Pragmatismo y voluntad: La idea de nación de las élites en Colombia ...

no es hacer el rastreo o la genealogía del término, sino las ideas de nación que ... Estas dimensiones, trasladadas al campo de las ideas, nos llevaron a pre-.
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El discurso de las élites

INTRODUCCIÓN

de las élites dirigentes sobre la nación, sea durante el período de Roca en Argentina o con la Regeneración en Colombia, es necesario hacer antes una breve precisión conceptual, ya esbozada en el capítulo 1. La élite dirigente, cuyo discurso nos interesa exponer aquí, no se asimila a una clase social: ella sólo existe si controla el poder del Estado, considerando que el Estado es el que asegura la permanencia de una colectividad durante sus mutaciones. De una u otra forma, esta élite es el agente central de esta mutación (Touraine, 1988; p. 40). La élite dirigente es entendida aquí como élite del poder político específicamente; restringiendo así la ya famosa formulación de W. C. Mills. El acercamiento que propone Touraine tiene la inmensa ventaja de postular la importancia sociológica de las élites en los períodos de cambio (las clases dominantes por sí mismas no pueden ser los ejes de la innovación, pues ellas sólo pueden mantener el sistema en medio del cual existen), introduciendo así una necesaria tensión entre lo económico y lo social, en cuya combinación encuentra este autor las posibilidades del nacimiento de un nuevo tipo de sociedad . ANTES DE DESCRIBIR EL DISCURSO

Según esta lógica, las élites, en interacción con las clases dirigentes (económicas), son las que moldean un Estado en los procesos de cambio. De todas maneras, como nuestra preocupación se mantiene al nivel del discurso, no nos interesa tanto esta interacción, como poder identificar el discurso de estas élites dirigentes que, en Colombia y en Argentina, tienen la ventaja de coincidir En todo caso, esa tensión y esa relación no constituyen el objetivo de esta investigación.

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con las élites intelectuales: los mismos hombres que detentan el poder político son los que construyen el discurso legitimador del cambio o, si se prefiere, del orden (entendido en estos casos como nuevo orden). En este discurso, el tema de la nación -que es el objeto de este estudio- es uno de los elementos fundamentales sobre el que se sustenta. Pero este discurso no es aprehensible directamente, pues en el lenguaje de la época en América Latina, la palabra "nación" tiene varias acepciones diferentes. A veces -muy pocas- se usa con el contenido conceptual que aquí utilizamos (como comunidad política territorializada que comparte una cultura pública y una conciencia colectiva); pero, las más, como sinónimo de república, Estado o como referencia al conjunto de habitantes del país . Y como lo que nos interesa no es hacer el rastreo o la genealogía del término, sino las ideas de nación que acompañaron el proceso de construcción de los Estados nacionales, deberemos recurrir para ello a una serie de indicadores. Siguiendo a Torres Rivas, decíamos en el capítulo 1, que el concepto de nación tenía varias dimensiones: una relacionada con las bases culturales comunes dadas por la historia compartida; otra que implica un sentimiento de conciencia colectiva y que funciona como mecanismo integrador en una comunidad política determinada; y por último, una noción de territorio entendido como límite exterior, delimitación simbólica y apropiación institucional del espacio interior. Estas dimensiones, trasladadas al campo de las ideas, nos llevaron a preguntarnos por la valoración que hacían las élites de las bases culturales nacionales para recogerlas (o negarlas) en la nación proyectada. Sobre ella encontraremos indicadores como la valoración de la herencia española, del componente racial, la población nativa, etc. que, muy incompletamente, se han resumido en la dicotomía de "civilización o barbarie". El segundo tema lleva a rastrear las bases sobre las cuales se ambiciona construir la conciencia colectiva y la integración nacional. Allí encontramos temas como la religión, la educación y la participación política. Por último, lo relacionado con el territorio y la jurisdicción institucional, nos plantea un problema diferente. El Estado territorial ya estaba consolidado en el momento histórico que nos ocupa (excepto por la secesión de Panamá que debió sufrir Colombia) y la ocupación del hinterland no es un problema de igual Aún hoy, en Argentina, la palabra nación es usada para hacer referencia al Gobierno Federal.

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magnitud para ambos países. Cómo no se trata de analizar la organización del Estado, sólo dos temas serán tocados en este punto: el "desierto" y "la indivisibilidad de la soberanía". Se hace necesaria aún otra salvedad. Las diferentes características de los procesos en ambos países implican también diferentes estrategias de exposición. En el caso argentino, el consenso se construye durante un período de casi treinta años, y se podrá ver operando esa hegemonía ideológica a partir de la década de 1860 con los presidentes del país unificado hasta que Roca, en un inmenso esfuerzo sintético y organizativo, dé el impulso definitivo a la organización nacional. En Colombia, el consenso ideológico apenas comienza a gestarse con la Regeneración: ambos procesos se dan al mismo tiempo, a la vez que el acuerdo ideológico es mucho más frágil como lo demuestran las dos guerras civiles que todavía se dan en el período. Estas disimilitudes nos llevaron a que para Argentina nos viéramos obligados a hacer una mirada que abarcara, si no un mayor número de autores, sí un más amplio espectro temporal. Para Colombia, en cambio, no existiendo un proceso tan dilatado en el tiempo, se optó por estudiar en profundidad un número reducido de intelectuales que, a nuestro juicio, fueron fundamentales para pensar y legitimar la Regeneración. Con estos elementos básicos se organizará el material empírico.

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CAPITULO 3

Argentina

YA HEMOS MENCIONADO LAS DIFERENTES temporalidades de Colombia y Argen-

tina. Si en la Regeneración coinciden las bases organizativas del Estado moderno con el intento de generar un consenso ideológico -siempre frágil- sobre el perfil futuro de la nación, en Argentina la tarea que emprende Roca se basa en consensos que se habían comenzado a gestar con la generación del 37, compuesta por liberales - aunque no sólo por ellos- exiliados por la dictadura de Rosas. Comienza así a conformarse lo que Halperin denominó la originalidad de la experiencia de Buenos Aires en el marco hispanoamericano. El liberalismo, como un inmenso acto de voluntad, se fijaría desde entonces la tarea de introducir hondas modificaciones en toda la vida colectiva sin reconocerle validez a otras expresiones que, sin lugar a dudas, también representaban fuerzas importantes de la sociedad. Estas serían ideológicamente tan caducas en el país que, cuando se realizara el proyecto liberal, estarían condenadas sistemáticamente al ostracismo o a la mofa. De esta generación sale una pléyade de intelectuales políticos que dominarán la escena después de la batalla de Caseros. Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría (prematuramente muerto) y Bartolomé Mitre, son, sin lugar a dudas, los más importantes. También se pueden mencionar a Olegario Andrade, Carlos Guido y Spano, Nicolás Calvo, Alvaro Barros, Nicolás Avellaneda, José Hernández y Félix Frías, entre muchos otros que participaron en los encendidos debates de la época. No constituía esta generación -que en rigor incluye gente mucho más joven como Mitre o Calvo- una unidad conceptual. Los debates entre ellos muestran sus muchas diferencias. Sin embargo, en aras de la simplicidad, se puede decir que Sarmiento y Alberdi encabezaban las dos corrientes ideológicas más

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importantes, que no necesariamente se reflejaban en la pertenencia a uno u otro partido (por ejemplo si Mitre fue un unitario rabioso, Sarmiento tomaba un poco más de distancia con esa tradición; tampoco Alberdi y Hernández -ambos urquicistas- se sintieron igualmente representados por el gobierno del general Roca). Es muy posible que en los enconados enfrentamientos verbales entre ellos (era tal la furia de los escritos de Sarmiento contra Alberdi que este último lo calificó como un "gaucho de la pluma" por sus embestidas intolerantes), hubiera mucho de narcisismo intelectual. Pero más allá de esos talantes individuales , no se puede olvidar que por una parte, existía un acuerdo general entre Alberdi y Sarmiento e incluso Frías, sobre la necesidad de acudir a la inmigración o a la inversión extranjera y fomentar los avances del transporte y los de la educación, por ejemplo; y por otra, que las divergencias versaban sobre la manera como estas políticas deberían ser integradas en proyectos de transformación global (Halperin, s.f.; p. 87). Sólo con Roca, estos acuerdos, en ocasiones más declamativos que reales, lograrán el impulso definitivo. Por ejemplo, respecto de la educación pública, Alberdi se inclinaba más por la educación técnica, mientras que Mitre había buscado sobre todo expandir la secundaria, y Sarmiento durante su gobierno, había impuesto una reorientación hacia la educación primaria y popular. Estas distintas metas educativas se relacionaban con objetivos políticos más inmediatos, como la formación de una burocracia del magisterio que se sabía ligada al gobierno que la había creado. Avellaneda, ministro de instrucción pública de Sarmiento, llegó a la presidencia entre otros, por los votos de aquel magisterio que había ayudado a consolidar. La inmigración fue otro acuerdo básico. Aunque su apoyo estuvo un poco más matizado, sus críticos tuvieron que camuflar su oposición en consideraciones de gobierno y metodología, como si consagrada por la opinión la validez de la meta, fuera un tema tabú su replanteamiento radical. Así, José Hernández no se atreve a desconocer de plano la importancia de la inmigración y se ve obligado a disfrazar su oposición en temas como la crisis económica o la igualdad de oportunidades para los nacionales. Sólo escritores católicos como José Manuel Estrada y Pedro Goyena -en constante minoría- se atreven a hacer cuestionamientos radicales a esas metas. No existió gobierno -excepto el suyo- al que Sarmiento no hubiera criticado. No menos furibundos eran los ataques de Alberdi que no perdonó siquiera a Urquiza, de quien fue consejero.

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Félix Frías, católico también, pero moderado, se siente obligado a ofrecer excusas por ocuparse de un tema demodé como la educación religiosa. En cuanto al asunto de la organización federal del Estado, el debate está absolutamente clausurado desde la época rosista. Ni siquiera Mitre, con sus antecedentes unitarios, su porteñismo militante y su apología a figuras de la Independencia de fuerte estirpe centralista como Rivadavia, es capaz de cuestionar abiertamente el pacto federal consagrado en la Constitución de 1853 . Sus invectivas -como las de todos los de su generación- quedan reservadas para los caudillos de la época federal. Por eso, cuando se produce la reunificación política del país en 1860 con el ingreso de Buenos Aires a la Confederación Argentina, ya existe un consenso previo alrededor de cuatro grandes problemas, consenso sobre el que Roca delineará sus principales políticas: el fomento de la inmigración, el progreso económico, la ordenación legal del Estado y el desarrollo de la educación pública (Romero, 1946; p. 161). El tucumano Juan Bautista Alberdi (1810-1884) fue un caso particular en la política argentina. Aunque vivió fuera del país casi toda su vida, fue un intelectual con peso hasta su muerte. Abogado de la Universidad de Buenos Aires, en 1837 se exilió en Montevideo y luego en Chile, donde, en 1852 escribió Bases y puntos departida para la organización política de República Argentina . Fue consejero de Urquiza quien lo nombró su ministro en París, donde murió. Sólo regresó a Buenos Aires entre 1879 y 1880 para ocupar una banca en el Senado. Fue el gran inspirador de la Argentina que se pone en marcha con Roca (Luna, 1988; p. 44) quien también lo designó como ministro en París (aunque la presión que ejerció Mitre -que jamás le perdonó sus antecedentes urquicistas- lo obligó a revocar la medida) y mandó a publicar sus obras completas. Fue un abogado de éxito y llegó a ser un hombre rico. Sus Bases fueron las inspiradoras de la Constitución de 1853 , redactada por el diputado Gorostiaga, y su La Constitución de 1853, modificada en 1860 para permitir la reunificación del país con la reincorporación de Buenos Aires, y en 1882 para separar la ciudad de Buenos Aires de la provincia del mismo nombre y volverla Capital Federal, está vigente en la actualidad. D En adelante las Bases. "En general, el anteproyecto de Constitución -redactado en gran parte por el diputado Gorostiaga- correspondía al esquema formulado por Alberdi en sus Bases. No dejaron de tener influencia en la concepción general las antiguas constituciones de!819yl826,y acaso estuvo en la mente de muchos la Constitución de los Estados Unidos; pero los puntos fundamentales revelan el inmenso peso que ejercía sobre los espíritus de los constituyentes

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gradualismo en el cambio político institucional inspiró el estilo político de la época roquista (Luna, 1988; p. 15). La Constitución de 1853 -modificada en 1860 para permitir la reincorporación de la provincia de Buenos Aires a la Confederación Argentina y en 1880 para solucionar la "cuestión capital"- al igual que la de 1886 en Colombia, constituye un excelente mapa del pensamiento de esa generación. De esa manera las Bases, inspiradoras de la Constitución, juegan un papel similar al Derecho público interno de José María Samper -aunque las Bases se escriben antes de la Constitución y el Derecho público después-, ambas son una justificación razonada de las normas constitucionales. No sorprende, entonces, que en ellas, además de la defensa de la forma de gobierno republicana, el sistema federal "mixto", el sistema electoral, etc., Alberdi dedicara mucho espacio, desde la introducción, a un tema que considera cardinal: la política inmigratoria. El inmenso peso político ejercido por el sanjuanino Sarmiento (1811-1888), es bien conocido. Admirador de los Estados Unidos, combatió por la educación pública laica y obligatoria. Exilado durante Rosas, combatiente de los ejércitos del general Urquiza, ocupó casi todos los puestos públicos posibles y fue protagonista constante de la política argentina desde la batalla de Caseros hasta su muerte. Su Facundo y sus trabajos sobre instrucción pública son ya clásicos. Otro personaje de importante talla política y extensa obra fue el general Bartolomé Mitre (1821-1906). Sin embargo, los escritos de Mitre son mucho más coyunturales, dedicados fundamentalmente a defender al Partido de la Libertad -que duró tanto como su presidencia- y a atacar a los federales (Rosas, Oribe, Urquiza...). Pero, a pesar de su extensa producción, fue más un representante del "diarismo" que un ideólogo. Se destacó especialmente como el sistema propugnado por la generación de los proscriptos, algunos de los cuales formaban parte de la asamblea" (Romero, 1946; pp. 153-154). La Constitución de 1853 fue sin duda el plan ideológico de la construcción de la nación. Sin embargo, esta se acabó de concretar normativamente durante el gobierno del general Roca. Así parece entenderlo él mismo: "El Congreso de 1880 ha complementado el sistema del Gobierno representativo federal y puede decirse que desde hoy empieza recién a ejecutarse el régimen de la Constitución en toda su plenitud. La ley que acabáis de sancionar fijando la capital definitiva de la República, es el punto de partida de una nueva era en que el gobierno podrá ejercer su acción con entera libertad, exento de las luchas diarias y deprimentes de su autoridad que tenía que sostener para defender su prerrogativas contra las pretensiones invasoras de funcionarios subalternos (...) Su realización era ya una necesidad inevitable y vuestro mejor título a la consideración de la República será el haber interpretado tan fielmente sus votos" (Roca, 1880; p. 435).

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traductor e historiador, no como ensayista. Aunque ejerció un constante protagonismo a través de su periódico La Nación, desde donde atacó a todos los gobiernos que lo sucedieron, sus ideas sobre la organización del país no son recogidas en el período de consolidación del Estado nacional que cristaliza en los años 80. De hecho, es luego de su presidencia, con Sarmiento y, sobre todo, con Avellaneda, que comienza a darse la transición hacia la organización nacional moderna. Como primer presidente del país unificado, hizo grandes esfuerzos para mantener la supremacía política de Buenos Aires, sin lograr superar la tensión con el interior del país, como lo atestiguan las duras críticas de Nicolás Calvo en su Reforma pacífica. Mitre fue el paradigma de los hombres de su generación: periodista, poeta, historiador y... general. Cómo se señaló más arriba, existieron voces discordantes con el ideario de inmigración, progreso, ordenamiento legal y económico. José Hernández, que puede ser considerado como parte del mismo proyecto, es quien más deja oír -sin mucho éxito- su desacuerdo con algunos aspectos de éste; especialmente con el fomento de la inmigración masiva. Más interesantes, por lo anacrónicas que suenan, son las protestas levantadas por los escritores católicos: José Manuel Estrada, Pedro Goyena y, m u c h o más m o d e r a d o , Félix Frías. Estas voces, sistemáticamente derrotadas en los debates parlamentarios, serán tenidas en cuenta en este trabajo sólo cuando sirvan de contrapunto al discurso hegemónico. ¿Cuál nación? En Argentina, el problema de lo nacional se entendía como la formación de la República. Tan sólo en la década de 1930 el debate sobre "lo nacional" será explícito, mientras que para el siglo anterior será necesario rastrearlo con ayuda de los indicadores que hemos definido. En las décadas de 1920 y 1930, en Argentina se instala con fuerza este debate gracias a polemistas como Ezequiel Martínez Estrada, Ricardo Rojas y Manuel Gálvez, que ponen en duda la inconmovible fe en el futuro del país que caracterizaba a los hombres de la segunda mitad del siglo XIX argentino. Hasta entonces, el tema nacional se había abordado en términos casi exclusivamente políticos, orientado por las ideas de la Ilustración y con la ilusión de construir una nación de ciudadanos autónomos -aunque Alberdi y Sarmiento difieren bastante sobre los alcances democráticos de esa idea-, sustituyendo las nociones hispánicas de tradición, unidad y fe en Dios por las de ciudadanía y progreso. En esta lógica, las instituciones heredadas de la Colonia y de la misma Independencia no proporcionaban para estos hombres una base rescatable para

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construir la nación. Ni siquiera el ejército libertador podía ser salvado ya que había sido disuelto. Aunque Sarmiento creyera que aquél había sido un cuerpo moderno y disciplinado, dirigido por un general educado en Europa y bajo cuyo mando se habían ganado batallas regulares, a la larga no había podido sobrevivir como institución: "(...) si San Martín hubiese tenido que encabezar montoneras (como Bolívar), ser vencido aquí para ir a reunir un grupo de llaneros por allá, lo habrían colgado a su segunda tentativa", afirmó el sanjuanino (Sarmiento, 1969; p. 32). Las montoneras que no habían obstaculizado el desarrollo de la guerra de Independencia, y que a su juicio, eran la expresión de la barbarie, aparecieron después de la victoria. Tanto él como Alberdi veían en el ejército, la Iglesia y la administración pública la herencia nefasta de la Colonia y pensaban que esas instituciones interrelacionadas, conformaban una superestructura que dejaba subsistente el orden antiguo de las cosas. En la medida en que estas instituciones son la imagen negativa por excelencia del modelo de sociedad que se quería construir, no será posible buscar en la tradición histórica que ellas representan las bases de la nacionalidad. Pero, ¿dónde entonces? ¿Existía para los pensadores argentinos una nacionalidad sobre la cual fundar el nuevo país? Aunque, como se verá más adelante, hay algunos elementos en la cultura urbana que pueden ser reivindicados, la respuesta inicial parece ser negativa, asegura Alberdi en sus Bases: Con un millón escaso de habitantes por toda población en un territorio de doscientas mil leguas, no tiene de nación la República Argentina sino el nombre y el territorio. Su distancia de Europa le vale el ser reconocida como nación independiente. La falta de población que le impide ser nación, le impide también la adquisición de un gobierno general completo. (...) la población (en el sentido de poblamiento) de la República Argentina, hoy desierta y solitaria, debe ser el grande y primordial fin de su Constitución por largos años (Alberdi, 1915; p. 120). En este comentario ya están presentes dos de las obsesiones que acompañaron la fundación de la nación en Argentina: el desierto y la población. ¿Acaso estaba despoblado el territorio? El problema no era únicamente de número sino de calidad de la población: los elementos identitarios de la población autóctona y/o mestiza no se vinculaban en las mentes de estos dirigentes a Las montoneras eran los ejércitos populares armados por los caudillos de las provincias, compuestos por gauchos de a caballo que combatían sin uniforme ni disciplina castrense.

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la idea de nación; asociando la herencia española a la barbarie -que en América se mezcla con el salvajismo indígena- se descartó el fundamento de la nación en la herencia cultural. La idea misma de nacionalidad como identidad era considerada como un síntoma de barbarie. La nación debía construirse apoyándose en el modelo de las naciones más civilizadas que ya habían dejado su impronta en la ciudad puerto: Los unitarios más eminentes como los americanos, como Rosas y sus satélites, estaban demasiado preocupados de esa idea de la nacionalidad que es el patrimonio del hombre desde la tribu salvaje y que le hace mirar con horror al extranjero. En los pueblos castellanos, este sentimiento ha ido hasta convertirse en una pasión brutal, capaz de los mayores y más culpables excesos, capaz del suicidio. La juventud de Buenos Aires llevaba consigo esta idea fecunda de la fraternidad de intereses con la Francia y la Inglaterra; llevaba el amor a los pueblos europeos asociado al amor a la civilización, a las instituciones y a las letras que la Europa nos había legado y que Rosas destruía en nombre de la América, sustituyendo otro vestido al vestido europeo, otras leyes a las leyes europeas, otro gobierno al gobierno europeo (Sarmiento, 1969; p. 293). Pero si la base de la nación no estaba en la identidad de la población, tampoco lo estaba en el territorio por sí solo. Aunque Alberdi es enfático en afirmar que el país sólo tenía en ese entonces - 1 8 5 2 - de nación el nombre y el territorio, el territorio tampoco era condición suficiente sin unas condiciones políticas y culturales precisas; por lo que sólo queda el nombre, es decir, la voluntad: Recordemos a nuestro pueblo que la patria no es el suelo. Tenemos suelo hace tres siglos, y sólo tenemos patria desde 1810. La patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización organizados en el suelo nativo, bajo su enseña y en su nombre. Pues bien; esto se nos ha traído por Europa: es decir, Europa nos ha traído la noción del orden, la ciencia de la libertad, el arte de la riqueza, los principios de la civilización cristiana. Europa, pues, nos ha traído la patria, si agregamos que nos trajo hasta la población, que constituye el personal y el cuerpo de la patria (Alberdi, 1915; p. 87). Es claro que cuando Alberdi afirma que "Europa nos ha traído" -al igual que Sarmiento- se refiere a una porción todavía muy pequeña de la población y aún menor del territorio encarnada en la cosmopolita ciudad de Buenos Aires. En un artículo publicado en 1858, ya sancionada la Constitución de 1853 inspirada en las Bases, Bartolomé Mitre que asumiría cuatro años después como

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el primer presidente del país reunificado, tampoco manifiesta una gran preocupación por la identidad nacional. Al igual que los demás intelectuales políticos de la época, su preocupación son las instituciones políticas. "La cuestión nacional la resolverán los pueblos cuando puedan expresar su voto (...) Resolvamos hoy la cuestión social, la cuestión capital , la de asegurarnos la vida de garantías y derechos por la efectividad de las instituciones" (Mitre, 1858a; p. 169). Si en Colombia el problema de la nación en última instancia refería al problema religioso, en Argentina se lo denominaba inmigración e instrucción pública. Alberdi defendía vigorosamente la mezcla cultural como crisol de la nueva identidad sudamericana. La imagen de los Estados Unidos alumbraba estas convicciones (Alberdi, 1915; p. 101). Ya en pleno período roquista, Carlos Pellegrini sostenía la discusión sobre el tema en los mismo términos: Algunas personas, sin embargo, hacen reservas sobre la consistencia y el valor político y social de las naciones formadas por estos aluviones humanos, compuestas de hombres de razas diferentes, que no tienen la misma lengua, ni la misma religión, ni las mismas costumbres; dudan de que de esta nueva Babel pueda surgir un espíritu nacional suficientemente vigoroso para imprimir un carácter de unidad moral y política a los nuevos reclutas. Para demostrar que estos temores tienen poco fundamento, basta citar el ejemplo práctico que nos han dado los Estados Unidos. (...) Pues bien: de la fusión de todos estos elementos ha salido una nueva raza, homogénea y fuerte, con un poderoso espíritu nacional que se llama "el espíritu americano", y que, con tal nombre, se ha impuesto al respeto del mundo. Este resultado no es accidental, ni se debe a antecedentes especiales; es la consecuencia de una evolución nacional, hábil e inteligentemente dirigida (Alberdi, 1915; p. 26). La nacionalidad era, en esta perspectiva, no un hecho del pasado que había que vincular al Estado, sino una posibilidad futura, el resultado de políticas acertadas de inmigración. El resto lo haría la vida cotidiana. Antes de la avalancha i n m i g r a t o r i a que comenzaría en la década del 70, p a r t i e n d o del reconocimiento de que la nación argentina no existía aún, se trataba de diseñar políticas que facilitando la inmigración extranjera -como aún hoy lo señala Constitución Argentina- permitieran construirla. A tal efecto, se pensaba en la máxima disminución de garantías y requisitos para acceder a la ciudadanía arCon la cuestión capital se refiere a la elección de una capital federal que esté fuera de la jurisdicción de la provincia de Buenos Aires.

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gentina: poner el menor número de trabas, no sólo administrativas, sino también políticas y culturales (Alberdi, 1915; p. 46). Carlos Pellegrini era fiel al programa de Alberdi y Sarmiento cuando expresaba la confianza en que la residencia en el país lograría amalgamar esa multitud que llegaba cotidianamente: La diferencia de origen entre los hijos de inmigrantes de distintas nacionalidades desaparece desde la infancia, en virtud de la comunidad de vida en la escuela o en el taller, en el trabajo o en la recreación; por otra parte, en la primera edad es cuando se modela el espíritu, bajo la influencia del medio, y cuando se desarrolla ese sentimiento de apego al suelo, de unión, de solidaridad, de recuerdos, que se manifestará más tarde en ardiente patriotismo. La unidad de la lengua favorece forzosamente esta fusión y explica el hecho, demostrado ya por los Estados Unidos, de que los descendientes de inmigrantes de diversas razas, de lenguas, de religión, de hábitos y de costumbres distintas pueden amalgamarse de una manera tan completa que no son ya más que una masa popular perfectamente homogénea, con una sola mentalidad y una sola sentimentalidad y que constituyen, por lo tanto, una nueva nacionalidad, joven, vigorosa y enérgicamente caracterizada (Alberdi, 1915; p.27). Dentro de esta lógica, el problema religioso toma el sentido inverso al colombiano. No habiendo una herencia cultural que reivindicar, siendo la nacionalidad una inversión hacia el futuro, la intolerancia religiosa en la medida que puede poner trabas a la inmigración, impediría que la nación se fortaleciera. "Ese sistema ha conducido a Méjico a perder a California, y le llevará quizás a desaparecer como nación" (Alberdi, 1915; p. 59). Pero si no es el sentimiento religioso la base de la nacionalidad, ¿sobre qué se constituirá ésta? La respuesta es el progreso y la educación -Alberdi hará énfasis en el p r i m e r o y Sarmiento en la s e g u n d a - . En su análisis de las Constituciones de América Latina, el primero considera que la Constitución uruguaya no ofrece garantías de progreso material e intelectual al no consagrar la educación pública ni sancionar estímulos al desarrollo comercial y agrícola: "La Constitución americana que desampara el porvenir, lo desampara todo, porque para estas repúblicas de un día, el porvenir es todo, el presente poca cosa" (Alberdi, 1915; p. 62). Sarmiento también cree que el éxito futuro será resultase refiere al México de mitad siglo. Alberdi no desarrolla la relación entre la intolerancia religiosa y la pérdida de California.

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do de la educación y el bienestar: "Es la mayor de nuestras desgracias heredadas la apatía, que nos hace aplazar para más tarde el remedio de los males conocidos. (...) Tenemos doscientos mil niños sin educar, y se dice pueblos nuevos. Pero ¡por Dios santo!, si esos doscientos mil niños no se educan ahora, dentro de veinte años serán la masa de la nación, ¿y cuándo entonces empezaremos a ser pueblo viejo?" (Sarmiento, 1849; pp. 58-59). Con educación y progreso se fundaría entonces la futura nación. Nación de ciudadanos al estilo de los anglosajones. Comparando los Estados Unidos con los países de América Latina, Sarmiento concluye: "Allá ciudadanos, y aquí rotos, aunque sea triste que en nuestra pluma esta palabra aparezca como un reproche. Chile ha creado la palabra significativa de la miseria popular; palabra que no existe en el vocabulario español" (Sarmiento, 1849; pp. 58-59). En general, estos pensadores valoraban negativamente los largos siglos de dominio colonial, ya fuera por contraproducentes, ya por insuficientes para construir la nación moderna a la que aspiraban. Sin embargo, Alberdi encuentra elementos de unidad forjados durante la existencia colonial, de los cuales destacó los más importantes: primero, una unidad de origen español en la población con una unidad de creencias, de costumbres, de idioma y de culto religioso concomitante; segundo, una unidad política y de gobierno con su correspondiente unidad de legislación civil, comercial, penal y judiciaria, en el procedimiento y en la jurisdicción y competencia; tercero, una unidad territorial; cuarto, una unidad administrativa, financiera o de rentas y gastos públicos; y por último, la existencia de Buenos Aires, constituida en capital del virreinato (Alberdi, 1915; p. 112). Sin embargo, en su concepción, todos estos elementos, que podríamos señalar como identitarios, apenas demarcaban el estado territorial conformado históricamente (el Virreinato del Río de La Plata), pero no eran suficientes para ser tenidos en cuenta en la formación de la nación. En contraste, de los tiempos de la Revolución, Alberdi tiene otra valoración. En la insurrección iniciada en 1810, el tucumano descubre otros antecedentes unitarios, como son, primero, la unidad de creencias políticas en materia de democracia y de principios republicanos. Segundo, la unidad de sacrificios en la guerra de la Independencia y los actos políticos consecuentes; tercero, la historia de los pactos celebrados y los tratados con el extranjero, el primerísimo de los cuales lo constituye la declaración de la independencia de la República Argentina del dominio español; cuarto, los símbolos de la República Argentina, entre los cuales se destaca la unidad implícita que se revela cada vez que se

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dice República Argentina o Pueblo Argentino y no República Sanjuanina o Nación Porteña. El énfasis que pone Alberdi en estos elementos de corte simbólico apunta a destacar la unidad política de la República y su carácter de Estado soberano (Alberdi, 1915; p. 113) por sobre la forma fragmentada dada por el federalismo, al que considera una forma mixta que de ningún modo puede tomarse como la expresión de una nación dividida (Alberdi, 1915; p. 162). En este mismo sentido interpretará Alberdi las diferencias geográficas del territorio, como fuerzas distintas que confluyen hacia un mismo destino político: el engrandecimiento de la República Argentina (Alberdi, 1915; p. 110). Es interesante notar que las bases nacionales -lo dado- que menciona Alberdi cuando traza los alcances del Congreso Constituyente, son de corte geográfico, mientras que Núñez hará referencia a los "sentimientos que habían venido elaborándose en el alma del pueblo colombiano" (ver infra), para fijar los alcances de la Asamblea de Delegatarios en Colombia. La valoración de las bases de la identidad Españoles e indígenas Tanto Alberdi c o m o Sarmiento consideraban que la población argentina debía ser culturalmente europea, lo que entonces significaba m u c h o m á s q u e española. La población a u t ó c t o n a era considerada p o r ellos c o m o p u r o salvajismo con el que n o se podría construir u n a república respetable, y ni siquiera la española era m u y apta para la formación de la nación m o d e r n a soñada. Estas ideas expresadas p o r publicistas liberales c o m o Sarmiento y Alberdi, fueron recogidas t a m b i é n p o r pensadores católicos c o m o Félix Frías y se m a n t u v i e r o n incólumes hasta el siglo XX. Aunque m u y t e m p r a n o Europa fue considerada como el modelo de civilización contrapuesto a lo autóctono, sinónimo de barbarie, no se definía a América c o m o u n continente indígena al que hubiera que arrasar culturalmente: "Lo que llamamos América independiente n o es más que Europa establecida en América; y nuestra revolución n o es otra cosa que la d e s m e m b r a c i ó n de u n p o d e r e u r o peo en dos mitades, que hoy se manejan p o r sí mismas. Todo en la civilización de nuestro suelo es europeo; la América m i s m a es u n descubrimiento europeo. La sacó a luz u n navegante genovés, y fomentó el descubrimiento u n a soberana de España" (Alberdi, 1915; p. 81). El vínculo con Europa n o se r o m p i ó con la e m a n cipación de la C o r o n a española, pues se agradece la influencia anglosajona y francesa posteriores c o m o el relevo civilizador de Europa (Alberdi, 1915; p. 84).

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Aunque estas afirmaciones de Alberdi son anteriores a las grandes oleadas inmigratorias, minimizar la importancia del componente español era fundamental para construir la nueva nacionalidad, pues de España, venía "todo lo que hay de incompleto y atrasado en nuestra raza", como señala Sarmiento en su Facundo. "Españoles a la derecha o españoles a la izquierda, siempre tendréis españoles debilitados por la servidumbre colonial, no incapaces de heroísmo y de victorias, llegada la ocasión, pero sí de la paciencia viril, de la vigilancia inalterable del hombre de libertad" (Alberdi, 1915; p. 217). Estos juicios respecto de la "raza" española muestran que estos pensadores no desvalorizaban totalmente su herencia, sino que la mensuraban a la medida de su proyecto político modernizador; en otras palabras, las virtudes que podían haber sido "funcionales" a la Conquista, como la ardentía y la exaltación, no eran adecuadas a la construcción lenta y racional de un país en la vía del progreso. De una manera más general así sucede con la valoración de la identidad que, como todo el problema de la nacionalidad, es tratada desde un enfoque político. La identidad será valorada positivamente o no, dependiendo de su potencialidad para la construcción de la nación moderna. La población que habitaba Argentina desde esta perspectiva, estaba dividida en dos: una remora y una promesa. Pensando en la primera, constituida tanto por lo que significaba Córdoba (ver infra), como la pampa, Alberdi podía afirmar sin contradecirse: "Utopía es pensar que podamos realizar la república representativa, es decir, el gobierno de la sensatez, de la calma, de la disciplina, por hábito y virtud más que por ocasión de la abnegación y del desinterés, si no alteramos o modificamos profundamente la masa o pasta de que se compone nuestro pueblo americano" (Alberdi, 1915; p. 211). A diferencia de Colombia, el mestizaje no sólo no era recogido como la característica principal de la nacionalidad argentina, sino como una gran limitación para su constitución. Dicho en términos más plásticos por Sarmiento: No es posible decir cómo se trasmite de padres a hijos la aptitud intelectual, la moralidad, y la capacidad industrial, aun en aquellos hombres que carecen de toda instrucción ordenadamente adquirida: pero es un hecho fatal que los hijos sigan las tradiciones de sus padres, y que el cambio de civilización, de instintos y de ideas no se haga sino por cambio de razas. ¿Qué porvenir aguarda a México, al Perú, Bolivia y otros Estados sudamericanos que tienen aún vivas en sus entrañas como no digerido alimento, las razas salvajes o bárbaras indígenas que absorbió la colonización, y que conservan obstinadamente sus tradiciones de los bosques, su odio a la civilización, sus idiomas primitivos, y sus hábitos de indolencia y de

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repugnancia desdeñosa contra el vestido, el aseo, las comodidades y los usos de la vida civilizada? ¿Cuántos años, si no siglos, para levantar aquellos espíritus degradados a la altura de hombres cultos, y dotados del sentimiento de su propia dignidad? (Sarmiento, 1950; p. 124). Pues si la raza española trae los defectos del oscurantismo peninsular, el componente indígena sólo existe en el proyecto como limitación, tanto por su mentalidad, como por el hecho dado de su alienación respecto del desarrollo social y político actual del país. Sobre la base de la presencia de la población anglosajona en suelo argentino, y con la confianza nacida de haber caracterizado el progreso de los Estados Unidos como producto de aquélla, a la que se identificaba con "el vapor, el comercio y la libertad" (Alberdi, 1915; pp. 212-213) la elección de las políticas de poblamiento se hacía evidente. El mestizaje En cuanto a la población de origen africano, Sarmiento es terminante: "La adhesión de los negros dio al poder de Rosas una base indestructible. Felizmente, han exterminado ya a la parte masculina de esta población" (Sarmiento, 1969; p.280). Si es negativa la valoración que se hace de cada uno de los componentes raciales de la población, lo es aún más la del mestizaje: Cualquiera que estudie detenidamente los instintos, la capacidad industrial e intelectual de las masas en la República Argentina, Chile, Venezuela y otros puntos, tiene ocasión de sentir los efectos de aquella inevitable, pero dañosa amalgama de razas incapaces o inadecuadas para la civilización. ¡Qué hábitos de incuria, qué limitación de aspiraciones, qué incapacidad absoluta de industria, qué rebeldía contra todo lo que puede conducirlas a su bienestar; qué endurecimiento en fin en la ignorancia voluntaria, en la escasez y en las privaciones de que pudieran si quisieran librarse; qué falta tan completa de todos los estímulos que sirven de aguijón a las acciones humanas!" (Sarmiento, 1950; p. 124). El problema cultural o el de la identidad, no pasó para Sarmiento y Alberdi por la educación, como se podría esperar de estos iluministas, sino primeramente, por la raza: "Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés, que trabaja, consume, vive digna y confortablemente" (Alberdi, 1915; p. 90).

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El desierto Pero si la barbarie es producto de la fusión de dos razas no muy aptas para conformar naciones modernas - la indígena y la española-, la conjunción con otro elemento terminará de definirla: el desierto. "En estos largos viajes (arriando muías), el proletario argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la sociedad y de luchar individualmente con la naturaleza, endurecido en las privaciones y sin contar con otros recursos que su capacidad y maña personal para precaverse de todos los riesgos que le cercan de continuo" (Sarmiento, 1969; p. 42). Sin duda Facundo es la mejor síntesis de este pensamiento - q u e no pertenece únicamente a S a r m i e n t o - que considera que la conjunción desafortunada de la cultura española, el mestizaje, la geografía y los hábitos que engendra, produce la barbarie. El desierto es la imagen de la soledad -la no sociabilidad-, la muerte violenta y la autosuficiencia a lo que se suma el rechazo a la navegación -heredado del español- convirtiendo los ríos en "elemento muerto, inexplotado". El único tipo humano que puede surgir y prosperar en un desierto apenas interrumpido por uno que otro rancho aislado, es el que cree en "el predominio de la fuerza, la preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad, la justicia administrada sin formas y sin debates", es decir, donde no existe sociedad sino aislamiento, o formas sustituías y aberrantes de asociación: la pulpería, la horda, la montonera. Pero, ¿quién es ese hombre cuya barbarie le impide ser sustento de la nacionalidad? La respuesta es unánime: el representante del salvajismo es el hijo del mestizaje que se afincó en el campo; el gaucho. "El hijo de la Pampa, que no frecuentó una escuela, ni asistió a los templos en que se distribuye la doctrina de la verdad, en que se enseña al hombre cómo debe pensar y cómo ha de obrar, es entre nosotros el representante de la Edad Media, de esa época calamitosa en que se trataba únicamente de ser el más fuerte, y en que el valor insubordinado y audaz era la mejor recomendación a los ojos de la multitud ignorante y supersticiosa" (Frías, 1856; p. 46). Costumbres así requieren, más que educación, medios vigorosos de represión: como dijera Sarmiento "Para reprimir desalmados se necesitan jueces más desalmados aún". Así, constreñido por las circunstancias, resulta que el juez de campaña ejerce una justicia arbitraria fundada en el "yo mando", y el caudillo sustenta un poder temible y sin oposición. El dominio por el terror es la constante, y la barbarie el resultado. En esas condiciones, la reivindicación del "gauchismo" y lo telúrico del habitante de las pampas que tímidamente trata de defender José Hernández, deberá esperar hasta bien entrado el siglo siguiente

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para encontrar su expresión en el nacionalismo de Rojas, Lugones y Gálvez. Hasta que ellos erijan a Martín Fierro en modelo de identidad nacional, el gaucho y los valores que encarna representarán el modelo negativo de nacionalidad (Schemes, 1991; p. 48). Los antecedentes identitarios de la población en conjunción con el desierto producen la barbarie que, en política, se manifiesta en una manera de ejercer el poder: las dictaduras carismáticas de los caudillos "bárbaros, tártaros". Por eso, para Sarmiento, "Rosas (...) no es un hecho aislado, una aberración, una monstruosidad. Es, por el contrario, una manifestación social; es una fórmula de una manera de ser de un pueblo" (Sarmiento, 1969; p. 26). Y agrega, "Rosas no ha inventado nada; su talento ha consistido sólo en plagiar a sus antecesores y hacer de los instintos brutales de las masas ignorantes un sistema meditado y coordinado fríamente" (Sarmiento, 1969; p. 86). Por tanto, el conflicto barbarie/civilización no será para estos hombres el combate entre dos propuestas de nación, sino un combate entre la nación posible o la disolución. Pero también entre el futuro y el pasado medieval, entre la ciudad y el campo. La ciudad La guerra irregular que hacían los caudillos contra las disciplinadas tropas porteñas dirigidas por el general Paz no era sólo un asunto militar: era una guerra cultural, una guerra del campo contra la ciudad. Sarmiento lo expresa sin ambages: la barbarie, aunque múltiple en sus causas, es una guerra contra la ciudad. ¿Qué habría visto Tocqueville si en lugar de ir a los Estados Unidos hubiera venido a la Argentina?, se preguntaba. Su estudio "habría revelado a los ojos atónitos de la Europa un mundo nuevo en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos" (Sarmiento, 1969; p. 24). Esta guerra contra las ciudades es ejemplificada por el retorno a los usos tradicionales que impuso el gobierno Rosas durante el bloqueo francés al puerto de Buenos Aires, cuando se manifestó "el sentimiento llamado propiamente americanismo". Allí surgió todo lo que de bárbaros tenemos, todo lo que nos separa de la Europa culta, se mostró desde entonces en la República Argentina organizado en sistema y dispuesto a formar de nosotros una entidad aparte de los pueblos de procedencia europea. A la par de la destrucción de todas las instituciones que nos esforzamos

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por todas partes en copiar de la Europa, iba la persecución al frac, a la moda, a las patillas, a los peales del calzón, a la forma del cuello del chaleco y al peinado que traía el figurín; y a estas exterioridades europeas se sustituía el pantalón ancho y suelto, el chaleco colorado, la chaqueta corta, el poncho, como trajes nacionales, eminentemente americanos (Sarmiento, 1969; p. 284). Toda esta teoría sobre el conflicto entre civilización y barbarie no debe mirarse únicamente desde una óptica negativa. Si bien es cierto que aquélla es un encendido alegato sobre la imposibilidad de fundar la nación sobre la identidad que representa el gaucho y el mestizo, al mismo tiempo el debate permite destacar otros elementos de identidad que, en contraposición a los anteriores, se están gestando en las ciudades. Sobre ellos deberá construirse la nueva nacionalidad. En este proyecto no hay una nacionalidad sobre la cual construir el futuro; existen dos fuerzas contradictorias, siendo imposible la síntesis entre ambas: La única subdivisión que admite el hombre americano español es en hombre del litoral y hombre de tierra adentro o mediterráneo. Esta división es real y profunda. El primero es fruto de la acción civilizadora de la Europa de este siglo, que se ejerce por el comercio y por la inmigración en los pueblos de la costa. El otro es obra de la Europa del siglo XVI, de la Europa del tiempo de la conquista, que se conserva intacto como en un recipiente en los pueblos interiores de nuestro continente, donde lo colocó España, con el objeto de que se conservase así" (Alberdi, 1915; p. 81). En términos casi idénticos se expresa Sarmiento, cuando hace la contraposición entre Buenos Aires y C ó r d o b a , como representantes de dos civilizaciones, de dos siglos, "el siglo XIX y el siglo XII". Una está representada por la pampa desierta (de la horda, la violencia irracional, lo asocial) y las ciudades provincianas como Córdoba (que representa al pasado colonial, religioso, quietista ); la otra, en la Buenos Aires cosmopolita, donde se encuentra la Europa ilustrada. Por eso sólo es Buenos Aires la ciudad del futuro que hasta en sus rasgos exteriores se parece a Europa : El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes; allí están las leyes, las ideas de Progreso, los medios "Esta ciudad docta no ha tenido hasta hoy teatro público, no conoció la ópera, no tiene aún diarios y la imprenta es una industria que no ha podido arraigarse allí. El espíritu de Córdoba hasta 1829 es monacal y escolástico; la conversación de los estrados rueda siempre

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de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas: parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a asemejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado allí, proscrito afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos (Sarmiento, 1969; p. 46). Los fuertes y permanentes contactos que mantenía Buenos Aires con Europa derivaban en rentas y poder; pero, sobre todo, en un fuerte tráfico cultural al que Sarmiento llamó desespanalizarían y europeización. Así, la ciudad puerto proporcionó la convicción de que era posible fundar la nueva identidad con base en elementos culturales traídos por los inmigrantes. La solución parecía sencilla. Se trataba de llevar el ejemplo de Buenos Aires al resto del país, de evitar que la inmigración se quedara en el puerto redistribuyéndola en todo el territorio nacional y, de esta forma, derrotar la barbarie que secretaban las provincias. La educación y el progreso harían el resto. "No son las leyes las que necesitamos cambiar; son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella" (Alberdi, 1915; p. 211). Cambiar a los hombres e integrarlos por la educación para parecerse a los Estados Unidos es el resumen del proyecto argentino. Sólo diez años después de escrito su Facundo, Sarmiento se declaraba encantado. "Buenos Aires es el pueblo de América que más se acerca, en sus manifestaciones exteriores, a los Estados Unidos" (Sarmiento, 1855b; p. 141). Y, desde su punto de vista, tenía razones para sentirse encantado. La ciudad, a su parecer, estaba conquistando el campo y la ilusión de construir una nación sobre las procesiones, lasfiestasde los santos, sobre exámenes universitarios, profesión de monjas, recepción de las borlas de doctor" (Sarmiento, 1969; p. 135). "No se si en América se presenta un fenómeno igual a éste; es decir, dos partidos, retrógrado y revolucionario, conservador y progresista, representados cada uno por una ciudad civilizada de diverso modo, alimentándose cada una de ideas extraídas de fuentes distintas: Córdoba, de la España, los concilios, los comentadores, el Digesto; Buenos Aires, de Bentham, Rousseau, Montesquieu y la literatura, francesa entera" (Sarmiento, 1969; p. 145).

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-similar a los Estados Unidos- basada en una numerosa inmigración europea, parecía comenzar a cumplirse: Mezclándome con las muchedumbres que acuden a los fuegos en estos días y llenan completamente la plaza de la Victoria, no he encontrado pueblo, chusma, plebe, rotos. En lugar de los rotos de Chile lo ocupan millares de vascos, italianos, españoles, franceses, etc. El traje es el mismo para todas las clases, o más propiamente hablando no hay clases. El gaucho abandona el poncho, y la campaña es invadida por la ciudad como ésta por la Europa. En estos veinte días que he estado aquí han llegado trescientos vascos, cuatrocientos italianos, y están anunciados 600 franceses, 200 canarios, y otros tantos vascos y españoles (Sarmiento, 1855b; p. 142). En resumen, el proyecto argentino desprecia profundamente los elementos tradicionales de la identidad, pareciendo que no pretende recoger nada del pasado sino afincar todas sus esperanzas en el futuro. La nación es una utopía y la nacionalidad un germen que apenas está comenzando a cristalizar en la ciudad de Buenos Aires. Pero, en una sociedad "aluvial" como la llama Romero, que no pretendía fundar su unidad en las tradiciones ¿cómo se concibe la construcción de un sentimiento colectivo de pertenencia? Construcción de la conciencia colectiva e integración A pesar del desprecio por la herencia cultural criolla y la reiterada fe en el futuro, esos hombres son conscientes de la dificultad que entraña fundar la nación con una población extranjera. Sarmiento, poco antes de su muerte, hizo explícita esta preocupación: "Buenos Aires, con cincuenta mil extraños que poseen su comercio, su fortuna, indiferentes a los sufrimientos y a los males públicos, carece de medios de defensa, por falta de número en la población ilustrada, acaudalada en que entra la numerosa de extranjeros residentes" (Sarmiento, 1887; p. 463). Ante esta situación, otra vez, se confía en la eficacia de las medidas tomadas por el Estado: intensificar los esfuerzos en educación y nacionalización inmediata de los inmigrantes. Más allá de la relativa frustración a la que se enfrenta Sarmiento al final de su vida por la reticencia de los extranjeros a solicitar su nacionalización, el programa enunciado a mitad de siglo en Facundo y en las Bases, se mantiene incólume. Programa que contemplaba la unidad como resultado de la modernidad del país; "(...) unidad en la civilización y en la libertad" (Sarmiento, 1969; p. 39). La conciencia colectiva - u n o de los atributos de la nación, sea fundada en las tradiciones o en una "cultura pública" (Miiler; 1997)- no fue olvidada en

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este proyecto; lo peculiar de su lugar en él es que no fue presupuesta como un hecho dado, sino, al contrario, fue considerada como el resultado futuro de la puesta en marcha de políticas estatales adecuadas. "La unidad no es el punto de partida, es el punto final de los gobiernos; la historia lo dice, y la razón lo demuestra" (Alberdi, 1915; p. 133). En ese marco de confianza en los resultados de las políticas que creen la nación, toma toda su dimensión el aforismo de Alberdi: "gobernar es poblar": Gobernar es poblar en el sentido que poblar es educar, mejorar, civilizar, enriquecer y engrandecer espontánea y rápidamente, como ha sucedido en los Estados Unidos. Mas para civilizar por medio de la población es preciso hacerlo con poblaciones civilizadas; para educar a nuestra América en la libertad y en la industria es preciso poblarla con poblaciones de la Europa más adelantada en libertad y en industria, como sucede en los Estados Unidos (Alberdi, 1915; pp. 14-15). En esta lógica, el programa de construcción del sentimiento de pertenencia es pensado como un acto de libertad, producido por la voluntad. "Libertad es poder, fuerza, capacidad de hacer o no hacer lo que nuestra voluntad desea. Como la fuerza y el poder humano residen en la capacidad inteligente y moral del hombre más que en su capacidad material o animal, no hay más medio de extender y propagar la libertad que generalizar y extender las condiciones de la libertad, que son la educación, la industria, la riqueza, la capacidad, en fin, en que consiste la fuerza que se llama libertad" (Alberdi, 1915; p. 22). Con estas palabras Alberdi define el programa que guiará la fundación de la nación. Prosperidad, ferrocarriles y colonización En primer lugar, es claro que la unidad no se logrará apelando a las tradiciones, sino al progreso, que entonces se asociaba al desarrollo de la industria y de los ferrocarriles, pues ellos serán dos poderosos instrumentos para derrotar al gran enemigo de la unidad de la nación argentina: el desierto: El enemigo capital de la unidad pura en la República Argentina, no es don Juan Manuel Rosas, sino el espacio de doscientas mil leguas cuadradas en que se deslíe, como gota de carmín en el río Paraná, el puñadito de nuestra población de un millón escaso. La distancia es origen de soberanía local, porque ella suple la fuerza. ¿Por qué es independiente el gaucho? Porque habita la pampa (Alberdi, 1915; p. 130). El punto de partida en esta concepción es el desarrollo por la integración física del país -que proporcionaba el ferrocarril- con el fin de derrotar al de-

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sierto. Esto significaba, en p r i m e r lugar, adelantar políticas de desarrollo c o m o causa eficiente de la constitución de la nación (a la que Alberdi llama Repúblic a ) . Este p r i m e r p a s o se c o m p l e m e n t a r í a c o n la c o n s e c u c i ó n d e intereses c o m u n e s c o m o en "las sociedades mercantiles", e q u i p a r a n d o la u n i d a d al contrato: Hoy debemos constituirnos, si nos es permitido el lenguaje, para tener población, para tener caminos de hierro, para ver navegados nuestros ríos, para ver opulentos y ricos nuestros Estados. Los Estados como los hombres deben empezar por su desarrollo y robustecimiento corporal (...). Nuestros contratos o pactos constitucionales en América del Sud deben ser especie de contratos mercantiles de sociedades colectivas, formadas esencialmente, para dar pobladores a estos desiertos, que bautizamos con los nombres pomposos de Repúblicas; para formar caminos de hierro (Alberdi, 1915; p. 67). Recurriendo a comparaciones anatómicas, Alberdi concluye q u e la u n i d a d social se lograría p o r el progreso basado en la inmigración, y debía ser anteced i d a p o r la u n i d a d física del t e r r i t o r i o , p o r la a c c i ó n c i v i l i z a d o r a d e los ferrocarriles. Ellos (los ferrocarriles) son o serán a la vida local de nuestros territorios interiores lo que las grandes arterias a los extremos inferiores del cuerpo h u m a n o , manantiales de vida. (El ferrocarril) hará la unidad de la República Argentina mejor que todos los congresos. Los congresos la podrán declarar una e indivisible; sin el camino de fierro que acerque sus extremos remotos, quedará siempre divisible y dividida contra todos los decretos legislativos (Alberdi; 1915, p. 96). En Sarmiento la idea de progreso es más compleja y t o m a la forma de colonias conformadas p o r inmigrantes, d u e ñ o s de propiedades productivas. Sobre ellos se asentará la nueva nacionalidad. La inmigración, con su sistema de invasión pacífica por la acción individual (...), su sistema de educación común universal, que hace de cada hombre un foco de producción, un taller de elaborar medios de prosperidad opuesto a nuestro sistema de ignorancia universal, que hace de la gran mayoría de nuestras naciones, cifras neutras para la riqueza, ceros y ceros y ceros, agregados a la izquierda de los pocos que producen, y además peligros para la tranquilidad, remoras para el progreso, y lo que es peor todavía, un capital negativo dejado a los tiempos futuros, esto es, a la nación, para embarazarle los medios de prosperar (Sarmiento, 1855a; p. 138).

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Tiempos después, durante el proceso de organización del Estado nacional, Carlos Pellegrini se mantendrá fiel a estos principios. Para él, los elementos conservadores que necesita toda sociedad -al decir de Núñez- son la riqueza y la prosperidad. "Dado que la riqueza y la prosperidad son esencialmente elementos conservadores, hay en esto una seria garantía de estabilidad política, tanto más que este país ha pasado ya el periodo difícil y se ha curado de esa enfermedad endémica de nuestra América, la anarquía" (ver prólogo a Alberdi; 1915, p. 29). Ya lo había señalado años antes Mitre en un artículo que no casualmente titulaba "Nuestro programa". En él puntualiza lo que llama las ideas conservadoras —de la nación- en polémica con diputados conservadores que se oponían a las reformas liberales: Idea conservadora es la inmigración, para que la riqueza se desarrolle, para que la paz se consolide, para que la tierra se pueble, para que la agricultura prospere, para que el pueblo se moralice, y esa idea no ha tenido propagadores sino entre los hombres del partido de la libertad. Idea conservadora es la división de la tierra para que todos sean propietarios, para que todos se hagan solidarios de la permanencia del orden, para que la tierra no sea el patrimonio de unos cuantos señores feudales, para que los inmigrantes se hagan ciudadanos útiles, para que la generalización de la propiedad territorial inocule en las masas sentimientos pacíficos y tendencias de orden, combinadas con el interés de cada uno. Idea conservadora es la instrucción pública. Ella es la mejor garantía de libertad y del orden, y de la estabilidad social (Mitre, 1857a; p. 183). No sólo los presidentes Mitre y Pellegrini adhirieron a este programa de "unidad por el progreso": el general Roca en el discurso de instalación de su gobierno volvería sobre el tema: El que haya seguido con atención la marcha de este país, ha podido notar, como vosotros lo sabéis, la profunda revolución económica, social y política que el camino de hierro y el telégrafo operan a medida que penetran en el interior. Con estos agentes poderosos de la civilización se ha afianzado la unidad nacional, se ha vencido y exterminado el espíritu de montonera y se ha hecho posible la solución de problemas que parecían irresolubles, por lo menos al presente. Provincias ricas y feraces sólo esperan la llegada del ferrocarril para centuplicar sus fuerzas productoras con la facilidad que les ofrezca de traer a los mercados y puertos del litoral, sus variados y óptimos frutos, que comprenden todos los reinos de la naturaleza (Roca, 1880; p. 436).

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La colonia de Chivilcoy, fundada al oeste de Buenos Aires en plena pampa húmeda, constituida en un próspero granero, tierra de pequeños propietarios por acción de la intervención planificada de gobierno "de manera que en el mapa topográfico, un norteamericano reconocería en él su patria", es el ejemplo de la nueva nación que se quiere fundar. Repartir tierra y fundar escuelas es la contrapropuesta de patriotismo que promete Sarmiento en su gobierno, para reemplazar a los gauchos y caudillos de la pampa por agricultores prósperos que afincados en su propiedad, lleven las costumbres civilizadas al campo (Sarmiento, 1868; p. 413). Educación y religión Además de los elementos constitutivos de la unidad nacional que hemos descrito más arriba (inicialmente unidad física y comunidad de intereses privados), estos pensadores abordaron también los temas ideológicos. Sin desconocer totalmente el papel unificador de la religión -el religare— estos intelectuales, fíeles al proyecto ilustrado y siguiendo el modelo de los Estados Unidos, propugnan por una religión práctica, que complementara los negocios de la vida cotidiana sin fortalecer el poder de la Iglesia. La moral pública, y dentro de ella la religiosa, también debía estar supeditada a las necesidades del progreso, el verdadero forjador de la nación. La religión es base de toda sociedad, reconoce Alberdi, pero son "prácticas y no ideas religiosas lo que necesitamos", afirma: No pretendo que la moral deba ser olvidada. Sé que sin ella la industria es imposible; pero los hechos prueban que se llega a la moral más presto por el camino de los hábitos laboriosos y productivos de esas nociones honestas que no por la instrucción abstracta (...). Su mejora se hará con caminos, con pozos artesianos, con inmigraciones, y no con periódicos agitadores o serviles, ni con sermones o leyendas (Alberdi, 1915; p. 78). No hay en esta concepción una posición antirreligiosa o una conspiración masónica, como denunciaran casi en solitario Frías, Goyena y Estrada durante la segunda mitad del siglo, sino una cuestión de economía; es decir, de poblamiento y progreso. Por eso, se acepta que el catolicismo sea erigido como religión de Estado por su capacidad de liderar la educación, siempre y cuando se mantenga la libertad de cultos, garantía indispensable para atraer a la población anglosajona.

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El dilema era claro, si la hegemonía católica significaba renunciar a la inmigración y, por ende, a la victoria contra el desierto, es decir, abandonar el proyecto de nación, era mejor renunciar a la hegemonía católica: La América española, reducida al catolicismo con exclusión de otro culto, representa un solitario y silencioso convento de monjes. El dilema es fatal: o católica exclusivamente y despoblada; o poblada y próspera, y tolerante en materia de religión. Llamar la raza anglo-sajona y las poblaciones de Alemania, de Suecia y de Suiza, y negarles el ejercicio de su culto, es lo mismo que no llamarlas, sino por ceremonia, por hipocresía de liberalismo (Alberdi; 1915, p. 93). De todas maneras, aunque no se negaba la importancia de las prácticas religiosas para moralizar la vida privada: la industria es el gran medio de memorización. Facilitando los medios de vivir, previene el delito, hijo las más veces de la miseria y del ocio. En vano llenaréis la inteligencia de la juventud de nociones abstractas sobre religión; si la dejáis ociosa y pobre, a menos que no la entreguéis a la mendicidad monacal, será arrastrada a la corrupción por gusto de las comodidades que no puede obtener por falta de medios. Será corrompida sin dejar de ser fanática. (...) España no ha pecado nunca por impía; pero no le ha bastado eso para escapar de la pobreza, de la corrupción y del despotismo (Alberdi, 1915; p. 79). Sarmiento es más directo aún: "La cuestión de libertad de cultos es en América una cuestión de política y de economía. Quien dice libertad de cultos, dice inmigración europea y población. (...) En las provincias, empero, ésta es una cuestión de religión, de salvación y condenación eterna" (Sarmiento, 1969; p. 159). Además, como si no fueran suficientes los argumentos económicos, Sarmiento introduce otra vez el elemento de la identidad. La religión católica, buena en sí misma, carecería de utilidad para ser cimiento de la nacionalidad pues también ella está corrompida por la barbarie, en la medida en que se había reducido a una serie de groseras supersticiones que no generaban ni ambientes de conocimiento ni de moralidad. Era tan abrumador este consenso entre los constructores del proyecto nacional en Argentina, que Frías, a mitad de siglo, se lamenta de que su invocación a la protección y misericordia divinas, sea un lenguaje demodé. "Aunque hable un lenguaje pasado de moda por desgracia entre nosotros y que puede ser una novedad en nuestra prensa, yo diré que tenemos ante todo y más que todo, ne-

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cesidad de la protección de la misericordia de Dios, y podemos contar en primera línea las oraciones que se eleven al cielo de las almas puras de las madres y de las esposas argentinas" (Frías, 1853; p. 42). Treinta años después - e n 1884, en plena hegemonía roquista-, Juan Manuel Estrada al clausurar el Congreso Católico, protestaba por lo que él llamaba la "conspiración masónica" del gobierno, que no era sino el cumplimiento fiel del programa trazado por Alberdi y Sarmiento. "Si hay o no, señores, en las alturas del gobierno una conspiración conscientemente dada a desarrollar el programa masónico de la revolución anticristiana, no es punto para discutirse. ¡No estaríamos aquí si la apostasía de los gobernantes no hubiera estremecido de indignación a los pueblos! Si hay o no premeditada usurpación cesárea de los derechos de Dios y de los derechos nacionales, dígalo por mí la crónica de un año, en que un gobierno insensato ha atropellado a la vez la inmunidad de la Iglesia, la dignidad de la enseñanza, la libertad de conciencia, la fe de los padres, la inocencia de los niños, la libertad electoral, la independencia de las provincias; ¡nuestro derecho de cristianos y nuestro derecho de argentinos!" (Citado por Romero, 1946; p. 197). Y tenía razón Estrada. La generación que construyó el proyecto nacional argentino, como aquella que lo llevó a cabo, era profundamente liberal y estaba caracterizada por lo que Miguel Cañé definía como "espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano". Por eso, Juan Manuel Estrada -con la casi única compañía de Pedro Goyena- protestaría incansablemente durante las tres últimas décadas del siglo XIX contra la organización del Estado que prescindía de la Iglesia en lo tocante al matrimonio —por la ley de matrimonio civil-y la educación pública. Conviniendo en que el Estado no está subordinado al Evangelio, y que la ley civil no debe ser informada por la ley divina, a primera vista parece que no se hiciera del Estado sino una entidad imparcial en materias religiosas; pero la verdad es que siendo esa imparcialidad atributo de la soberanía, y siendo función de la soberanía regir todas las entidades agrupadas en sociedad, se confiere al Estado imperio sobre las cosas religiosas, desde que considera la religión como una simple opinión que vincula mayor o menor número de subditos suyos; y así se transforma en teoría la pretensión josefista, se avasalla la Iglesia y con ella la familia, que si no recibe la independencia de su carácter sagrado cae bajo el poder exclusivo del Estado. Destruida la autonomía de la Iglesia y de la familia, quedan extinguidas todas las fuentes y suprimidas todas las condiciones cardinales de la libertad civil (Estrada, 1904; p. 448).

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Los católicos, infructuosamente, tratan de rescatar los valores rurales que la generación del 37 había despreciado rotundamente, y que consideraban afmcandos aún en el seno de la familia. "La familia argentina es aún consistente y autonómica porque es religiosa. El socialismo no llegará a imperar soberanamente mientras ella pueda resistir, apoyada en su consagración divina, a la restauración de la ciudad pagana, patria, iglesia, escuela y única familia del ciudadano, inerte molécula de la masa nacional" (Estrada, 1904; p. 451). La indignación de Estrada se ve plenamente justificada por el debate que en 1883 se da en la cámara de Diputados a la ley sobre educación primaria. En el proyecto que él propone, en el artículo 3 o se volvía obligatorio enseñar moral y religión (además de otras materias) para terminar declarando "la necesidad primordial de formar el carácter de los hombres en la enseñanza de la religión y las instituciones republicanas". Pero a instancias de Eduardo Wilde, entonces ministro de educación, se reemplazan la moral y la religión por "moral y urbanidad"; para especificar en el artículo 8 "que la enseñanza religiosa no podrá ser dada en las escuelas públicas". Esta legislación sobre educación pública que originó el debate que tanto espacio ocupó en los periódicos de Buenos Aires durante la primera presidencia de Roca, era la continuación lógica del proyecto delineado a mitad de siglo. De toda esa generación, fue Sarmiento quien con más energía defendió el papel de la educación popular en la construcción de la nación. Pues el elemento conservador del orden y la unidad no era para él la religión, sino la propiedad y la educación. Con ésta última, no esperaba Sarmiento imponer algo que pudiera asimilarse a la resignación cristiana - n o existía en estos hombres ninguna tendencia a consagrar un presente inmóvil o a aceptar otra cosa que no fuera un futuro de progreso ilimitado- , sino que los pobres pudieran encontrar maneras de canalizar su ambición de mejoría o de inculcarles el deseo de satisfacer sus ambiciones. En ese sentido, esa función conservadora de la educación estaba asociada a la del progreso en la medida en que era creadora de mentalidad moderna. La otra función, como todo, tenía que ver con la inmigración: la educación nacionalizaría a los extranjeros inculcando unidad cultural y el sentimiento de una patria en común. Otra vez los Estados Unidos proporcionaban el ejemplo a seguir. Escribiendo como ex profeso para irritar a los pensadores católicos, Sarmiento elogia el sistema educativo del norte en los siguientes términos: Como la base de la prosperidad del Estado es la facultad de prosperar que posee el mayor número de habitantes, han arrebatado a la madre el párvulo a la edad

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de cinco años, y sin distinción de sexo, clase, fortuna, porque en esto está el secreto, lo han sometido en tan tierna edad a la blanda y social disciplina de un departamento primario de donde pasa este algodón apenas cardado, a la escuela primaria. Desde allí el fabricante de hombres productores, cuando está ya en estado de recibir formas pasa a aquella materia bruta aunque animada, a la escuela secundaria, donde empiezan a incrustarle rudimentos de ciencias de aplicación; la geografía, a fin de que conozca la extensión del mundo que tiene por delante para explotar (Sarmiento, 1855a; p. 139). En varios artículos Sarmiento desarrolla sus ideas sobre educación, pero es sobre todo en Educación popular donde se puede encontrar condensado su pensamiento. La educación garantiza por doble partida la construcción nacional: por una parte, porque ella provee el conocimiento de los derechos ciudadanos y con él, la capacidad de ejercerlos, conocimiento sin el cual la sola ley no podría garantizar la igualdad de los mismos. Por otra, porque sólo ella, asumida como un deber de la sociedad, puede garantizar la reproducción de la misma, preparando a sus miembros para desempeñar las funciones a que serán llamados (Sarmiento, 1950; pp. 122-123). De la educación depende el futuro económico de la nación - n o sólo de los ciudadanos- por el desarrollo moral de los individuos. Este tipo de desarrollo es uno de los elementos conservadores que defiende Sarmiento -lo que es coherente con su concepción de que barbarie es anarquía-, elemento que cumple el mismo papel que el bienestar económico como principio de la ciudadanía. El poder, la riqueza y la fuerza de una nación dependen de la capacidad industrial, moral, e intelectual de los individuos que la componen; y la educación pública no debe tener otro fin que el aumentar estas fuerzas de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posean. La dignidad del Estado, la gloria de una nación no pueden ya cifrarse, pues, sino en la dignidad de condición de sus subditos; y esta dignidad no puede obtenerse, sino elevando el carácter moral, desarrollando la inteligencia, y predisponiéndola a la acción ordenada y legítima de todas las facultades del hombre. Hay además objetos de previsión que tener en vista al ocuparse de la educación pública, y es que las masas están menos dispuestas al respeto de las vidas y de las propiedades a medida que su razón y sus sentimientos morales están menos cultivados. Por egoísmo, pues, de los que gozan hoy de mayores ventajas en la asociación, debe tratarse cuanto antes de embotar aquel instinto de destrucción que duerme ahora,

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y que han de despertar la vida política misma y la influencia de las ideas que se irradian sobre todos ios pueblos cristianos (Sarmiento, 1950; pp. 122-123). Es también el camino para superar la profunda ignorancia legada por España, país al que se valora como el más atrasado de Europa: carente de los conocimientos en ciencias naturales o físicas que han sido la base de una poderosa industria que no sólo garantiza el progreso, sino también el trabajo para los ciudadanos del resto del Viejo Continente. En esa óptica, Alberdi enfatizará en la necesidad de poblar educando a los pueblos "no en las ciencias, no en la astronomía -eso es ridículo por anticipado y prematuro-, sino en la industria y en la libertad práctica" (Alberdi, 1915; p. 219). Aún hay más razones para poner la educación en un lugar destacado en la forja de la nación: la educación es la mejor, si no la única manera de integrar sin traumatismos sociales a los inmigrantes con la atrasada población española que habita esta parte de América. Sarmiento teme que las diferencias culturales, de actitud y conocimiento se reprodujeran como hondas diferencias sociales, irguiéndose como obstáculos al proyecto de unidad nacional pensado (Sarmiento, 1950; pp. 122-123). La educación implicaba también fomentar la disciplina social: La concurrencia de los niños a la escuela (...), habituar el espíritu a la idea de un deber regular, continuo, le proporciona hábitos de regularidad en sus operaciones; añadir una autoridad más a la paterna, que no siempre obra constantemente sobre la moral de los niños, lo que empieza ya a formar el espíritu a la idea de una autoridad fuera del recinto de la familia; últimamente la reunión de masas de individuos, la necesidad de contener entre ellos sus pasiones, y la ocasión de estrechar relaciones de simpatía, echa sin sentirlo los primeros rudimentos de moralidad y de sociabilidad, tan necesarios para prepararlos a las obligaciones y deberes de la vida de adultos (Sarmiento, 1950; p. 130). Nación de ciudadanos Coherentemente con lo expuesto hasta ahora, en un proyecto que se pensaba como un acto de voluntad que daría sus frutos en el futuro, el papel de unificador, de creador de sentimiento colectivo que en Colombia se le atribuyó a la religión, en Argentina se le concedió a la educación y al progreso material para, desplazando a la barbarie, fundar una nación de ciudadanos. Para ello se consideraba indispensable mejorar la población en cantidad y calidad. El camino más expedito para lograr ese fin era la inmigración. En un país de inmigrantes

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que se planteaba esos objetivos, la educación pública y laica fue considerada el instrumento por excelencia para generar procesos de integración nacional y una conciencia colectiva civilista. Mitre, en un artículo titulado Profesión defé, lo relacionaba claramente: "En materias sociales estamos siempre por el fomento de la inmigración europea, como medio de regenerar nuestra sociedad. Por la difusión de la educación primaria como medio de moralizar las masas y hacerlas aptas para el ejercicio de la libertad. (...) Tal es el programa que adoptamos" (Mitre, 1852 a; p. 167). La colonia rural de Chivilcoy donde resonaba "el dulce trie trac de las máquinas de coser" y "las damas (...) no tuvieron tiempo de aprender a coser por el método antiguo, tan nueva es esta sociedad" era, para Sarmiento, "la Pampa, habitada y cultivada" -es decir urbanizada- y la mejor demostración de que el progreso permite crear esa nación de ciudadanos, basada en la comunidad de intereses y respetuosa de la ley. Se construye, entonces, un amplio consenso basado en la idea de una nación futura integrada bajo el modelo cultural de la ciudad de Buenos Aires, urbanizando el campo, aunque Alberdi y Sarmiento diferían bastante sobre el alcance que en ella debería tener el sufragio universal. Para Alberdi el sistema democrático era suficiente para lograr los ideales de la revolución de Mayo. En su concepción, el voto popular debería ser filtrado por elecciones indirectas en dos o tres niveles de electores, en tanto que un poder ejecutivo fuerte garantizaría el orden hasta que los ciudadanos estuvieran preparados para el ejercicio pleno de los deberes democráticos. Así, la integración por la participación política tiene en Alberdi -como en los liberales de casi toda América Latina- un alcance limitado, y esta queda, de hecho, subordinada a los logros del progreso. Sarmiento, en cambio, mantiene una fe inconmovible en que la integración de los extranjeros a la ciudadanía: su nacionalización contribuiría a formar "una mayoría de votantes respetable y respetada", capaz de imponer "ideas de orden, honradez y economía en el manejo de los caudales públicos" y de urbanizar el campo moralizando las costumbres políticas. En el futuro cercano, cuando aquéllos fueran numéricamente la mayoría dentro de los que Estrada y Mitre llamaron las clases conservadoras, y Sarmiento, con mayor precisión, las clases propietarias, se lograría el perfeccionamiento del sistema democrático. Pero, entre tanto, el voto debería ser directo y restringido a esta clase. El voto universal sólo servía a los intereses de los caudillos políticos y desfiguraba la democracia.

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(...) en San Juan por las condiciones que crea la agricultura hay pueblo y no gauchos, pueblo como el pueblo de las campañas de Francia, poco ilustrado, que votará mal; pero que vota; a diferencia de la campaña de Buenos Aires (se refiere a la provincia del mismo nombre), donde fuera de las ciudades, no hay pueblo, aunque haya gauchos; y como la ley de elecciones obliga a todos los habitantes de ocho mil leguas cuadradas, a votar por una misma persona, es preciso que los más entendidos de la ciudad les digan a los de pa' fuera quiénes son los que ellos creen que deben ser, etc. (Sarmiento, 1872; p. 384). De esta forma, aunque por otro procedimiento, también Sarmiento limitaba la integración por el sistema electoral, en este caso a los propietarios; aunque justo es reconocer que tanto él como Alberdi, veían cercano un futuro optimista donde estas restricciones no serían necesarias. A pesar de estas diferencias sobre el sistema electoral, referidas a cómo garantizar la integración política al tiempo que se limitaba el alcance de la soberanía popular -donde a la postre se impuso la concepción de Alberdi-, en términos generales, se puede afirmar que en este punto también existe un consenso amplio. Así lo denuncia, eternamente en solitario, Juan Manuel Estrada: Esta descomposición de los partidos en el gobierno y en la oposición, proviene de que no militan por una contradicción de principios. Concuerdan entre sí en el orden constitucional, porque todos aceptan el régimen republicano y federal; concuerdan en el orden civil, porque todos son socialistas más o menos radicales o inconscientes; concuerdan en el orden doctrinario, siendo unánimemente naturalistas o racionalistas, a lo menos si se les considera en globo; y como limitan su atención a las cuestiones electorales, resulta que son utilitarios en uno de los sentidos menos elevados de la palabra. Sus disidencias versan únicamente sobre el goce y ejercicio del poder (Estrada, 1904; p. 444). Territorio y organización institucional Esta nación en ciernes, que no se reconoce en las tradiciones heredadas, que espera fundarse por el progreso, la inmigración, la educación y la civilidad, sólo en un punto concede al pasado: en la hagiografía de los héroes de la Independencia (sobre todo a San Martín y Belgrano) y en los símbolos construidos por la revolución. Alberdi ve en esta tradición recién inventada un principio de unidad. A pesar de las guerras intestinas que desgarraron al país durante la primera mitad del siglo XIX, nunca se discutió la bandera: Los himnos populares de nuestra revolución de 1810 anunciaban la aparición en

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la faz del mundo de una nueva y gloriosa nación, recibiendo saludos de todos los libres, dirigidos al gran pueblo argentino. La musa de la libertad sólo veía un pueblo argentino, una nación argentina, y no muchas naciones, y no catorce pueblos. En el símbolo o escudo de armas argentinas aparece la misma ¡dea, representada por dos manos estrechadas formando un solo nudo sin consolidarse: emblema de la unión combinada con la independencia (Alberdi, 1915; p. 144). También el territorio, que si bien todavía no es territorio nacional apropiado por los habitantes (o inmigrantes), es al menos una unidad externamente reconocible, juega un papel de unidad simbólica. Elemento de unidad "es el territorio argentino, sobre cuya extensión, integridad y límites están de acuerdo Europa, América y los geógrafos, salvo pequeñas discusiones sobre fronteras externas. Bajo el nombre de República o Confederación Argentina, todo el mundo reconoce un cierto y determinado territorio, que pertenece a una asociación política, que no se equivoca ni confunde con otra" (Alberdi, 1915; p. 154). Como hemos visto a lo largo de toda la exposición, la apropiación del territorio tiene una presencia casi obsesiva en todo el proyecto nacional argentino. El territorio se concibe como una oposición dual entre ciudad y desierto, civilización o barbarie. El desierto es, de esta manera, un problema para el progreso, para la construcción de ciudadanos y para la organización del país. Conquistar el desierto tiene en el proyecto nacional argentino una fuerza simbólica tan grande como la que le atribuye Marienstras (1988) al mito de la frontera en Estados Unidos. Desierto e inmigración -en el fondo dos maneras de referirse a lo mismo, el problema y su solución- están en la base toda argumentación sobre el problema nacional sin exceptuar la organización institucional. Volvamos pues, sobre esta idea. El primero en enunciar este mal que aquejaba a la República Argentina "la extensión" y "el desierto"- fue Sarmiento en su Facundo (Sarmiento, 1969; pp. 35-36). Idea que se mantuvo durante muchos años y que, posteriormente, repetirá Avellaneda durante su presidencia, en el prólogo a Actualidad financiera de Alvaro Barros: "Somos pocos y necesitamos ser muchos. Sufrimos el mal del desierto y debemos aprender a sojuzgarlo" (Avellaneda, 1975). En la introducción a sus Bases, Alberdi ayuda a fijar este dogma del programa nacional argentino con su famosa frase "gobernar es poblar", para más adelante sustentar en ella la organización política del país: Pero, ¿cuál es la Constitución que mejor conviene al desierto? La que sirve para hacerlo desaparecer; la que sirve para hacer que el desierto deje de serlo en el menor tiempo posible y se convierta en país poblado. Luego éste debe ser el fin político,

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y no puede ser otro, de la Constitución argentina y en general de todas las Constituciones de Sud América. Las Constituciones de países despoblados no pueden tener otro fin serio y racional, por ahora y por muchos años, que dar al solitario y abandonado territorio la población de que necesita, como instrumento fundamental de su desarrollo y progreso (Alberdi, 1915; p. 214). Obviamente, la política colonizadora no era un fin en sí mismo; poblar era, para estos intelectuales, promover la transformación del ámbito rural mediante la modificación de las características de la población gracias al aporte positivo que se suponía, traería la "raza anglosajona" a los hábitos y costumbres tradicionales. Para derrotar al desierto no era suficiente multiplicar la población, había que reemplazarla o, en última instancia, combinarla con otra que mejorara sus costumbres. La fuerza del desierto en tanto factor geográfico moldeador de personalidades era tan grande que debía tener implicaciones de política; como ya señalamos más arriba, era indispensable que la inmigración contara con una serie de prerrogativas (ventajas económicas, nacionalización inmediata) que compensaran en parte el sacrificio de habitar esas regiones. El consenso sobre la necesidad de derrotar al desierto con población europea fue total. Incluso publicistas católicos, poco afectos al ideario ilustrado que guió este programa, se suman a esta posición. Frías, diputado porteño de finales de la década del 50, argumenta desde su óptica: (...) el extranjero es el agente vivo, el mejor conductor de la civilización. El hombre moralizado por la educación y por el hábito del trabajo, es la lección más elocuente que pueda darse al habitante indígena de Sudamérica. El buen ejemplo fue en todo tiempo muy persuasivo, y la presencia del hombre europeo, esto es, el ejemplo inmediato de un hombre que conoce y practica los deberes de la familia, los que lo ligan a los demás hombres y a Dios, puede ser y será con el tiempo en estos países el instrumento de que la Providencia se valga para extinguir los instintos semibárbaros, que pugnan por rechazar la benéfica influencia de la civilización que nos invade (Frías, 1856; p. 46). Como curiosidad se puede mencionar la desconfianza que expresa el diputado José Hernández en este programa que creía en la inmigración como panacea para los males del país. El autor del Martín Fierro, al tiempo que reclama un tratamiento igualitario para los hijos del país, no se opone a fórmula, pero la condiciona:

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Hemos dicho ya que la emigración puede ser un elemento de progreso, y puede serlo de atraso. Eso depende de las medidas reglamentarias de la inmigración. El inmigrante que desembarca en nuestras capitales, se encuentra enfrente del desierto, sin medios de trabajar, porque la campaña amenazada aleja los capitales. La ciudad le ofrece la subsistencia, y trata de amoldarse a una vida las más veces inútil y ociosa. ¿Quiere decírsenos qué ventaja se recoge de la inmigración en esas condiciones? (...) La inmigración sin capital y sin trabajo, es un elemento de desorden, de desquicio, y de atraso. El mal crónico está en el desierto, es verdad, pero se necesita hallar el medio de subsanarlo (Hernández, 1869; p. 26). A u n q u e el urquicista H e r n á n d e z coincide con t o d o s sus coetáneos en el diagnóstico, agrega u n elemento novedoso que a la larga resultó ser clarividente: el riesgo de q u e los inmigrantes se c o n c e n t r a r a n en Buenos Aires. Tenemos un desierto inmenso que poblar, no sólo para arrancar a la tierra los frutos que regala al que la cultiva, sino para destruir el peligro de las invasiones de las tribus indígenas, venciéndolas por el derecho del trabajo, por las nobles conquistas de la civilización y del progreso. Pero, ¿cómo poblar el desierto? ¿Basta pronunciar el Fiat milagroso para que surjan las florecientes colonias en los estériles yermos de la Pampa? ¿Basta llamar la población exuberante y proletaria que despide la vieja Europa de su suelo? Aunque esa población afluya en inmenso número a nuestras playas, estaremos siempre en la misma condición, o iremos más bien dificultando la situación precaria del país, porque es claro que esa inmigración no va a dirigirse en masa al desierto con el propósito magnánimo de transformarlo en un edén (Hernández, 1869; p. 298). En solitario, José H e r n á n d e z insistirá en que si los nacionales recibieran los m i s m o s beneficios que los inmigrantes - e s o s que Sarmiento describe de la colonia de Chivilcoy- éstos p o d r í a n p r o d u c i r mejores resultados q u e ellos y, al fin, gozarían de los beneficios de la Revolución de Mayo: Pero, si el país necesita la introducción del elemento europeo, necesita también y con urgencia la fundación de colonias agrícolas con elementos nacionales. (...) Cuatro o seis colonias de hijos del país harían más beneficios, producirían mejores resultados que el mejor régimen policial y que las más severas disposiciones sobre lo que se ha dado en clasificar de vagancias. El lépero de México, el llanero de Venezuela, el montubio del Ecuador, el cholo del Perú, el coya de Bolivia y el gaucho argentino no han saboreado todavía los beneficios de la Independencia, no han participado de las ventajas del progreso, ni cosechado ninguno de los favores de la libertad y de la civilización (Hernández, s.f.; pp. 405-406).

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En todo caso, aunque el pensamiento de José Hernández representaba a una minoría, esta cita es ilustrativa del papel que la imagen del desierto jugó en el proyecto nacional argentino en todos los sectores políticos. Volvamos ahora a la corriente hegemónica en la construcción de la nación. Pensando en el desierto, Alberdi había definido la tarea primordial del Estado: "Los gobiernos americanos, como institución y como personas, no tienen otra misión seria, por ahora, que la de formar y desenvolver la población de los territorios de su mando, apellidados Estados antes de tiempo" (Alberdi, 1915; p. 215). La tesis de Alberdi, complementada con la visión de Sarmiento de conquistar el desierto con colonias de pequeños propietarios productores, será sostenida en adelante por todos los presidentes del país hasta la organización definitiva del Estado nacional con Roca. Mitre, primer presidente de la Argentina reunificada y antecesor de Sarmiento, refiriéndose a la necesidad de proteger la agricultura en la provincia de Buenos Aires, argumenta en primera instancia contra el nomadismo, por ser portador de barbarie y antítesis de la agricultura, en cuyo asentamiento ve la base del orden social, de la riqueza, de la paz, del trabajo digno y de las buenas costumbres, en fin, de la civilización (Mitre, 1857f;pp. 320-321). Nicolás Avellaneda, antecesor de Roca en la presidencia de la República comparte el programa: La cuestión fronteras es la primera cuestión para todos, y hablamos incesantemente de ella aunque no la nombremos. Es el principio y el fin, el alfa y el omega. (...) Las fronteras habrán desaparecido cuando dejemos de ser dueños del suelo por herencia del rey de España, y lo seamos por la población que lo fecunda y por el trabajo que lo apropia. Este es el programa aún de muchos administraciones y de dos o tres generaciones (Avellaneda, 1975). Y, por último, Julio Argentino Roca, al presentar su programa de gobierno al Congreso de la República, sintetiza estas preocupaciones: Los demás ramos de la administración, tales como la inmigración, la instrucción pública, la difusión de la enseñanza en todas las clases sociales, la protección debida al culto, al comercio, a las artes y a la industria, son ya deberes normales que ningún gobierno puede desatender. Debo, sin embargo, hacer especial mención de la necesidad que hay de poblar los territorios desiertos, ayer habitados por las tribus salvajes, y hoy asiento posible de numerosas poblaciones, como el medio más eficaz de asegurar su dominio (Roca, 1880; p. 437).

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Todas estas opiniones atribuyen a la influencia del desierto no sólo el papel de enemigo del progreso, sino también el de obstáculo de la organización territorial, pues el jefe montonero que irrumpía en la ciudad, que sometía su cultura cosmopolita gracias a la fuerza bárbara era, ante todo, un producto del desierto. Por otra parte, el tipo de mentalidad localista del hijo del desierto era un impedimento para la consolidación de una idea de lo nacional: "El gaucho argentino, aunque de instintos comunes con los pastores, es eminentemente provincial; lo hay porteño, santafesino, cordobés, llanista, etc. Todas sus aspiraciones las encierra en su provincia; las demás son enemigas o extrañas, son diversas tribus que se hacen entre sí la guerra" (Sarmiento, 1969; p. 149). Pero si el hijo del desierto tendía a la dispersión y a la anarquía, el territorio, en tanto conformación geográfica, tendía hacia la unidad; era unidad en potencia: Pero por sobre todos estos accidentes peculiares a ciertas partes de aquel territorio, predomina una facción general, uniforme y constante; ya sea que la tierra esté cubierta de la lujosa y colosal vegetación de los trópicos, ya sea que arbustos enfermizos, espinosos y desapacibles revelen la escasa porción de humedad que les da vida; ya, en fin, que la pampa ostente su despejada y monótona faz, la superficie de la tierra es generalmente llana y unida, sin que basten a interrumpir esta continuidad sin límites las sierras de San Luis y Córdoba, en el centro, y algunas ramificaciones avanzadas de los Andes, al norte; nuevo elemento de unidad para la nación que pueble un día aquellas grandes soledades, pues que es sabido que las montañas que se interponen entre unos y otros países y los demás obstáculos naturales mantienen el aislamiento de los pueblos y conservan sus peculiaridades primitivas. (Por todo esos elementos) la República Argentina es una e indivisible (Sarmiento, 1969; p. 40). Aunque ya a mitad de siglo la disputa federal-unitaria estaba solucionada a favor de los primeros y no queriendo introducir factores disolventes, Sarmiento acepta que la organización sea federal; pero la geografía, de todas maneras, como lo acabamos de ver, la llevará a ser unitaria. "La República marcha visiblemente a la unidad de gobierno, a la que su superficie llana, su puerto único, la condenan. Se ha dicho que es federal, llámesele Confederación Argentina, pero va encaminándose a la unidad más absoluta" (Sarmiento, 1969; p. 271). Alberdi, quien en definitiva proporcionará la fórmula de la organización política, también recurre in prima causa a la explicación por la geografía. "Y aunque las distancias sean un obstáculo real para el centralismo puro, no lo serán

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para el centralismo relativo o parcial que proponemos (...). Ni debemos olvidar, en cuanto a esto, que las leyes civiles y criminales, el arreglo concejil o municipal, la planta financiera o fiscal, que hasta hoy poseen las Provincias argentinas, fueron dados por un gobierno que residía a dos mil leguas de América, lo que demuestra que la distancia no excluye absolutamente todo centralismo" (Alberdi, 1915; p. 164). Siendo partidario de la organización federal en consideración de las grandes extensiones de territorio desierto que se debían administrar - y de un fundado temor a la hegemonía de Buenos Aires que se resistía a nacionalizar el puerto-, pero consciente de la imperiosa necesidad de construir una unidad nacional fuerte que, a su juicio, no impedía ese territorio, Alberdi recurre a soluciones transaccionales. Sus Bases son un inmenso esfuerzo para deducir del análisis de la realidad las fórmulas jurídicas de esa conciliación. Por eso afirma reiteradamente que la "Constitución que no es original es mala". Sostenido por esa convicción, diseñó el régimen mixto —con elementos de unidad y elementos de federación— que aún caracteriza al país . La concepción de Alberdi, con base en consideraciones geográficas y políticas, propugna por un gobierno federal con fuertes componentes unitarios. "En este punto la consolidación deberá ser absoluta e indivisible. Para el extranjero, es decir, para el que ve de fuera la República Argentina, ésta debe ser una e indivisible: multíplice por dentro y unitaria por fuera" (Alberdi, 1915; p. 155). Pues si la extensión del territorio favorecía cierta tendencia hacia el federalismo, sólo la unidad nacional podría garantizar esa grandeza que el proyecto creía inevitable para la república: Sólo es grande lo que es nacional o federal. La gloria que no es nacional, es doméstica, no pertenece a la historia. El cañón extranjero no saluda jamás la bandera que no es nacional. Sólo ella merece respeto, porque sólo ella es fuerte. Caminos de fierro, canales, puentes, grandes mejoras materiales, empresas de No es el caso aquí sustentar la tesis del régimen mixto que caracteriza a la República Argentina. Baste decir que, siendo nominalmente federal, las atribuciones de las provincias en tanto legislación, tributación y procedimientos administrativos son muy limitadas en comparación, al menos, a la federación de los Estados Unidos. En todo caso, Alberdi siempre consideró que la legislación debía ser uniforme para todo el país como un elemento más de constitución de la nacionalidad. "La uniformidad de la legislación (...), no daña en lo mínimo las 185 atribuciones de soberanía local, y favorece altamente el desarrollo de nuestra nacionalidad argentina" (Alberdi, 1915; p. 108). Las tendencias unitarias de Sarmiento lo llevan a defender la misma tesis.

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colonización, son cosas superiores a la capacidad de cualquier provincia aislada, por rica que sea. Esas obras piden millones y esa cifra es desconocida en el vocabulario provincial (Alberdi, 1915; p. 153). Obviamente, la imagen geográfica del desierto no existe por sí sola; ella lleva en sí la de su contraparte: la ciudad - más en Sarmiento que en Alberdi- para trazar el mapa del futuro de la nación. Si el desierto es barbarie y anarquía, la ciudad -Buenos Aires, la ciudad moderna, la del litoral; no Córdoba, la ciudad colonial y mediterránea- es civilización. Buenos Aires, la de la cuna de la Revolución de Mayo, que con "su río y su porvenir" -dice Sarmiento- "escarmentó a Inglaterra, equipó a diez ejércitos, dio cien batallas campales, inició la revolución y la llevó a todas partes, se mezcló en todos los acontecimientos, violó todas las tradiciones, ensayó todas las teorías, se aventuró a todo y salió bien de todo" (citado por Scheines, 1991; p. 55). Si la pampa era el desierto, la barbarie, lo que hay que civilizar para "constituirse", como dice Alberdi, Buenos Aires será el modelo que señalará el camino. La fundación de la nación es, para estos hombres, una utopía que pasa por derrotar al desierto para poblar el campo, cultivarlo, conectarlo por vías férreas, multiplicando las colonias y la influencia cultural de la ciudad.

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