pedro martín cedillo

Francisco Vidal. Ficha técnica. ILUMINACIÓN. Ion Aníbal / Diego Conesa. DISEÑO GRÁFICO Y VÍDEO. Corvitec. PRODUCCIÓN. Fran Cantos y Marcos Toro.
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PEDRO MARTÍN CEDILLO EL VALLE DE LOS CAUTIVOS

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Edición no venal de la Fundación SGAE para la promoción y difusión de textos teatrales objeto de estreno

PEDRO MARTÍN CEDILLO EL VALLE DE LOS CAUTIVOS

Sin la autorización por escrito de la editorial, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra ni tampoco su tratamiento o transmisión por ningún medio o sistema. De igual manera, todos los derechos que de ella dimanen, cualquiera que sea la naturaleza de estos, así como las traducciones que puedan hacerse, incluyéndose igualmente las representaciones profesionales y de aficionados, las películas de corto y largo metraje, recitación, lectura pública y retransmisión por radio o televisión, quedan estrictamente reservados. Se pone un especial énfasis en el tema de las lecturas públicas, cuyo permiso deberá asegurarse por escrito. Las solicitudes para la representación de esta obra, de cualquier clase y en cualquier lugar del mundo, habrán de dirigirse a Sociedad General de Autores y Editores, SGAE, en la calle de Fernando VI número 4, 28004 Madrid, España.

EL VALLE DE LOS CAUTIVOS Primera edición, 2015

© De El valle de los cautivos: Pedro Martín Cedillo © Para esta edición: Fundación SGAE, 2015

Coordinación editorial: Pilar López. Diseño de cubierta: El Taller de GC. Maquetación: José Luis de Hijes. Corrección: Marisa Barreno. Imprime: Estugraf Impresores, S. L.

Edita: Fundación SGAE Bárbara de Braganza, 7, 28004 Madrid / [email protected] www.fundacionsgae.org EDICIÓN PROMOCIONAL. PROHIBIDA SU VENTA D. L.: M-4579-2015

A mis padres, portadores de la herencia de las voces de los que ya no están.

El valle de los cautivos Esta obra se estrenó el 3 de octubre de 2014 en la Sala Tú de Madrid.

Reparto Saturio (joven) Lázaro Cíclope Javier Segunda / Rosa Saturio (anciano) / Pedro Dirección

Sato Díaz Fernando Escudero Fran Cantos Arana Marcos Toro Noelia Tejerina Juan Calot Francisco Vidal

Ficha técnica Iluminación Diseño gráfico y vídeo Producción

Ion Aníbal / Diego Conesa Corvitec Fran Cantos y Marcos Toro

Agradecimientos Laboratorio de Teatro William Layton, Miguel Ángel Guerra, Raúl Prados, David Pinilla, Diego Conesa, Alba Rivas, Gustavo Ros y Elías Arriero.

1. El funeral

Personajes Saturio Saturio (anciano) Lázaro Cíclope Cíclope (anciano) Javier Segunda Segunda (joven) Rosa Pedro Un preso

27 de octubre de 2002. Día otoñal. Cementerio de la Almudena (Madrid). Segunda, de pie, frente a la tumba recién sellada de Saturio Soriano. Una anciana con rostro cansado que mira al frente, y guarda en su puño derecho un papel arrugado que aprieta con fuerza sobre su pecho. A su lado, Javier, también de pie, mira al frente. Largo y tenso silencio. Javier.— Bueno…, yo… Le acompaño en el sentimiento, doña Segunda. (Pausa) Don Saturio… era un buen hombre. Segunda.— ¡No! Javier.— ¿Qué? Segunda.— ¡No lo era! Javier.— ¿Un buen hombre?

Nota del autor: En la obra, los saltos espacio-temporales son constantes. Muchas escenas se producen de manera simultánea en el escenario a pesar de que, espacial y temporalmente, son diferentes. La elección del montaje queda en manos del director, que podrá reinterpretar y disponer las escenas con total libertad, ya sean sincrónicas u ordenadas de alguna forma cronológica deliberada.

Segunda.— ¡Exacto! Saturio no era un buen hombre. (Pausa) Un buen hombre no llega un día a casa y llena la bañera hasta rebosar para luego cortarse las venas. ¡No! Un buen hombre no se despide del amor de su vida con un beso y un “voy a darme un baño”. ¡Claro que no!

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Javier.— No sé qué puedo decir para… Segunda.— ¡Nada! No puede decir nada. (Silencio. A la tumba) ¿Por qué, Saturio? ¿Por qué tanta rabia? (Pausa) Un hombre bueno habla. Un hombre bueno comparte su dolor. ¡Tú, no! Tú callabas, guardabas secretos. Comías recuerdos, los tragabas con saliva. Aquellos recuerdos se hicieron una bola en tu garganta. Preferías tragar aquella bola de recuerdos antes que compartirlos conmigo. Con tu mujer. Y este es el resultado. (Pausa. A Javier) Algunas noches se despertaba bañado en sudor gritando su propio nombre. “¡Saturio!”, gritaba. “¡Corre, Saturio! ¡Están cerca! ¡Cíclope te mira con su único ojo! ¡Es la mirada del diablo! ¡Nunca tendrás paz! ¡Nunca! ¡Huye, Saturio, huye!”. (Pausa. A la tumba) ¿Por qué ese deseo de seguir recordando? ¿Por qué no olvidar? ¿Tan difícil era dejar a los muertos descansar en paz? No, tú no podías. Tenías que recordar. Seguir recordando. Saboreabas tu tormento a cada oportunidad. Él no podía enterrar sus amarguras en una zanja bien honda como hicimos todos. No. Él, no. (Pausa. A Javier) Yo también tengo recuerdos de la guerra, ¿sabe usted? Recuerdos de familia, nómadas huyendo con lo poco que pudimos guardar en nuestros petates. Expulsados de nuestra tierra. ¿Sabe lo que es eso?

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Segunda.— La entrevista. ¿Cómo fue? (Pausa) ¿Qué contó a un desconocido que no podía compartir con su mujer? Javier.— Pues fue… fue… Segunda.— ¡Arranque! ¡Hable! Javier.— Normal. Fue normal. Quince días antes del funeral… Saturio (anciano).— “Depuración de maestros”. Así lo llamaron. (Pausa) ¡Una mierda! Toda depuración tiene un efecto purificador, una limpieza profunda. Pero aquello… Aquello no fue más que un proceso absurdo, repleto de acusaciones sin pruebas. (Silencio) Joven, no olvide poner esto en su libro: La depuración que hicieron de maestros fue una pantomima de los vencedores para así paralizar a los vencidos. Javier.— No es un libro. Saturio (anciano).— ¿Qué?

Javier.— La verdad es que no… Javier.— Digo que “no es un libro”. Segunda.— ¡No, claro que no lo sabe! Los jóvenes de ahora olvidan todo muy rápido. Olvidan y no quieren saber. (Pausa) Recuerdo un viaje eterno que nos llevó a México. Buscamos la tierra soñada para comenzar una nueva vida. Un exilio forzado. Arrancar a una niña de los brazos de su tierra por la fuerza es algo terrible. Terrible. (Silencio. Su rostro parece iluminarse por el recuerdo) Cumplió su promesa. Vino a buscarme. Llegó a México dispuesto a hacerme su esposa. Pero aquel hombre no era el joven que conocí en Soria. ¡Estaba irreconocible! Traía el rostro y el alma desfigurados por el tiempo en prisión. No se puede imaginar lo que ocho años y un día pueden hacer en un hombre libre. (Largo y tenso silencio) ¿Cómo fue? Javier.— ¿Qué?

Saturio (anciano).— ¿No? Javier.— No. Saturio (anciano).— Entonces…, ¿qué es? Javier.— Un artículo sobre la figura de los maestros en la posguerra civil española. Saturio (anciano).— Un artículo no es un libro. Javier.— No, no lo es.

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Saturio (anciano).— Doña Ana, mi madre, era la maestra en una escuela de niñas de Soria. Enseñaba a bordar, a cocinar, a planchar… Y sobre todo a leer y a escribir, que era más importante. A mí me enseñó las letras desde chiquillo. De ella heredé este amor por la literatura. (Pausa) Los chicos estudiábamos separados de las chicas. Cuando don Alfonso murió, nos quedamos sin maestro. Mi madre consiguió que ocupase su puesto. Y ahí estaba yo, con solo dieciocho años, enseñando a aquellos chavales a leer y a sumar. (Pausa) Después de la guerra, alguien de confianza para la patria me acusó anónimamente de conducta inmoral.

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aquel rostro con un único ojo. Perdió el otro en la guerra. Recuerdo aquella venda mugrienta con que se tapaba el ojo vacío. Le apodábamos “Cíclope”. Presumía. Presumía ante los presos de haber dado el tiro de gracia a Lorca. “¡Le metí dos balas por el culo a ese maricón!”, contaba orgulloso. Luego sonreía. ¡Maldito cabrón! (Pausa) Mentía, por supuesto. Aunque era capaz de eso y mucho más. 20 de octubre de 1947. Cuelgamuros. Lázaro, sentado en el suelo de una explanada de pinares, roba claros de luna para la lectura del libro que lleva en sus manos, la Santa Biblia.

Javier.— ¿Conducta inmoral? No le entiendo. Saturio (anciano).— Un joven de mi edad, sin novia, viviendo con su madre… No les parecía un buen ejemplo para sus hijos. (Pausa) No había cumplido los veinte todavía cuando me sacaron a rastras de mi casa, ante los gritos de doña Ana. ¿Ha oído alguna vez cómo suena de desgarrador el grito de una madre por sus hijos? (Pausa) Es un grito del alma, no del cuerpo. (Silencio) Juzgado por la ley de vagos y maleantes, fui condenado a ocho años y un día de trabajos forzados en Cuelgamuros. Javier.— ¿Cómo? Saturio (anciano).— ¡La Gandula! ¡Los jóvenes de hoy no tenéis ni idea! ¿No ha oído sobre la ley…? Javier.— Sí, sí…, la ley de vagos y maleantes del año 33. Me refería a… (Pausa) ¿Dónde dijo que…?

Lázaro.— (Leyendo) “Los egipcios nos maltrataron. Entonces clamamos al señor, Dios de nuestros padres. El señor nos sacó de Egipto con mano fuerte”. Entra Saturio. Sangra por la boca y la nariz. Su rostro es una estampa de cortes y moratones. Lleva ropa vieja, sucia y rota. Viste su cuerpo como siente su alma. Lázaro, de espaldas a Saturio, le oye entrar pero no le ve. ¡Ay, Saturio! ¿Cuándo llegará el día en que dios nos saque a nosotros de esta esclavitud? (Al girarse y ver las condiciones en las que entra Saturio, se pone en pie. Silencio) ¿Otra vez? Saturio.— Déjalo estar. Lázaro.— ¿Déjalo estar? Saturio.— No quiero hablar.

Saturio (anciano).— Cuelgamuros. Aquel no era ambiente para un joven sensible que había dedicado su vida a las letras. (Pausa) Allí, en Cuelgamuros, todos presumían de haber matado a alguien. (Pausa) Había un tipo, uno de los carceleros… ¡Hellín! ¡Caín Hellín! ¡Un hijo de puta! ¡Bien pronosticaron los astros en su bautismo qué clase de ser humano sería! (Silencio) Últimamente no recuerdo muchas cosas, pero nunca podré olvidar

Lázaro.— ¡Como coja a ese hijo de la gran puta, le voy a reventar la cabeza! Saturio.— Eres como él. Lázaro.— ¡Una mierda, cuatro ojos!

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Saturio.— Esta no es mi guerra. Os matáis pero nos arrastráis a los que no tenemos culpa. ¿Cuál es mi culpa? Dime. ¿Qué hice? (Pausa) Os levantáis en armas, os odiáis. Hacéis una guerra y no os importa a quién os lleváis por delante. ¡Nadie piensa en las troyanas devastadas por la guerra! Lázaro.— ¡Ey, tranquilo, cuatro ojos! ¡No he dicho nada! (Pausa) Acércate, tengo algo de agua. Te lavaré las heridas como La Verónica. (Pausa. Por la Biblia) ¡Mierda de libro! ¡Me lo he leído tantas veces que ya me sé el jodido cuento de memoria! Saturio se sienta a un lado. Lázaro le acerca agua y unos paños. Comienza a lavarle las heridas de la cara al cuello.

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del que despertaría. Pero el sueño continúa y no consigo despertar. Anoche soñé que escapaba volando de esta jaula de granito. La carne de mi espalda se desgarraba, atravesada por huesos. Después, esos huesos florecían con millones de plumas blancas. Convertido en un ángel, escapaba de este cautiverio y sobrevolaba este valle rodeado de águilas. Ya no distingo los sueños de la realidad. Esto me parece demasiado terrible para ser real. (Pausa) Quiero que este sueño termine, Lázaro. Lázaro.— Terminará, cuatro ojos. Saturio.— ¡Necesito despertar! Lázaro.— Respira hondo, cuatro ojos.

Cuando salgas de aquí, quiero que me mandes un libro. Quiero leer otra cosa.

Saturio.— No puedo. Me falta el aire.

Saturio.— Una vez fui un hombre libre.

Lázaro.— Cálmate.

Lázaro.— Lo volverás a ser, cuatro ojos.

Saturio.— ¡Déjame salir!

Saturio.— Ahora no soy dueño ni de mi cuerpo. Le pertenece a los vencedores.

Lázaro.— No grites. Saturio.— ¡No puedo respirar!

Lázaro.— Pronto saldrás de aquí. Lázaro.— Calla. Saturio.— No. Lázaro.— Claro que sí. Saturio.— Ocho años y un día es una eternidad para un hombre libre. (Pausa) La nostalgia me devora las entrañas. Será el frío. O la noche. O las estrellas. (Pausa) ¿Cómo pueden encerrar a un hombre libre en un monte? ¿Quién es la cabeza diabólica que trama un plan tan cruel? Disfrutar de la libertad de las aves sobrevolando nuestras cabezas, cuando nuestros pies se encadenan a esta roca. (Silencio) Desde que comenzó la guerra he creído estar en un sueño

Saturio.— ¡No puedo más! ¡Abre la jaula! ¡Necesito salir! ¡Quiero volar sobre este mausoleo! Lázaro lo detiene sujetándolo con fuerza entre sus brazos. Lázaro.— Ya, muchacho. Ya. (Pausa) Llora, cuatro ojos. Llora. Saturio (anciano).— Algunos presos murieron en Cuelgamuros. Morían, pero no importaba. Solo éramos números. Cifras. Otro desaparecido más sin nombre. Nadie quiere recordar esos nom-

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bres. Últimamente no recuerdo muchas cosas. Pero recuerdo nombres. Nombres olvidados por la historia. Jacinto “el dinamitero”. Tomás “el tartamudo”. Gregorio “el catalán”. Rafael “el moreno”. Nombres que nadie quiere recordar. Rostros que me vienen en los sueños de la noche. Rostros que no borro de mi memoria, a pesar del tiempo. Javier.— Hay que dejar descansar a los muertos, don Saturio.

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Estas cosas ocurren en los pueblos. Dejó crecer sus cabellos canosos hasta que arrastraron por el suelo. Ella prometió no cortarse el pelo hasta que no volviera su marido. Esperó y esperó. Ulises nunca volvió. Esperó sentada en una silla de mimbre en el patio de su casa. Esperó y esperó. Murió sola. Esperando en aquella silla de mimbre. (Pausa) Verá que todos tenemos fantasmas de la guerra que nos acompañan, don Saturio. Aun así, jóvenes y viejos aprendemos a perdonar y a olvidar.

Saturio (anciano).— ¡Una mierda! ¡Nuestros muertos no descansan! Nuestros muertos se revuelven en sus tumbas. En aquellos columbarios que nosotros mismos levantamos. Arañan la tierra que les aprisiona para salir al mundo a gritar. Quieren gritar. Gritan y nadie escucha sus voces. Vivieron presos en vida. Siguen presos en la muerte. Solo eran eso: presos. Presos que siguen aprisionados por el peso de la tierra. Algún día saldrán. Correrán con sus cuerpos carcomidos por las calles. Correrán a las tierras donde quieren descansar.

Saturio (anciano).— ¿De dónde eres, chaval?

Javier.— Yo no estoy de acuerdo. Es hora de perdonar y olvidar.

Javier.— Lázaro. Lázaro Cedillo.

Saturio (anciano).— Es fácil perdonar y olvidar cuando se es joven. Míreme bien. Este rostro fue desfigurado por una explosión. Es el resultado de aquel infierno. Son muchas las operaciones para parecer de nuevo un ser humano. (Pausa) A los viejos solo nos quedan los recuerdos. Y los recuerdos de los viejos son terroríficos.

Saturio (anciano).— ¿Cómo ha dicho?

Javier.— San Lorenzo de El Escorial. Saturio (anciano).— Cerca está Cuelgamuros. Javier.— Sí. Saturio (anciano).— ¿Cómo se llamaba tu abuelo?

Javier.— Lázaro Cedillo. Saturio (anciano).— (Para sí) Lázaro “el toledano”. Javier.— ¡Exacto! ¡De Toledo! ¿Lo conoció?

Javier.— Yo mismo perdí a mi abuelo en Cuelgamuros, don Saturio. Mi abuela solo recibió la noticia de su muerte. Ni siquiera pudo enterrar su cuerpo.

Saturio (anciano).— No (Pausa) Últimamente no recuerdo muchas cosas. (Pausa) ¿Tu abuela…?

Saturio (anciano).— Allí los hombres morían como cucarachas.

Javier.— Soledad. Pero ha dicho…

Javier.— Mi abuela le esperó. Esperó que volviera algún día. No quiso creer que estaba muerto. Esperó y esperó. En el pueblo olvidaron su nombre. Todos la conocían como “La loca Penélope”.

Saturio (anciano).— No. Javier.— Tiene mala cara. ¿Se encuentra bien, don Saturio?

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Saturio (anciano).— No. (Sale) Silencio.

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Segunda.— Por favor, no sé a quién acudir. Javier.— Esta historia no me provoca ningún interés. No me lo publicarán.

Segunda.— ¿Cómo lleva su artículo? Segunda.— ¿Ni siquiera…? Javier.— Terminé. Ayer mismo lo entregué. Segunda despliega el papel que guardaba en su puño derecho.

Javier.— Ninguno. (Pausa) Nuevamente, le doy mi más sentido pésame. Para mí, don Saturio sí parecía un hombre bueno. (Inicia el mutis) Estos temas es mejor olvidarlos cuanto antes.

Segunda.— Tenía esto en sus manos cuando lo encontré. Segunda.— (Para sí misma) Lázaro Cedillo. Javier.— Los suicidas dejan cartas de despedida. Javier se detiene. Silencio. Segunda.— Los buenos hombres dejan cartas de despedida. Saturio, no. (Leyendo) “Compañero Saturio: huimos de Cuelgamuros creyendo escapar del maldito infierno…”. Saturio (anciano).— “Un día, encuentras unos ojos que son los tuyos y descubres que el infierno nos siguió toda la vida. El infierno no quedó allí sepultado entre la roca. El infierno se pegó a nuestros pies como la sombra que nos acompaña cada día. Cincuenta años de correspondencia se cierran con esta última carta. Debes poner fin a tu vida para descansar. Ahora sí, eternamente”. Javier.— ¿Una carta? Segunda.— Una carta escrita a máquina. No encontré el sobre por ningún lugar. Busqué las otras cartas. Cincuenta años de cartas que no aparecen en ningún rincón de la casa. (Pausa) Por lo que he podido deducir, Saturio escapó de Cuelgamuros con otro preso. Si da con él…, puede ayudarnos a ambos. A usted con su artículo. A mí, para poner palabras a los silencios de mi marido. Palabras que me ayuden a entender… Javier.— Como ya le dije antes, terminé mi artículo.

Javier.— ¿Cómo ha dicho? Segunda.— Lázaro Cedillo. La carta. Está firmada por Lázaro Cedillo. Javier.— Mi abuelo murió en Cuelgamuros. Segunda.— ¿Su abuelo? La carta está fechada hace siete días. De ser cierto, estos años, mi marido estuvo recibiendo correspondencia de un muerto.



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Pedro.— (Tras el periódico) ¡Ajá! Rosa.— (A Javier) ¿Lo ves? Tú estudiaste con el hijo mayor. ¡Sí, hombre! ¡Uno que llamaban el “Tolín”! ¿Sabes quién te digo? Javier.— Que no. Rosa.— (A Pedro) Tú sí sabes quién digo, ¿verdad, Pedro?

2. Postales desde el encierro 29 de octubre de 2002. Día otoñal. Cementerio de la Almudena (Madrid). Segunda, sentada en una silla plegable frente a la tumba de Saturio Soriano. A su lado, Javier, de pie. El cielo amenaza tormenta. Javier.— Hablé con mi madre. Segunda.— ¿Qué opina ella? Javier.— Necesitaba toda la información que pudiera sacarle, pero se niega a reconocer que su padre pueda seguir vivo. Un día antes… Javier, sentado en el salón de la casa de sus padres. Rosa, sentada junto a él, alrededor de la mesa. Pedro, sentado en un sofá aparte, concentrado en la lectura de un periódico. En todo momento, el periódico “Marca”, abierto, le tapa la cara. La mesa es una vorágine de fotografías, postales y recortes amarillentos que duermen en una caja de galletas metálica, sobre la mesa. Rosa.— (Entregando una foto a Javier) A ver si conoces a esta. Javier.— Ni idea. Rosa.— ¿Cómo no la vas a conocer? La “Pintora”. Javier se encoge de hombros. (A Pedro) ¿Verdad que la conoció, Pedro?

Pedro.— (Tras el periódico) ¡Ajá! Rosa.— (A Javier) ¡Sí, hombre! Si vivían ahí abajo, por el caño, con los primos. ¡Los Tolines! Que se casó con la hija de la Estebana antes de que volviera. ¿Te acuerdas? ¡Pues anda que no fue sonado! Cuando se enteró el padre que estaba la hija preñada, salió con la escopeta tras el Tolín. ¡Bueno, la que se lió en el caño! Luego decía que no era de él, que si no era el padre… ¡Menudo listo! Aunque no me extraña. La chica salió como la madre. De la hija de la Estebana sí te acuerdas, ¿verdad? Javier.— No. Rosa.— ¡Cómo no te vas a acordar! ¡Si estudió contigo! Una chica muy guapa. Así con el pelo muy rubio, muy rubio. Que estuvo saliendo con el carnicero, este chico que también estudió contigo. ¿Cómo se llamaba? (Pausa) Que era carnicero… ¡Bueno, estuvo saliendo con ese antes que con el Tolín! Que luego decían todos que si el chiquillo mayor se parecía al carnicero. Para mí que es el padre. ¡Bueno, pues eso! ¿Te acuerdas de la chica? Javier.— No. Rosa.— (A Pedro) ¡Sí, Pedro! ¿Cómo se llamaba? Pedro.— (Tras el periódico) ¡Ajá!

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Rosa.— ¡ La Estebanina! ¿Cómo no te vas a acordar de ella si estudió contigo? Javier.— ¡Vale, pues sí, me acuerdo! Rosa.— ¡Pues se murió! ¡Qué pena! ¡Con lo guapa que era la chica! Con el pelo muy rubio, muy rubio… Igualita que el chiquín pequeño que tuvo. ¡Qué pena! ¡Con seis añitos y sin madre!

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Javier.— ¡El abuelo! Rosa.— ¡Ah! Pues en una explosión. Un accidente. Antes no era como ahora. No había tanta seguridad. Metían dinamita y… ¡Catapún! Lo que sí tengo son postales que le escribía a la abuela. Esta se la mandó a mi madre cuando yo iba a hacer cuatro añitos. Javier lee en silencio.

Javier.— ¡Mamá!

Javier.— Estaba hecho un poeta.

Rosa.— ¿Qué me habías preguntado?

Rosa.— ¿El abuelo? Si no sabía leer ni escribir…

Javier.— La carta. Si tenías la carta en la que notificaban la muerte del abuelo.

Javier.— ¿Entonces…?

Rosa.— ¡Eran otros tiempos! ¡A saber dónde estará! Yo creo que ni la mandaron. Que se lo dijeron a tu abuela y ahí quedó la cosa. Si es que… morían como chinches… Se les caía una piedra encima y ahí se quedaban. Javier.— ¿Murió así? Rosa.— ¿Quién?

Rosa.— Siempre le escribía otro preso amigo suyo. Javier.— ¿Otro preso? Rosa.— Sí. La abuela me hablaba de él antes de que se le fuera la cabeza. (A Pedro) ¿Cómo se llamaba, Pedro? Pedro.— (Tras el periódico) ¡Ajá!

Javier.— El abuelo.

Rosa.— ¡Saturno!... ¡Saturno!

Rosa.— ¡Ah, no!

Javier.— ¿No sería Saturio?

Silencio. Javier.— ¿Entonces?

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Rosa.— Puede ser. ¡Qué más da! Saturno… Saturnino… ¡A veces te pones de un tiquismiquis! Javier.— ¿Estás completamente segura de que el abuelo…?

Rosa.— ¿Entonces qué? Javier.— ¿Cómo murió?

Rosa.— ¡Ya estamos! ¡Mi padre murió en la guerra y punto pelota! ¡Con una loca en la familia tuve suficiente!

Rosa.— ¿Quién?

Javier.— ¿Y si no estaba loca?

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Rosa.— ¡Francisco Javier! Javier.— ¡¿Qué?! Rosa.— (A Pedro) ¡Pedro, dile algo a tu hijo, que ya está empezando! Pedro.— (Tras el periódico) ¡Ajá!

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16 de junio de 1942. Cuelgamuros. Noche estrellada. Saturio, sentado en el suelo, sin gafas, dormita apoyando la cabeza en una pared. Entra Lázaro con las gafas de Saturio en las manos. Se acerca a Saturio, por detrás, con sigilo. Lázaro.— ¡Catapún! Saturio se pone en pie del susto. Lázaro sonríe.

Rosa.— ¡Estaba loca! ¡Y tú estás loco! (A Pedro) ¡Pedro! Esto es tuyo, cuatro ojos. Pedro.— (Tras el periódico) ¡Ajá! Saturio.— ¡Mis gafas! Javier.— ¿No se te ha ocurrido pensar que pueda estar vivo? ¿Que escapó de Cuelgamuros…?

Lázaro.— ¿Las quieres?

Rosa.— ¡Ya empiezas como la loca de tu abuela!

Saturio.— Son mías.

Javier.— ¡Nunca reclamasteis el cuerpo!

Lázaro.— Aquí no hay nada de nadie.

Rosa.— ¡Mi padre descansa en paz en el Valle de los Caídos! ¡Ahí murió y ahí lo dejamos!

Saturio.— Me las quitaron. Lázaro.— ¿Quiénes?

Javier.— Cabe la posibilidad… Saturio.— Dos presos. Rosa.— ¡Francisco Javier! ¡Suficiente! (A Pedro) ¡Pedro! Pedro.— (Tras el periódico) ¡Ajá! Rosa.— ¡No, si la mala soy yo siempre! ¡A ver cuándo me muero y os dejo a todos en paz! (Pausa) ¡Ay, madre, llévame contigo! ¡Ay, madre, qué desgracia más grande me ha caído a mí! ¡Ay, madre…! (Pausa. A Javier) Te voy a poner un “tupper” con lentejas que hice esta mañana para que te lleves. ¡Y te las comes! (Pausa) ¡Ay, madre! Sale.

Lázaro.— Y yo se las quité a ellos. ¿Ves cómo aquí no hay nada de nadie? Saturio.— Como si uno no tuviese suficiente con los golpes de los carceleros para encima aguantar también la humillación de los otros presos. Lázaro.— No vale con ser duro, hay que parecerlo. Tú no lo pareces, cuatro ojos. Saturio.— Devuélveme mis gafas.

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Lázaro.— ¿Tus gafas? No me escuchas, cuatro ojos. Nada-de-nadie. ¿Te queda claro? (Pausa) Pero, si las quieres…, (Pausa) podrías hacerme un favorcillo a cambio…

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Saturio.— Es su ronda nocturna rutinaria. Siento su único ojo clavándose en mi nuca. Lázaro.— Caín Hellín.

Saturio.— No es verdad lo que van diciendo por ahí. No soy marica. No pienso… Lázaro.— ¡Tranquilo, cuatro ojos, que hoy es tu día de suerte! Toma tus gafas. Saturio las coge apresurado y se las pone. Tengo una mujer fuera. Y una hija. La semana que viene la chiquilla cumple cuatro años y me gustaría… mandar una postal. Saturio.— Me parece bien. Lázaro.— “Me parece bien, me parece bien”. ¿Tú eres tonto? Saturio.— No, lo siento…, yo… Lázaro.— En la cantera dicen que eres uno de esos a los que les gusta leer y escribir. Yo no sé, pero si me haces el favor… Saturio.— No tengo papel ni lápiz. Me los robaron… Lázaro le entrega el material. Lázaro.— Lápiz y papel. No conseguirás más por aquí. Mañana te traeré una postal para… Saturio.— Sí, sí, entiendo. De acuerdo. Cíclope cruza el escenario sin apartar la vista de los presos. Sale. Lázaro.— Ten cuidado…

Saturio.— ¿Caín? Bien pronosticaron los astros en su bautismo qué clase de hombre sería. Lázaro.— Todos le llaman “Cíclope”. Perdió un ojo en la guerra. Saturio.— Pero sigue vigilando cual Polifemo a sus víctimas con el que aún le queda. Lázaro.— Mira que hablas raro, cuatro ojos. A la noche siguiente. Saturio.— De momento llevamos… En esta cárcel me encuentro, y siento mucha alegría. Y quiero felicitar a la hija con mi vida. Lázaro.— ¡No!… A la hija de mi vida. Saturio.— Llega el día dieciocho, día para mí feliz, cumpleaños de mi hija, la que quiero sea feliz. Desde aquí te felicito, desde esta humilde prisión. Te deseo un feliz día con todo mi corazón. Las flores del mes de junio siempre serán bonitas porque hace cuatro años

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que tú naciste, Rosita. Adiós tarjeta postal, que a mi hija vas a ver. Dale un besito en la boca cuando te vaya a leer. Este tu padre que lo es: Lázaro Cedillo. Lázaro.— (Le tiende la mano) Lázaro Cedillo. Treinta años y un día por estraperlo. Saturio.— ¿Treinta años y un día por estraperlo? Lázaro.— Así es, cuatro ojos. No hay justicia. Saturio.— (Le tiende la mano) Saturio Soriano, ocho años y un día por… por… (Pausa) ¡Aún no entiendo qué hago aquí! Lázaro.— Por ahí dicen que eres maestro. Saturio.— Sí. Lázaro.— Entonces, ya sabes qué haces aquí. Pagar por enseñar a los demás. Saturio.— Encadenado cual Prometeo por el deseo de llevar el conocimiento del fuego a los hombres. ¡Qué ironía! Lázaro.— Lo dicho, cuatro ojos: hablas muy raro. Silencio. Segunda.— Javier, ya tiene algo de donde partir. Javier.— Yo diría que no tengo nada. Bueno, sí, un “tupper” de lentejas. Un trueno advierte de la proximidad de la tormenta. Parece que va a llover.



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Segunda.— ¿Cómo supo que estaba aquí? Javier.— ¿Qué? Segunda.— ¿Por qué vino a buscarme al cementerio? Javier.— Fui a su casa. No había nadie. Una vecina me dijo que se pasaba aquí el día. Segunda.— No tengo nada más. (Pausa) Saturio no quería hijos. Ahora estoy sola. No tengo hijos. No tengo nietos. No tengo hermanos. Mis padres murieron. Solo le tenía a él. (Pausa) Y ahora ni a él. (Silencio) Javier, ¿me ayudará a entender por qué no le importó dejarme sola?

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Lázaro.— Que no soy tan bruto como creía. Saturio.— Sigue leyendo. Lázaro.— (Leyendo) “Di-cho… es-to… gri-tó… con… fu… fuerte… voz. ¡Lá-za-ro…!”. (Pausa) ¿Así se escribe mi nombre? Saturio asiente sonriente.

3. Jonás y la ballena 15 de enero de 1944. Noche cerrada en Cuelgamuros. La oscuridad es total en el barracón de los presos. Todos duermen, excepto dos presos que, sentados en el colchón, se esfuerzan en la lectura a la luz de una vela. Sus voces suenan como susurros clandestinos en la noche, para no despertar a los otros presos. Lázaro.— (Leyendo) “Je-sús… se… co… con-mo-vió… de… nuevo… en… su… in… inter… rior… y… fu… fue… al… se-pulcro. Te-nía… pues-ta… la… pie-dra. Di-ce… Je-sús. Qui-tad… tad… la… pie-dra”. (Silencio) ¡Vaya mierda! ¿No podías haberme conseguido otro libro? Saturio.— Le pedí un libro a fray Genaro. ¿Sabes qué me dijo? Lázaro.— ¿Qué? Saturio.— Me golpeó en la boca con la Biblia y me gritó: “Este es el único libro que te puede salvar del fuego eterno, escoria”. Lázaro.— ¡Hijo de puta! Saturio.— Todavía me duele el labio. Lázaro.— ¡Animales! Saturio.— Así que… deja de quejarte y continúa leyendo. No importa. Tenemos un libro. Estás leyendo. ¿Sabes lo que significa eso?

(Leyendo) “Lázaro”. (Para sí) Lázaro. (Sigue leyendo) “Lázaro… sal… a-fu… fue-ra. Sa-li-ó… el… muer-to… a-ta-do… de… pi-es… y… ma-nos… con… ven-das… y… en-vu-el-to… el… ros-tro… en… un… su… su-da… ri-o… sudarío”. (Silencio) ¿Qué es un sudarío? Saturio.— Sudario. Es un lienzo que envolvía el cuerpo de los muertos. Lázaro.— ¿Cómo una mortaja? Saturio.— (Asiente) Continúa. Lázaro.— (Leyendo) “Je-sús… les… di-ce. De-sa-ta… De-sa-tadlo… Desatadlo… y… de-ja… jad-le… andar”. (Pausa) ¡Menuda mierda! ¡Una historia para incrédulos! ¡Estas cosas no pasan de verdad! (Pausa) ¡Me voy a la cama! Saturio.— ¡Vaya actitud! ¡A la cama! ¡Y paramos porque yo lo digo! (Para sí) ¡Vaya, hombre! ¡Uno se desloma para enseñarle a leer y así se lo pagan! Silencio. Lázaro.— Cuatro ojos… Saturio.— ¿Qué? Lázaro.— Cuatro ojos…

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Saturio.— ¿Qué? Lázaro.— Gracias. Saturio.— Mañana te buscaré el pasaje de Jonás y la ballena. Te encantará leer la historia de un profeta cautivo tres días y tres noches por no creer a Dios.

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denado una vez más. Preso en una nueva condena. Esta vez por toda la eternidad. (Silencio. Suena un trueno lejano). ¡Parece que se avecina tormenta! El diluvio es inminente, Saturio. (Pausa) Siempre te gustó la lluvia. Ver llover desde la ventana de la casa. Salir a pasear bajo la lluvia. Te sentías renovado, purificado. (Pausa) Ahora no puedes escapar a la lluvia aunque quieras. (Entra Javier. Se dirige con paso firme hacia Segunda) La lluvia te purificará de nuevo ahí. Bajo la tierra.

Lázaro.— ¿Otra vez Dios? Javier arroja una caja a los pies de Segunda. Saturio.— Es la Biblia. (Pausa) Jonás estuvo cautivo en el estómago de un gran pez. Nada que ver con este espacioso valle. Lázaro.— No, en serio, cuatro ojos. (Pausa) Muchas gracias. Saturio.— Buenas noches, “resucitado”. Lázaro.— Descansa, cuatro ojos. (Lázaro sopla la vela) 30 de octubre de 2002. Atardece sobre el cementerio de la Almudena (Madrid). Segunda juguetea con las cuentas del rosario que lleva en sus manos y reza en silencio. Segunda.— ¿Qué pasa? (Pausa) ¿Acaso te estás riendo de mí? (Pausa) ¡Tú nunca creíste en nada! No creíste ni en mí. Y ahora…, mírame. Contando las horas hasta que la tierra me llame contigo. ¿Qué otra cosa puedo hacer? No te tenía más que a ti. Y ahora… Ahora no tengo nada. (Pausa) Parece que estás destinado a estar cautivo. Cautivo en Cuelgamuros. Cautivo en esta tierra para la eternidad. Incluso, cautivo en el purgatorio en el que no crees. Sí, lo sé. Los dos sabemos dónde estás ahora. En el cielo. ¡Vamos, faltaría más con la cantidad de rosarios que te llevo rezados! (Pausa) No, sabes que no hago caso a las habladurías, pero… (Pausa. En voz baja) El suicidio es un pecado… (Pausa) ¡A mí no me hables así! (Pausa) Ya te imagino riéndote por estas tontas ideas que, según tú, me han metido los curas en la cabeza. ¿Qué puedo hacer? No pego ojo pensando dónde estarás. No es justo verte con-

Javier.— ¿Qué es esto? Silencio. Segunda.— Una caja. Silencio. Javier.— ¿Una caja? Silencio. Segunda.— Eso parece. Silencio. Javier.— ¿No tiene nada que contarme? Segunda.— ¿Qué le pasa? Parece alterado. Javier.— ¿Que parezco alterado? ¿Cómo pretende que esté? Segunda.— No le entiendo. Javier saca del bolsillo de su abrigo una hoja arrugada y una llave. Se las tiende a Segunda.

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Javier.— ¿Qué significa esto? Segunda coge la hoja. Segunda.— (Leyendo) “Javier: Antígona necesita poner nombre a sus muertos…”. Saturio (anciano).— (Continúa la carta) “… Nombres reales. Los vivos sueñan vidas inventadas. La muerte es real, no es una invención. Los muertos necesitan dormir en paz para soñar, para vivir una nueva vida. Y solo soñarán, y solo vivirán, con sus nombres. Antígona necesita enterrar a sus muertos. Antígona te necesita”. Javier.— ¿Por qué coño me envía anónimos a mi casa? Segunda.— Yo no envié esta nota. Javier.— ¿Quién, si no? Segunda.— La carta está escrita con la misma máquina que la nota que encontré a Saturio. Javier.— ¿Cómo lo sabe? Segunda.— Fíjese aquí. Mire bien. Javier.— ¿Qué tengo que ver? Segunda.— Debe ser una máquina vieja. Las “eses” apenas se marcan. ¿Se da cuenta? La carta que encontré a Saturio… apenas tenía las “eses” marcadas. (Pausa. Devolviendo la nota a Javier) Tu abuelo te ha escrito desde la muerte. Javier.— Deje la ironía. Ya sé que no está muerto. Segunda.— ¿Me cree ahora? Silencio.

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Javier.— Con la carta venía esta llave. Segunda.— ¿Qué abre? Javier.— ¿El conocimiento? (Pausa) Es de un apartado de correos. En el llavero, llevaba la dirección de la oficina de correos y el número del apartado. Segunda.— ¿Ha ido? Javier.— Sí. Segunda.— ¿Qué encontró? Javier.— Esa caja. (Pausa) Ahí están las setecientas doce cartas que mi abuelo mandó a don Saturio durante estos cincuenta años. Todas fechadas el veinte de cada mes. Ningún sobre, solo las hojas escritas a máquina. Segunda abre la caja. Coge algunos folios amarillentos del interior. Segunda.— Todas con las “eses” poco marcadas. (Pausa) ¿Las ha leído? Javier.— He ojeado algunas, pero no dice nada claro de a dónde fue o qué ha hecho con su vida. Solo son recuerdos. Cincuenta años recordando la vida en aquel encierro. (Leyendo) Se sentían “Prometeos”, encadenados en una torre. Segunda.— ¿Cree que en esas cartas está la respuesta para…? Javier.— ¿Saber por qué don Saturio hizo lo que hizo?

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La enseñanza. La verdad. La manzana prohibida. El saber.

4. Las cartas 30 de octubre de 2002. Javier, tirado en el suelo del salón de su casa, parece flotar en un mar de hojas amarillentas tiradas en el suelo. La oscuridad es total, pero consigue leer y releer las mismas cartas, una y otra vez, gracias a la luz de una lámpara de mesa. Javier deja una de las cartas en el suelo y coge otra al azar. Javier.— “Compañero Saturio: Anoche volvió aquel sueño…”. Cuelgamuros. 25 de marzo de 1944. Lázaro mirando al frente. Lázaro.— He tenido un sueño. Soñé contigo. Encadenado. Como aquel tipo del que me hablaste. Prometeo. Sufrías. Agonizabas. Saturio.— “Habiendo proporcionado una dádiva a los mortales, estoy encadenado al yugo de la necesidad, desdichado. En el tallo oculto de una caña me llevé la caza, el manantial del fuego robado…”. Lázaro.— El fuego. Las letras. El fruto del conocimiento.

Saturio.— ¡Oh, mentes acomodadas, ojos que miran a otro lado de la desgracia, sonrisas surcadas por la falta de humanidad, yo os invoco; ved lo que, siendo hombre como vosotros, me obligan a padecer colmillos sedientos de codicia! Porque yo podría ser uno de vosotros. Volved el rostro al hombre que sufre. Carne de vuestra carne. Mirad las cadenas que detienen a hombres inocentes. Son cadenas que llevan el nombre de hombres corruptos, de hombres poderosos, de hombres inhumanos, de hombres que no tienen de hombres sino el nombre. ¿No hay valor para encadenar a esos hombres? ¡No, solo hay valor para encadenar a hombres que no tienen fuerza, hombres que no se rebelan! Desaparece Saturio. Lázaro.— Y desapareciste. Te esfumaste como humo entre mis dedos. Y he despertado bañado en sudor. Aterrado. Sin saber qué hacer… ¿Qué puedo hacer para que el águila no siga devorando tu hígado? Silencio. ¿Qué me ocurre, Saturio? ¿Por qué esta angustia de pensar que te pueda ocurrir algo terrible? Aquí dentro no puedo velar por Soledad. No puedo protegerla entre mis brazos para que nada malo le ocurra. Pero a ti…, a ti sí puedo protegerte. Puedo y quiero. ¿Qué me ocurre, Lázaro? ¿Por qué este miedo? Lázaro desaparece. Javier deja la carta en el suelo y coge otra al azar. Javier.— (Leyendo) “Compañero Saturio…”.

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que tiraban en el mercado municipal para dar de comer a sus hijos… Se lo oí contar tantas veces, que me inmunicé de la miseria de la guerra. Pero al leer las cartas de mi abuelo, siento que formo parte de su vida con Saturio. Puedo ver al jinete de la hambruna cabalgando en su caballo negro sobre las cabezas de los presos. Y su hambre se hace patente. Viva. Real.

5. El jinete de la hambruna sobre su caballo negro 31 de octubre de 2002. Día. Cementerio de la Almudena (Madrid). Segunda, sentada en su silla plegable. Javier, sentado en otra silla plegable, sujeta en sus manos una carta. Tiene a sus pies el resto de cartas dentro de una caja.

22 de julio de 1943. Cuelgamuros. Dos hombres, esqueletos de piel y hueso, retoman su tarea, sin camisa bajo el abrasador sol permanente del verano, que quema sus pieles. Hieren el suelo de granito con el ritmo constante de sus picos. Saturio.— Como nos vea Cíclope con esta actitud, nos podemos ir preparando para la paliza. Lázaro.— Cíclope me va a comer la polla.

Javier.— Estudié en un colegio de monjas. (Pausa) Allí me enseñaron que Lorca murió por una enfermedad.

Saturio.— ¡Lázaro, esa boca!

Segunda.— ¿Federico García Lorca?

Lázaro.— ¡Polla! (Pausa) Perdone usted, señor maestro.

Javier.— Sí. Segunda.— ¿En serio? Javier.— Como lo oye. (Pausa) Cuando uno crece y descubre la verdad, la verdad le golpea en la cara. Confié en que la verdad nos haría libres, pero a la verdad solo se llega con información verídica. Por ello decidí estudiar periodismo. Quería llevar la verdad al mundo. Y ahora… siento que la verdad me golpea una vez más en el estómago. ¡Me siento tan estúpido al descubrir que mi abuelo no murió en Cuelgamuros! (Pausa) Estas cartas me abren los ojos a la verdad. Segunda.— ¿A qué se refiere, Javier?

Silencio. Saturio.— Otra vez. Lázaro.— ¿Otra vez? Saturio.— Otra vez. Lázaro.— Pero… cuatro ojos… Saturio.— He dicho: otra vez. Silencio. Lázaro quita las gafas a Saturio. Se las pone él. ¿Siempre la misma broma?

Javier.— Oí a mi madre contar tantas veces la historia de su abuela viuda recogiendo cáscaras de patatas en las sobras de la basura

Lázaro.— ¡Calla! Así parezco menos burro.

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Saturio.— No te voy a decir lo que pareces. ¡Venga! Lázaro.— “A. B. C. CH. D. E. F. G. (Pausa) G”. (Silencio) Saturio.— No pares. Lázaro.— Me olvidé.

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Saturio.— Ya no quedan piñones, ni piñas, ni ramas, ni corteza. Nos hemos comido el pino. ¿En qué nos estamos convirtiendo, Lázaro? Somos animales. Termitas que devoran madera. Comemos madera. Lázaro.— Comemos lo que encontramos. No te me vuelvas señorito, cuatro ojos. Hay que sobrevivir. Comeremos lo que tengamos.

Saturio.— Digo que no pares de picar. Como vean que paras…

Saturio.— Mataría por un plato de lentejas con chorizo de las que hace mi madre.

Lázaro.— (Continúa picando) No recuerdo la letra. Soy un bruto. Un burro. Un animal que no recuerda…

Lázaro.— Prométeme que me invitarás a probarlas. Cuando salgamos de aquí.

Saturio.— La muda, Lázaro, la muda.

Saturio.— Sabes que no saldremos…

Lázaro.— ¡Eso! “H. I. J.”. (Silencio) Saturio.— K. Lázaro.— “K. L. LL. M. N. Ñ. O. P. Q. R. S. T. U.”. (Silencio) Saturio.— W. Lázaro.— “W. X. Y. Z.”. (Pausa) ¡Chuparos esa, cabrones! Saturio le quita las gafas a Lázaro. Se las pone él.

Lázaro.— Prométemelo. Silencio. Saturio.— Prometido. Lázaro.— A cambio, te invitaré un domingo a probar el cocido que hace mi mujer. La Soledad cocina como ninguna. Lo tienes que probar.

Saturio.— Haz el favor de comportarte.

Saturio.— Nada que ver con la caldereta de mi madre. Pregunta en Soria por la caldereta de doña Ana “la maestra”.

Lázaro.— Como nos pillen, nos van a llover hostias como panes.

Lázaro.— Ya me invitarás a probarla.

Saturio.— Panes. No hables de comida. Tengo hambre.

Saturio.— Unas migas sorianas con su choricito.

Lázaro.— No lo pienses.

Lázaro.— Ummm…

Saturio.— ¿Cómo no lo voy a pensar?

Saturio.— Con su miga tiernita…

Lázaro.— Luego te cogeré más piñones.

Lázaro.— Ummm…

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Saturio.— Y ese choricito de matanza…

Lázaro.— ¡Calla!

Lázaro.— Ummm…

Saturio.— Huevos fritos con torreznos.

Saturio.— ¿Y tú? ¿Qué echas de menos?

Lázaro.— Sardinas fritas.

Lázaro.— Puf… Un buen estofado de ternera.

Saturio.— Tortilla de patata con su aceite de oliva chorreando.

Saturio.— ¡Qué bueno!

Lázaro.— Ummm… ¡Joder, cuatro ojos!

Lázaro.— Con su caldito bien espeso…

Saturio.— ¿Qué te pasa?

Saturio.— Ummm…

Lázaro.— Me he puesto cachondo.

Lázaro.— Mojando una buena hogaza de pan recién horneado…

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Paran. Silencio.

Saturio.— Ummm…

Saturio.— Tengo hambre, Lázaro.

Lázaro.— Calentita…

Lázaro.— Sigue con la tarea, soriano. Sigue con la tarea si no quieres que usen nuestros huesos para caldo.

Saturio.— Ummm… Retoman la tarea. Lázaro.— Y la carne tiernita, en su punto… Saturio.— No hay mucho donde rebañar ya. Saturio.— Se me hace la boca agua. Lázaro.— Algo encontrarán, cuatro ojos. Algo encontrarán. Lázaro.— Un buen arroz con habichuelas. Siguen picando el suelo de granito. Saturio.— Ummm…, bien caldoso. Lázaro.— Pisto manchego. Saturio.— Choricitos fritos con sidra. Lázaro.— Ummm… Saturio.— Unas judías pintas con oreja.

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Segunda.— Si eso es cierto… Javier.— “La loca Penélope” podía estar en lo cierto. Si mi abuela lo vio alguna vez, como dijo, aunque fuera en la lejanía, no estaba tan loca como todos querían hacernos ver. Silencio.

6. La noche del Cíclope 1 de noviembre de 2002. Cementerio de la Almudena (Madrid). La luz apenas ha despertado hace unas horas y se despereza sobre el rostro impasible de Javier, que, sentado en una silla plegable, contempla la tumba de Saturio Soriano. Entra Segunda. Segunda.— ¿Javier? (Silencio) ¡Parece que hoy me ha ganado! (Pausa) ¿Cómo ha venido tan pronto? (Abre su silla plegable para sentarse a su lado) Las puertas se abrieron hace una hora. ¿Cuándo ha llegado? (Silencio) ¿Qué le ocurre? (Silencio) ¡Javier, diga algo! Javier.— He seguido leyendo las cartas de mi abuelo. Segunda.— ¿Y bien? Javier.— Ayer entregué a mi madre algunas en las que mi abuelo hablaba de ella a Saturio. Le cuesta entender que mi abuelo no les contase nada por no poner en peligro su vida o la de mi abuela durante la fuga. Le cuesta entender que no haya ido a visitarlas después. Y le cuesta entender dónde está ahora y por qué no da señales de vida.

Por cierto, igual que entregué a mi madre las cartas en las que mi abuelo la recordaba, creo conveniente leerle estas cartas que la recuerdan a usted. Segunda.— ¿A mí? Javier.— (Saca un folio del bolsillo de su abrigo. Leyendo) “Compañero Saturio: He vuelto a recordar aquella noche en que el frío de noviembre nos comía por dentro. Recuerdo como si fuera ayer la pregunta”. 27 de noviembre de 1946. Noche fría en Cuelgamuros. Noche que amenaza nieve sobre sus cabezas. Lázaro y Saturio se calientan los huesos alrededor de un fuego improvisado. Saturio.— ¿Por qué me miras así? Lázaro.— Eres muy listo, cuatro ojos. Saturio.— ¿Por qué lo dices? Lázaro.— Sabes tanto de todo… Saturio.— Lázaro, esas teorías no son mías.

Segunda.— Los gestos de amor son difíciles de explicar a veces.

Lázaro.— ¿Ah, no?

Javier.— Las cartas sugieren que alguna vez estuvo cerca de ellas, robando como un furtivo los rostros de las mujeres que una vez fueron su vida.

Saturio.— No, son de Platón. Lázaro.— ¿Quién?

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Saturio.— Platón, el filósofo. ¡Te estoy hablando de él!

Lázaro.— ¡Ay, cuatro ojos! ¡Y yo que te hacía…!

Lázaro.— Lo siento, cuatro ojos. Soy muy torpe para estas cosas.

Saturio.— ¿Qué?

Saturio.— No te juzgues así. No has tenido un maestro que te enseñara.

Lázaro.— Tonto. (Pausa) ¿Ya habéis… follado?

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Saturio.— ¿Qué? Lázaro.— Ahora te tengo a ti. Lázaro.— ¡Pues eso! Saturio.— Y yo te tengo a ti. Lázaro hace un gesto. Silencio. Consumao. Lázaro.— ¿No tienes a ninguna mujer esperándote en Soria? Saturio.— ¡Claro que no! Saturio.— Mi madre. Lázaro.— Cuatro ojos… Lázaro.— No esa clase de mujer… Saturio.— No creo que vuelva a ver esa sonrisa. Saturio.— No te entiendo. Lázaro.— ¿Por qué? Lázaro.— Una muchacha. Una moza. Saturio.— Hay alguien.

Saturio.— Emigró. Su familia se exilió a México después de la guerra. Tengo noticas suyas por mi madre.

Lázaro.— ¿Ah, sí?

Lázaro.— ¿Tu madre?

Saturio.— Sí.

Saturio.— Su padre y mi madre son primos.

Lázaro.— ¡Te estás poniendo rojo, cuatro ojos!

Lázaro.— ¿Estás enamorado de tu prima, mamón?

Saturio.— No digas tonterías.

Saturio.— Prima segunda.

Lázaro.— ¿Cómo es?

Lázaro.— ¿Cómo se llama la moza?

Saturio.— Preciosa. Tiene una sonrisa que es capaz de iluminar la noche más oscura. La recuerdo con su vestido de mil colores en las fiestas de la verbena de la noche de San Juan.

Saturio.— Segunda. Segunda se lleva una mano al pecho.

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Lázaro.— ¿Segunda?

Lázaro.— Hombres como tú son los que necesita este mundo.

Saturio.— Sí.

Saturio.— ¡Imagínate!

Lázaro.— ¿Tu prima segunda se llama Segunda?

Lázaro.— Más “Saturios” y menos “Lázaros”. ¡Ese sí sería un buen mundo para vivir!

Saturio.— Irónico, ¿verdad? Lázaro.— Mucho. Saturio.— Si algún día saliese de aquí… Lázaro.— Saldrás. Ocho años y un día pasan volando. Saturio.— Cuando salga, me iré con mi madre a México. Sus padres escriben continuamente a mi madre invitándole a irse con ellos. Ella no quiere por no dejarme solo en España. ¡Pobre! Ni que pudiera hacer algo por mí. (Pausa) Pero…, cuando salga…, nos iremos juntos a México. Me casaré con Segunda y buscaré trabajo de maestro. Escribiré. Escribiré sin miedo. Sin censura. Y pondré voz a tantos que no pueden hablar. Comenzaré una nueva vida, Lázaro. Lázaro.— Esa es la actitud, cuatro ojos. Silencio. Saturio.— Lo que sí sé es lo que siento cuando pienso en Segunda.

Silencio. Saturio.— Tengo su imagen bailando en las fiestas de la noche de San Juan. Girando con aquel vestido de colores. Sonriente. Sacándome a bailar. Lázaro.— ¿Bien pegados el uno al otro? Saturio.— No. Negándome a bailar. Lázaro.— ¡¿Cómo?! ¡Eres muy parado, cuatro ojos! Saturio.— Es que… Lázaro.— ¿Qué? Saturio.— Es que… Lázaro.— ¿Qué? Saturio.— No sé bailar.

Lázaro.— ¡Ay, cuatro ojos! Eres un romántico.

Lázaro.— ¿Qué hay que saber? Tú la agarras fuerte de la cintura y la pegas contra tu cuerpo. Que sienta tus manos fuertes…

Saturio.— Lo que soy es un estúpido soñador.

Saturio.— ¿Fuertes?

Lázaro.— Si no existieras, habría que inventarte.

Lázaro.— Sí, tus manos sobre sus caderas.

Saturio.— ¿A mí? Hombres como yo no son muy necesarios en nuestros días.

Saturio.— Yo no valgo para esas cosas, Lázaro. No soy un hombre de acción.

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Pausa.

Saturio.— No sé…

Lázaro.— Ven. Yo te enseño. Saturio.— ¿Qué? Lázaro.— Sí, hombre. Tú me enseñaste a leer. Ahora deja al maestro que te enseñe en las artes amatorias. Saturio.— ¿Tú? Lázaro.— Aquí donde me ves soy licenciado en mujeres. Ven. Saturio.— Yo… Lázaro.— Acércate. Saturio se acerca. Lázaro le quita las gafas y se las pone él. Saturio.— ¿La misma broma una y otra vez? Lázaro.— ¡Shhh…! ¡Calla! Yo seré tú. (Pausa) Lo primero es mostrarte seguro. Sin miedo. Saturio.— ¿Seguro? Lázaro.— Tu mano izquierda con su mano derecha. Que sienta el roce de tu piel.

Lázaro.— Sin miedo, cuatro ojos. Silencio. Saturio.— Lázaro, esto es un poco incómodo. Lázaro.— ¿Te busco a otro para que practiques con él? Saturio.— No. Lázaro.— Entonces…, punto en boca. Saturio.— De acuerdo. Silencio. Lázaro.— Ahora…, escucha la música. Saturio.— No hay música. Lázaro.— Escucha. (Silencio) Déjate llevar. Saturio.— Me dejo llevar. Bailan. Saturio pisa a Lázaro.

Saturio.— ¿Así?

Lázaro.— ¡Mierda!

Lázaro.— Luego le pasas la mano derecha por la cintura. Suavemente. Y acercas su cuerpo al tuyo. Con disimulo. Como quien no quiere la cosa.

Saturio.— No veo, Lázaro.

Saturio.— Yo…

Lázaro.— ¡Vamos!

Lázaro.— Así.

Saturio quita las gafas a Lázaro y se las vuelve a poner él.

Repiten. Bailan.

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Entra Cíclope. Los observa en silencio unos segundos.

Cíclope.— No. Claro que no. Te folla él a ti.

Cíclope.— ¿Qué esperar de este par de maricones? Se separan. Lázaro.— ¡No somos maricones! Cíclope.— (A Lázaro) ¡Tú, a callar! ¡Al pico! ¡Hay trabajo! (Pausa) ¡Fuera! Lázaro.— Es tarde. La noche está para dormir, no para trabajar. Cíclope.— ¡La noche está para lo que a mí me salga de los cojones! ¿Entendido? (Pausa) ¡Al pico! Lázaro inicia el mutis. Antes de salir, Cíclope le detiene sujetándole del brazo y le susurra al oído. (A Lázaro) A ti te reservo para el final, saco de mierda. Lázaro se suelta. Sale. (A Saturio) Y tú… Saturio.— ¿Sí, señor? Cíclope.— Te gusta. Saturio.— ¿Perdón, señor? Cíclope.— Tu amiguito. Te gusta. Saturio.— No, señor.

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Saturio.— No, señor. Cíclope.— Sí, te folla por la noche en ese catre mugriento como un animal en celo. Saturio.— No, señor. Cíclope.— Te gusta que te folle. Saturio.— No, señor. Cíclope.— Aquí no hay mujeres. Las noches son frías y no tenemos presas para entretenernos. (Pausa) Pero tú… Saturio.— No, señor. Cíclope.— Eres maricón, ¿verdad, maricón? Saturio.— No, señor. Cíclope.— Abre la boca. Saturio.— ¿Perdón, señor? Cíclope desenfunda su arma. Cíclope.— He dicho que abras la boca. Saturio abre la boca. Cíclope le introduce dentro su arma. Te gusta.

Cíclope.— ¿Te lo follas?

Saturio.— …

Saturio.— No, señor.

Cíclope.— Te pone cachondo, ¿verdad, maricón?

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Saturio.— …

Saturio.— No, señor.

Cíclope.— ¿Estás llorando?

Cíclope.— (Susurrándole al oído) Te voy a follar como no te han follado en tu puta vida.

Saturio.— … Saturio.— ¡No, señor! Cíclope.— Vaya una nenaza que estás hecha, maricón. Saturio.— … Cíclope saca el arma de la boca de Saturio. Cíclope.— Desnúdate.

Cíclope.— (Le apunta con el arma en la sien) Si te resistes, te pego un tiro en la cabeza. Si gritas, te pego un tiro en la cabeza. Si lloras, te pego un tiro en la cabeza. Si se lo cuentas a alguien, te pego un tiro en la cabeza. (Silencio) Ahora… (Pausa) Desnúdate. Desaparecen.

Saturio.— Señor…

Segunda.— ¡No!

Cíclope.— (Apuntándole con el arma) Desnúdate.

Javier.— (Leyendo) “La siguiente vez que te miré a los ojos, tus ojos no eran tus ojos porque tu cuerpo había dejado de ser tu cuerpo para pertenecer a los vencedores. Y tu alma…, tu alma siempre fue tu alma. No te la pudieron arrebatar nunca. Lo intentaron, pero no lo consiguieron”.

Saturio.— (Quitándose la camisa) Señor…, yo… Silencio. Cíclope.— Los pantalones.

Silencio.

Saturio.— Hace frío, señor.

Javier guarda la carta en el bolsillo de su abrigo.

Cíclope.— Quítate los pantalones si no quieres que te pegue un tiro aquí mismo. Nadie echará de menos a un maricón como tú. Saturio se quita los pantalones. Queda semidesnudo. Cíclope se acerca.

Su silencio, doña Segunda… Su silencio, mi silencio, el silencio de Saturio. Ahora le puede poner voz a su silencio. (Silencio) Mañana iré allí; mi madre me ha dado el nombre de un fraile que escribió hace años para reunir información sobre los presos de Cuelgamuros. No quiso saber nada entonces y ahora… soy yo el que necesita saber.

Estás temblando. Segunda.— Debería dejarlo antes de que sea demasiado tarde. Saturio.— Tengo frío, señor. Cíclope.— Yo sé cómo hacerte entrar en calor.

Javier.— Hemos vuelto la mirada atrás, doña Segunda. Por más que lo niegue, ya somos estatuas de sal.

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Un preso.— ¡Aquí! ¡En la cantera! Entra Cíclope. Cíclope.— ¿Qué cojones ocurre? Un preso.— ¡Una explosión en la gruta! ¡Hay hombres! Cíclope.— ¡Putos cabrones manazas!

7. La herencia del silencio 2 de noviembre de 2002. Residencia Santa Marta (Madrid). Javier entrevista a Cíclope (anciano). Cíclope (anciano).— Aquellos cabrones la jodieron bien jodida. 20 de junio de 1959. Cuelgamuros. Suena una explosión. Un preso.— (Dentro) ¿Qué coño ha sido eso? Entra corriendo un preso. Javier.— ¿Habla de una explosión en la cantera? Un preso.— ¡Una explosión! Cíclope (anciano).— Oí a los presos gritar. Un preso.— ¡Una explosión! ¡En la gruta! Cíclope (anciano).— Los que quedaron atrapados dentro chillaban de agonía.

Un preso.— ¡Que alguien saque a esos hombres! Cíclope.— ¡Están muertos! Un preso.— Los muertos no gritan. Cíclope.— ¡He dicho que todos esos bastardos están muertos! Un preso se dispone a salir corriendo, pero Cíclope le detiene de un brazo. Si entras ahí te arrancaré los cojones y te los meteré por el culo. Un preso se suelta y sale corriendo. ¡Vuelve aquí, pedazo de cabrón! Un preso.— (Dentro) ¡Que alguien me ayude! ¡Aquí hay uno! (Pausa) ¡Mierda, está muerto! (Pausa) ¡Joder, este respira! ¡Rápido! Un preso entra arrastrando el cuerpo de un hombre calcinado, destrozado por la explosión. (Dejándolo en el suelo) Uno vivo.

Un preso.— ¡En la gruta! ¡Ha sido en la gruta! Moribundo 1.— … Agmmm… Cíclope (anciano).— Chillaban como unos putos cerdos en el matadero.

Cíclope.— ¿Su brazo?

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Otro preso.— No lo encontré.

Cíclope.— No sobrevivirá.

Moribundo 1.— … Agmmm…

Un preso.— ¡Respira!

Cíclope.— Le falta un pie. Moribundo 1.— … Agmmm… Cíclope.— Está destrozado. Moribundo 1.— … Agmmm… Cíclope.— ¡Está muerto! Moribundo 1.— … Agmmm… Un preso.— (Al moribundo) ¿Quién eres? Moribundo 1.— … Agmmm… Un preso.— ¿Cómo te llamas? Moribundo 1.— … aro… Un preso.— No te entiendo. Moribundo 1.— … ázaro… Un preso.— (A Cíclope) Es… Cíclope.— Sé quién es.

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Silencio. Cíclope.— Yo me encargo. Un preso sale corriendo de nuevo. Cíclope se acerca al Moribundo 1, que agoniza en el suelo. Lázaro, Lázaro, Lázaro… Cíclope apoya su pie sobre el Moribundo 1, que gime de dolor. Quién nos iba a decir a nosotros que algún día nos veríamos así, ¿verdad, bastardo? El Moribundo 1 se retuerce de dolor en el suelo. ¿Intentas decirme algo? Moribundo 1.— … mmm… Cíclope.— (Arrodillándose junto al cuerpo) No te entiendo. Moribundo 1.— … Agmmm… Cíclope.— (Susurrándole al oído) Te dije que te reservaba para el final, saco de mierda. (Pausa) Tómatelo como un acto de compasión.

Un preso.— ¡Hay que llevarle a un hospital! Cíclope.— ¡Este hombre está muerto! Un preso.— Respira.

Cíclope le tapa la nariz y la boca al Moribundo 1, que forcejea sin fuerzas en el suelo. (Al oído) A ti, te espera el infierno.

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Tras unos segundos, el hombre deja de resistirse. Muere. Todo se esfuma en los recuerdos del anciano.

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Un hombre, con el rostro y el cuerpo vendados, yace moribundo sentado en una silla de ruedas. Parece un vegetal: no dice nada, no se mueve… Solo observa con la mirada perdida en el horizonte. Entra Cíclope.

2 de noviembre de 2002. Atardece sobre el Cementerio de la Almudena (Madrid). Llueve. Javier, sentado en su silla plegable, contempla la tumba de Saturio Soriano bajo su paraguas. Entra Segunda con su silla, protegida bajo su negro paraguas.

Saturio, Saturio, Saturio… Ya me han dicho las monjas que no has pronunciado palabra en todo este tiempo.

Segunda.— ¿Javier? (Silencio. Abre su silla y se sienta junto a Javier) Tiene alguna novedad, ¿no es cierto?

Cíclope pasea de un lado a otro de la habitación, mientras juguetea con unas gafas entre las manos.

Javier.— ¿Qué ocurre cuando el círculo se cierra, doña Segunda? Segunda.— ¿Qué ocurre? Javier.— Volvamos al punto de partida. (Pausa) Fui a la basílica. Fray Juan no pudo ayudarme. Me sugirió que visitara a Caín Hellín en la residencia Santa Marta. Segunda.— ¿Caín Hellín sigue vivo? Javier.— Probé suerte. Unas horas antes… Cíclope (anciano).— (A Javier) Recuerdo aquel día como si fuera hoy mismo. Javier.— (A Segunda) Cíclope me recibió en la residencia. Cíclope (anciano).— No me mire así. Lázaro Cedillo estaba destrozado. No habría sobrevivido. (Pausa) Igual que con los animales. Fue compasión. Javier.— ¿Compasión? Cíclope (anciano).— Al maricón lo visité dos días después en una habitación del hospital penitenciario. Tenía quemaduras por todo el cuerpo. Parecía un muerto envuelto en una mortaja.

Eres un hombre con suerte. (Pausa) Catorce muertos y tres heridos. Claro que los tres estáis igual de destrozados. ¡Al menos tú tienes todos tus miembros! Lo dicho: eres un hombre con suerte. (Pausa) Si tu madre te viese en estas condiciones…, no te reconocería. ¡Ah, qué coño! Tu madre, que aguantó ocho años para estar contigo y a un mes de salir…, va y se muere. ¡Qué puta es la vida! ¿Verdad? (Pausa) ¡Es cierto, no te dije nada para no preocuparte! (Pausa. Se acerca al hombre) Doña Ana, (Pausa) “la maestra”. (Pausa) ¡Tu madre, coño! Murió hace una semana. Sola. Esperando la libertad de su hijo. (Silencio) Nunca pensé que llegaría el día en que salieras vivo de esta prisión. Y mírate… Sí, irreconocible…, pero vivo. Nadie apostaba una perra gorda por ti, maricón. (Silencio) Ha llegado una nueva remesa de presos, por los que hemos perdido. Ya he echado el ojo a alguno. Una remesa de jóvenes promesas. Jóvenes maricones que buscan un duro castigo a sus pecados. Carne fresca. ¿Sabes a lo que me refiero? (Pausa) Así eras tú cuando llegaste. Y mírate ahora. He hecho de ti un hombre nuevo, maricón. Javier.— No, está usted muy equivocado. Don Saturio no era homosexual, y se casó en México. Cíclope (anciano).— Ahí lo tiene. Conseguimos hacer un hombre de aquel maricón. Javier.— En cuanto a la fuga…

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Cíclope (anciano).— No hubo tal fuga. Solo dos presos consiguieron escapar de Cuelgamuros. Sánchez Albornoz y Lamana. Esos dos cabrones huyeron a Francia como dos ratas cobardes.

Cíclope (anciano).— M. (Silencio) Creo.

Javier.— ¿Lázaro y Saturio…?

Cíclope (anciano).— Uno de los presos que sobrevivió me contó que Lázaro decía letras todo el tiempo.

Cíclope (anciano).— Esos dos maricones no escaparon. Lázaro murió en aquella explosión y Saturio salió en libertad un mes después.

Javier.— ¡Recitaba el abecedario!

Cíclope.— (A Saturio) En un mes estarás en la calle. Has cumplido tu condena. (Pausa) Los médicos dicen que con las operaciones volverás a parecer un ser humano. Pero hay cicatrices que no vas a poder borrar, ¿verdad, maricón? (Susurrándole al oído) De eso ya me he encargado yo. (Pausa) Eres un hombre con suerte. Tu amigo Lázaro no ha tenido tanta. Hemos tenido que despegarle a trocitos de las paredes de la gruta. Seguro que algún trozo te salpicó. Mira qué cosa… ahora tienes parte de él en ti. Sois solo uno. Lázaro y Saturio. Saturio y Lázaro. (Pausa. Pasea por la habitación) Toma. Tus gafas. Te reconocieron gracias a ellas. Te las tuvieron que arrancar de la cara. Si te fijas bien, aún tienen trocitos de tu piel. (Pausa. Susurrándole al oído) Me llevarás pegado a tu nuca como a la muerte. Recuérdame siempre. Yo no pienso olvidarte. Cíclope pellizca la carne quemada del hombre, que gime de dolor. Silencio.

Javier.— ¿M?

Cíclope (anciano).— ¿Qué? Javier.— ¿Y sabe lo que hacía mi abuelo cada vez que recitaba el abecedario? (Pausa) La misma broma una y otra vez. Silencio. Ponerse las gafas de Saturio. Silencio. Las gafas. Cíclope (anciano).— ¡No! ¡Las gafas las tenía Saturio! Javier.— Ahora escúcheme usted a mí. Un criminal de su calaña solo puede seguir vivo en un país como este. Solo un sinvergüenza como usted se atreve a seguir pensando así. No merece vivir. No lo merece.

Javier.— ¿Sabe cuáles fueron las últimas palabras que dijo Lázaro Cedillo?

Cíclope (anciano).— ¡Otro…! Se reproducen como la peste. En mi época…

Cíclope (anciano).— Estaba carbonizado. No podía hablar. Pronunció su nombre como pudo.

Javier.— Su época ha muerto. Y usted no tardará mucho. Mírese: viejo y enfermo.

Javier.— Antes. En la cantera. Dentro de la gruta.

Cíclope (anciano).— Esta conversación ha terminado. ¡Enfermera!

Silencio.

Javier se va, pero se detiene cerca de la puerta.

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Javier.— Se engaña. Lázaro Cedillo escapó de Cuelgamuros. Está vivo y escribió durante cincuenta años a su amigo Saturio.

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Segunda.— ¡Ahora no tengo a nadie ni bajo esta tierra! El hombre que está bajo esa lápida es un completo desconocido. Sí, un completo desconocido.

Cíclope (anciano).— ¡Lázaro Cedillo está muerto! ¡Yo mismo rematé a ese cabrón!

Javier.— Es su marido.

Javier.— (Iniciando el mutis) ¡Lázaro Cedillo está vivo!

Segunda.— No, no lo es. Un hombre con otro nombre es otro hombre.

Cíclope (anciano).— En Cuelgamuros no ocurría nada sin que yo me enterase. ¡Nada! ¡Nada se me escapaba! ¡Ningún pensamiento! ¡Ninguna mirada! ¡Ninguna palabra! Silencio. La historia, contada por Javier a Segunda, se esfuma como humo denso entre las tumbas del cementerio. Silencio.

Silencio. Ahora recuerdo… 18 de enero de 1951. Casa de la familia de Segunda. México. Lázaro.— Muchas gracias. Estaba todo muy rico.

Javier.— Caín Hellín no podía creer que Lázaro hubiera huido delante de sus narices fingiendo que era Saturio. Se sintió tan estúpido al descubrir que había sido él mismo quien le había dado la idea a mi abuelo... Silencio. Segunda.— Cincuenta años casada con… ¿quién era?

Segunda (joven).— ¿Nada más? Lázaro.— ¿Qué? Segunda (joven).— ¿No te supo familiar? Lázaro.— Ahora que lo dices…, bueno…, me resultó un poco…, pero no sabría decirte…, no sé…

Javier.— Lázaro Cedillo. Segunda (joven).— ¡Como la de tu madre! Segunda.— Entonces…, mi primo Saturio… Lázaro.— ¿Cómo? Javier.— Murió en la explosión de Cuelgamuros. Segunda.— ¿Qué se siente cuando uno despierta de un sueño? No lo puede imaginar. Cincuenta años de vida soñados. ¡Una vida soñada! Y ahora… abro los ojos. ¿Quién soy? ¿Quién era? ¿Quiénes somos? ¿Esto es real? ¡No, no puede serlo! Dime que seguimos soñando. (Pausa) No tengo lágrimas. No puedo llorar. ¿Por qué? Javier.— Tenía preguntas. ¿Lo recuerda? Ahora tiene las respuestas.

Segunda (joven).— ¿No me digas que no te supo como la caldereta que hacía mi tía Ana? Lázaro.— Sí…, bueno…, yo… Segunda (joven).— Ella misma me dio la receta. La tía Ana hacía la caldereta como ninguna. Supongo que te habrá traído muchos recuerdos.

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Lázaro.— Sí, sí…, muchos. Muchos recuerdos. Silencio. Segunda (joven).— La comida.

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vo aquellas calles en las que jugábamos cuando éramos niños. ¿Te acuerdas? Nada será igual, pero quiero volver. Cada día creo despertar en mi país. Me asomo a la ventana y veo otra vez las calles de México. Entonces me digo: “mañana, Segunda, mañana volverás”. Y pasa el tiempo y seguimos aquí. Pero volveré. No sé cómo ni cuándo, pero volveré a mi país.

Lázaro.— ¿Qué? Segunda (joven).— Si me preguntases qué es lo que más echo de menos, te diría que nuestra comida. ¿Tú, no? Lázaro.— Claro… La comida. Sí, bueno… Segunda (joven).— ¿Y tú? Lázaro.— ¿Yo, qué?

Lázaro.— Allí no se nos ha perdido nada. En cambio, aquí tenemos toda una vida por delante. Segunda (joven).— Serás tú, primo, el que tiene una vida por delante aquí. No me gusta este país. No es el mío. Por muy bien que nos traten, este no será nunca nuestro país. No me digas que no echas de menos nuestro vino, nuestro pueblo, nuestra gente… Silencio.

Segunda (joven).— ¿Qué echas de menos?

Lázaro.— Verás, quería hablar contigo de…

Lázaro.— Nada.

Segunda (joven).— ¿Aún llevas el botón de la camisa descosido?

Segunda (joven).— ¿Nada?

Lázaro.— Segunda…

Lázaro.— No tengo ningún recuerdo bueno.

Segunda (joven).— Eres un desastre de hombre.

Segunda (joven).— No digas eso, primo. ¿No recuerdas los buenos momentos en Soria?

Lázaro.— Tenemos que hablar… Segunda (joven).— Quítatela. Yo te lo coseré.

Lázaro.— Todo aquello pasó. Los malos recuerdos pesan más que los buenos.

Lázaro.— No he sido… Bueno…, en realidad…

Segunda (joven).— Yo no pienso igual.

Segunda (joven).— Será un minuto.

Lázaro.— ¿Ya has olvidado cómo salimos de nuestro país?

Lázaro.— No he sido del todo sincero contigo…

Segunda (joven).— No, no olvido. Pero la tierra de uno siempre le llama por dentro. Tengo ganas de volver. Sueño con pisar de nue-

Segunda (joven).— ¿Qué sería de ti si no estuviera tu prima aquí para cuidarte?

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Silencio.

Segunda (joven).— ¿Así de simple?

¿Primo?

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Lázaro.— Así de simple. ¿Sabes lo que le pasa a un hombre cuando siente los pechos de una mujer rozando su cuerpo?

Silencio. Segunda (joven).— Parece que sabes mucho del tema. ¿Qué te ocurre ahora? ¿Te pusiste melancólico? Lázaro.— Lo he leído. Silencio. Segunda (joven).— ¿Y qué siente ella? Lázaro.— ¿Te gusta cuidar de mí? Lázaro.— Dímelo tú. Segunda (joven).— ¡Qué cosas dices, primo! ¡Sabes de sobra que sí! Lázaro.— No crees que deberíamos entonces… Segunda (joven).— No empieces. Lázaro.— Una vez te hice una promesa.

Segunda (joven).— ¿Yo? Lázaro.— ¿Qué sentirías si ahora me acercase lentamente a ti…? ¿Y si mi mano izquierda rozase la piel de tu mano derecha…? ¿Y si mi mano derecha acariciase tu cintura, suavemente? ¿Y si acercase mi cuerpo al tuyo con disimulo, como quien no quiere la cosa? ¿Y si bailamos sin que nos importen las guerras, las tierras, el mundo?

Segunda (joven).— Era un juego. Lázaro.— Para mí, no.

Bailan. Segunda besa a Lázaro. Lázaro se desvanece y queda Segunda despertando del recuerdo.

Segunda (joven).— No seas tonto, primo.

Silencio.

Lázaro.— ¿Te da miedo que un hombre te hable de amor? Segunda (joven).— El amor es otra cosa. ¿Qué ha sido del primo romántico que dejé en Soria?

Javier.— Antes de venir aquí pasé de nuevo por el Valle. No pude acceder a los columbarios, pero escribí con tiza el nombre de Saturio Soriano en una de las piedras. Segunda.— ¿Me deja su tiza?

Lázaro.— Murió en España. Segunda (joven).— No hables así, primo. Lázaro.— El amor es un hombre y una mujer.

Javier entrega una tiza a Segunda, que se arrodilla ante la tumba. Escribe. (Escribiendo) “Lázaro Cedillo”.

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Javier.— ¿Para qué? La lluvia lo borrará. Segunda.— Mañana volveré y lo escribiré de nuevo. Y pasado. Y al otro. Y el siguiente. (Silencio) Lázaro Cedillo. Javier.— Y Saturio Soriano. (Pausa) Su silencio me suena familiar. (Pausa) Es el silencio de Saturio. Guardan un silencio familiar al contemplar bajo la lluvia la tumba de Saturio Soriano. Segunda.— Es el silencio de Lázaro. Javier.— Ahora es nuestro silencio.

8. Un barco con destino a México 11 de enero de 1951. Lázaro en la proa de un barco, de pie, con un papel en la mano. El viento frío le sacude el rostro, envuelto por las vendas. Lleva un aspecto fantasmagórico, como los nubarrones que acechan sobre su cabeza. Un mar embravecido le rodea. Lázaro.— Compañero Saturio: Huyo de España escondido bajo otro rostro, otra piel que no es mi piel. Huyo de España convertido en otro que no soy. Huyo de España fingiendo ser tú, pues es la única forma que encontré de huir de España. Este es el barco que surca el Atlántico. Los recuerdos de Lázaro le acompañan, apareciendo y desapareciendo a cada momento. Saturio.— “El océano Atlántico es el océano que separa América, al oeste, de Europa y África, al este”. Lázaro.— Un barco que me llevará a una nueva vida en México. Saturio.— “México es un país situado en la parte meridional de América del Norte”. Lázaro.— ¿Por qué México? Allí me espera tu familia. Ellos necesitan saber que has muerto. Tu familia necesita poner nombre a una lápida para llorarte y llevarte flores. Allí, en España, Saturio Soriano sigue vivo. Pero, en México, tu familia necesita saber la

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verdad. Tu prima necesita saber por qué no irás nunca a cumplir tu promesa de matrimonio.



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Lázaro.— Mi vida no vale nada. Saturio.— Para mí sí, amigo.

Saturio.— “El matrimonio es una institución”. Lázaro.— Podría… Lázaro.— Una mujer en tierras nuevas, que te espera con los brazos abiertos para comenzar una vida juntos, y otra mujer en tierras viejas que llora un marido muerto. No debe saber la verdad. ¿Qué clase de vida le espera a Soledad y a mi pequeña Rosita con un prófugo? ¿Huyendo toda la vida? No, esa no es la vida que merecen. (Silencio) ¡Qué injusto! Todo lo que sé te lo debo a ti. Y, sin embargo…, míranos. Yo aquí, vivo, dispuesto a comenzar una nueva vida, y tú…, ni siquiera sé dónde ha ido a parar tu cuerpo. (Pausa) Este mundo necesita más “Saturios” y menos “Lázaros”. ¿Ser tú? (Pausa) ¿Ser tú? (Pausa) Qué harías tú, cuatro ojos…

Saturio.— ¿Qué estás pensando? Lázaro.— Ser otro. Saturio.— Sé tú mismo. Lázaro.— Ser… Saturio.— ¡Olvídalo! Lázaro.— Y si yo me atreviese…

Silencio. ¡Estúpido Cíclope! ¡Confundirnos de tal forma! ¡Confundir el agua y el aceite, la noche y el día, la luna y el sol, el saber y la ignorancia! ¿Quién puede soñar tal cosa? ¿Ser yo el gran hombre que eras tú? ¿Qué harías?

Saturio.— Un nuevo mundo se expande frente a ti, amigo. No vivas otra vida que no sea la tuya. Lázaro.— Te lo debo. Saturio.— No me debes nada.

Silencio. Saturio.— Comenzar de cero, resucitado. La vida te da una segunda oportunidad. Como a Lázaro de Betania. ¿Recuerdas? Lázaro.— ¿Construir sobre los escombros de una vida destruida un vida nueva? Saturio.— Vivir. Lázaro.— No. Saturio.— ¿Por qué no?

Lázaro.— Vivirás en mí. Saturio Soriano sigue vivo. Usaré mis pies para que me sigas caminando sobre esta tierra. Usaré mis manos para escribir sin censura, como tú querías. Usaré mi voz para que hables al mundo. Saturio.— ¿Qué tramas? Lázaro.— Si retomase tu camino… Prometeo… Ya ves. Me acuerdo. Prometeo. El fuego. Las letras. El fruto del conocimiento.

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La enseñanza. La verdad. La manzana prohibida. El saber.

Pedro martín cedillo Madrid, 1978

Fin

Es licenciado en Arte Dramático por la University of Kent at Canterbury y máster en Artes Escénicas por la Universidad Rey Juan Carlos. Desde 2006, ha trabajado como actor en compañías como Tantai Teatro, Ñu Teatro y Zas-Boing Teatro; esta última, una asociación cultural en la que, como socio fundador, desarrolló la labor de actor, director y dramaturgo. Continuó formándose en su vocación dramatúrgica de la mano de profesionales de la talla de Laila Ripoll, José Ramón Fernández, Matías Feldman, Alejandro Tantanian y Rodolf Sirera. Ha escrito, y puesto en escena, espectáculos infantiles como El cementerio de los libros olvidados y El fénix de los ingenios. Asimismo, ha escrito y codirigido guiones de cortometrajes y series web como Puras, Triángulo rosa invertido y De belleza distraída. Tras su paso por Creador.es (2013), la Editorial Episkenion seleccionó su obra Self Service para editarla. Desde octubre de 2014, se representa en Madrid su siguiente texto, El valle de los cautivos, con gran éxito de crítica y público.

EL VALLE DE LOS CAUTIVOS Javier, un joven periodista, trabaja en un artículo sobre la depuración de maestros durante la guerra civil española. Sus investigaciones le llevan a contactar con Saturio Soriano, un anciano profesor que, poco antes de suicidarse, le relata su paso por el penal de Cuelgamuros de Madrid y cómo se vio obligado a trabajar en la construcción del Valle de los Caídos. Tras constatar que Saturio y su difunto abuelo habían llegado a conocerse en prisión, Javier descubrirá que la amistad, la verdad y la búsqueda de la identidad están por encima de cualquier guerra, ideología o política.