PDF (Capítulo 11) - Bogotá

de altura, y un palo alto, con una argolla corrediza a la que estaba sujeta la cadena, pudiendo de esta manera los anlmali- tos subir y bajar por él, y rozar el ...
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CAPITULO XI Salida de Bolita para Francia.—Nueva navegación por el Magdalena desde Honda hasta Bacrancla.—Viajes por tierra desde Barranca hasta Cartagena.—Turbaco y sus v:»Icanes de agna.—Los hormigueros, el tapir y los monos.—Cartagena y sus alrededores.—Embarque rumbo a Jamaica—Kingston.— Travesía hasta El Havre. El 18 de octubre de 1839, después de haber permanecido once años en Bogotá, emprendí el viaje de regreso a Francia volviendo a tomar el camino de Honda y siguiendo después la vía fluvial del Magdalena. Muchos amigos que tenía en la colonia francesa y entre Ja gente del país, me acompañaron hasta la mitad de la llanura donde habían hecho preparar en la venta de Cuatro Esquinas, un almuerzo para despedirme. Cuatro de ellos, que se habían provisto de- maletas de viaje, decidieron seguir conm'go hasta la pequeña población de Guaduas, donde debía detenerme una semana con objeto de prepararme, a favor de su clima templado, para afrentar en mejores condiciones los fuertes calm-es de las márgenes del Magdalena, en vez de expenerme a ellas casi sin transición, al salir de la alta meseta fría de Bogotá, pues suelen ser esos cambios bruscos de temperatu:as tan extremadas los que provocan las fiebres. La detención prolongada que hicimos en Cuatro Esquinas para almonzar y despedirnos, nos impidió adelantar mucho en lo que quedaba de dia; ést;e se extinguía cuando, después de haber salido de la Uanura y haber de.soendido por espacio de media hora los declives de la cordlUera, llegamos a la venta del Ase.-radero situada ;en una meseta cuya temperatura es sensiblemente más suave que la de Bogotá. Nos detuvimos en esta venta para dormir y, tanto el alojamiento como ¡a comida, fueron bastante buenos. Al día siguiente, 19, llegamos per

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la tarde a Guaduas, no habiéndonos detenido en el camino sino una hora en un sitio denominado Cuni, para dar un respiro a nuestras cabalgaduras y echarlas unas brazadas de pasto. Los cuatro compañeros de viaje con quienes pasé unos días en Guaduas ya han muerto: uno de ellos era el joven escultor CumberwOi'th, discípulo de Pradier, que ha dejado muchas estatuilla.? muy apreciadas por les artistas; se le había animado a venir a Bogotá halagándole con la esperanza de que haría ¡a estatua d: Bolívar, pero a su llegada, casi todos los a'migos del Libertador que estaban en el poder no dejaron llevar adelante ese proyecto. Volví a ver con gran satisfacción al ccironel Acosta, que seguía siendo el viejo verde de siempre, el eterno reyezuelo de la localidad, reinando en su tienda, donde se reunían las tertulias, mientras administraba justicia, despachaba los asuntos relacionados con el correo y vendfa sus mercancías. El 27 de octubre salí d,s Guaduas en compañía de otro de mis amigos, el señor de Saint-Amand, de quien tuve ya ocasión de hablar en anteriores capítulos; regresaba a Francia y por tanto hicimos juntos el resto del viaje hasta la costa. Com-o estábamos en la época de las lluvias lambos nos habíamos provisto en Bogotá de girandes ruanas y de amplios pantalones de caucho cerrados por los piís, que podíamos endosarnos por encima de lo que se usa de ordinario. 'Salimos de Guaduas por la mañana vestidos con esas estrafalarias fundas impermeables y con enormes .som'breros de paja, recubiertos con una funda de hule, regocijándonos ante la idea de poder desafiar Impunemente las cataratas del dUuvio. Habíamos andado poco más de media hora cuando, teniendo que vadear un río de peca anchui-a y pensando que sería poco profundo, entramos resueltamente en él, pero sin nuestros muleros, que iban delante y .sin nadie que nos infoiinare del sitio mejor para pasarlo; nos lanzamos precisamente en el punto en que el río era más profundo, y tanto, que antes de alcanzar la otra orlUa, dimos algunos chapuzones juntamente con nu';stras cabalgsdu'.-'as, de modo que cuando hubimos pasado ese malhadado torrente, el lagua que se había Introducido, por encima de nuestros 'ho-mbros, entre nuestros cu'frpcs y la ropa, no sólo nos habia calado hasta los huesos, sino que lie-naba por completo nuestros pantalones de hule al punto de que más parecían odres que prendas de vestir. Por el memento, no podíamos

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secarnos ni desembarazamos de nuestra carga líquida, porque -la lluvia caía a torrentes, así que, a pesar del calamitoso estado en que nos encontrábamos, seguimos adelante, dejando el desnudarnos y cambiíamos de ropa para cuando llegáramos a la primera cabana que hubiese en el camino. Debido al mal tiempo que duraba desde hacía casi un mes, encontramos los caminos en las montañas de tal suerte cortados per barrancos, que no pedíamos avanzar más que al paso y con muchas precauciones. Hacia mediodía, echamos pie a tieira a la puerta de una choza donde, recibidos con les brazos abiertos por unos indios, vaciamos el contenido de nuestros pantalones y nos secamos delante de una buena fogata. Cuando ya estábamos a caballo y nos despedíamos de los indios, éstos nos previnieron de qu-e al bajar la montaña del Sargento talvez no poc'riamos pasar de cierto sitio, antes de que se mandase gente para despejar el camino que estaba obstruido desde -el día anterior por un deslizamiento considerable de tierra y rocas. Aunque esta noticia mereciese alguna reflexión, no por eso dejamos de continuar adelante; no tardamos efectivamente en encontrarnos metidos hasta el pecho de las muías en un caos Indescriptible de árboles derribados, de rocas enormes, de tiic-nas y de barro; sin embargo, a fuerza de perseverancia y sobre todo gracias al instinto maravilloso de estos animales, que nos guiaban más a nosotros que nosotros a ellos, logramos el señor de Saint-Amand y yo salvar los obstáculos sin contratiempo; pero no le sucedió lo mismo a mi criado, que nos precedía; en un m-cmento dado, vimos que su muía al resbalar perdió el equilibrio y cayó con él desde una altura de ocho ó diez metras, entre dos rocas. Aceleramos nuestra paso tcdo lo que permitían las difieu-'tades del terreno, para llegar a! lugar del accidente donde encontramos al criado y a la muía que yacían sin conccimiento, el uno al lado de la otra. Mientras buscaba una cantimplora en una de las bolsas del arzón para tratar de hacer beber unas gotas áe aguardiente 'al hoirtbre al que creía, si no muerto, per lo menos en "muj' mal estado, se levantó éste de repente y como un loco que no atribuyese la causa de su caída más que a la torpeza de su cabalgadura, cogió una piedra de gran tamaño y asestó un golpe con ella en la cabeza de la muía; el pobi-e animal reanimado per el dolor se levantó también sin que al

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-pareoer sufriese otra lesión que el dolor que sentía en la cabeza que no dejaba de mover. Finalmente, al cabo de unos minutos, el criado volvió (a subir en su muía y con gran sorpresa mía siguieron andando, como si nada les hubiera pasado. -El número de torrentes crecidos que tuvimos que atravesar fue incalculable-; al pasar el que lleva el nombre de río Seco, volvimos a hundimos en el agua hasta el cuello, casi del mismo modo que nos sucedió por la mañana en el riachuelo de Guaduas. Nuest.ia marcha fue tan lenta, que llegamos a las nueve de la noche, en medio de una profunda obscuridad, que nos hizo durante mucho tiempo errar a la ventura per entre matorrales espinosos cuyas ramas nos anañaban la cara, a una aldehuela que está frente a frente a Honda, en la margen dere'oha del Magdalena, donde nos albergamos en una posada de arrieros; allí nos enteramos de que las muías que llevaban nuestro equipaje y que esperábamos encontrar, no habían llegado todavía; tuvimos pues que resignamos, calados como estábamos, a no poder cambiarnos ni de camisa. A la mañana si-guíente (28 d-3 octubre), inquietos per la suerte que hubieran podido correr las muías de carga, tc-mamos de nuevo a caballo el camino de Guaduas para ir en su busca y al cabo de media hora nos las encontramos que venían al paso todas, menos una que faltaba en la recua y que los arrieros dijeron que habían tenido que a'bandonar en el camino per que se rompió una pata, habiendo tenido que repiartir la carga entre las otras. Poco después, una barca nos transportó a Honda, donde permanecimos los tres- días, que tardamos en encontrar un champán. El 19 de noviembre, al rayar el día, emprendimos nuevamente la navegación por el Magdalena, aturdidos por los gritos de los bogas que eran doce, y que al empezar a empuj-ar la embarcación con sus pértigas entonaron las letanías de la Santísima Virgen, Intercaladas con espantosas palabrotas; algunos de ellos estaban espantosamente ebrios. Oomo ya he descrito antes el río Magdalena, casi en todos sus aspectos, así como -los sitios en que me había detenido al subirlo, no insistú-é al respecto; me limitaré a consignar que el champán, en vez de ir bordeando las orillas y de avanzar trabajosamente empujado por el sólo esfuerzo de los bogas como

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en el primer •viaje, iba ahora por ei centro del río arrastrado por la corriente a una velocidad de 3 a 5 miUas por hora y dirigido sólo por el patrón y pxir dos ó tres remeros que se relevaban, cada cierto tiempe. Sin embargo, obligados, como antes, a no navegar durante la noche ante el temor de estrellar-nos contra algún obstáculo peligroso, como Islotes flotantes o árboles clavadas en el suelo bajo el agua, cuyos troncos abren el casco de la embarcación y la hacen zozobrau-, todas las noches abordábamos a una de las orillas donde permanecíamos amarradas hasita que ajnanecía, y como el río venía ahora muy crecido y dejaba por lo tanto muy pocos bancos de arena al descubierto, desembarcamos, si mal no recuerdo, apenas mía sola vez, para pasar la noche en tierra en la ciudad de Mompox. En fin, después de once días de navegación sin mayor contratiempe, llegamos el 11 de noviembre a Barranca, que hoy lleva el nombre de Calamar, donde de Saint-Amand y yo desembarcamos piara seguir pior tierra hasta Cartagena. Aunque la época de Uuvias en que estábamos no fuese la mejor para un viaje semejante, negociamos con un alquilador de caballerías, que nos propercionó dos buenos catallcs para nosotros y muías pera el transporte de lequipaje; al día siguiente de nuestra llegada a Barranca, nos pusimos en camino a las 12, habiendo enviado per delante, muy de mañana, las muías que llevaban la impedimenta. Habíamos andado apenas media legua, pasada la cuestecüla en uno de cuyos decli-ves está el pueblo que mira al Magdalena, cuando el cara decidir la suerte de las personas atacadas; en ese lapso o se mueren o están fuera de peligro. Las personas de la alta clase social, en Cartagena lo mismo que en Santa Marta, permanecen en sus casas durante la mayor parte del día meciéndose en la hamaca. En las casas no se advierte el menor indicio de animación sino después de puesta el sol; a esa hora empiezan a ll:igar las visitas y comienzan las reuniones. En las casas en que me hice presentar, no advertí grandes diferencias con respecto a costumbres, mentalidad e instrucción entre los mujeres de Cai-tagena y las de Bogotá. Tanto unas como otras son muy aficionadas a la música, pero ninguna descuella; suelen cantar romanzas o baladas acompañándose con la guitarra; son muy aficionadas también a las ceremonias religiosas, pero esto menos por devoción que por distracción. Físicamente, las mujeres de Cartagena, sin tener un cutis tan fresco como las criollas de la Cordillera, no son inferiores a éstas en lo tocante a los encantos corporales, idénticos pies diminutos, las mismas manos bonitas e iguales cabeUers.s abundantes y cuidadísimas; pero desgraciadamente con la larga permanencia en la costa, el esplendor de su beUeza diu-a peco, bajo la influencia de ese clima debilitante. No hay más paseo que el de las afueras de la ciudad; el más concurrido es el de Manga, al que van algunas damas elegantes en coche, escoltadas per jinetes. Varias veces he ido en uno de esos cabriolés de alquiler, vehículos de forma antigua, tirados por una muía en la que monta el cochero, que siempre es un negro o un mulato, a la manera de postillón.

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Me encantaba recorrer de ese modo los barrios y las aldeas de los alrededores pasando por huertos y bosquecillos cuyas flores .embalsamaban el ambiente; la viveza y alegría ruidosa de las gentes de color contrastan singularmente con la Indolencia de los habitantes de raza blanca de Cartagena. A aquellos se les ve -per todas partes bailar o cantar a los acordes de un tiple (1); algunas veces la orquesta se completa con otros dos Instrumentos: un tamboril y un trozo de bambú hueco, en el que suenan al agitarlo, unos cuantos granos de maiz; delante de muchas chozas había mesas de juego alrededor de las cuales se apretujaban con verdadera emoción hombres, mujeres y niños. Frente a la puerta principml de Cartagena, que en dirección al puerto se abre sobre una -gran plaza de forma irregular y a peca distancia del ban-io de Getsemani, se alza una colina abrupta, de unos 500 pies de altura, que se llama la Popa y en cuya cima están las ruinas de una capilla dedicada a la Virgen; subí una mañana; desde ese punto culminante se domina un paisaje curioso y triste. A mis pies la ciudad que ostentó con orgullo su nombre de Reina de las Indias y cuya escasa animación se desvanece sin que hasta mí llegara ni siquiera el eco, me pareció, con la masa oscura de sus edificios deteriorados, rodeados de murallas en ruinas, un viejo león herido que espera la muerte; más allá la mirada se cierne sobre esa vasta rada que antaño surcaron tantas armadas pederosas y que hoy, desierta, no conserva más que su aderezo de islotes verdeantes; veía los muchos fuertes destacados que la protegieron y cuyas macizas murallas y bastiones con troneras desguarnecidas forman al derrumbarse arrecifes contra los que se estrellan las olas del mar. En el puerto, hoy a medio cegar, se veían unas cuantas goletas y canoas miserables que habían reemplazado a los buques de alto bordo de antaño, cuando transportaban tan ricos cargamentos. EJ tónico sitio en que mis ojos pmdieran descansar sin contemplar un cuadro de dolor, era la tierra firme que unas veces con su festón de rocas y otras cubierta de árboles, dibujaba la costa por encima tie la blanca línea de espuma de las ondas. (ti

Especie de g n i t a r r a - g u i t a r r i t l o - c u y o c u e r p o ' d e forma redonda está hecho, bien de tablillas de madera o con el caparazón de una tortuga o de"nn armadillo.

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Los bosques de las inmediaciones de Cartagena, se extienden a lo lejos tierra adentro, desde el mismo borde del mar; no ofrecen más solución de continuidad, que los pocos claros que los indígenas han abierto oon el hacha o con el fuego y en los que han levantado rancherías rodeadas de sembrados de maíz, caña de azúcar, cacao, bananos y otros árboles frutales. En esos bosques, además de los ya indicados, que más llaman la atención en ¡as márgenes del Magdalena por su altura y grosor, como los caobos, las ceibas, las cavanilesias, y las palmeras de altísimo tronco, crecen también profusamente magníficos cedros, mimosas de toda especie desde las grandes acacias hasta el modesto arbusto de la sensitiva, enormes bambúes de 60 a 70 pies de altura que tienen algo a la vez de la caña y de la palmera, ébanos, guayacos cuya madera es casi tan dura como el hierro, tamarindos, cocoteros, palmeras datileras, corozos, cañafístolas, zapotes, mangos, nísperos, papayos, guayabos, especies todas éstas que con otras muchas que no menciono, dan frutas comestibles, o maderas para construcción, ebanistería y carpintería o fibras de sus cortezas o del limbo de sus hojas que sirven para fabricar una serie de objietos de cestería o de espartería, o finalmente, substancias tintóreas, resinas, gomas y bálsamos y muy especialmente el bálsamo a que el pueblo de Tolú ha dado su ncmbre. .Algunos de esos árboles que acabo de mencionar, tales como los cocoteros y determinadas clases de palmeras dan frutos en la cima de los mismos que, bien se den en racimos o aisladamente, son de tal tamaño y pesan tanto que desde luego no habría sido en América donde el buenc de La Pontalne, si hubiera vivido, habría escrito su graciosa fábula titulada La bellota y la calabaza. También se da en gran abundancia en los alrededores de Cartagena un árbol al que no puedo por menos de dedicar unas cuantas palabras, en gracia al peligro que ofrece y que oculta bajo su aparente beUeza: el manzanillo; es del tamaño de uno de nuestros grandes nogales; su ncmbre se debe al parecido que tiene su fruto con una clase de manzana pequeña que los españoles llaman manzanilla. Cuando se hace un corte en el tronco, segi-ega un jugo lechoso del que basta que caigan unas gotas en la piel para producir una Inflamación que se -extiende en seguida a las demás partes del cuerpo; si se come el fmto, los efíctos del envenenamiento que produce son violen-

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tos según funesta experiencia, de los primeros años del descubrimiento de América, hecha por muchos españoles; se dice que si se comete la Imprudencia de quedarse dormido o descansar bastante tiempo a ¡a scmbra del manzanillo, sus emanaciones y las gotas de agua que resuman algunas veces sus hojas, bastan para ocasionar ya que no la muerte por lo menos un gran malestar con náuseas y una fuerte ii-ritación de la piel. Pero fuera de esto la madera de ese árbol, cuando está seca, .se la puede trabajar sin peligro; se emplea í n la ebanistería por su color amarillento y su jaspeado y veteado parecido al del mármol. Entre ¡es anim.nleí: sa'.vajes que pueblan las selvas de ¡a cuenca del Magdalena y las demás regiones cálidas de América del Sur, hay tres especies de mamíferos: los hormigueros, los tapires y los monos, de los que todavía no he hablado, pero de los que voy a dar algunos detalles porque no creo que haya en los jardlne.5 zoológicos de Em-opa más que muy pocos ejemplares vivos de las dos primeras e.spccies y porque en cuanto a los monos aunque se suelen conocer los que han amaestrado titiriteros, para hacer algunos ejercicios, en cambio se desconocen por completo sus verdaderas coBtumbres cuando viven en libertad en medio de las selvas. El hormiguero, que pertenece al orden de los desdentados, Iguala al oso por su tamaño y como éste, tiene el pelo largo, pero menos brillante y sedoso. Como no puede triturar carne ni vegetales resistentes, puesto que sus mandíbulas están tiCK^provlstas en absoluto de dientes, se alimenta exclusivamente de hormigas y de comején; con las uñas largas y fuertes que arman sus patas delanteras, hace unas aberturas en los hormigueros elevados y res'stentes donde las hormlgan viven en cantidades innumerables y mete por ellas hasta el fondo la lengua filiforme de que está dotado, parecida a una ¡enorme lombriz que midiera de 40 a 45 centímetros de longitud, y que por estar Impregnada de una materia viscosa, al retirarla sale cubierta de insectos que se quedan pegados ccmo si se hubiesen cogido con una varita untada de goma. Aunque el hormiguero no puede morder, no por ello deja de ser temible para los enemigos que se le acercan, pues entonces poniéndose en estado de defensa, bien sea levantándose sobre las patas de atrás o sentándose, abre las patas delanteras, como si fuesien dos grandes brazos, cuyo apretón cuando las cierra sobre un

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cuerp» cualquiera, es tanto más terrible, cuanto que clava a la vez sus garras fuertes y largas, Eteta especie de hormiguero no es la única que se encuentra en las reglones cálidas de Sur América; hay otras dos que también pertenecen al orden de los dt;sdentados y que están dotadas igualmente de largas garras; uno de ellos el tamandoa, es del tamaño de un zorro y tiene el píelo semejante; el otro, es el didáctilo, que es del tamaño de una ardilla y que a diferencia del primero, en cuanto es adulto, no vive más que en el suelo; se pasa la vida encaramado en los árboles. Tanto el hoi-miguero como lel tamandoa, vista la costumbre que tienen para defenderse (así cuando se alzan sobre las patas -de atrás como cuando se sientan), de abrir los brazos, se les designa vulgarmente en algunas regiones de Nueva Granada con el ncmbre de Dominus vobiscum, porque esa actitud recuerda la del sacerdote en el altar al decir esas palabras. (1) El tapir, que en el país se llama danta, se suele .encontrar con menos frecuencia que el hormiguero porque a veces pasa todo el día dormido en su cubil, del que sale únicamente de noche para comer; pareos que vive en los lugares pantanosos. Antlguamiente los indios comían su carne, lo mismo que la de los corzos y la de los pécaris y de la piel hacían escudos y una especie de dalmática, a prueba de las flechas y de las azagayas. Uno de estos paquidermos, que vi por primera vez, había sido cogido jovencito; creció en un estado de semldomesticidad en casa del señor Aversenc, donde estuve ho.spedado en Cartagena; le tenían en el patio de entrada, bajo techo, y sujeto por un coUar a una cadena, ccmo si fuese un perro de guardia; no sé si habría alcanzado la plenitud de su desarrollo; pero por su tamaño, estaba entre el asno y el caballo; el cuerpo, arqueado y macizo, por el estilo del cerdo, descansaba en unas patas fuertes, un poco más cortas las delanteras que las traseras; la parte anterior del cuello estaba provista de una melena rala, de crines lisas; la cola era corta y desprovista de pelos. 'La cabeza, gruesa, terminaba en una nariz alargada en forma de trompa móvil, que le servía para recoger la comida; la piel era en extremo g-iuesa y con pelambre color castaño obscuro, tirando a negra. A pesar de su aspee- •'MMl,! (1)

Véase la obra pubfieada en París hace p o t o por F . Ronlin con el título "Historia Natural v recuerdos de viaje*, de la que Ue tomado una parte de los datos que doy aquí relativos a loa hormiguero».

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gustaba mucho que cuando se le pasaba la mano por el lomo se le rascase. Durante el día, se le cambiaba de sitio ouando el sol I3 daba de plano, pero a veces cuando se olvidaban dejarle a la sombra y tenía mucho calor, rompía la cadena de un tirón; esta cadena era lo bastante larga para que el animal pudiese Ir hasta la cisterna que estaba en medio del patio; una vez llegado a ella ponía las patas delanteras en el brocal del pezo y se pe.saba horas enteras contemplando su Imagen reflejada en el agua. Una vez. según me contó el señor Aversenc, se qu'edó tan enamorado de su imagen, que rompiendo la cadena, se tiró al pozo, de donde costó muchísimo tiabajo sacarle, habida cuenta de su peso enorme. Este paquidermo americano comía no sólo toda clase de plantas forrajeras, sino también sopas de pan y carnes cocidas; tenía per compañero de cautiverio en el mismo j>atlo un mono bastante grande al que dejaba que se le subiese e hiciese piruetas en el lomo. Claro está que éste, a pesar de la Intimidad aparente que existía entre ambos, no dejaba de penerse a salvo cuando el tapir, fastidiado ya con las bromas, tal vez un poco pesadas del mono, empezaba a sacudirse o lanzaba un gruñido acompañado de gritos agudos, parecidos a los que salen de un silbato. No es raro ver en Nueva Granada bandadas de monos en las copas de los árboles corpulentos, pero no he visto nunca ninguno que careciese de rabo o que se aproximase por el tlpe, a los grandes antropemorfos de Asia o de África, que, como los orangutanes, los gorilas, los glbones y los zambos, superan a veces al hombre, tanto en fuerza como en estatura, Pero sin embai-go, de creer lo que dicen el inca Garcilaso de la Vega y el reverendo padre Acosta, que han escrito acerca del Perú y de México, tanto uno como otro, habría también en América monos sin cola. Sea de esto lo que se quiera, las especies que más abundan en Nueva Granada pertenecen a las familias de los aluatos, de los zagüís o monos arañas, y de los titíes, cuyo tamaño va desde la ardilla hasta el de un galgo grande y cuyos colocidos no son menos variados. Los más pequeños son los titíes que miden de 15 a 20 centímetros, sin contar la cola; tienen escaso parecido oon los otros monos; los hay que tienen el aspecto de un leoncillo por la melena sedosa que les crece alrededor de la cabeza desde las orejas hasta los omoplatos; hay algunos que tienen el hocico, las mejillas y las orejas de

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color bermellón. Muchas señoras y niños crían estos animaUtos, que suelen ser muy mansos y zalame os; pero es muy difícU aclimatarles en las tierras frías. Las demás especies de gran tamaño tienen la cola larga y prensil, es decir musculosa, de suerte que pueden sei-vlrse de ella como de un dedo para coger lo que les ap^etece o para colgarse de las ramas de los á.boles. En los bosques se oyen a grandes distancias sus aullidos, gruñidos y silbidos; por la mañana, al rayar el alba, y al oscurecer suele ser cuando gritojí y gruñen más fuertemente, cuando andan en bandadas, '•el griterío que producen es tan ensordecedor ccmo lúgubre. Su Inteligencia y astucia son admirables y se entienden también entre ellos mediante ciertos gritos, para poner en práctica sus burlas y ayudarse mutuamente en los trabajos comunes o en los momientos de peligro. Garcilaso de la Vega, ya citado antes, cuenta que en su época, peco después de la conquista del Perú, los Indios decían que sabían hablar, pero que se abstenían de enterar de ello a los españoles para que éstos no les hiciesen trabajar o no les aplicasen el tormento para conseguir oro y plata. Durante mi estancia en Bogotá, tuve dos titíes de tamaño regular, cuya cara de color blanco sucio tenía gran parecido con la de los mulatos y estaba enmarcada por unas patillas perfectamente cortadas cn forma tíe collar. De vez en cuando, me entretenía en observar sus juegos ocultándome tras una ventana, para no 'estorbarlos con mi presencia, o sentándome no lejos de donde estaban. En constante movimiento, como si por sus venas hubiese corrido mercurio, su acíiviidad, que nunca se fijaba en un mismo objeto más que por espacio de unos segundos, siempre tendía especialmiente a la destrucción y al alboroto; cualquier utensilio manejable que no pudieran romper se convertía en sus manos en martillo con que golpeaban como energúmenos. Aunque conmigo y con las gentes de la casa que les cuidaban eran muy mansos, se mostraban a veces malos y hasta peligrosos con los desconocidas, y cuando se lanzaban sobre alguien para morderle, siempre lo hacían a traición y cuando estaba la víctiima de espaldas, hecha su fedhOTía se escapeaban a toda prisa. Algunas veces les penía juntos y a pesar- de que ambos fuesen machos no se peleaban nunca y se acariciaban mutua'mente haciéndose una serie de mimos que expresaban tanto un

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sentimiento de lujuria como de satisfacción que experimentaban al verse juntos; además los machas y las hembras se besan con la tei-nura de dos amantes. Una de sus principales ocupaciones cuando cesaban de jugar consistía en buscarse el uno al otro las pulgas y comérselas o en perseguir a las arañas y a las moscas y en comérselas también con no menor fruición: a estas últimas las cogían como los niños, describiendo rápidamente con la mano un semicírculo y muy pocas veces se les escapaban las que pasaban a su alcance. Siemp.'e acompañaban la captura de una de eUas con un grltlto de satisfacción y cuando habían errado el golpe lanzaban un gruñido o hacían una mueca. Mandé hacer para cada uno de ellos, en el centro de un arriate una cabañlta sostenida por unos postes de cinco pies de altura, y un palo alto, con una argolla corrediza a la que estaba sujeta la cadena, pudiendo de esta manera los anlmalitos subir y bajar por él, y rozar el suelo con las manos cuando so dejaban colgar hacia abajo; cuando las gallinas y las palomas andaban por el arriate las atraían hacia sus casetas echando migas de pan o esparciendo los restos de la comida; luego, se ponían al acecho, bien dentro de la caseta o encima de ella con todas las apariencias de unas buenas personas que no abrigan malas intenciones o que se entretienen observando el tiempo. SI una de estas aves se aventuraba imprudentirmente para picotear en el sitio fatal, nuestro mono se lanzaba sobre ella de un salto, como haría un gavilán y cogiéndola por el cuello, de una dentellada la fracturaba el cráneo, le sacaba las sesos y se los comía con una prisa que denotaba el placer qu,>-^ experimieintaba con semejante festín. Después arrojaba con cierto desdén el cuerpo de la víctima o se entretenía en desplumarla con la misma destreza y meticulosidad que pondría en esa operación un coclnjro. Tenía yo un perrito llamado Vulcano que de vez en cuando cometía la ligereza de jugar con los monos; éstos siempre al empezar a jugar se compertaban bien contentándose con hacerle piruetas inofensivas y hasta pasaban un buen rato cogiéndole las pulgas con gran satisfacción del mastín, pero era muy raro que le dejasen ir, sin que le dieran cuando menos lo esperaba una dentellada, casi siempre en la cabeza como si hubieran querido probar también sus sesos: en cuanto el peiTo sentía la moi-dcdura, se aprestaba a usar de represalias pero

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nuuca podía alcanzar a su taimado amigo o enemigo, que de un salto se había ya encaramado en el palo o puesto en lugar seguro en la plataforma que le coronaba y desde donde se contoneaba aparentando la más profunda Indif'rencia. Algunas veces daba a los titíes huevos de gallina que les gustabdn n-ucho; era sumamente divertido ver las precauciones que adoptaban para extrater el precioso líquido sin perder una gota; sujetando el huevo con las dos manos golpeaban despacito una de sus puntas contra una piedra o contra otro cuerpo duro, hasta que la cascara dejase percibir un sonido •leve que les Indicaba que había cedido al golpe; entonces lanzando un grito de alegría, daban la •vuelta al huevo con una velocidad extraordinaria y valiéndose de un dedo, a guisa de barrena hacían un agujero que les permitía beber el contenido como en una tapa. Otras veces entre los huevos que les daba, ponía uno vacío, diespués de haberlo llenado de polvo para darle el peso corriente y de haber disimulado la abertura con un poco de cera blanca; pero en cuanto el animal había roto la cascara empleando todas las precauciones habituales y se daba cuenta de que le habían engañado, se ponía graciosísimo; rompía o arrojaba con Indignación el huevo, me hacía mil gestos amenazadores saltando sobre las cuatro patas y tal vez se hubiera arrojado sobre mí a no sentirse sujeto por la cadena o si no le hubiera tenido a raya la varita que míe servía habitualmente para imponer, en caso de necesidad, la obediencia . Como en el lugar de mi residencia las noches son siempre frías, hasta en la época que llaman verano y muy htimedas en la estación de lluvias o de invierno, destiné para cada uno de los monos im pedazo de -alfombra vieja qute les entregaba todas las tardes al ponerse el sol; había que ver la maña que se daban para sacar partido de aquel trape, envolviéndose en él de pies a cabeza, en cuanto se metían en sus casetas; un árabe no se arropa ni se encapudha mejor con su albornoz para preservarse del frío o para dormir bajo la tienda. Si, mientras dormían, con ese atavío ridículo, me apJroximiaba piara verles y -lies hablaba, como mi voz les era tan familiar, no les inquietaba lo más mínimo y se limitaban a levantar un ipeco la cabeza para destaparse un ojo, como las mujeres de Lima cuando llevan el manto, y luego, después de haber lanzado unos cuantos grititos con ¡os que parecían querer darme

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la bienvenida o las buenas noches, volvían a adoptar la postura para dormirse. Al verles por la mañana al salir de sus casetas todavía envueltos en los trozos de alfombra, parecían dos mendigos pavoneándose con vestimentas reales de deshecho. Cuando se les daba una cuerda llena de nudos, trabajaban con tanta habilidad con pies, manos y dientes para deshacerlos, que siempre lograban desenredarla; es de creer que 'hubieran sido capiaces de deshacer el nudo gordiano sin tener que recurrir al medio empleado por Alejandro. Entre otras muchas cosas que vi hacer a mis monos habla algunas que, pareciendo resultado de una asociación de ideas, me hacían pensar que esos animantes tuvieran una determinada facultad de raciocinio. Así, un día que le tiré a uno de ellos un teiTón de azúcar, que cayó fuera de su alcance, me quedé asombrado al verle, dtespués de haber dado al principio algunas señales de despecho, sin vacilar, lanzarse y colump>larse, sostenido por la cadena, hasta que pudo coger una varita que servía de rodrigón a una mata de claveles que estaba cerca de su caseta; pero como después de haberse apoderado de ese pialo no pudiese, rascando el suelo, artraer hacia sí el teiTÓn de azúcar perqué éste había caído entre dos piedras y rodaba unas veces para un lado y otras para otro sin aproxim á i s , el animal dobló el extremo de la vara en forma de gancho, con el que acachó per traer al alcance de sus manos el objeto de sus deseos. Desde luego, con este rasgo el animal demostraba o que su inteligencia no obedecía a un Impulso ciego o que per un trabajo de memoria, imitaba lo que acaso había visto hacer antes de que me lo vendiese un italiano. iComo lo que acabo de relatar no nos muestra al mono, más que en sus costumbres naturales más o menos modificadas por el estado de domiestloldad, voy ahora, para mejor dar a conocer sus verdaderas costumbres, a describir sus actitudes y gestos cuando se encuentra en los basques en plena libertad. Ija agilidad de estos animales es tal, que les permite saltar de un árbol a otro salvando distancias prodigiosas; cuando la distancia es demasiado grande, se reúnen varios y, agarrándose los unos a la cola de los otros, forman una especie de cadena colgante; entonces todos a la vez imprimen un movimiento de balanceo y el que forma la cabeza o extremo inferior de esta cadena, sostenido per la fuerza de los demás.

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salta a la rama que se quiere alcanzar y, una vez en ella, sostiene a su vez a los otros hasta que todos ellos han realizado la ascensión. Se dice que también por este sistema de largas cuerdas, cogiéndose los unos a los o.ros, pasan los ríos y que hasta cuando han llegado a la otra orilla, ninguno suelta la cola del que le precede hasta que el último haya lanzado un grito especial que es la señal de separación; per lo demás, aunque no he tenido ocasión de verles realizar esos pasos de los ríos, sí he sido testigo presencial, en muchas ocasiones, de sus saltos y correrías por los árboles cuando, formados en fila y cojldos por la cola, desfilaban llevando muchos de ellos, hembras sin duda, a los pequeñuelos en los hombros o en brazos. Els difícil formarse Id: a de los estragos que los monos causan en los maizales y de la perversidad que ponen en su destrucción. Si desde la copa de los ájboles ven que hay un guarda, no bajan, pero si no hay nadie, todos, menos uno que se queda de centinela en la copa de un árbol de los más altos, se esparcen por el maizal, sin hacer el menor ruido, pues en cuanto se disponen a cometer un latrocinio, cesan en su gritería ensordecedora, que en cualquier otra ocasión es constante; cada mono arranca generalmente cinco mazorcas, poniendo una en la boca, dos debajo de los sobacos y otras en cada mano; esto hecho, caminan 'en dos patas dando saltos, hasta llegar al bosque. SI, mientras la banda asóla el maizal, viene alguien, el mono que está de centinela en el árbol empieza a gritar y todos los dtímás huyen llevándose todo cuanto pueden. Pero en esas retiradas perecen muchos de los que van cargados con las cinco mazorcas, pues es de advertir que una vez que han cogido una cosa, es muy raro que se decidan a soltarla. De modo que cuando se les persigue, los que no llevan más que una o dos mazorcas, ccmo tienen las manos libres, logran ponerse a salvo trepando a los árboles, pero los que ¡levan ¡a carga completa, como no pueden retirarse deprisa, saltando a pies juntos, pei-ecen bajo los garrotes de los hcmbres que ¡es persiguen. Se sueie emp¡ear un medio fácil y curioso para coger a estos animales devastadores y es éste; se dejan por la noche, bien sea en la linde del bosque o en los sitios que suelen frecuentar, calabazas vacías en las que se han metido, por una abertura lo más estrecha posible, piedras que pesen mucho y mazorcas de maíz. Al amanecer, los monos al ver las calaba-

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zas, corren atraídos bien por la curiosidad o por la golosina a examinar las calabazas: al ver el maíz, meten la mano dentro del cepo fatal, pero cuando tienen agarrada la mazorca el volumen de la mano cerrada la impide salir; entonces el animal que, como ya dije antes, se resuelve difícilmente a soltar lo que tiene en su peder, sob.-e todo si es algo apetitoso, hace vanos esfuerzos para escapar y lanza gritos de rabia que le delatan. En cuanto ve que alguien viene hacia él, redobla los gritos, pero sin soltar su presa y ccmo el peso de la calabaza no le permite correr deprisa ni subirse a los árboles se le puede coger vivo o matarle. Aparte de las frutas de teda clase que encuentran en los bosques para su sustento o que se apropian, merodeando por les campos cu'tivados, los monos buscan con avidez los huevos de los pájaros o la miel que las abejas depositan en los huecos de los árboles; con respecto a los huevos desde luego se comprende que su hurto no ofrezca dificultades a menos que el p)ájaro que los empolla tenga pico muy largo o sea de un tamaño que le permita hacer frente al ladrón; pero por lo que se refiere a la miel, que siempre se encuentra en cavidades cuya entrada no ss más que un agujero pequeño o una endedura est.-echa del tronco, los glotones necesitan tener sagacidad especial para apoderarse de ella, y he aquí cómo proceden: colocándose delante de la abertura de la colmena, empiezan por ir ati-apando una a una las abejas que entran o salen y se las comen todas, operación que realizan sin peligro ya que estos Insectos en Améríca no están dotados de aguijón, como en nuestros países; luego meten la mano por la abertura que Ueva al almacén y van sacando los panales en pedazos; si la mano no basta para ello, introducen la cola a guisa de sonda o de barrena y se la chupan cuando la sacan toda untada de miel; repiten esta maniol>ra mientras les parece que la mina azucarada no se ha agotado.