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Lunes 19 de noviembre de 2007
Por Ezequiel Fernández Moores Para LA NACION
OPINION Carlos A. Ilardo Para La Nación
Ya no tiene quien lo persiga; deben dejarlo descansar La primera imagen, el desquite con Spassky en 1992; en el centro y a la derecha, dos duelos en 1971: el match con el danés Larsen y, en Buenos Aires, con el armenio Petrosian
ro nadie dice nada, porque acá son todos «primos». El que no fue a la escuela con uno fue con el otro”, me dice Diego, un español que vive en Islandia desde hace treinta años. La compañera es una rumana que tampoco quiere a “Fiche” ni a los islandeses. Los considera “fríos y arrogantes”. La mujer sufre en un país en el que “no hay nada para hacer, salvo la casa y el trabajo”. El paisaje no ayuda. Tierra volcánica, casi ni un árbol. Ideal para que la NASA, según se cuenta, enviara a sus astronautas para que se hicieran una idea previa del paisaje lunar. Diego y su esposa fueron los únicos de mis entrevistados que hablaron mal de “Fiche”. Así llama Diego “a ese criminal que traicionó a su país”. Los demás lo quieren. “Sé que es excéntrico y que habla de más, pero ésas son sus ideas y acá todos lo respetamos porque lo que él te hace ver es lo que él es”, dice la empleada de un hotel. “Yo estuve a punto de llamarlo, mira, éste es su numero de teléfono. Queríamos pedirle que hiciera de árbitro, sin necesidad de hablar, en un film de ajedrez que estamos haciendo. Pero el proyecto está detenido y sé que Fischer se peleó con todos, incluso con Saemi”, agrega Thorstein, dentro de una galería de arte. Saemi es Saemi Palsson, el policía islandés que hizo de guardaespaldas de Fischer en el partido de 1972. Fue casi un hermano mayor para Fischer. Lo dejaba ganar cuando jugaban tenis, bowling o carreras de natación. Y Fischer, ya campeón mundial, lo llevó a los festejos en Estados Unidos, donde Palsson soñó con ser recibido en la Casa Blanca por Richard Nixon. Pero ahora Fischer y Palsson están distanciados. Fischer, con su paranoia, ve a su amigo como un “agente de la CIA”, según contó hace tres meses un artículo formidable del diario El País, de España. El autor, Leontxo García, viajó a Reykjavik y envió tres cartas a Fischer para pedirle una entrevista. No tuvo suerte, aun cuando en otro artículo, de julio de 2004, García escribió que el propio Fischer, en 1991, le pidió que lo ayudara a comprender a unos empresarios españoles que le habían ofrecido fortunas para que volviera al ajedrez. García, según el artículo de 2004, quedó deslumbrado cuando conoció a un personaje al que se le atribuye un cociente de inteligencia superior al de Albert Einstein. Pero, por otro lado, asistió al costado sórdido de “un enfermo mental”, pues “es imposible que una persona tan inteligente” mantenga las “opiniones profundamente racistas y machistas” que García escuchó en aquella reunión secreta de Francfort, en la que Fischer “vomitó un lenguaje soez” contra comunistas, mujeres, negros y judíos. En su artículo más reciente de 2007,
En Reykjavik, una ciudad famosa por su tolerancia, Bobby Fischer es un cuerpo extraño
García relató que Fischer perdió mucho dinero cuando el banco suizo UBS, supuestamente bajo presiones, transfirió sin aviso previo a un banco islandés el premio de 1,9 millones de euros que Fischer había cobrado por su partido de 1992 ante Spassky. Reveló también que cuando Spassky fue a visitar a Fischer en 2005 a Reykjavik, el ruso, un hombre amable, hoy radicado en Francia, tuvo que ir hasta su casa para convencerlo de que fuera a la cena, que había garantías absolutas de privacidad. Fischer, no obstante, revisó primero todos los rincones para asegurarse de que no hubiera nadie escondido. “Fischer –me dice hoy García, mientras cubre un torneo en Vitoria, España– revolucionó el ajedrez. Pero su desequilibrio mental es un claro ejemplo de lo peligrosa que resulta la obsesión por el ajedrez en los niños. Nunca deberían abandonar sus estudios por el ajedrez, sino formarse como jugadores y personas al mismo tiempo. Lo mejor –concluye– es recordar a Fischer como un mito y no regodearse en sus problemas actuales.” Buscando a Bobby Fischer es, justamente, el nombre en español de la película de 1993 en la que Joe Mantegna, padre obsesionado por el talento precoz de su hijo, quiere convertirlo en el nuevo Bobby Fischer. Basada en una historia real de Josh Waitzkin, la historia la contó Fred, el propio padre. Josh al menos tenía padre. El pequeño Bobby, en cambio, creció creyendo que su pa-
COMO DOS PERSONAS El periodista español Leontxo García, una de las pocas personas que tuvieron la posibilidad de entrevistarse con Fischer, dijo: “Es imposible que una persona tan inteligente tenga opiniones profundamente racistas y machistas”.
// FOTOS DE A RC H IVO
dre, al que casi nunca vio, era Gerhardt Fischer, un biofísico alemán, posible agente soviético, que se casó con Regina en 1933 en Moscú, los dos comunistas y de origen judío. Pero Regina, emprendedora e inestable, ya estaba separada de Gerhardt cuando nació Bobby, en 1943, y tenía un romance con el ingeniero húngaro Paul Nemenyi, quien visitó y envió dinero hasta su muerte en 1952 para el cuidado de su hijo Bobby, a pesar de que Gerhardt figura en los registros oficiales como padre legal. La historia salió a la luz por la desclasificación de archivos secretos del FBI, que vigiló por años a Regina. “Los niños sin un padre se vuelven lobos”, dijo Fischer. Después de su coronación en Reykjavik, Fischer no volvió a defender el título del que fue despojado en 1975 y, salvo el match de 1992 con Spassky, tampoco volvió a competir en público, aunque sí difundió su proyecto de ajedrez sin límites de tiempo y sorteando las posiciones antes de cada partida. Pero su vida personal ingresó en el misterio. Una relación con la húngara Zita Rajcanyi, un hijo en Filipinas que iba a visitar hasta antes de su arresto de 2004 en Japón y una breve detención en 1981 en una prisión de Pasadena, en la que denunció haber sido torturado, luego de romper su vínculo con la Iglesia Mundial de Dios. Ni siquiera Reykjavik, la ciudad que más lo comprende y lo cuida, parece hoy en condiciones de alejar los fantasmas que todavía persiguen a Bobby Fischer.
Ese hombre, ahora cansado, vencido y obeso, con rebosada barba plateada, que el pasado 9 de marzo cumplió 64 –uno por cada uno de los escaques que compone un tablero de ajedrez–, y que descansa sobre una cama del Landspitalis de Reykjavik, acaso sea uno de los campeones mundiales más completos de la historia del milenario juego. Robert James Fischer, o simplemente Bobby, perteneció a esa selecta clase de figuras marcadas por el fuego sagrado de las bizarras hazañas elaboradas frente a un tablero. Creció en la orfandad, con familia de utilería; padre desconocido y madre paranoica. Años de infancia desangelada con plazas recorridas sin el calor de una mano. Se crió sólo en el Bronx donde descubrió el ajedrez, su único aliado; empeñó toda su libido en descifrar los secretos del juego. Pocos años después se convirtió en el campeón norteamericano y en el gran maestro más joven de la historia. Bobby Fischer jugaba para la memoria. “El ajedrez es la vida”, le susurraba a su íntimo y acotado grupo de incondicionales amigos. Pero ese joven sin ablande, algo excéntrico, huraño y misógino confeso, a medida que avanzaba su popularidad comenzó a escapar de las luces de la fama; veía los fantasmas de la CIA, la KGB o la Interpol cada vez que los aficionados lo perseguían por las calles solicitándole un autógrafo o una simple instantánea junto a su ídolo. Corrió por la calle Sarmiento, en pleno centro porteño, tras vencer al armenio Tigran Petrosian en la semifinal disputada en el Teatro San Martín en 1971. Corrió por la desolada ciudad de Reykjavic, cuando al año siguiente derrotó al ruso Boris Spassky en aquella final bautizada como El match del Siglo. “Sólo estoy para el presidente Nixon”, le dijo a la pasada a la joven conserje antes de encerrarse bajo siete llaves en un cuarto del hotel de la capital islandesa. También corrió por distintas capitales del mundo, incluso Buenos Aires, cuando tras disputar un match ante su viejo rival, el ruso Boris Spassky, en Yugoslavia, en 1992 eludió un embargo de su país. Estuvo prófugo casi 11 años, hasta que fue detenido en Japón; Fischer comenzó a soltar su peor lenguaje, atacando a los negros, judíos y norteamericanos. Hablabla para el olvido. Hace dos años que vive en un punto de la geografía islandesa; lee sobre historia universal, come pescado y cordero. Se volvió sedentario. Ya no juega ajedrez en público, ni tiene fuerzas para correr. Sólo quiere descansar.