Poema sin término, e inmutable, de la cambiante Eterna

27 feb. 2010 - la cambiante. Eterna. © LA NACION. “Si se añadía que el amor no tenía para él nada que ver con el sexo, que era flaco y friolento y que las ...
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hechos que la crítica reciente opuso a la leyenda y sin siquiera corregir los gruesos errores de la primera edición, tales como sostener que en parte la locura le venía a Macedonio de haber perdido a su padre a los tres años cuando en verdad eso le había acaecido a los 17. Eterna era Elena; Museo..., un catafalco y su autor, el abogado quejumbroso que, metido a poeta, no pudo versificar sino querellas (y aclaro: la versión de Ricardo Piglia en La ciudad ausente, además de ser infinitamente mejor que la leyenda, es ficción y como tal excede a toda esta historia). En cualquier caso, la ofuscación contra la muerte de su esposa condecía con aquella su porfiada negación de la Realidad. Ahora, en este último punto no hay excusas, pues los textos filosóficos, que estaban disponibles, no se dejan simplificar de esa manera sin algo de mala fe o de ignorancia. Sí las hay en lo tocante a Museo..., ya que tan sólo en 1993, con la edición crítica realizada por Ana Camblong, los lectores tuvieron ocasión de saber que unos ocho años después de la muerte de su esposa, Macedonio había iniciado una exaltada relación que sobreviviría hasta su muerte, o hasta la muerte de ella pocos meses después de la de él, o para siempre si él estaba en lo cierto cuando, tratando de vencer la incredulidad de ella, le escribía en su novela: “¡cual si muerte pudiera haber!”. Y eso sin contar los factibles romances con otras mujeres en el interregno –como el que noveliza en Adriana Buenos Aires o el que habría deseado tener, a juzgar por el testimonio dudoso (es fuerza reconocerlo) de Jorge Luis Borges, con su hermana Norah–. No obstante lo cual incluso esta excusa es poco sustentable ya que, desde la publi-

“Si se añadía que el amor no tenía para él nada que ver con el sexo, que era flaco y friolento y que las cosas del cuerpo no eran de su incumbencia, su obra era un asunto prácticamente terminado”

Poema sin término, e inmutable, de la cambiante Eterna A Consuelo: Antes que, puesto el pie tuyo, acierte de vos y de mí la primera palabra del decir que hoy para ti comienzo, inclina tu faz amable y el lúcido espíritu que con ella, con ceño o con serena frente, muestra sus labores y sus reposos, hacia mí, y hacia el pensar grave que al arte me impuse siempre; y hoy más que antes de hoy, en estos días que por ti se hacen Hoy para mí, lo quiero severo y rico en adivinaciones del misterio que pulsa en tu ser y en la línea graciosa de tus pasos pequeños y eternos, pues ahora el Asunto eres tú, si soy tu artista, y tú eres quien más espera en mí y más en mi persona. Pues yo hago de tus esperanzas en mí la esperanza mía. No la traía conmigo cuando llegué y hoy esperanza tengo, y mejor que mía tengo la tuya, en mí, y no la quiero por mía, ni la tengo sin ti. Sabes ahora así que si dejas a tu fe cesar, nada seré al punto, nada en mí habrá para morir ni aun la esperanza, pues en tu ser estaba lo que mía pareciera. Uno de los textos de Museo de la Novela de la Eterna según la edición de 1993: donde dice “Consuelo”, la edición de 1967 decía “Eterna”

cación del epistolario en 1976, era posible saber que mientras redactaba Museo..., ya había en su vida la que algunos amigos denominaban “la Señora”. La “Señora” era Consuelo Bosch, viuda de Sáenz Valiente, rica y culta hija de una familia patricia, veinte años menor que el “Maestro”, como ella lo llamaba, y que parece no haber querido, y él tampoco, que su relación trascendiera del círculo íntimo. Así fue como varios textos de Museo... que en los manuscritos iban dedicados a Consuelo, a quien allí se denomina en forma explícita “Eterna”, aparecieron en la edición primigenia de 1967 dedicados a Eterna. Adolfo de Obieta, responsable del disimulo, no hacía con ello sino cumplir con aquel pacto de silencio (todavía vigente, ya que la correspondencia que debió de existir entre los amantes sigue sin aparecer). En la edición de 1993, realizada con la anuencia de Obieta, los textos originales fueron restituidos. Y con ellos, otros documentos que obligan a conceder no sólo que en el personaje Eterna Macedonio elaboraba más bien su pasión por Consuelo, sino sobre todo que antes de que esa pasión se desatara (entre fines de 1928 e inicios de 1929), en el proyecto de novela no figuraba al parecer ningún personaje de ese nombre ni siquiera en el título, que todavía a comienzos de 1929 era Niña de dolor, la Dulce Persona de un amor que no fue conocido. Nueva perspectiva

Los datos que justifican este cambio radical de perspectiva son abrumadores. Muchos están en la obra de Ana Camblong, Macedonio. Retórica y política de los discursos paradójicos (2003); otros, en Memorias errantes (1999), de Adolfo de Obieta, libro palpitante. En ellos se puede aprender que Macedonio se enamoró de Consuelo a fines de la década del 20 y que eso fue para él una transfiguración, al estilo de la de los enamorados de Boiardo o del Tasso. De allí proviene el personaje Eterna y el proyecto definitivo de Museo..., donde este personaje y el Presidente desplazan a un segundo plano a la pareja DeunamorNiña de Dolor, relativa, acá sí, a marido y esposa fallecida. Pronto Macedonio se

“Adolfo suplicó a Consuelo que lo convenciera de ocuparse de un libro (un libro, escribía Macedonio en Museo..., que ni Eterna ni él necesitaban) o al menos avenirlo a regresar a Buenos Aires para vivir con él, tan dispuesto a sacrificarse por la obra de su padre” trasladó a una casita aneja a la residencia de los Bosch, en Pilar, donde pasó largas temporadas y, ya a mediados de 1929, Consuelo pasó en limpio de su puño y letra una versión de Museo..., lo que explica esta frase al inicio de los capítulos: “Escribes el manuscrito de ésta tu novela en que te doy mi espíritu como el tuyo me diste”. Los hijos de Macedonio compartirían por fin, allá en La Verde, en Pilar, algunos días felices con su padre. Más adelante Adolfo suplicó a Consuelo que lo convenciera de ocuparse del libro (un libro, escribía Macedonio en Museo..., que ni Eterna ni él necesitaban), o al menos avenirlo a regresar a Buenos Aires para vivir con él, tan dispuesto a sacrificarse por la obra de su padre, como lo demostró después. Quizá no ha pasado suficiente tiempo desde que las revelaciones fueron hechas. Es alarmante empero cuánto se hacen esperar los logros de esta pequeña revolución: ediciones críticas, artículos, nuevas tesis que terminen de romper con la leyenda. Si no hay nada mejor, que venga la “negra Tarsia” a reírse de las caídas del hombre en los brazos de la vida. Porque es preferible esa risa a la admiración luctuosa de un Macedonio de ultratumba, anémico, mordaz por infeliz y descreído, abjurador de la vida, del cuerpo, del otro y de la política al que se nos tenía acostumbrados. Aunque se puede aspirar a algo mejor: un crítico sutil y sistemático, un humorista generoso, un místico asombrado del cuerpo ineludible y del tortuoso poder de la conciencia, un observador meticuloso del goce y del dolor, un trovador de la Pasión y sobre todo un aspirante a ella: a la entrega abnegada como camino de liberación, un pensador de lo ético entonces, de la política, de la historia como exigencia constante del logro de lo Humano. Lo Humano que, como escribió alguna vez pensando en esos carteles de fiado de los almacenes de antes, “siempre empieza mañana”. © LA NACION

Sábado 27 de febrero de 2010 | adn | 11