OPINION
Jueves 13 de octubre de 2011
“E
PARA LA NACION
L poeta es un fingidor que finge constantemente,/que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente.” Como en el poema de Pessoa sobre la simulación del poeta, parecería que los argentinos simulamos convencidamente que vivimos en una democracia. Cuando, en realidad, se va configurando un sistema autocrático que se hace poderoso a expensas de debilitar el Parlamento y subordinar a la Justicia; confunde autoridad con poder e interpreta a las elecciones como un plebiscito. Una concepción de poder que se reconoce fácilmente. Desde los funcionarios que cancelan las críticas con la frase “la gente nos votó” hasta el falso debate sobre la reelección indefinida. Un oxímoron político, ya que si algo define a la democracia es la alternancia; es decir, que quienes hoy son minoría puedan ser mayoría mañana. Las elecciones son ciertamente la condición necesaria de una democracia, pero no alcanza si los gobernantes se valen de la mayoría para destruir la legitimidad que la sustenta. Nadie lo explica mejor que ese teórico y apasionado de la democracia como sistema político que es el italiano Giovanni Sartori, quien al definir la “autocracia” establece con nitidez dónde está la frontera entre lo que es democrático y lo que no lo es: “Autocracia es autoinvestidura, es proclamarse jefe uno mismo o bien ser jefe por principio hereditario”. De modo que la democracia es exactamente lo opuesto, nadie puede autoproclamarse, nadie puede proclamarse jefe y nadie puede heredar el poder. Sin convertirse en un autócrata. Es cierto que las mayorías electorales, o el criterio mayoritario de una sociedad da permiso para la toma de las decisiones de un gobierno, pero la legitimad depende de si ésta es o no democrática. La mayor responsabilidad democrática la tiene el gobernante, que es quien debe garantizar el derecho de las minorías. Estos son principios consagrados en nuestra Constitución reformada del 94, que al otorgar carácter constitucional a todos los tratados internacionales de derechos humanos significó una avance progresista sobre nuestro odioso pasado autoritario. Resulta paradójico que esa misma Constitución, que nació bajo el fantasma de lo que la niega (permitir la reelección del presidente Carlos Menem) sea la que al consagrar valores universales nos dio una legitimidad democrática que aún no incorporamos como cultura compartida. Nuestro problema no son las leyes sino la escasa tradición de respeto a esa ley que consagra la igualdad, la participación ciudadana y la división de los poderes. Pruebas al canto: el que se instalen públicamente falsos debates como puede ser que se discuta la perpetuación del poder, habla de nuestra escasa tradición democrática. La Constitución no es un traje a la medida de los gobernantes y sí el chaleco de fuerza al que debiéramos someternos en tiempos de lucidez para evitar los desquicios que nos vienen de nuestro pasado lejano y reciente. ¿Qué más necesitamos para saber que toda vez que nuestro país cayó en la tentación autocrática, se maniató nuestro desarrollo como Nación y que existe una íntima relación entre libertad y progreso? El aclamadísimo premio Nobel Amartya Sen lo dice mejor. El nos advierte que la democracia no es sólo ir a votar y elegir a unos representantes, sino que es, sobre todo: discusión pública. Si las elecciones deben ser libres cuánto más libres deben ser las opiniones. Porque cuando las opiniones se imponen las que pierden libertad son las elecciones. Por eso, si la simulación sustituye a la realidad y el debate se distorsiona con falsos dilemas u opciones, la que se debilita es la idea misma de democracia. Y así vamos, entre el miedo y la libertad, las crisis económicas y las mentiras, sin reconocer que vivimos la disyuntiva histórica de construir normalidad democrática, basada precisamente en los principios de legitimidad democrática. Tal vez porque hablamos mas de precios que de principios, más de personas que de ideas y más de los malos que de los males, nos cuesta establecer valores compartidos por otros, o sea culturales. A riesgo de ser reiterativo, vale repetir: sin libertad no hay política, sin política no hay participación democrática y sin oposición no hay democracia. Si se ignoran estas definiciones básicas, consagradas universalmente, se puede caer en la tentación del poema: simulamos tan eficazmente que creemos que es democracia lo que la niega. Y la niega la perpetuación del poder, la uniformidad y la hegemonía política. © LA NACION La autora es candidata a vicepresidente de la Nación por el Frente Amplio Progresista
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EL CASO SOBRERO ES UNA RADIOGRAFIA DEL PODER Y DE LO QUE VENDRA
Un oxímoron político NORMA MORANDINI
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Pollo al spiedo ALVARO ABOS PARA LA NACION
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O que la prensa ha llamado “el caso Sobrero” es una verdadera radiografía del poder kirchnerista: lo desnuda en su actual conformación, pero también anticipa y muestra en qué busca convertirse. El 2 de mayo de 2011 un descarrilamiento de trenes suburbanos produjo un gigantesco atasco ferroviario. Y dejó varados a miles de hombres y mujeres pobres que sólo tienen ese tren para viajar entre sus hogares y su trabajo. El lenguaje argentino coloquial describe esta situación con una frase ya unida al sentido común: “La gente viaja como ganado”. Se produjo una explosión popular y actos de vandalismo. Meses después, un juez detuvo intempestivamente al delegado obrero de la línea Sarmiento. Es Rubén Sobrero, “el Pollo”, un trotskista que no pertenece a la Unión Ferroviaria, sino a un sindicalismo autónomo, apreciado por los trabajadores a raíz de su activismo y energía. El jefe de Gabinete, en sus diálogos con la prensa, reveló que conocía la causa. Sin embargo, ésta era secreta aun para los abogados defensores de los imputados. Lo cierto es que el procedimiento judicial, intimidatorio e irregular, no pudo completarse. Entre otras cosas, el juez equivocó la identidad de un detenido (se llevaron a su hermano), no tenía pruebas para detener a nadie y terminó liberando a Sobrero… tras pedirle perdón (según dijo el liberado). El Gobierno, que quería desprestigiar a Sobrero demonizándolo como un terrorista infiltrado, lo erigió en héroe. Y “el Pollo”, entrevistado por todos los canales, se convirtió entonces en el héroe del día. El juez, por su parte, pretende que la Policía Federal, auxiliar de la Justicia según el ordenamiento legal argentino, se aparte de la causa, ya que la información (?) que le pasó para que actuara en el caso Sobrero, era errónea. Escaldado, el magistrado quisiera al mismísimo Servicio de Inteligencia (ex SIDE) como su asistente… Todo esto es un verdadero manicomio, ilustrativo de la situación en la Argentina actual. Más allá de las tribulaciones de Sobrero, que llevaba a su hija al colegio en el momento en que lo arrestaron, la cuestión central no era ésa sino la realidad que la causa judicial volvía a mostrar: la desidia gubernamental hacia las condiciones del transporte público. En ocho años el Gobierno no ha hecho nada para mejorar el transporte ferroviario que recorre el área metropolitana. Que millones de personas tengan que desperdiciar largas horas viajando en vagones que tienen sesenta, setenta y hasta ochenta años de antigüedad, con los asientos tajeados, con vidrios rotos por los que se filtra el agua de la lluvia, el frío polar o el sol inclemente, apretujadas o bien colgados de un estribo, con riesgo de morir con el cráneo roto por alguna pedrada, o debiendo rogar a Dios para que el tren llegue a destino sin descarrilar porque las vías están obsoletas, nada de todo esto conmueve al Gobierno. Quizás el secretario de Transporte de Néstor y Cristina Kirchner, el señor Ricardo Jaime, tenía cosas más importantes en las que pensar. Cada dos por tres, la multitud humillada produce estallidos de furia y destruye lo poco que tiene, dañándose a sí misma, tal y como los bonzos se inmolan o como los presos queman las propias y escasas pertenencias con las que conviven en sus
celdas. La lógica de este vandalismo es: ¿para qué voy a cuidar cosas que son tan malas que ni siquiera me sirven? Los transportes suburbanos ferroviarios están operados por empresas privadas. La que gestiona los trenes del Sarmiento pertenece a un señor que este mismo diario ha calificado como “un empresario cercano al Gobierno”. En la sociedad hay muchas dudas sobre la transparencia de los contratos de concesión. Pero más allá de todo esto, el Estado nacional conserva poder de supervisión, y a su cargo está el diseño y la construcción de nuevas vías.
Este caso muestra que el Gobierno maneja a su antojo una parte de la justicia federal También el poder para disciplinar a los concesionarios en el cuidado del servicio público, en compensación del pingüe negocio que significa operar el transporte público. Lo importante del asunto Sobrero no es tanto la irregularidad del proceso contra este delegado sindical, sino el escenario social de atraso y maltrato a los habitantes más humildes del área metropolitana que el episodio oculta. Las principales preocupaciones de la sociedad argentina son la criminalidad, la educación, la salud y una que enlaza a todas, que es el transporte público. Un transporte público degradado no es compatible con una sociedad más segura, ni es complemento de la salud pública, más bien todo
lo contrario: es un riesgo permanente para la vida de las personas, como lo demostró el accidente de hace unas semanas en un paso a nivel de Flores. Además, “el caso Sobrero” ha mostrado que el Gobierno maneja a su antojo a por lo menos una parte de la justicia federal. La cooptación de miembros del Colegio de la Magistratura hace inviable cualquier sanción contra jueces títere. En estas condiciones, el poder se ha tornado, según la feliz metáfora de Octavio Paz para la tentación autoritaria, un Ente Carnívoro. El gobierno argentino cada vez se parece más al óleo de Goya Saturno devorando a un hijo: una boca ávida que se come instituciones, normas, personas. El poder legislativo ya fue vaciado por el Gobierno a partir de la derrota electoral de junio de 2009, con la complicidad de la oposición, que no supo imponer su mayoría. En la actualidad, el Congreso ni siquiera funciona. La opinión pública ya no espera nada de diputados y senadores. Es como si no existieran. La excusa de que están en campaña es infantil. Los honorables representantes a quienes la sociedad encargó la redacción de leyes sólo “hacen política”. Como si dictar leyes no fuera hacer política. Pero todos cobran el sueldo cada mes. Algunos kirchneristas hablan claro. Por ejemplo, Ernesto Laclau, quien el 2 de octubre proclamó cuál será la principal preocupación kirchnerista desde diciembre de 2011: la reforma constitucional para la reelección perpetua. “Una democracia real en Latinoamérica se basa en la reelección indefinida”, dijo sin cortapisas Laclau. Pero ¿por qué?, piensa quizás el inge-
nuo lector, recordando tantas experiencias frustradas con reelecciones anteriores. No tiene duda alguna el ideólogo: “Una vez que se construyó toda posibilidad de proceso de cambio en torno a cierto nombre, si ese nombre desaparece, el sistema se vuelve vulnerable”. Laclau, en su soberbia como pensador del poder que se sabe insustituible, llega a delatar a quien sirve: nos informa que “sé que a ella no le gusta que se mencione el tema [la reelección]”. ¿No le gusta a ella porque no quiere la reelección o porque no quiere que se clarifique su hambre por la perpetuación en el poder? De paso, el ideólogo, a quien el Gobierno acaba de entregar un espacio central en su canal “cultural”, como para que nadie dude sobre su predominio, denigra a Hermes Binner, a quien califica como político de “centroderecha”, para luego pronosticar que el gobernador de Santa Fe llegará a algún tipo de connubio con el kirchnerismo. No estaría de más que el candidato del Frente Amplio Progresista desbaratara la maniobra de manera más enfática. “El caso Sobrero” fue un episodio menor. Cuando el lector lea este artículo quizás haya sido olvidado. Sin embargo, a la luz de lo que ha dicho Ernesto Laclau, el sentido de esos hechos resplandece en toda su lóbrega realidad: el poder quiere tragárselo todo. Hoy, se quisieron comer a “el Pollo”, un dirigente obrero que resiste los mandatos del poder; mañana se querrán comer una revista o un diario, y pasado mañana se querrán deglutir la Constitución nacional. Pero en nuestras manos está arruinarles la digestión. © LA NACION
¡Que se vote ya! LUIS MAJUL
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A que estamos soportando es la campaña electoral para presidente más aburrida de la actual era democrática. No solamente no provoca el más mínimo interés en la mayoría de la sociedad. Faltan todavía diez días para su celebración y ya la repetición ininterrumpida de los avisos de los candidatos supera, por mucho, el nivel de tolerancia y saturación de cualquier oyente y televidente promedio. Incluso resultan insoportables los cortos de Cristina Fernández, que son los más logrados desde el punto de vista estético y desde la contundencia del mensaje. ¿Lo habrá hecho a propósito el ministro Florencio Randazzo, el hombre que dispone la distribución de los espacios? En serio. Ver y escuchar a Brian, a Cecilia y Don Atilio está muy bien unas cuantas veces, pero llega un momento en que el efecto que produce es exactamente el contrario al que se busca. Y ni qué hablar de la voz ronca de Ricardo Alfonsín en medio de un acto o el contradictorio mensaje que da Eduardo Duhalde cuando susurra, con voz muy suave, “vamos para adelante”. No es ninguna primicia: la campaña no entusiasma a nadie. Primero, porque el resultado está cantado. Segundo, porque la oposición ni siquiera pudo instalar, en el centro del debate, el peligro cierto y cercano de la hegemonía política oficial. Y tercero, porque no hay un solo candidato capaz de poner sobre la mesa una idea interesante o novedosa y digna de ser discutida. También es cierto que la Presidenta no ayuda. No hace conferencias de prensa. No responde preguntas. No se somete a ningún debate. Pero los demás están tan abúlicos que ya ni siquiera se quejan de eso. La única
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que le está poniendo un poco de pimienta al asunto es la gran derrotada, Elisa Carrió. Ella no tiene votos, hizo implosionar a la fuerza política que lidera y su futuro como dirigente es incierto. Sin embargo, explicó con sencillez algo que cualquier analista atento puede confirmar si observa el escenario con detenimiento: si la Presidenta resultara plebiscitada con un voto cercano al 55 por ciento, tendrá muchas posibilidades de instalar la discusión sobre su reelección. E incluso conseguirla. Y lo podría lograr gracias, entre otras cosas, a la práctica del deporte más popular después del fútbol: el panquequismo nacional. El Gobierno puede argumentar que se trata de una polémica extemporánea. El candidato Hermes Binner puede presentarla como una maniobra para evitar que su intención de voto continúe creciendo. Pero la verdad es que el tema provoca más curiosidad que la propia campaña. Incluso la persistente aunque minúscula suba del dólar y la creciente y preocupante “fuga de capitales” son más interesantes, como tema de conversación, que los comicios del 23 del actual. Mientras tanto, a lo que se debe estar más atento todavía es a la evidente colonización del Estado. Está claro que al kirchnerismo no le alcanza con un par de mandatos. Que vinieron para quedarse, si es posible, para siempre. Si sólo en los últimos meses La Cámpora logró instalar a 7000 de sus “militantes” dentro del Estado, ¿en qué se terminará transformando la administración pública dentro de cuatro años, cuando la Presidenta termine su segundo mandato? Si la astucia y la
seducción de Néstor Kirchner primero y su esposa después lograron incorporar al “proyecto” a decenas de intelectuales, periodistas, filósofos y actores que todos los días se la pasan repitiendo que el actual y el anterior son los mejores dos gobiernos en toda la historia, ¿adónde nos terminará llevando, como país, esta suerte de pensamiento único, masificado y acrítico? Si continúan repartiendo millones y millones de pesos desde el Estado a los empresarios, sindicatos amigos, organizaciones no gu-
Resultan insoportables los cortos de Cristina. En serio. Escuchar tanto a Brian, Cecilia y Don Atilio produce hartazgo bernamentales, medios y productoras de radio, televisión y cine que simpatizan con la causa y al mismo tiempo se discrimina y persigue a las pocas organizaciones e individuos que todavía mantienen intacto su espíritu crítico, ¿la Argentina seguirá siendo una República o se transformará en Kirchnerlandia o en Cristinalandia, con todo lo (malo y peligroso) que esto puede significar? Los periodistas que nos ocupamos de analizar la política estamos aburridos y ansiosos. Queremos que se vote cuanto antes. Si es posible ya mismo. Deseamos saber si Cristina Fernández se volverá más “respetuosa de las instituciones” y más democrática o si continuará con su doble estándar de no involucrarse en pú-
blico con “las malas noticias” y al mismo tiempo enviar a “sus mastines” para atacar a quienes cuestionan algunas de sus decisiones. Nos urge enterarnos de si se va a “radicalizar” sólo en el discurso o también con sus acciones. Pretendemos dilucidar hasta dónde va a llegar en su ataque a las empresas y periodistas que no responden a “la corpo” de medios hegemónica paraoficial y oficial. Si esta administración va a seguir manipulando las cifras del costo de vida y la pobreza y si va a continuar inflando las estadísticas de buenas noticias en medio de la anestesia del consumo y el crecimiento del PBI. Nos gustaría confirmar si Daniel Scioli se le va a plantar a la Presidenta antes de que Gabriel Mariotto siga avanzando sobre el nuevo gobierno de la provincia de Buenos Aires. Si el problema de Cristina Fernández es con Hugo Moyano o con cualquier sindicalista que no quiera poner un límite a las paritarias. Si el principio de colonización del Estado se extenderá a toda la Justicia y todos los organismos de control y empezarán a ir presos los que se atrevan a enfrentar al nuevo poder político. Si la Argentina está “blindada”, como sugieren algunos funcionarios de la administración, o empezará a sufrir los coletazos de la crisis europea y la desaceleración de las economías de Brasil, China y la India, como afirman expertos de las más diversas escuelas. Queremos saber, en fin, si la magnitud de la victoria hará a los triunfadores más intolerantes y soberbios todavía o les aportará la humildad y el equilibrio necesarios para gobernar durante los próximos cuatro años. © LA NACION