un conjunto de claves en otro sentido, no como cifras sino como pistas (ver capítulo 11, p. 208). Mientras la cifra es centrífuga, permitiéndole al novicio acceder a significados que están adscriptos (“clavados”) por la mente en la superficie exterior del mundo, la pista es centrípeta, guiándolo hacia significados que están en el corazón del propio mundo, pero que normalmente están escondidos detrás de la fachada de las apariencias superficiales. El contraste entre la clave como cifra y la clave como pista corresponde a la distinción crítica, sobre la cual ya llamé la atención, entre decodificación y revelación. Una clave, en resumen, es un punto de referencia que condensa líneas de experiencia de otro modo dispares en una orientación unificadora que, a su vez, abre el mundo a una percepción de mayor profundidad y claridad. En este sentido, las pistas son claves que abren las puertas de la percepción, y cuantas más claves usted tenga, más puertas puede abrir, y más se abre el mundo para usted. Mi opinión es que a través de la progresiva adquisición de tales claves es que la gente puede aprender a percibir el mundo que la rodea. FORMA Y SENTIMIENTO Cuando Susanne Langer le puso como título Filosofía en una nueva clave a su influyente libro sobre arte y estética (Langer 1957), estaba por supuesto usando la metáfora de la clave en todavía otro sentido, refiriéndose a un tipo de registro de comprensión, similar a la clave en la notación musical. En el libro, Langer propone que el significado del arte debería encontrarse en el objeto de arte mismo, tal como es presentado a nuestros ojos, más que en lo que se suponga que represente o signifique. Si las personas en las sociedades occidentales encuentran esto difícil de entender, es porque están tan acostumbrados a tratar al arte como algo representativo de otra cosa – esperamos que cada pintura tenga un título- que los modos en que respondemos a los objetos o performances mismos siempre están confundiéndose con nuestras respuestas a aquello que se supone que representan. Un modo de salir de esta dificultad, sugiere Langer, es concentrarse en el tipo de arte que –al menos para los occidentales- es aparentemente menos representativo, por ejemplo la música. La música, seguramente, no puede estar en lugar de nada más que de sí misma, de modo que una investigación sobre el significado musical debería poder mostrar cómo el significado puede residir en el arte como tal. “Si el significado del arte pertenece al percepto sensorial mismo fuera de lo que ostensiblemente representa”, escribe Langer, “entonces tal significado puramente artístico debería ser más accesible a través de los trabajos musicales” (1957: 209). Siguiendo esta línea de argumento, Langer sugiere que “lo que la música puede realmente reflejar es…la morfología del sentimiento” (p.238). Creo que esta idea puede ser generalizada, en la medida en que reconozcamos que el sentimiento es un modo de compromiso perceptual, activo, un modo de estar literalmente “en contacto” con el mundo. El artesano siente su materia prima, como el alfarero siente la arcilla o el carpintero la madera, y de ese proceso de sensaciones emerge la forma de la vasija. Igualmente, el músico de orquesta siente –o más bien ve- los gestos del director, y de esa sensación emerge un fraseo hecho de sonidos. O más generalmente, el arte da forma a las sensaciones humanas; es la forma que es tomada por nuestra percepción del mundo, guiada por las orientaciones, disposiciones y sensibilidades específicas que hemos adquirido por habérsenos señalado o mostrado cosas en el curso de nuestra educación sensorial.

Mientras estamos en el tema de la música, déjeme darle un ejemplo de lo que quiero decir, tomado de un ensayo de mi compositor favorito, Leos Janacek. Janacek escribe sobre cómo, en una ocasión, estaba parado en la playa y registró los sonidos de las olas. Las olas “chillan”, “burbujean” y “gritan” (Janacek 1989:232). La fig. 1.4 es una reproducción de lo que puso en su cuaderno1. Ahora, esas anotaciones musicales no son un mero registro mecánico de los sonidos tal como llegaban a sus oídos. Porque Janacek no está oyendo, simplemente, está escuchando. Es decir, su percepción está basada en un acto de atención. Como ver y sentir, escuchar es algo que la gente hace (ver cap. 14, p.277). En su acto de atención, el movimiento de la conciencia del compositor resuena con los sonidos de las olas, y cada notación da forma a ese movimiento. Pero Janacek nos enseña algo más. A lo largo de su carrera, fue un coleccionista compulsivo de lo que llamó “melodías del habla”. Anotó la forma melódica de fragmentos de habla escuchados de toda clase de personas en toda clase de actividades: un ama de casa llamando a sus gallinas mientras arroja granos, un anciano refunfuñando mientras va a trabajar, niños jugando, etc. Pero esas notaciones no estaban confinadas sólo a los sonidos humanos. El habla, para Janacek, era un tipo de canción, como así también todos los otros sonidos que resuenan en nuestra conciencia, desde los sonidos de las olas, pasando por el tañido de una vieja campana herrumbrada o el ominoso sonido de una cañería rota, hasta el cacareo de las gallinas en el patio y el “nocturno sediento de sangre” de un mosquito. ¿Debemos suponer entonces, que en esas melodías la naturaleza está tratando de comunicarse con nosotros, de enviarnos mensajes codificados en patrones de sonido? El propósito de Janacek era bastante opuesto. Era que dejemos de pensar en los sonidos del habla meramente como vehículos de comunicación simbólica, como si dieran expresión exterior a estados interiores tales como creencias, proposiciones o emociones. Porque el sonido, como escribió Janacek, “sale de nuestro entero ser…No hay sonido que sea desgajado del árbol de la vida” (1989: 88, 99, énfasis original). Déjenme decirlo de otro modo. Las olas, dice Janacek, gritan y chillan. Como a veces lo hace la gente. Cuando usted grita de enojo, el grito es su enojo, no es un vehículo que transporta su enojo. El sonido no es desgajado de su estado mental y despachado como un mensaje en una botella arrojada al océano de sonido con la esperanza que alguien la encuentre. Los ecos del grito son las reverberaciones de su propio ser tal como se esparce en el ambiente. Maurice MerleauPonty, en su Fenomenología de la percepción, atrapó la idea precisamente en su observación de que el grito de usted “no me hace pensar en enojo, es el enojo mismo” (1962: 184, énfasis original). Y si la gente esparce su ser en las melodías del habla, del mismo modo las olas esparcen el suyo en su interminable cloqueo. Por tanto, para tomar una idea más de Janacek, la canción – cualquier canción, cualquier canto- “es algo de lo cual aprendemos la verdad de la vida” (1989:89). Esta es la razón por la cual los indígenas cantan sus canciones del Ensueño, canciones que dan forma a su sensación ante el campo que los rodea. CONCLUSIÓN: HACIA UNA ECOLOGÍA SENTIENTE No he olvidado el cazador Cree y el caribú, y para consolidar mi argumento, quiero ahora volver a ellos. El cazador, digamos, puede decir. Puede hacerlo de dos maneras. Primero, es un agente perceptualmente hábil, que puede detectar esas claves sutiles en el ambiente que revelan los movimientos y presencia de animales: así él puede “decir” dónde están. Segundo, es capaz de narrar historias de jornadas de caza, y de sus encuentros con animales. Pero al hacerlo, al decir en este otro sentido, ya no está tratando de producir un registro o transcripción de lo sucedido, no más que Janacek cuando anotó los sonidos de las olas. Cuando el cazador habla de cómo se le 1

La figura 1.4 puede verse en la página 38 del libro. N.T.

presentó el caribú, no pretende retratar al animal como un agente racional, autoconsciente cuya acción de ofrecerse sirviera para dar expresión exterior a alguna resolución interior. Como la música, la historia del cazador es una performance; y, otra vez, como la música, su propósito es dar forma al sentimiento humano –en este caso la sensación de la vívida proximidad del caribú como otro ser viviente, sintiente. En ese momento crucial del contacto cara a cara, en cazador siente la sobrecogedora presencia del animal; siente como si su propio ser estuviera de algún modo ligado o entremezclado con el del animal –un sentimiento próximo al amor, y uno que, en el dominio de las relaciones humanas, es experimentado durante la relación sexual. Al relatar la caza, da forma a ese sentimiento en los idiomas del habla. En su reciente estudio sobre pastores y cazadores de renos de la región de Taimyr en el norte de Siberia, David Anderson (2000:116-17) escribe que en las relaciones con animales y otros componentes del ambiente, esta gente opera con una ecología sentente. Esta noción captura perfectamente el tipo de conocimiento que la gente tiene de sus ambientes que he estado tratando de explicar. Es conocimiento no de un tipo formal, autorizado, transmisible en contextos fuera de aquellos de su aplicación práctica. Por el contrario, está basado en sentimientos, consistentes en las habilidades, sensibilidades y orientaciones que se han desarrollado a lo largo de una larga experiencia conduciendo la propia vida en un ambiente particular. Es el tipo de conocimiento que Janacek pretendía obtener de escuchar las melodiosas inflexiones del habla; los cazadores lo obtienen de una atención similarmente cuidadosa a los movimientos, sonidos y gestos de los animales. Otra palabra para este tipo de sensibilidad y capacidad de respuesta es intuición. En la tradición del pensamiento y la ciencia occidentales, la intuición ha tenido bastante mala prensa: comparada con los productos del intelecto racional, ha sido ampliamente considerada como conocimiento de un tipo inferior. Sin embargo es conocimiento que todos tenemos; en verdad lo usamos todo el tiempo mientras realizamos nuestras tareas diarias (Dreyfus y Dreyfus 1986:29). Más aún, constituye un fundamento necesario para cualquier sistema de ciencia o ética. Simplemente por existir como seres sintientes, las personas ya deben ser situadas en cierto ambiente y comprometidas en las relaciones que esto implica. Estas relaciones, y las sensibilidades construidas en el curso de su desarrollo, subyacen a nuestras capacidades de juicio y habilidades de discriminación, y los científicos –que son humanos también- dependen de esas capacidades y habilidades tanto como el resto de nosotros. Esta es la razón por la que la perspectiva soberana de la razón abstracta, sobre la cual la ciencia occidental apoya su reclamo de autoridad, es prácticamente inalcanzable: una inteligencia que estuviera completamente desprendida de las condiciones de vida en el mundo no podría pensar los pensamientos que piensa. Es también la razón por la que razonar lógicamente a partir de primeros principios no bastará para diseñar un sistema ético que funcione. Porque cualquier juicio que no tuviera su base en la intuición, por justificado que estuviera en base a la “fría” lógica, no tendría ninguna fuerza motivacional o práctica. Donde la lógica del razonamiento ético, tomado de primeros principios, lleva a resultados que son contra-intuitivos, no rechazamos nuestras intuiciones sino más bien cambiamos los principios, de modo que generen resultados más conformes a lo que sentmos que es correcto. La comprensión intuitiva, en resumen, no es contraria a la ciencia o la ética, ni apela al instinto más que a la razón, o a imperativos “innatos” de la naturaleza humana. Por el contrario, se apoya en habilidades perceptuales que emergen, para cada ser, a través de un proceso de desarrollo en un entorno históricamente específico. Estas habilidades, afirmo, proveen una base necesaria para cualquier sistema de ciencia o ética que traten al ambiente como un objeto de su interés. La ecología sentiente es así tanto pre-objetiva como pre-ética. No deseo devaluar los proyectos de las ciencias naturales o de la ética ambiental, en verdad ambos sean probablemente más necesarios ahora que antes. Mi reclamo es simplemente que no deberíamos perder de vista

sus fundamentos pre-objetivos y pre-éticos. Mi principal propósito ha sido traer esos fundamentos a la luz. Y lo que esas excavaciones en la formación del conocimiento han revelado no es una ciencia alternativa, “indígena” más que occidental, sino algo más afín a una poétca del vivir. Es dentro del marco de una poética tal, sostengo, que los relatos Cree de animales ofreciéndose a sí mismos a los humanos, las historias indígenas de ancestros emergiendo de pozos de agua, los intentos de Janacek de anotar los sonidos de la naturaleza y los esfuerzos de mi padre para introducirme a las plantas y hongos en el campo, pueden ser mejor comprendidos.

Capítulo Dos

El recolector óptimo y el hombre económico INTRODUCCIÓN El pensamiento iluminista proclamó el triunfo de la razón humana sobre una naturaleza recalcitrante. Como hija de la Ilustración, la economía neoclásica se desarrolló como una ciencia de toma de decisiones y sus consecuencias añadidas, basada en la premisa de que cada individuo actúa en pos de un interés racional propio. Se ha debatido mucho si los postulados de la teoría microeconómica son aplicables a toda la Humanidad o sólo a aquellas sociedades caracterizadas como occidentales: los presupuestos antropológicos clásicos incluyen aquellos de Malinowski –que desechó como “ilógica” la presunción de que “el hombre, y especialmente un hombre de bajo nivel cultural, actuaría por motivos puramente económicos de iluminado interés propio”, y Firth –que argumentó, por el contrario, que “ en algunas de las sociedades más primitivas conocidas…existe la más entusiasta discusión de alternativas sobre cualquier propuesta acerca del uso de recursos, sobre las ventajas económicas relativas de intercambio de una parte con otra, y el más cuidadoso escrutinio sobre la calidad de los bienes que cambian de manos…y cómo obtener una ventaja de ello” (Malinowski 1922:60; Firth 1964:22, ver Schneider 1974: 11-12). Mi interés aquí no es revisitar este viejo debate. En cambio, quiero dirigirme a la paradoja presentada por la emergencia de un enfoque dentro de la antropología contemporánea que busca entender la conducta de los grupos así llamados primitivos –o más específicamente, cazadores y recolectores- no mediante una extensión directa de principios de la economía formal, sino mediante una ruta bastante más indirecta. Esto es extender a los seres humanos principios ya aplicados en el análisis de la conducta de animales no-humanos, principios que sin embargo están estrechamente modelados –incluso hasta el punto de ser identificados con ellos- sobre aquellos de la economía. El enfoque en cuestión es conocido por los que lo practican como “ecología evolutiva humana” y es actualmente una de las áreas de investigación más vigorosas en antropología ecológica. Pretendo mostrar que la ecología evolutiva es precisamente lo inverso de la microeconomía, así como la selección natural es la imagen en espejo de la elección racional. Como tal, reproduce de forma invertida la dicotomía entre razón y naturaleza que yace en el corazón de la ciencia postIluminismo. Pero intentando dar cuenta de la conducta en términos de propiedades preespecificadas y heredables de individuos discretos, la ecología evolutiva evita –a pesar de pretender lo contrario- desarrollar una perspectiva verdaderamente ecológica. Con esto no sólo quiero decir una perspectiva que incorporaría las variables ambientales externas como parte de la explicación sobre la conducta. Un enfoque que sea genuinamente ecológico, desde mi punto de vista, sería uno que basara la intención y la acción humanas dentro del contexto de un compromiso en marcha y mutuamente constitutivo entre las personas y sus ambientes. Sin embargo un enfoque tal, sostengo, pone en cuestión los fundamentos mismos del paradigma explicativo neo-darwiniano. Supongamos que usted es un abogado del formalismo económico en antropología, que usted está interesado en explicar porqué un grupo particular de cazadores y recolectores elegiría concentrar sus esfuerzos en cultivar una cierta combinación de recursos vegetales y animales. Adscribiendo un valor utilitario a cada unidad de recursos, medido en términos de la satisfacción que proporciona, usted podrá calcular una estrategia óptima para la obtención de recursos, que proporcionaría la utilidad promedio más alta en relación al tiempo y la energía invertidos. Usted compararía entonces esta estrategia con lo que la gente realmente hace y, encontrándolo adecuado, usted podría declarar que su modelo ha pasado el test de confirmación empírica.

Anticipando el desafiante “¿Y qué?” del escéptico, usted concluiría que lo que esto prueba es que los cazadores y recolectores son tan capaces de hacer elecciones informadas para sus mejores intereses como cualquiera. La razón, señalaría usted, es una facultad común a todos los seres humanos, no sólo a los “modernos occidentales” o “civilizados”, y es etnocéntrico imaginar que mientras nosotros decidimos qué hacer en una situación dada sobre la base de la deliberación racional, ellos están limitados en sus acciones por una conformidad ciega a la sabiduría recibida de la convención cultural. ¿Qué decir entonces de animales no-humanos? Ellos también parecen tener estrategias de obtención de recursos que parecerían eminentemente racionales, si las hubieran trabajado por sí mismos. Pero por supuesto, dice usted, no lo hicieron. Los animales han tenido sus estrategias elaboradas para ellos de antemano, por la fuerza evolutiva de la selección natural. La lógica de la selección natural es simplemente como sigue: los individuos con obtención de recursos o estrategias de recolección más eficientes tendrá una ventaja reproductiva sobre individuos con estrategias menos eficientes, y puesto que esas estrategias –o más precisamente, las reglas o programas para generarlas- están codificadas en los materiales de la herencia, las estrategias más eficientes tenderán a resultar más firmemente establecidas en cada generación en la medida en que proporcionalmente se reproduzcan. Ahora el punto de partida para la ecología evolutiva humana es que la conducta de recolección de los cazadores-recolectores humanos, así como la de sus contrapartes no humanos, puede ser entendida como la aplicación, en contextos ambientales específicos, de reglas de decisión o “algoritmos cognitivos” que se han configurado mediante un proceso darwiniano de variación bajo selección natural. De esta premisa se ha derivado un cuerpo teórico, conocido como “teoría de recolección óptima”, que consiste en modelos formales que predicen cómo, bajo condiciones externas dadas, un recolector actuará, asumiendo que el objetivo principal es maximizar el equilibrio entre la energía empleada de los recursos obtenidos y los costos de energía empleada en su obtención.

Hombre económico

Teoría económica formal

HUMANIDAD

Cazadorrecolector “primitivo”

El recolector óptimo

Teoría de recolección óptima

NATURALEZA

Fig. 2.1 El cazador-recolector “primitivo” concebido como una versión del hombre económico y como una especie de recolector óptimo.

¿Es el cazador-recolector, entonces, una versión del hombre económico o una especie de recolector óptimo? En la superficie estas dos figuras –ambas, por supuesto, constructos ideales de la imaginación analítica- aparecen diametralmente opuestas, y su confluencia en la figura arquetípica del cazador-recolector “primitivo” parece reflejar el status ambivalente de esta figura, dentro del discurso de la ciencia occidental, como transición entre las condiciones de naturaleza y humanidad (ver fig. 2.1). El hombre económico, seguramente, ejercita su razón en la esfera de la interacción social, y al hacerlo avanza en cultura o civilización, contra el trasfondo de una naturaleza intrínsecamente resistente. La racionalidad del recolector óptimo, por el contrario, está instalada en el propio corazón de la naturaleza, mientras el dominio específicamente humano de la sociedad y la cultura es visto como una fuente de desviación normativa externa que puede causar que la conducta se desvíe de lo óptimo. Aquí, entonces, está la paradoja a la que me referí en comienzo, de un enfoque que, mientras se modela explícitamente sobre la microeconomía clásica, sin embargo es considerada aplicable a los seres humanos sólo en tanto la conducta de éstos es en algún sentido comparable a la de los animales no-humanos. ¿Cómo podemos sostener, al mismo tiempo, que la facultad de la razón es la marca distintiva de humanidad, y que la racionalidad de los cazadores-recolectores humanos, en comparación con la de sus contrapartes no-humanos, está comprometida por restricciones culturales y sociales? Tomo esta pregunta como mi punto de partida. CULTURA Y ELECCIÓN Los cazadores-recolectores, o recolectores, viven en ambientes caracterizados por recursos diversos y heterogéneamente distribuidos. Desde la diversidad de especies potencialmente comestibles, lugares y caminos de recolección, el recolector puede elegir combinaciones que más o menos efectiva y eficientemente procuren subsistencia. Las elecciones del recolector construyen una estrategia de ajuste a las condiciones ecológicas, un patrón adaptativo resultante de procesos evolutivos y las restricciones de situación, tiempo y posibilidad. (Winterhalder 1981a: 66) Este lúcido enunciado, de uno de los exponentes más sobresalientes de la teoría de recolección óptima, nos lleva directamente al corazón del problema. Está en la contradicción entre las nociones, por un lado, de que “la estrategia de ajuste” del recolector es el resultado de una serie de elecciones sobre dónde ir y qué buscar, y por el otro, de que un “patrón adaptativo” es el producto de un proceso evolutivo. Al explicar esta contradicción ayuda el tener en mente un ejemplo empírico, y con este propósito acudo brevemente al material etnográfico que el propio Winterhalder presenta, reunido mediante el trabajo de campo entre los pueblos Cree de Muskrat Dam Lake en el norte de Ontario. Los Cree dependen para su subsistencia de una variedad de mamíferos pequeños y grandes, aves acuáticas y peces, distribuidos de una manera bastante espaciada e irregular en un ambiente que consiste en un mosaico de diferentes tipos de vegetación dominante. No sólo la abundancia

de recursos fluctúa marcada e irregularmente de año a año, sino que el mosaico vegetal también cambia en respuesta a las variaciones climáticas. El resultado es que el cazador Cree difícilmente encuentre las mismas condiciones de un año al otro (Winterhalder 1981a: 80-1). Tiene por tanto que trabajar sus tácticas sobre la marcha. Un viaje de caza descripto por Winterhalder ejemplifica muy bien este punto. En este viaje, ostensiblemente para cazar castores, él y su compañero Cree encontraron signos de urogallos, alces, lobos, nutrias, castores, visones, liebres y ratas almizcleras. Ante cada signo su compañero debía decidir si perseguir el animal en cuestión. En el evento, el urogallo fue disparado, el alce y el lobo fueron ignorados, se pusieron trampas para las liebres y los castores, como así también para visones y ratas almizcleras. Pero esta cacería, nos dice Winterhalder, fue un ejemplo de un modo más antiguo de hacer las cosas: pese a que el viaje desde el pueblo hasta el inicio del camino fue hecho en motonieves, durante la cacería misma los compañeros se movieron con raquetas para nieve. Los cazadores de la generación más joven están usando más la motonieves, no sólo para llegar al camino, sino en el curso de la búsqueda de animales. La consecuente reducción de los tiempos de búsqueda les permite ser más selectivos, y concentrarse en atrapar especies de alta prioridad. En el pasado, la marca de un buen cazador supuestamente estaba en su habilidad para manejar casi cualquier tipo de animal; hoy, por el contrario, se dice que los cazadores más jóvenes se especializan en cazar una o dos especies, y carecen de competencia para manejarse con las otras (Winterhalder 1981a:86-9). Es claro de este relato que los cazadores se enfrentan con elecciones, que las elecciones que hacen se añaden a un patrón, y que este patrón cambia en respuesta a alteraciones en los parámetros de la caza provenientes, por ejemplo, de la introducción de nuevas tecnologías. No es tan claro, sin embargo, que el patrón haya “evolucionado” en sentido darwiniano, o que esta emergencia tenga algo que ver con el proceso de selección natural. En aras del argumento supongamos que en el viaje de caza descripto arriba, tomando en cuenta el rendimiento calórico esperado de las diferentes especies y los costos de energía en la búsqueda y persecución (o la colocación y revisión de trampas), las decisiones del cazador se conformaron estrechamente a lo que podría modelarse como la estrategia óptima para un recolector buscando maximizar el índice neto de ganancia energética. Y supongamos también –bastante más problemáticamente- que los hogares de los cazadores tácticamente hábiles, estando provistos con relativa seguridad, son también prósperos en términos de la producción de descendientes saludables: en otras palabras, que el éxito del cazador en los bosques es equiparado con el éxito reproductivo en casa. Aún así no habría razón para creer que la estrategia exitosa de caza fuera el resultado de un proceso evolutivo. Comúnmente se argumenta, incluso por parte de biólogos que deberían saber más (e.g. Dunbar 1987), que para mostrar cómo una conducta de un cierto tipo ha evolucionado por selección natural, uno sólo tiene que demostrar que contribuye positivamente al ajuste reproductivo de aquellos individuos que la llevan a cabo. Este argumento es críticamente incompleto. Deja afuera el eslabón esencial que cierra el rizo de la explicación darwiniana. La conducta sólo evolucionará por selección natural si, a través de sus efectos sobre la reproducción, contribuye a la representación, en generaciones sucesivas, de un conjunto de instrucciones o un

“programa” para generarla. En otras palabras, la conducta no sólo debe tener consecuencias para la reproducción sino también ser una consecuencia de los elementos que son reproducidos (Ingold 1990: 266 fn.9). En lo que concierne a animales no humanos, los elementos del programa replicado son generalmente asumidos como genes. Cualesquiera sean los méritos de esta suposición, cuando nuestra atención se vuelve a los seres humanos resulta decididamente poco realista. No conozco un autor reciente que haya sugerido seriamente que la variabilidad conductual aparente de estudios etnográficos sobre cazadores-recolectores humanos puede ser atribuida a diferencias genéticas inter-poblacionales. En cambio se propone que las instrucciones subyacentes a la conducta recolectora humana son culturales más que genéticas, codificadas en palabras u otros medios simbólicos más que en el “lenguaje” del ADN. Como notó el propio Winterhalder (1981b: 17), en el caso de los recolectores humanos “la información pasada de generación a generación por la cultura provee mucho del marco estratégico dentro del cual grupos e individuos realizan elecciones y opciones”. ¿Este modelo de enculturación nos acerca a entender la conducta del cazador Cree en el ejemplo de arriba? Pese a que en el informe el cazador es descripto como habiendo tomado un número de decisiones –disparar a este animal, dejar pasar a otro, colocar una trampa para un tercero, etc.- el modelo implicaría que en realidad el alcance de su autonomía en la toma de decisiones es extremadamente restringido. Después de todo, está meramente aplicando un conjunto de reglas decisionales adquiridas más o menos inconscientemente de sus mayores, y cuya prevalencia en la sociedad se debe no a su eficacia percibida sino al hecho de que sirvieron bien a sus predecesores, permitiéndoles obtener comida para numerosos descendientes que – siguiendo los pasos de sus padres- reprodujeron los mismos pasos estratégicos en sus propias actividades de caza (Boone y Smith 1998: S146). Para poner el punto en términos más generales, si una estrategia particular de caza es inscripta dentro de una tradición cultural, y si esa tradición ha evolucionado mediante un proceso de selección natural, entonces el cazador todo lo que tiene que hacer es manejarlo de la misma manera, incluso si los cambios en el ambiente o en la tecnología han tenido el efecto de borrar sus anteriores ventajas. Esto no significa que la conducta esté completamente prescrita, y aún deben hacerse elecciones genuinas. Pero son hechas dentro de un marco estratégico recibido, no se tratan de cuál marco adoptar. BIOLOGÍA NEO-DARWINIANA Y MICROECONOMÍA NEOCLÁSICA Sin embargo, extrañamente, esta idea del recolector humano como el portador de propensiones culturales evolucionadas que provocan que la conducta tienda a lo óptimo coexiste, en los escritos de ecologistas evolutivos, lado a lado con una imagen bastante diferente. Observando que la conducta humana a menudo parece muy lejos de lo óptimo, ¡la culpa de la discrepancia a se le echa directamente a la cultura misma! Así Winterhalder explícitamente señala “objetivos culturales”, situados dentro de sistemas de creencias y significados, como una de las posibles razones para la disyunción, en el caso humano, “ entre óptimos modelados y conductas observadas” (1981b: 16). Igualmente, Foley (1985:237) enumera, entre las consecuencias de la capacidad humana de cultura, una cantidad de características que “pueden inhibir el logro de lo óptimo”. En ningún lugar, sin embargo, es más patente la contradicción que en una reciente

revisión de la teoría de recolección óptima en su aplicación arqueológica y antropológica a los cazadores-recolectores humanos, por Robert Bettinger (1991). Volviendo al debate clásico en antropología económica entre abogados de los así llamados “formalismo” y “sustantivismo”, Bettinger nos recuerda que los términos del debate tienen su fuente en la distinción de Max Weber (1947:184-5) entre los aspectos formal y sustantivo de la racionalidad humana, consistiendo el primero en el elemento de cálculo cuantitativo o recuento involucrado en la toma de decisión económica, el segundo en la subordinación de la actividad económica a ulteriores fines o estándares de valor de una naturaleza cualitativa. Sin negar la prominencia de éste último en los asuntos humanos, Bettinger propone que los modelos formales tienen la gran ventaja de proporcionar un “metro de racionalidad económica objetiva” sobre el cual es posible calibrar hasta qué punto la conducta actual está gobernada por “ incentivos racionales, de interés propio” como opuestos a “normas e ideas culturales” (Bettinger 1991:106). Y esto, sostiene, es precisamente lo que los modelos de la teoría de recolección óptima permite alcanzar. El recolector ideal-típico de estos modelos es una criatura enteramente libre de restricciones culturales para actuar por puro, calculado, interés propio. Mientras los seres humanos reales estén restringidos por su compromiso con “normas culturales”, se espera que su conducta se aparte de lo óptimo. Esto pone al cazador Cree bajo una luz completamente diferente. La sabiduría recibida de su herencia cultural, lejos de subrayar su habilidad para lograr una estrategia efectiva, es actualmente responsable de impedirle reconocer el mejor curso de acción juzgado en términos de un reconocimiento objetivo de costos y beneficios. Por ejemplo, los cazadores más viejos, fuertemente comprometidos con el ideal tradicional de extender su esfuerzo entre un abanico de especies, continúan practicando un estilo de caza de amplio espectro, incluso cuando la disponibilidad de motonieves vuelve mucho más ventajoso concentrarse en unos pocos animales muy rentables. Por el contrario, los hombres de una generación más joven, cuyo compromiso con valores culturales tradicionales (al menos a los ojos de sus mayores) es débil, rápidamente optan por una estrategia más especializada. Parece perfectamente razonable suponer que esta estrategia es el resultado de una decisión bastante consciente y deliberada, de parte de estos jóvenes, no imitar el estilo de sus ancestros. Pero por la misma prueba, no tiene ningún sentido considerar esto como la resultante de un proceso de variación bajo selección natural (Boone y Smith 1998: S1467). No se puede evitar la impresión de que los teóricos de la recolección óptima están tratando de tomar las dos vías, siguiendo la pista, como les conviene, sea de la biología evolucionista neodarwiniana o de la microeconomía neoclásica. En verdad, desde el punto de vista de Bettinger, el hecho de que la teoría de recolección óptima llegue a la antropología vía la biología es más o menos incidental –“podría igualmente haber sido tomada de la economía” (1991:83). Si eso fuera realmente así, entonces los teoremas de la economía serían tan aplicables a la conducta humana como a la no humana, y el hombre económico tendría su contraparte entre los animales. La “rata almizclera económica”, por ejemplo, pondría su propia auto-preservación antes de los mandatos

de sus genes, y elegiría no visitar las trampas colocadas con el cazador Cree. El siguiente pasaje, sin embargo, deja fuera de juego: En las teorías darwinianas…los individuos son esenciales para la explicación: sus intereses no pueden ser ignorados. Es el individuo interesado en sí mismo el que debe hacer elecciones reales y metafóricas sobre la reproducción y los riesgos selectivos asociados con diferentes cursos de acción. (Bettinger 1991:152, mi énfasis) Significativamente, Bettinger no puede explicar lo que quiere decir con “elecciones metafóricas”. Sólo podemos suponer que tiene en mente el hábito común que tienen los biólogos neo-darwinianos de hablar como si el individuo hubiera elegido lo que de hecho es construido dentro de su modus operandi por incontables generaciones de selección natural de la cual su propia constitución es el producto más reciente. La metáfora puede tener sus usos, ofreciendo una suerte de síntesis, pero cuando la realidad y la metáfora se fusionan como aquí, las consecuencias son desastrosas. ¿Son las elecciones del cazador Cree reales o metafóricas? Si son reales, entonces no fueron “transmitidas” como parte de ningún esquema heredado, sea genético o cultural, y apelar a la selección natural resulta irrelevante. Si, por otro lado, la conducta del cazador sigue una estrategia que ha evolucionado a través de un proceso de selección natural, aunque sea trabajando en características transmitidas cultural más que genéticamente, entonces, hablando estrictamente, no toma más decisiones en la cuestión de dónde ir o cuál especie perseguir que las criaturas no humanas cuya conducta se presume bajo control genético. “¿Por qué”, pregunta Ernst Mayr (1976:362), “las currucas en mi lugar de veraneo en New Hampshire comenzaron su migración hacia el sur la noche del 25 de agosto?”: su respuesta es que el pájaro tiene una constitución genética evolucionada, configurada “a través de muchos miles de generaciones de selección natural”, lo que lo induce a responder de este modo particular a una conjunción específica de condiciones ambientales (una reducción de las horas del día junto con una repentina disminución de la temperatura). Igualmente, la rata almizclera es compulsivamente atraída a la trampa del cazador. E igualmente también, de acuerdo a este recuento seleccionista, el cazador está predispuesto a responder apropiadamente a los signos de la presencia de animales, tal como se revelan por sus huellas, persiguiendo algunos, poniendo trampas para otros y dejando pasar a otros. No podría haber elegido hacer otra cosa que lo que hace, tal como la rata almizclera no podría haber elegido no entrar en la trampa, o la curruca no migrar. Porque en tanto producto de la “inculturación”, el cazador está tan atrapado por su herencia como la rata y la curruca por sus respectivos conjuntos de genes. En resumen, recurrir a la teoría neo-darwiniana es mostrar no cómo los individuos diseñan estrategias, sino cómo la selección natural diseña estrategias para que los individuos las sigan. Equipado por virtud de su pasado evolutivo con un programa para generar una conducta más o menos óptima, dentro de un contexto ambiental apropiado, el individuo está predestinado a

ejecutar esa conducta; así toda su vida, juzgada por su resultado reproductivo, se vuelve sólo un ensayo en ese proceso extenso que es la selección natural misma. Stephen Toulmin (1981) se refiere a esto como un proceso de adaptación poblacional, en contraste con la adaptación calculada que resulta de la toma racional de decisiones. Pero como él señala, las explicaciones de la conducta adaptativa basadas en la elección racional y en la selección natural no son incompatibles. En realidad se podría argumentar que la primera depende de la segunda –en otras palabras, que un prerrequisito para cualquier teoría de adaptación calculada es un recuento de la naturaleza humana que debe necesariamente ser traducida en términos poblacionales. Presento este argumento abajo. RAZÓN Y NATURALEZA COMO AGENTES DE SELECCIÓN Una teoría formal de elección racional, como la elaborada en la microeconomía clásica, predice lo que hará la gente, asumiendo que su propósito deliberado es obtener el mayor beneficio de sus acciones. El beneficio relativo a ser derivado de cursos alternativos de acción puede, sin embargo, ser evaluado sólo en términos de las propias creencias y preferencias subjetivas de la gente. Puede ser posible, por supuesto, derivar ciertas creencias y preferencias de “bajo nivel” de otras de “alto nivel”. Pero este proceso de derivación no puede continuar indefinidamente. En última instancia, si queremos explicar de dónde vienen esas creencias y preferencias en primer lugar –es decir, si buscamos la fuente de las intenciones humanasdebemos entonces mostrar cómo pueden haber emergido a través de una historia de selección natural. Apelar a la intencionalidad humana y a la elección racional, se sostiene, revela sólo las causas aproximadas de la conducta, mientras la causa últma está en esas fuerzas selectivas que han equipado a los individuos tanto con las motivaciones fundamentales subrayando sus elecciones y con los mecanismos cognitivos que les permiten ser tomadas. Como observan Boone y Smith, “la evolución genética (y quizás cultural) pasada ha formado la psiquis humana para ser muy efectiva en resolver problemas adaptativos, y un elemento importante de la psiquis es lo que comúnmente denominamos “intenciones”, o “finalidades” o “preferencias” (1998:S152, ver también Smith y Winterhalder 1992:41-50). Así, incluso si las estrategias se consideran productos del razonamiento humano, tenemos que recurrir a la selección natural para dar cuenta de la racionalidad de los estrategas. ¿Ofrece la ecología evolutiva humana un recuento tal? No lo hace –en realidad no puede, en tanto esté comprometida con su principal táctica de analizar la conducta en términos de sus consecuencias reproductivas potenciales más que enfocarse en los efectos del éxito reproductivo diferencial al establecer los mecanismos psicológicos que le dan lugar. Como lo expresó Symons (1992:148), la ecología evolutiva se ocupa de la capacidad de adaptación de la conducta, mientras un marco propiamente darwiniano se ocuparía de la adaptación. Es decir, debería intentar mostrar cómo han sido diseñados los fines más básicos que los seres humanos buscan alcanzar, y que motivan sus conductas, por parte de la selección natural, bajo los tipos de condiciones ambientales experimentadas por poblaciones ancestrales en el curso de la evolución de nuestra especie. Tales propósitos, argumenta Symons, son a la vez específicos de la especie e inflexibles, de modo que su búsqueda contemporánea, en ambientes muy diferentes de aquellos del “ambiente de

adaptabilidad evolutiva”, puede llevar a conductas cuyas consecuencias profundas sean de una mala adaptación. El gusto por las cosas dulces, por ejemplo, puede haberles servido bien a nuestros ancestros cazadores-recolectores, al establecer una preferencia por fruta que esté en su punto nutritivo más alto. Pero para los habitantes más acaudalados de una sociedad industrial moderna, puede tener consecuencias menos benignas de obesidad y deterioro de la dentadura (Symons 1992:139). En años recientes ha emergido un nuevo campo de estudio, que se describe a sí mismo como psicología evolutiva, en torno al intento de identificar aquellas capacidades y disposiciones convencionalmente reunidas bajo la etiqueta de “naturaleza humana”, y para explicar cómo y porqué evolucionaron (Barkow, Cosmides y Tooby 1992). Éste no es el lugar para una crítica de la psicología evolutiva, sin embargo vale la pena notar que sus protagonistas están en desacuerdo con los abogados de la ecología evolutiva, pese a su común lealtad al paradigma neodarwiniano. La diferencia entre ellos es ésta: la ecología evolutiva busca mostrar cómo la conducta responde sensiblemente a las variaciones en el ambiente, pero carece de un concepto coherente sobre la naturaleza humana; la psicología evolutiva busca construir precisamente ese concepto, pero al hacerlo es insensible a la sintonización fina de la conducta humana con las condiciones ambientales. Esto no es sólo una diferencia de énfasis: en diferencias conductuales contra universales cognitivos. La cuestión es más profunda, porque la conducta que la psicología evolutiva interpreta como el producto de mecanismos evolucionados de resolución de problemas en la mente/cerebro humano, es interpretada por la ecología evolutiva como la expresión de soluciones ya alcanzadas mediante el mecanismo de selección natural, e impresas en la mente mediante un proceso de inculturación. Como pretendo argumentar, ninguna alternativa ofrece un reporte adecuado, basado ecológicamente, de cómo se adquieren y utilizan las habilidades de subsistencia de cazadores y recolectores. El problema está en el corazón mismo del paradigma darwiniano. ALGORRITMOS COGNITIVOS Y REGLAS DE ORO Permítaseme volver por un momento a la etnografía de Winterhalder de los Cree de Muskrat Dam Lake. Se recordará que el ambiente presenta un mosaico heterogéneo de tipos de hábitat, que difieren en términos de los tipos y relativa abundancia de las especies de presas de caza que los habitan. La teoría de recolección óptima predice que bajo esas circunstancias, los cazadores se moverán de de una zona a otra, recolectando lo que cada una tenga para ofrecer, pero quitarán de su itinerario las zonas de baja calidad una vez que quede claro que se ganará más concentrando los esfuerzos en zonas de alta calidad, pese a los costos extra del viaje entre zonas (MacArthur y Pianka 1966). Cuando los costos de viaje son altos, los cazadores tienden a generalizar entre las zonas; cuando son bajos serán especialistas en determinadas zonas. Winterhalder descubrió que la adopción por parte de los Cree de motonieves y motores fuera de borda, que reducían notablemente el tiempo empleado en viajar, efectivamente favorecía la especialización. Sin embargo incluso cuando todos se desplazaban en calzados para nieve, pareciera que sus itinerarios incluían relativamente pocos tipos de zonas.

Para dar cuenta de esta discrepancia, Winterhalder (1981a: 90) propone que los Cree emplean una estrategia de recolección de “intersticio” más que de “zona a zona” (ver fig. 2.2 [pág. 35 del texto en inglés]). Es una estrategia que tiene sentido cuando uno está cazando animales, tales como alces y caribúes, que se mueven frecuentemente de una zona a otra, los cuales no son particularmente abundantes en proporción al número de zonas con las que están asociados, y que dejan huellas o rastros que pueden ser usados por los cazadores como evidencia de sus movimientos recientes y existencias presentes. Moviéndose en los intersticios entre zonas – principalmente, en la nieve endurecida de los lagos y arroyos helados que en cualquier caso facilita el viaje- el cazador puede esperar interceptar los rastros dejados por los animales cuando se mueven de una zona a otra, y visitarán una zona sólo cuando las huellas indiquen que sus presas favoritas están allí. “Los recolectores Cree”, remarca Winterhalder, “han desarrollado esta técnica a un alto nivel de habilidad” (1981a: 91). No hay razón para dudar de la veracidad de esta afirmación. Mi preocupación es más bien el significado que quedará ligado a la noción de habilidad en este contexto. Para Winterhalder, habilidad evidentemente significa la habilidad de producir soluciones rápidas para problemas ostensiblemente bastante complejos planteados por conjunciones específicas de circunstancias ambientales. En otro lugar, Smith y Winterhalder (1992:57) sugieren que esto se realiza mediante “reglas de oro”. Claramente, como ellos señalan, las técnicas matemáticas formales (incluyendo tangentes geométricas, derivadas parciales, desigualdades algebraicas y similares) usadas en la construcción de modelos de recolección óptima no son replicadas en los “procesos de decisión cotidianos de los actores”. Sin embargo, “simples reglas de oro o algoritmos cognitvos provistos por la selección natural o cultural puede permitirles alcanzar la solución (a un problema de recolección particular) de manera bastante aproximada bajo condiciones que se acercan a los ambientes en los cuales evolucionaron estos “atajos”” (1992:58, mi énfasis). Una regla tal, para el cazador Cree, podría formularse así: “Proceda a lo largo del lecho del arroyo hasta que intercepte un rastro; luego, si el rastro es fresco, busque la zona a la cual lleva”. Para volverse hábil, entonces, el cazador debe estar equipado con tales reglas mediante un proceso de inculturación. Ahora no quiero negar que los cazadores Cree recurren a reglas de oro. Creo, sin embargo, que describir esas reglas como “algoritmos cognitivos” es fundamentalmente distorsionar su naturaleza. La noción de algoritmo cognitivo viene de la teoría de la planificación, y plantea una serie de reglas de decisión enlazadas, internas al actor, que operan sobre la información recibida para generar planes para la acción subsecuente. Como una “solución” para un “problema” percibido, se supone que el plan contiene una especificación precisa y completa de la acción que impone, de modo que ésta última es justificada por aquella: para explicar lo que hacen los recolectores es suficiente con haber explicado cómo deciden qué hacer. El poder y la utilidad de las reglas de oro, por el contrario, están en el hecho de que son inherentemente vagas, especificando poco o nada sobre los detalles concretos de la acción. Invocadas sobre el trasfondo de compromiso de un mundo real de personas, objetos y relaciones, las reglas de oro pueden proporcionar a los practicantes con una manera de hablar sobre lo que han hecho, o sobre lo que se disponen a hacer, pero una vez puestos en la acción misma deben volver necesariamente a habilidades de una

clase diferente –a saber, en habilidades de movimiento y percepción incorporadas evolutivamente y adecuadas ambientalmente. Las reglas de oro, como dice Suchman (1987:52), sirven para “orientarte de tal modo que puedas obtener la mejor posición posible desde la cual usar las habilidades incorporadas de las cuales, en el análisis final, depende tu éxito”. En ningún sentido, sin embargo, sustituyen esas habilidades. Ni, como mostraré ahora, podemos entender la adquisición de habilidades técnicas, en generaciones sucesivas, como un proceso de inculturación. INCULTURACIÓN Y ADQUISICIÓN DE HABILIDADES Si, como pretendería la ecología evolutiva, el patrón de recolección ha evolucionado por selección natural como una estrategia óptima de obtención de recursos para cazadores y tramperos en el ambiente boscoso boreal, entonces debe poder ser expresado en forma de reglas y representaciones que pueden ser transmitidas de generación a generación. Permítaseme enfatizar una vez más que no se trata de que estas reglas y representaciones se codifiquen genéticamente. La idea más bien es que “la fórmula” para la recolección está contenida dentro de un cuerpo de información cultural que se pasa, de un modo análogo a la transmisión genética, de una generación a la siguiente. De acuerdo a esta analogía, la transmisión de la información cultural debe ser diferenciada de la experiencia de su aplicación en contextos particulares de uso, así como la transmisión de los elementos constituyentes del genotipo debe ser distinguido de su realización, dentro de un ambiente particular, en la forma manifiesta del fenotipo. Esta distinción comúnmente se hace mediante un contraste entre las dos formas de aprendizaje: social e individual (e.g. Richerson y Boyd 1992: 64; ver también cap. 21, pp. 386-7). Así en el aprendizaje social, el novicio absorbe las reglas y principios de caza subyacentes de miembros ya expertos de la comunidad; en el aprendizaje individual los pone en práctica en el curso de sus actividades en el ambiente. Dado que el aprendizaje social ocupa un lugar central en su teoría –tan central, en verdad, como la replicación genética- es bastante sorprendente que los ecologistas evolutivos casi no le hayan dedicado la menor atención a cómo eso sucede. Consecuentemente, como admiten bastante honestamente Hillary Kaplan y Kim Hill, “virtualmente no sabemos nada de…los procesos de desarrollo por los cuales los niños llegan a ser recolectores adultos” (1992:197). Lo más frecuentemente, la transmisión cultural es vista como un simple proceso de impresión, en el cual todo un inventario de reglas y representaciones es descargado milagrosamente en la mente pasivamente receptiva del novicio. Es precisamente a esta noción de inculturación que se han opuesto los psicólogos evolutivos. Nada puede ser adquirido, señalan, a menos que ya estén instalados mecanismos innatos de procesamiento que sirvan para decodificar las señales recibidas desde el ambiente social, y para extraer la información allí contenida. Así el modelo tradicional de inculturación, proponen, se apoya sobre una psicología imposible. Los mecanismos innatos de procesamiento de la información hacen posible la transmisión de formas culturales variables; también imponen su propia estructura sobre qué y cómo puede ser aprendido. Y es la evolución de esos mecanismos bajo selección natural la que debe ser explicada, de acuerdo a los psicólogos evolutivos (Tooby y Cosmides 1992: 91-2).

¿Ofrece esto una explicación que resulte más convincente? No lo creo, por una simple razón. Los seres humanos no nacen con una arquitectura terminada de mecanismos especializados de adquisición; hasta donde esos mecanismos existan, podrían emerger sólo dentro de un proceso de desarrollo ontogenético. Por tanto, aún si existiera algo como “un dispositivo de adquisición de tecnología” (análogo al “dispositivo de adquisición del lenguaje” propuesto por muchos psicolingüistas), aún así debería haber una formación dentro del mismo contexto de desarrollo dentro del cual el niño aprende las habilidades particulares de su comunidad. Si ambos son aspectos del mismo proceso de desarrollo, es difícil ver cómo el aprendizaje de las habilidades “adquiridas” pueda distinguirse del dispositivo “innato” (este punto se argumenta más extensamente en el capítulo 21). Sin embargo no hay razón para suponer que exista algo como un “dispositivo de adquisición de tecnología”. Más bien, el aprendizaje de habilidades técnicas parece depender de lo que podría llamarse “sistemas de soporte de adquisición de tecnología” (Wynn 1994: 153). Estos sistemas, como propone Wynn, no son ni siquiera parcialmente innatos. Son más bien sistemas de aprendizaje, constituidos por las relaciones entre practicantes más o menos experimentados en contextos prácticos de actividad. Y es de la reproducción de esas relaciones, no de la replicación genética –o la transmisión de algún código análogo de instrucciones culturalesque depende la continuidad de una tradición técnica. Considerando cómo aprenden su camino los cazadores novatos, deben señalarse ahora mismo dos puntos. Primero, no hay un código explícito de procedimientos, especificando los movimientos exactos que deben hacerse en cualquier circunstancia dada: en realidad las habilidades prácticas de este tipo, como muestro en el capítulo 19, no son pasibles de codificación en términos de cualquier sistema formal de reglas y representaciones. Segundo, no es posible, en la práctica, separar la esfera del compromiso del novato con otras personas de aquella de su compromiso con el ambiente no humano. El cazador novato aprende acompañando a los más experimentados en el bosque. En el camino, es instruido sobre qué buscar, y su atención es dirigida a claves sutiles que podría no notar de otra manera: en otras palabras, es conducido a desarrollar una conciencia perceptual sofisticada de las propiedades de su entorno y las posibilidades de acción que éstas ofrecen. Por ejemplo, aprende a registrar aquellas cualidades de la textura superficial que le permite a uno decir, sólo por el tacto, cuánto hace que el animal dejó su huella en la nieve, y cuán rápido se está desplazando. Podríamos decir que adquiere tal conocimiento por observación e imitación, pero no, sin embargo, en el sentido en que esos términos son generalmente empleados por los teóricos de la enculturación. Ni la observación es una cuestión de información copiada en la cabeza de uno, ni la imitación una cuestión de ejecutar pasivamente las instrucciones recibidas. Más bien, observar es prestar activamente atención a los movimientos de otros; imitar es dirigir esa atención al movimiento de la propia orientación práctica hacia el ambiente. La sintonización fina de percepción y acción que sucede aquí es mejor entendida como un proceso de adquisición de habilidades que como uno de enculturación (vuelvo a esta distinción en el capítulo 23, p.416; ver también Palsson 1994). Porque lo que involucra, como mostré en el capítulo anterior, no es una transmisión de representaciones, como implica el modelo de enculturación, sino una educación de

la atención. En verdad, las instrucciones que recibe el cazador novato –mirar esto, prestar atención a aquello, y así- sólo adquieren significado en el contexto de su compromiso con el ambiente. Por tanto no tiene sentido hablar de “cultura” como un cuerpo independiente de conocimiento descontextualizado, disponible para su transmisión antes de las situaciones de su aplicación (Lave 1990:310). Y si la cultura, de esta forma, no existe salvo en la cabeza de los teóricos antropólogos, entonces la misma idea de su evolución es una quimera. CONCLUSIÓN En resumen, una técnica como la recolección en intersticios no se transmite como parte de un cuerpo sistemático de representaciones culturales; más bien es inculcada en cada generación sucesiva mediante un proceso de desarrollo, en el curso del compromiso práctico de los novatos con los constituyentes de su ambiente –bajo la guía de mentores más experimentados- en la marcha de sus tareas cotidianas. El cazador experto consulta al mundo, no a las representaciones dentro de su cabeza. Las implicaciones de esta conclusión no pueden ser excesivamente enfatizadas, puesto que están en el propio núcleo de la teoría neodarwiniana. Es una premisa fundamental de esta teoría que los atributos morfológicos y las propensiones conductuales de los organismos individuales deben ser especificables, en algún sentido, independientemente y antes de la entrada en relaciones con los ambientes, y que los componentes de es tas especificaciones – sean genes o (en humanos) sus análogos culturales- deben ser transmisibles a lo largo de las generaciones. Mi argumento, por el contrario, es que esas especificaciones independientes del contexto son, a lo sumo, abstracciones analíticas, y que en realidad las formas y capacidades de los organismos son las propiedades emergentes de sistemas de desarrollo (Oyama 1985: 22-3). Podemos ver ahora porqué el intento de producir una ecología evolutiva neodarwiniana inevitablemente cae en dificultades. Porque si la morfología y la conducta verdaderamente emergen a través de una historia de relaciones organismo-ambiente, como requiere una perspectiva propiamente ecológica, entonces tampoco pueden ser atribuidas a una especificación de diseño previa que es importada en el contexto ambiental de desarrollo. Sin embargo tal atribución está ligada a la teoría de la adaptación bajo selección natural. Como vimos, los ecologistas evolutivos han tendido a evadir el problema focalizándose en las consecuencias reproductivas de la conducta mientras permanecen agnósticos sobre sus causas de desarrollo, sustituyendo así el estudio de la capacidad de adaptación por la de adaptación. Por el otro lado, los psicólogos evolutivos, adhiriéndose más estrictamente a la lógica darwiniana, han elaborado una idea de la naturaleza humana que es fundamentalmente ant-ecológica en su apelación a una “arquitectura evolucionada” que es fija y universal de la especie, independientemente de las circunstancias ambientales en las cuales la gente crece. Permítaseme concluir volviendo a la oposición con la cual comencé, entre el recolector óptimo y el hombre económico. Mientras a éste último se le atribuye la capacidad de elaborar sus estrategias por sí mismo, el primero tiene que tenerlas elaboradas para él por selección natural. Ambas posibilidades aparecen así en los extremos opuestos de una división irreductible entre razón y naturaleza, libertad y necesidad, subjetividad y objetividad. Pero es también una dicotomía

de la cual depende el proyecto de las ciencias naturales modernas, y subraya la distinción, que ha aparecido en la literatura de la antropología occidental, entre el científico, cuya humanidad no está en duda, y el cazador-recolector que, si aparece, es sólo contingentemente humano. El científico – en este caso el ecologista evolutivo- construye un modelo abstracto sobre la base de lo que calcula que sería mejor que haga el cazador-recolector; esta predicción es “testeada” luego sobre lo que efectivamente hace el cazador-recolector-Si la práctica observada se conforma a la predicción, se dice que el modelo provee una explicación definitiva sobre la conducta del cazador-recolector. La selección natural, en este marco, aparece no como un proceso del mundo real sino como el reflejo de la razón científica en el espejo de la naturaleza, proveyendo al teórico con la excusa para proponer modelos de conducta como si fueran explicaciones sobre la conducta. Sin embargo, ninguna apelación al “individualismo metodológico”, el “método hipotéticodeductivo” u otros artilugios de la cartera de trucos del analista (Smith y Winterhalder 1992, Winterhalder y Smith 1992) podrá obviar el hecho de que los individuos cuya conducta los ecologistas evolutivos se proponen explicar son criaturas de su propia imaginación. La imagen científica de caza y recolección, como el curso naturalmente prescrito de maximización de adecuación, es tan ilusoria como la imagen que la ciencia tiene de su propia empresa, como un monumento a la libertad y preeminencia de la razón humana. Lejos de confrontar unos con otros a través del límite de la naturaleza, tanto los que se llaman a sí mismos científicos como aquellos a los que los científicos llaman cazadores-recolectores son compañeros de viaje en este mundo nuestro, que llevan adelante el negocio de la vida y, al hacerlo, desarrollan sus capacidades y aspiraciones, dentro de una historia continua de compromiso con componentes tanto humanos como no humanos de sus ambientes. Si vamos a desarrollar una interpretación ecológica completa sobre cómo la gente real se relaciona con esos ambientes, y la sensibilidad y habilidad con que lo hacen, es imperativo tomar esta condición de compromiso como nuestro punto de partida. Sin embargo el lograrlo, como mostré, requerirá nada menos que una reorganización fundamental de la teoría evolutiva misma.