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Resplandor de noviembre
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Abelardo Sánchez León
Resplandor de noviembre
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resplador de noviembre
© 2012, Abelardo Sánchez León © De esta edición: 2012, Santillana S. A.
Av. Primavera 2160, Santiago de Surco, Lima, Perú Teléfono 313 4000 Telefax 313 4001 Alfaguara es un sello editorial de Santillana S. A.
ISBN: 978-612-309-079-1 Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2012-12445 Registro de Proyecto Editorial Nº 31501401200758 Primera edición: noviembre 2012 Tiraje: 1 500 ejemplares
Diseño: Proyecto Enric Satué Cubierta: Michael H. Lazo
Impreso en el Perú - Printed in Peru Metrocolor S. A. Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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A Gabriel Sánchez León Sandoval
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Este día de tiempo no es tu día; No lo es, que es la luz que sombras crea; No es el día sin noche y sin idea; No es tu día de eterno en alegría. Martín Adán No ha crujido la rama ni se ha partido el trueno Y el burro blanco pasta bajo el sol de noviembre. Rodolfo Hinostroza
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Los cachimbos
A Toño, el doctor, el notario, lo conocí de vista en la adolescencia. Nunca nos habíamos hablado. Quizá si afilo la memoria lo pueda distinguir como un morenito de andar rápido y mirada vivaz. Quizá lo veía ir y venir por el Club Regatas. O hacer ejercicios en el remo. Era de Chorrillos, es de Chorrillos, y siempre será de Chorrillos, aunque ya no viva allí. Lo sé porque me lo cuenta apenas puede: cada vez que se siente solo o cansado o triste o deprimido o abandonado a su suerte, la ingrata suerte, va a Chorrillos, y busca a los viejos amigos del barrio, sus amigos de la esquina de la calle Arica con el malecón. Va como el notario que es, como el doctor, como el hombre fuerte del Callao. Va porque fue huérfano desde muy joven, pues en menos de un año perdió a su padre y a su madre. Va porque necesita del cariño de los amigos, que no lo verán nunca como el notario o el doctor, y sí como Toño, como Toñito, hermano, por el gusto, porque siempre estarán allí, ellos no se moverán, la Tierra será la que gire, pero ellos vivirán y morirán en Chorrillos. Y allí, solamente allí, podrá estirar algunas tardes a través de una amena y muy buena conversación. En el Club Chorrillos, me lo da a entender, no hay diferencias sociales, imposible que las haya, no las debería haber, nunca las debería haber. Es más, no po-
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drían existir, porque el Club Chorrillos es de hermanos, y por eso le ha dado cólera, intenta explicarme, siempre buscando las palabras, siempre atorándose con las palabras, que pasados muchos años hayan tratado mal a Lolo Mogrovejo, a quien llamaban El Santo. «Había sido amigo como todos los demás, tan pendejo como cualquiera de nosotros, avispado, pero se fue quedando. ¿Qué le pudo haber pasado? Se fue desenganchando, esas cosas suceden», me dijo Toño, «aunque no lo creas, no todos caminan al mismo ritmo. Uno de la collera le estuvo dando unas chambitas hasta hace poco, para que se cachueleara; lo tenía yendo de aquí para allá, e igualito se portaba con él en el club, no en forma pareja. Yo le veía en la cara algo raro. Ese gesto servil que aparece solapa cuando alguien te brinda una mano pero te da a entender que es solo para comer. Eso no me parecía correcto. Si va a ser así, mejor no lo ayudas y punto. Lo ayudas de verdad o te abstienes, ¿no crees? Apenas me enteré, me acerqué donde Lolo y le pregunté si no le parecía mal que yo le ofreciera un trabajo en la notaría. Me va bien, no es por nada. Para que no hubiesen malos entendidos, y no tuviéramos que vernos las caras todo el tiempo, trabajaría de la puerta para afuera, traería nuevos clientes entre los microempresarios, esos patitas a quienes se ha bautizado como “emprendedores” y mueven bastante billete, para qué. Le pareció bien. Y me ayuda, créelo. Pero en el Club Chorrillos, cuando estamos alrededor de nuestras chelas, no se toca el tema». Toño es una persona que de joven, cuando era un esforzado universitario, se adentraba a la soledad de una pensión miraflorina. No tenía un real en el bolsillo. Se amarraba los calzoncillos de su padre, unos inmensos, que más parecían shorts, con una soga para que no se le cayeran al caminar. Yo lo conocí poco antes, cuando era
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un huérfano recién estrenado, cuando vivía en una casa del pasaje Grau con sus hermanos mayores, cuando había logrado ingresar, por fin, en un segundo intento, a la universidad, y andaba por el Patio de Letras con la misma vivacidad que en sus años adolescentes por el Club Regatas. Podría resumir su vida a través de las casas donde vivió una vez que perdiera a sus padres. Ya sin sus padres, la casa del pasaje Grau se convirtió en un caserón que se debía administrar con escasos fondos, porque todos los que vivían allí empezaron a mirar hacia afuera. Su hermana mayor se fue, ya casada, a una vivienda que quedaba dentro de una fábrica donde trabajaba por aquel entonces su marido. Tras casarse, su hermano mayor le propuso a su esposa instalarse allí, pero una vez dentro empezaron las fricciones con la hermana menor de Toño, e incluso con su otro hermano mayor, el mayor de todos, cuyo estatus de primogénito representaba un verdadero lastre en su personalidad, algo evasiva. La hermana menor decidió marcharse porque, como es de suponer, la nueva jefa empezaba a mandar y a diseñar la vida cotidiana de acuerdo con sus costumbres. Se fue entonces a vivir con un tío lejano y con sus dos primas, un abandono que dejó a Toño prácticamente solo en la casa con su hermano mayor y su esposa, porque el otro hermano, me refiero al evasivo primogénito, también se marchó, una vez casado, pero a una casita en Pueblo Libre. En ese tiempo, Toño se preparaba para ingresar a la universidad. Cuando cursaba el primer año de Letras, al fin, después de sumar algunas monedas, también se marchó, primero a la casa de Pueblo Libre, donde le hicieron un sitio, y, después, cuando empezó a incomodar, eso resulta inevitable, es la ley de la vida doméstica, cuando los espacios se volvían estrechos y tropezaban con excesiva frecuencia, a una pensión de la avenida Larco, en Miraflores. http://www.bajalibros.com/Resplandor-de-noviembre-eBook-39233?bs=BookSamples-9786123090869
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Cuando se casó, varios años después, se instaló en la casa de sus suegros. Y de allí se fue a un chalet acogedor detrás de El Rancho, en una calle de una sola cuadra. Y a los tres años de ser notario, eso sí, se instaló definitivamente en el palacio de Camacho. Vaya recorrido ascendente, vaya maratón a campo traviesa, aunque más parece un sube y baja, porque como me ha explicado algunas veces, no es que toque el tema todo el tiempo, su infancia fue feliz, sin lujos pero con muchas comodidades: su papá fue notario, y ser notario significa para él un estado de gracia. La primera vez que estuvo en casa de mis padres, cuando hicimos allí una pascana para ir juntos luego a la fiesta de cachimbos —ese es uno de nuestros más queridos recuerdos—, se trepó a un colectivo en Chorrillos y se bajó en la avenida Arequipa, pasando un poquito la salida del by pass, más allá del cine Orrantia, casi por donde estuvo a principios de los años cincuenta la Clínica Franco, y caminó las famosas doce cuadras de Trinidad Morán. Nos bebimos todo el licor disponible en un barcito tipo carrito, donde, junto con las botellas, también se ordenaban los vasos y las copas. Bebimos pisco con vermouth, el trago llamado «capitán», el Manhattan cholo, y salimos entonados hacia la plaza Francia, al Patio de Letras, rumbo a la fiesta. Ambos estábamos rapados y éramos delgados, y nuestras caritas parecían dispuestas a descubrirlo todo, aunque Toño, debo reconocer, tenía barrio y yo solo vivía junto a mis dos amigos del teatro. Él se desenvolvía en las calles con más prestancia que yo, no por las puras era huérfano, vivir sin papá y mamá a los dieciocho años es complicado, sobre todo sin plata. Sin embargo, las cachimbas, las cervezas y los muchachos que se empujaban entre sí —era abril y la gente apenas se conocía, todavía no había grupos formados, no
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sabíamos cómo acercarnos, aún no se había constituido el 13 de Noviembre— armaban un ambiente propicio que nos proporcionaba un brío inesperado, y estábamos con el corazón contento y chispeante. La fiesta se llevaba a cabo en los dos patios de la universidad, allá en la plaza Francia. Descubrimos a los lejos a la reina de los cachimbos, elegida después de intensa disputa entre las chicas más bonitas, Liz, de nuestra sección, así se llamaba, nombre de una sola sílaba, hija única de un inglés devastado por la nostalgia y de una madre peruana por los cuatro costados. Liz ha tenido una vida plagada de altibajos, y durante un largo tiempo estuvo muy lejos del destino que se espera de una reina de los cachimbos: casarse con un buen partido, formar un hogar clásico y no confundir la felicidad con el amor. Después de los dos años de Letras, lo que menos pensé fue encontrarla en la Facultad de Ciencias Sociales que se había creado hacía poco en la universidad. En el fundo Pando, ella formaba parte del llamado «grupo de las chicas bonitas y extraviadas», tan desorientadas como yo, es verdad, que en lugar de devorar la vasta bibliografía de las diversas asignaturas, me la pasaba quejándome de esos estudios tan fríos, tan llenos de estadísticas y datos económicos. Pero Liz estaba desesperada y fue una de las primeras en desertar. Se marchó a San Marcos, donde una reina de los cachimbos de la plaza Francia debería andar más perdida que nunca, pero ella misma se encargó de refutar ese prejuicio y dijo que allá la relación era más humana que en el fundo Pando. Esa noche de cachimbos, ni Toño ni yo teníamos otros ojos que los del presente para admirar la belleza de nuestra reina. Había superado a las candidatas de las otras dos secciones porque uno de los alumnos de la nuestra, la C, había vencido en las pruebas más ridículas.
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A esa edad, ¿quién tiene temor al ridículo? Nadie, definitivamente nadie, y él hizo una arriesgada demostración con una soga, descolgándose desde el balcón del segundo piso, y después bailó con varias de las chicas, él en patines y cayéndose al suelo todo el tiempo, dándose de porrazos entre las carcajadas de la multitud. Esa noche no fueron los amigos que formarían el grupo del 13 de Noviembre. Yo estuve con Toño, Toño y yo mirando a la reina. Mirando a las chicas. Mirando, en ese mar crispado de gente. Ni por acá se me pasó que Liz pudiera seguir cerca de nosotros durante todo Letras, incluso años después, y todo eso se lo debemos, sin duda, a Pepe. Después de aquel barullo nos fuimos al bar Zela. Fue un bar que frecuenté bastante, no como un asiduo, pero casi, y allí me la pasé horas de horas conversando y bebiendo entre los estudiantes de Humanidades, filósofos, literatos e historiadores. Me dicen que lo acaban de reabrir, pues estuvo varias décadas cerrado. Pero esa primera vez, de la mano de Toño, jugamos a los dados. Jugamos cachito. Unos cubiletes y unas chelas. Estábamos Toño, yo y dos patas de Letras que acabábamos de conocer. Nos sacamos el saco, nos remangamos la camisa, fumamos y reímos, hasta que tuve que empeñar mi reloj porque no ganaba: «Empatador pierde», esa era la lógica de ese juego de barracones y de mi tardío aprendizaje: «Aunque empates, pierdes», me explicaban los otros muertos de risa, porque adivinaban que me faltaba calle a gritos, mientras Toño se bandeaba como podía con esos galifardos con quienes acabábamos de hacer migas. Ese juego de cachos se llamaba Callao, y en un concierto de probabilidades astutas, pues a cada jugada uno le podía atribuir a un dado la condición de comodín, el juego resultaba relativamente imprevisible, y si de casualidad llegabas a alcanzar al de puntaje más alto, perdías.
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«Porque empatador pierde, cuñao, entiende. ¿Cuándo va a entrarte ese detalle técnico en la cabeza?», bromeaba el más avispado de los galifardos. Y, entonces, a remangarse más la camisa y volver a empezar. Así, hasta altas horas de la noche. Toño se desenvolvía bien con el cubilete. Tenía calle. Era un aprendiz de tahúr. Llevaba su Chorrillos a cuestas. Lo que no tenía era teatro, esa capacidad de representar situaciones, de dividir las escenas, de interpretar un personaje, cumplir un papel, cambiar de personalidad, observar a los otros, hacer lo que esperan que hagas, convertirte en alguien más, ser distinto; esas eran mis virtudes y provenían de una noche remota, de un trayecto no necesariamente recorrido en línea recta, que abarcaba todos los teatros de Lima, adonde mi padre me llevaba castigado por no haber aprobado matemáticas, por ser tan burro con los números, e íbamos con mi mamá, al Teatro La Cabaña, al Club de Teatro, en el subsuelo de La Colmena, al Teatro Municipal y al Teatro Segura. Veíamos las obras de Juan Ríos, de Sara Joffré o de Sebastián Salazar Bondy. Me las soplé toditas, con una docilidad a prueba de balas: Vestir al desnudo, por ejemplo, en la Sala Alzedo, con Lucía Irurita; El mar profundo y azul en el Teatro La Cabaña, con María Cristina Ribal; Judith, de un olvidado dramaturgo peruano, Raúl Deústua, si mal no recuerdo... Quizá sea la misma persona y sea aquel misterioso poeta peruano que se escapó a vivir a Roma, no lo sé. Lo que sí sé es que nos mimetizábamos cada sábado y domingo. Yo me convertía en Ricardo Blume, en Ernesto Ráez o en Alfredo Bouroncle. Mi padre se transformaba en Luis Álvarez, en Enrique Victoria, en Carlos Gassols. Mi mamá, en Elvira Travesí, en Ofelia Woloshin, en Helena Huambos. Éramos Los Tres Amigos del Teatro, coño, y Toño me empezaba a
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mirar raro, metidos en ese ambiente de cigarrillos y cervezas que era la esencia del Zela. Yo me escabullía de esa ráfaga que se desprendía de sus ojos, él quería entenderme con la mirada clavada de Chorrillos, pero yo lo descolocaba con un hábil movimiento de cintura: haber estado en el mezzanine de mi casa lo regresaba al ambiente que tuvo la suya cuando su padre era un reconocido notario de la ciudad, e incluso alcalde de su distrito natal, claro que sí, Toño se anima y lo baña todo de nostalgia, «Una autoridad, una autoridad era mi padre», pero yo lo tenía fuera de foco sin necesidad de recurrir a las muecas de un adulto, sin crear gestos, sin ademanes me amoldaba, simplemente me convertía en otro, pues yo, eso sí deben saberlo, aparte de ser yo mismo, soy también otro. A mi padre los amigos del 13 de Noviembre lo conocieron aquella vez que festejamos mis dieciocho años en casa y el trago se me trepó rápido a la cabeza. Hacía más de medio año que nos conocíamos y el licor era un brebaje que nos acercaba al fuego de los dioses: algarabía, abrazos, muestras de cariño. Todos escuchábamos en la terracita de los bajos de mi casa a Gilbert Bécaud cantar «Dimanche à Orly», «Et Maintenant» y, cómo no, la mejor de todas, cuando ya andábamos con las copas en la cabeza, y a los gritos entonábamos «Nathalie», nuestro himno, la tierna guía de Moscú, del Kremlin y del café Pushkin, y de quien todos estábamos templadazos, incluso más que el propio Gilbert Bécaud. Pero tener dieciocho años no garantiza tener el cuerpo erguido y simplemente me fui de espaldas del puf y caí como un saco de papas al piso de la terracita de los bajos. Ese tipo de accidentes nos lo turnábamos sin un plan preconcebido. A veces le tocaba a Armando devolver el alma en algún baño, o a Pepe caer privado, o a Toño quedarse irremediablemente dormido. Pero esa vez me tocó a mí y me
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desmayé. Me cuentan, y lo hacen con renovadas versiones hasta hoy, que me subieron por la escalera a tropezones mientras yo les gritaba al oído que no hicieran bulla para que no despertáramos a mis padres. La escalera tiene un descanso donde gira y empieza después una cuesta de gradas bastante empinada, que culmina en el corredor de los altos. A la izquierda estaba mi habitación y a la derecha, junto al baño, el dormitorio de mis padres. De chico me daba mucha curiosidad saber qué sucedía allí adentro, en ese cuarto que permanecía cerrado, cuando mi papá y mi mamá cerraban la puerta y se suponía que se acostaban, de lo más tranquilos, para quedarse dormidos enseguida. En esa oportunidad, a propósito de los ruidos que hacían todos tratando de subirme a rastras, mi padre salió y les dio educadamente el encuentro. Se portó perfectamente bien, aunque no siempre era así; era, como se dice comúnmente, voluble, susceptible, irascible. Esa vez, en cambio, estuvo súper comprensivo. Entre todos me depositaron en mi cama y me ayudaron a desvestirme. Nadie me ha contado lo que sucedió después: si la fiesta terminó bruscamente, si se quedaron un rato más, o si mi papá bajó a la terracita provisto de su bata y compartieron un diálogo de adultos, o uno entre un adulto y los amigos de dieciocho años de su hijo. ¿Cómo habrá sido? Mi padre siempre fue un misterio para mí. Mi madre, no tanto. Pero mi padre era de esas personas a las que empiezas a ver distinto por la manera como se comportan con tus amigos, si es que les caen bien, si ellos se sienten cómodos con su presencia. Son ideas mías, ya lo sé, no a todos les importan las reacciones de su padre, pero yo tenía un instinto especial para detectar su estado de humor, lo conocía a partir de un pequeño detalle. En una ocasión, ya casi cuando me disponía a dejar la casa paterna, llegó en compañía de mi
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madre después de haber escuchado a la Orquesta Sinfónica Nacional en el Teatro Municipal, y seguramente algo no había salido bien: estaba de un humor de perros. Y justo nosotros estábamos reunidos. Entró bufando, irreconocible, con mi mamá detrás tratando de calmarlo, y cuando más lo intentaba, la cosa se ponía peor. Le echaba la culpa al director, un oscuro director nacional, y recordaba con nostalgia los grandes momentos en los que esa orquesta había estado dirigida por el maestro mexicano Luis Herrera de la Fuente. ¿Qué sería? Quizá estaba indignado con su propia rutina, con su trabajo, con sus jefes o con mi mamá, lo cierto es que salimos disparados, ni nos despedimos, y ninguno de mis colegas me hizo una pregunta indiscreta al respecto. La relación que un niño tiene con su padre forma parte de aquel cofre que rara vez abrimos. Le tememos, más bien. No sabemos con qué nos podemos encontrar. De pequeño, lo que más recuerdo, y temo, es su dormitorio cerrado. No lo podíamos abrir. Estaba prohibido. Imposible imaginar que abriéramos esa puerta con el impulso de nuestras ganas de irrumpir y ver a mis padres abrazados o arrojarnos inocentemente en su cama matrimonial. Recuerdo la perilla. Al girar emitía un sonido chirriante, como si estuviese oxidada. Y tenía un agujero bastante grande, por el que, si teníamos paciencia, Amelia, mi hermana mayor, y yo, podíamos ver lo que había dentro, aunque con dificultad, porque, generalmente, las cortinas estaban bajas. En algunas oportunidades, Amelia y yo oíamos gritos destemplados. ¿Qué pasaría dentro? Los dos nos parábamos en el corredor de los altos y no nos atrevíamos a mover la perilla. La mirábamos aterrados. Mi papá le gritaba a mi mamá y mi mamá le respondía con gritos también altísimos, como si fuese una cantante de ópera —esas
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cantantes que yo distinguía en las tapas de los discos de mi papá, tapas duras porque tenían dos discos, pues las óperas son largas y trágicas, tanto los hombres como las mujeres sufren por igual—, pero en cada uno de sus gritos no llegaba a entender lo que se esforzaba en decir. Era como si se lo guardara todo. Era y no era como Norma o como Tosca. Eran unos gritos atascados, altos pero atascados, como si fuesen los silbidos de unas aves foráneas. Esos gritos no ocurrían todos los días, quizá eran ocasionales, quizá respondían a la ruptura de algún dique emocional. Ocurrían de pronto. De pronto, a la mitad de mi sueño, me despertaba un ruido humano de tal potencia que imagino que hasta los vecinos lo oían. ¿Qué puede haber detrás de un grito así? ¿Qué fuerzas lo impulsan a salir? Un grito de ese calibre es como un huracán. Ese grito me hacía saltar de la cama. Luego me encontraba con Amelia en el pasillo y nos quedábamos allí parados, cogidos de la mano, hasta que se les pasara el mal humor de la pelea. Cuando a mi mamá le daba por contradecirlo, la cosa iba aun peor. Que se calle, pensábamos mi hermana y yo. Que simplemente no diga nada. Pero ella perdía el control y le respondía, e intentaba superarlo en volumen, hasta que él la amenazaba con dispararle a ella o a alguien que caminara a esa hora por la avenida o a sí mismo. Con sus gritos daba a entender que estaba dispuesto a todo. Se trataba de gritos contenidos, reprimidos, mal orientados, dirigidos a la persona equivocada. Ya no era el niño de antes. Mi papá tampoco era el mismo. Pero debo indagar por aquel impulso que daba vida a esos gritos inhumanos, de tan humanos que eran. Tanto, que Amelia y yo jamás nos atrevimos a girar la perilla de la puerta de su dormitorio. Su dormitorio tenía inevitablemente un aire a cerrado. La casa en general tenía problemas de ventilación, pero su dormitorio más.
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Una sola vez, quizá dos o tres, pude entrar un domingo de mañana y meterme en la cama caliente de mi papá y revisar con él los dibujos que había en el diario. Lorenzo y Pepita o Benitín, un señor que tenía unos bigotes negros como de puercoespín. Mi papá leía mucho más de lo que había en ese guion. Inventaba. Lo sentía contento. Distinguía en su respiración una insólita serenidad. Ese recuerdo es lo que me mantiene en vida. Pero con mis amigos del 13 de Noviembre se portó como un ángel. Raro, pero cierto. «Difícil, muy difícil», como le hubiera cantado Toño al verlo. Toño les tenía a todos los papás un respeto enorme, porque como su papá se había muerto hacía poco, ellos llenaban ese vacío y, a su modo, también representaban la autoridad que él ya no tenía cerca. Toño era libre e independiente. Toño estaba solo en el mundo, con nadie a quien obedecer, y recordaba a su padre en algunas fotografías en blanco y negro tomando unos aperitivos en el bar de su casa en Chorrillos junto a sus amigos, todos ellos esposos de las hermanas Arévalo, sus tías. Toño no sabe todavía cómo entender el comportamiento de las personas en trances difíciles, como lo fue la muerte de su padre y de su madre. ¿Sacamos lo mejor de nosotros o cada quien lleva adelante un plan precipitado de supervivencia? Toño, como el menor de seis hermanos, solamente tomó a uno, que ni siquiera era el mayor, como el representante de la autoridad. Y no es que ese hermano, corpulento, fachoso, inteligente, ilustrado, le dedicara mucho de su tiempo. Era Toño quien necesitaba de la imagen sólida de un padre a través de un hermano que cumpliera ese papel y evitara que tomara el camino equivocado. Toño necesitaba a alguien a quien admirar, respetar, honrar, y que le indicara el camino del bien. Toño llegó a idealizarlo. Se parecían bastante físicamente, era
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como él pero en chiquito. La vida, durante aquellos años de incertidumbre, era un constante entrar y salir de casa de todos los hermanos apurados, tomando decisiones en tiempo presente, viendo cómo se las verían a futuro. El presente tocaba la puerta de la casa con urgencia. Toño estaba relegado con sus dos hermanas menores al final de la mesa, donde algunos domingos se sentaban con la idea de discutir asuntos fundamentales y escuchar la voz imponente del hermano que Toño ya empezaba a admirar. Toño no hablaba. No le estaba permitido. Cumplía, sin proponérselo, la pesada función de ser una carga. Hablaban de él como si no estuviera presente. «Hay que traer comida a esta mesa, esa es la misión de todos los que nos encontramos aquí. De otro modo, tendremos que dispersarnos y cada quien tendrá que bailar con su propio pañuelo». Incluso Toño tenía esa prematura obligación, ese mocoso que no hacía otra cosa que andar con la patota de su barrio por las calles Castilla y Arica. Mis papás acostumbraban salir con frecuencia a almorzar al Centro de Lima, donde transcurría toda la vida. En La Colmena, por ejemplo, frecuentaban el Chalet Suizo, y en algunas oportunidades me ligaba almorzar con ellos, incluso en El Pavillon, que también estaba en La Colmena, cuyo verdadero nombre es Nicolás de Piérola, avenida engalanada por las compañías importantes de la época; allí se encontraban las oficinas de Air France, y mi papá soñaba, estoy seguro, con marcar el famoso número de las reservas, el 279467, e irse a París. También íbamos a Las Trece Monedas, restaurante de estilo colonial, sobrio y oscuro, en una de las calles contiguas al Congreso. La Colmena era una especie de avenida Nevski, la famosísima Nevski Prospekt de San Petersburgo, moderna, reluciente y brillante. Toño estaba feliz ese día, cuan-
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do mi papá nos invitó a almorzar a los dos al Chalet Suizo. De alguna manera revivía los momentos de esplendor con sus padres. Mi papá era un hombre de cuello y corbata, de modales finos, y asequible aunque extremadamente serio. Nos sentamos los tres y Toño pidió como entrada una palta rellena. ¡Una palta rellena extraordinaria!, pero ante tantas preguntas y tantas respuestas —mi padre había conocido al papá de Toño, ambos eran abogados—, Toño fue descuidando su palta, grave error, entusiasmado por los recuerdos. Estaba algo nervioso. Lo veo sentado en su silla, lo más derecho posible, tratando de ser un poco más alto, verificando qué cubiertos utilizar. Ni cortos ni perezosos, habíamos pedido entrada y segundo y esperábamos pedir postre. Entre respuesta y respuesta, Toño iba introduciéndose pequeños pedazos de palta rellena, que siempre se desordena, se cae un poco por los costados, o se ladea el pollo o se desparrama la palta, pero cuando todavía quedaban un par de bocados, el mozo le retiró el plato, dejándolo con las ganas, que no eran poca cosa, vaya que no, con el hambre que traíamos. El bar Zela, ¡imposible no recordarlo! Fue el descubrimiento esencial de esa noche de cachimbos. Era un local amplio, bullicioso, en uno de los extremos de la plaza San Martín. Aquella lejana noche de abril no reconocí en los parroquianos la ojerosa tristeza que los caracteriza. Me dejé llevar por el bullicio, por las voces aguardentosas que se elevaban como violentas humaradas negras. En ese preciso lugar conocí, varios años más tarde, al poeta chileno Enrique Lihn, un poeta tristísimo, alcoholizado y envejecido, que se expresaba siempre bien de Lima. Se interesó por nuestra conversación y solicitó ciertos datos acerca de la historia de la ciudad, sus anécdotas, su arquitectura y sus movimientos sociales. Pero siempre que iba al Zela recordaba al primer Toño, no lo puedo negar
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ni pretendo hacerlo, al Toño de sus inicios, a aquel que revolotea todavía debajo de sus sacos elegantes y ese olfato listo para distinguir a los amigos de los enemigos, a las personas que buscan algo, que le quitan algo, que lo esquilman o le dan. «Porque eso es tener calle. ¿Para qué te sumerges en los libros si existe la calle?», me pregunta, «¿por qué te refugias en el pasado si vives en el presente? Las cosas o han ocurrido o están por ocurrir, o quizá, no se sabe, nunca se sabe, mi querido Monsefú, no ocurrirán jamás. A mí, a la vejez viruelas, me han empezado a interesar estas últimas», me dice Toño en su palacio de Camacho. «¿Por qué será? Me gustaría que me lo explicaras. El historiador eres tú. Eres tú quien ha decidido vivir metido en los libros. Pero a veces se me da por pensar en el pasado a través de situaciones que no han sucedido. Se trata de un pasado raro, es verdad, no me mires así, que es un comentario, no es cacha, no es cochineo, me meto en un pasado dispuesto a inventarlo, corrigiendo cosas que se dieron de una manera que no me gustó. ¿Puede hacerse eso? ¿Te parece lógico o correcto? Sé que no le podemos meter la mano al pasado, porque el pasado ya fue, ya sucedió, pero a veces me gusta imaginármelo distinto, y reconstruyo un pasado a mi medida. Esta casa tan grande me ayuda en ese intento. En esta casa me pierdo. En Camacho no hay veredas, no hay bodegas, no es como Chorrillos... Pero es verdad», me dice siempre serio, porque conmigo, cuando estamos a solas, Toño siempre pone su cara de serio, sobre todo ahora que ya estamos sesentones, entrados en años, porque no siempre Toño fue así, fue un chico vivaracho, alegre, movido, inquieto, de culo como rocoto encendido, «me pregunto si esos dos años de Letras, solamente dos años, existieron de verdad. A veces me parecen un sueño. Como si no hubiesen ocurrido. Es como un paréntesis,
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un corchete, para que me entiendas, maricón; una burbuja en el tiempo que nos ha marcado tanto, sin embargo. Y aunque no me creas, me cuesta suturar esos dos años de Letras con mi vida de antes y de después. Tengo la certeza», me mira a los ojos como para hacerse entender mejor, como si no confiara solo en el peso de las palabras, «de que esos dos años ocurrieron fuera de la realidad, ¿me explico?, de la vida real, como si fuesen de otro mundo, de otra galaxia, si quieres; y cuando quiero darles continuidad con lo que vino después, me cuesta. ¿Me entiendes? ¿Soy claro? ¿Me doy a entender? Que no es cacha», me advierte serio, «es comentario». En el primer año de Letras nosotros éramos los de la C, y los de la C eran los de la mala suerte. Nuestro horario no era ni por las mañanas ni por las tardes, sino todo lo contrario, era de mañana y tarde. En la C estaban las últimas letras del alfabeto. Nos ubicaron en un salón que se encontraba al fondo, en un extremo del patio, entrando por el lado derecho. En la C estábamos aquellos cuyos apellidos empezaban con la P, con la R, con la S, con la T, con la U, con la V. El Negro estaba allí con nosotros. Pero no iba de mañana y lo hacía solo algunas tardes, en las tardes en que los alumnos se juntaban en el primer patio, el empedrado, después de haber cruzado el portón, y conversaban esperando la progresiva aparición de la noche. En la C estuvimos Toño y yo.
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