Septiembre, 1939 El ejército Hitleriano de Wehrmacht ...

resistir a los Aliados en Ardenas en una última acción desesperada por ... Sobrevolaba la zona de Ardenas o eso hacía antes de verme involucrado en una ...
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Septiembre, 1939 El ejército Hitleriano de Wehrmacht inicia la Segunda Guerra Mundial al penetrar en Polonia por la cuestión del corredor Danzig; ignorando declaración de guerra alguna, provoca a su vez la generalización del conflicto puesto que Francia y Reino Unido garantizan la integridad de este país mostrándose dispuestos a entrar en guerra por ello. Las tropas alemanas de refuerzo, tanto terrestres como aéreas, reciben órdenes de resistir a los Aliados en Ardenas en una última acción desesperada por hacerse con la victoria. I Noviembre, 1944 Ardenas (región de Bélgica, Luxemburgo y Francia) Extensión: 10.000km2. Población civil: explotación forestal y ganadera. Industria agroalimentaria. Geografía: macizo de numerosos valles y desniveles, corrientes de agua encerradas en estrechos cauces. Recuerdo que era una mañana invernal de esas que cortan el cuerpo y te hacen sentir entumecido hasta la última célula del tejido óseo. La cabina desprendía olor a humedad, combustible y vestigios de comida. Mi música era el rodar de un bidón de gasolina a la altura de la cola del avión, ya que prefería ahorrar baterías manteniendo desconectada la radio y activo el radar. Afuera soplaba un viento condenadamente fuerte; la constante niebla impedía la visibilidad y el vaho sobre el cristal no era de mucha ayuda pues debía estar a cada momento refregando el puño de mi chaqueta contra la luna. Sobrevolaba la zona de Ardenas o eso hacía antes de verme involucrado en una tormenta de nieve, que me hizo descender de mi posición y me arrojó a los brazos de la niebla. Pero aún así prefería prescindir de la radio, manteniéndome incomunicado, sin tener que aguantar los reproches de algún superior por desviarme de la ruta. Conforme avanzaba el tiempo la tormenta arreciaba. Si seguía así me vería obligado a aterrizar. Y –en caso de que llegara a oídos de mis jefes– me las vería canutas para no ser degradado, ¡o peor! Mandado a un campo de concentración como desertor. Se me helaba la sangre –y aún hoy lo hace– al recordar cómo llevaban en trenes atestados a aquellos judíos, pobres diablos, al matadero; donde –literalmente– cavaban sus propias tumbas o la de algún compañero. Dejando de lado el funesto tema, había algo que me preocupaba, además, de la niebla y la tormenta. Eran casi principios de Diciembre y me habían destinado como piloto de derrota a Bélgica. ¡Hay que joderse! Con la navidad a la vuelta de la esquina y yo llenando el culo de plomo a los belgas. Menudas fiestas. Cuando pensaba en mi esposa y mi adorada hija de cinco años, allá en Berlín, me daban ganas de dar vuelta al mando y regresar a Alemania. Pero (¡ay si lo hacía!) la chimenea me esperaba. Cómo son esos judíos, le ponen humor a todo, incluso a los hornos crematorios. El caso era ese: Tener a mi estirpe en Berlín mientras yo pasaba unas y fiestas desintegrando familias enteras con los proyectiles de mi “maquinita”. ¿Y todo por qué? Porque nuestro muy amado líder, Hitler, tenía ganas de putear al mundo demostrando la superioridad de la raza alemana. Por su parte y ajena a mis sentimientos patrióticos, la tormenta invernal arreciaba un poco más. El viento comenzaba a azotar el avión con notable fuerza e insistencia.

Ajusté las coordenadas del avión en el radar para intentar vislumbrar mi posición y tecleé los botones del mando de control. En teoría con estos ajustes mi avioncito no tendría por qué zozobrar. Pero al parecer, los belgas debían tener a la naturaleza en su bando y ello era el motivo de que me replanteara mi situación si quería volver a Berlín, vivo. Conecté los pilotos de emergencia por si alguno de mis compatriotas se pegaba demasiado a la cola. Enchufé la radio y me dirigí al grupo para retomar posición. –KV Les7 a KV Les2 ¿me recibe? –dije acercándome el micrófono de la radio. Los sonidos radiofónicos sonaban del otro lado. Las interferencias dejaban rastro de otras conversaciones–… Les2 ¿me recibe? Conteste. Interferencias. –KV Les2 conteste, por favor. –sonidos radiofónicos– Aquí KV Les7, ¡conteste! Dejé de hacer presión sobre el botón de habla. Retiré el vaho de la ventanilla de mi izquierda para observar a través de ella. Todo estaba cubierto por un manto de nieve y hielo. Los copos caían como algodones de azúcar sobre una gran tarta de nata. Volví a contemplar la radio dispuesta sobre el panel y cuando estaba a punto de arrojarla, la voz de un viejo amigo sonó a través del altavoz. –¿Puede saberse… cómo… …has desviado… de nosotros? –¿Galmer? –titubeé haciéndome con el micrófono– … por fin, creía acabar en el Pacífico… –…más… quisieras… –rió. –Chico, solicito información de posiciones, me he desviado de mi rumbo por culpa de esta tormenta. Las interferencias eran continuas pero más o menos llegaba a captar la esencia de la conversación con mi viejo camarada Galmer. Ambos habíamos estudiado juntos en la escuela alemana de aviación y fuimos reclutados bajo el mismo mando; así que para bien o para mal, nos tocaba aguantarnos. –…no…puedo… dejarte solo… momento… –¡Será eso! Quería admirar el paisaje belga, nada más… –¿bel…ga? Les7 tu posición… incorrecta… …demasiado alejado… –¿Cómo dices Les2? –inquirí acercándome más al altavoz. La conexión era cada vez peor– ¿Les2?… ¡Les2! ¡Joder! –grité poniéndome en pie. Agarré la radio y la estrellé contra el suelo, el micrófono rebotó en el radar y fue a parar bajo el asiento. Dediqué mi atención a la pantalla del radar mientras volvía a sentarme. ¿Dónde narices estaban los demás? Ni una indicación de las posiciones del resto. Ni una mala lucecita parpadeante advirtiéndome de que algún novato despistado se pegaba a mi culo. Nada. Me hice de nuevo con la radio –con lo que quedaba– e intenté suerte nuevamente. Que va. Ni por asomo. La maldita tormenta impedía comunicación alguna. Conecté el vuelo asistido durante diez minutos. Desabroché el cinturón de seguridad y fui a la parte trasera del avión. Me acerqué a la cochambrosa cafetera –si se podía llamar a lo que hacía– y serví una taza. Destrozaba el tubito de azúcar, en un vano intento de dulcificar el sabor del agua manchada, cuando un azote especialmente fuerte de viento golpeó el avión. Acto seguido me puse el azúcar por sombrero, me bañé con el aguachirri del y caí de espaldas contra la parte izquierda del aparato. Entonces, al incorporarme –con la magnífica estabilidad que te proporciona el ir volando, sin lugar al que agarrarte y con el suelo mojado por el cafecito– noté, curiosamente, la sensación de caída.

Mi intuición me llevó a clavar la vista en el interior de la cabina, sobre el panel. ¡Genial! El piloto había saltado por culpa de la sacudida. En ese momento –como si de una broma se tratase– suena la voz de otro piloto: –…KV Les7… responda… ¡¿Está bien Les7?! Les7... ¡Les7! Acercándome al interior de la cabina para recoger lo que anteriormente fue un micrófono en perfecto estado, me percaté de que había dejado atrás la tormenta; en su lugar apareció una cordillera de cumbres nevadas y yo parecía ir directo hacia ellas. Solté el micrófono y me hice con el mando pero la dirección parecía estar dañada y el derrotero no respondía. Por si fuera poco, el piloto con aspiraciones a gran salvador preguntaba a pleno pulmón por mi estado. . ¡Qué mierdas! Iba a morir por un fallo y al novatillo sólo se le ocurría gritar el modelo de mi avión. Agarré lo que aún servía del micrófono y apreté el ya “botón” de habla. Lo intenté varias veces y a la décimo novena me pregunté si el pipiolo aquel no habría dejado pulsado el suyo imposibilitándome la comunicación. Sin conocerla ni nada me acordé de la madre del neófito cabrón y esta vez sí que aferré la radio al completo y la arrojé contra la parte posterior del avión. La cordillera estaba demasiado cerca como para hacer intento alguno de salvar el derrotero. Así que me resigné a pensar en mi familia y en cómo sería mi vida si en vez de haberme embarcado en esta desquiciante batalla me hubiese quedado en casita con mi hermosa mujer y mi pequeña hija de cinco años, contemplando todo desde lejos y sabiendo de esta maldita guerra por la prensa y las noticias. Fui al armario de detrás de la cabina y me vestí con el chaquetón de invierno, ése que nuestro amado líder nos ofrecía a las tropas a fin de que nuestros músculos no estuviesen demasiado entumecidos como para cargarnos a unos cuantos judíos, o en mi caso, belgas. Me hice también con el único paracaídas con el que contaba el derrotero y colgándomelo a la espalda caminé hacia la salida. Abrí la puerta de un tirón. Podía ser que la tormenta acabara, pero la nieve y la humedad persistían en hacer mella en mi cuerpo. Uff… menudo frío de narices hacía ahí fuera. –Y pensar que podrías estar ahora frente a la chimenea con el periódico en una mano y acariciando al perro que no tienes con la otra… –me dije sonriendo– Está bien chico… ¡Por Alemania! Sin pensarlo dos veces, salté del avión precipitándome al vacío de un lugar desconocido, en tierras enemigas y sin más alimentos que el café que llevaba, literalmente, encima. II El paisaje, ciertamente, era hermoso. Todo nevado, cubierto aquí y allá por brumas, las montañas al noroeste, los árboles abrigados con una fina capa de nieve, los riachuelos congelados, los bosques durmiendo. Casi me agradaba estar allí. Casi. Porque si al paisaje le añadíamos un frío de esos que hiela la sangre, la zozobra del derrotero y mi más que segura degradación por negligencia pues… hombre, la cosa cambiaba un poco. Llevaba rato caminando. Me había deshecho del paracaídas nada más aterrizar y conservado la mochila de supervivencia –dispuesta de víveres [para mi asombro], un mapa corocromático, una brújula, las raquetas de nieve, unas gafas, unos guantes y el saco–, me hice a la ventura.

Una hora después paré a descansar en el recodo de un monte, resguardándome de una nueva tormenta. Atravesé una gruta y, más o menos, a mitad de ella deposité la mochila contra la pared y me dejé caer deslizando mi espalda por el muro. Menudo diíta. Observé el reloj de mi muñeca izquierda: 13:57, si en dos horas no lograba llegar a un lugar alto haciendo ver mi posición, podía darme por muerto. Unos sonidos radiofónicos resonaron en la cueva. –Pero qué… –me acerqué a la mochila y busqué entre los bolsillos, encontrándome con un pequeño transmisor. Contemplé el aparatito con especial incertidumbre, mi fortuna debía estar cambiando. Me acordé del mapa corocromático1 y haciéndome con él, lo desplegué sobre el terreno de la gruta. Según aquello, cerca de mi posición se encontraban unas elevaciones escarpadas. Si conseguía llegar hasta ellas, me sería más sencillo contactar con la base y si no… Bueno, permanecer quieto sería lo menos útil que podía hacer; me colgué nuevamente la mochila a la espalda haciendo acopio de narices [pues había que tenerlas para salir con aquel tiempo, créame] y afronté las condiciones atmosféricas del lugar. La tormenta había amainado, parecía mostrar tregua y darme periodo para encontrar un lugar alto desde el que dar mi posición. Mientras caminaba me detenía a observar el paisaje nevado donde me hallaba. Había numerosos desniveles del terreno, viéndome obligado a subir y descender por ellos a cada instante; en un par de ocasiones me deslicé buscando pequeñas corrientes de agua que creía divisar desde más altura, pero, al llegar a su encuentro me percataba de que el lecho estaba congelado o el agua demasiado fría como para beberse. Escrutaba el cielo en busca de algún sonido de avión. Y a pesar de permanecer atento a cualquier jirón de nube, no percibí aliciente de mis compañeros. No concibo con exactitud la totalidad de tiempo transcurrido desde que abandoné la cueva hasta que conseguí llegar a la cima de una montaña escarpada. Desembarazándome del bulto de la espalda, agarré el receptor probando suerte. –Piloto Les7 a cuerpo KV –hablé. Del otro lado sólo me llegaban vanas señales de recepción– Derrotero Les7 a cuerpo… –… adelante derrotero… No contesté. Aquella voz me sorprendió. Jamás pensé que de entre mis superiores viniera a ser él quien respondiera a mi llamada. –¿Se encuentra ahí… Les7? –Sí, señor. Solicito partida de rescate; me vi obligado a una evacuación debido a la climatología del lugar. –¿…posición…soldado? Desplegué el mapa para consultarlo: –…unas doscientas setenta millas del objetivo, señor. –¿…setenta millas? Soldado… debo informarle… …demasiado alejado… del cuerpo… –Lo entiendo señor –contesté suponiendo a qué se refería– pero solicito auxilio. Las condiciones son… no creo sobrevivir demasiado tiempo. La comunicación cesó. Pensé en la posibilidad de haber perdido la señal, pero poco después su voz volvió a sonar por el transmisor. Había vacilado, sopesaba la misión en una mano y mi vida en la otra, ¿no sabía a cuál dar mayor importancia? 1

Mapa corocromático: mapa temático que mediante la designación de colores o tramas, distingue áreas y demás superficies de un terreno.

Estuvo debatiéndose entre mi rescate y la continuación del ataque a Bélgica con un derrotero menos, dos minutos más: –¿…sigue ahí, soldado? –Afirmativo, señor. –Escuche… existe una población al noroeste de su posición… –calló unos instantes– Tienes orden…, soldado permanezca allí hasta… que un equipo puede ir a recogerle. –¿Pobladores, señor? –inquirí. –Civiles. Pero… recuerde: se trata de los Aliados. No se fíe. –Sí señor. –…Y soldado… ten cuidado. –Gracias, padre… –susurré agachando el mentón– Señor, derrotero corta y cierra. Así que una población civil… Estaría situada tras las montañas, en uno de los valles, donde el suelo era más fértil, propicio para el cultivo. Noroeste, noroeste… Cargué la mochila sobre los hombros y, mapa en mano, proseguí la marcha. Resolví como más acertado caminar sobre las lomas y los cerros siempre que me fuera posible; a vista de halcón la visibilidad era mejor. Los desniveles de los macizos demoraban mis pasos y el atardecer cayó sobre mí. Tras él, la noche le siguió, cerniéndose sobre los valles y los macizos, envolviendo el paisaje con un manto oscuro. El cielo comenzaba a ocultarse vergonzoso sobre las nubes, impidiendo a las estrellas iluminar la región. Tampoco la luna creyó grata mi presencia y se volvió nueva; al fin y a la postre sólo era un alemán en tierra enemiga. Por fortuna, encontré una cavidad en uno de los macizos lo bastante grande como para albergarme. Sin pensar que quizá se trataba del hogar de un animal, perpetré en ella. Encendí una hoguera y extendí el saco sobre un lecho de madera previamente secada junto a las llamas. Pude aplacar el hambre con los frutos recogidos en los árboles que me habían salido al paso. Con suerte, mañana desayunaría otro tanto de lo mismo. Avivé el hogar. Y me dormí. III El sol apareció en el cielo iluminando bosques y valles a la mañana del tercer día. Me atreví –incluso– a quitarme el chaquetón del derrotero; más que nada lo hice porque según el mapa estaba aproximándome al asentamiento civil y no había necesidad de que me llenaran de plomo si me reconocían. Llevaba toda la mañana caminando. Había despertado temprano a fin de llegar a la ciudad, pueblo, villa o como diera lugar a llamarse, a la caída del mediodía. Aunque, según parecía, mis entumecidos y helados pies no estaban para grandes hazañas. La noche anterior la pasé a la intemperie pues no encontré refugio en el que descansar; Cuando desperté di gracias a Dios por impedir a cualquier bestia salvaje darse un festín conmigo. Así me puse en marcha nuevamente. Quince minutos más tarde me obligué a descansar bajo el amparo de los nevados árboles. Apenas notaba el movimiento de los dedos. Desabroché la bota izquierda y me deshice del empapado calcetín. Observé en silencio el estado del pie cuyo color comenzaba a tornarse morado pálido. Repetí la operación con el diestro y me encontré con la misma situación. –Uy… no tiene buen aspecto… –canturreó una voz a mi espalda. –¿Qué…? –me giré para comprobar de quien se trataba.

Para mi asombro no vi a nadie y deduje que tal vez se tratara de mi imaginación; después de todo llevaba tres días sin contacto humano. Volví a concentrarme en el problema de mis pies helados. –…no deberías proseguir –intervino por segunda vez la vocecilla. A mi izquierda apareció la silueta de un niño concienzudamente abrigado con chaquetón y una bufanda tapándole la boca– ¿sabes lo que te pasa…? –Sí, pero aún así tú me lo dirás. –contesté suspirando. No pareció importarle mi comentario. Se acercó un poco más y agachándose declaró: –Tienes los pies congelados. –lo corroboró tocándome el meñique zurdo. –¿En serio? Y… ¿qué me aconseja, doctor? –Doctora –corrigió con aire ofendido. Se retiró la bufanda del rostro dejándome contemplar unas hermosas facciones infantiles: mejillas rosadas, ojos marrones y decepcionante expresión para alguien tan joven. En aquel instante me sobrevino la imagen de mi hija. Esa chica se parecía a ella y, sin embargo, eran diferentes… Una perteneciente a los Aliados, la otra a las Potencias del Eje. Como dos hermanas enfrentadas en una riña infantil; y pese a ello, dispuestas a llevar a cabo una guerra en la que demasiada gente perecía. No pude evitar fruncir el ceño. Ella enarcó una ceja y por si quedase lugar a dudas, afirmó: –Soy mujer. –ah… querrás decir niña. –corregí. –No. Mujer. Las mujeres dicen que “eres mujer” si “haces eso” –explicó sentándose en la nieve junto a mí, a la vez que se cogía las rodillas–. No estoy segura, pero creo que “eso” es transportar la comida y llevar la casa; eso hacen las demás mujeres. Por tanto, soy mujer. No pude evitar reír ante la defensa de tamaño argumento. Realmente resultaba entretenido escuchar las conversaciones de los críos, sobre todo si resultaban tan peculiares como aquella niña. –Entiendo –sonreí– ¿Cómo te llamas, porque tendrás nombre, o debo llamarte mujer? –No… –negó burlonamente– mi nombre es Hazel. –¿Hazel? Oh… ¿te llamas avellana? –¿Cómo conoces el significado? –inquirió con mezcla de sorpresa y enfado– Pensaba que tan sólo mamá y yo…, era un secreto. –Bueno… –tardé en responder. No podía explicarle que había interrogado [más bien torturado] a espías ingleses y por ello conocía la lengua– Casualidad… ahora compartimos el secreto. –Humm… La niña me dedicó una mirada inquisidora. Resultaba difícil de creer que yo –un piloto derrotero alemán– estuviese intimidado por una cría de unos seis años, cuando, si aún dispusiese de mi avión, estaría acribillándola a balazos junto a su familia. –Ven conmigo –dijo poniéndose en pie. Marchó hacia delante sin esperar contestación. –¿Cómo? ¿Así por las buenas? Soy un forastero y puedo resultar peligroso –declaré intentándola hacer vacilar. Me calcé las botas mientras esperaba respuesta. La cría permanecía indiferente a mis palabras– ¿llevarás un extraño a tu poblado, no temes lo que te pueda hacer? Se limitó a volver la cabeza para observarme. Sonrió. Continuó caminando y contestó: –No tienes pinta de malo. Además, poco podrías hacer con los pies congelados.

¡Maldita criaja! No tienes pinta de malo, qué sabría ella lo malo que podía resultar. No obstante, sí, era cierto que jamás me atrevería a ponerle un dedo encima; por dicha o infortunio, aquella mocosa me había caído bien. –… ¡Ah! –soltó de repente– Y no vamos sólo a mi pueblo… sino a mi casa. –Como digas, pequeña avellana… –concedí suspirando. –¡Me llamo Hazel! Sonreí. Caminé junto a la niña unos veinte minutos entre blancos senderos de nieve. Alcanzó mi mano cuando tuvimos que cruzar un bosque de árboles nevados y volvió a soltarme nada más salir. Ciertamente me preocupaba el hecho de que unos padres dejasen alejarse tanto a una cría de seis o siete primaveras. Llegamos a una extensión en la que se alzaba una pequeña ciudad devastada por los efectos de la guerra. Fijé la atención en el estado de las viviendas. En su mayoría se encontraban derruidas, asoladas, cayéndose… incluso algunas aún permanecían humeantes por el impacto de los proyectiles. Mis compatriotas ya habían pasado por aquí. Pero –lo más aturdidor– fue el hecho de que la gente caminara de aquí para allá afanada en sus quehaceres, prosiguiendo sus vulgares vidas: cuidando escasos animales domésticos (vacas, alguna oveja, gallinas…), sacando fría agua del pozo ubicado en mitad de la plaza, horneando masa en lo que quedaba de la antigua panadería… como aceptando el hecho de que era aquello o nada. Resultó frustrante. Avellana tiró de mi chaqueta reclamando mi atención: –Es por aquí… –tiritó–…vamos… Reconozco que aquella vez fui poco observador, pues no había reparado en los pies de la niña, cuya única protección eran unos calcetines de lana dados de sí. Pueden llamarlo compasión, caridad, pena o solidaridad –palabras que por entonces para mí carecían de significado–, cierto es que para sorpresa de la cría y la mía propia, me vi cargándola a hombros por el camino hacia su casa. Éste era un antiguo caserón con la parte noreste derrumbada y la central burdamente reconstruida. Me pidió que la bajara. Accedí. Salvó la distancia entre nosotros y la puerta en una carrera y desapareció a grito de . Minutos más tarde me encontraba sentado a una mesa con un plato de caldo caliente enfrente. Avellana comía gustosa el almuerzo preparado por su madre, una joven mujer encantadora de ojos negros y cabellos oscuros. La pequeña narró nuestro encuentro en el claro del bosque, historia corroborada con un leve asentimiento de cabeza por mi parte. La joven sonrió y sin preguntar nada más me aceptó como invitado. Y allí estaba yo. Sin saber muy bien cómo actuar, frente a un plato de caldo y con un concierto de la filarmónica sonando en mis tripas. Avellana me sonrió pasándome un pedazo de pan. Tenía las comisuras de la boca llenas de caldo y pude ver que le faltaban dos dientes de leche. –…come… –me animó mientras masticaba–… no cobramos… –se zampó un mendrugo de pan y agregó: –Tienes suerte. Mamá nunca deja que los hombres entren en casa –explicó sin darme tiempo a contestar. –¡Hazel! –intervino ella– Deja de murmurar y acábate el almuerzo.

La mujer se marchó de la habitación a proseguir con sus tareas. Me levanté de la mesa. Alcancé mi plato al fregadero y retomé la conversación. –¿Ni siquiera a tu papá? La cría se desalentó enseguida y el brillo de sus ojos se tornó oscuro. –Papá… –Perdona, no sabía… ha sido un error por mi parte… –No debes disculparte –indicó– iba a decir que se marchó a la guerra. Es piloto de aviación. –¿Piloto? –vaya, mira dónde había ido a parar. –Sí, fue a luchar contra los alemanes, ¿sabes que desean acabar con los judíos? –Sí algo me han contado… –dije sentándome junto a ella. –Papá fue a pelear contra ellos porque quiere a mamá. –prosiguió. No entendía muy bien qué quería decir con eso y creo que debió darse cuenta pues enseguida añadió:– Mamá es judía. Huyó de Auschwitz gracias a un kapo2 y se enamoró de papá. Luego vine yo. Vaya, vaya… ¿así que judíos? Me entraron náuseas. Santo cielo adónde había ido a parar, nada más y nada menos que a la casa de unos haraposos judíos. Donde la madre era una prófuga de Auschwitz y el padre un piloto de los Aliados. Aquello cambiaba todo. Cuando llegara el equipo de rescate las apresaría. La chiquilla me observó unos instantes. Luego, levantándose del asiento depositó el plato sobre el fregadero. No medió palabra alguna. Aquello debió traerme sin cuidado, pero hubo algo en ese silencio que me inquietó. A la caída del sol subí a lo alto de un risco para intentar entablar conversación con la base. Nada. La onda era demasiado corta y no alcanzaba señal alguna. Hazel y su madre me ofrecieron alojamiento. Debo admitir que fui un tanto hipócrita al aceptar su hospitalidad cuando horas antes había estado ideando un plan para acabar con sus vidas. Comprendí que, tal vez, lo mejor era olvidarse –durante mi estancia– quién era yo y mi misión como derrotero. No sería tan mala experiencia convivir con un grupo reducido de belgas y judíos. Sí señores, porque descubrí –en el transcurso de una tarde– que allí residían más judíos además de la madre de Avellana. Quizá el cohabitar un tiempo con ellos me ayudase a comprender el odio de Hitler, nuestro general, contra esa gente. O acaso me enseñara el hecho de que ambas razas no distaban tanto entre sí. Apagué el transmisor y regresé a casa. Encontré a la madre de la pequeña sentada bajo los restos del antiguo porche. Me acerqué mientras encendía un cigarrillo. Percatándose de mi presencia, ella, sonrió. –Fría noche para permanecer fuera ¿no le parece? –No menos frías las he pasado. –contó mirando al infinito– Auschwitz es un infierno frío, cuyo único calor es el desprendido por los hornos crematorios. –No culpe a su hija por contar crónicas que aún no entiende –intervine asumiendo la indirecta. Golpeé levemente el cigarrillo dejando caer la ceniza sobre la balaustrada. –¿Tiene usted hijos? –Una niña de cinco años. La joven sonrió posando sus oscuros ojos sobre los míos.

2

Kapo: judío reclutado en un campo de concentración capaz de subir de rango con respecto al resto. Encargado de los barracones y de que se cumplieran las normas y castigos, así como las órdenes de los SS.

–Hazel posee un don. Es capaz de comprender en demasía el dolor ajeno –giró la cabeza en dirección al bosque–. Y ello, a veces, le hace sufrir. Ella es… especial, –alegó– de alguna forma, lo es. –Entonces cuídela –sugerí apagando la colilla–. El mundo está falto de personas especiales. IV Cuarto día Había amanecido un día lluvioso que me retuvo en casa durante el transcurso de la mañana. Logré hacerme con una vieja caja de herramientas e intenté arreglar el mayor número de desperfectos en pago a la hospitalidad de la madre de Avellana. Al mediodía –cuando las clases y los oficios habían terminado– Avellana regresó a casa y ejerció de ayudante. Por la tarde, al terminar la reparación de uno de los tejados, mi pipiola amiga se acercó con paso indeciso hasta la escalera en la que me encontraba subido y, dudosa, me habló: –Ven… quiero enseñarte algo. Seguí a mi joven guía preguntándome qué sería aquello tan importante. Caminamos por la ciudad, en medio de ruinas y gente ajetreada; rodeados por una atmósfera de desánimo. En seguida me percaté de que la cría me conducía a la zona donde la devastación había sido plena. De la constatación de viviendas sólo quedaban los restos de los cimientos. Un grupo de veteranos se encargaban de llenar bolsas con algún tipo de material rígido y negruzco. Luego las transportaban sobre los hombros hasta un hoyo cercano de considerables proporciones y allí las abandonaban esparciendo tierra por encima. Repetían la operación una vez tras otra; exteriormente incansables. A pesar de todo, había algo que no terminaba de cuadrarme. –Avellana ¿Hay mina bajo los cimientos? –pregunté. –¿Mina? –ella negó rotundamente con la cabeza– Fíjate bien. Así lo hice. Me acerqué unos cuantos pasos más a la zona devastada. Un olor a podredumbre infectaba el aire, viciándolo. Las imágenes contempladas por mis ojos fueron tan impactantes que años después, no he conseguido borrarlas de mi memoria. El eran cuerpos carbonizados de personas. Hombres, ancianos, mujeres, niños… todos ellos calcinados, a medio desintegrar por el impacto de los proyectiles de los aviones KV Les. El mismo modelo. Mi avión. Las tripas se revolvieron en mi interior al contemplar semejante escena, con los cuerpos mutilados, los rostros ensangrentados y ennegrecidos, descompuestos en pavorosas expresiones de miedo e incertidumbre. –¿Por qué me has traído aquí? –pregunté crispado volviendo sobre mis pasos. Alejándome de semejante lugar– ¿Qué pretendías enseñarme? ¿Querías que viera eso? –Ésa –indicó con el pulgar hacia atrás– es la guerra que nosotros vivimos. La victoria de ellos es nuestra aniquilación; sucesos que no parecen ni posibles ni auténticos, pero… son reales, visibles para quien quiere ver. Su madre tenía razón. Avellana era más sensible al dolor ajeno que el resto del mundo y ello llevaba a soportar un pesar mayor. Pero al mismo tiempo la volvía más fuerte, receptiva y humana. –Mujer, eres muy niña para contemplar semejantes horrores. –… y sin embargo están ahí… –recapacitó.

–Cierto. –fui a apoyarme contra un árbol. Contemplé el cielo sobre mi cabeza, aún permanecía nublado– ¿Por qué me has traído aquí? –repetí bajando la mirada hasta posarla sobre su pequeña figura. –Tengo fe en ti. –contestó arrodillándose en la nieve. Juntó las manos haciendo un montículo de ésta– Eres parecido y distinto. Me acerqué hasta ella, poniéndome en hinojos. –¿Pasarás Pascua con nosotras? resonaron en mí las palabras de la madre. Sí, tal vez lo fuera, pero aún seguía siendo sólo una chiquilla. –Quizá. Quizá lo haga –contesté apartando un mechón de pelo de sus rosadas mejillas; luego me puse en pie–. No es tiempo de guerra, ¿no te parece? –… nunca lo es… –respondió escuetamente. –Avellana… –¿…? –Regresemos a casa –dije tendiéndole la mano– Tu madre debe estar esperándonos la cena. –Sí. * * * Pese a mi repentino cabreo del día anterior con Avellana por enseñarme tan macabro espectáculo, regresé al día siguiente invadido por una sensación extraña. Me acerqué de nuevo a los escombros de los edificios, al olor a podredumbre de los cadáveres y a la nefasta visión de los horrores cometidos por mi gente. Qué régimen más cruel seguía. Desde el cielo todo parecía más sencillo. Llegabas, sobrevolabas la zona, disparabas tres o cuatro misiles y regresabas al calor de tu hogar donde tu mujer e hija esperaban. Después de cenar te tumbabas en el lecho y apenas dedicabas tres segundos en pensar qué abominación contra tu propia raza habías cometido, cuando, el sueño conseguía alcanzarte. Contemplé a valientes voluntarios cargando, con especial cuidado, los restos de sus compatriotas. Y pensé: si se deben tener narices para masacrar a sangre fría toda una ciudad, se necesitan un par para buscar entre sus escombros y dar sepultura a tus amigos. Un tipo corpulento y desconfiado se acercó a mí al cabo de unos instantes, y con voz ronca me habló: –¿Desea algo amigo? Posé la mirada sobre el sujeto. Un tipo fornido, rubio de ojos claros y espaldas anchas. Todo un belga, sí señor. Sonreí para desconcierto suyo y dije: –Sí. Quisiera ayudar. V Séptimo día –¿Entonces? –inquirí mirando escéptico en rededor. –Cinco días –contestó la voz firme de mi superior y padre–. Estableceremos contacto dentro de cuatro para confirmarlo. –Entendido. –Hijo. –¿Sí? –No deseo engañarte. Las cosas están cambiando. Lo Aliados cuentan con el apoyo de los EE.UU. y éste es un enemigo factible e importante, quizá cambien las tornas.

–Esto es la guerra. Aquí todo cambia –murmuré– ¿De cuánto tiempo disponemos, señor? –Escaso. Meses a lo sumo. Por ventura sea mejor quedarte donde estás durante esta época indecisa. –Padre, para bien o para mal deseo regresar a Berlín. Mi familia me espera. No temo volver. –Podría ser tu perdición, Frank. –Pues así sea. Dentro de cuatro días esperaré órdenes. Corto y cierro. Barrí con la mirada toda la extensión que me rodeaba y respiré aliviado. Por fin, tras tres días en vilo había conseguido contactar con la base más cercana. Cinco días. Ése era el tiempo restante de mi vida en Ardenas. En cierto sentido me dolía tener que abandonar el lugar. Descendí la nevada ladera procurando no resbalar a causa del hielo. Hacia un tiempo realmente espantoso. Una tormenta parecida a la que produjo mi accidente. La niebla se alzaba seis o siete palmos del suelo, imposibilitándome ver más abajo de las rodillas. A pesar de las botas y las raquetas –pues el espesor de la nieve en algunos lugares hacía obligatorio su uso– sentía penetrar el frío a través del pantalón. Aligeré los pasos. Pocos metros más allá conseguí distinguir la casa de Junia, madre de Avellana; el humo del hogar salía al exterior a través de la chimenea y el olor a comida hizo que salvara la distancia restante en un par de zancadas. Entré en el recibidor, me desprendí del abrigo y las raquetas, dejándolas al lado del perchero. Avellana se asomó al pasillo saludándome con una sonrisa. Debía estar preparando la mesa pues la vi transportar cubiertos. Crucé el pasillo hacia el interior de la casa; dejando atrás baño y cocina, y llegué al comedor donde Avellana, ciertamente, terminaba de poner la mesa. Me adentré lentamente en el salón-comedor. La estancia había sido decorada al estilo navideño tradicional: espumillón, calcetines rojos con borlas sobre la repisa de la chimenea, incluso un pequeño pino decorado. Restregué débilmente las manos contra los ojos, tal vez estuviera soñando. Me acerqué al fuego mientras recordaba las navidades pasadas junto a mi mujer y mi pequeña. –¿Es de tu agrado? –inquirió la joven madre pasando por mi lado. Llevaba una sopera entre manos. Se acercó a la mesa sirviéndole un poco a su hija– Fue idea de Hazel. Contemplé a la cría, anonadado. Ciertamente durante los últimos días había estado recapacitando mucho sobre la Pascua, alejado de mi familia y conocidos, en una tierra llena de enemigos donde no conocía a nadie, ocupado en recoger cadáveres y darles un entierro decente. La idea de sentirme por un momento como en mi propia casa me alivió el corazón. –Los judí… es decir, vuestra doctrina, ¿no os impide…? –Ciertamente no –se adelantó Junia–, además, sólo hemos colgado ropa en la repisa –señaló los calcetines– vestido un árbol y enganchado tiras de papel brillante por el salón. No seremos condenadas por esto. Prosiguió sirviendo el resto de platos. Luego desapareció por el pasillo en dirección a la cocina. Avellana aprovechó el momento para acercase a mí; casi en tono de disculpa dijo: –Intenté que se pareciera a vuestra navidad. –Así es. –contesté. Me sorprendí a mí mismo esbozando una sonrisa al acariciar el rostro de la niña– gracias Hazel. De verdad.

VI Décimo día –¡Cuidado Frank! –gritó una voz a mi espalda. La metralla del tanque pasó a pocos metros sobre mi cabeza. –¡Agáchate! –susurré a Avellana propinándole un tirón de brazo– Insensata, ¿no ves que nos están atacando? –No encuentro a mamá por ningún lado –decía buscando incansable con la mirada– ¡¿mamá?! –Lo bueno sería que encontraras algo entre tanta humareda. Disparos de derrotero anunciaron el peligro de permanecer entre los escombros. Agarré a la pequeña del brazo pero se resistió en un berrinche y, soltándose de mi mano, corrió en dirección al piquete. Estúpida, pensé maldiciéndola. No me quedó más remedio que salir tras ella y alcanzarla antes de que lo hiciera un militar. La cogí en brazos y salimos corriendo justo cuando la avanzadilla se disponía a revisar el lugar donde nos hallábamos. Corrí con la cría sobre mi espalda y logramos guarecernos de los disparos, los tanques y demás parafernalia, en la parte posterior a la casa. Dejé a Avellana en el suelo y paré a descansar apoyado contra la derruida pared. Días antes llegó a la ciudad un pequeño grupo de excombatientes alemanes. Desertores, parias y soldados renegados cuyo último fin era yacer junto a una judía antes de que los SS. La GESTAPO o cualquier otro descubriesen sus paraderos. Estos furtivos vinieron a dar con la ciudad y tras ellos llegaron –dos días después– las tropas alemanas más cercanas al lugar. Debió de parecerle a mis compatriotas que la villa no se encontraba suficientemente devastada y optaron por aportar su pedacito de metal, agujereando aún más –si es que esto era posible– los restos de la ciudad. Y allí nos encontrábamos Avellana y yo. Escondidos entre las ruinas de la casa a la espera del menor descuido para salir por piernas y salvar nuestras vidas. Sé que posiblemente, querido lector, pienses: bien haces en preguntártelo pues yo responderé que, efectivamente, intenté acudir al general a cargo de la tropa, pero en vista de que perseguían a seis desertores, supuse que no les importaría cargarse a otro más. Aunque, pobre de mí, yo sólo fuese un piloto extraviado. Definitivamente deseché la posibilidad del parlamentar cuando un grupo de jóvenes que no superaban los diecisiete años alzó puños en señal de rendición y, aún así, el ejército alemán no tuvo escrúpulos en acribillarlos a balazos. Volviendo a mi situación, decía, me recosté contra la pared mientras Avellana proseguía recorriendo con la mirada todo el territorio en busca de nada. –¿Sabes de algún refugio por aquí? –hablé entrecortadamente. –Hay uno cerca del puente. Se construyó para emergencias. –¿Te parece esto suficiente emergencia? –inquirí. La casa de enfrente saltó por los aires y sus escombros y cascotes nos cayeron en lo alto. –Me preocupa mamá… –¡Olvídate de ella! –grité zarandeándola– Hazel ahora somos tú y yo los que corremos peligro. Junia es bastante mayor para cuidarse sola –joder había escapado de Auschwitz– así que centrarte en el refugio. Avellana me miró asustada con los ojos anegados en lágrimas. Comprendí que tal vez me hubiera propasado, al fin y a la postre, se trataba de una niña de siete años. Agaché la cabeza murmurando una disculpa. –Perdona, me exalto pronto…

–… llevas razón –aseguró ella. Arqueé una ceja–. Tengo que pensar... veamos… hay un puente a unas dos, quizá tres yardas de aquí. En veinte minutos a más tardar habremos llegado. –¿Es seguro? –¿El qué? –El refugio, ¿es seguro? –Sí. Siempre y cuando no nos sigan. Busqué en rededor. Localicé a pocos metros de allí un soldado muerto, alcanzado por el proyectil de algún bravo defensor. Me acerqué con sumo cuidado procurando no llamar la atención de los militares. Deslizándome precavidamente llegué a su altura y conseguí hacerme con el arma que portaba entre sus inertes manos. Regresé junto a Avellana con mi nuevo juguete listo para abrir agujeros en los valientes imbéciles que tuvieran narices de seguirnos. –Di hacia dónde, te sigo. Echó a andar entre las ruinas llegando al linde del bosque por el que segundos más tarde desaparecíamos. La nieve acumulada entre las raíces y los numerosos altibajos del relieve dificultaban una marcha rápida; más bien me dificultaban, puesto que Avellana sólo hacía alto en el camino para permitirme darle alcance. Sobre la nieve de los senderos se dibujaban las huellas de los supervivientes que habían optado por la protección del follaje. Recordé las raquetas de escalada, las había dejado olvidadas a la entrada cuando nos vimos obligados a salir de casa; con ellas andar sobre fangosa nieve se convertiría en tarea mucho más llevadera. Las huellas se abrieron paso en mi mente. ¡Las pisadas! Sino las borraba quedarían como rastro y conducirían a los alemanes hasta el refugio. Eché mano a unas cuantas ramas desperdigadas y comencé a borrar nuestros pasos. Seguidamente me alejé unos metros y cara atrás emprendí camino. Hazel, deteniéndose, me inspeccionó con gesto irónico de a qué gilipollez estás jugando y plantándose cruzada de brazos, inquirió indignada: –¿A qué juegas? –Esto se llama estrategia –expliqué volviendo cara atrás– Confundo al enemigo. –¿Andando hacia atrás? –Exacto. –quedé satisfecho con mi nuevo falso recorrido. Regresé a su lado saltando sobre las raíces de los árboles y las piedras más gruesas– Así, en caso de que nos sigan, creerán que tomamos aquel camino y los alejaremos del refugio. Desconfiada, me sostuvo la mirada. Tuve ganas de espetarle que treinta años de vida y quince de piloto militar enseñaban bastante sobre el arte de la guerra, pero ello pondría en peligro a mi nuevo yo, y me abstuve. Proseguimos a marcha forzada hasta que la vegetación desapareció y el bosque quedó atrás. Aparecimos, entonces, frente a un lago cuya superficie se hallaba helada; caminamos por la orilla llegando a la altura del puente. Arqueé una ceja incrédulo al ver su estado: lo componían dos palos de madera atravesados y un enramado de astillas de roble a modo de suelo. Escéptico, me agaché e introduje la mano por la superficie libre entre la vegetación de la orilla y el agua helada del lago. Un palmo de grosor. Era poca resistencia. En su centro apenas habría más de medio. Levanté el pie y lo dirigí, con toda la fuerza disponible, hacia la placa de hielo. Al recibir el impactó, ésta se resquebrajó, dejando ver la superficie líquida bajo ella. Calculé a ojo la distancia que nos separaba de la otra orilla y fruncí el entrecejo:

–¿No será –señalé– este tu famoso puente del refugio, verdad? –pregunté observando su rostro. –En absoluto. Este puente sólo sirve como medio de comunicación entre el bosque y las afueras. –Ahá. Bien –comenté– vale ¿y podrías decirme cómo vamos a cruzarlo si se lo han cargado? –Los que huyeron querían asegurarse de que nos los apresaran si los perseguían. –contestó calmada– Tienes poca paciencia. –Lo que tengo es prisa y ningún conocimiento del terreno… –mierda la mocosa tenía razón. No era momento de pensar en pequeñeces, debíamos encontrar la forma de cruzar a la otra orilla sin necesidad de usar el puente. –Tal vez, si cruzáramos el lago en línea recta… –No. ¿Acaso no viste cómo se hundió el hielo bajo mis botas? No daríamos dos pasos y ya nos estaríamos hundiendo. –Podríamos intentarlo por aquella parte –dijo señalando unos metros más allá. Me dirigí hacia el lugar indicado y posé mi pequeño cuarenta y cuatro sobre la placa de hielo. ¡Vaya, resistía! Avellana y su potra. –Está bien nuez de semillero –contesté haciendo gesto para que se acercara– Tú ganas, lo atravesaremos en línea recta. Pero cuidado, no poses demasiado tiempo los pies en un mismo lugar y… sobre todo cuando eches a correr no pares hasta llegar a la otra orilla ¿entendido? El hielo empezará a resquebrajarse bajo tus pies así que prosigue sin detenerte o estarás perdida. –… de acuerdo –respondió vacilante. Nos acercamos a la orilla y antes de dar la salida contemplé a la niña. Tenía miedo y la incertidumbre parecía haber hecho presa de ella. Debía asegurarme de que no me fallara en el último momento; quería hacer lo posible por mentalizarla. Si vacilaba en mitad del lago, su vida, nuestras vidas, correrían peligro. –Avellana –hablé– si te quedas atrás no regresaré a por ti. Morirás ahogada. Así que no dejes de correr. La pequeña me miró con pupilas dilatadas. El horror se reflejó en su juvenil rostro. Lo sentía, pero era la única forma de asegurarme que seguiría adelante sin exponerse. Respondió con un débil suspiro al aire. Conté hasta tres y seguidamente salió corriendo sin apartar la vista del objetivo. La dejé tomar ventaja asegurándome así de que no quedaba atrás. Podía ver el hielo resquebrajándose conforme avanzaban sus pasos. Era demasiado lenta, a ese ritmo el hielo se rompería bajo sus pies y caería al agua. Salté a la superficie del lago poniendo pies en polvorosa. Pretendí acercarme a ella para hacerla correr más a prisa. Pero al margen de mis previsiones algo salió mal. Los cordones de los zapatos de Hazel comenzaron a desatarse –maldita la hora en que se me ocurrió regalárselos– y al poco la hicieron caer de bruces contra la placa de hielo. –Mierda –murmuré. Intenté darle alcance pero no lo conseguiría a tiempo, mas la superficie había empezado a romperse formando pequeñas islas de hielo. –¡Frank! –gritó desesperada subida en una– ¡Frank ayuda! –Permanece quieta –respondí sofocado– no te muevas… o te hundirás.

Llegué a su altura pero la situación resultó ser más compleja de lo previsto. Alrededor de Hazel todo era una serie de pequeños islotes de hielo flotando sobre una bañera de álgida agua. No concebía manera de acercarme a ella sin caer. –Intenta saltar al más próximo. –¿Qué? ¿Y si me caigo? –preguntó nerviosa– no sé nadar… no quiero moverme. Frank ven. –La placa no aguantará mi peso –dije moviéndome de un lado para otro, sino lo hacía me ocurriría algo similar–. Salta. –¡No! –¡Hazlo! De lo contrario me iré y te dejaré sola. ¿No ves que tampoco yo puedo permanecer quieto? Vamos –apremié. Tomó en serio mis palabras y sin decir más se puso en pie sobre la inestable placa; ésta tembló haciendo que Hazel se replanteara su hazaña. –…yo… ¡no puedo! –chilló sentándose de nuevo abrazándose las piernas. Con el movimiento un trozo de hielo se desprendió reduciendo el espacio del islote. –Está bien –sentencié serio– entonces adiós. Me detuve. Miré de reojo a la incrédula pequeña. Y eché a andar hacia la orilla opuesta. Procuraba no posar todo el peso de mi cuerpo en un mismo punto evitando así más fracturas. Entonces como saliendo del embeleso, los gritos de Hazel desgarraron el aire. –¡Frank! –oí el llanto e imaginé sus rosadas mejillas surcadas por lágrimas– ¡Frank! ¡Frank no te vayas…! ¡Regresa Frank! Espero que nunca tengáis la desdicha de escuchar en labios de un niño gritos tan lastimeros como aquellos. Pero, sino era el desespero, sería el miedo y el deseo de vivir lo que harían florecer el valor en Avellana. Giré sobre los talones para ver el resultado de mi interpretación y lo seguidamente acontecido crispó mis nervios: Hazel había hecho acopio de valor y fuerzas para acercase al borde de la inestable placa de hielo; estaba a punto de saltar cuando me volví y, observé angustiado, cómo la pequeña perdía el equilibrio, resbalaba propinándose un golpe en la cabeza y caía –sin conocimiento– a las profundidades del lago. Tan pronto como reaccioné corrí en su ayuda –despojándome del abrigo y el arma que aún conservaba– lanzándome de cabeza a las heladas aguas. Notaba punzadas de frío sobre mi piel, debía darme prisa o la hipotermia me alcanzaría. Cada movimiento era como si me clavaran miles de cuchillos en los músculos. Avellana ¿dónde estabas? Ascendí a la superficie para tomar oxígeno un par de veces. Tras unos segundos de buceo di con la chiquilla hundiéndose hacia las sombras del abismo. La sujeté del pecho y alcancé la superficie con ella. Su cuerpo era pesado y su tez adquiría un color muy pálido. El corte en la sien dejaba resbalar un fino hilo de sangre, y no respiraba. Sentí al resto del lago resquebrajarse bajo nosotros. Cargué a la pequeña. Recogí el chaquetón. Me hice con el arma. Y salí corriendo de allí sin detenerme ante nada. Por ventura, unas yardas al oeste, vine a encontrar una vieja cantera subterránea que aún se mantenía en pie. Encendí una hoguera en su interior y sequé unos troncos. Con ellos y mi chaquetón dispuse un lecho en el que, a continuación, recosté a Avellana. La despojé enseguida de sus mojados ropajes, cubriéndola con el abrigo. En cuanto a mí –descalzo y en pantalones– me acerqué a la fogata, clavé ramas en el suelo y tendí (lo mejor que supe) las ropas junto al calor de las llamas. Seguidamente regresé al

lado de Avellana, quien seguía sin dar señales. Me acerqué un poco más y abriéndole las vías respiratorias insuflé aire de mis pulmones. Nada. Insistí nuevamente. En vano. Desesperado, repetí la acción por tercera vez. En esta ocasión respondió tosiendo y devolviendo agua. Respiré tranquilo, aunque mi alegría no duró demasiado, al poco volvió a quedar inmóvil. La observé detenidamente… ¡Sí! Su pecho se movía acompasadamente, ¡respiraba! Estaba viva. Estúpida niña, me los has puesto de corbata, pensé. ¡Demonio de cría! Qué mal trago me había hecho pasar. Tenía ganas de abofetearla por la sandez cometida y… no obstante… la culpa era mía y tuyas las narices [para saltar]. Algo sosegado caminé de vuelta a la entrada. –Mientras quede vida habrá esperanza –me dije. La noche caía sobre el valle nevado. Todo era oscuridad infinita y silencio; un silencio natural rebosante de vida. Unos sonidos radiofónicos procedentes del interior del pasaje captaron mi atención. ¿Podía ser…? Me acerqué hasta el improvisado lecho de Avellana y saqué de uno de los bolsillos el aparato. –¿…Les7? –preguntó el altavoz. –¿Galmer? –inquiría a la par que regresaba al exterior. –¡Franki colega! ¡Camarada, compatriota, hermano de…! –¿A qué ventura debo el honor de tus palabras, viejo loco? –¡Qué grosero! Vivir entre judíos belgas te está volviendo insociable… –No es eso… es… –dediqué una mirada abatida a mi pequeña amiga– …hoy ha sido un día duro. –¿También para ti? ¿Qué ha pasado… –inquirió– apretaste demasiado las tetas a una cabra o qué? –Je, Galmer y su sentido del humor– Serás marica… yo aquí llenado el culo de plomo a un puñado de polacos y ¿tú qué? de excursión campestre ordeñando animalitos. –No creas tiene su truco –reí– ¿Polonia dices? –Ajá, nos destinaron poco después de barrer Bruselas. Andamos jodidos por aquí. No veas si te envidio por estar ahí con las cabras montesas… –Es monteses… y aquí no hay cabras… –Igual da. –Oye, ¿qué hacen los del destacamento once en Ardenas? –¿Ardenas? –se extrañó– Ni idea. Oí no sé qué de unos desertores o algo así. Las cosas se pusieron mal en Bélgica cuando se unieron los EE.UU. –Sí, he sido informado. Por cierto ¿no era mañana cuando venías a recogerme de mis vacaciones? –Franki, chico, colega, dame un respiro –soltó aquí mi amigo–. Hace seis horas estábamos en Polonia jodiendo a esos hijos de mala madre y ya quieres que esté en Ardenas con un banquete de bienvenida y un cuarteto de cuerda… –Tan poco es eso, sólo preguntaba por mis intereses. –respondí sonriendo. –Ya, ya… Estamos sobrevolando Alemania Oriental así que, calculo, dentro de cuatro días estaremos allí con tu maldito banquete. –¿Cuatro días? Espero que sea un convite de los buenos. –Hay que joderse, sino fueras hijo de quien eres te salvaría el culo tu primo el librero. –¿Qué harías tú sin mí? –Jubilarme sin preocupaciones, no te fastidia. Haber generalísimo al norte acecha una tormenta, tengo que dejarte. Cambio. –De acuerdo. Cuatro días; a más ver. Corto y cierro.

VII Décimo tercer día. –Así que es esto… –Sí. Frank… –dijo volviéndose hacia mí– quisiera darte las gracias por salvar a Hazel. –No lo hagas –respondí acercándome–. Fue culpa mía. Aventurarme a dejarla sola… no debí siquiera pensarlo. –Creíste hacer lo mejor. Hazel debía aprender esa lección; no siempre habrá alguien para ayudarla. Sentí el calor de unos brazos ajenos rodeando mi cintura. Luego el contacto de su cabeza recostada sobre mi pecho, y el suave murmullo acompasado de la respiración. El corazón me dio un vuelco. –…gracias… –Junia –hablé zafándome cortésmente–, dejémoslo estar. Te considero una amiga –cosa impensable entre judíos y alemanes, pensé– no deseo estropearlo y mucho menos así. –Entiendo, Frank, pero es… –decía acercándose sigilosa al picaporte del cuarto de la cría– ni siquiera yo he logrado tanto cariño de ella… –Discrepo Junia, Avella… Hazel, se abre a todos de un modo distinto, cierto, pero demostrando siempre sus sentimientos. Además, eres su madre. –Está despierta. –creo que ignoró mi respuesta. Abrió del todo la puerta de la estancia– Ven a verla Frank; lleva dos días preguntando por ti. *

*

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Tres días antes, mientras avivaba las llamas de una hoguera especialmente grande, unos hombres ataviados con ropajes montañeros se presentaron en nuestra cantera. Resultaron ser civiles de la ciudad de Avellana; habían conseguido escapar del ataque y llegar al refugio. Contaron que alertados por la humareda decidieron acercarse al cerro. Nos proporcionaron víveres suficientes y recuperamos fuerzas. Avellana se encontraba notablemente mejor pero la pulmonía había hecho presa de ella. Cargaron a la niña en brazos y nos condujeron al famoso puente del refugio. Dicho puente resultó tener oculto un túnel subterráneo que llevaba hasta otra ciudad vecina cuya ubicación –el destacamento once y toda Alemania– ignoraban. Atravesamos la galería y llegamos a la ciudad. Era igual que la otra en plano y construcción, la diferencia estribaba en lo llena de vida que estaba. Mientras avanzábamos sin rumbo fijo por las calles vine a encontrarme con Junia, quien nos indicó el lugar donde se hallaba su nueva casa. Allí dejamos a madre e hija en compañía del médico. Ese mismo día conseguí alojamiento en una pequeña posada. Luego me encaminé al mercado y conseguí trabajo como repartidor de alimentos. Obtuve un pequeño capital que pude gastar en un establecimiento. Un día después –en la noche– mi compatriota y mejor amigo: Galmer, contactó conmigo a través de la emisora. Confirmó que al anochecer del día siguiente pasarían por Ardenas y me dio las coordenadas exactas del lugar en el que debía estar esperándolos. No habló de mi banquete. Seguidamente recogí mis escasas pertenencias en mi desgastada mochila; bajé a la barra del bar y pagué la estancia de dos días. Luego regresé a mi aposento para descansar.

Al atardecer del siguiente día decidí pasarme por la casa de Junia e informarme sobre el estado de la pequeña Avellana. Estuvimos largo rato hablando sobre su huída y de por qué la niña tuvo que estar bajo mi responsabilidad. *

*

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Quedé detenido recordando días anteriores. Tras volver en mí acepté la invitación de Junia y crucé el saloncito hasta llegar frente la puerta. Las cortinas estaban retiradas en un lado de la ventana; a través de sus cristales se apreciaba un atardecer nevado digno de retrato. La cama individual –enfrente del ventanuco– una mesita con silla –al lado del lecho– y una cajonera –bajo la claraboya– eran el mobiliario de la habitación. Me acerqué a mi joven amiga, tomé la silla y me acomodé a su lado. –Hola Frank… –habló adormecida– ¿qué día es hoy? –Veinticuatro –recordé. Había pasado casi todo Diciembre– ¿Cómo te encuentras? –Bien, gracias. Curaré dentro de poco si guardo cama, eso dicen. –No te agrada la idea de reposar. –Veo que me comprendes –sonrió–. Siento lo del retraso –murmuró con voz nasal. –Oh, no te preocupes esta todo… ¡Un momento! ¿Tú…? –inquirí incrédulo. La sorpresa hizo que me pusiera en pie– ¿desde cuando lo sabes pequeñaja? –Mantener los ojos cerrados no significa dormir. –¡La cueva! –exclamé. Ella sonrió asintiendo. –Además… siendo soldado deberías saber que es bueno mirar en los bolsillos antes de prestar nada. –¿Mi chaquetón? ¡El permiso de vuelo, claro, y mi pasaporte! –recordé golpeándome la frente con la palma. No pude evitar reír ante tamaño descuido. Si me hubiese ocurrido con alguien diferente estaría perdido. –¿Has pensado en ser espía? –¿Y tú en retirarte? Tus descuidos abruman –rió. De repente cambió el semblante y su rostro se tornó serio, llegando a perder el toque infantil– Tienes que dejarnos, ¿verdad? Asentí. –¿Esta noche? –volví a asentir– ¿Porqué? ¿No te agrada vivir entre belgas o es que seguimos sin gustarte los judíos? –No digas eso Avellana. Vivir con vosotros me ha hecho ver las cosas de distinto modo –dije volviendo a tomar asiento, esta vez sobre su cama–. ¿Sabes? Conocer a alguien como tú es lo mejor que puede ocurrirle a un soldado. Eres mi esperanza en esta guerra. Acaricié su mejilla. Noté la humedad de unas finas e inocentes lágrimas resbalando por ellas. Pasé cuidadosamente los dedos bajo sus párpados secándole los ojos. –No llores. –sonreí en un intento de animarla. Pero lo cierto era que yo también deseaba hacerlo– Mira. De los bolsillos del chaquetón saqué un pequeño paquete envuelto. La niña lo miró de pasada y volvió a observarme. –Sé que no representa nada para vosotros pero… Es costumbre que esta noche se abran regalos. Yo deseo darte el mío ahora. Cógelo, vamos. Ella lo fue desenvolviendo cuidadosamente. Apareció una cajita de madera tallada; desconfiada abrió el broche de la cerradura.

Un colgante de plata cayó sobre su mano diestra. Incrédula, me miró y luego posó nuevamente la vista en el collar. –Es… es una avellana… –murmuró. –Así cuando lo mires podrás acordarte de mí. De cuando nos conocimos bajo el árbol de aquel bosque. –Sí, tenías los pies helados… –cerró el puño ocultando el colgante y comenzó a llorar a lágrima viva– ¡no quiero que te vayas Frank! ¡No… no te vayas! –me abrazó con todas sus fuerzas. Posé mi diestra sobre su cabeza, era tan pequeña. Algo, tal vez un sentimiento, me obligó a abrazarla. Junia irrumpió en la habitación, seguramente inquietada por los gritos de su hija. Nos encontró a ambos sentados en la cama, abrazados. –Llora Avellanita. –susurré al oído de la pequeña. Llora por los dos. El 30 de Abril de 1945 Adolf Hitler se suicida en Berlín. En Mayo del mismo año Alemania cayó frente a los Aliados. Su territorio fue dividido en zonas de ocupación británica, francesa, estadounidense y soviética. Las reconstrucciones empezaron con nueve millones de repatriados y el pago de las reparaciones. Entre 1945-1946 comenzó el proceso de Nuremberg, en el que se juzgó a los principales jefes de la Alemania nazi por crímenes de guerra. Ahora eres conocedor de mi historia, lector. No me preguntes el motivo por le que haya decidido confiártela, pues no podría responder. Tal vez se deba a que llevo demasiado tiempo entre rejas y a que mis únicos compañeros son las ratas de mi celda, los pasos silenciosos del guarda, las gotas de la humedad muriendo al chocar contra el suelo, la mugrienta aljofifa con la que lavo mi rostro al despertar… o quizá se deba a que, mi muerte, está próxima y deseo –como todo ser humano– no haber vivido en balde y, de ser posible, que mis experiencias –aunque sólo sea un pequeño fragmento de ellas– se recuerden. La siguiente carta se escribió entre el 12 y 15 de Octubre de 1946. Querida familia:  ¿Qué es eso que escuchan mis oídos? ¿Lágrimas? ¿Sollozos? ¿Por qué o quién? ¿Será  posible que pueda ser yo el causante de vuestras penurias? No. No lloréis por el destino  que me aguarda tras estas rejas, es innecesario que malgastáis vuestras vidas en alguien  que ya está muerto.  Amada  esposa.  Es  por  ti  y  la  pequeña  por  quienes  más  lo  siento.  En  verdad  apenas  recuerdo  ya  tu  rostro;  tu  perfume  me  es  desconocido  y  tu  presencia  comienza  a  evaporarse entre estas húmedas paredes que componen mi celda. Pero, aún así, cuando  cierro los ojos y soy capaz de concentrarme en ti, te concibo. Te veo, te huelo, te siento.  Estás ahí, efímera, a pocos centímetros de mí; si intento atraparte te esfumas como un  espíritu.  Pero  reapareces,  y  sigues  siendo  tú;  tú  en  mi  recuerdo.  Mía  incluso  en  esta  angustiosa soledad. 

Y en cuanto a ti, mi pequeña.  Tú si le eres fresca y risueña a mi mente. Tu risa alboroza mi corazón aun cuando no te  puedo  ver,  y  siento  tu  presencia  de  duendecillo  en  cada  recuerdo  que  de  ti  conservo.  Entonces,  todo  este  oscuro  calabozo  se  vuelve  claro  y  acogedor,  porque  os  siento  a  mi  lado.  Y  aunque  soy  consciente  de  que  es  mera  ilusión,  fantasía  –quizá–  creada  por  el  corazón, gozo en alegría al advertiros.  Y pese a que aún en mi situación me encuentro dichoso porque soy capaz de amaros a  las dos, vosotras lloráis. Cuan amarga deben ser esas lágrimas que por mí, desmerecedor  de ellas, derramáis.  No te preocupes querida esposa. He sabido que pronto acabará todo. En dos días,  tres a lo sumo, el verdugo pondrá fin a mi existencia. Una buena acción no redime a un  hombre,  eso  dicen.  Y  tienen  razón;  mas  ¿podrías  hacerme  un  favor?  Escribidle  a  Avellana,  ya  debe  ser  una  mujercita,  y  contadle  mi  situación,  querrá  saber.  Siempre  quiso saber. No dejéis de escribiros con ella. Yo quisiera dedicarle una carta entera, pero  aquí el papel escasea (como la humanidad) y sólo nos permiten un escrito por cabeza.  Quisiera que no asistierais a la ejecución, ninguna.   Pero como tú, mujer, siempre a sido fiel y cumplidora para conmigo doy por sentado que  desobedecerás y vendrás a contemplarme expirar, así que únicamente pido que apartes a  nuestra  hija  de  esas  escenas  y  la  mandes  a  casa  de  alguna  amiga  mientras  dura  el  espectáculo.  Tú se fuerte.  Siempre lo has sido. Haz que ella [la niña] lo aprenda también.  Por cierto, el abuelo Alfred os manda besos y pide que le digáis a la abuela que aún la  ama, a pesar de estar viejo para amores. El pobre está últimamente fatal, el reuma no es  buen compañero de celda, o eso dice él. Galmer también os manda recuerdos y te da las  gracias, querida hija, por la tarjeta de cumpleaños que tú misma le hiciste.     Sólo os diré unas últimas palabras, pues tengo certeza que son las definitivas para con  vosotras:  Cuando  el  verdugo  ponga  sobre  los  condenados  la  capucha  y  todo  se  nos  vuelva  oscuridad,  yo  os  veré  a  vosotras  vestidas  con  esos  preciosos  trajes  que  lucís  y  os  advertiré sonrientes y felices. Entonces apenas sentiré los impactos de las balas sobre mi  cuerp;  y  mientras  el  resto  espera  el  despavorido  ocaso,  yo  aguardaré  paciente  y  despreocupado en algún sitio, hasta que nos volvamos a reunir.     Sin más.      Siempre vuestro. Esposo y padre.            Frank.