Se necesita un modelo de inversión

12 mar. 2014 - de Roger Chartier y Guglielmo Cavallo, cientos de investigaciones se proponen dar cuenta de esta relación impredecible; la lectura es un ...
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OPINIÓN | 25

| Miércoles 12 de Marzo de 2014

un desarrollo genuino. Tan sólo un aumento de la productividad puede hacer crecer de modo sustentable los salarios, que hoy

se deterioran como consecuencia inevitable del modelo consumista implementado en los últimos años

Se necesita un modelo de inversión Ricardo Esteves —PARA LA NACIoN—

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os aspectos fundamentales para medir el grado de desarrollo de una sociedad son la calidad de su infraestructura y el nivel de sus salarios. En lugar de seguir el manual de los países exitosos, la Argentina opta por atajos que sólo la conducen al fracaso. El aumento de los salarios en términos reales depende de manera ineludible del aumento de la productividad. Y ésta, a su vez, de la inversión. Por lo tanto, sólo un modelo de inversión puede hacer subir de manera genuina y sustentable los salarios. En cambio, un modelo de consumo que desaliente la inversión es “pan para hoy y hambre para mañana”, como podemos comprobarlo hoy los argentinos. Está claro que la máxima ambición de cualquier país debe ser tener el nivel de salarios más alto posible. Sin embargo, eso no se logra por medio de un decreto. Si así fuera, bien podrían en Uganda decretar en 7000 dólares al mes el salario mínimo y pasaría a ser automáticamente el país con el estándar de vida más alto del mundo. Pero ni el Estado ni los particulares en esa nación podrían pagar siquiera el primer mes de esos sueldos. En línea con ese hipotético ejemplo extremo, aunque de un modo mucho más sutil, el Estado en nuestro país ha venido determinando el nivel de los salarios. Si las cuentas públicas se encuentran en situación de holgura, el gobierno de turno comenzará a inducir aumentos salariales en términos reales, es decir, más altos que la inflación y que el aumento de la productividad. Éste es el instrumento más efectivo de cualquier gobierno para congraciarse con los electores. Contenta a todos y, muy importante, no requiere gestión. Y tendrá siempre de aliados a los sindicatos y a la dirigencia fabril, ya que la industria depende del mercado interno para aumentar sus ventas. Como siempre es más fácil ser generoso con lo ajeno, el Estado primero empuja a la suba a los sindicatos del sector privado. Con más reparo, se ve obligado luego a homologar esos aumentos al sector público. Como siempre hay en el horizonte elecciones en puerta (cada dos años) y todas son importantes, ya sea para acceder al poder o para conservarlo, nunca llega el momento de moderar el proceso. Se arriba entonces a un punto donde la sociedad ya no puede pagar más esos salarios. Algunas empresas comienzan a despedir gente. otras cierran o quiebran. El Estado, imposibilitado de esas alternativas, y una vez que agotó todas las otras instancias (liquidación de activos públicos,

endeudamiento, confiscaciones, emisión monetaria…), sale de su encrucijada haciendo un ajuste. ¿Qué significa ajustar? Significa ajustarse a la realidad. ¿Qué es lo que se ajusta? El nivel del gasto, o sea, los salarios de la gente. Año a año, la suba de salarios en términos reales ha ido carcomiendo la rentabilidad de la industria. Como todo ajuste conlleva una devaluación y ésta recompone la rentabilidad de la industria, el ajuste contará también con el apoyo de la dirigencia fabril. Más, cuando el ajuste es severo, dado el grado de imprevisibilidad y transferencia de recursos que implica, se afecta por igual a las familias como al sector empresarial por la violenta caída de las ventas. ¿Qué falla? El nivel de sueldos que se pretende imponer no se condice con las posibilidades reales de la economía. En términos técnicos, no está de acuerdo con el nivel de productividad de la sociedad. Para sostener niveles crecientes de salarios y que no sean carcomidos por la inflación o los ajustes, tienen que ir acompañados por un aumento de la productividad. ¿Qué es la productividad? Es la cantidad de bienes que pueden producirse por trabajador. Si una fábrica de zapatos produce 5 pares por día por trabajador e incorpora una máquina gracias a la cual, y con la misma cantidad de obreros, pasa a producir 30 pares día/hombre, con esa inversión está incrementando la productividad. Si ese proceso se replica a gran escala en toda la sociedad, esa comunidad está aumentando la productividad general. Está produciendo cada vez mayor cantidad de bienes. Dispone de más bienes para consumir o para exportar, con lo cual aumenta también su capacidad para comprar artículos que producen otras sociedades. Si bien es un sendero virtuoso, no es un proceso sencillo; requiere muchos equilibrios, y sus beneficios, en contraposición con un modelo de consumo, sólo se perciben en el mediano y largo plazo. La empresa que produce 30 pares de zapatos diarios por operario, aparte de generar mayores ganancias a sus accionistas y flujo de caja para seguir encarando inversiones, está en condiciones de pagar un salario más alto a su plantilla. Y aquellos países donde las empresas que hacen zapatos producen 200 pares día/trabajador (aunque probablemente ya ni siquiera produzcan zapatos, sino bienes tecnológicamente más complejos) y donde las empresas de los otros rubros tengan un grado de eficiencia –o sea, de productividad– equivalente, fruto de máquinas más modernas y no porque sus obreros trabajen más horas o sean mejores trabajadores que los argentinos, esos países pertenecen al club de los que pagan los mejores salarios del mundo, al cual deberíamos volver

algún día. Durante las primeras décadas del siglo XX la Argentina fue parte de ese club. Si vinieron inmigrantes de Francia, Inglaterra, Alemania, Italia o España, fue porque aquí, entre varias razones y amén de conseguir trabajo, se pagaban salarios iguales o más altos que en sus países de origen. El éxito de una política económica se mide hoy en su capacidad para atraer y concretar inversiones. La productividad y la inversión no son materias que entren en la discusión ideológica. Ahí están China y Vietnam, países con regímenes comunistas que están liderando a nivel mundial los rankings de aumento de productividad. Por otra parte, el aumento de la productividad en un sector de la economía, si no va acompañado de un aumento en todo el espectro de actividades, puede ver diluidos sus efectos. Es lo que sucedió en nuestro país con el espectacular aumento de la productividad en el sector agropecuario por la revolución tecnológica que aconteció en la década de los 90, que sin los precios de hoy logró incrementar extraordinariamente la producción. Lamentablemente, al ser un fenómeno aislado, su efecto fue neutralizado por el Estado que absorbió para sí ese beneficio bajo la consigna de la distribución (a través de retenciones, subas de impuestos, restricciones a la exportación y otros mecanismos perversos), lo que impidió que esa evolución continuara su proceso y se tradujera en una mejora salarial sustentable para la sociedad. La productividad, además de ser el núcleo del proceso de desarrollo de las naciones, es el aspecto más importante de la ventaja comercial de un país o de un sector económico, eso que se llama competitividad. A su vez, la competitividad se

nutre de otros cuatro factores: el nivel de los salarios (si éstos bajan en dólares por una devaluación, aumenta la competitividad), la logística –o sea, la infraestructura–, el marco impositivo y el precio de los productos. Si éstos suben, por ejemplo, por la irrupción de la demanda china, aumenta la competitividad del sector beneficiado con la suba. Y si una empresa está radicada en una región exenta de impuestos, ella tiene una ventaja competitiva derivada del marco impositivo. En cuanto a la logística, si bien el autor ha sido un acérrimo crítico en estas páginas del modelo consumista financiado con deuda de la década de los 90 (amén de otras críticas), no se puede ignorar que en forma paralela a la revolución tecnológica del agro también se llevó a cabo un avance sustancial en la logística, al desarrollarse el sistema de puertos privados en los márgenes del río Paraná. Eso fue imprescindible para poder canalizar los crecientes volúmenes de exportación. Esos procesos, que transformaron la estructura productiva del sector económico más importante del país, se concretaron gracias a ciertas condiciones reinantes en esa década (estabilidad de precios, apertura comercial, aliento al agro…). Y habla muy bien de la potencialidad de la Argentina cuando el ambiente es propicio. La “década ganada” debe un reconocimiento no sólo a esos dos procesos, sino también al aumento de la competitividad que derivó de la devaluación de 2002 y de la fenomenal suba de precios por el efecto chino. A pesar de esas bendiciones celestiales, el país vive hoy una clásica situación donde el nivel de los salarios no se condice con las posibilidades de la economía. Si bien la fiesta consumista fue tan extensa, es muy triste que no haya servido siquiera para mantener la infraestructura (energética, ferroviaria, caminera, hospitalaria…), que se ha deteriorado, ¡y cómo! ¿Qué se ganó? ¿Qué queda? ¿Es tan sólo el “quién nos quita lo bailado”? En el corto plazo hay dos opciones. Una es equivalente –aunque más digerible– a la propuesta de López Murphy durante la presidencia de De la Rúa, que la sociedad rechazó con indignación. La otra, la de querer preservar el poder de compra de los salarios, implica dar aumentos acordes con la tasa de inflación. Eso significaría arrojar nafta al fuego. Derivaría en despidos y en una tasa aún más alta de inflación, lo que perjudicaría en mayor grado a los asalariados, que son los grandes perdedores en estos procesos. Es la secuencia final e inevitable de un modelo de consumo. © LA NACION

El autor es empresario y licenciado en Ciencia Política

La persecución penal de Leopoldo López en Venezuela José Miguel Vivanco —PARA LA NACIoN—

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SANTIAGo, CHILE

ientras cancilleres latinoamericanos se reúnen hoy en Chile para tratar la situación de Venezuela, Leopoldo López, uno de los líderes más prominentes de la oposición política venezolana, se encuentra detenido en una prisión militar, esperando que una jueza provisional (sin inamovilidad en el cargo) decida si será sometido a juicio, sin que hasta ahora se haya exhibido ninguna evidencia válida en su contra. La violencia desatada a raíz de las manifestaciones de estudiantes y opositores que comenzaron el 12 de febrero en Venezuela ha dejado como saldo más de 20 muertos, decenas de heridos, cientos de detenidos y serias denuncias de brutalidad, torturas y vejámenes cometidos por las fuerzas de seguridad. El Estado, además, ha tolerado y colaborado con grupos armados civiles que apoyan al gobierno. La Fiscalía, a regañadientes –y gracias a los videos y la presión de la opinión pública–, ha dado algunos pasos para investigar las verdaderas responsabilidades en estos hechos. Sin embargo, sigue avanzando con una velocidad notable

para atribuirle responsabilidad penal por la violencia a la oposición política. Altas autoridades del gobierno venezolano sostuvieron que López, dirigente de Voluntad Popular, era el “autor intelectual” de la violencia, y la Fiscalía solicitó su detención, acusándolo de todo: violencia, disturbios, muertes y lesiones. Luego acusó también a Carlos Vecchio, quien le sigue a López en la dirección de Voluntad Popular, y a otros dos miembros de la oposición por hechos similares, invocando teorías conspirativas en vez de presentar pruebas que los incriminen. Al gobierno venezolano le resulta relativamente fácil utilizar el sistema judicial como un instrumento político desde que, en 2004, el chavismo depuró al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y nombró a jueces afines en el más alto tribunal. Desde entonces, el Poder Judicial ha dejado de actuar efectivamente como un poder independiente del gobierno. A través de la Comisión Judicial del TSJ, que cuenta con facultades para nombrar y remover jueces inferiores provisionales y temporales –que hoy son la mayoría de los jueces en el país–

esta politización de la justicia se propagó al resto del Poder Judicial. El 18 de febrero, López se entregó a las autoridades y desde entonces se encuentra detenido en Ramo Verde, una prisión militar, en la cual sólo tiene contacto con su familia cercana y sus abogados, y solamente sale de su celda cuando es posible que tome aire sin tener contacto con otros presos. Ante contundente evidencia que hizo pública el periódico venezolano Últimas Noticias, que sugería que uniformados junto con civiles armados eran los autores de una de las muertes ocurridas el 12 de febrero, la propia Fiscalía debió dar marcha atrás y eliminar los cargos por homicidio imputados inicialmente a López. Sin embargo, López sigue sujeto a investigación por varios delitos, incluido el de asociación para delinquir, que tiene una pena de hasta 10 años. Es muy improbable que López sea liberado próximamente. Legalmente, podría permanecer detenido preventivamente hasta 45 días, cuando la Fiscalía debería acusarlo, archivar el caso, o sobreseerlo, pero en la práctica estos plazos rutinariamente no se respetan en Venezuela.

En un Estado de Derecho, la libertad de López debería estar garantizada si las autoridades no presentaran pruebas creíbles de que él podría ser responsable de la comisión de un delito. Sin embargo, en Venezuela es muy difícil para un juez adoptar una decisión conforme a derecho si ésta va contra intereses del gobierno. Por ejemplo, en 2009, la justicia venezolana detuvo arbitrariamente a la jueza María Lourdes Afiuni por cumplir con una recomendación de Naciones Unidas y dejar en libertad condicional a un opositor del gobierno chavista. La jueza Afiuni, que era una jueza titular con estabilidad en el cargo, estuvo un año en prisión, dos en arresto domiciliario y continúa sujeta a proceso penal por delitos que no cometió. Antes del caso Afiuni, los jueces temían perder su empleo si adoptaban decisiones contrarias a los intereses del gobierno. Ahora, también temen ir presos. En un país donde el poder judicial carece de independencia, el futuro de Leopoldo López está en manos de una jueza que podría ser removida por un telegrama sin mediar ninguna explicación, como ha ocurrido ru-

tinariamente en el pasado. La decisión sobre el futuro de la jueza, a su vez, está en manos de magistrados del TSJ, un órgano que habitualmente avala políticas del gobierno. La reunión de la organización de Estados Americanos (oEA) de la semana pasada, celebrada a puertas cerradas, terminó con una declaración que parece describir la situación en Venezuela como si fuera una catástrofe natural, en vez de responsabilizar al gobierno venezolano por violaciones de derechos humanos como la censura y la brutalidad de las fuerzas de seguridad. ¿Habrá alguna posibilidad de que la reunión en Santiago lleve a un resultado distinto, y se exija que Venezuela asuma sus obligaciones jurídicas internacionales de respetar los derechos humanos? Específicamente, ¿se exigirá esta vez que cesen los abusos contra manifestantes y la liberación y el respeto de las garantías del debido proceso de quienes fueron detenidos arbitrariamente, como Leopoldo López? © LA NACION

El autor es director para las Américas de Human Rights Watch

libros en agenda

Leer es siempre una aventura Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—

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ay una formulación cervantina de abrumadora actualidad. Así comienza Don Quijote de la Mancha: “Desocupado lector”. En estos tiempos poco caballerescos, es difícil saber si “desocupado lector” remite al ocio benefactor o a una milenaria exclusión. ¿El “desocupado” es quien dispone de su tiempo o quien ha perdido su empleo (del tiempo)? Vale la ambigüedad para rescatar a la desocupación de su condena laboral. Desocupado, también implica una disposición. Y es seguramente la que buscaba Cervantes para hacer entrega de su magnánima novela.

Hay varios libros de ensayo que indagan en los modos de lectura. Más allá de Alberto Manguel, un clásico bibliófilo, autor de Una historia de la lectura o la propia Historia de la lectura en el mundo occidental, de Roger Chartier y Guglielmo Cavallo, cientos de investigaciones se proponen dar cuenta de esta relación impredecible; la lectura es un viaje sentimental y está en los ojos de cada uno el rumbo escogido. La típica frase “quiero un libro que me atrape” esconde un sentido inverso: el lector es quien atrapa un libro, que quizá yacía polvoriento en una biblioteca heredada o lucía solitario en una librería comercial.

Este encuentro, que a veces toma la forma de un rescate, hace de la lectura una verdadera novedad. El libro de reciente edición, La lectura y sus públicos en la edad contemporánea, de Jean-Yves Mollier, brinda ciertas claves de esta relación y su inserción en el mercado editorial. Uno de los cambios más notables ocurre en el siglo XIX, con el folletín en la prensa, el manual escolar y el auge de la novela popular en las bibliotecas, para luego dar lugar a la literatura y la prensa callejera en la Belle Époque. Un caso atípico, y a su vez revelador, es lo que ocurrió con la novela Madame Bo-

vary, de Flaubert. Apenas publicada, en 1857, fue un éxito de librerías. Más allá de la bellísima y eficaz prosa de su autor, dos acontecimientos favorecieron su llegada al gran público: la prohibición y la ganga. Tuvo una prepublicación truncada en la Revue de Paris, una vez decretado el proceso por ultraje a las buenas costumbres; pero luego, el editor Michel Lévy, no sólo se atrevió a publicarla, sino que, como cuenta Mollier, “tomó la decisión histórica de hacer aparecer la escandalosa obra en su muy reciente colección a un solo franco, lanzándola como un producto estandarizado”. La inclusión de una obra genial en una cadena

de producción, facilitó su amplia llegada a los lectores. Y la novela antes prohibida por motivos morales, se convirtió en más que accesible. Sin duda, la lectura es de cada uno y las novelas no son para todos, sin embargo, “el público lector”, como lo llama Jean-Yves Mollier, tiene una historia propia, más allá de la historia de la literatura. Es la historia de un reconocimiento. El de encontrar en lo leído algo íntimo y, a la vez, desconocido. Insisto, la lectura es el momento de la novedad de un libro que a veces, con suerte, cobra la forma de una revelación. © LA NACION