Ricardo Silva Romero - Muchos Libros

Así llamó a la masacre de San Benito el señor Espinel, su pro- fesor de Historia de cuando todavía iba a la escuela, el último día que pudo entrar en el salón.
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Ricardo Silva Romero El Espantapájaros

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© 2012, Ricardo Silva Romero © De esta edición: 2012, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Carrera 11A Nº 98-50, oficina 501 Teléfono (571) 7 057777 Bogotá - Colombia • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires • Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, México, D.F. C. P. 03100. México •Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 60. 28043 Madrid ISBN: 978-958-758-469-1 Impreso en Colombia - Printed in Colombia Primera edición en Colombia, octubre de 2012 Diseño: Proyecto de Enric Satué © Ilustración de cubierta: Gisela Bohórquez Diseño de cubierta: Santiago Mosquera Mejía

Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Nomos Impresores, en el mes de octubre de 2012, Bogotá, Colombia.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Nada ni nadie imagina la masacre. El sol del mediodía detiene el viento cargado de tierra. Las sombras se evaporan sobre las piedras de la plaza. Una campana agónica les recuerda a los habitantes de la vereda de Camposanto, en el municipio de Montenegro, que la misa del domingo está por comenzar. Los feligreses se dirigen a la capilla y en el centro del caserío solo va quedando un viejo sentado en una silla de plástico, bajo el pequeño cedro, al lado de una pileta llena de monedas para la buena suerte. Un carro de helados destartalado, empujado por una señora fantasmal, trae las notas de Para Elisa. Y los primeros disparos al aire, que vienen de cinco furgones viejos, repletos de asesinos, de visita en el poblado como una marcha fúnebre que colecciona cadáveres, despejan la duda de si volverá a empezar una tragedia que empezó hace mucho tiempo. Un hombre grita semejante a una mujer. Los camiones oxidados gruñen hechos fieras a punto de atacar. Los verdugos saltan de los vehículos de entre las nubes de polvo. Y un niño vestido de soldado pregunta «¿adónde disparo?, ¿a quién hay que matar?» antes de pegarle un tiro en la cabeza a un perro cojo que pasa por ahí. —¿Dónde está el hijueputa Espantapájaros? —reclama el comandante Cigarra—: que alguien aquí le avise que todos los muertos de hoy van por su cuenta. Las gallinas aletean. Las reses, extraviadas por el miedo, se apiñan en la galería del matadero. Las mariposas negras se pegan en las orillas de las calles. Las moscas dan tumbos en el aire en busca de todo lo podrido. La enfermera corre las cortinas de plástico del puesto de salud pues no ve por ninguna parte al hombre que anoche le juró protegerla para siempre. Briseida, la bruja negra resignada a su suerte, se sienta en la mis-

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ma silla de cuerolina verde en donde se sienta cada domingo al mediodía cuando va al consultorio a recargar su bala de oxígeno. Y los 298 habitantes de esa aldea alargada, los hijos, los padres, los abuelos que de tanto fingirlo ya se han vuelto inocentes, corren y vuelven a correr como una manada de animales con nombre que no saben por qué corren pero tienen que correr. Don Gregorio, el anciano de la silla plástica en la plaza, se arrodilla a despedirse del perro temeroso que venía a visitarlo todas las mañanas. Don Gregorio Méndez Méndez, un liberal de ochenta y cuatro años que sembró este cedro hace unos diez, que se apuesta a sí mismo que va a morir tosiendo el polvo de aquellos cigarrillos y suele contar cómo perdió a los tres hijos en el bus que se volcó por el despeñadero, ahora sostiene entre sus manos la cabeza sangrienta del perro. Hasta luego, perro cojo, adiós. Eres el primero, pero no vas a ser el último. No tenías un ojo porque un borracho amigo mío te tiró una piedra para callarte los ladridos, perro, pero me lamías la mano si te daba pedazos de mango. Una vez me seguiste por el camino hasta mi rancho. Si acaso sentías lo que sienten las personas, perdóname por no haberte invitado a entrar: no quería que vieras que todavía les hablo a mis niños. Don Gregorio sabe que nunca más va a estar de pie. Ve volcada, humillada, la silla de plástico donde estaba sentado hasta hace unos segundos. Tiene claro que los policías de la región, que se la pasan atendiendo denuncias de robos en la estación de la cabecera de Montenegro, harán lo posible por llegar cuando no queden sino las cenizas: «hijos de puta», se dice, «malparidos». Le corre el resto de la ira por las venas cuando se da cuenta de que es un viejo de rodillas a punto de ser ejecutado: es como si haber vivido no le hubiera servido para ganarse el respeto de la vida. Vuelve pronto a la cabeza rota del animal. Se limpia las lágrimas con las yemas de los dedos untadas de sangre y de tierra y de tiza blanca. Y les dice a las botas que tiene enfrente que lo que son ustedes es unos hijueputas malparidos que se van a quemar en el infierno. —Dígame dónde está el Espantapájaros, señor Gregorio, mire que todo el pueblo sabe que usted sabe porque se la

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pasan es jugando dominó —dice la mano sudorosa del comandante sobre el hombro del viejo—: usted ya no es un asesino. No debería ser necesario recordarle, señor Gregorio, que hubo una vez un viejo sin nombre al que lo perseguía su apodo de asesino: el Espantapájaros. Todo el mundo sabía quién era. Pero de vez en cuando, apenas lo confundían con una leyenda, tocaba refrescarles la memoria: tocaba decirles que lo peor de esa bestia era que no solo había existido una vez sino que existe ahora mismo. Que vive agazapado, como una serpiente en los pequeños escondites de las casitas de la hirviente vereda de Camposanto, en la esquina norte del municipio de Montenegro, respirando. Los niños de la región creen que es un fantasma como el de La Patasola o el Ánima bruta o Juan Machete. Los viejos le dan refugio cueste lo que cueste, pues un día, cuando los pájaros conservadores disparaban a diestra y siniestra, él era el único asesino capaz de ponerles el pecho. Nadie lo ve porque lo protege el embrujo de la bruja negra: de Briseida. Se lleva, de botín, a las mujeres de los otros. No es más que un monstruo humano. Es el hombre más alto que ha visto el comandante en sus cuarenta años de vida. —Yo no sé nada de ningún Espantapájaros, señor —dice el anciano Gregorio mientras su cuerpo se deshace en sus pantalones—, yo mejor dicho no sé nada de nadie. Para Elisa deja de sonar. El niño clava el cañón de la ametralladora en el centro de la frente del viejo. Pregunta «¿lo mato?, ¿lo mato?» para no oír los latidos delatores de su propio corazón. Ve temblar sus brazos por culpa del peso del arma. Le tiritan los dientes, tatatatatá, uno por uno por uno. Pero sube la mirada como un hijo de puta. Y no da un paso atrás para que quede claro que es capaz de reventarle los sesos al viejo de una sola ráfaga: tratatatatá. Sus amigos de la escuela no le tuvieron miedo ni dejaron de decirle «mariquita» hasta que los sacó corriendo de la casa a punta de disparos al aire con la escopeta de hacer guardia. Su mamá pensó que jamás sería capaz de irse del poblado, como cualquiera de esos matones de por allá, hasta que un día se fue detrás de la tropa del Cigarra. Y si

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esa cara vieja cargada de sangre le estalla en su propia cara, si el comandante por fin le grita «¡mátelo, Polilla, mátelo!», nadie volverá a sonreírle con la excusa de que solo tiene once años. Al Polilla se le olvida respirar. El aire que se le escapa de la garganta produce el mismo chillido de las navajas afilándose. Su sombra de chulo aletea sobre el viejo. —Polilla: deje al viejo tranquilo para que vea que tenemos voluntad —le ordena el Cigarra. —Padre nuestro que estás en los cielos, padre nuestro que estás en los cielos —trata de rezar don Gregorio, que odia rezar, con la poca memoria que le queda. —Que le digo que lo deje, malparido este, que ya le mató al perro sin permiso —grita el comandante antes de que le toque matar al niño para darles el ejemplo a los demás reclutas—. Vaya más bien al camión por la bolsa que le di, güevón, vaya pues: ojo. El comandante Cigarra se quita las gafas de sol porque el reflejo del arma en los lentes lo pone nervioso. Aprieta los ojos para definir las sombras que se mueven detrás de las ventanas de la plaza. Odia el calor. Todo el mundo en Boavita, su pueblo, detesta el calor. Se seca el sudor con el pañuelo que su padre le enseñó a cargar. Saca su revólver de la parte de atrás del pantalón. Lo empuña sin quitarse los guantes de ciclista: jamás se los quita enfrente de la gente. Y pone el cañón del arma en la nuca del viejo Gregorio. Que cierra los ojos. Ve una luz en los párpados cerrados. Y se traga las palabras «padre nuestro que estás…» como la pepa que le da la enfermera en el puesto de salud para que se le calme la taquicardia. Descubre en la mente la imagen del portarretratos ornamentado en el que está la fotografía de su madre cuando era una niña recién nacida en Montenegro. Hasta luego, mamá, van a matarme. Jugué dominó, como tú, hasta llegar a viejo. Dime que todo va a estar bien porque siempre que lo dices se me compone la vida. Y este relámpago en el cráneo es ese último golpe. Y esto es. Una mujer pega un grito desde la ventana del puesto de salud. Los veteranos trabajadores del matadero se enjaulan, con las vacas, a morir. Por orden de los viejos, los jóvenes cierran

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la puerta endeble de la iglesia y el llanto de un bebé se queda adentro. Cigarra se dedica a ver, hipnotizado, la sangre que se cuela en las uniones de las piedras de la plaza. Alcanza a notar cómo pasa la mancha roja por encima de una marcha de hormigas. Quiere llenarse los pulmones de ese miedo que se vuelve cólera como un monstruo que vive de la sangre de los otros, como un perro con jirones de carne colgados de sus dientes salvajes, pero el aire se ha quedado quieto en la calle empinada que atraviesa el poblado. Toda la tropa del Bloque Titanes lo mira a la espera de la orden. Toda la tropa grita sinónimos de escupitajos igual que una manada de desempleados en una gallera. Y él busca entre todos al niño, al Polilla, porque quiere verle la cara de niño cagado de miedo. Ahí está. Tiene los morrales en las manos. No va a dar un solo paso hasta que su comandante no diga «¿qué espera ese bobo hijueputa?». —OK —le dice el Cigarra al cadáver del viejo. Después se pone en cuclillas y aprieta los ojos para indagar la línea de la vida en la palma de la mano arrugada del muerto. Sí se cruza con la del corazón. Sí se cruza con la de la cabeza. Tiene la araña negra en el valle de Marte que predice las muertes violentas. Tenía que morir. Ninguno de esos hijueputas puede ser menos ni más que su destino. Uno por uno, se dice, uno por uno por uno por uno por uno hasta que solo quede uno. Su profesor de Matemáticas siempre lo hizo sentir bruto. Cómo le gustaría tenerlo en frente. Y cómo le gusta, por Dios, ser el Cigarra. Cómo le suena de bien ser Over Zúñiga alias el Cigarra. Gracias a Dios no es ese, ni ese, ni aquel: es el Cigarra. Le repite «OK» al cadáver del viejo pues «OK» es lo que dice el Cigarra cuando quiere que quede claro que con él no se juega ningún juego. Se aclara la garganta como si fuera a escupirles a los miedosos o tuviera algo que decir, pero no dice nada para dejar a los demás pendientes, con el Jesús en la boca y el alma en vilo, como siempre los deja el Cigarra. Usa la expresión «como tal», «el cultivo como tal», «la res como tal», porque sabe que los más niños lo imitan dicién-

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dola. Saca siempre la carta de La Muerte de la baraja del tarot. No se ríe porque nunca se ríe. No se saca los guantes de ciclista porque dicen que el Cigarra lo que quería era ser ciclista. No mira por encima del hombro porque sabe que si fuera a morir sabría que es el día de su muerte. Camina balanceándose un poco, bailándose un sanjuanero invisible, pues jamás ha temblado en la mitad de una matanza. Sabe de memoria que lo están mirando. Sabe que ellos saben que el tal Espantapájaros le quitó el hermano, el honor y la negra Briseida, pero que esto de hoy no es nada personal, que esto de hoy va mucho más allá: que lo que va a pasar aquí, una misión encomendada por el dueño de estas tierras, se llama «corregir el rumbo de la historia». Levanta la mano para que nadie se mueva hasta que él dé la orden de empezar la ceremonia de sangre: el holocausto. Así llamó a la masacre de San Benito el señor Espinel, su profesor de Historia de cuando todavía iba a la escuela, el último día que pudo entrar en el salón. Lo llamó «el holocausto». Los ejércitos de la edad antigua castigaban con la muerte a los pueblos traidores: pagaban pecadores por justos hasta que solo quedaban esas columnas grises mal partidas por la mitad. Y así abastezca de carne a todo Montenegro, así haya levantado con sus propias manos, alrededor de un matadero, todo ese caserío pintado de blanco, la gente de Camposanto tiene que pagar por ser refugio de bandidos, por haber nacido de tanto mal, por no haber pedido perdón como si fueran una pobre población de víctimas. Y ahora, en un par de minutos, va a pagar. Puede ver el fuego saliéndose por las ventanas en las noticias de la noche. Quiere que este lugar sea en verdad un cementerio de tierra ardiente. Que sea como se llama. Que se llame como es.

Camina hacia el carrito de helados. Sabe que el Negro Manosalva va detrás de él con el fusil, ni tan cerca ni tan le-

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jos que le obligue a dar la vuelta, por si algún marica envalentonado le sale al paso. Tiene claro que no va a morir. Su padre, que se fue en plena Nochebuena, pidió que le dejaran encendido el televisor así fuera sin volumen y le pusieran en el tocadiscos la canción de las fiestas que más le gustaba: Arbolito de Navidad. Se sentó con su cobija motosa sobre las piernas: al frío de estarse muriendo súmele usted el frío de Boavita. Su papá se puso a jugar con el reloj de arena que una secretaria del juzgado le había comprado alguna vez en un mercado de las pulgas. Y movió la boca como si le quedaran pulmones para cantarla, «el año pasado dijo que este año me casaría, y todo ha sido mentira, y por eso llora la vida mía», porque sabía que se estaba muriendo. Uno sabe si todo va a acabarse. Siente un tirón en la cabeza. Ve que los ojos se van como se va la luz. Su papá alcanzó a despedirse. Rezó un Ave María: «ahora y en la hora de nuestra muerte, amén», les dijo. Pidió que vengaran a su primogénito, a Pedro, ejecutado en los Llanos por la espalda: sabía, por haber sido juez en tantos municipios, lo mucho que se tarda la justicia. Le rogó a él, a Over, que no fuera a tener hijos con la negra esa con la que se le estaba viendo por ahí: con la negra Briseida. Usó la esquina de su pañuelo bordado con su propio nombre para secarse la frente. Pasó saliva como quien se traga un guijarro. Y lo último fue todo. «Las veces que me he muerto después me he vuelto a morir», canta Tupac Perdomo en el único disco que dejó: «el día que sí me muera va a ser mi muerte primera y voy a saber que me voy a morir». Así son los que van a morir. Son los primeros en saber la noticia. Se ponen la ropa que más les gusta. Lavan los platos hasta ponerlos relucientes. Dejan la puerta cerrada con seguro. El comandante Cigarra podría apostar con cualquiera a que el viejo Gregorio, Gregorio Méndez Méndez, tendió la cama antes de salir hacia la plaza. Que echó llave. Cerró el grifo del estanque del patiecito de atrás. Y empezó su último viaje: el último viaje del viejo Gregorio. Se dijo «este sol es de agua», el viejo. Se negó a mirar el despeñadero junto a su casa. Le cayeron pepas venenosas desde

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el caracolí de 80 metros que tanto les gusta a los niños, pero se negó a mirar el sitio por donde se fue el bus en el que iban sus hijos. Miró de reojo la casa de su vecino, el viejo Apolinar, que sufre tanto con ese nieto que se disfraza de mujer. Descendió la vereda igual que todos los días. Caminó junto a las cañadas sin reparar en ellas. Pasó por los cultivos secretos. Aceleró el paso al lado de las Cuevas del Diablo porque escuchó un chillido que le heló la columna vertebral. Orinó un chorrito de sangre en los pastizales, bajo la mirada de los corrales de gallinas y de las reses de engorde, cuando las nubes no se habían empezado a separar para abrirle paso a este sol terminante. Se quedó sin aire de tantos pasos que dio. Se manchó las manos de tiza cuando se apoyó en las paredes desteñidas del matadero. Se despidió para siempre, sin saberlo, de los otros viejos que se encontró por el camino. La gente de Montenegro, que no sabe nada de nada pero vive colgada de las frases ingeniosas, dice que todos los viejos van a dar a Camposanto «por el clima, por la capilla de palos y por el nombre». El cielo alto les alivia los huesos. La capilla les lava las culpas. Y el nombre les recuerda los días en que ser liberal conducía a cualquiera a la muerte. Pero la verdad, piensa el Cigarra, es que se están escondiendo de todo lo que hicieron en vida como si fuera posible esconderse. El comandante Cigarra se detiene para que el Negro Manosalva se detenga. Silba Arbolito de Navidad, «arbolito de Navidad que siempre florece los 24, no le vayas a dar juguete a mi cariñito que es un ingrato», pues no quiere que nadie más haga ruido en la plaza antes de que empiece el exterminio. Da dos pasos más. Y le permite a su sombra pasar por encima del carrito de helados. Se asoma. La señora fantasmal, doña Yolanda, se abraza a sí misma como si fuera alguna de sus hijas. Doña Yolanda Domínguez, una vendedora de nieves tropicales, de sesenta y ocho años, que se fue de su pueblo hace cuarenta porque era lo que se usaba en esos tiempos, que ha tenido que usar medias gruesas en ese calor porque la muchacha del centro de salud se las recetó contra el dolor en las piernas y que no sabe para

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qué diablos tuvo tres hijas si la iban a dejar pasar la vejez detrás de un carrito de helados, se traga su llanto a bocanadas. Se le encoge la nariz. Los labios le tiemblan. Repite entre dientes «la bruja negra me lo dijo, la bruja Briseida me lo dijo», el primer y último pensamiento que tuvo cuando vio venir los camiones de los asesinos. Piensa en el malestar de sus rodillas. Piensa que nunca terminó de construir el patio de su casa. —Over Zúñiga, mi señora, mucho gusto —dice el Cigarra secándose el sudor con el pañuelo. —Déjeme viva, señor, no me quite a mis tres hijas —le responde doña Yolanda, pero cinco segundos después no podría repetir lo que le ha dicho—: yo soy una persona. —Usted no se preocupe, mija, que yo solo mato a los que se tienen que morir y a los que les dé por esconderme a este señor Espantapájaros: ¿y luego no ve que usted no es de esas? Ciento catorce soldados saltan desde los cinco camiones oxidados que componen la marcha. Las suelas de las botas de caucho se tragan los guijarros de la plaza de piedra. Los comandos asumen las posiciones para comenzar la ejecución de las ratas. Inocencio Ríos, el Tumor, que hiede como hiede todos los días de su vida y no se quita el uniforme camuflado de su glorioso Ejército Nacional así lo hayan obligado a retirarse, lleva las riendas de los cerdos salvajes que van a comerse vivos a los que mientan. Severino Baquero, alias Caifás, que habla muy poco pero no se pierde la telenovela de moda, fija de una vez su mirada de toro toreado en el puesto de salud en el que pasó toda la noche. Joaquín Fierro, alias Costra, se rasca las cicatrices de la espalda con las uñas largas de tocar el arpa: las cicatrices le pican siempre que hace calor. El Polilla, que tiene ampollas lacerantes por culpa de las botas negras de caucho, se echa en los hombros el morral en donde carga lo que le queda en la vida, y apunta su ametralladora a todas las ventanas abiertas. El Negro Manosalva, que está tragándose un sorbo de aguardiente, levanta la mano para contenerlos a todos. Y doña Yolanda es solo el cuerpo adolorido de una anciana que habría podido ahorrarse la rodilla raspada del lunes,

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habría podido abrir las cartas humildes que sus hijas le mandaban desde no sé dónde, habría podido negarse a guardarle esos fierros oxidados al Espantapájaros. Todo está en la cajita de madera, niñas, los papeles del terreno, la fotografía de cuando todavía eran mis hijas, las monedas de otros países que guardaba su papá. —¿O luego usted lo ha escondido a veces en ese hueco que tiene en el piso de su pieza?, ¿ah, señora Yolanda?, ¿no me va a decir que usted como tal también es de esas? —Aquí nadie es de nadie, señor Zúñiga, jurado por Dios que nadie es de nadie —susurra ella, desdoblada, a unos metros de sí misma—: yo no he escondido a nadie en esta vereda tan chiquita. —Uy, mi señora Yolanda, ¿pero no ve que en un cementerio cabe todo el mundo? El Cigarra se agacha para quedar a la altura de doña Yolanda, para sostenerla como un Cristo que muere después de María. Toma las manos arrugadas de la señora entre sus guantes. Se las pone, con las palmas temblorosas hacia arriba, sobre sus propias palmas lijadas. Entrecierra los ojos para enfocar. Y ahí, en las líneas del destino de la vieja torcida, está la araña negra en el valle de Marte que es la única prueba que le hace falta para declararla culpable. Si va a morir hoy, si va a ser desalojada de su cuerpo cuando el tictac del reloj diga «dispare», es porque se lo ha ganado a puro pulso. Las coincidencias no existen. Nadie muere por un crimen que no cometió. Nadie, ni siquiera el Cigarra, tiene agarradas las riendas de su vida. Y el destino de esta mujer es desmayarse por dentro, y por fuera tartamudear en vano «santa María bendita» mientras trata de recuperar el conocimiento. Van volviendo las luces. Doña Yolanda, que todos los días se pregunta cómo y cuándo la castigará la vida por haberse alejado de sus hijas, abre los ojos segundos después de cerrarlos. Tiene el cañón del revólver del Cigarra tallándole el puente de la nariz. Yo sé, mi Dios, que no te he hablado desde que mis hijas no sirvieron de nada, pero ábreme la puerta del cielo como si te hubiera hablado, Dios, déjame entrar en un lugar

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en el que todos me conozcan y me dejen en paz. Ya no se sabe su nombre. Ya no se sabe nada más de su historia. Y ahora y en la hora de su muerte solo alcanza a sentir que va a sentir dolor. Y ya. —OK —le dice el Cigarra al cadáver de la señora. Le cierra los ojos como si la hubiera librado del padecimiento de la vida. La acuesta en el piso, sosteniéndole la cabeza, pues ni siquiera el peor asesino merece convertirse en un bulto. Le quita del cuello la bolsita donde ha guardado el dinero del día: se la mete en el bolsillo de atrás del pantalón antes de que alguien se la robe. Le da a la mujer la bendición, pero enseguida se la vuelve a dar porque la primera vez se la ha dado al revés. La protege de ese viento que es arena negra que golpea la cara. Las sombras de las nubes pasan por encima de los dos como un minuto de silencio. Podría apostar, por la cara que tiene de muerta, que antes de salir para acá la señora Yolanda dejó la ropa lavada secándose en las cuerdas del patio de atrás.

El Cigarra se levanta. Arrastra el cuerpo de la vieja, una carretilla de espaldas, para dejarlo bajo la luz violenta que cae en el centro de la plaza. Se sacude la arena negra de las mangas camufladas. Se hace traquear los omoplatos. Se peina en su reflejo sobre el agua turbia de la pileta en donde todo aquel que tenga malos sueños puede librarse de ellos echando una moneda. Lanza una. Suelta una carcajada dentro de un solo golpe de voz, ¡ja!, cuando nota que el fondo de la pila está lleno de plata. Siente a sus espaldas las risas del Polilla Velandia, del Negro Manosalva, del Tumor Ríos, del Caifás Baquero, del Costra Fierro. Se pone las gafas oscuras antes de dar media vuelta pues a nadie le gusta que lo miren a los ojos en un funeral. Gesticula con las manos mientras habla solo porque hablar solo mientras hace énfasis con las manos es lo que hace el Cigarra cuando quiere concentrarse: «vamos a la iglesia a llamar a lista, nombre por nombre como hacían con uno en la escue-

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la, hasta que alguno diga dónde está el puto Espantapájaros», murmura, «y que solo queden vivos los que tengan que vivir». —Pero que no quede por ahí ni un solo viejo —le grita a la tropa—, que no se nos quede ni uno solo de la lista: ojo. Se voltea a ver las caras de verdugos de sus comandos. Algunos levantan el brazo de un grito. Otros aprietan los puños alrededor de las ametralladoras. El Polilla hace cara de adulto dispuesto a morir porque, bueno, todos los días son días prestados. El Tumor grita «¡hijueputa, hijueputa, hijueputa!» para no oír las voces que le interrumpen las ideas de vez en cuando y aprieta los dientes porque esa rabia podría morder lo que fuera donde fuera. El Negro Manosalva se le acerca a él, al Cigarra, para que le ponga la mano en el hombro. Y el comandante siente que su corazón late dentro de todos sus soldados. Y, en vez de repetirles la orden de atacar, asiente, simplemente asiente, en el centro de un círculo de discípulos que se ha ido formando a su alrededor. Pide que pongan a todo volumen, en el equipo de sonido de parlantes gigantes que tienen en dos de los furgones, el disco en el que han grabado cien veces Qué bonita es esta vida en la versión cantada por Cristóbal Lemus. Que todo salga igual a como lo planearon. Que de algo sirva haberse aprendido de memoria quién es quién en ese caserío. Que corten a esos viejos en pedazos. Que llenen esa cantimplora de la sangre que brote de las gargantas. Que se la traguen. Y suelten a los cerdos por la plaza. Alguien mire el reloj. Alguien anote que es el Día de los Inocentes. Alguien sea testigo de todo lo que viene para que después cuenten bien la historia en las escuelas. Alguien tome nota de todo lo que se vaya muriendo, va uno, van dos, van tres muertos, porque una matanza también es una batalla. Y todo esto que está pasando ha estado escrito, desde siempre, en algún lado. Todo esto tiene que pasar. Sus vigilantes sufren un ataque de risa, «¡este es mucho güevón!», «¡míreme este mariquita!», porque al Polilla se le va el trago de sangre por el camino viejo, pero pronto se quitan las sonrisas de la cara para dar inicio a la ceremonia. Se repar-

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ten en cuatro escuadrones que marchan en las cuatro direcciones de esa pequeña plaza que remata el caserío. Van detrás de cuatro capitanes con sus radioteléfonos. Algunos se tararean a sí mismos Qué bonita es esta vida. Algunos cantan una palabra más tarde que el cantante: «aunque a veces duela tanto, y a pesar de los pesares siempre hay alguien que nos quiere, siempre hay alguien que nos cuida». Todos tienen nombres. Todos tienen algo que hacer mañana. Todos tienen alguien a quién llamar en la noche. Pero ahora mismo son solo lo que tienen que hacer: son los nervios, la garganta reseca, el sudor que obliga a pestañear, por lo que vinieron a hacer a Camposanto. Avanzan por ese mapa empinado y estrecho con forma de bota que se aprendieron de memoria. 185 hectáreas. 1.183 metros de un extremo al otro. Al norte, la casa del viejo Gregorio. Al sur, la plaza donde está la iglesia. 298 habitantes. 39 ancianos frágiles a los que les convienen los 30 °C de temperatura. Despeñadero en donde todos perdieron a alguien aquella vez. Pastizales, llenos de miles de miles de reses, que lo rodean todo. Cavernas plagadas de chimbilás. Cañadas donde solían bañarse habitantes de toda la región cuando no se sabía que el caserío era un refugio de asesinos viejos. Árbol caracolí de 80 metros de alto en donde los niños tienen sus primeras peleas. 70 pequeñas casas blancas desperdigadas con las puertas pintadas de colores brillantes: aguamarina, magenta, violeta. Cultivos de yuca. Plantaciones de cacao. Ranchos avícolas. Letrero sin la primera «C» que al principio decía «Camposanto». Avanzan, los vigilantes, bajo ese letrero. Y el Cigarra los mira a todos, detrás de sus lentes de sol, como empujándolos a sus esquinas. —Tráiganme la cabeza del Espantapájaros —les grita—: tráiganmela viva o tráiganmela muerta. Y es así como comienza el oficio. Los bajos en los parlantes del equipo de sonido son tambores de guerra. Y todos, los verdugos y las víctimas, tienen este mismo pulso. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).