Recuerdos de una amiga Y la malicia no murió

10 oct. 2014 - también Cortázar, Lalo Schiffrin. A Wilcock viajó a verlo a un pueblito del condado de. Kent (el poeta prefería siempre la Sombra, no las luces ...
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Viernes 10 de octubre de 2014 | adn cultura | 7

Recuerdos de una amiga Y la malicia no murió Siempre afable y risueño, en la Ciudad Luz Pepe Fernández cambió el piano por la cámara fotográfica para hacer de su vida un permanente desfile de retratos el diario que publica más fotos de escritores”. Tal era la confianza que tenía en sus amigos. Pocos meses después, viajé a París. Lo llamé. Me dijo que lo fuera a visitar. Subí los cinco pisos de la rue du Four y pensé que no era una casa en la que Pepe debiera vivir mucho tiempo más. Sin embargo, él me hizo reír y rever mi posición desde que entré: “¡Qué escalera, eh! ¡Una maravilla! Ahora han empezado a poner ascensores en estos edificios antiguos, hasta en los suburbios. Van a arruinar la raza. Gracias a estas escaleras, las mujeres y los hombres franceses tienen los culos más hermosos de Europa. Soy fotógrafo. Sé lo que digo. He hecho muchos desnudos. Los culos de Francia son imbatibles. Pero si instalan ascensores, ese orgullo nacional va a perder la verticalidad”. Por supuesto, me mostró fotos literarias, sociales, deportivas, las carpetas con las cartas de Silvina, de Cortázar, de Puig, de María Elena, de medio mundo. Y también los desnudos. Me contó que posaban para él, desnudos, en forma gratuita, muchos hombres que jamás lo habían hecho. “Son vanidosos. Con que les digas nada, con que elogies el modo que tienen de pararse frente al mundo, ya se sacan la ropa. Lo toman como una obligación… ¡metafísica!” Salimos a caminar por París. Le encantaba la gente joven, las chicas con cola de caballo lo fascinaban y lo mismo le ocurría con los chicos que llevaban gorra con la visera dada vuelta sobre la espalda. “¡Qué linda moda! Me hacen acordar al muchachito (Holden Caufield) de El guardián entre el centeno. ¡Cómo me hubiera gustado llevar la gorra al revés!” Lo cierto es que él no parecía viejo. No parecía tener edad, o más bien tenía la edad de la gracia, de la generosidad. Sin embargo, el tiempo lo atrapó en lo alto de la rue du Four. Fue el 14 de julio de 2006, el aniversario de la toma de la Bastilla, cuando París entero baila en las calles. Dejó todo bien ordenado. En sus carpetas, en sus álbumes, está todo lo necesario para recrear una época de la que él fue, casi sin darse cuenta, testigo y protagonista esencial. C

Alicia Dujovne Ortiz para la nacion

“A

quí está todo, bien guardadito –me dijo martilleando con el dedo sobre unas grandes carpetas– Todas mis fotos, desde el principio hasta… hoy.” Otro habría dicho “la obra de mi vida”, pero Pepe era incapaz de llenarse la boca con la palabra “obra” y quizás –en ese instante que a los dos nos sonaba a un adiós para siempre, disimulado, por cortesía, detrás de las risas– con la palabra “vida”. Imposible imaginarlo con cara de circunstancias, aunque éstas lo habrían justificado. Tras haber vivido tan rodeado y haber fotografiado tantas caras famosas, al punto de que todo él se había convertido por dentro en una galería de retratos, Pepe Fernández pasaba ahora sus últimos años en un departamentito de Saint-Germain des Près, uno de esos inventos parisienses compuestos por varias chambres de bonne [cuartos de servicio] pegadas entre sí, solo. Quinto piso sin ascensor, en el barrio más hermoso del mundo, un verdadero sueño del pibe a condición de serlo, no de tener los años de Pepe, un corazón operado y unos amigos a los que también, para ese entonces, subir a verlo se les hacía muy cuesta arriba. Riendo, por no perder la costumbre, Pepe me mostró la especie de ropero con puertas corredizas que escondía la ducha. Cuando, días después, me enteré de que el portero del edificio había comprendido que algo allá arriba no andaba bien, porque un hilo de agua bajaba por las escaleras, lo pude imaginar muriéndose acurrucado en el recinto estrecho. ¿Habrá recordado, en un chispazo, otra muerte solitaria que lo tocaba de cerca: la del poeta Rodolfo Wilcock, desaparecido años atrás en su casona de campo, en Italia,

donde tampoco a él lo visitaba nadie? Wilcock, que para el Pepe adolescente significó, aquella noche de los años cincuenta, a la salida del Colón, el comienzo de todo. Pepe había ido a escuchar el concierto junto a su hermana. Lo comentaban con una petulancia que el poeta de veintiocho años encontró deliciosa. Él era fino, cultísimo, y Pepe, de acuerdo con sus propias palabras, “un brutito en todo salvo en música (en ese entonces pensaba dedicarme al piano)”. Pero un brutito desopilante que, gracias a su descubridor, se convirtió en el gran amigo de Silvina Ocampo y en el fiel comensal de aquellas comidas que ella presidía, y en las que siempre estaban Bioy Casares, Borges, el otro Pepe (Bianco) y Wilcock. Es de imaginarlo al pibe del barrio de Flores, jugando en el patio de los grandes y adoptado con entusiasmo por una Silvina que se aburría ostensiblemente y que, mientras Borges y Bioy desgranaban sus chistes sonsos (“¿y si el pasto fuera rosa?”, ja, ja, “¿y si las nubes fueran verdes?”, ja, ja), se inclinaba hacia su protegido y, acercándole a la oreja su gran boca de comisuras amargas, le susurraba con voz de bajo profundo: “¿A vos te divierte Borges?” Desde ese momento la existencia de Pepe se volvió un desfile. Contaba con amigos maravillosos que iban a verlo a su departamento de Ramón L. Falcón 2172 (tengo motivos para conocer la dirección exacta) y después, a Ramos Mejía. El sentido del humor a sus padres tampoco les faltaba. La primera vez que Wilcock fue invitado a comer, olió la cacerola y dijo: “No me gusta”. “En la esquina hay un restaurant –le contestó la madre–. Vaya y vuelva para el café.” En Ramos Mejía, el pequeño pianista conoció a una chica de melenita de oro. Se llamaba María Elena Walsh. Bajo la magnolia del jardín de los Fernández se juntaban Héctor Bianciotti, Ernesto Schoo, Alberto Greco, Sara Reboul, Roberto Sualés, Horacio Verbitsky. Para ellos, reírse era un imperativo y a la

vez una trampa: prohibida la expresión de los sentimientos, bienvenidas las carcajadas que creaban lazos secretos, de tribu, de secta. El grupo, que también se reunía en La Sombra (un pedazo de campo abierto donde Wilcock plantaba papas y lentejas, con una miserable casilla de techo de zinc y un vecino austríaco y quizás nazi que vivía en una cueva cavada en tierra), se desbandó con la llegada del peronismo. En 1951, la partida de Wilcock fue el puntapié inicial. En lo sucesivo asistirían a una sucesión de adioses en el Puerto que pretendían no ser desgarradores. Tres años más tarde, Wilcock se fue de verdad, junto a Nene Pugliese, a Elsa Secreto, a Alfredo Novelli. Siempre la tribu, risueña y solidaria, ¿imaginaría su futuro aislamiento en la campiña italiana, exclusivamente acompañado por un gato parlante (bilingüe, se comprende, dado que a partir de cierto momento la producción poética de su amo se desarrolló en dos idiomas, italiano y español)? Ese día de 1954, en el muelle, Silvina temblaba como nunca. Arrebujada en sus famosas pieles de tigre, bastante ajadas, y con los anteojos negros para tapar el brillo de los ojos, le dijo: “A Wilcock lo vas a tener que reemplazar vos”. Dicho y hecho, a partir de entonces lo llamó a cualquier hora: “Vení enseguida”. Pepe se precipitaba a la estación, llegaba sin aliento, y ella: “¡Es que no te veo desde ayer!”. Fue en el Colón, sitio en el que a Pepe acostumbraban cambiarle el rumbo, donde Bioy Casares le entregó un sobre de parte de Silvina: “Para que te compres el pasaje. Nos vamos a Europa”. Se embarcó ese mismo año. En París lo esperaban María Elena con Leda Valladares y también Cortázar, Lalo Schiffrin. A Wilcock viajó a verlo a un pueblito del condado de Kent (el poeta prefería siempre la Sombra, no las luces de la ciudad). Luego volvió a París con el pintor Carlos Courau, probó fortuna en Niza y conoció la experiencia que relata HécContinúa en la página 8