OPINION
Martes 3 de mayo de 2011
El mundo de los hablantes de español C
LA NACION
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ABADO al mediodía y un rápido zapping por la TV. En un canal de cable hay un programa dedicado a “revelar” verdades y mentiras sobre las dietas para bajar de peso. Pero eso no es lo más importante, por lo menos desde el punto de vista de esta columna, sino que en una receta en pantalla se recomienda usar “queso rayado” (sic). Salpicadas, aquí y allá, las erratas (en este caso, más bien un error) avanzan, sutilmente, sobre la grafía correcta de las palabras. “Las faltas de ortografía son el mal aliento de la escritura”, escribió el colombiano Héctor Abad Faciolince. No es una mala descripción, ¿verdad? Contra ellas poco puede hacer un corrector ortográfico electrónico, porque rayado es el participio pasado del verbo rayar y lo reconoce como correcto. El problema es que aquí sí es incorrecto, salvo que se tratara de alguna fantasía culinaria de diseño gourmet, como un queso “trabajado” como una cebra, pero no es el caso, así que debe de haber sido un simple queso rallado, de rallar. “El diccionario es tu amigo”, Fundéu dixit, ahora y siempre; mucho más ahora, que se puede tener el diccionario en línea abierto en una ventana o una pestaña, en lugar de estar acarreándolo de la biblioteca a la mesa de trabajo, como antes. A propósito de consultas, en Twitter @Pep_Jimenez pregunta a @Fundeu: “¿Se dice Iberoamérica o América Latina?”. Y Fundéu lo remite a una entrada muy interesante, que aquí transcribimos: “Hispanoamérica/Iberoamérica/Latinoamérica. Términos que no deben emplearse indistintamente, pues no significan lo mismo. Hispanoamérica se refiere al «conjunto de países americanos de lengua española», su gentilicio es hispanoamericano y, cabe recordar, se refiere a lo relativo a la América española sin incluir lo perteneciente a España. “Latinoamérica engloba «el conjunto de países del continente americano en los que se hablan lenguas derivadas del latín (español, portugués y francés)». La denominación América Latina es igualmente correcta. Su gentilicio es latinoamericano. “Debe recordarse que para referirse exclusivamente a los países de lengua española es más propio usar el término específico Hispanoamérica o, si se incluye Brasil, país de habla portuguesa, el término Iberoamérica”. Esta consulta se relaciona con otra hecha recientemente a Línea directa. La profesora María Cristina Melano escribe en un correo electrónico: “Leí su artículo sobre los godos. Al respecto, me gustaría recordar que en el Diccionario de la lengua española figura la palabra hispanidad, pero no aparece como reconocida latinoamericaneidad o latinoamericanidad. Significativo, ¿no? Cuando estuve becada en España, con horror y desagrado observé que en ciertos programas de desarrollo continuamos siendo para ellos solamente Hispanoamérica, y, por la fundamentación de proyectos, cuasi colonias”. Que una palabra no figure en el diccionario no significa que no exista o que sea incorrecta. De las dos formas sugeridas por la lectora, la segunda, latinoamericanidad, es la correcta. En el Diccionario en línea figura la entrada para el sufijo correspondiente: “-dad. (Del lat. -tas, -atis). 1. suf. Significa ‘cualidad’ en sustantivos abstractos derivados de adjetivos. Si el adjetivo base es bisílabo, suele tomar la forma -edad. Mocedad, cortedad, terquedad. También la toman los adjetivos terminados en -io. Suciedad, obligatoriedad, precariedad. Si el adjetivo es de más de dos sílabas, toma, en general, la forma -idad. Barbaridad, afectuosidad, efectividad. La forma -dad aparece sólo detrás de l o n. Liviandad, maldad, ruindad. Cuando -dad se aplica a adjetivos verbales en -ble, se forman derivados terminados en -bilidad. Culpabilidad”. En cuanto a si se nos reconoce a los hispanoamericanos que también hablamos español, la RAE trata de convencer a los peninsulares, pero mientras haya un Diccionario de americanismos aparte del DRAE... © LA NACION
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LA SEGUNDA VUELTA ELECTORAL EN PERU, EL 5 DE JUNIO
LINEA DIRECTA
GRACIELA MELGAREJO
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Retorno a la dictadura, no MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION MADRID
UANDO los tres candidatos que representan la defensa del sistema democrático y liberal se dedican a destrozarse unos a otros, como ocurrió en las recientes elecciones peruanas –me refiero a Luis Castañeda, Alejandro Toledo y Pedro Pablo Kuczynski–, el resultado es previsible: los tres se autodestruyen y abren el paso de la segunda vuelta electoral a dos candidatos que, desde los extremos, representan una amenaza potencial para la supervivencia de la democracia y el desarrollo económico que, desde hace diez años, había convertido al Perú en el país que progresaba más rápido en toda América latina. El poeta César Moro no exageraba demasiado cuando escribió: “En todas partes se cuecen habas, pero en el Perú sólo se cuecen habas”. Bien, no es cuestión de suicidarse, porque el suicidio no resuelve los problemas para los que se quedan vivos, de modo que, ahora, por lo menos la mitad de los peruanos debemos elegir entre dos opciones que habíamos descartado: Ollanta Humala y Keiko Fujimori. Algunos amigos míos han decidido viciar su voto, pues rechazan a ambos candidatos por igual. Esa es una decisión respetable desde el punto de vista individual y moral, pero nada efectiva en términos colectivos y prácticos, pues no votar equivale siempre a votar por el que gana, ya que se renuncia a hacer algo –aunque sea tan mínimo como lo que representa un solo voto– para impedirlo. Creo que es preferible elegir, haciendo un esfuerzo de racionalidad y aceptando las tesis del compromiso sartreano, según las cuales siempre hay una opción preferible a las otras, aunque semejante elección implique inevitablemente un riesgo y la posibilidad del error. No tengo duda alguna de que elegir presidenta del Perú a Keiko Fujimori sería la más grave equivocación que podría cometer el pueblo peruano. Equivaldría a legitimar la peor dictadura que hemos padecido a lo largo de nuestra historia republicana. Alberto Fujimori no sólo fue un gobernante asesino y ladrón, tal como estableció el tribunal que, en un proceso modélico, lo condenó a 25 años de cárcel. (Según la Procuraduría, sólo se han repatriado unos 184 millones de dólares de los 6000 que por lo menos se birlaron durante su régimen de las arcas públicas.) Fue, además, un traidor a la legalidad constitucional que le permitió acceder al poder en unos comicios legítimos, dando el golpe de Estado que acabó con la democracia en el Perú el 5 de abril de 1992. Keiko Fujimori ha reivindicado ese hecho bochornoso y su entorno está plagado de colaboradores de la dictadura. Como han comprobado los medios de comunicación, el propio ex dictador ha coordinado la campaña presidencial de su hija desde su cárcel dorada. El pueblo peruano no puede haber olvidado lo que significaron esos ocho años en que Fujimori y Vladimiro Montesinos perpetraron un saqueo sistemático de los recursos públicos, la corrupción que cundió por todos los mecanismos e instituciones del poder en la más absoluta impunidad, los tráficos de armas, de drogas, la manera como políticos, empresarios, directores de canales de televisión iban a venderse a la dictadura por bolsas y fajos de billetes,
escenas de escándalo que han quedado registradas en los videos que el propio Montesinos grababa sin duda para chantajear a sus cómplices. Tampoco puede olvidar los innumerables crímenes, desapariciones, torturas, ejecuciones extrajudiciales y toda clase de violaciones de derechos humanos de campesinos, estudiantes, sindicalistas, periodistas, que marcaron esos años de horror, y contra los que el pueblo peruano reaccionó, a fines de la década de los 90, cuando, con movilizaciones como la Marcha de los Cuatro Suyos, consiguió derrotar a la dictadura y devolver la libertad al Perú. No es posible que en tan pocos años en la memoria de los peruanos
Votar por Ollanta Humala implica un riesgo, pero elegir a Keiko Fujimori sería el más grave error que se podría cometer se haya borrado esta ignominia histórica y una mayoría decida ahora con sus votos que se abran las cárceles y las decenas de ladrones y asesinos de la dictadura salgan de nuevo a gobernar el Perú. Todo lo que queda de digno en el país debe impedir, valiéndose del civilizado recurso de las ánforas, semejante vergüenza para nuestra patria. Votar por Ollanta Humala implica un riesgo para todos quienes defendemos la cultura de la libertad, lo sé muy bien. Su antigua simpatía por las políticas catastróficas de la dictadura del general Velasco y del dictador venezolano Hugo Chávez justifican los recelos de que su subida al poder pudiera significar una ola de estatizaciones que hundiera nuestras industrias y ahuyentara a las empresas e inversores que, en los últimos diez años, han contribuido de manera decisiva al no-
table crecimiento de nuestra economía, a la creación de tantos miles de empleos, a la reducción de la pobreza de más de 50% a un tercio de la población y a la buena imagen que se ha ganado el Perú en el extranjero. Asimismo, es lícito el temor de que aquellas antiguas simpatías puedan inducir a su gobierno a desaparecer una vez más en nuestra historia la libertad de prensa en el país. Sin embargo, la verdad es que en esta campaña Ollanta Humala ha moderado de manera visible su mensaje político, asegurando que se ha separado del modelo autoritario chavista e identificado con el brasileño de Lula. Por lo demás, en esta campaña ha tenido asesores brasileños cercanos al Partido de los Trabajadores. Ahora asegura que respetará la propiedad privada, que no propiciará estatizaciones, que no recortará la independencia de la prensa ni la inversión extranjera y que está dispuesto a renunciar a la idea de una Asamblea Constituyente, que (como lo hizo Chávez en Venezuela) reemplace a la actual Constitución, que prohíbe la reelección presidencial. ¿Son éstas las convicciones genuinas de alguien que ha evolucionado ideológicamente desde el extremismo hasta las posiciones democráticas de la izquierda latinoamericana que encarnan un Ricardo Lagos en Chile, un José Mujica en Uruguay, un Lula y una Dilma Rousseff en Brasil, o un Mauricio Funes en El Salvador? ¿O es una mera postura táctica para ganar una elección, ya que Ollanta Humala sabe muy bien que sólo vencerá en esta segunda vuelta si un importante sector de la clase media peruana vota por él? Creo que la respuesta a esta pregunta que se hacen hoy día tantos peruanos que votaron por Castañeda, Toledo y Kuczynski no depende tanto de las secretas intenciones que pueda tener el candidato en el fondo de su conciencia, sino de los propios electores que decidan apoyarlo y de la manera en que lo hagan.
Este apoyo no puede ser una abdicación, sino un apoyo exigente y crítico, a fin de que Ollanta Humala nos dé pruebas fehacientes de su identificación con la democracia y con una política económica de mercado sin la cual el Perú entraría en una crisis y un empobrecimiento que condenaría al fracaso todos los programas de redistribución y de combate a la pobreza que figuran en el plan de gobierno de Gana Perú. Para que aquellos programas sean exitosos es indispensable que el Perú siga creciendo como lo ha hecho estos últimos años, ya que si no hay riqueza, no hay nada que redistribuir. Eso lo han entendido los socialistas chilenos, brasileños, uruguayos y salvadoreños y, por eso, aunque se sigan llamando socialistas, aplican o han aplicado en el gobierno políticas socialdemócratas (no digo liberales para no espantar a nadie, pero si dejara esa palabra no mentiría). Si Ollanta Humala persevera en esta dirección que parece haber emprendido, la democracia peruana estará a salvo y continuará el progreso económico, acompañado de una política social inteligente que devolverá la confianza en el sistema a quienes, por sentirse marginados y frustrados de ese desarrollo que no los alcanzaba, optaron por los extremos. Cuando escribo este artículo, buena parte de votantes por el partido de Alejandro Toledo, Perú Posible, parece haber optado por ese apoyo exigente y crítico a Ollanta Humala que yo propongo. Mi esperanza es que los otros partidos democráticos del Perú, como Acción Popular, el Partido Popular Cristiano y el APRA, que, con tantos miles de independientes, combatieron con gallardía a la dictadura fujimorista y ayudaron a derrotarla, se sumen a este empeño, para evitar el retorno de un régimen que envileció la política y sembró de violencia, delito y sufrimiento nuestro país y para asegurarnos de que la llegada de Ollanta Humala al poder fortalezca y no destruya la democracia que recobramos hace apenas diez años. © LA NACION
El otro Sabato HUGO BECCACECE PARA LA NACION
L
A primera edición de Sobre héroes y tumbas (Compañía General Fabril Editora) apareció a fines de 1961. No es frecuente que la publicación de una novela de ambiciones literarias –concebida como un texto maldito y como “obra total”, no como un best seller– coincida de inmediato con el gusto de un público ansioso, sin sospecharlo, de leer exactamente lo que ese libro le ofrece. Eso fue lo que ocurrió con la segunda novela de Ernesto Sabato. Lo que él decía y cómo lo decía era lo que muchos de los lectores argentinos de la época, sobre todo los más jóvenes, estaban interesados en leer. La visión de la historia nacional desde la perspectiva de una izquierda no clasificable, la narración de carácter existencial, o “existencialista”, como se decía en aquellos años, la pasión romántica, las reflexiones sobre Borges, los toques macabros, el incesto, la locura y la tragedia, todo eso, coronado por “Informe sobre ciegos”, era mucho más de lo que se podía esperar y, al mismo tiempo, era lo que se aguardaba, sin saberlo. Apenas comenzaron las clases de 1962 en los colegios secundarios y en las facultades, la difusión de Sobre héroes… se aceleró. Los mismos estudiantes que iban a ver las películas de la nouvelle vague eran los que seguían las desventuras de Martín, Bruno y Alejandra Olmos, los personajes creados por el escritor. Sin embargo, Sabato no tenía en las cátedras universitarias la misma aceptación que Julio Cortázar, cuyas colecciones de cuentos (Bestiario, Las armas secretas), ya eran analizadas y admiradas en los cursos de introducción a la literatura a principios de la década de 1960. Sabato era leído más bien fuera de las aulas. Suscitaba polémicas, se lo exaltaba y se lo atacaba con la misma pasión,
pero no se lo estudiaba. En general, lo que no se discutía era la calidad literaria de “Informe sobre ciegos”, tercera parte de la novela, y el relato de la retirada y muerte del general Lavalle. Curiosamente, en 1962 se había traducido al español El retorno de los brujos, un ensayo de Louis Pauwels y Jacques Bergier, que se ocupaba de los fenómenos parapsicológicos y del esoterismo, es decir, de un mundo tenebroso que, de algún modo, rozaba el de Sabato. De ese ensayo, se vendieron millones de ejemplares en todo el mundo. El éxito fue tal que Pauwels y Jacques Bergier empezaron a publicar en francés la revista Planète. En las coffee tables de las casas más sofisticadas de Buenos Aires, Sobre héroes… y Planète compartían los lugares de honor (poco más tarde, Planète se convirtiría en un producto masivo). Ese hecho muestra hasta qué punto el autor argentino había captado el espíritu de la época, pero lo había hecho antes y con fines absolutamente literarios. Las señoras que oficiaban de locomotoras culturales de la sociedad y los estudiantes que poblaban los cafés cercanos a la calle Florida, centro de los debates más encendidos, leían el mismo libro. El escritor de las tinieblas se había puesto de moda y había revolucionado las vidas de sus seguidores que lo consultaban (y lo seguirían haciendo) como a un gurú. El éxito del nuevo título de Sabato hizo que se lo tradujera a numerosos idiomas junto con el resto de su producción. Esas versiones le valieron muchos reconocimientos internacionales y su renombre creció de un modo notable con la actividad cívica que tuvo desde la restauración de la democracia. Quizá pueda decirse que, en la actualidad, Sabato tenga aún más
prestigio estrictamente literario en el extranjero que en la Argentina, donde su nombre se asoció en los últimos años al Nunca más, la investigación que presidió sobre los desaparecidos de la dictadura militar. Saramago, el fallecido premio Nobel de Literatura, y el italiano Claudio Magris (candidato al mismo premio), que fueron sus amigos, han colocado las novelas y ensayos del argentino entre los más destacados de la segunda mitad del siglo XX. Los críticos, los lectores y los colegas de Sabato en el país y en el exterior han insistido siempre en el carácter sombrío de sus ficciones y ensayos; una tendencia
Había en él un aspecto poco conocido, pero muy festejado por sus amigos: el humor sarcástico de que era capaz subrayada en la vida real por la expresión concentrada de su rostro y la postura melancólica de su cuerpo. La misma aplicación que Sabato ponía en retratar a sus personajes, la empleó para componerse una máscara que lo protegiera y lo convirtiera en un ícono. De todos modos, él mismo decía que, más allá de sus depresiones, era un cascarrabias y nunca dejó de hablar de la esperanza. Pero había en él otro aspecto poco conocido por la mayoría y muy festejado por sus amistades: el humor, a menudo sarcástico, del que era capaz. Disfrutaba cuando uno de sus rasgos de ingenio divertía a quienes hablaban con él. Sin embargo, poco o nada de
eso afloraba en su imagen pública, quizá porque había quedado preso de las grandes causas de las que no podía sustraerse y que consideraba urgentes y necesarias. Es probable que temiera incurrir en frivolidades ante quienes lo escuchaban y lo veían en actos oficiales y conferencias. Por otra parte, la expresión ensimismada, la famosa vena que surcaba su frente y que Mujica Lainez le envidiaba, la tristeza lancinante de la mirada, se correspondían con lo esencial de su obra. Aun así, algo de la veta humorística de Sabato se puede entrever en Quique, una de las criaturas más peculiares de Sobre héroes… Quique aparece en dos escenas de la novela. Las dos veces está de visita en una boutique donde trabaja Alejandra. Es un periodista mordaz, que se burla de todos de un modo tan cómico como despiadado. Cuando uno le recordaba a Sabato la figura de Quique, se sonreía. En tren de confidencias, llegaba a abrir uno de los cajones de su escritorio y sacaba una carpeta, que contenía una buena cantidad de papeles. “Estas son ocurrencias de Quique”, decía. “Cuando quiero distraerme, dejo que Quique escriba, pero no mucho.” En ocasiones, hasta leía en voz alta algunas de esas ocurrencias desopilantes. Después, añadía una reflexión, de nuevo melancólica. “Cuando ya no esté, quizás encuentren estas páginas y querrán publicarlas”. Y, de inmediato, amenazaba: “A menos que las destruya, como destruí tantas otras páginas…”. Los desvíos de su imagen pública, los textos sonrientes (¿perdidos?) son el secreto que queda por develar. Para los lectores, de modo paradójico, ése es aún hoy uno de sus lados ignorados y oscuros: el otro Sabato. © LA NACION