Generalmente me gusta escribir sobre cosas abstractas por dos motivos: porque es difícil que alguien que no conozca la verdadera historia pueda saber a qué me refiero y porque es fácil que la gente se sienta identificada con lo que cuento. Hoy voy a saltarme esa regla y os voy a hablar de mi madre. Veréis, mi madre se llama Conchita y ya solamente por ese nombre nunca va a poder ir a Argentina. Tiene treinta años en cada pata y uno colgando, y no tiene ningún interés en volver a tener vuestros dichosos veinte o treinta años por el simple hecho de que tendría que trabajar cuarenta años más y a ella no le queda ya nada para jubilarse.
Mi madre siempre se queja de que no tiene tiempo, pero cuando lo tiene se encarga de ocuparlo porque ella no puede estar todo el día sin vender una escoba. Además, ese tiempo libre suele usarlo para ayudar a otra gente. Mi madre hace solamente un año que tiene Facebook, envía los whatsapps grupales por privado y los whatsapps privados a los grupos. Mi madre confundía el ruido de los antiguos módems con las goteras, y se cree que si el pitorro del monitor está encendido, el ordenador también lo está. A mi madre una vez le repartieron unos auriculares en el AVE en verano y los confundió con polvorones porque llevaban un envoltorio plateado. Mi madre compra siempre mal los lácteos porque se cree que la leche azul es siempre entera, la verde semi y la roja desnatada. Mi madre se ríe de los chistes porque son chistes, no porque los entienda, y
mi madre cree que si yo usara la mollera para hacer cosas buenas y no para estar todo el día dale que te pego con los dedines y diciendo tontunas sería un niño muy listo. Aunque yo tenga 23 años y esté tratando de empezar un doctorado, siempre que hablo con mi madre ella me pregunta que si mañana tengo cole o no. Además, mi madre tiene miedo de que me eche una paipa estando fuera, que no vuelva nunca más a Barcelona y que la deje solina. Mi madre, no obstante, no tiene solamente cosas buenas. Mi madre está en las antípodas de mi pensamiento político. Eso no sería malo de por sí si no fuera porque, además de que su ideología me parezca anacrónica y podrida moralmente, mi madre no critica nunca determinadas cosas, asuntos o instituciones que para ella son fundamentales en su vida. Y eso hace que hablar de política con ella sea casi siempre inútil. Pero incluso en eso mi madre me ha ayudado, y es que gracias a su cabezonería he aprendido a tratar de argumentar mis planteamientos con gente que sé que jamás me dará la más mínima razón. Al final, mi madre es como cualquiera de vuestras madres: quiere que coma bien, que me tape cuando haga frío y que sea buenín. Poco más. Mi madre, como la tuya, quiere que viva la vida que ella ha diseñado para mí, pero eso jamás se lo voy a permitir. Mi vida no va a ser lo que ni ella ni nadie quiera, ni siquiera lo que yo quiera: mi vida será una macedonia de lo que me ha sucedido y de la constante interpretación que de ello vaya haciendo. De hecho no sé cómo será mi vida ni siquiera a un año vista. Lo que sí sé es que mi vida estará marcada, tal vez de forma determinante, por muchas de las cosas que ella me ha enseñado: a ser tenaz, a entregarme en lo que hago, a no echarle la culpa a otros de mis problemas. A buscar lo que me llena y no lo que es fácil, a pensar en los demás y a no vivir pensando en la perfecta circunferencia que mi obligo dibuja. Y no, mi madre ni está enferma ni se va a morir de forma inminente. Vaya, que yo sepa. Simplemente me he levantado por la mañana y he visto el siguiente whatsapp en mi móvil: "Hijo, cómete el lomo que te compré antes de que se ponga malo. Ya me devolverás el tupper cuando vuelvas". Que una cosa es que sea madre y otra muy diferente es que sea tonta.