pensamiento nietzsche y el fin de las utopias - Revistas UNAM

Nietzsche representa una de las más grandes revoluciones filosóficas de la historia de Occidente. Su pensamiento configura el más radical intento teórico por ...
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PENSAMIENTO NIETZSCHE Y EL FIN DE LAS UTOPIAS Amoldo Mora Rodríguez R e f l e x i o n a r sobre la huella dejada por el que, quizás, sea el filósofo más actual, el que es clave para entender el siglo que acaba de terminar y, de manera particular, sus dos últimas décadas, lo mismo que, probablemente, la primera del siglo XXI, constituye una tarea que da pleno sentido a las celebra ciones del Primer Centenario de la muerte del genial filósofo alemán. En efecto, Friedrich Nietzsche representa una de las más grandes revoluciones filosóficas de la historia de Occidente. Su pensamiento configura el más radical intento teórico por poner fin a la influencia hegemónica del cristianismo en nuestra cultura, influencia predominante desde hace al menos 16 siglos, es decir, desde que San Agustín reconcilió o "bautizó" la filosofía griega con la fe cristiana y puso las bases doctrinales de la Cristiandad Occidental. Por el contrario, Nietzsche emprende el retorno a una concepción integral de la vida inspirada en el pensamiento griego, anterior a la invención de la racionalidad ética de Sócrates y seguida luego por la Escuela clásica de Atenas (Platón y Aristóteles) y todo el pensamiento occidental posterior. Nietzsche ve el rescate de la autenticidad de los valores (que él califica como una subversión integral de los valores) en un retorno a la cuna de la civilización que, según nuestro filósofo, se da a partir de la épica homérica, continúa en el pensamiento filosófico presocrático y llega a su culminación en el teatro trágico de Esquilo. Esto implica un repensar radical, desde sus raíces, del concepto vigente de hombre, que pone en entredicho la tradición judeo-cristiana de Occidente, a la que Nietzsche califica de "platonismo para el pueblo". La concepción judeocristiana da prioridad a lo ético, ya que es una cultura del oído y no de la vista, como la cultura griega. Dios es palabra que se oye y no objeto que se ve, pues se revela como un mandato u orden dirigido a la voluntad y no un Logos que habla a la razón. Para el judeo-cristianismo, Dios es una orden o mandato de realizar la justicia y no un Logos o tratado explicativo del Cosmos. En Grecia, el origen de toda su cultura y, con ello mismo, de la filosofía, parte de una interpretación estética de la vida. Por eso, Nietzsche ve en Hornero y no en Moisés, al padre de nuestra cultura, en cuya obra se inicia la desmitificación del pensamiento que culmina en la visión trágica de Esquilo. En la tradición bíblica, por el contrario, los profetas realizaron ese proceso crítico de desmitificación, pero lo hicieron sobre todo gracias a la denuncia de los Profetas del abuso de poder de los gobernantes en nombre de la justicia de Dios. Partir de la

estética supone una concepción integral de la existencia, cuya clave radica en su concepto del tiempo. El tiempo estético no es el tiempo histórico ni el tiempo dialéctico. El tiempo, tal como lo entendemos corrientemente, supone tres momentos: pasado, presente y, sobre todo, futuro. Esta concepción del tiempo la debemos a San Agustín, cuyas célebres páginas de las Confesiones describiendo el tiempo existencial o experiencia íntima del tiempo, son ya clásicas en la Historia de la Filosofía. El tiempo estético o poético, por el contrario, prolonga la concepción cíclica del tiempo propia del mito. En esta concepción se desconoce el futuro como la apertura hacia lo radicalmente nuevo, con lo que el presente no es más que una reiteración del pasado. De ahí que la existencia humana no sea más que un retorno onírico a la cuna, un "eterno retorno", como lo proponía Nietzsche. La libertad humana se disuelve, así, en una especie de destino insalvable. La vida misma es un destino y, por ende, sólo una interpretación trágica de la misma nos revela su dimensión ontológica. Es el ser del hombre, en consecuencia, el que es trágico. La tragedia no es un espectáculo del que gozamos para que nos produzca un efecto catártico, como pretende Aristóteles, sino la expresión de la más profunda verdad que el hombre puede decirse a sí mismo. Y esa verdad no es otra, como lo muestra el mito de Edipo, que un asumir nuestros orígenes consistente en descubrir que en la cuna está escrito o fijado el futuro de nuestra existencia, es decir, que nuestro futuro no es más que la realización de nuestro pasado porque en nuestra cuna se anida la verdad única de todo nuestro existir. Por eso el héroe trágico es el hombre por excelencia, pues es el único capaz de vivir gozosamente su destino al asumirlo como la realización de una verdad que ya fue establecida desde nuestra cuna. Paradójicamente, la filosofía política de Nietzsche no es griega sino romana. Grecia no fue capaz de crear el Estado tal como lo entiende la historia de Occidente. Para los filósofos griegos (sobre todo Platón y Aristóteles) la política (de la palabra griega "polis", que significa "ciudad") es el arte y la ciencia de ordenar la vida en sociedad. Pero su concepción de "sociedad" no sobrepasaba en tamaño espacial y humano el ámbito de una ciudad y sus entornos. Por el contrario, para el romano la política es el arte de gobernar entendiendo por tal la capacidad de usar la violencia represiva en vistas al ejercicio del poder. La racionalidad de tal ejercicio se expresa en un conjunto de normas legales, el Derecho Romano. De ahí que uno de los más grandes aportes de

Roma a la historia de la humanidad es la creación del Derecho Romano. Esto fue lo que les permitió forjar un Imperio que duró muchos siglos y se convirtió en el modelo de Estado para toda la cultura occidental. Lo que importa destacar es el concepto de tiempo que subyace a la concepción de la política de la Roma imperial. Roma no enfatiza el saber o Logos, como lo hicieron los griegos, sino el poder de su Imperio, es decir, del Estado. En otras palabras, los romanos divinizan a su ciudad como símbolo de su poderío imperial. Roma domina todo, incluso el tiempo. Roma es el origen del tiempo, su fundación es un acto primigenio y fundante de dimensiones ontológicas, por lo que esta fecha sirve para medir el tiempo, es el metro o medida con el que se calendariza la historia no sólo de los romanos sino de la humanidad entera. Los romanos escribieron la historia usando a la fundación de Roma como medida de las fechas, como medida del tiempo. Así, hablaban de "Ab Urbe condita": desde la fundación de Roma. Incluso en el uso de las palabras se destaca el papel ideológico, es decir, para uso o fines políticos, que se le asigna a Roma, pues a las ciudades comunes y corrientes (que son todas las demás) se las llama "civitas" (de donde viene la palabra "ciudadano") pero a Roma se la llama "Urbs" (de donde viene la palabra "urbe"). "Urbs" sólo era una: Roma, centro del universo y cuya fundación era el punto de partida del tiempo histórico, pues servía para establecer las fechas de todos los acontecimientos en la historia de los demás pueblos. Algo semejante ha pasado en tiempos recientes con los ingleses, creadores de un gran Imperio que dominó el mundo durante todo el siglo XIX. Los ingleses llaman "city" (ciudad) al distrito financiero de su capital, Londres, pues allí radica el poder real que movía a todo el imperio. De esta concepción romana del tiempo surge el concepto de verdad y de historia en la filosofía de Nietzsche. La verdad para nuestro filósofo es siempre un retorno a los orígenes. El evento fundante de algún proceso histórico es siempre su verdad, por lo que la prioridad cronológica se convierte en criterio epistemológco. Es verdad aquello que fue primero en el tiempo; es verdad aquello que expresa y se contiene en el acto fundante, por lo que la fidelidad a los orígenes se convierte también en criterio ético: sólo se puede juzgar como original, es decir, como "verdadero", aquello que es fiel a sus orígenes; sólo son legítimos aquellos sucesores que se mantienen fieles a las ideas e ideales originales de los padres fundadores. De ahí nace también el método hermenéutico o arte de destacar o poner de relieve en un texto la intuición original que subyace al acto creador, cuya comprensión revela la verdad contenida en dicho texto. Esta verdad, por ende, no es objetiva sino subjetiva, pues no revela un hecho sino un acto, es decir, la actividad de un sujeto que sólo puede ser comprendida por

La concepción judeo-cristiana da prioridad a lo ético, ya que es una cultura del oído y no de la vista, como la cultura griega otro sujeto, por lo que la comprensión de un texto se convierte en un diálogo entre dos subjetividades a través del texto, es decir, de manera intemporal y ahistórica, ya que los eventos externos que dieron origen al texto sólo son concomitantes y coadyuvantes y no expresan la esencia misma del acto creador. De nuevo, como se ve, se vuelve a criterios epistemológicos cercanos a la experiencia estética, que prioriza siempre lo subjetivo y no concibe lo real como hecho sino como acto. Esto lo retoman de Nietzsche varias corrientes de pensamiento actuales para forjar un enfoque estético. El retorno a la intuición fundante que dio origen a la obra de arte, hace de la misma una especie de "eterno presente". Vista así, la obra de arte no expresa una realidad completa sino una invitación al diálogo, un llamado a continuar por parte del espectador o lector el acto creador que dio origen a la obra. Sólo se entiende una obra de arte cuando se es de alguna manera partícipe del acto creador, cuando se es cómplice del autor. Una obra de arte no es un hecho terminado, cerrado y concluso. Todo lo contrario, una obra de arte es una palabra que sólo se completa cuando ponemos nuestra propia palabra, cuando la convertimos en diálogo. Porque la obra de arte es siempre una palabra abierta, una invitación y un llamado al diálogo, susceptible, por ende, de múltiples lecturas, de múltiples interpretaciones, todas válidas a condición de ser fecundas, es decir, de provocar una reacción igualmente creadora en quien las disfruta. Es por eso que al acto creador se le llama "evento, acontecimiento, suceso", del que todos somos protagonistas más allá del espacio y del tiempo, siempre y cuando nos abramos y participemos como cómplices o co-creadores en el acto fundante o primigenio que dio origen a la obra de arte. Tal es la dimensión "utópica" del pensamiento de Nietzsche, quien toma el término etimológicamente: "u- topos", en ningún lugar, más allá del espacio y del tiempo o, mejor aún, espacio y tiempo oníricos porque allí sólo cabe la creatividad pura, única manera de vivir la existencia auténticamente, es decir, poéticamente. Volvamos entonces al tema que dio origen a estas reflexiones y concluyamos diciendo que en Nietzsche, más que el fin de la utopía, lo que se da es su plena realización. Por eso, el profeta Zaratustra, más que cantar pavanas y componer endechas a una época que termina, entona el himno triunfal y gozoso de otra época cuya aurora él anuncia. E Amoldo Mora. Filósofo costarricense, profesor e investigador del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional - UNA, en Heredia, Costa Rica. Es autor de importantes obras en el campo de la filosofía y de la cultura universal. Fue Ministro de Cultura y Deportes de Costa Rica.