pdf Antología histórica del cuento literario chicano : (1877-1950)

SOM BRAS DE AMOR Una página de la vida de mi espíritu por A. R.. EL JURAM ... mayormente en el suroeste del país. ..... religión, música u otras artes, creencias, esperanzas, literatura, costumbres, ..... con Marcial y su nena hablando.
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Arizona S tate University

Antología histórica del cuento literario chicano: (1877-1950)

Armando Miguélez

Tesis de Doctorado College of Liberal Arts and Sciences Director:

Dr. D. Justo S. Alarcón

1981

ANTOLOGÍA HISTÓRICA DEL CUENTO LITERARIO CHICANO (1877 - 1950) Por Armando Miguélez

A Dissertation Presented in Partial Fulfillment of the Requirements for the Degree Doctor of Philosophy

Has been ap p roved Ap ril 1981

ARIZONA STATE UNIVERSITY M ay 1981

INDICE INTRODUCCION Literatura y p eriodismo Historia del p eriodismo literario mexicanoamericano El p eriodismo literario chicano en Arizona: Un caso típ ico. Su p rogresivo enraizamiento Literatura en los p eriódicos de Arizona en español La poesía Las novelas por entregas El teatro Notas CONCLUSIÓN

ANTOLOGÍA HOSTÓRICA DEL CUENTO ES ESPAÑOL EN LOS PERIODICOS DE ARIZONA Y CALIFORNIA (1877 – 1950) El cuento romántico SOM BRAS DE AMOR Una página de la vida de mi espíritu por A. R. EL JURAM ENTO Leyenda p or Hilario S. Gab ilondo El cuen to realista LA CUERDA DE LA CAMPANA p or A. Gonzales Pitt UN HORRIBLE SUICIDIO EN RUSA Anónimo El cuen to naturalista BIOGRAFÍA DE CUALQUIERA LOS ACREEDORES de “quien” EL FARSANTE por Manuel del Hano El cuento modernista EL ANGEL DE LA NOCHE por M anuel M . Romero UNA CANCIÓN POR UN ALM UERZO p or M anuel del Palacio El cuento social LA RESIGNACIÓN DEL OBRERO por M . S. LA HUELGA DE BECERRIL por José M aría Rego TRABAJANDO p or Práxedis Guerrero DOS REVOLUCIONARIOS por R. Flores Magón EL M ENDIGO Y EL LADRÓN por R. Flores M agón El cuen to filosófico UN BRONCE por Fernando Arenas

EL EJEMPLO DE LA NIEVE CUENTO CORTO p or Amado Cota Robles EL M ARTILLITO DE MADERA p or Atilio D, PIANO LA DISPERSIÓN p or José Vasconcelos El cuen to de la revolución LOS DESTERRADOS p or Joaquín Piña EL PRIMER CRIM EN DE DOROTEO ARANGO (PANCHO VILLA) p or Guillermo M artínez LOS TRES SURCOS DE PANCHO VILLA Anónimo EL GUAJOLOTE DEL HÉROE p or J. Ramos El cuadro costumbrista NUESTRA M ALA SUERTE por Benjamín Padilla NUEVE AÑOS DESPUÉS p or Kaskabel LAS M UJERES QUE VUELAN Anónimo COSAS DEL MODERNISM O p or Martín Martón LOS COBRADORES AMABLES p or Kaskabel LA FIEBRE DEL AUTOMÓVIL p or Jorge Ulica LOS AMIGOS M EXICANOS p or Kaskabel ALGO MÁS SOBRE LAS PELONAS p or CAR-SOL LOS M ÉDICOS p or Kaskabel LAS CHARLAS SOBRE EL VUELO DE LINDY p or Fígaro ELOGIOS PÓSTUM OS p or Kaskabel YO TE EM PUJO p or Kaskabel LA TELEFONOMANÍA p or Kaskabel PUGILATO p or Kaskabel LAS ALTAS HORAS p or Kaskabel EL VENDEDOR DE ILUSIONES Anónimo EXTRAVAGANCIAS DE LA VIDA YANKE p or J. Xavier M ondragón LOS QUE LLEGAN HABLANDO TRABADO p or Fígaro UN NUEVO SISTEM A PARA CONTRIBUCIONES p or Fígaro El cuen to costumbrista DO YOU SPEAK POCHO? Por Jorge Ulica LOS ‘PARLADORES’ DE ‘SPANISH’ p or Jorge Ulica TODAVÍA CON LO DEL CENSO p or Jorge Ulica ENTRE M ÁS SE VIVE M ÁS SE APRENDE Jorge Ulica SILUETAS DE LA VIDA DE PHOENIX p or Armando M itotes FAM ILIAS CON PIANOLA Anónimo UNA AGENCIA MORTUORIA p or Héctor H. Hernández DE VISITA EN DÍAS DE FIESTA p or Bonifacio LA SUEGRA DEL RADIO p or Jorge Ulica EL PRIMER HIJO p or Don Alejo ¡OH LOS TELÉFONOS! Por “El duende del barrio ” LOS INTÉRPRETES por Jorge Ulica

NO HAY QUE HABLAR EN POCHO p or Jorge Ulica REM EDIO INFALIBLE Anónimo El cuen to picaresco CASTELÁN HA ESTADO DOS VECES EN EL INFIERNO p or José Castelán HERMOSA ILUSIÓN Y HORRIBLE REALIDAD por José Castelán MI ÚLTIMA CONQUISTA por José Castelán UN DÍA DE MI VIDA ACTUAL p or José Castelán EL TENORIO QUE MURIÓ CANTANDO por J. Xavier Mondragón AVENTURAS DE UN MAZATLECO p or Miguel Stro goff HISTORIA DE UN CRIM EN Anónimo El cuen to folklórico DEL TEJADO AJENO Los tres gatitos de las elecciones p or Carlos Orgía EL LEÓN Y EL PERRO EN LA SELVA p or M iguel Ben ítez ADÁN, EVA, SERPIENTE y MANZANA por José Castelán ¿CÓNO ENTRÓ EL PRIM ER ABOGADO EN EL CIELO? Por Apeles Mestres EL CUADRO MILAGROSO p or p or Francisco S. Gallegos APARICIÓN MILAGROSA Santa Teresa de Jesús en Arizona Anónimo El cuen to neo-realista LA ENVIDIA por Francisco S. Gallego LA FLORECITA AZUL p or María del Pinar Siniés NAUFRAGOS EN AÑO NUEVO p or Federico Vallés

NOTAS BIBLIOGRAFÍA APÉNDICE I – Periódicos en esp añol desde 1876 – 1968 en Arizona y California APÉNDICE II – Narraciones en los periódicos en español en Arizona y California APÉNDICE III – Poemas en los p eriódicos en esp añol de Arizona y California APÉNDICE IV – Folletines en los p eriódicos en esp añol de Arizona y California APÉNDICE V – Teatro en los p eriódicos en esp añol de Arizona y California

INTRODUCCIÓN La razón p rimordial de est a dis ertación es la de sacar a la luz mu cho d el material lit erario q ue se encuentra en los p eriód icos en esp añ ol en los Estados Un id os, may ormente en el suro este del p aís. El des con ocimiento d e estos textos h a h echo creer a algun os críticos qu e la literatura ch icana contemp oránea nació como p or gen eració n espont án ea, d es membrad a d el nú cleo cultural d el que es h ija: la cultura mexicana in mediata y el mund o latin oamericano en general. Aún los que creían qu e el p ueblo ch icano s í tenía una tradición literaria, creían q ue ést a era de tip o oral y folkló rico , co n nada de relieve en cuanto a la literatura d e creación ind iv idual. El des cubrimiento d e estos textos tira p or tierra las teorías p revias y cont extualiza mu cha de la literatu ra ch icana contemp oránea en un a tradició n literaria p rop ia. En el siglo XIX, y primeras décadas d el X, esta trad ición, en cu anto a los cuentos, p arece segu ir los mo delos europ eos, co mo s e p uede v er por la natu raleza formal y temát ica de los primeros cu entos antolo gizados . Desp ués el cuento p asó a reflejar un mun do más inmed iato, s iendo la característ ica más imp ortante el con flicto cultu ral en qu e se en contraron, p rimero , los res id entes de lo que p asó a ser Estados Un idos , y , desp ués, los inmigrantes mexicanos de la segu nd a d écad a del s iglo XX . Creo que lo más imp ortante del descubrimiento de estos textos viene dado p or su valor documental a la hora de refutar la teoría civ ilización/barbarie con qu e se ha qu erido exp licar el acontecer mexicoamericano. Se sup one que hubo una invasión norteamericana de la región norte de M éxico p orque los Estados Unidos tenía un sistema político, económico, social y cultural más av anzado. Sin embargo, por los documentos históricos que han descubierto C. M cWilliams, Juan Gómez-Quiñones y Rodolfo Acuña en el terreno histórico, y la gran abundancia d e instituciones p olíticas, sociales y culturales existentes y a a mediados del siglo XIX, podemos deducir que la sociedad autóctona estaba muy avanzada en muchos asp ectos, por lo que el calificativo de “barbárica” no le cuadraría, si bien es como se nos quiere p resentar a esta socied ad en los estudios tradicionales sobre el tema, imbuidos, muchos de ellos, p or la teoría ideoló gica d el Manifest Destiny , teoría que justificó el expansionismo norteamericano d e la ép oca. Lo curioso del estudio de lo méxicoamericano es que el mismo estudioso méxicoamericano (Aurelio Esp inosa, Arthur Camp a, Juan B. Rael, Américo Pared es, Aurora Lucero) hay a caído en esta dialéctica b arbarie/civilización y no sea hasta muy reciente que el descubrimiento de textos literarios en los p eriódicos así como obras sueltas tales como Gervasio o la historia de un caminante, d e M . Salazar, Tras la tormenta, la ca lma, de Eusebio Chacón, Viag e a los Estados Unidos de Norteamérica d e Lorenzo de Zavala y muchas más en el siglo XX, hay a liberado al -mismo inv estigador ch icano d e la interp retación fo lk lorista de su p rop ia cu ltura, p ens ada como la ún ica posib le, deb ido a la carencia de textos escritos. Los últ imos estud ios de Fran cisco Lo melí, Lu is Leal, Ju an Rod rígu ez, Herminio Ríos y otros, están an aliz ando la h is toria d e la lit eratu ra ch ican a desde u na p erspectiv a más amp lia qu e nos p ued e llevar a un a interp retación más comp leta del bagaje cultural mexico americano.

Esta antología trata de contribuir un poco a la historia esp ecífica del cuento chicano y su desarrollo desde el siglo XIX. La fecha de 1877 escogid a como p rincip io de la antología se debe al h echo de qu e el p rimer cuento que encontramos en las p ublicaciones p eriódicas consultadas es de esa fecha, y la de 1950 se debe a qu e es desp ués de la Segunda Guerra Mundial, cuando van desap areciendo estas colaboraciones regu lares en los p eriódicos en esp añol, debido a la progresiva desaparición del p eriódico cien p or cien en esp añol. A partir de la Segunda Guerra M undial los p eriódicos en esp añol que sobrevivieron comenzaron a publicar en forma bilingüe o so lamente en inglés, con menos énfasis en el asp ecto lit erario. Cu ando ap arecen text os literarios son d e u n carácter fo lklórico (“The Wish in g Shrine of El T iradito”, de Mario Su árez, Alianza, y “La C ucaracha” Alianza, sep tiembre, 1961, p . 12) y la mayoría d e las veces en inglés al acercarn os a la d écada d e 1950. Tien e qu e ser la d écad a d e 1960 y las p ub licacion es lab orales (El Malcriado), p olíticas (El Grito del Nor te), o literario -políticas (El Gr ito) las qu e co mien cen a p ublicar d e n uevo cu antos e historietas en esp añ ol.

Literatura y periodismo Vos d ice Lu is Leal que el cuento mexicano p rop iamente d icho nace con la ap arición l del p eriód ico en M exico. Podemos ver también que los principales cu entist as hisp anoamericanos -Lizardi, Gutiérrez Nájera, Ru bén Darío , Nervo y Án gel de Camp o entre otros- es cribieron sus cu entos en p ublicacion es p eriód icas. Esto h ace q ue el cuento y el p eriod is mo estén íntimamente relacionados en la literatura h isp ano americana d esde un principio. Pu es bien, esta misma relación se da entre la pros a y el period is mo ch icanos . Este último fue de vit al importancia para las co munidades mexicanas en los Estad os Unidos , ya qu e fu e, por u n tiemp o, la única manera de exp resar p or 2 escrito un p unto d e vista mexican o so bre la p olítica, la cu ltura lat inoamericana, el mun do an gloamericano y sobre la interrelación de las dos co mu nid ades en ciertas zonas del p aís. M uchos d e los p erió dicos s urgieron nada más n i n ada men os qu e para contrarrestar la imagen negat iva qu e s obre lo h isp ano americano en general s e proy ectab a en la p rens a y en los demás med ios d e información o entreten imiento an gloamericanos. La lit eratura en estas publicaciones serv ía para cont inuar una vena cu ltural qu e des crib ía la p roced encia y el ser d el p ueb lo chicano /latino en los Estados Un id os casi “nin gu nead o” por la may oría do minante, reacia a co nsiderar en su seno un a minoría de un stock cultural y racial diferente al qu e se hab ían prop uesto los dis eñ adores d e u n s er cien p or cien americano. La tradición literaria del p ueblo ch ican o no se v io cortada p or la sep aración polít ica que supuso el tratado d e Guadalup e Hidalgo y el tratado d e la M esilla. La in migración mexican a a los Estad os Unidos n o se controló directa o indirectamente hasta 1917, cuando comenzó a cob rarse a los in migrant es el h ead ta x y se les exigió

un certificado de s ab er leer y es cribir ad emás d e exámenes médicos rigu rosos. A ún desp ués de 192 1 cuando ap arecieron las cuotas en el s is tema de inmigración norteamericano, la inmigración mexican a co ntin uó co mo antes, d ep endiend o más d e la econo mía, qu e d e las regu lacion es. Estas corrientes co ntinu as d e in migrantes rev italizaro n la cu ltura mexican a autócto na d el suro este d e los Estados Unidos y fueron añ ad iendo nuevos elementos cu lturales de la madre p atria qu e, p oco a p oco, adq uiriero n cart a d e ciu dadanía en los nuevos asentamientos o colon ias. Elementos folkló ricos , como el mito de La Lloron a, co menzaron a tener un sabor lo cal; los cu entos fo lk lóricos mantuv iero n la estru ctura es qu elética p rimaria rellen ándose d e nuevos d etalles, q ue con el tiemp o, se fueron s eparando más y más d e los orígenes ; y p or último, la creació n de autor también co menzó, p rimero , a rev elar es e sentimiento d e nost algia d el recién exiliado y a mostrar un a actitu d crít ica frente a las instituciones n orteamericanas, y desp ués, se cargó del mun do d el “M éxico d e 4 Afuera” con un a p reo cup ació n p or los nuevos co nflictos surgidos d e la interrelació n co n la may oría do minante. D e este modo s e fue con figurando un a cu ltura y lit eratu ra únicas y d iferentes d e las raíces de M éxico y d el m ainstr eam norteamericano. El folklore y el p eriod ismo fu ero n los med ios de mantenimiento y de difusión d e este proceso. Estos medios se arraigaron de tal manera en los barrios y pequeños pueblos rurales que lograro n vencer to do tip o d e d ificu ltades , desde la p res ión p ara asimilars e h asta los estereotip os creados por u na may oría qu e no ent end ía ni quería enten der un a cultu ra percib ida co mo inferio r. El folklore, p or un lado, fue cap az de manten er arraigad o al p ueb lo en un p asado y en una tradición marginados en la edu cación p ública americana. Juan Ro drígu ez menciona estos dos can ales d e transmisión cultural cu and o, h ab lando d el renacimiento cultural chicano de hoy , dice que “rep res enta la culminación del desarro llo d e un a lit eratura oral y es crita que fo rmab a parte del bagaje cu ltural del p ueblo mexicano co nquistad o p or el 5 imp erialis mo sajó n en 184 8”. Tomás R iv era hab la del fo lk lo re como su fuente narrativa y dice: En mi o bra ...tierra, h ice hincap ié en los procesos d el recu erdo del des cubrimiento, y d e la vo lunt ad. Primerament e esto d el recuerdo . M e refiero al método d e n arrar qu e usab a la gente. Es decir, recu erdo lo qu e ellos record aban y la manera en q ue narraban. Siemp re exis tía una man era d e co mp rimir y exaltar un a s ens ibilid ad con mín imas p alabras . Tamb ién existía constantemente el inventarse n uevas o cu rrencias. Esto claro está, es lo qu e elabo ra la tradició n oral. Aunq ue mu chos de aqu ellos p ad res q ue and aban en los trabajos eran an alfab etos, el sist ema narrativo p redo minab a. Siemp re hab ía algu ien qu e sabía los cuentos viejos, d el gigante moro, del negrito güru, etc. Lu ego haba s iempre aqu ellas p erso nas que interp retaban p elícu las, que n arrab an so bre partes dist intas d el mun do, y siemp re d e Alad ín y su lámp ara maravillosa. Le est a man era en los camp os migratorios , s e d esarro lló una literatu ra oral. La gente b uscaba refu gio n o solamente en la igles ia s con sus hermanos sino tamb ién al s entarse en ru edo y escuch ar y narrar y p or medio de p alabras escap ars e a otros mund os, e in ventars e tamb ién. Desd e

lu ego, en los niños se des arro llo tamb ién u na especie de mun do narrat ivo y en el tedio trabajo de cad a d ía se crist alizaron mundos. Las narracion es o rales se formu laban tamb ién sobre México, o s obre los costumbres, sob re la revolució n de 191 0. Tamb ién des de luego, se fo rmu lab an sob re lo fant asmagó rico - los esp antos, las ánimas, la lloron a, el diablo, J uan sin M iedo, las ap aricion es d e mu jeres con caras de cab allo, los tesoros esco ndidos y las llamas q ue los anun ciaban o las ánimas que los protegían. El pasado y el futuro se co ncretaban no co mo intrahistoria q ue s e con oce casi s iemp re p or med io d e la sensibilidad cread a e imagin ad a. El recuerdo cada v ez untad o de imagin ació n fu e cap az de proy ectar esta intras ens ib ilid ad . Al record ar y al contar el elemento imaginativo y la s ens ib ilidad s e elabo raron , s e p rep araron y se inv entaron. Así, fue esto, no so lamente intras ens ib ilid ad sin o intrainvent iv id ad. Esta in ven tiv idad s e les p asó a los niñ os. La cap acid ad inventiva se volv ió realid ad y de esta man era s e fertilizó para el des cubrimiento. El recu erd o rev ela u na vida, revela u na imaginación 6 y así es aun una esp ecie d e incub ació n. Por otro lado, el p eriodismo ay udó a fomentar y retener el p ensamiento y la creación individuales. Los estudios recientes de Luis Leal, Juan Rodríguez, Félix Gutiérrez, Anselmo Arellano, Tina Eger, Doris M ey er y otros nos demuestran que los asertos de Manuel Gamio y Edward Simmen sobre la escasez de tradición literaria escrita en el suroeste de los Estados Unidos, son opiniones fortuitas. Manuel Gamio, aunqu e notó el gran número d e p ublicacion es periód icas d e mexicanos en los Estados Unidos , las des calificó en cuanto a la calid ad d el material escrito en ellas ach acán do lo a las “deficiencias cultu rales” d e las masas inmigrant es. Esta afirmación es d ifícil d e mant ener hoy d es p ués del estu dio d eten ido de mu ch as de es as p ublicacion es que demuestran una riq uez a lit eraria inmensa. C reo q ue la con fusión d e Manuel Gamio vien e dada p or la co mp aració n de la pobre calid ad mat erial d e la p ublicación con la calid ad de los escritos y p or creer que a un a clas e econó micamente p ob re le corresp onde una “ cu ltura” tamb ién pobre. Sin emb argo, hoy se ha v isto qu e en est as p ublicacio nes, ad emás de la in clusión d e las literaturas lat ino americanas y mu n diales clásicas, s e en cu entran colabo racion es autó cton as d e un ind iscutible valo r lit erario. Ad emás, Gamio también afirma qu e esta p rensa es d e carácter lo cal y , sin emb argo, s e p uede ver, por la sind icalizació n de algun as co lumnas , p or las reaccion es a artícu los y p or la circu lación de las publicacion es, que esta p rensa ab arcaba la may oría d e los Est ados Un idos y México . El ú nico mal end émico de est a p rensa indep end iente fue su sostenimiento , deb id o a q ue era un a prensa dirigida y sostenida por un grup o eco nó micamente d ébil. No obstante, esto no afectó a la calidad d e la may oría de los es critos lit erarios. Edw ard Simmen todav ía en 19 71 d ice que “el mexicano american o no ha escrito nad a sobre sí mismo h asta recient ement e” y q ue “n i el mexican oamericano d e la

clase alta ni el camp esino d e la clase b aja han p rodu cid o literatura. Aquél p orqu e no está in clin ad o a ello y éste p orque n o tien e con q ué”.8 Estas n o so n más qu e afirmacion es bas ad as en la imp resión etno centrica de qu e los h ab itant es del suroeste no p odían ser ilustrados y a qu e eran la b arbarie op uesta a la civ ilización traíd a 9 desp ués con la llegada del an glo americano. El p eriód ico fu e, ante la carencia d e imprentas y distribuidoras establecid as y de fortun as particulares para publicar la creación literaria, el ún ico medio escrito de divulgaci0n cultural en las co mun idad es. Entre 184 8 y 19 42 hub o más d e 380 p eriód icos en esp añ ol en los 10 Estados Un id os mayormente en el suroestel (v er ap énd ice I) qu e, como es tradicion al en la p rensa en esp añ ol, p ub licaron much a literatura. M uchos d e ellos se autotitulaban “literarios ” como El Tecolote, La Cró nica y Hispano amér ica en San Fran cis co o Las Dos Repú blicas y Blan co y Negro en Tu cson. Otros eran total o may ormente de caráct er creativo como Cha ntecler en Tucso n; y todos, cu alquiera que fuera su línea o temas predo minantes, s iemp re tenían una sección dedicada a la lit eratu ra (“ Secció n literaria”, “Del genio latino ”).

Historia del periodismo literario mexicoamericano En 1834 se instala la p rimera imp renta en Califo rnia y a p art ir de entonces co mienzan a ap arecer p eriód icos p or todo el enton ces no rte d e México. Estas publicacion es eran al p rin cipio d e carácter religioso p ero p ro nto surge también la prensa civil como La Verdad,(184 2) en Santa Fe, El Bejaran o (18 55) en San Antonio, El C lamor Púb lico (18 55) en Los Á n geles, El Eco d el Pa cifico (1 852) y La Crón ica (185 4), en San Francisco. El p adre Martín ez co mienz a en Taos , Nuevo México, el p rimer p eriódico en el norte d e M éxico , El Cr epús culo d e la Lib ertad, a 11 fin ales de la décad a de 1830. Pronto se va a hacer portavoz d el punto d e v ista mexicano en la rev uelta d e Pablo M ontoy a en 18 46, d ed icán dos e más tard e a den unciar el aire eu rop eiz ante d el arzob isp o Juan B ap tiste Lamy a partir d e 185 1, así co mo a crit icar el s istema de diezmos y d emás impu estos q ue este arzobisp o gravó sobre los feligres es, en casi su totalidad mexican os. En 1853 -1854 el Estandar te Cató lico de San Francis co y La Estrella de Los Án geles p ublican, en 12 follet in es seriados , la vida de Fran Junípero Serra s iguiendo la tradición follet in esca europea de finales del siglo XIX y toda la primera mitad del siglo XX. En La Cró nica de San Francis co s e p ub lica h asta el 28 de no viembre d e 1 854 otro follet ín, Un cad áver sobr e el tro no, d e A. A. d e Orihuela, novela p or entregas d e corte románt ico qu e revive la h istoria mediev al de Inés d e Castro y Pedro I d e Portu gal y en 18 65 en San F ran cisco p ublican en El Nuevo Mun do el p o eta Jos é María Vigil cuy as poesías reflejan y a los conflictos cu lturales entre n ativos y forasteros y el p ros ista J . M. R amírez que es crib ía no velas p or entregas co mo Celes te (8 s ep tiembre 18 65 al 22 sep tiembre 1865) y Ellas y noso tros (9 octubre al 17 n oviembre 1865 ).

En 1855 Francisco P. Ramírez fund ó El C lamor Público, en cuy as p áginas se en cuentran coment arios continuos sobre el trato de los mexicanos en las minas, los linch amientos p úb licos y los estereotip os. El p eriód ico instab a a los californ ios a res istir as í como a ap render in glés p ara co nocer las argucias legales que los an glo americanos les imp onían p ara quit arles las tierras. Tamb ién imp rimió las ley es del estado en esp año l as í co mo la entera Declaración de Ind ep end en cia. En 185 9 el periód ico s e deja d e p ublicar p ero todavía el ard or p eriod ístico d e Fran cis co P. Ramírez le lleva a fu ndar otro p eriódico más , La Crón ica, en 1872. Todav ía en las p rimeras d écad as de la s egu nda mit ad del s iglo XIX se p ublicaron otros perió dicos co mo El Alto Califor niano en San Fran cisco; El Explor ador en Trinidad, Colorado ; y El Espejo en Taos , N ew Mexico. Ya en los ú ltimos años del siglo XIX ap arecieron p eriód icos más comp letos que imp rimían d esd e noticias a todos los n iv eles (local, nacion al e internacion al) y ob ras literarias h asta “ gacet illas ” y anuncios co merciales. Entre estos p eriód icos ten emos: La Colon ia Mexicana(Ph oenix), El Pr ogr eso d el Valle (Ph oenix), Dos Repúb licas (Tucs on), El Fron terizo (Tucs on), La Sonor a (Tu cson), El C iuda dan o (El Pas o), El Nu evo Mexicano (Santa Fe), La Aurora (Sant a Fe), La Voz del Pueblo (Las Vegas, New Mexico), La Ban dera Am erican a (Albuq uerqu e), L a Luz Esp año la (Alb uqu erq ue), La Opinió n Pub lica (A lb uquerq ue), El Regidor (San Anton io ) y El Ind ep end iente (Las Vegas , N ew M exico ). La imp ortan cia de estos p eriód icos en el rastreo d e la tradición literaria es crita del pueblo chicano es única. Estos p eriód icos rep rodujero n la literatu ra clás ica y la en bo ga, sirv ieron d e med io de exp res ión p ara el talento local y mantuvieron informad os a las comu nidad es locales del q ueh acer de otros en los d iferentes núcleos d e p oblació n hisp ana en los Estados Unid os. Su p art icip ació n en temas lo cales fu e muy imp ort ante; p or ejemp lo, P ablo Cruz, ed itor de El Reg idor de San Antonio, p articip ó en el caso Grego rio Cort ez y el corrido ded icad o al héroe lo agrad ece. Otros denun ciab an co nstantemente las asimilacio nes, lo qu e ejerció u na cierta presión so cial p ara manten er la cu ltura. El Fro nteriz o de Tu cson p ub licaba la lista l3 de los mexicanos qu e se n acion aliz ab an bajo el rótu lo “Americanos morunos ” y en el mis mo p eriód ico F. T. Dáv ila p ublicó un art ícu lo muy crítico contra los qu e no estab an orgullosos d e s er mexicanos, titu lado “Exmexicanos”.14 En la primera d écad a del siglo XX cuando s e emp iezan a organizar los s indicatos mexicanos, la prens a, otra vez, va a ser la aliada más import ante para difund ir las id eas sind icalistas . Regeneración y otros periód icos extend ieron entre “las co lon ias ” las teorías s indicalist as y los aires anarco -lib erales de los h ermanos M agón. En 19 04 los hermanos M agón , exiliados por el régimen de Porfirio Díaz, siguieron publicando en los Est ados Un idos el p eriód ico Regener ació n (5 noviemb re 19 04 hasta 21 marzo 191 8), qu e aunqu e d irigido a exiliados mexicanos y a la realid ad social mexicana, d ed icó art ículos a la realidad socio-p olít ica ch icana y sus teorías 15 tamb ién fueron utilizad as en las min as del sur d e los Estados Unidos. Los

hermanos M agó n eran p artidarios de la distribu ción d e la tierra, d el d erecho a la huelga, de la segurid ad s ocial y del p eriodo d e ocho h oras d e trab aja y mu ch as d e estas ideas las expandiero n Flores M agón y otros liberales en forma lit eraria (cu entos, no velas cortas , folletín y teatro ). En 190 6, Reg en eració n tenía una tirad a de 3 0.00 0 ejemp lares d istribuidos en México y los Estados Un idos . En 190 6, Enriqu e B ermúd ez, ayudante de los herman os Magó n, fun dó en Do u glas, Arizon a, El Centen ario y ejemp lares d e los dos p eriód icos magon istas circularon entre las 16 minas de co bre de Arizon a y Sonora. El mis mo Reg enera ción, en sep tiembre d e 1910 , publicó artícu los s obre las cond icio nes de qu e eran víctimas los trabajadores en Estados Un id os: malas cond icio nes d e trab ajo, dis crimin ació n, brut alid ad policial y lin chamientos. R egen eració n tenia un a co lu mn a titu lada “En d efens a de los mexicanos ” q ue se dedicaba a temas mexican os en los Estados Un idos. T amb ién podemos v er su p opularidad en los Estados Unidos a juzgar p or los grup os “Regeneración” qu e se formaron p or todo el suro este, p op ularidad ésta qu e se rev italizó con el movimiento ch icano de la décad a de 19 60. La revo lu ción mexican a fue s eguid a p aso a p aso p or los ch ican os y p or los nuev os in migrantes q ue, por esta ép oca, huy endo d e la in estab ilidad de M éxico, s e as ent aron en las colo nias mexicanas en el suroeste y en los pueblos industriales del medioo este. Son a estos 18 in migrantes a los q ue s e emp ezó a llamar “ch ican os” b ien s ea p or la derivación pop ular d e “mes hicano ” o p or la metátes is d e la palab ra s in aco naco, person a d e un extracto social bajo. En u n periód ico de esta ép oca, La Cr ón ica, d e Laredo, ap arece 19 la p rimera alusión es crit a conocid a de la p alab ra “ch ican o” en 1911. En 1925 La Prensa (19 13-?) en San Anton io , publica artícu los d el cron ista más imp ortante d e la revo lu ción mexican a, Martín Lu is Guzmán. En est a época el escritor, qu e s e encu entra en Esp aña, man da al p eriód ico san anto niense un a entrevist a en Madrid con uno d e los mento res filosó ficos más imp ortantes d e los ch icanos , Jos é Vasconcelos. En las p ágin as d e L a Pr ens a se p ued en leer las primeras ideas de Vasco ncelos so bre la “raz a cós mica”. Es est e p erió dico también el que tomará una actitud crítica ante la educación qu e recib en s us p aisanos y el qu e ap oy ará y a en la d écad a d e 192 0, la d es egregación de las es cuelas y la lucha contra la dis criminación en las institu cion es p úb licas y lugares de recreo . Otros perió dicos de esta ép oca son El Eco del valle (Las Cru ces, N ew M exico), La Crón ica e Hispano amér ica (San Francis co), El Eco del Nor te (Mora, New Plexico ), La Es tr ella del Con dad o (San M iguel, New M exico), El Faro del Río Grande(B ern adillo , New M exico), El Pr ogr eso de Barela (Colo rado), El Faro d e Trin idad (C olorado), La Revis ta (Taos, N ew M exico), El H ispanoam er ica no (Roy , New Mexico), La Vía In dustria l (San Antoñito , New M exico), El Triunfo (Antoñ ito, Colorado), La Opin ión Pública (Wals enburg, Colorado), La Nueva Dem ocra cia (New Yo rk), El Paso d el Nor te (El P aso, Texas), El Tucson ense, El Mos qu ito y El Fron terizo (Tucs on), y El M ens ajero (Pho en ix). El p eríodo q ue v a de 1 9 1 5 a 1 930 es un p eríodo muy rico p ara el p eriod is mo ch icano y p or lo tanto p ara la literatura. C on el carrancis mo la lib ert ad de p rensa qu e se hab ía respetado d esde el triunfo de M adero, murió, y mu chos p eriod istas

mexicanos inmigraron a los Estados Unidos, entre ellos Ju lio G. Arce (Jorge Ulica), Ben jamín Padilla (K askabel), Santiago de la Vega, R odo lfo Uran ga, Joaq uín Piñ a, Cota Robles, Fran cis co M oren o y Guillermo A guirre y Fierro (Ch anteclair). Estos period istas imp ulsaron el p eriod ismo lo cal y a existente y fu nd aron un s infín d e periód icos, al principio con un fu ert e matiz p artidist a y mexican ista p ero , poco a poco, sus ed itoriales se fu ero n dedicando a temas de interés local y a ap oy ar políticos locales. En sus p ágin as literarias abun dan y a las creacion es de escritores lo cales . A p artir d e 1 930 , con las dep ortacion es, las colon ias mexican as en los Estados Unid os se deshicieron y mu chos de los periódicos que florecieron en ellas murieron de in anició n. P ocos sob reviviero n y los q ue se fundaron , fue al abrigo d e organizacio nes, h acien do esto qu e p erd ieran la in dep end encia de q ue d isfrutaron anterio rment e. So bresalieron en est e p eríodo La Voz M exican a, órgano d el M exicanAmerican M ovement, LU LAC N ews (Leagu e of Unit ed Latin American C itizens ), El Forumeer (G. I. Foru m) y El Espectad or (Berkeley ). La década de 1950 no fue un a época prop icia para la proliferación de revist as y periód icos chicanos. El mccarthian is mo rein ant e apagó tod a p osib ilidad d e pluralidad id eoló gica y cu ltural en el p aís. Otro factor imp ortant e fu e la destrucción de las co lo nias p or los allanamientos d e la “migra” en los barrios. En esta décad a más de med io millón de mexicanos fuero n dep ortados qued ando los barrios deso lados. Es p or esto qu e ten emos qu e s altar a los p rimeros años d e la d écad a d e 1960 p ara v er los b rotes de lo q ue será d esp ués en la s egu nd a mitad de la d écad a y primera de la década de 1970 el “boo m” perio dístico ch icano. El activismo chicano de esta ép oca trajo u n interés grande p or los temas cu lturales y el p eriod ismo iba a exten der entre la co mu nidad h isp an a los elementos históricos y culturales imp ortantes p ara ella, ignorados en el s istema de edu cació n americano. T ambién en esta época el p erió dico y el teatro exten derían las id eas sind icales entre los camp esinos de los camp os agrícolas de C aliforn ia. El M alcriado (1 964 ) fue el órgano o ficial d el sind icato de Cés ar C háv ez do nde A ndy Zemaño creó los personajes qu e s irv ieron de p rot agon istas de los Actos de Luis Valdez. En este periód ico se p ublicaron también las “Cró nicas d el Betabel” y mucha p oes ía p op ular. El Grito d el norte, creado alred ed or de la lucha p or la tierra en Nuevo M éxico de cuy a lucha R eies Lóp ez Tijer in a fu e el líder más vis ib le, p ublicó los poemas pop ulares d e Cleofas Vigil. El Ga llo (Denv er), La Raza (Los Án geles), y a contin uación las p ub licacion es prop iamente lit erarias El Grito (Berkeley 1 Aztlán (Los Ángeles ), De Co lor es (Albu querq ue) y Revis ta Chica no-Rigu eña (Indiana), so n algunos d e los ejemplos d e la prolija prensa del mo vimiento. En la actualidad, s egú n R ichard Chab rán, b ib liotecario d e la Sección de Estud ios Chicanos de la Univ ers idad d e California en Berkeley , h ay más d e 15 00 publicacion es ch ican as.

El per iodismo literar io chicano en Arizona: Un caso típico Su pro gres ivo enra izam iento El estado de Arizon a fo rmó p arte, cu lturalmente h ab lando , del no rte d e México hasta 188 0, cuan do al entrar el ferrocarril en el estad o, lo abrió a la gente d el est e d e los Estados U nid os, recibiend o as í un a gran o la in migratoria de an glo american os. Hasta 188 0 su relación co n So nora, y sobre todo con el distrito de Altar, era continua, y varias d iligen cias s e encargab an de manten er en cont acto estas comun idad es. De Sonora eran los p rimeros in migrantes mexicanos al t erritorio de Arizona y las int errelacion es familiares h icieron que hu biera u na gran mov ilidad entre los estados no rteños d e M éxico y Arizon a. Las familias d e los Brichta, Gabaldo n, Jácome, Ronstadt, M oreno, Cast elán, Cot a, Rob les, Soto , Dávila, Velasco, C arrillo y otras se fu eron estableciend o en Tucso n des de 1870 , v iajando co nstantemente a sus lu gares de o rigen, según podemos v er en las gacetillas que ap arecen en las publicacion es. Los tres p eriód icos pion eros en la Arizona d el siglo X IX fu eron Las Dos Repú blicas, El Fro nter izo, y La Sonor a con un radio de acción qu e trasp asaba la fro ntera p olítica entre los Estados Unidos y M éxico. Las D os Rep úb licas s e distribuía en Arizon a, N uevo M éxico , Sonora, Sinalo a y Ch ihuahu a. Esta t end en cia hacia México del p eriod ismo mexicoamericano en el suro este fue un a caract erística esencial del mis mo h asta la segund a G uerra M undial. Por ejemp lo , esta int errelación p eriod ística entre las co mun id ades mexicanas en los Estados Un id os y México s e da d e nuevo a prin cip ios de siglo con la p rens a magon ista, p orfirista y carrancista, antes , durant e y desp ués de la rev o lución en México. Las diferentes faccion es envueltas en la cont ien da cuando eran ven cidas, se exiliaban, y tratab an de d errocar a su op onente en el p oder p or medio de la denun cia de sus acciones d esde el extran jero, sobre to do d esd e los Estados Un id os. Los estados d el suro este aco gieron much a d e és a p oblación in migrante d e M éxico qu e econó mica o p olít icament e fue víctima d e la revolu ción. Arizona tuvo un crecimiento d e p oblación d e 105 % de 19 10 a 1 920 según el cens o de 19 20, el tercer estado con mayor crecimiento d esp ués de California y Texas. Según El Tu cson ens e, en 1915 d e los 20.000 habitantes de Tucs on, 10.000 eran d e origen mexicano y en 1924 en un artícu lo titu lado “La labo r de la p rensa de h ab la castellan a en este p aís ” hab la del bu en entendimiento entre los v iejos y los n uevos resid entes: “El amor d e la raza y d e la len gua ha id entificado aqu í a los viejos residentes y a los qu e lo s on de recient e fecha”. (7 febrero 192 4). El p eriod ismo de los exiliados alrededor d e 191 7, cu and o Carranza s ube al p oder, es en su may oría p orfirist a o huertista y trata de influir el curso de los acont ecimientos al otro lado d e la frontera no d ejando títere con cabeza d e los p rotago nistas d e la política co nstitucio nalist a de V. Carranza. Es otra v ez El Tucson ens e qu e en el mis mo editorial mencionado arriba habla de la influencia del periodis mo de este lado sobre el del otro lad o: “El p erio dis mo en esp añ ol cruza la frontera enviad o a

subscritores d el otro lado d e la lín ea divisoria y llev a nuev as que mu chas veces allá no se cono cen... “ Esto nos p uede llevar a p ensar de qu e este p eriodismo es un p eriodismo de exiliados con poco o nada que ver con la p oblación mexicana local, que ya comenzaba a desarrollar una identidad mixta mexicoamerican a o chican a. Sin embargo, no es así. Estos p eriódicos y a desde el siglo XIX eran conscientes de su influ encia sobre el mexicano en los Estados Unidos, nativo de aquí o recién ven ido, y p or tanto, también cubren sus problemas p ues los lazos de raza, cultura y lengua eran más fuertes que las diferencias creadas p or pertenecer a una nación distinta. Las Dos Repúblicas de Tucson trataba tanto de temas mineros, agrícolas y mercantiles de Arizona como de Sonora, esp ecificando qu e tendría una decid ida preferencia en sus p áginas literarias “la p ublicación de las p roducciones 20 originales de los hijos d e este territorio y del estado de Sonora”. Los p eriódicos magonistas también influy eron sobremanera en las huelgas en las min as de Arizona (Clifton, M orenci, Ray, M etcalf, Bisbee). Los p erió dicos de Arizon a en españo l de la épo ca de la revo lu ción en México enfatizaban en sus p ro gramas est a fu nción mexicana, sin ten er en cuent a la línea div isoria. El Comb ate, dirigido p or el Gen eral Santiago Rivero, d ecía en 1 916 : “Queremos h acer labor d e co ncordia, de amor, de co nciliació n, atraernos a cu anto hay a de ho nrado, n oble, d igno, grand e y s anto...”. L a Gaceta d e los Es tad os Un id os, dirigido en Tucson p or Ed uardo Ru iz, decía en su p rograma en 191 7: “La Gaceta de los Estados U nidos vien e a lab orar p or id eales n o d e u n ho mb re, no de un partid o, sino p or los santos ideales q ue tiendan a consegu ir, d entro d e una es fera efectiva d e acción, el bien co mún d e la raza latina...”. El Correo de América, en 19 18, d ecía tamb ién: “Dignos y nob les h ab itant es de Tu cson , los q ue lu ch an con la idea os saludan”. Esto nos d emuestra una p reocup ación p an mexicana considerando a la Raza con o un todo indivis ib le au n est and o un a frontera p o lítica p or med io. Rod olfo Uranga, un period ista d e Chihuahu a qu e v iv ió en los Estad os Unidos en la d écada d e 19 30 y co lab oró en periód icos en Los Ángeles y Tucso n, amp lia el con cep to de p atria contra aq uellos en el interior d e M éxico que cons id erab an ap átrid as a los mexicanos de afu era. P ara el, la p atria no es s ólo la “tierra, es tamb ién trad icion es, idio ma, religió n, mús ica u otras art es, creencias, esp eranzas , lit eratu ra, costumbres, recuerdos y tantas cosas mas,2 l U n mes más t arde v uelve a co mentar el t ema de la panmexican id ad al referirs e a las declaracio nes de A lb erto R embao, qu e afirmab a que el “M éxico de Afuera” y a no volvería a M éxico p orqu e las “raíces ” eran más fuertes que los “tiron es”, d efend iendo la unid ad cultural de tod os los Méxicos d ond e 22 quiera que ellos s e encuentren. Es curios o observ ar qu e en las d écad as de 19 20 y 1930 se refleja en el p erio dis mo y en la literatura de Arizon a este concep to nacio nalista del mexican o exiliado qu e trata de defender a toda costa su mexicanidad a pesar de la ero sión qu e estaban sufrien do y a las institu cion es n etamente mexicanas. En 193 4 El Tucs on ens e, en un ed itorial, aren ga a la gente a qu e no p ierda s u legado cultural mexicano amenazado

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por la pro gresiv a americaniz ación del México de Afu era. Sin embargo, con el proceso de d es mexicanizació n co ntinuo, comenzó a delin earse no un a american ización sin o u na nuev a id entidad d iferente d e los dos p o los de influencia. Esta id ent idad se crea más que n ad a, d el rechazo de ambas so cied ad es en contacto y de la n ueva realid ad so cial en qu e viv e el mexicano en los Estados Unidos . México 24 co men zó a motear a esta p oblació n co mo mexicanos renegados y los Estados Unid os no p udo legis lar contra los p rejuicios y los estereotip os bas ad os en la con ciencia colect iv a del p ueblo an gloamericano . Dice El Cosm opo lita (K ansas C ity , 12 octubre 1919): ¿Y có mo qu iere [el gob ierno d e EEUU ) que los mexicanos vay an a renunciar a su n acio nalidad, a su verd adera ciudadanía p ara acep tar la d e un p aís d ond e a cada paso s e los d esp recia y se les h iere? ¿C ómo ser ciu dadanos d e un p aís cuy a p rensa p ublica to dos los días falsedad es e injustas op in iones acerca d e nuestra qu erida p atria, cuyos artistas só lo se exh iben en p elículas y cartelones como band id os y degenerados? ¿C ómo ser conciu dadanos de quien es ap enas oy en d ecir “mexican ” y cierran sus p uert as y esco nden sus 25 vírgen es? El gob ierno norteamericano q uis o en algu nas ép ocas nacionalizar la p oblación mexicana p ero no logró hacer desap arecer el sent imiento ant imexican o de la socied ad. “Si este p reju icio ”, d ice M anu el Gamio, “no hub iera exis tido, no hab ría hoy [1930 ] n ingún ciudadano american o, pero que en realid ad es mexican o, porqu e 26 se h abría h echo p arte de la socied ad no rteamericana y a hace mucho t iemp o”. El res ult ado de este dob le rechazo es la creación d e un a identid ad prop ia que s e manifiesta en 1943 con las revueltas p achucas por todo el su roeste de los Estados Unid os y la fermentación de un a tercera co ncien cia: la chican a. Los p eriód icos arizonenses muestran en sus p áginas est e pro gres ivo arraigo. Poco a p oco van d an do más relev an cia a noticias y p reo cup aciones locales o a not icias internacion ales pertinentes p ara esta p oblació n mexicana atrapad a entre los dos mund os. Los ed itoriales , p ues, se ded ican p or igu al a temas lo cales y a temas intern acionales, may ormente de M éxico. La d efensa d el mexicano en los Est ados U nidos se h ace progresiv amente más manifiesta y milit ante en contrap osición con u na línea general cons ervad ora del p eriód ico. Est a ap arente contradicció n id eo ló gica se man ifiest a, sobre todo en el t ema d e las rep atriacio nes. P eriód icos como El Tu cson ens e, d e un fuerte nacion alis mo, p or un lad o criticaban a los Estados Unid os por su postura antimexican a y, p or el otro, acus aban al gob ierno de México por no ser s in cero en sus ley es a favo r de las repatriacion es. En esta amb igüedad caen otros p eriód icos tamb ién co mo La Prensa de San Anto nio y La Prensa y La Opin ió n de Los An geles 27 q ue abo gaban por u na vuelta al país d e origen y una negat iva a nacio nalizars e y , p or el contrario, cu ando esta in iciativ a partía del go biern o, exh ortaban a sus lectores a no h acer caso a t al llamad a. Los p eriódicos mutualistas co mo Justicia en P hoenix y Alianz a en Tucso n, ten ían, por el carácter de las institu cio nes de que eran órganos , como s u p reo cup ación

primordial, la protecció n d e las co mun id ades mexicanas en los Estados Un id os y sus lu chas se d irigían may ormente a erradicar el trato injusto d e los mexican os en la socied ad no rteamerican a. La Liga Protectora Latin a y su ó rgano oficial, Jus ticia, lu charon contra el p roy ecto de ley del 80% p or el qu e el 80% d el p erson al en las empres as tenía qu e ser ciudadano y denunció los casos de discriminación en los teatros y en los trab ajos. La Alianza H ispano american a co menzó en la d écad a d e 1920 a p ublicar s u revist a Alianza con s eccion es en in glés e interv in o en la polít ica lo cal anun ciando cand idatos locales en sus p ágin as y es cribiendo editoriales ap oyando o rech azan do can did atos, mientras qu e su sección literaria rep ro du cía obras lit erarias d e la R aza. El Tu cson ense, que ap areció en 191 5 como un p erió dico d e exiliados, co menzó pronto a d iv idir s us edito riales entre temas s obre M éxico y temas locales como d ijimos ant es y en la décad a de 19 20 y a animaba a los lectores a ap rend er in glés y a nacion alizarse, cosa que fue mal v ista por otros p eriód icos 28 lo cales y region ales (El Mosqu ito, Tucs on y La Prensa, Los Án geles ). Es interes ante observ ar qu e el mot ivo qu e da p ara la n acion aliz ación es qu e de esta manera los nu evos ciudad an os p odrían o cupar p uestos q ue ay ud aran a su gente. En cu anto al bilin gü ismo, lo d efiende co mo método p ara la enseñanz a de id io mas y a que “nin gú n hombre cu lto”, dice, “ha sido el qu e co n los años ha ap rend id o ajen a len gu a si antes no ha cono cido a fondo la con qu e n ació . Ant es que leer y es crib ir un 30 id io ma extrañ o d eb e naturalmente de emp ezarse por con ocer el prop io ” s ien do esto un p recedente de los razo namientos p ara la p romulgación d e la Ley B ilin gü e d e 1968 . El Mensajero de P hoenix, fue de un carácter más lo cal desde el prin cip io. Sus escritores tienen un sabo r lo calista mexicano y sus colaboraciones lit erarias son más pop ulares qu e las de El Tucs on ens e, p or ejemp lo, y originadas en los Estados Unid os. Díaz Vizcarra, su colabo rador más imp ortante, fu e un ep ígono d e Regen era ción s i bien ya no presentaba la virulencia de éste a pesar de su pseudónimo “Arman do M itotes ”. A finales de la década d e 192 0, incluso los más mexicanistas d e los p eriód icos, co mo El M osqu ito, El Fro nteriz o, y, a pesar de las críticas de sus rivales, El Tucson ens e, presentab an ya t emas controv ersiales para la co lon ia como, p or ejemp lo, el d e la autoid ent ificación y el de los est ereotip os co n que la may oría percibía e insultaba a la minoría mexicana. Los p eriód icos arizon enses co mienz an en la d écad a de 19 20 a refutar estos estereotip os con más énfasis que lo hicieron antes cuando , deb ido a la Primera Guerra Mundial, había un s entimiento nat ivista y xen ófobo. P or ejemp lo, El Tucson ens e, al hab lar de la etiqu eta “Sp an ish ” con qu e s e 3l les co noce a los mexicanos, agrega: “ Sp an ish s í, p ero de M éxico ”. A . V. de la Maza hab la d e la do ble d en omin ación q ue recib e el mexican o s egún triunfe o no : Ese d escono cimiento qu e apuntaba ay er de lo q ue so mos y lo q ue v alemos los mexicanos co mo p u eb lo y como raza, ha d ado origen a que los nort eamerican os nos juz guen con dos ras eros y dos med id as. P ara ellos no s on más q ue mexicanos, los trabajado res d e la v ía, los p izcadores d e naranja y

algodó n, los infelices p eon es en ganchados qu e v an a A laska, en una p alabra, la gente d e nuestro bajo p ueblo. En tanto a los mexicanos, que d esp eñ an algun a p rofes ión u ocup an emp leo d e ciert a cat ego ría y q ue v isten a la europea o muestran una ed ucació n más refinada, les dan el deno minativo de 32 “sp anish”. Tamb ién en la d écada d e 1920 aparecen el los p eriód icos arizon enses constantes referen cias a la igu aldad de raz as y a la d enu ncia de aq uellos qu e creen qu e la raza 33 blanca es s up erior, así como al t ipo d el “ven dido”. D ebido a la rep ulsa p or parte d e la so ciedad anglo americana d el mexican o, ést e trata a veces de camuflars e p ar no sufrir la dis crimin ación. Ya v imos como en el s iglo X IX El Fronterizo llan a “americanos mo run os” y “exmexican os” a estos qu e mu estran cualquier s ign o d e american ización y a sea nacion alizán dose, p erdien do trad icion es o avergonzándos e de lo que s on. Bat e tema v a a s er un tóp ico recurrent e en los artículos de costumbres y cuentos hast a la Segu nd a Guerra Mund ial y en la ép oca co ntemp oránea es el tema del qu e más se escribe en la literatu ra chican a (el teatro es el género q ue más h a tratado el t ema d el “vend ido ”). De esta manera los p erió dicos arizonenses s e v an aden trando en contraversias lo cales o nacion ales de los Istados Unid os separándos e más y mas de los acontecimientos de primera h ora de M éxico, aunqu e, in dud ab lemente, el interés gen eral cont inua. Hemos tratado d e v er est a corrient e de arraigo y desarraigo a la vez q ue la front era comienza a ten er un sign ificado más p rop io d e frontera. Desd e Las Dos Repúb licas qu e d ice circular en los estad os de Nu evo M éxico , Arizon a, California, Sanora, y Ch ih uah ua hast a los últ imos añ os de El Tu cson ens e y Alia nza que y a tien en artículos en inglés y y a sólo qu eda un a. referencia a México en las secciones lit erarias o en acont ecimientos de p rimer orden, hay un gran trecho , el qu e va d e ir d esarraigán dose del entorn o materno de M éxico p ara irse p o co a p oco arraigando en u na nuev a realid ad . El p eriod ismo ch ican o es u n reflejo de este destron qu e y es el qu e registra tamb ién los nuevos mo dos, las n uevas fo rmas cu lturales y la literatura generad a de la situ ación p eculiar del amb iente mexico american o. Bst a literatura muestra u nos elementos lit erarios prop ios, co mo son el len gu aje (co de-s witch ing, ju egos d e p alabras), las imágen es (referen cias lo cales ) y los ento rnos so cio-p olitico cultural-econó micos esp ecíficos. Este paso no se d io d e la no ch e a la mañana, sino que es un p ro ces o d ialéctico de arraigodes arraigo-arraigo . El p eriod is mo chicano en Arizo na con cretán don os a la literatura, fu e el ún ico veh ículo d e tras misión literaria d esd e la segu nd a mitad d el s iglo X IX hast a 19 15 deb ido a la escas ez de imp rentas prop ied ad d e mexicanos. En 1 915, co n el exilio político d e un a clas e más o menos pudiente de México , se comenzaron a des arrollar 34 las casas editoriales al lad o de las p ublicacion es periód icas. Fuera del estad o de A rizo na s e dio el mis mo mod elo editorial creándose un a imprenta más o menos florecient e a partir de la s egund a década del siglo XX, imp rimiendo lib ros en su may oría con temas d e .léxico. Por ejemp lo, Loz ano en San

Antonio p ub licó mucha lit eratu ra de la Revo lu ción M exicana y lo mismo hicieron otras casas editoriales en otros lu gares. Rutherfo rd men cion a diez nov elas d e la 35 Rev olu ción editadas en San Anto nio y Los Án geles.

Litera tura en los p eriód icos de Arizona en es pañol Muchos de los p eriódicos tienen en sus subt ítulos la p alab ra “ literarios”, as í el periód ico tu cson ens e Las Dos Repúb licas s e autod enomin a “Semanario p olítico, lit erario y de anun cios”, Blan co y Negro, también d e Tucs on, s e d efine “ Semanario de arte, literatu ra, cien cia, co mercio, agricu ltu ra y varied ad es”. Otros, aun qu e no lo mencion an en su t itu lo, t ien en u na s ecció n lit eraria en la may oría de sus nú meros . La página 4 d e El Fr onteriz o cont iene p oes ía, cu ento , leyend a y hasta 36 drama. El Mosq uito, “qu e p ica pero no h ace ro ncha”, seman ario s erio gu asó n, tiene mu chos artículos jo co sos y varios cuentos. El Tu csonens e p ub lica un a secció n literaria en cas i todos sus n úmeros y cuand o no , p ublica p oes ías suelt as, cu entos, hu mor y demás literatura p opular (ch istes , ch as carrillos, h istoriet as, nov elas p or entregas, et c.). Cha ntecler s e llamab a “seman ario h umorístico, h ablado r y p enden ciero” con poesías fest iv as y sat íricas , artículos firmados p o r Don M al Hu mor, D anielit o, Jesús Sansó n. El gén ero literario qu e p redomina en estos periódicos es la p oesía, segu ida d el artículo literario, el cu ento folklórico, el cu ento de humor, la novela folletinesca y los géneros menores co mo los chascarrillos, “panteones”, p ensamientos, “calaveras”, co lmos y adivinanzas.

La poesía El tip o d e p oes ía en cu anto a calidad y tema v aría s egún la lin ea de cad a publicación . Los p eriód icos d e t ip o p opular pub lican p oesía d e tip o p op ular, poesía satírica, h u moríst ica, “ calaveras ”, “p anteon es”, y p arodias. En el s iglo XIX predo min ab a la p o es ía p opular de t ip o amo ros o (la can ción) a tono con el romanticismo de la época. Desp ués, tod avía con moldes p op ulares, la p oesía s e fu e haciendo más agria, surgiendo la p oes ía sat írica o d e hu mor socarrón , s iemp re en cuadrad a en es a dob le fun ción de ris a-llanto. La p rensa hu morística fue muy imp ortante a juz gar por el nú mero de p ub licaciones d e ese tip o qu e ap areciero n. Díaz Vizcarra d ice “qu e la p rens a hu morística, es al mis mo tiemp o es cu ela qu e instruy e o antorch a que alu mb ra, p iquet a qu e d emu ele y látigo qu e do mest ica. “ (El Mensa jero, 4 en ero 1936, p . 1). En esta categoría de p rensa humorística tenemos las famosas “calaveras” y “p anteones” de noviembre qu e eran versos rimados de arte menor, p or regla general en estrofas cortas que a modo de ep itafios se comp onían sobre personajes locales todavía vivos o se usaban para anunciar los comercios o p ara describir cualidad es del carácter de algún amigo o persona conocida. Sobresalieron las calaveras d e Díaz Vizcarra en El Mensajero, los anónimos de Alianza, y los “panteones” de El Mosquito. Algun as de estas cop las rezan así: Murió Camp b ell y tamb ién El Tucson ens e “p eló ” su p adrino muy querido 37 al “hoy o” s e lo llevó. Fue allá un hábil “tinterillo ” poco d esp ués “tip o acuático ” y ahora el amigo P ortillo 38 es un listo dip lo mático. Can delario B . Sedillo De un cub icuelo de san gre hizo u n p alacio el señor y aunque a algun os q uitó el hambre, no h ay en su tumb a u na flor. 39 (Gratitud h uman a) Otro tipo d e po esía es la poes ía jocosa en la qu e s obresalieron Jos é C astelán, Chantecler y Juan D iego. Esta p oesía es larga, de v ersos cortos, y dis curs iva más que ev ocativ a. El v ers ificado r est á consciente de s u poco valo r p oético pero la vers ifica de todos los mo dos : Y no s erá v erso... p ero es la verd ad

Murmuracion es d el Baile d e Carn aval del Sáb ado 18 En el b aile oí decir que ¿q uién la rein a v a a s er? yo lo q uis iera saber para p oderlo escribir. Ud., usted ha de ser dicen que dijo M arcial muy entero y muy mal cab al a u na joy a d e placer. Pero mire, mire do n... M arcial dicen que ella le d ijo yo le asegu ro de fijo que usted v a a qu ed ar muy mal. Eso no imp ort a n ad ita porque si lo digo... nena deme una esp erancita aun que se eno je Cadena. Que s i ust ed hace tal cosa la rein a p ro nto v a a s er y no lo h ace que otra rasp osa se le quiera a usted p oner. Mis p antalones emp eño mi camisa la remato y como dice Sermeño hasta vendo mi retrato. Pero mire, mire do n... M arcial dicen que ella rep itió usted n o and a en s u cabal y es mejor as í lo d eje porque de todo es el eje el miserable met al. Y así est ab an porfiando la nena y su Don M arcial mientras Goy orin to cand o... cu atro pitos y ... sin s al hacía q ue la fiesta s iguiera y continuaba el C arnaval.

Y to do vin o a termin ar, cu ando la luz ya s alía, con M arcial y su nena hablando Goy o y sus cu ates to cando , un b aby qu e estab a mamand o y otro qu e estab a llorando , porque por atrás le dolía... 40

Diezmas A rriba

José C astelán, q ue s obresalió también como articu lista y co mo cuentista, escrib ió mu chas p o esías d e este t ip o sobre la p olítica en México (“Fito ho nrado ” y “Diccionario político ”) o so bre la ley seca (“2 .75 p or ciento de alcohol”), sob re el period ismo (“EL p eriód ico”), el chis mos o (“ El ch is moso ”), las p rofes ion es (“ Los sastres ”), et c. (ver ap énd ice III). Es curioso obs erv ar que el gén ero p oético más p op ular en la literatu ra oral, el corrid o, cas i no ap arece en los p eriód icos. Só lo enco ntramos dos corridos, un o de la 41 Segu nda Gu erra M undial y otro d e la de Corea. En otros p eriódicos predo min a la poesía de corte majestuos o con los temas típ icos de la p oesía romántica. Esta p oesía no ev olucio na mucho y desde el siglo XIX h asta ya bien entrad o el XX, se d a la misma p o esía ep ígon a d el y a epígon o ro manticis mo becqu eriano y nerviano. Abun dan las p oes ías d edicad as, las p oesías p ara con memo rar un aco ntecimiento (el “d es cubrimiento ” d e A mérica, la ind ep enden cia de M éxico ), p oes ías religiosas (La Semana Santa), a la madre (el Día d e la Madre), y mucha p oes ía p atriótica. En el siglo XIX abu nd an las estrofas clás icas como los sonetos.42 Despu és, la estructu ra estrófica n o es tan fija p ero se man tien e todavía el verso d e arte may or y la rima conson ant e como en esta p oesía d e M iguel R . P az: Un bes o Fuerte fiebre tu faz enro jecía Ay er tard e que a v erte me acerqué En tus lab ios, dos ros as d e cast illa Pris ion eros mis labios contemp lé. Tiern o alz aste tu vist a p erezosa So nro jado me viste s onrojado, Con tus ojos d e tierna Doloros a Que aunqu e alegres p arece que han llo rado. Desde enton ces y o p iens o d e mi suerte Pensando en ti me mat an mis d esv elos ¿Qu é h iciera yo si en brazos de la mu erte 43 Te mirara v olar hacia los cielos...?

Es la p oesía el género literario no sólo más usado sino también el técnicamente más conseguido. La p oesía mexicana y de tradición hisp ana había corrido más fácilmente que los otros géneros y había llegado p rácticamente a todas las comunidades. Los p eriódicos publicaban constantemente la última p oesía en bo ga en Latinoamérica y Esp aña. Los nombres de Amado Nervo, Rosario Sansores, Gutiérrez Nájera, Lu gones, Santos Chocano, Rubén Darío, Salvador Rueda, Fran cisco Villaesp esa, Luis G. Urbina, Díaz Mirón, Acuña, Herrera y Reissig, Juan de Dios Peza, son algunos de los escritores consagrados que ap arecen en los p eriódicos. Pero esto que p udiera considerarse cono positivo y que ciertamente lo es en lo técn ico, p arece, no obstante, que aho ga la p oesía de creación lo cal. Los escritores lo cales estaban muy conscientes de que su p oesía se pareciera a la de los clásicos usando temas similares, de carácter universales, p erdidos en elucubraciones abstractas o exp resando esos lamentos de la ausen cia o d el amor romántico afervescido que con el trascurrir del tiemp o se hizo cliché, acartonado y artificial. No obstante, siemp re hu bo vo ces origin ales. En este sentido hay p oesía d e Adolfo carrillo, Galeota, C armen Celia B eltrán , Fred Valles, José D íaz López, Francis co Gallego (v er en el ap énd ice III algunos d e sus títulos) que p od emos cons id erar co mo poesía origin al y ten er a sus auto res como p oet as auténticos que si bien us ab an su hab ilid ad p ara zurcir versos en d edicatorias y favores, tamb ién ejercieron su talento poético p ara exp res ar v ibracio nes auténticas en formas origin ales y vangu ard istas . A continuación reprod uzco una de estas poesías vanguardist as donde la ausencia del ser qu erido y la falt a de comun icació n es como la interro gación qu e des criben las letras d el p oema:

Po r qu é no me es crib es p ed azo de mi alma? Por q ué es q ue me n iegas tus Por q ué es e sicart as qu e len cio ? Si en end ulzan algo me culp as mis p enas ? y a no me cast iQu e y a no gues t an du ro mi me q u ieres? Amor. Tu me h aces N o sab es mi más falt a qu el’l so l v ida lo mua las p lantas. M ás falcho q ue ta me haces que al Ciesu fro lo hace DIO S. Te bus co , p o r ti? te llamo, te grito , t e escribo , t e sueño, y esp ero el “ mañan a” me traiga noticias d e ti. M ás tod o es en vano. O lvidas q ue

exist e en San Diego tu h ija, tu hija qu e tanto te ama ? ? ??? MAREN ??? 44 ? Hay un tema que p redo min a mu cho en tod a la po esía chican a de los p eriódicos y éste es el d e la tristez a. Es u n tema típ ico d el ro manticis mo p ero arraigó en los poetas mexican oamericanos p or motivo esp ecial. La estancia en los Estados Unidas fue para la p rimera gen eración d e mexican oamericano s, un a estan cia ob ligada p or las circu nstancias econ ómicas o p olít icas. El recibimiento en los Estados Un idos no fue muy aco ged or, p or lo que el in migrant e mirab a co nstant emente p ara atrás , reco rd an do los amo res d ejados, la tierra lejan a, soñand o un pas ado mejor. Ejemplo de esta poesía es el poema de Sóst en es J. Jaramillo “Recu erd o a Co lima”, que nos recu erda a Jorge M an rique:

Recuerdo a Colima Ausentes d e los s eres q ue ad oramos Y de la h ermosa tierra en qu e nacimos Con el recuerdo y el do lor vivimos, En el largo destierro por qu e v amos. Fijos llev amos siemp re en nuestra vist a, Aquellos campos, s elvas y p aisajes, Que en vano hemos bus cad o en nu estros v iajes Y cuy a aus en cia nu estro s er co ntrista. Lentament e la vida se co nsu me, Sin escuchar los p ájaros cantores Y s in s ent ir que el viento, d e las flores Trae, con mil ens ueños, el p erfu me. Ya no su en a la t iern a serenata Que susp iraba al p ie de los balcon es, Vi d el amo r las lán guidas canciones En las no ch es románt icas d e p lata.

Más azul qu e este cielo es n uestro cielo, Más brillant e la luz de las estrellas, Más hondos los lamentos y qu erellas, Más p rofundo el p lacer, más du lce el du elo. A la lumbre d el so l, la p rimavera Esmalt ab a d e flo res los collados , Y en los montes, llanuras y vallados, Parecía reír la vida entera. Y en contrast e sub lime, la h ermosu ra Del soberb io vo lcán y del o céano, Para insp irar el ideal hu mano ¡En sueños in fin itos de ventura! Y cont emp lan do h oy , Patria, tus dolores, Y p ens an do en tu gloria y tu b ellez a, Crece, con la nostalgia y la tristez a, 45 Tu amor, ¡q ue es el amor d e los amores! Esta tristeza llega a tal grad o q ue a veces s e v uelve d olor mas oqu ista co mo regociján dos e en él. “M i linda lágrima qu erid a, tú p erteneces a u n s electo Parnas o, sí, tú eres toda p oesía mus icalizada, tú eres man jar d e dioses d el Olímp ico qu e recreas mi espíritu, tú eres, lágrima mía, motiv o d e d evoción , yo te rin do p leites ía, 46 yo te salud o, yo te b eso, y o te amo ”, d ice Mary Rodrígu ez d e Marín. Algu nos de los p oetas más prolijos de la d écad a de 1 920 h asta la décad a de 19 40 usaro n estas p ub licacion es para co mun icar su p oes ía. Carmen Celia Beltrán escrib ió en mu chos periódicos y revist as del su roeste co mo La Prensa d e San Anton io ; Ariz ona, Alianz a, El Eco de Tu cson y El Tu csanens e de Tucs on ; y México de Los An geles. Su poesía a lo Amad o Nerv o todav ía hoy conserv a es e lirismo típ ico del canto poético mexicano. Su insp iración p o ética es inagotab le y en s u y a larga carrera d e p oeta, d esde q ue a h urtad illas co mp onía v ersos en sus horas d e oficin a, siemp re h a p redo minado en ella la riq ueza del verso pop ularmente rimad o, p ero artes an almente adornad o con la p alab ra y la imagen p recis a. Ar co Ir is, su libro en prep aración, es la culmin ación de esta larga dedicación a la p oes ía en esp añol en el suroest e d e los Estados Un idos. Fred Valles, por el otro lado, es el p oeta académico , q ue igual co mp on e u n son eto que u n hai-kai, un a lira qu e versos rimados p ara d ed icar, celebrar fiest as, an iversarios y matrimo nios . Sus poemas circularon en los periód icos y algu nos 47 poemas se recop ilaro n.

Las novelas por entregas Otro género lit erario muy ab und ante en los p eriód icos es el d e la literatura d e follet ín. Ya en 187 9 se p ub licó en El Fr onter izo una n ovela p or entregas, El za pa to perd ido, anó nima y de amb iente cub an o. En los p eriód icos d e Arizona cons ultados no he en contrado novelas folletinescas de ambiente lo cal o es crit as por mexico american os. Ni hay tamp o co fo lletines lat ino americanos con la excep ción d e 48 La Calandr ia del mexicano Rafael Delgado. Só lo algú n que otro fo llet ín españ ol y el resto franceses , it alianos e in gleses. En esto, en el su ro este, se sigue la tónica d e 49 los demás p aíses d e habla esp año la en el siglo XIX qu e, a falta d e p rodu ccion es narrativas n acio nales, usaron traduccion es d e obras de segunda, en su may oría francesas y que tod avía se rep rod ujeron en los p eriód icos en esp año l en el s uro este durante to da la p rimera mit ad del siglo XX. D el rastreo d e estas o bras en listas d e librerías y en p erió dicos en esp añol d el su ro este se d edu ce que la may oría eran francesas , s iguiendo d esp ués las italian as, in gles as, esp año las y mexican as (v er ap énd ice IV).

El teatro Aunqu e n o aparece mucho teatro es crito en los p eriód icos, si hay comentarios, res eñas y an uncios d e p resent acio nes as í como co nstantes llamadas a que se asista al teatro y a qu e s e ap oye las co mp añías ambu lantes qu e pasaban p or las lo calidad es. Rosemary Gibs on y a da not icias d e actividad dramática en Tucso n antes de la llegad a d el ferrocarril y nos habla d e actuacion es en el Teatro C ervant es, primer 50 teatro en la ciu dad . En 1881 El Fron ter izo (24 enero) h abla de una co mp añía dramát ica q ue rep resentab a en el P ark Levin. El Tu csonens e, desd e su ap arición en 1915 , rep orta y reseña regu larmente la activ id ad dramática en esp añol q ue habíaen Tucson en los tres teatros en esp año l: Teatro El Carmen, Roy al y Lírico . En 19 18 Cota Robles escrib e un artículo, “Aliento”, an iman do a los tucsonenses a qu e v ay an 51 y ap oy en el teatro . En 192 0, otra vez el periód ico dedica u n art ículo al tema: “¿Es Tucson un a ciudad culta?” s e p regunta, y crit ica la falta d e interés en la mús ica y el 52 teatro. Si estos artículos tuvieron un impacto, no lo sab emos p or cierto. Pero lo qu e sí sab emos es que las comp añ ías ambu lantes y las “carp as” h iciero n tours regulares a las ciudad es y p ueb los con abu ndante población mexicana DJ-es er_ tando d esd e 53 obras trágicas a op eretas, revistas y monó logos escen ificad os (v er ap éndice V). El teatro revolu cion ario d e R icardo Flo res M agó n fue escrito en Los Án geles y 54 rep res entado por todo el suro este por los grup os “Regeneración”. En las décad as de 1 920 y 19 30 este teatro ambulant e sufre debido a la comp etencia del cin e y a la crisis eco nómica. En la reseña d e la actu ació n de la co mpañ ía Novel en Tucson d ice El T ucso nense: “Desde la in iciació n d e la temp orada d e esta comp añía n o dudamos nun ca de q ue s eria de gran éxito, q ue dada la cris is reinante, p ecun iariamente h a 55 sido regu lar, q ue lo tocant e a lo artíst ico d e antemano estaba as egu rado el éxito...”.

Con la crisis económica de 1929 estas comp añías ambulantes dejan el terreno a los grup os teatrales de aficionados que salen de los clubs p arroquiales o d e las sociedades mutualistas. Todavía siguen rep resentando el mismo tip o de comedia ligera, como las comp añías ambulantes, p ero es curioso observar que, como en la p oesía y en el cuento, y a se rep resentan obras de carácter lo cal, cosa que no vimos en los folletines. Obras como Tucson en camisa, Pro-patria, El Tucsonense tien e la cu lpa, Five cens la cop y, Revista de los pachucos, La g loria de la raza, hablan del anhelo de introducir talento local en sus rep resentaciones. En la reseña d e Five cens la copy, un p recedente de los actos de Vald ez y de mucho del teatro en los barrios de corte vald eziano, se nos dice qu e es un diálo go 56 “característico palp able de nuestra gente humilde qu e radica en los Estados Unidos”. Las p resentaciones de teatro duraban de dos horas a tres y estaban distribuidas en varios números de música, sain etes, obras dramáticas, rifas, monólo gos, declamaciones, etc., en fin, eran todo una velada artística. Podemos ver una reseña de una de estas veladas en El Tucsonense del 4 de marzo de 1930 bajo el titulo “Fue un gran triunfo”. También vemos por los periódicos que se p romocionaba el teatro infantil y pop ular. Varias comp añías de teatro infantil y juvenil actuaron en Tucson y en 1945 El Tucsonense escribe sendos editoriales con las colaboracion es de los críticos mexicanos Alfredo Cardo lea Peñ a y Gastón de Vilar h ab lando d el teatro pop ular e infantil respectiv ament e.5 7 Hay una t end en cia a desarrollar estas dos formas art ísticas, la pop ular y la infantil, pues se p uede v er en los p eriód icas un a ident ificació n co n las cap as b ajas, por un lado, y un a preocup ación mo ral por el niño y su educación. A s í vemos en los periód icos co nsejos sobre la-moralidad d e los libros y “vistas ”, y ev aluacion es sobre los mismos que seguro t endrían impacto en la población. El P adre C orbellá del Carmelo h ab la de: “La in moralidad en el libro y en las vistas”: 1) M oralidad e in moralid ad , lib ro buen o y libro malo, revistas ilustradas y obs cenas , la novela in moral, sus dañ os, y 2) Las v istas y el “Arte de Co rromp er”, temas inmorales y 58 crimin ales ; C ontraed ucacio n en las vistas, El C in e M oral y sus bien es. En 1920 el p erió dico El Tu cso nense dedica un artícu lo a los cu entos de niños y d ice: Los cuentos son la delicia de los niños, p orque calman su ansia de sab er. Las historias de ladrones, de mu ertos, brujas, duendes, ap arecidos, de niños maltratados p or la desdicha o por los hombres, todos aquellos en fin, que de una u otra manera p ueden causarles dep resión del ánimo por el miedo o por la angustia deben evitarse con cu idado. Los ap ólogos, fábulas, cuentos e historietas morales e ingeniosas, basadas en los deberes del hombre en socied ad, descrip ción de animales y de costumbres, cuanto p ueda instruirle y serle útil en el p orvenir, es convenientísimo y todos los p equeñuelos escucharán absortos y quedarán satisfechos. 59

So bre la p oes ía tamb ién se crean p arámetros s iemp re b asados en su validez moral. Alianz a, órgano de la sociedad mutu alista Alianza Hisp anoamerican a usa la lit eratu ra co n el p ropósito de fo mentar el mutualis mo , la p reven ción y la familia.

Tamb ién s e consid erab a a si misma un a o rgan izació n que ayuda al desv alido, al pobre y p or eso da cab id a en sus págin as a man ifestacion es d e arte p op ular junto a los clásicos mexicanos. Ap arecieron en sus p áginas cu entos folk lóricos, p o esías d e insp iració n lo cal, calav eras y cuentos morales. En 19 32, afirma qu e “el art e pop ular en todos los países es la exp res ión anónima d e los dolo res , de los sufrimientos, inq uietud es y rebeld ías de los d e abajo , de los irred entos, de los exclu idos de los placeres y sibaritis mos de la civilización, es el alma gigante del p u eblo.... 60

Notas 1

Lu is Leal, El cuen to m exica no. De los or ígenes a l mod ern ism o (Bu enos A ires : Ed itorial Un ivers itaria, 1966), p. 6.

2

Las p alabras “mexicano”, “chican o”, y “mexicoamericano ” est án us ad as in dist int amente p ara referirse a los mexican os q ue v ivieron o viv en en los Estados Unidos. So bre el términ o “ch icano” ver el art ículo inspirado de Tino Villanuev a, “So bre el t érmino chican o”, C uadern os Hisp anoamericanos , 33 6 (1 97 8), p. 38 741 0.

3

N. Orestes Gu illé habla de la labor qu e pretende el period is mo en español: “des arraigar los p rejuicios de la gran co lect iv id ad nort eamerican a so bre la co lo nia hisp ano American a”. L a Crón ica , San Francis co, 9 may o 1 9 1 4 , p . 1 , col. 1 . 4

El término “México de Afuera” comenzó a fraguar a fin ales de la d écad a de 19 20 y p rincip ios de la d écad a d e 1 9 3 0 cuand o las intelectu ales mexicanos co menz aron a criticar la american ización d e la p ob lació n mexicana exiliad a en los Estados Unidos t ras la rev olució n mexicana. Sus t eóricos fu eron Arman do Vargas d e la Maza, Alb ert o R emb ao y Rodo lfo Uran ga.

5

Juan Ro dríguez, “El flo recimiento de la literatu ra chican a”, en La otra cara d e México: El pu eb lo chicano, ed . D av id M aciel (M éxico , D. F.: Ed iciones El Caballito, 1 9 77 ), p . 34 8-36 9. 6 Tomás Rivera, “Fiest a of th e Liv in g”, en The Identification a nd An alys is o f Ch icano Literatur e, ed. F . Jimén ez (New Yo rk : bilin gual P ress/Editorial B ilin gü e, 19 79), p. 1 9-36 .

7

M anuel Gamio , Mexican Imm igr ation to th e Un ited Sta tes (Ch icago: Un ivers ity of Ch icago P ress, 1 9 30), p . 13 6. 8

Edward Simmen, The Chicano from Caricature to Self Portrait (New York: New American Library , 1971), p . 16 and 25.

9

Estas op iniones se están derrumbando últimamente según van p rogresando las investigaciones en este camp o. Las siguientes son algunas de las p ublicacion es que se están haciendo en este sentido: Anselmo Arellano, Los Pobladores nuevomexicanos y su poesía, 1889-1950 (Albuquerque: Pajarito Publications, 1976); Ray mund Paredes “The Evolution of Chicano Literature”, (en p rep aración; Onofre Di Stefano, “La Prensa de San Antonio: Literary Section”, Diss. UCLA (en prep aración); Nicolás Kanellos “Fifty Years of Theatre in the Latino Communities of Southwest Indiana”. Aztlán, 7, No. 2 (1976), p . 255-65; Nicolás Kanellos, “Mexican Co mmu nity Theatre in the Midwest City ”, Latin American Theatre Review, 7, No. 1 (Fall 1973), p . 43-48; Nicolás Kanellos, Towards the Documentation of M exican American Literature in the M idwest”, Selected Proceed inss of the 1st and 2nd Annual Con ferences on Minority Studies (19731 974), Vol. 1, ed. Geroge E. Carter and Bruce L. M ousser (Lacrosse, Wisc. Institute for M inority Studies, Univ. of Wisc, 1975), p . 55-64; Nicolás Kanellos, “El teatro profesional hisp ánico: orígenes en el suroeste”, La Palabra, 2, No. 1 (p rimavera 1980), p . 16-24; Luis Leal, Mexican-American Literature: Historical Persp ective”, Revista Chicano-Riqueña, 1, No. 1 (verano 1973), p . 32-44; Luis Leal, “Cuatro siglos de p rosa aztlanense”, La Palabra, 2, No. 1 (p rimavera 1980) p . 2-15; Clara Lomas, “Resistencia cultural o ap rop iación ideoló gica: Visión de los años 20 en los cu adros costumbrísticos de Jorge Ulica (Julio G. Arce)”, Revista Chicano-Riqueña, 6, No. 4 (otoño 1978), p . 44-49; Doris L. M ey er, “Anonymous Poetry in Spanish-lan guage New M exico n ewsp ap ers 1880-1900”, Bilingual Review/Revista Bilingüe, 2, No. 3 (1975), p . 259-275; Doris L. Mey er, “Banditry and Poetry: Verses by Two Outlaws of Old Las Vegas”, N ew México Historical Review, No. 50 (Oct. 1975), p . 277-290; Doris L. Mey er, Early Mexican American R esponses to Negative Stereo typ ing”, New Mexico Historical Review, No. 53 (Jan. 1978), p . 75-91; Doris L. M ey er, “The Language Issue in New M exico, 1800-1900: Mexican-American Resistance A gainst Cultural Erosion ”, Bilingua l Reviera/Revista Bilingü e, 4, No. 1-2, (1977), p. 99-105; Doris L. Mey er, “The Poetry of José Escobar: Mexican Emigré in New M exico ”, Hispania, 61, No.1 (1978), p . 24-34; Phillip J. Ortego, “Backgrounds of M exican American Literature”, DAI, 32, No. 9 (M arch 1972) 5195A (Univ. of New M exico); Juan Rodrígu ez, “Crónicas diabólicas”: Los cuadros de costumbres (1916-26), de Jorge Ulica: Documentos para la investigación de la historia literaria ch icana (Berkeley : Chicano Studies Library , Univ, of Californ ia, de p róxima ap arición); Juan Rodríguez, “El florecimiento de la literatura chicana”, en La otra cara de México: El pueblo ch icano, ed. David M aciel, p . 348-369; R. Vald és, “Literatura en esp año l en Nuev o México entre 184 8-1948 ”, MLA Conv ention, Chicago, 1 977 ; Tomás Ybarra-Frausto, “The Chicano M ovement and the Emergen ce of a Chicano Poetic Consciousness”, New Scho lar, 6 (1977), p . 81-109; Roberto Cabello-Argandoña, et. al. “Library Services and Chicano Period icals: A Critical Look at Librarianship ”, Aztlán, 2, No. 2 (1971), p . 154; Ernestina Eger, “Hacia una nueva biblio grafía de revistas y p eriódicos chicanos”, La Palabra, 2, No. 1 (p rimavera 1980), p . 67-75; Francisco Lomelí, “Eusebio Chacón: Eslabón temp rano de la novela chicana”, La Palabra, 2, No. 1 (p rimavera 1980), p . 47-56.

10

Juan González, “The Sp anish Language Press: A Part of America”, EL Teco lote, 7, No. 13 (Sep t. 1977).

11

Carey M cWilliams, Al norte d e México: El conflicto entre “anglos” e “hispanos” México, D. F .: Siglo XXI, 19198), p . 137.

12

M aynar J. P. Geiger O. F. M ., Foreword, Palou's Life of Fray Junípero Serra (Washington, D. C.: Academy of American Franciscan History , 1955), y M iguel León Portilla, Introducción, Vida de Fr. Jun ípero Serra, y Misiones d e la California Septentriona l de Palou (M éxico D. F. Editorial Porrua, 1975). p . xi-xviii.

13

“A merican os mo runos ”, El Fr on teriz o, 31 o ctub re 1 880, p . 2, co l. 5.

14

F . T. Dáv ila, “Exmexicanos”, El Fro nter izo, 1 7 oct ubre 18 80, p . 4 , co l. 3 .

15

El p eriódico tiene tres redaccion es en los Estados Unidos: En San Antonio (5 sept. 1904 a en ero 1905); Saint Louis (27 marzo 1905 a 15 nov. 1906 con interrup ciones); Los Ángeles (3 sep t. 1910 a 21 marzo 1918). Ver Armando Bartra, Regeneración 1900-1918: La corriente más radical de la revolución mexicana d e 1910 a través de un p eriódico de combate; M exico, Ediciones Era, 1977).

16

M cWilliams, p . 243 y Matt S. M eier and F elician o R ivera, T he C hicanos : A His tor y of M exica n Am er icans (N ew York: i.\Hill & Wan g,, p . 1 19 -194. 17

Otros p eriód icos magonist as en los Est ado s Un idos son Revo lució n en Los An geles (10 junio 1907 a may o 1 908); Pun to r ojo en El P aso (8 ju lio 1 909 a ab ril 191 0); Alb a roja en San Francis co , fun d ado p or Práxed is Gu errero ant es de formar parte del Partido Liberal M exicano.

18

G amío, p . 243.

19

J osé Limó n, “C hican o as a Fo lk N ame: A H isto rical View ”, ens ayo in édito. La co ntroversia sob re el origen y p rimer significado d e la p alab ra “chican o” tod avía está muy lejos d e cerrars e, pu es hay mu chas teorías so bre el término y n in guna es defin itiva. Otra teo ría qu e s e d efiende en Nuev o México y Arizo na es la d e ser un a palab ra comp uesta d e “ chico” y “ano”. Esta teoría la defiende el p rofesor Q uino Martínez y la do cu ment ació n d e esta p alabra en las d écadas d e 1 930 y 19 40 p arece ap untar en este s entido. El p eriódico El M ens ajero, al anun ciar los pic-nics segregados q ue organizab a el Pho enix G azette todos los años para la juv entud d ice: “Picn ic p ara n uestros ch icanos ” y en la década d e 1 940 el mismo p eriódico al hab lar de la juventud, se refiere a ellos como “ch icanos ”.

20

Las Dos Repúb licas, 1 3 may o 1 877.

21

R odolfo Uran ga, “ Sí ten emos p atria”, El Tu cso nense, 22 feb. 193 0, P. 1.

22

R odolfo Uran ga, “Glosario d el d ía”, El Tu cso nense, 20 may o 19 30, p. 1 y 6.

23

“M exicanos, to davía es tiemp o... “, El Tucso nense, 2 febrero 193 4, p. 2 .

24

Es abu nd ante la literatura mexicana q ue apoy a una imagen malinchista del in migrado. El drama de J uan Bust illo Oro, “Los qu e v uelv en ”, los cu entos “El rep atriad o” d e Rafael F. M uñoz, “Brazos qu e se van” y “Pobre patria mía” de M aría Lu isa Melo d e R amas, y las nov elas M uriero n a m itad d el río d e Luis Sp ota, El dólar vien e d el n orte d e J esús B ecerra González, Hu elga blanca d e H éctor R aú l Almanza; Aventuras de un bra cero de Jesús Topete; y Ten emos s ed de M agd alen a Mondragó n, s on algunas de las o bras qu e ab ord an el tema d esd e est a p ersp ectiv a. 25

“ Sobre americaniz ación ”, El Mosqu ito, 25 oct. 19 19, p.2 .

26

Gamío, p . 55.

27

Francin e Medeiros, “La Op inión, A M exican Exile Newsp ap er: A Content Analy sis of its F irst Years (1926 1929 “, Aztlán, 2 , 1 40. 1 (Sp ring 198 0), p . 65-88. 28

El Mosqu ito (1 7 nov. 1 925 , p . 6) sacó esta cop la contra El Tu cso nense: “En su afán p or lastimar/a la mexicana gente/a la tu mba fue a p arar/y hoy es cuerp o pestilente/tirado en el muladar”. L a Prensa d e Los Án geles dedicó varios artícu los en en ero de 192 2 a rebatir a El Tu csonens e por su postura p ro-nacion alización diciend o: “¡Americanización es un derecho, p ero mexicanis mo es un d eb er!”.

29

“ Sobre la ciudadanía”, ed itorial, El Tu cson ens e, 6 d ic. 1921 , p. 3 .

30

“Expos ició n d el sup erintend ente d e escuelas d e Tucson en la conferencia d e Phoenix”, El Tu cso nense, 1 junio 1922.

31

“Sp anish ”, El T ucs onense, 2 julio 1927 , p . 3, y “Sp anish P eop le”, El Tu cson ens e, 22 n ob. 192 7, p. 3 . 32

33

A. V. d e la Iltaza, “Esos Spanis h”, EL Tucson ens e, s .f.

La, prensa mexicana en Arizon a v e co mo racismo el q ue se d estaqu e más, en la prensa en in glés , los fracasos qu e los triunfos de los mexicanos. P or ejemp lo, el poco entus iasmo qu e muestra la p rens a en in glés p or los triun fos d e Hap p y Woods, bo xead or mexicano, o el hecho de qu e esta mis ma p rensa no d estaque la h azañ a d e un mexicano que s alvó la v id a d e un n iño mientras s í p on e en la p rimera p ágin a la noticia de un rob o co metido por un n iño mexican o h uérfano. También los p eriód icos se hicieron eco d e las d eclaracion es racistas d e los s enadores nativ istas qu e justificaron la p roh ib ició n d e la in migración mexicana bas ad as en q ue era una raza inferior. Po r ejemp lo, en un artículo t itulado “¿No entrarán más mexicanos a los EM U?” (El Tucson ens e, 9 julio 1925 , p . 1) se hab la del in forme Forest er sobre la in migración lat in a-american a. Antonio Es cob ar, en el artículo “Razas h uman as ” (El Tucson ens e, 19 abril 19 28, p. 2), h ab la p ositivamente de las teorías d el mest izaje del doctor Moens contra sus op onentes . En la décad a de 1930 R odo lfo Uranga se ded ica al ta de la d is criminació n y las raz as varias veces. En “Tóp icos d el día” (El

Tucson ens e, 6 marzo 1930, p . 1 y 4) comenta el p oema d e Robert Sch auffer, “La basura del mundo ”, como u na excepción. “Así p iens an y h ablan los norteamericanos de cu ltura, qu e, p or des gracia, forman mino ría”, dice. En otra colu mna d el mis mo escritor, “Entrelíneas”, (El Tu csonens e, 6 mayo 1930, p . 1 y 6) h ab la d e las declaracio nes del s enador p or Texas, J ohn Bo x, sob re la inmigración mexican a. En 1931, El Tucsonense, en un ed itorial titu lad o “Los mexican os en los EEUU: Perd eremos” (7 feb. 1913, p . 3), d ice sobre las repatriacion es: “Posiblemente as ista a los Estados Un idos tod a clas e de d erechos p ara arrojar d e su suelo a quien es cons id ere n o asimilab les a sus trad iciones, ideales y modos d e vida...”. Es imp ortante notar qu e estos p eriód icos ven en ést a -la imp otencia de los Estados Unid os en la asimilació n de la p oblación mexicana in migrad a- la p rin cip al causa d e las dep ort aciones y n o en la caus a econó mica. 34

La imp renta de la Liga Protectora Latin a q ue ed itaba Jus ticia, s acó en 1918 el dis curso d el P. Lu cas d e San Jos é titulad o “Adap tación del esp íritu latino al esp íritu norteamericano”. Se imp rimieron sep aratas de otros dos dis curs os d e este religioso carmelita, u no el 13 de ju lio de 19 18 y otro el 14 de abril d e 1919. La imp renta de El Tucson ens e p ub licó en lib ro la no v ela po r entregas qu e h ab ía p ublicad o en el perió dico (4 en ero 1930 a 29 abril 1 93 0) t itu lada Am or y p erdó n de Co rb ella d el Carmelo en 193 0. Las p rens as d e El M os qu ito y El Mens ajer o t amb ién h acían trabajos d e imp rent a a juz gar p o r sus anun cios .

35

Estas o bras s on : Miguel Arce, Lad ro na (San Antonio: Ed itorial Loz ano, 1925); Migu el A rce, Sólo Tú (San A nt onio: Edit orial Lozano, 1928); Esteban Maqueo Castellan os, La ru in a d e la cas on a (San Anto n io : Talleres de Rev ista M exican a); Man u el M at eos, La venganz a d el capor a l (San Anto nio : Vio la Nov elty Co mp any , 19 16 ; R amó n P uent e, Vid a d e Fr an cis co Villa (Los Án geles : O. P az y Cía, 1919); Ramón P u ent e, H omb res de la Revo lu ción : Villa (Los Ángeles : Mexican -A merican Pu b ish in g C o mp any , 1 93 1); R amón P u ent e, H ombr es d e la Rev o lu ció n: Ca lles (Los A ngeles : M exican A merican ub lish in g C omp any , 93 3); Jos é Asu n ción R ey es, El au tom óvil g ris (San Anto nio: Loz an o, 1 922); T eo do ro To rres , Pan cho Villa: U na v id a d e ro ma nce y de tra g ed ia (San A ntonio: Loz ano, 19 24); Teodoro Torres, C omo perros y gatos (San Ant on io; Loz an o, 192 4).

36

En 188 1 El Fro nterizo publica por ent regas la obra dramát ica de Gass ier, Ju ár ez o la g uerra d e M éxico (9 en ero 1881 a 20 febrero 1 88 1) q ue fu e p rohib id a en Francia. El p eriódico la cop ia de ot ro p erió dico en esp añol de San Francis co, La Repúb lica.

37

EL Mos qu ito , 11 nov . 19 22 , p . 2.

38

El Mosq u ito, 1 1 nov. 1 922, p . 2.

39

Alia nz a, n ov . 19 48, p . 1 0.

40

Ernesto, “No s erá vers o... p ero es la verd ad”, L as D os Repú b licas , 2 0 en ero 18 78 , p. 1 , co l. 2.

41

R en é florales , “Los v ers os de ultramar”, El Tu cs ovens e, 23 ab ril 19 46 , p . 4, y

ot ro en Alianza. 42

E. Medina, “A un a flor marchit a”, Las Do s Rep úb licas , 6 julio 18 78 .

43

M iguel R . Paz, “Un b es o ”, El T ucso nens e, 1 8s ep t. 1975 .

44

Es crit o en San D iego el 26 d e marz o de 19 27. Ap arece en El Tu cs on en se el 5 de ab ril d e 1 927, p . 2, co l. 2.

45

Sóst enes J . Jaramillo , “ Recu erdo a C o lima”, El T u cso n ens e, 15 febrero 19 19 .

46

M ary Ro dríguez de Marín, “ Lágrima”, El T u cso n ense, 31 en ero 1 93 3. Semejante a est e p ensamient o t enemos otro d e J . M . W. A costa, El Tu cs on ens e, 16 agost o 19 16 , p . 3 .

47

D r. Fred Valles, Recu erdo de la v elad a L iter ar io Mus ica l His pano Am erican a, (Tucs on: s . e., 1 93 4).

48

Rafael Delgado, “ La C aland ria”, El Fron ter izo, 3 marzo 1928 , P. 4 a 26 may o 192 8, p. 2. 49

Ver José F . M ontesin os, In tro ducción a un a his tor ia d e la novela en Es pañ a en el siglo XIX seg uida de una b ib lio gra fía esp añola d e tra duccion es de nov elas (18 00-18 50) Madrid: C astalia, 196 0). 50

Ros emary Gibso n, “M exican P erfo rmers: P ion eer Th eatre Art ists o f Tucso n ”, Jo urna l o f Ar izon a His tor y 13 14 (Winter 197 2).

51

A. Cota Robles, “Aliento”, El Tucsonense, 18 mayo, 1918, p . 4, col. 2.

52

“ ¿Es Tucso n u n a ciud ad cu lta?”, El T ucs on ense, 3 feb. 1920, p . 2.

53

Ver Nico lás Kan ellos , “El teatro p rofesion al hisp án ico : orígen es en el suroest e”, La Pa labra, 2, No . 1 (Primavera 1980 ), p. 16-24.

54

Ver “ Velada art ística-literaria”, Reg enera ción, 2 3 dic. 1 916 . p . 3, co l. 3 ; el drama T ierra y liber tad, Regenera ción, 6 o ct. 19 17, p . 2.y 3; y la not a en Reg en era ción, 9 febrero 19 18 , p . 2, s obre la repres ent ación “Primero de may o” (1 en ero 191 8) en M orenci p or el G rupo Id ent id ad .

55

“P az J arero: la actriz d e la Co mpañ ía N ov el”, El Tu cson ens e, 19 febrero 1931 , p.

5. 56

El T ucs on ens e, 8 marzo 1 93 0, p . 3, co l. 3.

57

G astón de Vilar, “El teatro infant il”, El T ucson ense, 2 3 n ov. 19 45, p. 3 ; y Alfredo C ardolea P eña, “ Sobre el teatro pop ular”, El Tucs on ens e, 2 5 no v. 1945 , p . 3. 58

“C on ferencia del Rev . P adre C armelo Mañ ana”, El Tucso nens e, 7 marzo 1938 .

59

“Po esías co nstru ctivas”, edito rial, El T ucson ense, 4 marzo 1938, p . 2 , co l. 1 .

60

Alianz a, no viemb re 1 932 , p . 19 .

CONCLUSIÓN

El campo de la literatura en la p rens a en esp añ ol en los Est ados Un id os requ iere d e un estud io s istemát ico , p rimero identifican do las fuentes, s egun do estudian do pormenorizad ament e el material encontrado, y tercero, traz ando p arámetros formales para u bicar y clas ificar esta literatura. Nuestra labor se en cu adra dentro d e los ap artad os p rimero y tercero. Los textos lit erarios ant eriores al “bo om” de la lit eratu ra chicana antes de la década d e 1 960, no son acces ib les y p or esto su estud io no ha s ido p osib le. Mientras no se emp rendan con seriedad estos estudios históricos difícil será h acer co nclus iones generales sobre la literatura chican a, y a qu e s erán meras esp ecu lacion es acientíficas qu e se derrumb arán cad a v ez que se v ay an haciendo nu evos d escu brimientos. Pienso que aunq ue está en sus in icios, la labo r de id entificación y an álisis y a s e está haciendo con riguros idad como v emos p or la n ota nueve de nu estra “Intro du cción ”. La so lid ificació n de los p rogramas d e estud ios ch icanos en las un iv ers id ad es as í como la ap ertura d el es tab lishment de los críticos hisp anoamericanos hacia la inclusión de la literatu ra en esp añ ol en los Estados Unid os co mo parte d e las literaturas h isp ánicas des velarán un a rica trad ición es crita que expliq ue mejor el fenó meno reciente del llamado renacimiento literario chicano. La literatu ra chican a de h ace cuatro s iglos (s i aceptamos la extensión histó rica d e la mis ma que n os señ alan Lu is Leal y Alejandro M orales entre otros) fu e un a varied ad de la literatura esp añola (las obras de Cabeza de Vaca, Villagrá, C astañ ed a). Con el transcurrir d el tiemp o esta cultura y literatura se fueron haciendo autócto nas y y a en el siglo XIX fue p arte de la variant e n orteña d e la literatura y la cu ltura mexicanas y que se puede ver en Lorenzo d e Zavala, en las dramat izacio nes d e los Penitentes, en los corridos n orteños y d emás p eculiarid ades no rteñ as que incluy en los est ados del norte d el M éxico actual y los del sur de los Estad os Unidos, haciendo de esta región una región cu ltural comp acta h asta b ien entrad o el siglo XX. Es enton ces cu and o se hab la del “M éxico d e Afuera” d esde M éxico ; y desde Est ados Unidos se trata de participar en la v ida n acional y de p rotegerse contra la d is crimin ació n. Las organizacio nes y a no so n meras sociedades b en éficas, recreat ivas y p atrióticas, sino que s e fu nd an sind icatos (Aso ciación d e Agricu ltores Mexican os d e Arizo na 1930 ), aso ciacio nes políticas (LULA C, Liga de Votant es M exican os, El Paso 1930) y protectoras (Span ish -American Protective Organ ization “SAPO”, Tucs on). En los cu entos anto logizados p odemos ver esta evo lu ción des de el siglo XIX. Los primeros cu entos son un iv ersales en sus formas y contenidos, A v eces nos h ablan d e un ambiente mexicano y sabemos que forman parte de un a tradición mexico american a s ólo p or el lu gar de s u pub licación . Otras v eces in cluimos textos de autores q ue so n del hoy norte d e M éxico p ero qu e sus imágenes y estan cias continúa en lo qu e hoy es Estad os Unidos, los h iciero n ser p arte d e la v id a lit eraria de los estad os front erizos norteamericanos (el caso especifico de F. T. Dáv ila y Hilario Gabilon do). Sin embargo, según nos ad entramos en el siglo XX hay co mo

una desmembración pro gresiva d e la cultura mexican a central. El con flicto racial t an viv o q ue encontró en los E.E. U. U. el mexican o in migrado a p rin cip ios d e s iglo con una exp erien cia d e mestizaje d e siglos , hizo recap acitar al in migrado sob re su id entid ad y se p uso en p ersp ectiva en relación al “otro ”. El v asco ncelis mo y su teoría de la raza cós mica ay udó a estos inmigrad os a defenderse d e las p rácticas d iscrimin atorias y las justificacion es raciales en el s en ado y las universid ad es norteamericanos. Esta p roblemát ica la enco ntramos continu ament e aunqu e mu ch as veces disfraz ada de hu mor. Las crón icas y las glosas a las n oticias (“Tóp icos del dia”, “A1 margen d e la semana”, “Lo que s e dice”, “Habladurías y diceres”, “Así lo veo ”) se acercan más al an ális is de un a realidad con flict iv a en la int errelación de las dos socied ad es. En los cuentos vemos este p ro ceso de chican ización a través d e los temas, la inmediatez de los acontecimientos narrados con topo grafía específica y alusio nes directas (“Entre amigos ” d e R amón Soto) y co n un cambio de d iscu rso lit erario. Como literatura entre márgen es (american o y mexican o) es u na lit eratura en continua ebu llición formal según el narrador adop te una p ostura ecléctica o s e acerq ue a los d os polos de atracción. Q uiz ás sea ésta la característica más imp ortante d e esta literatura, la de vivir entre d os p olos d e atracció n con los qu e tien e que d esarro llar un a relació n de as imilación -dis imilación . En este s ent ido es el dis curso formal el ejemp lo más ev idente de est e contin uo cambio. Los intelectu ales cons ervad ores d el léxico p rerrevo lucion ario s e encontraro n en este dilema de ten er que d efen der un a tradición en un amb iente qu e la corromp ía cada v ez más. De ah í que nos en contremos con la contrad icción de un a p ostura ideoló gica d e pureza lin gü ística y patriot ismo enfebrecid o frente a u n hacer lit erario híbrido y un a posición lib eral en los as untos referent es a la nu eva realidad n orteamericana.

ANTOLOGÍA HISTÓRICA DEL CUENTO EN ESPAÑO L EN LOS PERIÓDICOS DE ARIZONA Y CALIFORNIA (187 7- 195 0)

El cuento hispanoamericano, co mo la p oesía y demás, géneros p op ulares, apareció regu larmente en las publicaciones periódicas y se desarrolló a la p ar que éstas. Del mismo modo podemos decir que el cu ento escrito en esp añol en Arizona y California comienza con la p ublicación de los p eriódicos en español. Este cuento de p eriódico puede ap arecer bajo diferentes denomin aciones o formas (crónicas, artícu lo p eriodístico, artículo de costumbres, moraleja, cuento folklórico o infantil). El periódico fu e el ún ico vehículo d e diseminación p ara esta literatura en p rosa hasta recientemente, cuando y a surgen las p ublicaciones estrictamente literarias, fenó meno éste de la década de 1960 entre los hisp anos en los Estados Unidos. El medio p eriodístico determinó la amp litud temática y estilística de las narracion es y imp rimió a la literatura escrita en el una ideo logía determinada según la línea de pensamiento de la p ublicación. El periódico no admite una literatura desligada de la realid ad, una literatura mod ernista, aunque no sea éste el caso a veces, p ues nos encontramos con narracion es que p arecen más de libro con pastas de lujo que p arte de un periódico de baja calid ad material. Pero esto es la excepción y si se dio con cierta frecuencia en el siglo XIX, desap areció casi por completo en el XX, sobre todo a partir de la década de 1920 cuando un neorrealismo costumbrista dominó la escena literaria del 1 suroeste. Es ésta la época que Luis Leal denomina el “periodo de interacción”. Las narracion es llevan en si todo tip o de localismos y los temas son aquellos de p reocup ación diaria para la p oblación mexican a en los Estados Unidos: las diferencias étnicoeconómicas p resentadas con un humor entre satírico y socarrón. Hasta esta fecha la literatura narrativa d e los p eriódicos no tenían ap enas filtros locales, era una literatura un iversal en temas que seguían los p atrones estilístico de la tradición literaria occidental. En estos p eriódicos del siglo XIX encontramos narraciones románticas, naturalistas, realistas y modernistas.

El cuento romántico El romanticismo adqu iere sus dos caras en el suroeste de los Estados Unidos después de 1848. Por un lado la cara rebeld e que se manifiesta en los múltip les brotes de resistencia 2 a la invasión norteamericana; p or otro el p ragmatismo de la acep tación d el destino. Quivira, en el articulo en Las Dos Repúblicas “De la discusión n ace la luz”, habla de que existe en el suroeste una guerra de razas y de la usurp ación de M éxico p or p arte de los Estados Unidos, p ero que nada se p uede hacer, p or lo que se debe trabajar p arap rogresar en la nuev a circunstancia y hacerle la batalla de esta manera.3 Las formas literarias qu e van con estas dos caras del ro manticismo se dividen más que por los géneros, p or los medios de trasmisión. La literatura p opular oral trasmite ese sentimiento de rebelión y resistencia. No tenemos que olvidar que son las clases medias pobres, autoras de esta literatura, las que más sufren la nueva imp osición mientras que las clases de los ricos o ilustrados duraron más en sentir la d esposesión de las p rop iedades y del p oder p olítico. Esta literatura pop ular se está hoy recop ilando p or folkloristas que han lo grado fechar las ley endas y corridos orales en esta ép oca de la conquista norteamerican a del norte de México. Américo Paredes dice qu e los corridos d e Juan Nep omuceno Cortina, Aniceto Pizaña, Gregorio Uortez, y Elfego Paca surgieron muy p ronto después de estos personajes, “ten y ears after the war between Mexico and the United States”.4 5

6

El romanticismo en la narración de autor es un romanticismo más pastoril y legend ario que refleja una literaturización más p rofunda de los aconteceres in mediatos (El hijo de la tempestad) o de las relaciones típ icas de amor (Tras la tormenta la calma o La historia de un caminante). La tradición literaria de M éxico en el suroeste nunca se cortó a p esar del camb io de manos del territorio en 1848. Las p ublicaciones p eriódicas y las librerías mantenían informados a los n ativos de las v anguardias literarias en Latinoamérica y Europa. La literatura romántica francesa, esp añola y mexicana eran las más p opulares en las librerías y los periódicos. La casa de Lou is Gregoire en San Francisco, ab astecía de libros a todo el suroeste y en sus listas ap arecen obras de G. de Bedoy a, José Mármol, Esp ronceda, Martínez de la Rosa, Iñigu ez, Víctor Hugo, Dumas y “otros muchos novelistas españoles 7 y mexicanos”. La librería M ansfeld en Tucson vendía también novelas además de libros de escuela, libros de devoción, efectos de escritorio de lujo y corriente. Rentaba sus existencias “a precios muy cómodos” y se anunciaba diciendo que tenia noved ades recién 8 traídas de Nueva York. Otras librerías importantes fueron Hisp anoamérica, Renacimiento y La M oderna Poesía en San Fran cisco, La Aurora en Los Án geles, y la Casa de Comercio Lord y Williams en Tucson.

Por estas vías entra al suroeste toda la literatura romántica y se va a reflejar en las primeras obras mexicoamericanas. Así A. A. Orihuela escribe Un cadáver sobre el trono, ley enda med ieval p ortuguesa rep roducida en Francia, Esp aña y Portugal durante el romanticismo. Los dos cuentos seleccionados reflejan dos tóp icos típ icamente románticos: el amor imp osible y enfebrecido, y la ley enda. Sombras de Amor de A. R., es la p rimera narración corta documentada hasta el p resente. La firma con iniciales nos da la p ista p ara afirmar que debía ser un escritor/a local - p resumiblemente mujer - cono cido/a por los lectores del p eriódico y que p or humildad o vergüenza no quiso firmar con el nombre comp leto. El cu ento es comp licado en estructura, p ues de una introducción descriptiva y exp licatoria hacia un p úblico por un narrador en p rimera p ersona, se p asa a contarnos una anécdota que le p asó a este “yo” hace diez años, mezclada con intromisiones continuas del narrador, terminando p or decirnos que todo fue un sueño de amor destruido p or el día, por la vigilia, el desp ertar que le trae a una realidad de la que no se siente p arte y que es el obstáculo p ara la realización ideal del amor convertido en “sombras de amor”. Como El Matadero de Echeverría, se nos dice que se nos va a contar una historia y también como en aqu él se nos da una fech a, aunqu e más con creta que en El Matadero - 1863. Desde la fecha d e la anécdota hasta el p resente narrativo, han p asado diez años que han acabado con la ilusión d el p rotagonista narrador. El sueño le ensimisma en una historia personal del esp íritu, desligado de la realidad. La d escrip ción de la amante es la descrip ción tópica de la mujer ro mántica, p ero hay una explicación casi científica de la ap arición del amor, un amor mudo comun icado p or una fuerza “mutuo-fluidomagnética”. Otra vez, como en El Matad ero, tenemos aquí un ramalazo naturalista, aunque sin may or imp ortancia, y a que la muerte trágica de la amante es otra vez un tóp ico romántico más, así como las descrip ciones de la naturaleza que todavía tienen un eco lejano de los paisajes p astoriles del renacimiento (“El sordo murmu llo d e la fuente, cuy as aguas salp ican la verde alfo mbra de los contiguos p rados”.). La ley enda El Juramento, está contada como un cuento con un final legend ario. Si no fuera p or el final donde se nos describe la mujer fantasma que va del templo al p anteón, pensaríamos que es un cuento más del romanticismo con un final trágico que quiere dar una lección a aquellos que romp en un juramento. La trama es típ icamente romántica. Ern esto es como el Efraín, de María, y los p ersonajes femeninos hasta tienen el mismo nombre en las dos narraciones. El narrador es un escuchador omnioy ente que, como un ap untador de teatro, interviene constantemente en el desarro llo de la h istoria y nos exp lica cosas (la sonrisa tan característica de las mexicanas, la delicadeza y ternura también características de la mujer, una hermosura a lo D. Juan de By ron). Se p uede argüir la “suroesteidad” d e este cuento y a que p arece d e ambiente mexicano, pero tenemos que darnos cuenta que en 1880, el suroeste de los Estados unidos para los mexicanos todavía era el norte de M éxico. La lín ea divisoria no h abía significado mucho

en las relaciones culturales d e ambas orillas. El autor aunque n acido en Sonora, viajó p or el suroeste y residió aqu í p or un tiempo cuando qu izá escribió el cuento y lo dio al ed itor de La República (San Francisco) y de aquí lo imp rimieron otros p eriódicos cono El Fronterizo de Tucson. Este periódico también p ublicó sus debates sobre el p ositivismo. El autor se declara contrario a esta teoría cientifista que predominab a en el ambiente filosófico de México con Porfirio Díaz. Dice del autor de esta teoría: “Comte, que dejando viv a la duda en el alma cu anto al origen de todas manifestaciones p sicológicas, produce sólo el más desconsolador escep ticismo matando todos los imp ulsos a lo ideal, 9 todas las tendencias naturales que nos vuelv en a Dios”.

SOMBRAS DE AMOR Una p ágina de la vid a de mi esp íritu p or A. R. [Las Dos Repúblicas, (Tucson), 22 julio 1877, p . 1, col. 2-5.]

I Acostumbrado a estar oy endo decir uno y otro día que cada casa es un mundo y cada hombre una historia, he llegado a p ersuadirme de que hay tantos mundos cuantas son las casas que existen, y de que existen tantas historias cuantos son los seres que alientan. Digo esto a p rop ósito de que jamás hubiera y o creído a no tener esta persuasión, que encerrara una historia y a mi p arecer digna de escribirse, el corazón de la joven y hermosa Enriqueta.

II Estábamos en la p rimavera de 1863. Era una de esas deliciosas noches del mes de abril en las que abre la naturaleza todas las fuentes de sus encantos, p ara acariciar con ellos los ensueños de los enamorados, los recuerdos de las almas dolorid as; las esp eranzas de las imagin acion es exaltadas, las ilusiones de los corazones vírgenes. Era una de esas noch es deliciosas, que en otra ép oca, siendo yo más imp resionable, di en llamar “Noches de amor”. Hoy , si me p reguntan qué quiere decir esto, es muy p osible que no pueda dar una contestación bastante satisfactoria.

Y se comp rende... ¡Han p asado p or mí diez años! ¿Queréis saber qué significan diez años...? Os lo diré. Diez años significan p ara mí mu chas cosas de más y otras de menos; la cuenta de los desengaños aumentada en un a cifra fabulosa; las p alp itaciones del corazón disminuidas; la fe en la amistad, menguada la sombra de la dicha casi desvanecida; el placer que acaba, el hastío que comienza, la alegría que muere, la tristeza que nace; un caudal, en fin, de ilusiones p erdidas!!!

III Enriqueta era un tip o digno d e un p incel maestro. Figuraos una estatura más que mediana comp letamente armonizada con sus formas. Unos ojos garzos, velados p or unas arqueadas y negras p estañas, que casi tocaban a la admirable d elin eación de sus finas cejas, una p rofusa cabellera, una nariz de un corte académico, unos labios rojos como la flor de la granada, cuy a mov ilid ad hacia que ap areciesen de vez en cuando dos p equeños hoy uelos en sus extremidades, hoy uelos en que verdaderos nidos de amores hubiera envidiado, a no dudarlo, la más refinada coqueta; y todo esto sobre un cutis blanco mate como una taza de alabastro, limp io como un cielo sin nubes, trasp arente como el velo de gasa d e una v irgen; figuraos, en fin, una belleza ideal, p restadla cuantos p rimores os sugiera la fantasía creadora, y tendréis así una idea ap roximad a, p ero no muy cercana aún, de la h ermosura de Enriqueta.

IV Por p rimera vez la vi, la noche y a descrita, en un baile de confianza que para celebrar su cump leaños daba en su casa de camp o una buena amiga mía. Recuerdo, como si lo tuviera a la vista, hasta el traje que vestía, cosa en que aquí p ara “internos” jamás fijó la atención. En aquellas circunstancias sin embargo, de mi d esp reocup ación en este p unto, noté todos los detalles de su vestido, p orque ellos, que son p or lo co mún un reflejo del carácter de la persona que los lleva, me sugirió la idea, que llegó a hacerse p ersistente, de que Enriqueta no era una jov en vulgar, d e esas que a cada p aso encontramos en nuestro canino. Su cab eza admirab lemente modelada, estaba p idiendo una coron a: p or eso, sin duda, no lleva en su cabello otro adorno que una p equeña rosa, tan p álida como su rostro. Un traje de blonda negro hacia resaltar la p ronunciada blan cura de sus torneados brazos, de su ergu ido cuello. Además, su mirada ard iente, siemp re fija en algún objeto dado, tenia la brillantez a la par que el cansan cio de la mirada d e un calenturiento.

Yo me dirigí a ella con la misma veneración religiosa con que me d irijo a la tumba que encierra los restos de algún amigo querido. Cuando quise pedirle el favor de dar un a vuelta del wals qu e la orqu esta p rincipiaba a preludiar, me sucedió, p or un extraño accidente que nunca me había acontecido, y del cual no me supe entonces, ni aun hoy día, dar cuenta, p or qué mis labios permanecieron cerrados, y se negaron dar salida a las p alabras que quise articu lar. Ella co mp rendió algo de lo que p or mi p asaba p orque fijando tenazmente sus ojos en los míos, se levantó de su asiento y se asió a mi brazo. Parecíamos dos estatuas tal fue p or un momento nuestro silencio e inmovilid ad. No sé si alguna de las personas que se hallaban inmediatas, notaría nuestra origin al escena mud a; si la notó alguna de ellas, o se reiría grand emente, o p ensaría, p ensando mal, y esto es lo más p robable, que estábamos conven idos de antemano en bailar aquella p ieza. Cuando, a p ropósito de sus afectos y sus contrariedades, hablamos unos instantes desp ués ya con la confianza d e una amistad, insp irada p or la hermandad de nu estras almas, me dijo Enriqueta qu e si era cierto qu e y o no la hab ía d irigido la p alabra, lo era también que ella había oído interiormente mi voz y me había resp ondido acorde de la misma man era que y o la p reguntaba.

V Tuve una ép oca de ser un p oco afecto a los estudios del magn etismo. Le oí a un célebre doctor alemán exp licar d e un a manera p rodigiosa sus teorías, y más d e un a vez quise, no siemp re con el mejor éxito, p onerlas en p ráctica. Así, hoy no tengo la menor dud a de que la escena del b aile fue una p rueba mutuo-fluido-magnética.

VI Aquella no che bailamos p oco, muy poco. A las dos vueltas de wals, sentí desfallecer a Enriqueta, y no estando mi esp íritu disp uesto a aquel ejercicio, ap rovechando un momento de gen eral entusiasmo y ruido, la llevé al balcón que estaba más in mediato y entreabierto, con el ob jeto de que el viento de la noche animara a la desfallecida joven. Por otra p arte, como desde el p rimer momento me había interesado tanto aquel conjunto de esp íritu y forma de Enriqueta, que abstraída de cuanto la rodeaba, p arecía vivir en un mundo de recuerdos o de esp eranzas distinto del nuestro y y o deseaba abstraerme igu almente de todo p ara p oder estudiar con más esp acio aquella organ ización sublime: de aquí que ap rovechara la ocasión que me dep araba aquel in cidente, p ara satisfacer mi sed de estudios filosóficos, o mi curiosidad p or otro nombre.

La luna en toda la p lenitud de su belleza, bañaba de lleno y perp endicularmente, el interesante rostro de Enriqueta. Jamás belleza tan soberana, ni figura tan fantástica se p resentó a mi vista, no y a en la vida de la materialidad, donde las cosas no tien en más qu e su valor intrínsico; p ero ni en el extenso mundo de los sueños, donde los ob jetos se rep roducen con la facilid ad d e la id ea y se adornan con todas las galas de la imaginación. Aquella jov en era algo más que una mu jer; era una idealidad. Yo en aquel momento era más que un hombre; era un p oeta. ¡La p oesía y la idealidad se hermanan! VII Mi vida se ap aga, me decía Enriqu eta, me siento morir, y la mu erte no me esp anta. Semejante a la golondrina que abandon a su nido p ara buscar en otras regiones más cálid as el sol ardoroso del estío y o busco un sol que caliente más que el nuestro. ¡Siento un frío! ¡frío en la imagin ación, frío en la sangre... en todas p artes frío!... ¿No es verdad que estoy helada? ¡Y me abandonab a su mano, cuy a frialdad era realmente cadavérica! ¡Oh! ¡yo hubiera querido en aquel momento p restar a Enriqueta el fuego todo de mi vulcanizada sangre!

VIII La brisa de la noche, cargada con el aro ma de los azahares; el sordo murmullo de la fuente, cuy as aguas salp icaban la v erde alfombra de los contiguos p rados; los tenues ruidos de las hojas de los árboles, qu e como otros tantos ósculos de amistad se esparcían por el esp acio; y fluctuando sobre todos estos encantos la hermosa Enriqu eta, a cada momento más hech icera, a cada momento más esp iritual y más poética, imp resionaron tan fuertemente mi imaginación, qu e mis ojos contemp laban p or el p risma del deseo aquel cuadro circund ado d e cu antos halagos y venturas se fin ge el alma en sus más cap richosos éxtasis. IX ¡La brillante luz del día, al alumbrar mi lecho, d esvaneció mi d elirio!... ¡Sí, mi delirio, porque delirio fue y creado p ara mi mal; el baile con sus luces, su música y sus p arejas, eran sombras de mi fantasía. Pasado el sueño, desp ierto a la realid ad, y la

realid ad me sofoca. He escrito cuanto he soñado; y aquella joven con su diáfan a blan cura, su traje de blonda y una magnética mirada, aquella joven que no ha vuelto a ser v isible a mi esp íritu, o hablando con más p ropiedad, existió una noch e en mi cerebro! ¿Será que estoy condenado a no ver ni encontrar esas creaciones de mi fantasía, a las que llamo “sombras de amor”, sino en mis cortas horas de ensueños y delirio?

EL JURAM ENTO Ley enda por Hilario S. Gabilondo [El Fronterizo (Tucson), 24 oct. 1880, p . 4, y 7 nov. 1880, p. 4, col. 2-3.] Una tarde del mes de mayo, p aseábame p or las calles de la Alamed a. La brisa imp regnad a de perfumes aro matizaba el amb iente y hacia ondu lar el follaje de los árboles plantados a lo largo de-las aven idas. Me senté desp ués de un rato de dar vueltas. Escogí una de las glorietas que están frente al jardín de M orelos, porque p or ese rumbo, en las tardes transita poca gente. Se oía a lo lejos el rumor de los carru ajes que pasaban p or la avenida “Juárez” p ara el p aseo de Bucareli, y a mi alrededor sólo se escuch aba el ruido de los cascabeles de los carros del ferrocarril urbano, o de algún coche cuy o dueño prefería ir a d isfrutar de las bellezas del p intoresco barrio de San Cosme, o ir a ver ese amontonamiento de coches que llaman p aseo y que al mirarlo en p ausado desfile, M ás que de paseo dan asp ecto de fúnebre acomp añamiento. Dicen que los artistas, los p oetas y los enamorados aman la soledad. Y a fe que tienen razón. Las entrevistas del alma consigo misma, o la contemp lación d e la n aturaleza a esa hora en que emp iezan a desvanecerse todos los rumores, en que solo se tienen p or testigos a los árboles que murmuran, a las flores que p erfuman, a los p ájaros que cantan, a los celajes que se descorren en mil cap richosos cortinajes, tienen encantos que aun no se definen con la mezquindad del len guaje. Absorto en mis meditaciones, no había rep arado en una cony ugal pareja que cerca de mi estaba, entretenida en ver cómo corrían dos chiquillos que montados en descomunales velocíp edos, iban, ven ían y sudaban con gran contento suy o y satisfacción de los autores de sus días, quienes los seguían con la v ista sin p erder el menor de sus movimientos. Distrájolos de su atención una p ersona que p or allí acertó a pasar, señora de nob le p orte y dign a gravedad, a quien acomp añaba una criada a cierta distancia. Saludó a la madre de los niños, y ésta le contestó con uno de esos movimientos de mano acompañados de una sonrisa, tan graciosos y tan característicos de las mexicanas. Pero al contestar aquel saludo, p rorrump ió en una exclamación que sólo pudo ser oída por p ersonas que muy cerca estuvieran.

“¡Pobre Ángela, cuánto ha sufrido!” fue lo que y o pude p ercibir. E involuntariamente se dirigieron mis miradas hacia aqu ella mujer, que se alejab a, p erdiéndose entre la sombría arboleda, con esa simp atía natural que insp iran todos los que sufren. “¡Pobre! y ¿p or qué?” preguntó el esposo. “¿No conoces su historia? Pues escucha”. Y lo que entonces p ercib í, p restando atento oído a cuanto se decía, es lo que voy a referir a mis lectores.

I Era bella con esa belleza triste y melancólica de la comp añera d e Hamlet. Su talle tomaba una graciosa inclin ación al and ar, cual esbelto eucaly ptus agitado p or las brisas crep usculares. Sus ojos, grand es y azules, tenían una exp resión de inefab le dulzura. Cuando fijab a su mirada límpida y serena, o al cielo la elev aba, p arecían sus ojos de enormes turquesas, circundad as de un fleco de oro. Ensortijados y rubios cabellos caían sobre su cuello alab astrino, y sus mejillas sonrosadas tenían el suav e aterciop elado d el albérch igo. Sus p adres le habían puesto por nombre M aría de los Ángeles. Tenía diez y siete años y era la casta azucena que p erfumab a el santuario d e su hogar. Alboreaba su vida con esa d iafan idad qu e tiene el cielo en una mañan a de p rimavera, sin que la más ligera nubecilla venga a emp añar su p urísimo azul. Conversaba con sus p ájaros en el jardín ; todos los días al ap untar el p rimer ray o de sol, les llevab a en la falda granos de trigo que ellos bajaban en bandadas a p icotear. Desp ués se subían a las cop as de los árboles, y en regaladas notas y en armon iosísimos acentos parecían exp resarle su gratitud. Cuidaba sus flores con una solicitud delicada y tierna que es el rasgo distintivo del carácter de la mu jer. Las ventanas de su cuarto que daban al jardín veíanse cub iertas de y edra y madre selva que p arecían ascender trabajosamente hasta su virginal alcoba, p ara enviarle sus p erfumes en cambio de sus amorosos cuidados. Un p equeño escap arate conteniendo las obras de Bernard ino de Saint-Pierre y Lamartine, unos estudios de p aisaje del hermosísimo Valle de México; un p iano alemán sobre suy o atril se vela abierta una Revense de Chop in, formaban el menaje de aqu el retrete. Y allí, en aqu ella p equeña estancia, lejos del mundo en medio de las brisas camp estres, al terminar sus labores domésticas, después de recibir la bend ición de sus amorosos p adres

y elevando su alma a Dios adormíase en b lanco lecho la p údica doncella, la dulce M aría, conversando con los ángeles sus hermanos.

II Era hermoso, con esa hermosura con que By ron se imaginó a D. Juan. Cubierta con morisco turbante su cabeza y envuelto en blanquísimo alquicel, creyérasele un caballero árabe que v iniera de recorrer las abrasadas aren as del desierto. Sus ojos negros daban idea de los ojos del ciervo. Reflejáb ase en ellos la vehemencia de sus p asiones, y en los destellos de su mirada, adivin ábase el Otello de Shakesp eare. Descendiente de acomodad a familia, había ido Ernesto a recibir esmerada educación a la Universidad de Heidelb erg. Pasaba las vacaciones en uno de esos legendarios y góticoscastillos qu e se v en a las márgen es del Rhin, e hijo del M ediodía, p or su raza y su nacimiento, desp ués de concluidos sus estudios fue a visitar la tierra de sus p rogenitores la p oética Andalucía, y de allí p asó a Náp oles, recorrió la Italia, visitó las p rincip ales ciudades del norte de Europ a y vino a M éxico desp ués de muchos años de ausencia. Sus p adres habían muerto, dejándo lo dueño d e in mensa fortuna. Pasaba el tiemp o en medio-de los fastuosos p laces que su p osición le prop orcionaba y los domingos dardo alas a su genio vagabundo y emp rendedor, salía al camp o p ara entregarse a su p asión favorita que era la caza. M ontaba un caballo in glés de raza pura, y sin más comp añía que dos valientes perros, lanzábase desde el amanecer a buscar Entre los montes, algún venado que sacrificar a su incansable afición.

III Un día del mes de julio, en que como acostumbrara Ernesto, había salido a hacer sus largas correrías de caza, extravióse d e su sendero aguijoneado p or el deseo de dar alcan ce a una enorme res, que tan difícilmente se encuentran en los alred edores de M éxico. Tuvo que dar un largo rodeo p ara tomar el camino real y a cerca de la p uesta del sol. Negros y densos nubarrones cubrían el horizonte, dardo al cielo ese color apizarrado que indica la proximidad de recia temp estad. Faltaba mucho para llegar a la ciudad y todas las probabilidades estaban p orque la lluvia le sorp rendiera en su tray ecto. A un lado del camino y en medio de tup ido bosquecillo de fresnos, divisó una alegre casita de camp o, una especie de chalet suizo, que indicab a la rad icación de esas p rop iedades rústicas que por tener p oca extensión de terrenos se denominan ranchos. Dirigió hacia allá el paso de su caballo, p ara p edir una corta hosp italidad mientras p asaba el furioso turbión que desp rendía y a las p rimeras gotas de agua. Llamó a la p uerta, y el dueño de la casa en persona vino a abrirla. Era un hombre cuy o asp ecto revelaba la madurez de la edad; p ero cuya cab eza cub ierta de can as, era un indicante d e los rudos comb ates que en la vida había tenido que sostener. M anifestado

que hubo el objeto de su llegad a, serle hizo p asar al interior, y fue introducido a una pequeña sala adornada con gusto y sencillez. El cazador dio su nombre, que era demasiado conocido, y fue p resentado a la esposa y a la hija d el huésp ed que en la sala se encontraban. La v ista de M aría sorp rendió al recién llegado de un modo extraordin ario. Ni remotamente sospechaba qu e en aqu el ap artado retiro, p udiese esconderse tan encantadora mujer. Recordó involuntariamente aquellas bellas y blondas vírgenes de las baladas cantadas en tiernísimos versos p or los p oetas alemanes, y a su memoria se ago lp aron los ensueños que la mente forja en esa dichosa edad de la adolescencia que pasa p ara no volver. Generalizóse la conversación, de esa manera esp iritual y agradable que hace tan grata la sociedad de p ersonas bien educad as y cuando a esa circunstancia reúnen el talento. Ernesto veía con p rofundo sentimiento que la tormenta desap areciera, qu e el cielo sereno y desp ejado dejara cintilar las p rimeras estrellas, y temeroso de abusar de la hosp italidad de sus buenos amigos, se marchó, no sin haberse h echo de amb as p artes los ofrecimientos que son de rigor entre p ersonas de buena educación, p ero que en esa v ez carecían de la banalid ad de los cump limientos p or ser cordialmente sinceros. Volvió Ernesto el domin go siguiente y el otro, y el otro, y las visitas fueron más y más frecuentes hasta ser diarias.

IV Una tarde del mes d e abril, a esa hora en que el sol se va sepultando en el ocaso, dejando su lugar a la sombra que va invadiendo todos los objetos, con las ventanas abiertas p ara el bosque que d ejab an penetrar las oleadas de p erfumes que del jardín se exh alab an, y permitían escuchar ese rumor d e las hojas de los árboles mecid as suavemente por las auras y que semejan en su murmullo a las olas que van a exp irar sobre la arena de p lay a cuando la mar está en calma, María estaba sentada al p iano y Er nesto a su lado le p asaba las hojas. Tocaba una balada de su autor favorito, de Chop in. Estaban solos. Hubo un momento en que las notas se fu eron oy endo lán guidas y tristes cono p rolongado gemido, en que p arecía llorar el músico p olaco las inmensas d esgracias de su patria herid a y desp edazada; los acentos del piano tomaban el tono de des garradora elegía y la expresión del dolor crecía, se agrandaba, h asta p arecer los gritos de un alma llorosa y angustiada. Ernesto cay ó de rodillas y quedó, muy quedo como si hablara consigo mismo, arrobado en éxtasis divino, murmuró estas p alabras que salían d el fondo de su corazón: “M aría, y o te amo”. Y M aría con sus dedos de nieve y rosa recorría el teclado y los sonidos del p iano fueron tiernos y dulces como un idilio y el canto trocó en un himno de amor y de esp eranza, mientras la doncella con el carmín d el rubor en las mejillas detenía sus grand es y hermosísimos ojos azules sobre Ernesto, que arrobado y con religioso resp eto la miraba. Y aqu ellas almas en mística alianza se juntaron, co mo deben unirse los esp íritus en lo alto de los cielos.

V

En una alcoba, tristemente alu mbrado p or la tenue y mortecina luz de una lámp ara, vese a un hombre, herido de mortal dolencia, que desahu ciado por los facultativos, esp era al solemne momento de abandon ar este valle de amarguras p ara tender su vuelo p or el infinito. Junto a su lecho están dos mujeres anegadas en llanto, que siguen con ansiedad los más p equeños movimientos del enfermo. A su lado, y de p ie, está un joven visiblemente emocionado, haciendo esfuerzos sup remos por contener las lágrimas que saltan de sus ojos. Haciendo un extraordinario imp ulso, irguiéndose en su lecho el moribundo, p ronunció estas p alabras: “Ernesto, me habéis pedido la mano de mi M aría, y os la he otorgado, porque os creo digno de ella. Yo veré vuestras bodas desde el cielo. Juradme que seréis su esp oso y su amp aro en el mundo”. “Lo juro”, murmuró Ernesto con una voz que entrecortaban los sollozos. El p aciente, al oír aqu ellas dos p alabras, inclinó la cabeza sobre el p echo y cerró sus ojos que no volvieron a abrirse más que en la eternidad.

VI La casita d e bosque de fresnos está cerrada. Pavoroso silencio reina en su recinto y tan solo el rumor d e las p arleras golondrinas turba el reposo en que y acen sus moradores. Las flores del jardín caen mustias y marchitas p orque no tienen y a a su cariñoso amigo que a cuidarlas venia en tiemp os más felices. La y edra y la madre-selva secas y enfermizas no se y erguen ufanas en las p aredes y loa p ájaros desde las cop as de los árboles p ían tristes y quejumbrosos como cuando han p erdido a sus comp añeras. El p iano ha mucho tiemp o que no resuena con sus dulcísimos acentos. En la sala que conocemos, dos mujeres vestidas de riguroso luto, puestas de rodillas elevan sus p reces al Todop oderoso. Terminadas sus oraciones y con los ojos preñados de lágrimas, se unen en estrecho abrazo. María ha envejecido diez años. Su madre la contempla con inmenso dolor y la dice: “Es menester que olvides a ese hombre; hoy hace un año que murió tu p obre padre, que bajó al sep ulcro con la confianza de que haría tu felicid ad, y en vez de cump lir su juramento, te ha abandonado p or seguir un amor crimin al. “¿Le amarás aún?” “M adre, todavía le amo; y ojalá p udiera contribuir a su felicidad, aunque él hay a hecho mi desventura”. VII Ese mismo día p resentaba un asp ecto enteramente diverso la casa de Ernesto. Había reunido a sus amigos, a quien es ofrecía un espléndido banquete. El cielo estaba encap otado, y nubes cargadas de electricid ad recorrían el cielo en todas direccion es, p ero eso no imp edía que la fiesta estuviese animada p or los vap ores del Champ agn e.

Ernesto anunciaba a sus amigos la conquista que había hecho. Era corresp ondido de una de las más lindas y notables cantantes de la Co mpañía de op era que acab aba de llegar a M éxico, y que estaba haciendo verd adero furor entre esos individuos desocup ados que hacen una especie d e p rofesión de la vida licen ciosa y disip ada. Concluido el festín, Ernesto se dirigió a la casa de la cantatriz. El recuerdo de la p obre y amorosa huérfana no v enía a imp ortunarlo y cuando alguna v ez se p resentaba a su memoria, lo d esechab a como un a imp ertinente remin iscencia. Ernesto era esperado con ansiedad. Tenia oro en abundancia, y eso bastaba para ser objeto de los halagos de la mu jer con cuy o amor estaba tan ufano. En p oco tiempo había lo grado aquella ejercer sobre él un a verdad era y decisiva influencia. Lo arrastraba tras de sí, como obligado satélite, y había p ensado en llegar a poseer el nombre y la fortuna del ciego y enamorado doncel. Reclin ada indo lentemente en un sofá, oía las p rotestas de su amante, y de súbito incorporándose le dijo: “Tú no me amas; si me amaras, me ofrecerías tu nombre”. “Te daré mi nombre y mi fortuna”. “Júramelo”. “Lo juro”. Al acabar de pronunciar estas p alabras, oy óse una horrorosa detonación: una descarga eléctrica retumbó en los aires y que se repercutió en la estancia, inundándola con un resp landor rojizo, mientras las nubes se desgajab an en torrentes de lluvia... La estancia de la diva p resentaba un lúgubre asp ecto. Al desp ertar del p aroxismo que le produjo el ray o, se encontró con el cadáver de Ernesto que a sus pies y acía, amoratado, negro.

VIII Unos cuartos amigos acomp añaron el cadáver de Ernesto al p anteón de San Fernando. La cantatriz lo sustituy ó con otro el día siguiente. Han p asado muchos años, y hoy todavía después de o ír la misa d el alb a, se v e un a mu jer rubia, vestida de negro, que sale del temp lo de San Fern ando todos los domin gos penetra al p anteón, y atravesando p or aquellos corredores d e la muerte, v a a dep ositar una corona de “p ensamientos” sobre un sep ulcro olvidado, cuy a lápida esta deslustrada p or la intemp erie.

El cuento realista El realismo, n aturalismo y modernismo son movimientos literarios qu e en México qe dan 10 a un mismo tiemp o p rácticamente p or lo que no se p uede decir que exista ni siquiera una dialéctica realismo-naturalismo-modernismo como en Europ a, ni un dialéctica realismo-n aturalismo-mod ernismo-criollismo como en los p aíses latinoamericanos sino que hay una sup erp osición de formas narrativas. Lo mismo se p uede decir del cu ento mexico americano. Incluso aquí estas formas van entremezcladas h asta la décad a de 1920 cuando se comienza a ver el localismo costumbrista, similar en p ropósito, al criollismo en la literatura latinoamerican a. Hay en el cuento realista una historia que p arte de un núcleo an ecdótico y de la que se nos dan los detalles máximos como v emos en Un horrible suicidio en Rusia en el cual se nos dan versiones d el mismo acontecimiento sup uestamente escritas en varios idiomas. Las descrip ciones son lo más detalladas p osibles p ara reenforzar todavía más esas ganas de realidad (la descripción del cu erp o del suicid a en Un horrible suicidio en Rusia y el portazo del sacristán en La cuerda de la campana). El misterio en el cuento realista es intriga, susp ense dramática entre un toque de bodas y uno de difuntos. Las camp anas como símbolos reales de alegría y tristeza. La metáfora aquí no esta desligada, no ha perdido todavía el h ilo u mbilical que la mantiene unida a la realid ad sentimental d el protagonista: Cuando el toque que debía dar estaba de acuerdo con sus sentimientos, p arecía que éstos corrían como un fluido a lo largo de la nudosa cuerd a que cala hasta el pie de la escalera de la torre, que se comun icab a a la campana y volaban en las vibracion es del aire, exp resando como una música elocuente, la tristeza o la alegría. (La cuerd a de la camp ana) Aunque con temas legendarios y románticos las d escrip ciones expresionistas nos hacen pensar en un realismo de la forma: “El cad áver de Bernarda, co lgado del cuello, p endía de la cuerda de la camp ana, la san gre caía en un chorro fino, semejante a un hilo rojo, sobre el p avimento, como la arena en la clepsidra”. El tema también se p uede decir que está tratado de una manera realista, pues, en Un horrible suicidio en Rusia, la noticia se cop ia de un diario y no es p roducto de la imagin ación romántica del autor, es el trato literario de un ep isodio histórico a lo Galdós.

LA CUERDA DE LA CAMPANA

p or A. Gonzales Pitt El Fronterizo (Tucson), 19 dic. 1880; 26 d ic. 1880; y 2 enero 1881. El golp e que dio B enito al cerrar la p uerta retumbó como un cañonazo dentro de la iglesia. Vacilaron las velas en los candeleros co mo extremecid as p or el susto, se agitaron las flores de trap o como flores naturales movidas p or el viento, y la llama de la lámp ara se extendió semejante a un a len gua d e fu ego, co mo si quisiera desp renderse y volar asustada, p or más que quedase inmóvil, retenida a su p esar en el p ávilo. Un momento desp ués, las camp anas tocaron a vísperas, alegres y sonoras, cual si se riesen a carcajadas del susto que la llama de la lámpara, las flores y las velas se hab lan llevado a causa d el p ortazo dado p or el sacristán. Si el arte consiste en exp resar el estado del ánimo y comun icarle a los demás, Ben ito, tocando las camp anas, era un artista. Cuando el toque qu e deb ía dar estaba d e acuerdo con sus sentimientos, parecía qu e éstos corrían como un flu ido a lo largo d e la nudosa cuerda que caía hasta el p ie de la escalera de la torre, que se comunicaba a la camp ana y volaban en las vibraciones del aire, exp resando, cono una música elo cuente, la tristeza o la alegría. Aquella tarde Benito estaba muy alegre y la esp eranza sonreía a su corazón, que latía dentro del p echo co mo si también tocase a vísp eras y el rep ique de las camp anas, gozoso y vibrante como las carcajadas de un niño, y vivo y armonioso como los trémolos de un piano, parecía la rep ercusión de aqu ellos latidos, aumentados p or la resonancia d e un eco oculto en la torre. Aquella voz del bronce que llevó a todo el pueblo la p romesa de una fiesta p ara el otro día, y que hizo saltar de gozo a los chicos de la escuela, p roducía honda emoción en Bernarda, qu e, sentada a la ventana, la escuchab a con tanta atención como si fuesen sonidos articulados. Bernarda y Benito iban a casarse, y la p rimera amones tación se decía el día siguiente, y he aquí por qué Bernarda las escuch aba tan atentamente. Cuando la última camp anada se extin guió en el aire como una v ibración p rolongada semejante al zumbadlo del insecto que se aleja, el sacristán atravesaba la iglesia en dirección al altar, y entonces se interpuso en su camino otro hombre. La p enumbra que reinab a en la nave no dejaba p ercibir d e él más que su contorno, que semejaba una sombra, y se deslizaba sir, ruido, porque el cáñamo de sus alpargatas ap agaba todo rumor. ¿Fue este asp ecto fantástico favorecido p or el sitio y la hora, o fue un sentimiento de antip atía lo que detuvo al sacristán y lo hizo dar un p aso atrás como si estuviera ante un fantasma siniestro?

“Benito”, dijo el fantasma en voz baja, p ero no cav ernosa ni terrible, sino n asal y de falsete, con un acento que la hacia muy desagrad able. “¿Qué quieres?” “Quería hablarte”. “Ya p uedes empezar”. “Aquí no; en otra p arte, donde estemos solos y p odamos hablar con libertad”. “¡Ah! ¿Vienes a desafiarme?” “¡Quita, hombre¡ ¿Por qué? Al contrario, vengo a h acerte un favor”. “Gracias, y ¿cuál es?” “Ya lo verás”. “Aguarda”. El sacristán atizó las lámp aras, y después, seguido de aquella sombra, cruzó la sacristía y salió a un p atio, que no era sino el antiguo cementerio. Una vez en el patio el fantasma y Benito, dijo aquél a éste: “¿Es verdad que te casas con Bern arda?” “Sí”, contestó Benito. “Haces mal y lo siento p or ti”. “Tú dirás la causa”. “Bernarda es una mala mujer que te ha en gañado con su hipocresía, como en otro tiemp o estuvo a p unto de engarriarme a mi mismo, Ben ito, no te cases con ella”. “Oy e, Martín”, dijo el sacristán furioso; “y o sé lo que es querer y lo que son celos, p or eso te perdono lo que has dicho; p ero si lo repites, te arranco la len gua. Anda con Dios”. “Te he dado un consejo p orque soy tu amigo, créeme; mira que si no te aguardar muchas desgracias”. Martín siguió insistiendo y Benito enfureciéndose hasta que el p rimero, lívido y fuera de si, exclamó amenazando al sacristán: “Pues bien, tienes razón; la quiero más que a mi vida y no consentiré que te cases con ella. Te acordarás de mí, sábelo; lo que te he dicho es verdad ; te aguard ar muchas desgracias”. “A mí no me asustas. ¿Qué más quisieras tú que casarte con ella?” “¿Yo? Antes me dejab a matar. Pero no quiero que se case con otro. ¿Sabes p or qué?” “No lo digas, p orque no te he de creer”. “Bueno, y a te pesará”. Y se fue. Benito era celoso; sabía que M artín p retendía a Bernarda, aunque tamb ién sab ía que ésta le despreciaba. Pero cuando M artín lo dejó solo en aqu el lu gar nalias; envuelto en la p enumbra del anochecer, p areció que p or sobre su alma había caído una sombra semejante a la que h acía sobre el horizonte.

Pensamientos contrarios, la duda y la confianza luchaban dentro de él. Un murciélago se cernía a veces sobre su cabeza, y después de alejarse, volvía de nuevo a trazar curas en el aire con su torp e vuelo, semejante a un tormento p enoso que da vueltas en nuestra imagin ación y se aleja para volver. Benito estuvo pensativo y p reocup ado hasta que la presencia de Bernarda, a quién fue a visitar según su cos tumbre, disip ó aquellas nubes, como una aurora disip a las sombras. Cuando y a tarde se separaban y cambiaban las frases de desp edida, sonaron p asos en la calle; un hombre p asó y se oy ó el falsete agudo y nasal de Martín, que dijo: “Buenas noches, Bernarda; bu enas noches Ben ito”. El sacristán p ercibió la emoción de su amada y el temblor que había en su voz al contestar a M artín. Este se aguardó al extremo d e la calle, y al verle llegar le dijo: “¿Sigues en lo mismo Ben ito?” “Ya te he dicho que me dejes en p az”. “Bueno, bueno; allá veremos”. Al día siguiente, el sacristán, desp ués de una mala noche, se levantó irritado y febril. Nunca las campanas del p ueblo al llamar a misa habían tocado con vibración tan sonora en la atmósfera d esp ejada y serena de una mañana d otoño. Aquellas notas límp idas, frecuentes y agudas, p arecían llamar con p recip itación, con un acento insinuante y claro que invitase a los fieles a darse prisa a ven ir a la iglesia y al cura a apresurarse a vestirse. Sí; B enito cantaba impaciente, y al tocar las camp anas quería claramente decir: “Venid todos, venid p ronto a ver como triunfo de mi riv al, porque me he d e casar con ella a p esar de él y de todos los bribones del mundo”. Y Ben ito triunfó, p orque el cura ley ó la amon estación con su voz cascada, y todos los fieles con maliciosa sonrisa vo lvieron la cabeza p ara mirar al coro donde el sacristán tocaba el órgano, v iejo y destemp lado como una carraca. Aquel triunfo satisfacía su amor p rop io, p ero no comp lacía su corazón, en el cual las palabras de M artín habían dejado co mo un eco p rolongado de recelos y de dudas. No era la p rimera vez que rumores contrarios a Bern arda hab ían llegado a sus oídos: establecida ésta dos años antes en el p ueblo, en comp añía de su madre, nad ie sabía una

palabra de su pasado, y este misterio daba pábulo a las malas len guas p ara sospechar y murmurar. Un día de aqu ella seman a, mientras cura y sacristán asistían a un entierro, M artín se presentó en casa de Bernarda. Una vez más aquél le declaró su amor, y una vez más le rechazó con mayor energía que nunca, porque su boda con Benito estaba p róxima. Pero M artín entonces, desistiendo de las súp licas, p asó a las amenazas: h abló de secretos que sabía, y con los cuales p odía p erder a alguno. Con aire de d escuido recordó que había sido sold ado y que durante el servicio hab ía conocido a much a gente y aprendido muchas historias: entre ellas una que empezó a contar. En cierto p ueblo había un hombre que estaba casado y tenía una hija, al cual, aunque nunca había sido bueno, un día le tentó el diablo p ara ser p eor y comp letó su vida desarreglad a con un horrib le crimen. Es el caso, p ara abreviar, que asesinó a un hombre p or robarle. Pudo escap ar y aunque estaba condenado a muerte, la justicia no p udo echarle mano; y he aquí que M artín, p or una casualidad, sab ía dónde aquel hombre vivía con nombre sup uesto y sep arado de su mujer y su hija, que hablan ido a habitar a otro p unto. “Te diré a ti sola” añadió, “los nombres del asesino y de su familia; y si desp ués todavía insistes en casarte con Benito, los diré más alto a quien d eba oírlos”. Desde las p rimeras p alabras, Bernarda había p alidecido y temblado; cuando M artín fue a hablarle al o ído, gritó: “No, no, basta, basta!” Aún hablaron largo rato y cuando se sep araron, ella lloraba amargamente: él se desp idió diciéndola: “Conque esta noche, y si no.., y a sabes...”. Aquella noch e, en efecto, cuando Benito fue a verla, la encontró llorando, y a sus súp licas acabó p or decirle la causa de sus lágrimas. No p odía casarse con él; era imposible. El sacristán experimentó esa imp resión que produce una desgracia inesp erada. Algo vibró en su corazón como el bordón tirante de una arp a, agitado p or un dedo vigoroso. Quiso saber la causa de aquella resolución rep entina; p reguntó, rogó, amenazó: todo En vano, ella siemp re llorando, le d ijo solamente qu e todo había concluido entre ellos, y que no debían volv erse a hab lar.

Un día se encontró a Martín; pasaba sin hablarle, p ero éste le dijo : “Benito, ¿conque y a no te casas con Bernarda?”. El sacristán no contestó: “Anda, fíate de mujeres. Ahora p uede que me case y o antes que tú”. “No”, dijo Benito, volviéndose, “Ahora lo digo y o. Te juro que ni tú ni nad ie se casará con ella”. Se dirigió a la iglesia, abrió la p uerta y esp eró en el dintel. Pasó el tiemp o. De la fuente próxima volv ían algunas jóvenes con el cántaro ap oyado en la cad era, hab lando o cantando, tranquilas y alegres. También Bern arda ap areció, por último p ensativa y triste, como abru mada p or el peso de un gran do lor. Benito la llamó p or su nombre. Ella se estremeció, y deteniéndose le miró sin contestar. “Bernarda”, dijo el sacristán, “¿quieres entrar? Voy a decirte dos p alabras”. “¿Para qué?” “Entra y lo sabrás. Dos p alabras, ¿oy es? Las últimas”. Ella v acilaba. “Es en la iglesia, ¿qué temes?” la dijo él. Bernarda miró a todos lados, se dirigió a la iglesia y entró detrás de Benito. Al p oco rato, un sonido ronco, fún ebre, rotundo, se escap ó de la torre y p odría decirse que se precip itó como un enorme cuerp o p esado que cay era sobre el p ueblo esp antándole. Todas las tareas se interrump ieron, todas las cabezas se alzaron, de todas las bocas salió esa p regunta: ¿quién ha mu erto? No se sabía de n adie que estuviese enfermo, y la curio sidad y la sorp resa dominaban a todos. Entre tanto, seguían tocando: ¡p ero cómo! Como sólo sabía tocar Benito, o mejor dicho, como ni aun el mismo Benito había tocado nunca. Los vecinos acudieron al cura, p ero éste no sabía nada; fueron a la iglesia, y estaba cerrada; buscaron al sacristán y no le hallaron. El toque había cesado, p ero la sorp resa se había trocado en pánico.

Llegab a la noche y la gente se ago lp aba en la p laza, ante aquella torre que encerraba ún misterio indescifrable, ante aqu ella torre en cuy o alto asomaba la p arte interior de la camp ana, como si alguien p or dentro estuviese tirando de la cu erda; campara que en la ojiva vetusta se mostraba semejante a una boca abierta p or el esp anto; y el badajo caído como una len gua p arecía que iba a agitarse y a p ronunciar la p alabra del en igma. Cuando se forzaron las p uertas, la justicia entró en la iglesia; y lo p rimero que halló fue en med io de la nav e un charco de san gre que se p rolongaba en ancho reguero hasta la puerta de la torre. Al juez le temblaban las p iernas al seguir aquella dirección, y el secretario estaba a p unto de desmayarse. Al p asar el dintel, se desmay ó del todo. El cadáver de B ernarda, colgado del cuello, p endía d e la cu erda d e la campana; la san gre caía en un chorro fino, semejante a un hilo rojo, sobre el p avimento, como la arena en la clep sidra. Cuando se sup o en el pueblo, de todas las bocas salió esta acusación: “¡El sacristán!” Todo le condenaba, en efecto; p ero el sacristán huy ó tan lejos que nadie le volvió a ver.

UN HORRIBLE SUICIDIO EN RUSIA Anónimo [El Fronterizo (Tucson), 22 nov. 1880.]

La ciud ad rusa de Jhitomir ha sido testigo recientemente del más extraordinario de los suicidios. De él h ace el “Zeitung” de San Petersburgo el sigu iente relato: “Hace poco días llegó al Hotel de Francia un viajero bien vestido que dijo llamarse José O… ser agente co lonial, y que venia a la ciudad a ocup arse de sus negocios. Se le dio una habitación del segundo piso. El viajero se p asó los dos o tres p rimeros días de su llegad a p aseándose p or las calles, a pesar del mal tiemp o que hacía d e lluvias, vientos, pero al cuarto día se retiró temp rano a su hab itación y se encerró en ella. A la mañ ana siguiente se le llamó a la hora acostumbrada, p ero no contestó, desp ués de dar muchos gritos y golp es a la p uerta, el dueño del hotel, alarmado d el silencio del huésp ed, la forzó y entró en la hab itación. Un esp ectáculo horrible se presentó entonces a los ojos d e todos los inquilinos que entraron; el cuerp o del Sr. O... yacía tendido sobre el b astidor de la cama, que h abía sido desp ojada de sus colchones y mantas, con una sábana enredada en las p iernas y todo lo demás del cuerp o comp letamente desnudo; su mano izquierda se crisp aba sobre el corazón y la derecha sobre la cabeza como p ara mesar el p elo; sus ojos grand emente abiertos estaban vidriosos y fijados por la muerte y todas sus facciones

descompuestas p or el agonía. Se sentía en el cuarto un o lor fuerte como a tocino quemado. El cadáver no p resentaba herida ningun a, p ero en el p echo se distinguían unas manchas listones de un color rojo oscuro. “Cuando la p olicía se presentó acompañada del médico oficial d e la localidad, se volvió al cadáver boca ab ajo, y entonces p udo verse cuál hab ía sido la causa de la muerte de aquel hombre. Una quemadura anch a y p rofunda se presentaba en medio de la espalda, y se vio que el espinazo estaba carbonizado. Sobre el suelo y debajo del bastidor de la cama se encontraron los p abilos de tres velas sobresaliendo d e un montoncito de esp erma fría. “Sobre un velador p róximo a la cama se vio un manuscrito en el cual constaba no solamente un resumen d e las razones que hab lan obligado a aquel desgraciado a imp onerse a sí mismo un atroz martirio, sirvo también una minuciosa exp licación detallada d el p rocedimiento de tortura que había elegido p ara destruirse. Estaba escrito en cuatro idiomas: alemán, ruso, p olaco y tcheque, con un hermoso y firme carácter de letra al p rincip io, pero las últimas p áginas, que sin duda fueron trazadas en la p ostrer y esp antosa agonía, eran casi ilegib les. “He aquí ahora la carta del suicida. (“El p rimer p árrafo escrito en alemán d ecía:) “Creí que cesaría p ero no cesa. Que así p ues sea. Por tanto, me p rop ongo resolver esta cuestión imp ortante; a saber: ¿los suicidas están en su juicio, o son víctimas de una aberración mental? Así se p rop one generalmente la cuestión, pero me p arece que no toca bien al verdadero p unto de que se trata. Un hombre determina acabar con su vida cu ando ve que ésta no le interesa nada, cuando no descubre en todo el ancho mundo la menor cosa que desp ierte las simp atías de su pecho. La cuestión, p ues, no es si el suicida está cuerdo o loco, sino: - si el suicida tiene o no tiene algo que esp erar de la vida. Yo, n ada de ella esp ero, y mi inteligencia está perfectamente sana. (En ruso) Todavía hay otra cuestión que resolver. (En alemán) ¿Son cob ardes los suicid as? Aquel amante que consintió en que un caballo le arrastrara delante de su novia hasta que murió, no es una prueba de lo contrario. Quizás se habría librado de las cuerd as que lo ataban si hubiera p odido hacerlo. Aquel otro, que en Odesa se quemó hasta morir, no era un cobarde p robablemente, p orque p udo haber tirado lejos el petróleo y salvándose así la v ida, p ero sus vestidos ardieron lu ego y la p aja sobre que estaba tendido humeó, y aun p udo haber deseado ev itar la muerte, si esto hubiera sido p osible. Ahora bien, es claro que la muerte podrá producirse por medio de una vela encendida a cuy a vela se exponga el esp inazo y la médu la esp inal, esta clase de muerte debe ser acomp añada de los más atroces sufrimientos y la p ersona que se imp on ga así misma esta agonía y que ten ga qu e luch ar más que con su p rop ia voluntad y gusto p odrá interru mpir en cualqu ier momento la tortura co n el más ligero movimiento d e su cu erp o. Pues y o me imp ondré esta tortura. (En ruso) Si no consigo sufrir los dolores, la cues tión será resu elta, p or ahora al menos , en el sentido de que los su icid as son cob ardes. Pero si se en cuentra mi cadáv er ofreciendo la prueb a de que y o he obten ido la muerte p or los dos agentes ; las velas

encend idas co mo factor material, y mi p rop ia voluntad do min ante, que no ha s ido quebrantad a p or los tormentos del cu erp o; h abrá prueb a positiv a de que los h omb res pueden morir p orque as í lo p refieren. ¡Voy a comenzar! (Aqu í emp ezab a a modificars e la letra, y a h acers e más ilegib le cada vez.) “M e levanto de mi ardiente lecho con los más ho rrib les sufrimientos, p ero no tan horrible como me los había figurado y temía. M e levanto, p ero no p ara salv arme. ¡No! Que la vida es tan perjudicial para mí co mo siempre. (En tch equ e) Pero deb o mandaros ¡p adre mío! ¡madre mía! un ú ltimo adiós! ¡M i último recu erdo, mi último sentimiento os están ded icados! Tamb ién me acuerdo d e aquellos qu e son sin sab erlo la causa de esta mi espantosa muerte. Sin sab erlo, porqu e no sup ieron q ue su amor era in disp ensab le para mi vida. Muero sin su afecto como un pez sin agua, como una criatura de Dios sin aire. El aliento me falta. Adiós. M e seguiréis p ronto. La cons ideració n de vuestro cariño ... d e vosotros, que sois los únicos en quererme..., me ha ev itado p or mucho tiemp o el p oner así un término a mí mismo. No p uedo hacer otra cosa. ¡Es tan fácil seguir a los muertos! Pero fuera mejor que me olv idarais. ¡No p enséis más en mí! Ya muero - el exp erimento tendrá buen éxito - los may ores dolores han p asado ya. Ya no sufro tanto. El dolor se ha hecho p or... “Lo repito: estoy en p lena p osesión de mis facultades: mi corazón late tan tranquilamente como de costumbre, pero mi p ulso me p arece que está un p oco descompuesto. ¡Pobre Werther! los cielos tachonados de estrellas le interesan todavía. Yo también los he contemplado... son desiertos allá arriba, cono es esto de aquí abajo otro desierto; como lo son todas las p artes, como lo es mi corazón, como lo es ¡ay , todo!... (En p olaco) Y me vu elvo a mi extraña, silen ciosa y ardiente cama. Debo p oner algo debajo de las velas p ara alzarlas un poco. Sólo una cosa me fastidia, que no p ueda uno morir noble y p lacenteramente - el mal olor de mí p rop io cuerp o que se consume me mortifica. (En tcheque) ¡Madre, padre! ¡perdonadme! (En alemán) Debiera escrib ir también quizás que p erdone al ser que ha causado la muerte. Pero esto fuera mentir. ¡La maldigo! y si los esp íritus tienen el p oder de volver a la tierra cono esp ectros de terror ¡oh! y o volveré y no la dejaré un momento en paz. Le hubiera sido tan fácil a ella hacerme feliz, o al menos contentarme... si y o p udiera seguir viviendo ded icarla toda mi vida nada más que a ven garme d e ella. Pero voy a descansar y que maldita sea con mi último aliento”. Tales fueron las últimas p alabras garab ateadas en tan extraordinario documento p or la mano del moribundo.

El cuento naturalista Se h a considerado el cuento naturalista como una p rolon gación enfática del cu ento realista, donde los hechos objetivos del realismo se exp lican con una lógica científica recalcando las tintas en las anormalidades individu ales o sociales. Luis Leal dice que este 11 prop ósito del naturalismo tiene un fin moralizante. El autor cree en su literatura y cree que describ iendo esos “tip os” los alud idos se van a dar p or enterados y van a camb iar moralmente de p roceder. Los tres cuentos naturalistas escogidos tienen ese valor moralizante y tip ifican tip os, valga la redund ancia. Los p ersonajes descritos son arquetipos que no tienen vida p rop ia, son abstracciones (Sr. Cualqu iera), entelequias formadas de ejemp los concretos que afloran a la sup erficie con nombres p rop ios e identidades concretas cuando el lector al leerlos p uede decir: “ah, éste se p arece a Fulano o M engano”. Este es el valor moral que quiere p onerle el autor; hacerlos lo suficientemente abstractos que no se le p ueda acusar de libelo p ero lo suficientemente claros para que se p ueda ap licar en concreto a p ersonas de carne y hueso. Este tipo de cuento se va a desarrollar sobremanera en la literatura en esp añol del suroeste p or el hecho mismo del medio en el que se escriben: el periódico. Los teóricos literarios en los p eriódicos constantemente nos recuerdan que su ap ego a la realid ad se debe a que en el medio qu e escrib en hay que llegar al p úblico con mensajes, enseñ anzas y reflexiones. De ah í que el naturalismo arraigue en los cuentos de los p eriódicos, p ues sus tip os sirven de ejemp lo. Díaz Vizcarra, en un artículo sobre la función de la literatura titulado “M itoterap ia cultural” (aludiendo al p seudónimo con que escribía, “Armando M itotes”), dice, y lo cop io íntegro por creerlo de una relev ancia inusitada p ara comprender esta tendencia didáctica de la literatura en esp añol en el suroeste y que hoy todavía es una de las venas más ricas de la literatura chicano-latina en los Estados Unidos: La cu ltura intelectual es p ara la Human idad como si no existiera, cuando no se estudia más que p ara escribir. La literatura seria no es la del retórico, p ara quien la literatura no es más qu e eso: literatura. La belleza está en las cosas, la literatura es imagen y p arábola. Yo creo qu e el mejor mo do d e formar jóv en es de talento cons iste en no hab larles jamás d e talento n i estilo, sino en instruirles y excitar fu ertemente su espíritu sob re cuest iones filosó ficas, religiosas , p olíticas, sociales, científicas e h istóricas; en una p alabra, p roceder p or la ens eñ anza d el fon do de las cosas , y no p or la ens eñ anza de un a hueca retórica.

¡Extraño p ersonaje el del literato, que no se ocup a de moral ni de filosofía! p or ser cosa de la naturaleza humana, sino p orque hay volúmenes que hablan de eso; No hay que escribir jamás sino lo que se ama. Amo el p asado, p ero envidio el porvenir. Será una ventaja venir a este p laneta lo más tarde p osible. Descartes, se pondría loco de alegría si pudiera leer un tratado cualquiera de Física o de Cosmografía de nuestros días. El colegial más modesto conoce hoy verdades por las que Arquímides hubiera dado su vid a. ¿Que no daríamos p orque nos fuera posible echar una ojeada furtiva sobre el libro que servirá de texto de aquí a cien años? La claridad del esp íritu, y en p articular una cierta habilidad en el arte de la división (arte cap ital, una de las cond icion es del arte de escribir) que se d ebe a las esencias d e la esco lástica y , sobre todo a la geometría, que es la ap licación p or excelencia del método silo gístico del bu en escritor. Siendo todo una M itoterap ia universal.12 Sin salirse d e este desp ego de la realidad o del tema, el cuento naturalista abstrae los hechos y p ersonajes y los diseca en caricaturas anormales de la sociedad. El cu ento naturalista se va convirtiendo en cu ento social cu ando los escritores p asan de un pesimismo filos0fico a un a militancia social o cuando, p or otro lado, cambian la pesadumbre científica en una risa amarga o evasiv a y entonces tenemos el cuento satírico que vamos a ver qu e se cultiva con much a asiduid ad en las décad as de 1920 y 1930.

BIOGRAFIA DE CUALQUIERA p or F. M. B.

[Las dos Repúblicas (Tucson), 26 agosto 1877.] Emp iezo cometiendo una in exactitud: el relato de la existencia del Sr. Cualqu iera, d ebe llamarse “vejetación” y no “biografía”; éste nació hombre y no puedo llamarle p lanta; vivió como p lanta y no debió ser clasificado como hombre. ¡Nacer, resp irar, crecer, nutrirse, hacer alguna cosa más, y morir! ¿Estaba en estas op eraciones la vid a del ho mbre en la sociedad? Que haya un viviente más ¿qué imp orta al mundo? Para que p odáis ir señalando con el dedo a innumerables seres que a vuestro alrededor pululan, obstruyéndoos el camino de la v ida, voy a trazar a grand es rasgos la bio grafía de

“Cualquiera”, del p rimero que se p resente, de una “p ersona” que p ertenezca a la gran caterva de los entes inútiles y , p or ende, p erjudiciales. Nació, fue p resentado en la iglesia p or sus p adrinos, el cura le p uso un nombre, el sacristán le llamó “bolo” (con v) conforme al rito católico, y atrajo algunas murgas a la puerta de su casa. Mamó porque tuvo hambre, durmió p orque tuvo sueño, lloró p orque fue mortal, hizo unas gracias p orque tuvo p adres; al p oco tiemp o fue p resentado de nu evo en la iglesia, el obisp o le dio un bofetón, y quedó confirmado. Ap rendió a leer, p orque tuvo ojos, a escrib ir p orque tuvo manos, a h ablar p orque tuvo len gua. Calculó, p ero no p ensó, p orque su inteligencia fue muy limitada; soñó dormido, nun ca desp ierto, p orque su imaginación fu e exigu a, quiso sin amor, p orque su corazón fue de carne; a la edad en qu e el cuerpo se lo mandó, buscó un a mujer y se rep rodujo: ni siquiera se casó movido p or uno de tantos intereses mezquinos que a muchos animan; no p or pescar un dote, tamp oco p or tener quien le pegara un bofetón, menos p or hallar quien le hiciera una taza de flor de malv a, ni aun p or ser concejal; se casó porque sí, p or naturaleza, p or urgencia. Y como iba diciendo, se rep rodujo. Fue católico al pie de la letra; oy ó misa todos los domin gos y fiestas de guard ar; comulgó en todas las Pascuas floridas; co mp ró bulas todas las Cuaresmas; p rocuró no p ecar contra Dios, y p ecó contra el prójimo, p ues nada hizo p or él. No ley ó, temiendo la corrup ción del siglo; no h abló de p olítica, p orque de los p acíficos es el reino d e los cielos; no av eriguó los males de su vecino, p or no meterse en vidas agenas; a nadie aconsejó, p orque lo mejor de los consejos es no darlos; no hizo un favor, p orque el mundo está lleno de desagradecidos; no p restó un octavo, p orque el que fía no cobra, y si cobra, no todo; no alivió un a miseria, p orque la carid ad bien ordenad a emp ieza por uno mismo. Hombre y a, dejó de llorar p or no p arecerse a las mujeres,, y de reír p or no confundirse con los niños; y de distraerse p or no calaverear; y de calaverear, p or no gastar; y de gastar, por no derrochar. Tuvo figura de ho mbre, corazón de p erro y alma de cántaro. Fue religioso p or rutina, honrado p or incap acidad, fiel p or cálculo, inútil p or ignoran cia. Murió de la última enfermedad, entre las con gojas d el cuerp o y los terrores de la concien cia.

Dios es p ara el ego ísta la p ersonificación del “miedo de lo eterno”. Y, después de morir, nada dejó tras sí que honrara su memoria en el mundo, nada le precedió a la v ida de u ltratumba. En los libros p arroquiales fue una “p artida”, en los municipales, un “cabeza de familia”, en la n ación, un “contribuy ente”, en el barrio, un “vecino”, en su casa, el “amo ”, en el cementerio, un “nicho ”. Y nada más. ¿Por qué se desarrollan tales excrecencias, afeando las fisonomías de las socied ades? Mientras la filosofía no co mbata las tendencias de esas máximas, co mp rendidas bajo la denominación de “sabiduría de los p ueblos” comunes a todas las inteligencias y a todas las clases, qu e al lado de una verd ad p roclaman cien errores, y que componen juntas el código del ego ísmo; mientras los p ublicistas que llaman hombría de bien al indiferentismo en materias p olíticas no cambien de condu cta, despertando el interés de los indiferentes, demostrando que a todos conviene intervenir más o menos en la gestión pública, y a que todos sufren sus consecuencias; mientras el hombre no vea en la religión más que un a serie de prácticas exteriores que cump lir, habrá en la socied ad tip os como el que he pretendido bosquejar, y que se encuentran a la vuelta de cada esquina.

LOS ACREEDORES “Quien” Las Dos Repú blicas (Tucson) 11 nov. 1877.

¿Quién no los tiene? ¿Es usted, lector? ¿Es usted, lectora? Quisiera y o saber quién es el que se h a quedado sin su acreedorcito corresp ondiente en estos tiemp os de universal arranquera. Siemp re ha sido de buen tono eso de tener acreedores. La aristocracia hace alarde d e tenerlos. La clase media los tiene sin hacer alarde. ¡Y todos viven tan felices, tan contentos!

Dígale usted a un amigo: ¿Vamos a ver a Pérez?” (Pérez p uede ser un conocido de los dos.) “Vamos”, dice el amigo. “En marcha”. Y ech an a and ar calle de p lateros arriba. Dice de p ronto el amigo: “¡No,!” dice de p ronto el amigo. “¡Por aquí no!” “Pero si el canino es éste!” “Pero no p uedo p asar por allí”. “¿Por qué?” “Porque tengo un inglés”. Y usted, al oír esto, se ríe de la gracia. ¿Por qué se ríe usted? Porque en M éxico, y en otros p aíses lo mismo, no v ay a usted a creer, la d euda es una costumbre como otra cualquiera, Los franceses tenían, hace p ocos años, su p risión p or deudas, que era el gran medio de qu e se valían los calav eras p ara darse a conocer. Aquí no tenemos eso, p ero en cambio p oseemos esa deliciosa desfachatez que nos sirve p ara decir en todas partes, sin temor algunos: “Yo debo”. ¡Oh! ¡el deb er! ¡El deb er es un a cosa sagrad a! Doy , p or sup uesto, lector, que tienes acreedores. No sé si eres observador, p ero si no lo eres, observa conmigo, y te convencerás de la variedad d e tip os que hay en ese resp etable gremio. ¡Qué tipos! ¡Qué p lagas! ¡Qué curiosísimos estudios! ¿Verd ad? ¿R ecuerd as? ¿A que cada uno d e los que vienen a pedirte dinero te lo p iden de d iferente modo ? Por ejemp lo: El acreedor in cansable. Es un hombre cuy a p aciencia lo asemeja al señor de Job, a aqu el personaje de la Biblia del p adre Scio. Vien e todos los días y casi siemp re a la misma hora. “¿Está el amo?”.

“No, señor”. (Esto se lo dice siemp re el criado, naturalmente.) “No está, ¿eh?”. “No, señor, no está”. El acreedor se qued a mirando el suelo, y reflexionando durante algunos momentos. Por último, vuelve a p reguntar entre caluroso y aburrido. “No está, ¿eh?”. “No, señor”. “Y, ¿a qué horas se p odrá ver?”. “A las siete”. “Bueno, p ues hasta luego”. Y vuelve a las siete menos tres minutos. El criado, que le cono ce y a en el modo de jalar la camp ana, sale a abrirle y antes de que él le p regunte ya dice: “¡No, señor!”. “¿No ha venido?”. “Sí, señor, y a vino, p ero se volvió a march ar”. El acreedor vuelve a reflexionar y a dar p ataditas en el suelo. “¿A qué hora se verá mañ ana?” p regunta. “Según... no tiene hora fija... puede usted venir a las once o las doce?”. Al día siguiente a las once y a está el hombre, en la p uerta del zaguán. Y esto suced e todos los días, en invierno, en p rimavera, en verano, p or la mañana, p or la tarde y p or la noche. Y el acreedor no se cansa nunca, y vuelve una vez y otra vez y doscientas que le d igan que vuelva. Le conoce toda la vecindad, se ha hecho amigo de los porteros y del tendero de en frente... La cuenta que trae en la mano se ha p uesto y a en estado dep lorable, mu grienta y rota... p ero el hombre imp ertérrito, ¡no desmay a nunca! Conozco uno que tenia quin ce años cuando fue p or primera v ez a casa d e su deudor; hoy son sus hijos los que van a cobrar la misma cu enta. Hijos habidos en el matrimonio d el acreedor con la p ortera de la casa. *** A lo menos el acreedor incansab le es pacífico. Más temible es otro. Verbi gratia, el acreedor orador.

Esto es muchísimo p eor que el p rimero. Porque este no sabe p edir el imp orte de la deuda sin hablar dos horas. “Dígale vd. al señor que estoy aquí”. “EL señor no está”. “Pues es una triste gracias, p orque ya he v enido muchas veces y francamente no estoy para ir y venir sin resultado, porque y o tengo mis quehaceres y no p uedo abandonar mi casa; y si hubiera sabido lo que me iba a p asar, no le hubiera fiado n ada, p orque eso es una cosa muy triste, y y a ve ud. que si todos hicieran lo mismo, tendría uno qu e cerrar la casa, y hágame ud. el favor de decirle que sep amos en qué quedamos p orque esto no es regu lar, y y o sentiría mucho tener que recurrir a medios qu e no le harían much a gracia; y en fin, a ver si se consigu e, cuando menos, que me dé algo, aunque no sea todo; p orque yo no puedo estar así, eso ya lo puede vd. comprender, y me carga ya tanto subir escaleras sin resultado; y cono vd. no se lo diga, entonces no hacemos nada, p orque ¿de qué me sirv e a mí ven ir y venir si lu ego no alcanzo poder hablar con su amo? Con qu e y a lo sabe ud., diga ud. que he estado aquí; con que adiós ¿eh? que ud. la pase bien; a la tarde daré otra vueltecita. Y se marcha refunfuñ ando p or la escalera. Y si hay visitas en la casa, si viven vecinos en el entresuelo, todo el mundo sabe que usted no p aga sus deudas y se va enterando de lo que grita ese hombre al marcharse. ¿Verd ad es que la elo cuencia es temible, de veras? ¿Y qué me cu enta vd. del acreedor matón? ¿No ha tenido vd. nunca un acreedor de esos que vienen siemp re disp uestos a todo? Generalmente ese Fierabrás es el d ep endiente más feo del acreedor y el que p eores p ulgas tiene. Vien e siemp re de muy mala cara. Da un gran camp anillazo y habla en voz muy alta. Siemp re sabe las cosas de muy buena tinta: “¿Está?” (No dice quién, p or abreviar razones.) “No, señor”. “¡Pues yo sé que está!” “¡Pues le han engañado a ud.!” “¡Bueno, y o sé lo que he de hacer; d ígale usted que ya no hay p aciencia qu e aguante tanto y que y o se como se arreglan estas cosas!” Y al d ecir esto, se mete la mano p or detrás entre la levita y el p antalón cono si buscara algo.

Por sup uesto que entre los acreedores, como entre los hombres, los valientes son como el buen vino. Por último, y para no cansar a ustedes, más con recuerdos tristísimos no diré más que dos palabras acerca de otro género de acreedores. Los acreedores alevosos. Son : Aquellos que no hablan al p ortero, ni suben las escaleras, porque se esp eran en la calle. Al entrar o al salir, no tien e usted más remed io que top ar con ellos, y no hay escap atoria. Los que, so color de no querer molestarle a usted, le trasp asan el crédito a un ostrogodo, abogadillo, agente de negocios o p icapleito que le mata a usted a desazones: Y los que no le molestan a usted casi nunca. ¡Estos son los peores de todos! Se p asan un año acech ando, y el mismo d ía en qu e usted acab a de cobrar una cuenta, o de gan ar una lotería, o d e heredar, o d e casarse, le salen a usted al encuentro con la may or finura y le dicen aquello de: “¿M e hace usted el favor de aquel p iquillo?”

EL FARSANTE p or M anuel del Hano Las Dos Repúblicas (Tucson), 25 nov. 1877, Columna “Tip os sociales”.

El farsante, el tip o que trato de bosquejar, es también el de la p rolijid ad en su conversación, de la cual, en frases acentuadas, se desp renden con frecuencia afirmaciones sentenciosas, apreciacion es, que quieren p asar p or originales y que cuando lo son carecen de sentido común. El farsante es cánd ido como siemp re. Se juz ga imp enetrable y se cree cap az de desorientaros, p retendiendo cubrir el excesivo afán de figurar qu e le domina con una exagerada modestia rib eteada d e sup inas ridiculeces, y presentarse a nuestra vista como una notabilidad, como una capacidad enciclopédica solicitada, abrumad a p or ruegos con movedores y p or comp romisos fabulosos que le ob ligan al fin -según él cuenta- a salir d e su modesto retiro, que es su

obra favorita, a sacrificar su rep oso y sus inclinaciones al bien de sus semejantes o a las exigencias de sus admiradores fervientes. Y suele así navegar tranquilamente días y días, a veces temp oradas muy largas p or un mar de inocentes satisfacciones, contando cada singladura como un triunfo digno de contarse en su h istoria, p or el mismo es crita, sin rep arar en las sonrisas bu rlo nas qu e se cruzan en su derred or y acarician su frente con in clus ivo “beso ” d ejando p or huellas títulos que hacen reír. Pero casi siemp re llega p ara el farsante lo que llamaría exp iación s i fu era un tip o menos irrisorio, y que tratándose d e quien tiene más d e grotes co qu e de otra cos a, es término qu e no me d etermino a us ar. Aquellos que por largo tiempo le h an sufrido co mo mo lesto vejigatorio en la boca del estómago; y los que más afortun ados, se han reído de él desd e más lejos, y los que han vivido seducidos p or su farsa, crey éndolo un Séneca, se han cansado , se han desen gañ ado, le han cono cido el juego y unánimemente d escargan sobre el fars ante todo el rid ículo, contenido y disimulado hasta enton ces p or los p rimeros, y del que doblemente merecedo r se ha hecho con los últimos. Y qu izás alguna v ez es otra cosa más exp resiva y contund ente la que lluev e sobre el farsante. Yo conocí un Dn. F acu ndo Hip érbole, empleado de H acien da, jub ilado y farsante en activ o servicio . Yo lo veía en todas las solemnid ad es, v estido co n es mero, eso s í - p ues no tolerab a en su lustrosa levita, ni por un instarte el más p equeñ o resid uo de su cigarro, - ocup ar con graved ad prosop op ey osa los sitios más vis ibles. Con la misma grav edad y con énfas is p ausado le o í algun a vez d irigir su p rolija y acentuada p alabra a sen cillos vecinos. Y aun recuerdo qu e alguno menos sen cillo me d aba con el codo mientras don Facundo hablaba, y que no faltaban d e vez en cuando dos o tres “guasones” que le dab an cuerda. Dn. Facundo refería su entrevista y su influencia con distintos altos p ersonajes, cuy os porteros p robablemente no le habrían escuchado si lo hubiera p retendido. Y se jactaba con p etulancia inaud ita de h aber aconsejado en críticos momentos a no recuerdo qué generales durante la ú ltima guerra. Y es v erdad qu e Dn. Facundo llegó a d esempeñar en aquel pueblo no se qué cargos, p ero también, es cierto que se estrenaron en sus esp aldas med ia do cena de v aras de fresnos, por el descaro con que quiso imp onerse como cand idato a la d ip utación.

El farsante de esta categoría siemp re concluy e mal. Las risas contenidas llegan a estallar estrep itosas en sus oídos: el ridículo que-ha estado cerniéndose sobre el p or mucho tiempo concluy e p or ap lastarle; “la mar” que bon ancib le ha surcado, se embravece, y a la n ave “Petulancia” montada p or el farsante, corre un desastroso temporal, que si no la estrella contra un arrecife, se llev a p or lo menos toda su “arboledura” dejándola a merced d e esa imp lacable marejada qu e le llama “mofa”. Pero veo que todo el lienzo está embadurnado; qu e no queda lu gar en el ni p ara la más pequeña p incelada, y lo qu e es p eor, que las trazadas sin armonía, sin exp resión confusa, ap enas os darán una idea d el tip o del farsante. ¿Y sabéis en qué consiste? Yo sé p intar mejor - ¡fuera mod estia! - o p or lo menos no tan mal como acabo d e hacerlo, pero ¿qué queréis...? Me ha entorp ecido en mi trabajo de hoy una consideración, p or la que quizás me llaméis ap rensivo. He querido evitar que algunos p or ahí p udieran figurarse ¡Oh terror! que yo p resumía de fotógrafo, y que era este tip o su retrato. Pero ahora examino el boceto, veo que está muy mal, que no he retratado a nadie. ¡Dios me libre! Y me tranquilizo.

El cuento modernista El cuento modernista no tuvo mucho éxito en la literatura en español en el suroeste a pesar de que los escritores modernistas fueron los más rep roducidos en los p eriódicos en esp añol de la época. Lo p asó así con la p oesía suroestina que sí adap tó las técnicas romántico-modernistas de sus modelos hisp anoamericanos. El cuento modern ista, como en el resto de Hisp anoamérica, es un cu ento p oético. La trama y argu mento no son importantes. El cuentista modernista se qu eda extasiado en las palabras, en las nuevas imágenes de sus metáforas, en los neologismos. Sólo quiere llevarnos a lu gares p oéticamente tóp icos (París) con p alabras a estrenar y rodeados d e un halo especial muy diferente a los amb ientes corrientes de cada día. El cu ento modernista es la culmin ación “universalista” de la literatura en esp añol en el suroeste. Desde el roman ticismo p asando p or el realismo y naturalismo, los amb ientes del cuento mexicoamericano son univ ersales y sólo p odemos ubicarlos dentro de la literatura en esp añol en el suroeste p or el lu gar d e ap arición. Muchas de las escenas de los cuentos se dan en lugares tóp icos M éxico, París, Rusia), otros no tienen referencia top ográfica alguna. Nin guno muestra un len gu aje idioléctico esp ecífico que nos sirv a para asignarlo a un lugar o clase determinad a. Todos tienden a tratar temas universales de una manera “standard”, diríamos. En este sentido, el cuento en esp añol en Arizona y Californ ia antes de 1915 nos habla de una literatura amp lia y no aislada cono se ha querido p resentar; de una riqueza d e imágenes literarias reco gidas d e una tradición literaria no p erdida. El len guaje evocativo de la narración modernista se cuidó con un esmero especial que hizo que p udiera dar cabid a a las exp resiones literarias más sofisticadas. A veces estas ganas preciosistas y poéticas, hizo que la p rosa se acartonara y p erdiera su valor p oético como en “El án gel d e la no che”.

EL ANGEL DF LA NOCHE p or Manuel M . Romero El Fronterizo (Tucson), 1 febrero 1880.

Los últimos rumo res del espirante día, en alas de la brisa p or las camp iñas van; el av e busca asila en la floresta umb ría, y el toqu e de oraciones las camp an illas dan. Del tardo buey escucho el rústico mugido, el monótono canto del p obre labrador, de la ovejilla tímid a el lán guido b alido, y del ocu lto arroy o el p lácido rumor.

A sus márgenes crece d ichosa la mosqueta, que manso tiento agita el sol al d eclinar, se oculta entre el follaje medrosa la vio leta, y el aura de la tarde co mienza a p erfumar. Concierto misterioso naturaleza envía, cu ando en la tarde el cielo se tiñe de arrebo l; el astro que difunde calor, v ida, alegría, el astro que se oculta, el moribundo sol. Las aves y a se anidan en el follaje u mbroso, gorjeando va el amante de su querid a en p os, tras las montañas húndese el sol esplendoroso, en sus cantos las aves la dan un triste adiós. Las voces se ap agaron, los ecos se p erdieron, todo es sombra, misterio, es silencio, quietud; hermosas las estrellas en lo alto p erecieron, oy éndose de un ángel suav ísimo laúd. So n tan du lces las notas, tan vaga melo día llega en alas d el v iento a o ídos del mortal, qu e es cu ch ando gozoso , se aqu iet a y extas ía vagan do por su ment e d el b ien el id eal. Avanza lento el án gel qu e vien e del Oriente, encúbrense sus formas con lú gubre cap uz, en tanto que se oculta el sol en Occidente, y el mundo lanza ray os de moribunda luz. ¿Quién es el ser fantástico, el án gel misterioso cuy o p ie nunca toca de la tierra la faz? Es de la noch e el án gel, es genio del rep oso que trae dulces ensueño y la nocturna p az. Deslízase en el viento y cruza la montaña, sobre tranquilo lago miróse p asar; se cierne sobre el techo de rústica cabaña, y y a sobre el torrente y vuela p or la mar. Él a la casta joven que suelta su cabello y tímida camin a al tálamo nup cial, del amor le presenta el ideal más bello, la más tierna p intura del go ce cony ugal. Él al felice niño qu e duerme en blanca cura, se nuestra p lacentero y le hace sonreír; él fluctúa en el v iento con voz tenue de luna, y cuenta a los amantes dichoso porvenir. Él en noche seren a del huérfano al oído de sus p adres la historia acaso refirió, acaso del consuelo el b álsamo querido en las llagas del triste, piadoso derramó. Él cerca de la tumba de la mujer amada p ulsó junto al amante el célico laúd, p intando las delicias de la feliz morada, donde p remia el Eterno del justo la virtud. Él p ara el ser que llorar p restó su voz al viento, que a veces a las quejas p arece responder; el dio al oculto arroy o suavísimo concierto, que y a imita gemidos, ya notas de p lacer. El de la madre triste que el bien p erdido llora, sup o el tormento horrib le p iadoso mitigar, le muestra el alto cielo donde su niño mora, los himnos celestiales permítele escuchar.

Junto al lecho sombrío del triste moribundo, p iadoso se detuvo el sueño derramó y el sueño que sufría durmiéndose en el mundo al p ie del trono augusto del Padre desp ertó. Al cuitado mancebo que llora los desdenes de la mujer in grata que no lo comp rendió, la ilusión le p resenta de venid eros bienes, con el amor purísimo de la qu e tanto amó. Así el án gel camina doquiera derramando, el p lácido rep oso que da la v ida mortal, los dulces ruiseñores salúdanle trinando, en el sauz p osados, del claro manantial. Allá en las altas horas de la tranquila no che, el grillo, el triste búho tan bien le lo gran v er; dizque al abrir las flores su p erfumado broche, sus lágrimas el án gel allí deja caer. Es que sabe se acerca la sonrosada aurora; ¡cuántos, dice, en el día la tierra dejarán! y el ángel de la noche en su silen cio llora, p or los que en noche nu eva y a vida no darán. ¿Habéis visto en las flores al desp untar el día, rocío diamantino su tez abrillantar? Pues esas son las lágrimas que p or la noche umbría el án gel misterioso viniera a derramar. Cuando en oscura noche el aqu ilón rebrama, y de la nube el ray o flamígero p artió, del relámp ago lív ido a la funesta llama, el an gel de la noche p or el mortal ro gó. El del náufrago triste que lucha con la mu erte, la p iadosa p legaria llevó al trono de Dios, y salvándose a veces de su terrible suerte, del buque protegido marchará siemp re en p os... Más y a p or el Oriente a esclarecer emp ieza, la golon drina mira del alea el arrebo l, el ángel de la noche inclina la cabeza y su manto antes que llegu e el sol. Y lento como vino se va p or occidente: a desp ertar empieza gozosa la creación, se arrebolan las nubes allá p or el oriente y las aves entonan del alba la canción. Del án gel desaparece la orla de su manto, desnuda está la tierra del fún ebre capuz, las camp anas saludan sobre el temp lo santo, a Dios que el sol envía, al padre de la luz.

UNA CANCION POR UN ALM UERZO p or Manuel del Palacio [El Fronterizo (Tucson), 18 enero 1880, p . 4, col. 1-2.]

I No recuerdo a punto fijo la fecha, p ero sé que hace bastantes años se encontraron en un café d e los más humildes y solitarios de París, tres jóvenes estudiantes amigos antiguos y

en quienes p arecían vin culadas desde mucho tiemp o, dos cosas que la vejez cree incomp atibles: la alegría y la miseria. De aquellos tres jóvenes, uno asp iraba a alcanzar algún día el lauro de poeta, los otros eran modestos alumnos del conservatorio de música: “¿Qué haces aquí?” p reguntaron los últimos al p rimero, que casi tendido en un diván se recreab a contemp lando las espirales azules de su p ip a. “¿Qué hago ? Es muy sencillo: trato de olvidar que ésta es la hora en que la may oría de la humanidad almuerza”. “Hombre, eso de la mayoría es muy vago: aquí, p or ejemp lo, somos tres y no almorzamos por unanimidad”, “Di, más bien, por necesidad”, rep uso el ordenador de consonantes. “Es decir”, exclamó con brío el tercero de los interlocutores, “que nosotros, jóvenes, llenos de p orvenir y de vida, destinados quizá a fatigar la historia con el p eso de nuestros nombres, nos declaramos impotentes ante el obstáculo, sin más ni menos, que esos miserables que fían su exis tencia a la casualidad, y mueren sin comb atir siquiera ese terrible enemigo que se llan a el h ambre”. “Triste cosa será, p ero p osible”, murmuró el poeta, recordando un antiguo verso esp añol. “Pues yo digo qu e no debe ser, y p or mi p arte estoy disp uesto a evitarlo p or todos los medios”. “En ese caso, emp ieza p or convidarnos a almorzar”. “Lo haré, amigos míos, p ero antes me ay udaréis a buscar dinero ”. “Si hemos de comenzar p or ahí, de seguro que no almorzaremos en dos meses”. “No tal: almorzaremos aquí dentro de dos horas”. “A ver, a ver”, gritaron p oniéndose de p ie los indolentes. “Voy a comunicaros mi p lan, p ero antes es preciso sumar la cantidad con que contamos en este momento”. Todos echaron mano a los bolsillos: entre todos reunían una suma de seis sueldos. “Ya comp renderéis”, prosiguió diciendo el atrevido, “que con seis sueldos p odríamos ap enas tomar un vaso de agua, p ero con seis sueldos hay lo suficiente p ara comprar dos cuadernillos de p ap el”. “Sí, p ero ¿de qué se llena ese pap el?” interrump ió uno. “A menos que se llene de solicitudes pidiendo limosna”, añ adió otro. “¿Qué es eso de limosna? ¡Infelices! La limosna vamos a darla nosotros, ofreciendo p or una suma insignificante, lo que mañ ana p uede ser un tesoro. Ese pap el se llenará con lo que improvisemos aquí mismo”. “Sí, p ero ¿qué diablos vanos a imp rovisar?” “Esp erad”, dijo de rep ente el poeta, “tengo la id ea y estoy casi seguro de buen éxito”. ¿”Qué es lo que cuesta un p liego d e p ap el de música?” “Cinco sueldos”, contestaron a la p ar los alumnos del Conserv atorio. “Pues bien, es preciso que uno de vosotros vay a inmediatamente p or él, mientras tanto y o iré p reparando los materiales”.

“Pero, ¿de qué se trata?” “¡Imbécil! ¿d e qué ha de ser? De co mponer a toda p risa una canción”.

II Diez minutos desp ués, los tres jóvenes se hallaban sentados a la misma mesa, y uno de ellos leía a los demás la letra ya concluida de la canción. Ap enas terminada la letra, uno de los oy entes murmuró: “Un momento de silen cio camaradas: ahora me toca a mí”. Y co mo por encon ato, emp ezó a cubrirse de notas el pap el de música y comenzaron a galop ar por el pentagrama p atrullas de corcheas, y destacamentos ligeros de simifusas. No había p asado media hora y y a el músico escribía el corresp ondiente da capo en la tercera plana del p ap el. “¡Tutto e finito!” gritó con alegría, ap retando la mano d e sus comp añeros. “Todo no, falta ahora mi p arte que es la p rincip al”, dijo el que n ada h abía h echo h asta entonces. Y desp ués de rep asar un instante el p ap el, con una voz imp erceptible p ara la gente de afuera, pero dulce y sonora p ara los que estaban a su lado, hizo oír su obra a los autores, que la escu charon con deleite y la ap laudieron con fren esí. Cuando el rumor de los ap lausos se hubo extinguido con gran satisfacción del dueño del café, el p oeta enrolló tranquilamente el manuscrito, y se lanzó a la calle seguido d e sus dos camarad as. ¿A dónde vas?” p reguntaron éstos con interés. “¿A dónde? A casa de Brandus, calle de R ichelieu, esquina al Boulev ard de los italianos”. Conviene advertir a los que no lo sepan, que Brandus ha sido el más famoso editor de música de París. Una vez a la puerta del editor, el p oeta la abrió resueltamente, desp ués de decir a sus amigos: “Dejadme entrar solo y esp eradme aquí, que yo os avise”. El Sr. Brandus se hallaba en aquel momento en su desp acho elegante como el de un banquero, p ero donde casi todos los muebles eran p ianos. “¿Qué quieres?” dijo al v er adelantarse el joven. “Quiero p rop oneros un brillante negocio”.

“Disp ensad, caballero, p ero y o no me ocup o de más nego cios que los de mi casa”. “Es que mi negocio es de ese gén ero, y sin duda nin guna, os conviene. Se trata de que comp réis esa canción”. El editor tomó el p ap el y lo examinó un breve rato con curiosid ad, p ero como todos los editores. “Está bien”, murmuró en seguida, “es en efecto una can ción, con letra y música, según costumbre, p ero sería preciso oírla p ara p oderla ap reciar”. “Si no es más que eso, vais a quedar comp lacido en el acto”. El p oeta se acercó a la p uerta, hizo una seña y entraron el músico y el cantante en embrión. “Perdonad si os distraemos de vuestras ocupaciones, p ero estos amigos están interesados como y o en el negocio”. Y diciendo y haciendo, sentó a uno d e ellos delante de un magnifico p iano, colo có el otro a su derecha y , p oniendo el p apel en el atril, dio la orden d e que p rincip iaran. El editor la oy ó como quien oy e llover, los autores fueron los únicos que se entusiasmaron. Cuando el p iano lanzó el último acorde, p reguntó el p oeta: “Y bien, Sr. Brandus, ¿qué os parece?” “Lo de siemp re, una cancioncilla agradab le y nada más”. “Pero, ¿cuánto os atreveríais a dar p or ella?” “¡Yo!” daría p or la p rop iedad absoluta quince francos. Los tres jóvenes se miraron con ansiedad. “Pocos son quince francos”, balbuceó el más tímido de los tres. “Si lo creéis así, p odéis llev aros vuestra canción ”. “Nada de eso”, rep licó el p oeta, “tomadla y añadid al p recio un ejemp lar que nos daréis cuando se imp rima”. “M e conformo, contad con un ejemp lar p ara cada uno”. Algunos minutos más tarde, el café que h abía sido teatro de la improvisación, lo fu e de un almuerzo tan esp léndido, cono p uede serlo un banquete a qu ince francos. Si alguna vez, querido lector, vais a París, d i al oído de la primera loreta que te encuentres, estos dos versos: “As tu cummu dans Barcelonne Une andalouse au teint bruni?...”. Y ella te cantará entonces, toda entera, la canción qu e comp ró Brandus p or quince francos y que ha p roducido y a más de treinta mil.

En cuanto a los autores p uedo nombrártelos en la segurid ad que no te son desconocidos: El de la letra se llamaba Alfredo d e Musset. El de la música, M ehul. Y el qu e la cantó al p iano, se llamó más tarde, el tenor Dup rez.

El cuento social Manteniendo el valor exp resivo del mod ernismo, el cu ento se hace, cada vez más un vehículo de expresión p ara los de abajo. Esto no quiere decir que estos cuentos fueran escritos p or los de ab ajo, sino que según nos v amos acercando a la revolución mexicana, el cu ento y la literatura vuelven a coger aquel aire moralizante que vimos aflorar en el naturalismo, esta vez encaminado hacia una enseñ anza p olítico-social más qu e a urja mejora de conducta indiv idual. La Revo lución M exicana fue el acontecimiento que más conmovió al mexicano como colectividad acudiendo a la p rensa revolu cionaria o “reaccionaria” para expresarse p olítica y literariamente. Los gén eros más usados fueron la novela corta (Los de abajo y Los bribones), el teatro (Tierra y libertad de Ricardo Flores Magón), y el cuento y la p oesía de corte p op ular. Estados Unidos fue el p aís que recibió más exiliados antes, durante y desp ués de la revolución y de todos los bandos en contiend a. Desde aquí se organizaran las p rimeras huelgas en los minerales en el norte de M éxico que fueron como la chisp a que encendió la revo lución. Desde aqu í se organizó la contrarrevolución y desde aqu í también se luchó desde la op osición contra el nu evo orden p ostrevolucionario. Todas estas fuerzas ideoló gicas tuvieron sus p ublicaciones dond e exp resaban sus id eas; es más, fu e durarte este p eriodo cuando la p rensa en esp añol en los Estados Unidos fue más p rósp era. La lu cha p olít ica de M éxico se co ntinuó fu era y erraizó en las co mun id ades mexican as ya asent ad as p or todos los Estados Un idos , esp ecialmente en el su ro este. Los magon istas, los p orfiristas , los mad eristas, los hu ertist as, los carrancistas, los villistas, los zap atist as, los obregonist as y los vas con celistas pro digaro n p or todas las co lonias. Se rompió as í la n eutralid ad p atriótica d e antes cuand o los mexicanos de aq uí o los mexicanos emigrados v eían a M éxico cono un a p atria p erdida, añorad a y con un d eber p atriótico de d efend erla sin más ; ahora los int ereses s e hab ían div ers ificad o, y los p atriotis mos se matizab an. Las id eo lo gías rivales crearon tensio nes en las comu nidades, p ero a la vez un interés renov ad o por s u p atria an cestral o de origen. En la literatura h ubo un a regio naliz ació n d e los t emas y un a ubicación co ncreta de los argumentos, no neces ariamente con tramas realistas, p ero sí d esd e lu ego, con referen cias co ncret as. Esco gimos de estos cuentos sociales aqu ellos que t enían un p rop ósito esp ecíficamente social aunq ue p ro cedent es de esp ectros p olíticos op uestos. Po r un lado, el cuento d e la p rensa magon ista, q ue se d istribuy ó en los minerales de Arizon a (M etcalf, R ay , Bis bee, Clifton , Moren ci) e incluso las ciu dades (Tucso n, Phoenix). Su ferv or rev olucio nario tuvo un efecto radicalizador en los trabajadores mexicanos en las minas y la agricu ltura. Tal fu e su efecto q ue el go biern o en carceló el 1 8 de febrero de 1916 a Ricardo y Enriqu e Flores Magó n por escrib ir artícu los críticos so bre las in justicias a los mexicanos en los Estados Unidos. En Tucson, s e 13 trató de p rohibir la v enta de estos perió dicos. En Laredo, Leo L. Walk er, director de El Progr eso, fu e expulsado del país por haber escrito artículos ofensivos para el gob ierno nort eamericano. Por entonces, en todo el p aís, s e trató de p ro hibir la

publicación de p eriódicos en otros idiomas p or el miedo a la infiltració n d e teo rías subversivas . Por el otro lado ten emos el cuento social d e los recién venidos exp uls ados p or la rev olu ción mexican a p or sus ideas “reaccionarias”, sob re tod o a p artir d e C arranz a. Mucha de esta literatu ra se hizo muy p atern alista con el p obre y el trabajador y av isab a a éste d e las mañ as en qu e p odía caer s i seguía las d octrin as de los prop agado res de ideas bolch ev iq ues o p aracomun istas. “Cabez as”, “Res ignación del obrero” y “La h uelga de B ecerril” son tres ejemplos d e este tipo de lit eratura. La literatura se hace más d irecta sin mu ch a imagen, con des crip cio nes efect istas según el p rop ós ito. Vu elven otra vez los tip os del naturalis mo ; esta vez v olcados en la socied ad, no los tipos costumbrist as o psicoló gicamente raros d e antes .

LA RESIGNAC ION DEL O BR ERO p or M. S. El Tucson ens e (Tu cson ), 2 7 marzo 19 15, p . 2.

Los cuidados de su mujer, mártir amorosa de sus crueldades, no eran cap aces de ap acigu ar a Juan. Trabajando en la fábrica de X** y Comp añía un año atrás los dientes de una rueda le co gieron la mano derecha y se la magullaron esp antosamente entre un engranaje. Hubo que amontársela. Había san ado, p ero también había quedado inútil p ara el trabajo. El patrono Sr. X**, p or requerimientos judiciales, p asaba al obrero inútil una miseria cada mes, y aún esta miseria a regañad ientes. No h ay Dios ni p ued e haberlo -d ecía J uan desesp erado- pues n o p ulveriza a los ricos que n o nos auxilian. ¿Qu é mal he h echo y o p ara q ue así s e me castigu e? Oy e tú, pazgu ata, co mesantos de s atanás, ese tu Dios, cuando t al p ermite con migo deb e s er un... -y soltó el man co un a atro cidad que hizo sant igu arse a su mu jer y murmurar en voz baja: -Perd ónale, Dios mío - Luego añ ad ió en voz más alta. -¿Por qué cu lpas a D ios ? Si no hu biera más mundo q ue este tal vez ten drías razón en cu lp arle; p ero ¿n o sabes qu e esta v ida n o es nu estra v id a? Ad emás, ¿p or qué pasarla co mo u n infierno cuando está en nu estras man os alegrarnos ? “¡Calla, p erra!” ru gió el lisiad o lanz and o a su mitad un zap ato v iejo qu e hubo a la mano.

La mujer calló y , moviend o los lab ios como si rezara, entregós e con ardor al trab ajo de to dos los días ; costura d e en cargo; con ellos y otros ajenos menest eres que ella in gen iosamente cumplía, alimentaba a s u marid o. Ella... con p oco ten ía b astant e. Pero el cariño d e la bu en a mu jer no d is ipab a las nub es n egras amonto nadas en el corazón d el o brero. Red ucid o a la imp otencia, en aq uel tab uco a teja van a, inactiv o, caviloso, nutriend o su escaso meo llo d e d iaruchos de la peor laya, s in mano gan ado ra en otro tiemp o de bu en os duretes, y sobre tod o, s in religión ni res ignació n, la v id a d e aquel ho mbre muy bien p od ía llamarse infierno co mo había d icho la mu jer. Sep arábales d e otra familia pobrecita un tabiqu e d e tab las mal un id as. Tamb ién los otros v iv ían en men guad a b uhard illa, también a ellos p ersegu íales la des gracia. Un hijo mudo y la mad re rolliza eran los v ecinos . Ella era lav andera; el chiquillo d e doce años ay udaba a su madre en los quehaceres d omésticos y hasta cos ía algo, y hasta sabía algo d e gu isar, y sobre todo, reía el p obret e haciendo du o a su madre. Pero ¿por q ué reirían con tantas ganas ? -s e p regunt aba el obrero- ¿N o son t an des graciad os como n osotros ? Esta p regu nta se h acía aq uel d ía p or vez cent ésima, cu ando tocaro n con los n udillos en la b uh ard illa cont igu a y entraro n d os seño ras. El obrero las v io p or un a rend ija del tab iqu e. Eran ricas, eran jó venes, eran bu en as. Sí, eran bu enas, p orqu e Juan -as í se llamab a el obrero- las v io acariciar al niñ o, mientras decía la que p arecía de más autoridad: “Pobrecito . Toma esto p ara qu e seas bu eno y aprend as un oficio p ara ay ud ar a tu madre”, y parecía meterle en la mano un a moneda. La mu jer dio las gracias como sup o. “¿Están contentos ?” preguntó la otra s eño ra. “Eso no nos falta”, contestó la lav an dera. “Con alegría y estos b razos”, y enseñ ab a los s uyos de jayán - “n os vamos comp oniendo. A veces falta trab ajo, a veces falta amo a qu ien s erv ir; p ero n un ca me ha faltado u no...”. “¿Quién?” “Éste”, - y la lav and era, co n resp eto mez clado d e ternura, indicó un p obre cru cifijo a quien el mud ito, viend o la acció n de su mad re, man dó un b eso co n la p unt a d e los dedos. Las demás parecieron conmov ers e. La mujer del ob rero, arrimada al tabiqu e con él, tocóle co n el codo , mientras un a lágrima s e le d eslizaba silen cios a. Ju an aho gó un susp iro. “A quien ust ed es p odrían au xiliar”, añadió la lavand era ind icand o la buhard illa contigua, “ es a los d os de ahí. El está manco, ella brega d esesp erada p or alimentarle... Ad emás, les falta lo qu e a mí me sobra, les falta resign ación , señoras. Ella y a está resign ad a; p ero el... ¡ay, él!” “No diga usted más , amiga mía”, interru mp ió un a d e las d amas, n o queriendo s ab er mis erias qu e adiv in aba. “ Les ay ud aremos con alimentos”, n uevo cod azo de la mu jer,

nuevo susp iro d e Juan . “Lo otro, la res ign ación... eso es más difícil; p ero... probaremos. Y sin emb argo, s i él sup iera lo que pierde con no resign arse. Una gran mu jer decía q ue la resignación es paciencia, qu e eco no miza fu erza, calma, que d eja ver los medios de remed iar el mal o amino rarle; d ign id ad, qu e se so met e p or con ven cimiento”. “M uy cierto es to do eso, seño ra, p ero yo añ adiría que es difícil res ign arse p or con ven cimiento; ún icamente D ios...”. y terminó la frase la lavan dera vo lv iendo a ind icar la imagen d el Cru cificad o. Las buen as s eño ras se h icieron cargo de las más urgentes necesid ad es de la buh ard illa, s e desp id ieron d e la lav and era, y llamaron al zaquiz amí del o brero ... Juan estab a con mov ido . Las d amas se s orpren dieron al en contrar, en vez de la fiera que s osp echaban , un ho mb re man co q ue las mirab a cm manso mirar, mientras la mu jer s e son ab a estrep itosamente las n arices dis imuland o lágrimas d e agrad ecimiento. “No se admiren ustedes, s eño ras ”, d ijo el o brero , “p orque... todo lo h e o ído ”, y señ alaba el tabiqu e. “Ah...”., exclamaron las d amas comp rend iendo. “Esta es una mártir”, s igu ió el obrero. “ Yo s u verdugo. Hoy abrí los ojos a la luz. ¡Fuera esto!” y el obrero arru gó, ras gó , arro jó p ap elu chos , indecen cias, tod o lo qu e llen ab a su co razón de od io y d esesp eración... Lu ego s e s erenó , y dijo con voz sosegada: “¿M e querrán ustedes, señoras, regalar un A mo co no el de la bu hardilla de al lad o, que me d é res ign ación que ahora emp ieza a sent ir?”. Una d e las d amas, conmov ida, s e s acó el crucifijo del s eño r, un cru cifijo d e o ro... “No”, dijo Ju an , “Eso no. No es que n o le qu iera”, y besó la cruz que la d ama le ofrecía. “Pero para mi p obre b uhardilla q uiero un p obrecito”. La dama co mprend ió al obrero y dijo : “Se lo traeremos, amigo mío, y con Él v en drá la paz ”. Las damas se desp idieron del matrimonio o brero, p rometiend o vo lv er, d ejánd oles algún din erillo y otra cosa qu e valía p or mu ch as riq uezas : la res ign ación y alegría cristianas y la esp eranza d e mejo r v id a.

LA HU ELGA DE B ECER RIL p or Jos é María Rego El Tu cson ens e (Tu cson ), 15 marzo 192 1.

“Conq ue d ices, D antón, q ue h ay en caja... “ “Cien mil p es os co ntant es y s on antes, amigo P ercéb ez”. “Can astos , D antó n, ¿sabes que la boca s e me hace agua al o írle?” “Ya lo v eo ... y creo qu e llegaremos a entend ernos . Ya s ab es que es precis o to mar un a p ronta resolu ción. D entro de tres meses ...”. “Sí, ya te entien do. Dentro de tres mes es hay qu e reunir la Junga general, s egún costu mbre”. “Y hacer la reno vación de cuartos y rend ir cu entas y ...”. “¡Y qu e s e lo llev e tod o el demonio ! Lo cual qu iere decir que s i no arreglamos pronto eso , dentro d e tres mes es nos qu ed aremos s in n ada”. “Exact amente, v eo con gusto qu e has d ad o en el q u id de la d ificultad . Ah ora a res olverla”. “Amigo, Dantón , ahora qu e n adie nos oy e, p od emos hab lar con tod a clarid ad. Ap arte fals as mod estias , tú y y o so mos un p ar d e brib ones... “ “Perfectamente... y mu ch as gracias “No me las d es; es p ara justicia. Y aho ra, dime: ¿Tien es co nfianz a en el C ajero?” “Comp let a, y a s ab es qu e el co mp añero Salv illa es hech ura n uestra u n ap oy o in co nd icion al, un p erfecto s ocialista...”. “Y otro brib ón, co mo tú y y o, qu e es , p recis amente, lo qu e nos con v iene. P aréceme haberte o íd o algun a vez qu e las cuentas no est án d el tod o limp ias , qu e n o falt an filtracion es o irregu larid ad es...”. “Homb re, y a ves , un co mp añ ero de tan brillante h isto ria, q u e no cuenta con ot ro cap ital qu e el trab ajo d e su s manos ”. “Y d e su s uñas , amigo Dantón . Ja, ja, ja, exactamente cano tú y y o. Pero no divagu emos. Esos cien mil p es os han de s er n uestros . ¿Tien es tú algún p lan ? Yo creo que un a hu elga…”. “Yo también h abía p ens ado lo mis mo . Para just ificar gast os un a hu elga d ará magn ífico resultado ”. “¡Y t an magnifico ! Co mo qu e esa hu elga s ería p ara n osotros la llav e que nos permitiría abrir el arca y embolsarnos , s in p eligro, es os cien mil p esos”. “Precis amente los min eros de Becerril - qu e están tod os as ociad os - tien en estos días no sé q ué líos con los patro nes. M ejor o cas ión ”. “Pues, a ap ro vecharla. P or lo p ronto d ispont e a lanz ar ray os y trueno s, d esd e las co lu mnas d e “El grito del pro letario ” contra la intransigen cia de los patronos, con toda la tro mp etería d e rigo r en cas os s emejant es”. “Descu id a, que d esde mañ ana p ondré el periód ico al ro jo s ub ido . Ya sab es qu e me pinto solo p ara estas cos as”.

“¡Aha, y no te o lv ides! ¡Cuidado con favo recer n in gún arreglo! Es n ecesario, abso lutamente n eces ario -¿lo entiendes b ien ?- el ir a la hu elga. Y antes d e terminar, dime: ¿Pas ad o mañ ana no es d omingo?”. “Sí, más ¿p or qué lo preguntas ?”. “Porqu e hab rá tamb ién qu e dar un mitin en Becerril. Eso acab ará de p on er las cos as a p unto d e caramelo. Iremos allá el pró ximo d omingo. Con qu e... enten didos ¿eh?” “Entendid os. Ah ora mis mo voy a p rep arar mi arenga incen diaria”. “Pues, prep árala b ien. Ad iós , D antón ”. “Adiós, P ercébez ”. Dos días desp ués en la estación de Becerril. Mineros en traje de fiest a; las so cied ad es de resisten cia con sus b anderas; muchos curiosos agu ardando el tren. Entra éste en agu jas y una band a de música romp e a tocar des aforad amente “ La Internacion al”. Los comp añ eros Dantón y Percébez saludan sonriendo a la mu ch edumbre. El p ueb lo sob erano prorrumpe en estrid entos os ap laus os. “¡Vivan n uestros red entores”. “¡Vivaaan!!!” “¡M ueran los exp lotadores d el ob rero!!” “¡M ueran!!”. (Percébez p alidece un p oco ). “¡Viva la liqu idació n so cial!!!” ¡Viv aaa!!!” “¡Vivan los comp añ eros Dantó n y Percéb ez!” “¡Viv an!!!” Gruñidos, eru ctos, p atadas, algu nos rebuznos y otras manifestacion es d e jú bilo d e este ju ez. *** En el mitin: habla el comp añero P ercébez. “Temo cansaros... (cien veces: ¡No, no!) p ero no quiero terminar sin hacer mía la bella imagen con que h a d ado fin a su elocuente d iscurso el consecuente y querido comp añero que me ha p recedido en el uso de la p alabra (Danton p arece ruborizarse un p oco). Sí, exp lotados y sufridos obreros; vosotros sois las av anzadas del ejército social, del ejército del p orvenir... (una vez: ¡Abajo el ejército!)... del ejército del p orvenir, que d espués de haber derrib ado y reducido a p olvo los baluartes de los tiranos, de los ogros de la humanidad... (cien veces: ¡Abajo los o gros!) llegais a banderas desp legad as, con esas banderas, en cuy os p liegu es se h alla escrito el lema salvador que h a de red imirnos d el ominoso y ugo de la superstición y el fanatismo (rumores p rolongados; div ersas voces que gritan ¡Viva la lib ertad! ¡Abajo los curas!)... y el fanatismo, ante el p oco antes omnip otente alcázar de la Burguesía. Ya el alcázar vacila en sus cimientos y comp rende que nada p uede salvarles del último y decisivo asalto que le amenaza. Temblad, tiranos,

en vuestras guardias, porque ya se encuentran frente a vosotros los valientes soldados... (nuevos y p rolongados rumores: se oy en algunos gritos antimilitaristas)... los valientes soldados del Progreso y de la Fraternidad universal, y p ronto veréis sobre los escombros de vuestra derruida ciudad ela flotar grandioso y su blime el estandarte de la R evolu ción (atron adera de ap lausos. Un a v ez: ¡Eso es h ab lar con o rto grafía!). Sí, queridos co mp añeros ; pronto brillará sob re vu estras cab ezas el so l d e la Iguald ad . Pro nto, muy p ronto, v erán los tiranos , y también vosotros, el resultado de es a hu elga (aqu í Percéb ez mira a D anton qu e se s onría con dis imulo) y entret anto, clamad con migo : ¡Viv a la Igualdad!” “¡Vivaaa!!!” “¡Abajo!!!” “¡M ueran los ricos ! !” “¡M ueran!!!” Una v oz: “¡Viva el comp añ ero P ercéb ez!!” “¡Vivaaa!!!” Reb uznos, gru ñid os y p atad as co mo antes . La música ejecut a “La Internacion al”. *** “¿Que te p arece de la co media? ¿Creed D antón que la hemos representado b ien?” “De ti, al menos amigo Percéb ez, hay qu e d ecir que te has sup erad o a ti mis mo . Ha estado in imitable. Aqu el golp e de “p ronto, muy p ronto veréis el resu ltado d e la huelga” fue u n go lp e felicísimo , y confieso que, al es cu ch arlo, no p ud e menos d e reírme”. “Sí, y o noté que te reías ... y no te faltab a razón. Hemos h ech o un negocio redond o. No va a ser mala la liberación qu e van a ver esos brutos ”. “La liberación d e la caja, cuy os fo ndos irán h acia n uestros bo lsillos, es d ecir, al d e los in corru mp tibles comp añeros D antón y Percébez. Ya ten emos la justificación d e los gastos p ara la p ró xima J unta”. “Con una hu elga más...”. “Y cien mil p esos d e menos para la caja...”. Y, ¡v iv a la n ivelació n so cial!

TRABAJANDO p or Práxedis Guerrero [Regeneración 1900-1918, ed. A. Bartra, p. 196-198. La narración ap areció o en Revolución (Los Án geles) entre 1907-1908 o en Punto Rojo (El Paso) en 1909. No se ha podido fijar la fecha exacta.]

Sobre el barbecho que rev erbera p or los ray os del sol, tostado el cutis p or la in clemencia de la intemp erie, con los p ies y las manos agrietadas, el labrador trabaja; va y viene sobre el surco; el alba le halla en p ie y cuando la noche llega todavía empuña la herramienta y trabaja, trabaja. ¿Para qu é trabaja? Para llenar graneros que no son suy os; para amontonar subsistencias que se p udren en esp era de una carestía, mientras el labrador y su familia ap eras comer; para adquirir deudas qu e lo atar, a los p ies del amo, deud as que pesarán sobre las generacion es de sus descend ientes; p ara p oder vegetar unos cuantos años y producir siervos que labren, cuando él mu era, los camp os que consumieron su vida y dar a la bestialidad de sus exp lotadores algunos juguetes femen inos. Sudorosa y jadeante en el húmedo fondo d e la mina se debate contra la roca un hombre que vive acariciado p or la muerte, a la cual se p arece en la palid ez del rostro; martillea, y dinamita; trabaja con las reumas filtrándose a trav és d e sus t ejid os y la tisis bord an do sus mortales arabes cos en las blan duras d e s us p ulmo nes sofo cados . Trabaja, trabaja. ¿P ara qué trabaja? P ara qu e algunos entes vanid osos s e doren los trajes y las hab itacion es, para llenar cajas d e sórd idos avaros ; p ara cambiar la piel p or u nos cu antos discos metálicos, fabricados co n las piedras que él ha hecho salir a la superficie a toneladas; para morir joven y abando nar en la mis eria a los hijos querid os. En destartalada casu ch a, s entada en hu milde silla, un a mu jer cos e; ha comido mal, pero cose sin descans o; cuando otros s alen d e p aseo, ella cos e; huy e el d ía, y a la luz de un a lámp ara s igu e cosiend o, cosien do, y p oco a p oco su p echo se h und e y sus ojos n eces itan más y más la p ro ximid ad d e la p obre lámpara que le ro ba su brillo, y la tos vien e a h acers e la co mp añera d e sus veladas . Sedas, h ermo sas y finas telas, pasan bajo su aguja; trab aja, trabaja. ¿P ara qué trabaja? Para qu e o ciosas mujeres, damas aristo crát icas, concurran al torneo de la ostentació n y la en vid ia; p ara surt ir lu josos gu ard arrop as, d ond e s e p icarán los trajes en tanto qu e ella v ista de harap os su vejez p rematura. Env uelta en llamativos adornos, cargada d e acres perfumes, teñido el rostro march ito y fingien do acentos cariñosos, la p rostituta acecha el p aso d e los hombres frente a su p uerta mald ecida p or la gazmoñ ería mis ma qu e la ob ligó a llev ar al mercado social los efímeros en cantos d e su cuerp o. Es a mujer trabaja, horrible trabajo el suy o, s iemp re trabaja, trabaja. ¿P ara qu é trab aja? Para adqu irir su cias enfermedades ; p agar al Estado moralizador el impuesto del v icio y expiar en el as co y la in mun dicia crímenes ajenos. En lu joso es crito rio el rey de la ind ustria, el señor d el cap ital, calcula; las cifras nacen de s u cereb ro y nuevas combinaciones v an allá, lejos d e la op ulenta morad a, a dis min uir el calo r del ho gar y los men dru gos de los sup erflu idades en sus p alacios y recrud ecer miserias en las casu ch as; p ara qu itar al qu e fabrica sus riquezas, el p an y el abrigo qu e proced er de sus manos; para impedir que los despojados tengan algún día as egu rado el derecho a viv ir q ue la n aturaleza con cedió a todos; para hacer qu e

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una gran p arte d e la h umanid ad permanezca como rebaño que se esqu ilma s in protesta y sin peligro. Afanos o b usca el ju ez en los v olúmen es que llen an los armarios de su gabin ete; consu lta libros, an ota cap ítu los, revuelv e- exp ed ientes, hojea p rocesos; hurga en las declaracio nes de los presuntos delincuentes ; v io lenta la in ventiv a crimin alo gista d e su cerebro; trabaja, trab aja. ¿P ara qu é trabaja? Para d iscu lp ar con el pret exto legal los errores so ciales ; para matar co n el d erecho escrito el derecho natural; p ara hacer resp etados y temidos los caprichos de los désp otas, p ara pres entar s iemp re a los o jos de los ho mbres la esp antab le cab eza de medus a en el estrado de la justicia. Escuch an do p asa el esb irro junto a las p uertas; sus o jillos in qu ieren p or las rendijas, estudian los semb lantes trat and o de ad iv inar el ras go característico de la rebeld ía; sus oídos s e alargan tratando d e p ercib ir todos los ru idos inq uietant es para el desp otismo; s e d isfraz a, p ero no s e o cu lta; el esb irro tien e u n o lor prop io qu e lo den uncia; t an p ronto es gusano como es un a serp ient e; s e agita, se retu erce, s e escurre p or entre la mult itud qu eriendo leer los p ens amientos ; se p ega a las pared es co mo s i qu isiera chupar los s ecretos qu e gu ard an; golp ea, mata, encaden a; trabaja, trabaja. ¿P ara q ué trab aja: P ara qu e los op resores ten gan tran qu ilid ad en sus palacios, erigidos sobre mis eria y esclavitudes ; p ara qu e la hu manid ad n o p iens e, no se end erece, ni marche a la emancipación. Señ aland o el cielo con un d edo demo níaco y d eletreando p áginas d e absu rdos libros, corre el sacerdote a cas a d e la ignoran cia; p redica la carid ad y se enriqu ece en el desp ojo; h ab la mentira en no mb re d e la v erd ad, rez a y en gañ a; trab aja, trabaja. ¿Para qu é trabaja? Para embrutecer a los p ueb los y d ivid irs e con los d ésp otas la prop iedad d e la tierra. Y, os curo y p ensat ivo, el revo lucio nario med ita; se in clina s obre un p apel cu alquiera y escribe frases fuertes que hieren, qu e sacu den , qu e vib ran co mo clarines d e temp es tad; v aga y enciend e con la llama de su verbo las con ciencias ap agad as, siembra reb eldías y descontentos; fo rja armas d e lib ertad can el hierro d e las caden as q ue desp edaza; inq uieto, atraviesa las mu ltitudes llevándo les la id ea y la esp eranza; trabaja, trab aja. ¿P ara qu é trab aja? Para que el labrad or d isfrute del producto de sus cu id ad os, y el minero , s in s acrificar la vid a, ten ga p an ab und ante; para que la h umilde costurera cos a vestidos p ara ella y goce también de las d ulzuras de la v ida; p ara qu e el amor s ea el s entimiento qu e enn obleciendo y perp etuando a la esp ecie, u na a dos s eres lib res ; para qu e n i el rey de la in dustria, ni el ju ez, n i el esbirro pasen la existencia trab ajan do para el mal de los hombres ; para qu e el sacerd ote y la p rostituta desap arez can; p ara que la justicia y la libertad, igualan do racio nalmente a los seres humanos, los h aga so lid arios constructores d el b ienest ar co mún; para que cada quien tenga, sin descender al fango, as egurad o el derecho a la vid a.

DOS REVO LUCIONAR IO S p or R. F lores M agó n Regen era ción, no . 1 8, 31 d iciembre 1 910 .

El revolu cionario viejo y el revolucionario moderno se en contraron una tarde marchando en diferentes direccion es. El sol mostraba la mitad de su ascu a p or encina de la lejan a sierra; se hundía el rey del día, se hundía irremisiblemente y como si tuviera con cien cia de su derrota por la noche, se enrojecía d e cólera y escup ía sobre la tierra y sobre el cielo sus más hermosas luces. Los d os revo lucion arios se miraron frente a frente: el v iejo p álido, desmelen ado , el rostro sin ters ura co mo un p ap el de estraza arro jado al cesto, cruzado aqu í y allá p or feas cicatrices, los huesos denu nciand o sus filos bajo el raído traje. El mod erno erguid o, lleno d e vid a, luminoso el rostro por el pres entimiento de la gloria, raído el traje tamb ién, p ero llevado con o rgu llo, co mo s i fu era la b andera de los desh ered ados , el s ímbo lo d e un p ens amiento co mún , la co ntraseñ a d e los humild es hechos sob erb ios al calor d e u na gran id ea. “¿A dónde v as?” p reguntó el v iejo. “Voy a lu ch ar p or mis id eales”, d ijo el modern o, “y tú, ¿a dó nd e v as?” p reguntó a su vez. El viejo tos ió, es cup ió co lérico al su elo, echó un a mirad a al so l, cuy a có lera del mo mento sentía el mismo y dijo : “Yo n o v oy , y o y a v engo d e regreso”. “¿Qué traes?” “Desen gañ os” d ijo el v iejo . “No vayas a la revo lución ; yo también fu i a la guerra y ya ves có mo regreso ; trist e, viejo, maltrecho del cuerp o y esp íritu ”. El revolucio nario moderno lanzó un a mirada que abrazó el esp acio, su frente resp landecía; un a gran esp eranz a arran caba d el fond o de su ser y se asomaba a su rostro. Dijo al v iejo : “¿Sup iste p or qué luchaste?” “Sí, un malv ado tenía do minado al país ; los p obres sufríamos la tiran ía d el gobierno y la tiran ía d e los ho mb res de dinero. N uestros mejores h ijos eran encerrad os en el cu artel; las familias , des amp arad as, se p rostituían o p edían limosn a p ara p od er vivir. Nad ie pod ía ver de frente al más bajo p olizonte; la meno r queja era co nsiderad a co mo acto de reb eldía. Un día un b uen s eño r nos dijo a los p obres : ‘Conciu dadan os, para acabar: con el pres ente estado de cosas , es n ecesario qu e hay a un camb io d e gob ierno ; los ho mbres qu e están en el p od er s on ladron es, asesin os y op resores. Quitémos los del p oder, elíjan me pres id ente y todo camb iará’. Así hab ló el bu en

señor; en seguida n os dio armas y nos lanzamos a la lu cha. Triun famos. Los malv ados op reso res fu eron muertos, y elegimos al ho mbre q ue nos dio las armas para que fu era p resident e, y n os fu imos a trabajar. Desp ués d e nuestro triun fo segu imos trab ajando exactamente como ant es, como mu los y no como h omb res ; nuestras familias siguieron sufriendo escas ez; nuestros mejores hijos continuaron siendo llev ad os al cuartel; las contrib ucion es cont inuaro n siend o cobrad as con exactitud p or el nu evo gobierno y , en vez de dis minu ir, aument aban; ten íamos qu e dejar en las man os de nu estros amos el p rodu cto de nuestro trabajo. Algun a vez qu e quis imos declararnos en hu elga, nos mataron co bard emente. Ya ves cómo supe por qué luchaba: Los gobern antes eran malos y era p reciso camb iarlos p or buen os. Y y a ves cómo los que d ijeron q ue ib an a s er buenos, s e vo lv ieron tan malos co mo los que destron amos. No v ay as a la gu erra, no vay as . Vas a arries gar tu v ida p or en cumbrar a un n uevo amo”. Así h abló el revo lucionario v iejo ; el s ol se hu ndía sin remed io, co mo s i un a mano gigantesca le hub iera echado garra detrás de la mont aña. El revolucio nario mod erno se son rió y repuso: “Comp añero: voy a la guerra, p ero no cono tú fuiste y fueron los de tu época. Voy a la guerra, no p ara elevar a nin gún hombre al p oder, sino a emancip ar mi clase. Con el auxilio de este fusil obligaré a nuestros amos a que aflojen la garra y suelten lo que p or miles d e años nos h an quitado a los pobres. Tú encomendaste a un hombre que hiciera tu felicidad; y o y mis comp añeros vamos a hacer la felicidad de todos p or nuestra p rop ia cuenta. Tú encomend aste a notables abo gados y hombres de ciencia el trabajo de hacer ley es, y era natural que las hicieran d e tal modo que qu edaras co gido p or ellas, y , en lu gar de ser instrumento de libertad, fueron instrumento de tiranía y de infamia. Todo tu error, y el de los que, como tú, han luchado, ha sido ése: d ar p oderes a un individuo o a un grup o de individuos p ara que se entreguen a la tarea de hacer la felicidad d e los demás. No, amigo mío; nosotros, los revolucionarios modernos, no buscamos amp aros, ni tutores, ni fabricantes de ventura. Nosotros vamos a conquistar la lib ertad y tiranía política y esa raíz es el llamado “derecho de p rop iedad”. Vamos a arrebatar d e las manos de nuestros amos la tierra, p ara entregársela al p ueblo. La opresión es un árbo l; la raíz de este árbol es el llamado “derecho de prop iedad”; el tronco, las ramas y las hojas son los polizontes, los soldados, los funcion arios de todas clases, grandes y p equeños. Pues bien: los revolucion arios viejos se han entregado a la tarea de derribar ese árbol en todos los tiemp os; lo derriban y retoña, y crece y se rebustece; se le vuelve a derribar, y vuelve a retoñar, a crecer y a rebostucer. Eso ha sido así p orque no han atacado la raíz del árbol maldito; a todos les ha dado miedo sacarlo de cu ajo y echarlo a la lumbre. Ves p ues, viejo amigo mío, que h as dado tu sangre sin p rovecho. Yo estoy disp uesto a dar la mía p orque será en beneficio d e todos mis hermanos de cadena. Yo quemaré el árbo l en su raíz”. Detrás de la montaña azul ardía algo: era el sol, que y a se había hundido, herido tal vez por la mano gigantesca qu e lo atraía al abis mo, pues el cielo estab a ro jo como s i hubiera s ido teñido por la sangre del astro. El revo lu cion ario v iejo susp iró y dijo :

“Como el so l, yo también voy a mi ocaso ”. Y des ap areció en las s ombras. El revolucio nario mo derno co ntinu ó su marcha hacia d ond e luchaban sus h ermanos por los id eales n uevos.

EL M ENDIGO Y EL LADRON p or R. F lores M agó n (Regener ació n (Los Án geles), n. 216 , 1 1 diciembre 1 915.)

A lo largo de la avenid a ris ueña v an y vien en los transeúntes, h omb res y mujeres, perfumad os, elegant es, insu ltante. Pegad o a la p ared está el men digo, la p edigü eñ a mano ad elan tada en los lab ios temb land o la súplica s erv il. “¡Un a limos na, p or el amor d e D ios !” De vez en cuando cae una mon ed a en la mano d el p ordiosero , qu e éste mete presuroso en el bo lsillo p rodigando alab anzas y recono cimientos degradantes. El ladrón pasa, y no p uede ev itar el obseq uiar al mend igo con un a mirada d e d esprecio. El p ordios ero s e ind ign a, p orqu e tamb ién la in dign id ad tiene rub ores, y refun fuñ a atufado: “¿No te ard e la cara, ¡b rib ón!, d e verte frente a frente de un h ombre ho nrado co mo yo? Yo resp eto la ley ; y o no cometo el crimen d e met er la mano en el bo lsillo ajen o. Mis p isadas son firmes, como las de todo buen ciud adano qu e no tien e la costu mbre de camin ar d e p untillas, en el silencio de la noch e, por las h abit acio nes ajen as. Pued o present ar el rostro en tod as partes; no rehuy o la mirada del gen darme; el rico me v e co n benev olencia y , al echar un a mo neda en mi sombrero, me p almea el hombro diciendo : ‘buen hombre!’”. El lad rón se b aja el ala d el sombrero h asta la nariz, h ace un gesto d e asco, lanza un a mirad a es cud riñ ad ora en torno s uy o, y rep lica al mendigo: “No esperes que me so nro je y o frente a ti, ¡v il mend igo! ¿H onrado tú ? La honradez no v ive de rodillas esp eran do q ue se le arroje el hues o qu e h a de ro er. La honradez es altiva p or excelen cia. Yo no s é si soy hon rado o no lo s oy ; p ero te confieso qu e me falt a valor para suplicar al rico qu e me dé, por el amor de D ios , una migaja de lo que me ha despojad o. ¿Q ue violo la ley ? Es cierto; p ero la ley es cosa muy dis tinta de la justicia. Vio lo la ley escrita por el bu rgu és, y esa violación contiene en sí un acto de justicia, p orque la ley auto riz a el rob o d el rico en p erjuicio d el pobre, esto es una in justicia, y , al arreb atar y o al rico p art e d e lo q ue nos h a robado a los pobres,

ejecuto u n acto d e justicia. El rico t e p almea el ho mb ro p orque tu servilismo, tu bajeza aby ect a, le garantiza el dis frut e tranq uilo d e lo qu e a ti, a mí y a todos los pobres ten gamos alma de men digos. Si fueras hombre, mord erías la man o del rico que te arroja u n mendru go. ¡Yo te desp recio!” El lad rón es cup e y se p ierde entre la mu ltitu d. El mendigo alza los ojos al cielo y gime: “¡Una limos na, p or el amor de D ios!”

El cuento filosófico La meditación filosófica en forma de narración corta se cultivó con cierta p rolijidad a princip ios del siglo y duró hasta la década de 1930 cuando Vasconcelos todavía gustaba de exp resar sus concepciones filosóficas en el marco fantasioso de una historieta. Es ésta una tradición hisp anoamericana. Rodó, Sarmiento, Vasconcelos, Unamuno, Ortega y Gasset exp resaron muchos de sus pensamientos filosóficos en marcos literarios. La meditación filosófica a veces está llevada p or un narrador que nos exp lica meditabundo una historia que, a la vez, nos conduce a un a enseñanza de tip o filosófico (“La disp ersión”, “Cuento corto”, “Un cuento de Navidad”); otras veces un y o-p ensador comp arte con el lector un p ensamiento escrito, comunicado (“El ejemp lo de la nieve”, “Un bronce”). En op osición al cuento modernista, este tip o de cuento, como el de tip o social, tiene una tesis que domina la trama formal del cu ento y , a veces, es lo que nos qued a de toda la narración : una frase que sintetiza todo: la prevención en “Un cuento de Navidad”, el amor universal en “La disp ersión”, la sabiduría del an imal y las estup ideces a las que ha llegado el hombre en “Un bronce”. El cuento de tesis quizás no está en bo ga hoy , p ero algún día fue sinónimo de buen cuento, p ues esta forma literaria se usó desde la Ed ad Media como una manera de enseñar. El “eixemp lo” de entonces se convirtió en el cuento con moraleja. El Tucsonense, en un artículo titulado “La necesid ad de contar cu entos” dice: A las criaturas hay que contarles cuentos, no sólo cono un entretenimiento, sino como una p arte muy imp ortante en la educación. Los buenos cuentos ayudan a formar las ideas sobre la vida y el carácter y desarrollan acertadamente la naturaleza del niño. Le demuestran a la criatura que no es sólo el único ser en el univ erso, sino uno de tantos, y esto contribuy e a destruir su natural ego ísmo. Se les enseña a condolerse de todo ser viviente; a comprender a sus semejantes y , 14 mediante esto, a conocerse a sí mismos. El cu ento filosófico es un desarrollo del “Pensamiento”, forma ésta que ap arece en los periódicos constantemente. El “p ensamiento” es la primera forma creativa en p rosa y la más rudimentaria. El “p ensamiento” se va comp licando y surge la “reflexión”, que es más extensa, p ero todavía sin una n arración o historia. Son evocaciones o “p ensamientos”, p uestos uno detrás del otro, que nos hablan de la op inión qu e el autor, tiene, por regla general, algo de abstracto que mueve a la reflexión; la amistad, p or 15 ejemp lo, o la fugacid ad de la vida, la maldad, la naturaleza, el recuerdo. De aquí se p asa al p ensamiento narrativo en el que y a aparece la acción o la historia, aunque todavía gobern ada p or entero por un yo p ensador inmiscuido del todo el tema.

En el cuento “Un bronce”, el y o p ensador imagin a al orangután y le crea una historia sacada de “la mueca de la cara” de la figurilla de bronce. En el resto de los cuentos antologizados ya hay un p ersonaje humano con nombre (Consuelo, Juan M aría) o sin nombre (Ella... tap atía graciosa) con el que el narrador hace sus cábalas reflexiv as. Traemos a colación el cuento de José Vasconcelos p or su carácter inédito cuando ap areció en Alianza 16 y p orque, como los hermanos M agón, fu e un mentor intelectual de las comun idades mexicanas en los Estados Unidos. Sus frecuentes artícu los en p eriódicos de este lado, su p articipación en instituciones mutualistas mexico american as y el sop orte que generó dentro de las comunidades mexican as en el suroeste, su candidatura a presidente de México, h acen de él un p ersonaje relacion ado con las exp eriencias de los inmigrantes mexicanos en los Estados Unidos. Se crearon clubs vascon celistas por todo el suroeste y muchas de sus obras reflejan el conflicto cultural y racial entre el latino y el sajón como Ulises criollo y La raza cósmica. Su p op ularidad entre las comunidades mexicanas en los Estados Unidos fue grand ísima como se p uede ver p or el esp acio que se le dedicó en los p eriódicos y p or los artículos de él y sobre el que se p ublicaron en los 17 mismos. Intelectuales cono él, Rodolfo Uran ga, los hermanos Magón, Brígido Caro, Julio G. Arce, Alberto Remb ao, y Teodoro Torres no se co mp renden sin su larga vida en los Estados Unidos, de cuy as ideas se sirvieron los mexicanoamericanos de ayer y se sirven los de hoy .18

UN BRONCE p or Fernando Arenas El Tucsonense (Tucson), 20 marzo 1915, p . 3.

Un incidente, un objeto cualquiera basta a menudo para salir del mundo de las ilusiones que sin cesar se suceden a través de nuestros nervios, p or medio de los sentidos, p ara entrar en el mundo d e la realidad, regido p or ley es inexorables. Así, aquella tarde, en que camin aba al azar, distraído con un engañador asp ecto de la vida, rep aré en un bronce exp uesto en un escap arate. Apoy ábase sobre un reloj figu rando una p eña, un oran gután que llevaba entre los dedos de una de sus p atas un compás antrop ométrico, mientras sostenía en la mano derecha una calavera hu mana, a la cual observaba con fijeza. El bronce simbo lizaba la teoría evolu cionista de Darwin, provocadora de un a serie de discusiones entre los sabios y de un a en érgica p rotesta p or p arte de los ignorantes que, incap aces de comp render la doctrina, interp retaron torp emente, entendiendo que el sabio inglés pretendía que el ho mbre, p ara llegar a ser como es, hab ía sido p rimero batracio, en seguid a cu adrúp edo y luego un cuadrumano. Absurda inteligencia, en verdad, de una doctrina que si bien resulta d e ella “...cono una suerte de injuria, co mo un a esp ecie de atentado a nuestra grandeza y dignidad” - según dice Laugel - no p or eso deja de ser cierta, demostrándonos con ayuda de la embrio lo gía y de la embriogenia que la esp ecie

humana es el último resultado de una evolución lenta y continua a través de las edades. Origen exacto. ¡Cuanto más grand ioso y digno de la Div inidad que la invención humana, que nos sup one de barro, transformándose en un instante en la raza que rep resentamos! Y al contemp lar aquel símbo lo me p arecía que, p oco a p oco, mientras el oran gután con el comp ás antrométrico, vibrante entre los dedos de su formidable mano, temblorosa p or la excitación creciente, al p aso que comprobaba la sup erioridad estética del hombre sobre el mono, su feroz fisono mía de simio adquiría un a exp resión de envidia cediendo ante la evidencia man ifiesta de aquella calavera fina y p rop orcionad a que, revestida un día de carne viva, fue la cabeza de un ser incomp arablemente más hermoso que él; p ero a medida que continuaba examinando el cráneo, sus ojos de bruto p arecían adquirir animación y antojáb aseme la bestia sumergida en profundas med iaciones, p ensando tal vez en que la Naturaleza, guiad a quizá p or un sentimiento más artístico que p ráctico, había dotado al hombre con un cráneo muy p equeño e insuficiente p ara contener más tarde el mundo gigantesco cue habría de formar su infatigable inteligencia. ¡Inteligencia! ¿Qué p ensaba de ella el simio? En el gesto de su cara sólo se adivin aba un a irónica sumisión, y p or su mente desfilaban, probablemente, todas los siglos, d esde la aurora d el mundo hasta nuestros días, llevando cada uno la obra colosal del intelecto humano en determinada época. Contemp laba la actual civilización, descendiendo la escalinata de las edades por las cuales ha subido el Progreso. Sí, p arecía decir la mueca de su cara, la inteligencia, ese don divino que en may or grado le fue conced ido al hombre, lo hace p or ese simple au mento sup erior a mis con gén eres y , sin emb argo, hace miles de años que mis antecesores colgaban sus nidos en las ramas de los árboles, p adres de éstos entre cuy o follaje seguimos viviendo nosotros. Como mis antep asados, habitamos nosotros sin necesidad d e religiones, artes ni ciencias; sin haber requerido gobernantes, códigos ni vestidos; sin p retender escalar el cielo, atravesar el Océano, profundizar las entrañas de la tierra. Como los antiguos, nosotros seguimos bebiendo el agua p ura que nos brindan los arroy os: comiendo las exqu isitas frutas con que nos regala la selv a. Sin necesidad de n ada artificial, al favor de sen cillo naturismo, nu estra esp ecie se conserv a sana y fuerte, feliz y satisfecha. No se ha dado ocasión aluna en que los simios como y o, ora en masa, ora individualmente, hay an atentado contra sus hermanos, llevando a cabo inv asiones a sangre y fuego, sin resp etar, con esa diabólica invención de las armas, que les sugirió su cobardía, ni a los viejos, ni a los mujeres, ni a los niños. No; no recuerdo haber oído nunca entre las tradiciones nativas algo co mp arable a los esp eluznantes incursiones de que adivino deben de tratar alguna de estas ley endas; tamp oco tengo noción de que alguna vez mis abu elos, n i ahora mis contemporáneos, hay an adorado a ningún insensato feroz y rep ugnante como los Gengiskanes, Calígulas, Nerones, Torquemadas y otros muchos monstruos a quienes hay a bochornosamente sop ortado la flamante inteligencia humana, jactanciosa de comp render a Dios, de volar a las estrellas, de cantar odiseas, de edificar p irámides, de morir p or una dama, d e elevar p atíbulos y de ametrallarse desp iadadamente, p ara lu ego, desp ués de esta última fechoría, esp ecialmente, colgarse en el lu gar donde palp ita el corazón, entraña en la que sup one radica la nobleza un pingajo de trap o del que p enda cualquiera martin gala que p omp osamente llaman condecoración. Tal es lo que me imaginé qu e pensaba aquel oran gután cuando v i su mueca risible y , más aún, me p arecía leer en aquel gesto su agradecimiento y admiración hacia Darwin quien,

no obstante ser uno de los hombres que rayó a una altura muy elevada por encima de mediocridades, honradamente sacrificó a la verd ad su amor p rop io, y rebajó su mal entendida categoría de ho mbre h asta el p unto de separarla sólo p or un eslabón del mono, del antrop omorfo, en cuy os ojos de animal, a p esar de ser de bronce, me p arecía leer la satisfacción que sentía al cerciorarse d e que, si h abían d esap arecido de aquella calav era sujeta entre su garra formidable los ras gos rudimentarios y bestiales, en cambio se dibujaba en el cráneo amarillento, la risa, feroz p rerrogativa del hombre.

EL EJEMPLO DE LA NIEVE p or Efraín Buenrostro [El Tucsonense (Tucson), 16 marzo 1922.]

Yo nunca había contemp lado una nevada, y en verdad que no había visto una gran cosa, porque esta constituy e elocuente lección de la ética del Universo. Para muchos será la crisis de un p roceso de naturaleza física, y solo verán que el agua dep ositada sobre la tierra, bajo la acción de los rayos solares se calienta, se evapora, y emp rende un viaje de ascensión hacia las region es elevadas de la atmósfera; que en su ascenso imp alpable y fugaz va encontrando el aire cad a vez más enrarecido, más sutil, más frío, hasta que trop ieza con la inclemencia de una temp eratura desp iadada y brusca, brusca imp iedad que los físicos han llamado grado d e con gelación. Y entonces el agu a, que p urificada p or el fuego asciend e gloriosa, se detiene ante el atmosférico v alladar in clemente, y dócil y paciente junta sus moléculas disp ersas, y oprimiéndose medrosas emp renden el regreso, la caída, en bandad as de blancas mariposas que, al p osarse en las sombrías tonalid ades de la tierra, la cubre con un manto eucarístico de blancuras de Carrara. Para mí fue una sorp resa grata, inolvid able sorp resa de matiz uniforme y reflexiones variadas. Desp ués de una noche tranquila, pastosa, al descorrer el transp arente de la ventan a, oh encanto, me encu entro la tierra v estid a d e nov ia, luciendo nupciales atavíos, quimérica y vap orosa, p údica en su raro s ilencio matinal y velad a con un a blan ca gasa interminable, color d e... alma, de p ureza; con emblemas d e fecund idad. Y sentí en mi s er un a cama infin ita; en la tierra, u na v id a que tiembla; y en la vida qu e tiemb la, qu e bulle, una es en cia de castidad. Y veo en el albo fenó men o, no la aridez de las definicion es físicas, s ino un a parábola mística y mis ericord ios a de esas que a diario nos ofrece la naturaleza en las múlt iples man ifestaciones de una vid a inacabable, fecun da y armon iosa. ¡Qué fuerza evocado ra y ev an gélica en cierran ese p alp itar de alas blancas, ese motín de p étalos n ivosos , esa tran quilid ad au gusta d e la tierra convertida en azucena gentil al con juro de un b eso no cturno y glacial al ru mor de b lanca caricia inv ernal! Qué marco tan sev ero y tan in genuo; qu é reproch e tan suav e y tan p rofu ndo en gendran esos v elones de canas níveas qu e s e h acin an s ilencios as y serenas sobre las cunas , sobre las tumbas , sobre el p rincip io y el fin d e la futileza humana. Y el alma, bajo el pod er imagin ativo d e aquella des floración de nu bes qu e sueltan p étalos co mo los limoneros al sentir las caricias de Eo lo, ve con estupor infinito las t endencias d e los hombres d e... ensan grent arlo , de enrojecerlo todo, y las tenden cias de la n iev e de... blanqu earlo , de purificarlo todo. ¡Oh ejemp lo silente y piadoso de la n ieve, ¡cuán alto hablas a las p asiones en d esenfreno! Tú, con la albura de tu manto, que se antoja formando d e irrad iaciones, de crep úsculos lunares, cubre los fan gales, las rocas enhiestas, las oqu edades sombrías, la traición d e los

abismos, la formaci0n iracunda y convulsiva de la tierra, y toda su miseria y todo el horror de sus deformaciones externas, y al cobijarla con tus alas de armiño, la haces que semeje blanco tálamo formado con desp ojos de jazmines! Los que cruzáis la tierra llevando acuestas el fardo de las miserias humanas, de vuestras Primaveras marchitas, de vuestras esp eranzas fallidas, allí tenéis un lenitivo, un tesoro inap reciable de enseñanzas: sed albos como nieve, discretos y p acientes como ella; como ella, cubridlo todo con el manto de tisú y de oro de la caridad, de la carid ad que es prudencia, que es bondad, que es discreción. Y si en contráis el dolor, du lcificad lo; si pasiones cálidas y malsanas, temp ladlas con el bálsamo de un consejo; si lágrimas halláis, enju gadlas, y si encontráis el amor... si encontráis el amor, haced el desp osorio de vuestras almas cuando hay a enjambres de alas blancas en la noche y motines de p étalos de nieve.

CUENTO CORTO p or Amado Cota Robles El Tucsonense (Tucson), 22 diciembre 1917, p . 1, col. 4-5.

Durante todo el mes de noviembre y los dos p rimeros tercios de d iciembre del año de 1900, Consuelo, p reciosísima n iña d e ocho años no cump lidos, estuvo p oniendo varios recados, y p or distintos conductos, al “ángel” con objeto de que éste no olvidara, al llegar la Noche Buena, de p oner, a un lado d e la camita de ella la muñeca “aquélla” que sus pap ás le había dicho sería suy a en llegando el anhelado día. A todas horas Consuelo tenía algo qu e p laticar sobre el futuro de su querida muñ eca, a la que y a p rofesaba un verdadero amor maternal; le p rep araba la camita, las sában as, el biberón, las almohadas, los alimentos, la canastilla en la que los faldones y p añales no escaseaban, con objeto de que n ada le faltase a la que p or uno de esos misterios infantiles vendría a colmar de felicidad un hogar fuertemente azotado p or pasadas desgracias; al gato y al p equeño p erro, a los p ájaros y a las flores, a los muebles y a los trastos, Consuelo dirigía frases con el fin de que gu ardaran una mesurada comp ostura al arribo de su “M aría Luisa”, nombre con que había p rebautizado al ángel de sus ensueños; y los buenos p adres de la niña, habían y a disp uesto lo necesario para que la muñeca estuviese lista a la hora en que la tradición dice que las chimeneas crujen al p aso del Buen Ángel cargado de regalos p ara los niños obedientes. *** Y los glaciales fríos de la montaña y los huracanados v ientos de la sierra y la furia pertinaz de las alturas y la endeb le constitución física d e Consuelo, p ostraron a ésta en

cama, víctima de desesp erante bronquitis, que en poco tiemp o minó la salud de aquel querubín de ojos negros y corazón blanco, que era, p ositivamente un consuelo de aquellos p adres, cuy o corazón destilaba tristeza, y cuando el otoño da paso franco al invierno, cuando los ángeles bajan del cielo a coron ar de b lanco las techu mbres, a tap izar de níveo los senderos, adornados de graciosas estalactitas los desnudos brazos de la arboleda, Consuelo exhaló su último aliento en medio d e la consternación general de aquella casa y sin haber tenido el gusto de estrechar en su regazo de niña-madre, a M aría Luisa, por quien tanto deliró. Yo la vi al amanecer del d ía 25 de d iciembre, exp uesta sobre su blanca camita mortuoria, con la sonrisa d e los ino centes dibujada háb ilmente en todas sus delicadas facciones, rodeada de flores y de tiestos, teniendo recostada, sobre su bracito derecho, el cuerp o también in animado de “M aría Luisa” la qu e, p or un deseo cariñoso del padre, iba así a trocar en sudario la canastilla del recién nacido, aco mp añando de este modo a la que tanto le quiso sin h aber tenido el gusto de darle con vehemencia, con amor y con terneza, el ósculo que p urifica al que se adora. Y las lágrimas de los doloridos p adres ora caían sobre la helad a frente de Consuelo, ora rodaban p or la fría carita de “M aría Luisa” estrechando aquellos dos cuerp ecitos con igu al cariño y con igual do lor.

EL M ARTILLITO DE NAJERA p or Atilio J. Piano Alianza (Tucson), diciembre 1950, p . 4 y 11. Todos los años, al ap roximarse la noche d e los Rey es M agos, Antonia sentía op rimirse su corazón. M ientras era niña, esa misma fecha le llenab a de alegría, de entusiasmo, de extraña exaltación; más tarde, fue una noch e de Reyes la que eligió Carlos p ara decirle que la amaba, y una noche de Rey es tendió su mano izquierda p ara que él colo cara en uno de sus dedos el simbólico anillo del noviaz go. Pero ahora, p asados los años, la noch e de Rey es no le trae alegrías ni gratos pensamientos; le trae sólo el recuerdo d e un dolor as sup erado e imp osible de olvidar. Ha sido feliz en los dos p rimeros años de su matrimonio, con la felicidad tranquila, sosegada, serena, que n ace en las almas limp ias y llena la vida de arrob amiento y embeleso. Tuvo un hijo, y con él vinieron las p reocup aciones, las ansiedades, las luchas. Pasó noches enteras sin dormir, imaginando med ios que salvaran al niño de las asechanzas in gratas de la vida, que lo alejaran siemp re de dolores y angustias, que conservaran su inocencia muchos años, que nin guna enfermedad minara jamás su organ ismo; y para todo ellos tenía esta so la resp uesta: “Mi amo r lo salvará”. Sup onía para él los destinos más lu minos os, brillantes y elevados; qu ería qu e llegara a la más

alta cima de la sab idu ría, qu e su inteligen cia no fuera sup erad a, y en contrab a seguridad p ara todo esto rep itiend o “Yo lo amp araré”. El n iño fue crecien do. C uando ens ayó los primeros p asos, Antonia se sobresaltó. No fue alegría lo qu e sintió en su corazón, sino temor. Los p asitos inseguros, precip itados, que h acían balancear en el aire los dos brazos ab iertos como alitas protectoras, ¿no eran peligrosos ? ¿No p odían dañ ar sus p iernas débiles todav ía? Cad a uno d e los p asos que dab a el niñ o era como un p in ch azo en el co razón de la madre. Pasaron cuatro años y, al acercars e la no che d e Rey es, Anton io adv irtió en los o jos muy azules del n iño la expres ión d e un des eo. C on la in agotab le dulzura d e su corazón, inquirió suavemente esta resp uesta: “¡Si los R ey es me trajeran un martillo!... “¡Oh niño mío q uerido! ¿Por qu é es tan humilde tu des eo, tan insign ificante tu asp iración ?” “Lo tendrás, qu erido, Ju ntos, tú y y o se lo p ediremos a los Rey es. ¡Verás... Lo pondrán en tus zap atitos; estoy segura”. Y lo apretó d esesp eradamente sobre su p echo. “Estoy segura, p orqu e si es preciso daré la san gre de mis venas para comp lacerte”. Las hábiles manos d el p adre fab ricaron la herramienta. Cortó y p ulió la madera que habría de servir de cabeza, y lo mismo hizo con otro trozo que serviría de mango. Llegó la noche d eseada y antes de acostarse el niño dijo: “M amá. ¿Se o lvidarán los Reyes?” “No, hijito, no se olvidarán”. Y la voz del p adre, llena d e emo ción, rep itió a su vez: “No se olvidarán”. Quizá nunca en la vida d e Antonio y Carlos sintieron tanta inquietud y tanta excitación como la sufrid a en el mo mento en que, ambos, se inclinaron sobre la camita blanca d el niño p ara cerciorarse de que dormía, y p oner cuidadosamente en uno de los zapatos el martillo de madera. La p unta del zapato estaba rota; la cinta con que cerraba tenía un nudo rústico, que h icieron los deditos infantiles, y la suela gastada se curvaba hacia arriba. Cuando Carlos tomó en sus manos el zap ato, sonrió, p ero no sup o si su sonrisa era de alegría o de p ena. ¡Si él pudiera traer p ara los p iececitos del hijo un nuevo p ar de calzados. ¡Si él p udiera ev itar que los usara rotos y deformados! Trabajaría con más ahínco y quizás p udiera, en pocos días más, p oner arte los o jos muy azules de su h ijo, nuevos zap atitos. ¡Qué jubilo y qué regocijo sintió el niño a la mañan a siguiente! Besó a sus p adres varias veces, co mo si p resintiera que ellos, y no los Rey es, habían traído el regalo ap etecido.

Los ojos de Antonia se llenaron de lágrimas, y Carlos le oprimió la mano con suav id ad, como si rep ro chara su llanto para el in justificado. Todo el día reson aro n en la casa los ap agados golpes del martillo de madera, con qu e el p equeño “carp intero ” se entretenía. Pero en la noche d e Rey es del año sigu iente, el niño no estaba ya en este mundo . Al irse, dejó v acía el alma de sus p ad res, vacía la cas a, v acío el mun do. La madre reco gió las p ocas y humildes rop itas, los zap atos gastados y el martillo d e madera. Con infinita p recaución , los guard ó en el cajón sup erior de la cómod a familiar. Allí habrían de quedars e años y años bajo la v igilan cia amorosa. Antonia tien e los cabellos encan ecidos ; otros h ijos h a traído a la vida, p ero aquel pequeño de los o jos muy azules no fue nu nca o lvidado . Ella y el marido lu ch aron : con la p obreza, con la advers idad y con el destino amargo. M uchas veces se mirab an profundamente a los ojos, y , sin decírs elo, los dos p ensaban an gustiados: “¿Qué será mañ an a?” En la no che de los Rey es Magos, a esco ndidas, Anton ia p onía sobre su regazo las rop as, los zapatos y el martillo d el h ijo ausente. Lloraba. Pensaba en sus sueños desvanecid os, en sus esp eranz as irrealizadas. “No te s alvó mi amor, hijo qu erido ; no te amp aré suficientemente; qu izá p or eso te h as id o”. Go lp eab a con el martillo los brazos del s illón y sus cab ellos p arecían más blancos, sus ojos más tristes. El día de R ey es, los dos se sentab an p ara v er entretenerse a los otros hijos con los ju gu etes que la no che anterior co lo caron en sus zap atos. Ella in clin ada un p oco sobre el hombro, la cabeza cansada; todo su rostro expresaba una lasitud infinita: tenía la mirada sumisa, suby ugada; su p iel era blanca y suave; algun as arru gas nacían en los extremos d e los ojos y se p erdían en las sien es hundidas; la frente alta y desp ejada, el mentón un p oco saliente, p orque la boca iba sumiéndose a medida que p asaban los años. En estos momentos, toda ella era mansedumbre ap acible y humilde benign idad. Mirándola, p arecía sólo un alma, un a sombra. Su mirad a se p erdía como si en realidad viviera solamente su vida interior, inmaterial, sutil, eteréa. A su vez, los padres dejaron la vida. De la misma manera que habían vivido, d elicada y suavemente. Antonia se fue del mundo. Y tras ella v ino el d errumbe d el ho gar, cuy a cohesión mantuvo mientras vivió. Cada hijo se orientó en sentido contrario, formando hogares nuevos. Las cosas y los muebles viejos fueron d estruidos y arrojados a la hoguera. Las reliquias que Antonia guardara tanto tiemp o en el cajón sup erior de la cómoda, llevaron igual destino, y tal vez entre los trastos viejos y residuos se encontraron el martillito de mad era. ¡Nadíe lo salvó! Año tras año se suceden las noch es de los Rey es M agos, y nadie en el mundo recuerda la vocecita del p obre niño que una vez exp resó su p rincip al deseo en esta forma: “¡Si los Rey es me trajeran un martillo!...”.

Nadie evoca los ojos muy azules; nadie evoca el melancó lico rostro de Antonia, con el poco cabello p artido en dos ban das igu ales, caíd os sobre las orejas, y prend ido en la nuca, ¡Es qu e la v ida está llena d e ingrat itudes y de olv idos!

LA DISPER SIÓN p or José Vasco ncelos Alianza (Tu cson), diciembre 19 3 2 - enero 19 3 3, p. 42 . Desp ués de v ivir en la p rop ia entraña el conflicto de las dos naturalezas que en él se fundieron : la materna, la patern a, Juan M aría se crey ó constituido, finalmente integrado, se s intió p or fin Uno . Pero Juan María comenzó a tener hijos. A l p rincip io no adv ertía en ellos características sin gu lares. Ap enas si p ostrab an es os p arecidos q ue a menud o se exageran, y a con el padre, ya co n la madre. Ni le p reocup ab an a J uan M aría tales nimiedad es, fascinado como estaba por el prodigio de aquellas vidas en desarrollo jocu ndo, esp ontáneo , dich oso. Fue menester que los p equ eños crecieran para que Juan M aría emp ezara a adv ertir ciertos tonos de voz, p articu larmente ciertas inclinacio nes a la contradicción irracional qu e se le revelaron cono un terrible aviso d el extraño qu e se agitab a en sus vástagos. D el seño d e aqu ellos tesoros que creía suy os y más queridos q ue su p rop ia conciencia, emergía de p ronto realidad, se erguía un a naturaleza en emiga, reaparecía la índo le de su mu jer. Y aquella manera de n egar, d e contradecir... Y Ju an M aría, reco rdando su exp erien cia del conflicto interior de las dos naturalezas de que proced e cada individuo, recap acitó: De nada serv ía que el hijo fundiese en un a las orientaciones rivales de su doble ascendencia. Dicha unidad tan p enosamente conquistada, tornaba a disgregarse otra vez, y el vástago era, no un hijo suy o como llegó a suponer, sino un doble dentro del cual p ugn aba su hijo, aliado ind isolublemente al contrario p aterno y viceversa. Dentro del hijo estaba la madre y , aunque no p odía sentir nin gún ren cor contra el hijo para quien todo se deshacía en ternura, la rep ulsa de su mujer se le acentuaba, siemp re que descubría a ella en sus hijos. Lo de menos eran las mo lestias que en el trato cotidiano le ocasionara la doble naturaleza de sus hijos; todo lo p erdonaba y olvidaba Juan M aría, arrastrado por su pasión p aternal; pero se dolía p or ellos. Sin dada se hubiese sentido orgulloso de los ras gos maternos de la prole si crey era que le favorecían, p ues juzgaba los hechos colo cándose exactamente en la p osición de los menores h aciendo punto omiso de p referencias suy as. Y el hallazgo de los sedimentos maternos le causaba terror, no p orque viese en ellos nada fundamentalmente rep robable, sino simp lemente p or falta de simpatía con aquel género

temp eramental. Sobre todo le desconcertaba ver de nu evo, erguida frente a él, aquella suerte de voluntad enemiga. En suma, la in corregib le disp aridad que h abía lo grado ven cer con sólo negarle del todo la atención, ahora reap arecía en los gestos, las aficiones y a veces en las p alabras mismas de sus inmediatos descendientes. Asistía a la ap arición de una rép lica ind eseable, p ero irrevocablemente insertada en la carne y el alma d e su hijo... Juan María entonces se daba cuenta del alcance d e aquella suerte de reto irónico que la madre suele emp lear cuando ofrece al p adre el dulce en canto de un h ijo. Y confirmó algo que ideara vagamente mucho antes: el matrimonio se consuma ind isoluble, no en la unión, sino en el fruto... El lazo matrimonial se ata cuando nace el hijo... Desp ués era inútil cu alquier intento de sep aración. Lo más intimo d el ser moral qu eda atado sin remedio al más grato valor del mundo, el alma de un hijo. También dentro del cuerp o tiernamente amado del h ijo queda imborrable la impresión materna... La cad ena se había hecho eterna y le ataba sentimiento y albedrío, le ataba el alma. Y es de notar que le era más doloroso a Juan M aría descubrir en sus hijos la p arca física del p arecido materno que todas las semejanzas morales p or estrechas que las advirtiese... Sup onía quizás que la educación o un desarrollo de madurez, cambiarían en lo moral, todos los asp ectos desagrad ables, p ero el sello fisioló gico, la marca de casta... ¿quién acierta a borrarla? Así y todo Juan M aría fue siemp re dichoso con sus hijos, lo mismo que cu alquier buen señor que no reflexiona p roblemas; quizás los amara con más vehemencia p orque sus mismas p reocup aciones herodafectivas, p rovocábanle efusion es y raptos de encariñ amiento fogoso. Comp rendía en aquellos instantes la excelencia, la resp onsabilidad, el remordimiento de ser p adre. Y aun al resto de las gentes sólo conceb ía amarlas en un a vaga relación d e p aternidad; en consecuencia p refería y amaba a los niños... Y le acon gojaba contemp lar a los hijos bifurcados y siendo a ratos uno, a ratos otro... o, más bien, la otra... En su curso acomp asado, los años trajeron un día el suceso desconcertante: Juan M aría fue abuelo. Al princip io no le dio importancia al caso. Su nieta era un ser curioso, pero un poco remoto y nadie iba a reemp lazar en su ánimo el lu gar de su hija. Él tenía a su hija; la nieta era p rop iedad de su hija y de su y erno. Poco d esp ués Juan M aría empezó a gozar el trato de la nieta. Los meses contaba cuando por p rimera vez la oy ó llorar con aquel llanto que y a tenía olvidado, el llanto de sus hijos tiernos. La v io sonreír y moverse y fue quedando co gido, d eleitado, absorto. Las gentes comentaban la devo ción de Juan M aría p or la nieta. Y a menudo le interrogab an: ¿Es verdad que se quiere más a los n ietos, más que a los h ijos? Juan M aría, mitad en broma mitad en serio, resp ondía que sí y explicab a, p or lo menos “ésta” desbancó a su madre, la quiero más que a mi hija... Su secreto p rofundo se le reveló desp acio y Juan M aría no lo confiaba..., contemp laba largamente a la n ietecita. La veía con arrobo y comp lacencia p rofunda y con frecuencia reflexion aba... no se p arece... y a no es lo mismo... Tiene sin duda y felizmente mucho de su madre, p ero nada casi nada de la abuela... se ha d isip ado en ella el elemento enemigo... Sin embargo, los familiares

descubrían en la nieta todos esos vagos p arecidos del p equeñuelo, los aspectos del salto atrás que a veces rep roducen, determinados rasgos de los abuelos con más p recisión que los caracteres del tip o p aterno o materno. Y observaba alguien : tiene la frente del abuelo paterno y la mirada del abuelo p aterno. Y no faltaba qu ien hallase a la n ieta p arecidos con la abuela materna, la esp osa de Juan M aría, p ero algo tan remoto y estaba tan rep artido entre una serie de ras gos de castas diversas que se podía hacer broma de aqu ellas trazas fantásticas. Además, los p arecidos con la familia del y erno le co mplacían, todos aquellos extraños afables eran ondas del océano étnico en que se p urificaba, se injertaba el retoño distante de su alma, contenido en la nieta. El hijo p erp etua el linaje, la nieta lo dispersaba. Lo cierto es que la pequeñuela p oseía p articularidad es de sus dos d istintas ramas de ancestros. Y recordando Juan María, su p ropio caso, de las dos naturalezas que él rev ivió hasta fundirlas en una, p ensaba: he allí que el p roblema es más confuso de lo que imagin é; p orque no son dos n aturalezas las que en nosotros concurren buscando alianzas, sino cuatro y en p rogresión geométrica, en d isgregación al p asado y en disp ersión al futuro, vanamente intentamos fijar la estructura, individualizar la corriente de human idad que fluye p or nuestro corazón. Y al v er así deshechas sus teorías p rovisorias de antes, Juan M aría vertió en la nieta un amor de interesado y libre d e p referencia o rep roche... Ya no se amab a a sí mismo en ella, como acaso se amó en los hijos. Tamp oco encontró en el ánimo del vástago, qu e no sería el llamado a moldear nin guna de las rebeliones de aqu ella voluntad contraria, todavía en el trasp lante. Ahora asistía al milagro de la voluntad nueva, inmaculada, abriéndose p aso a través del p equeño ser imp erioso y dulce, infinitamente amab le. Y ad elantando la reflexión al sentimiento, Juan M aría se halló a menudo, meditando... y ¿p or qué no soltar este amor de los nietos en todos los niños, que y a no comp arten con nosotros ningún ras go de familia, p ero llevan en su en traña el latir de igual anhelo que el que nos mueve el alma?... Si tanto se ama al nieto que ya sólo nos p ertenece en una cuarta parte, ¿por qué no renunciar a la aritmética y amar un p oco a cada uno de los niños, a cada uno d e los seres de la creación? En cad a uno hay una p arte de nuestra prop ia esencia; y en cada niño va una p orción de nuestra alma, lanzada al futuro, entregada a destinos sombríos o a destinos dichosos... Y Juan M aría terminab a sus meditacion es en esa esp ecie de bendición que es el consuelo d e todos los viejos. Y tal fue, de esta suerte, la lección de la n ieta.

El cuento de la revolución

Igual que p ara el M éxico de Adentro, p ara el M éxico de Afuera, la Revolución de 19101921 fue un acontecimiento trascendental. La revolu ción trajo todo un nuevo tip o de gente al norte. No sólo vino el p ueblo llano, sirvo tamb ién otras cap as sociales, nongratas para el nuevo ord en p olítico y social del M éxico revo lucionario. Estos grup os de “reaccionarios”, co mo solían llamarse a sí mismos, les costó acostumbrarse a la situación desaventajada en qu e se veían en el nuevo país donde, co mo los demás mexicanos d el pueblo, no eran bien consid erados y eran medidos p or el mismo rasero qu e los “greasers” y “zurumatos”. Esta situación les hizo más “p atrioteros” y la nostalgia por un paraíso 19 perdido se hizo tema de sus creaciones. Pero p ronto las raíces echadas aquí los imp iden , volver y más y más “. Texico qued a ahí, sólo p ara el día d e las fiestas p atrias. La revolución comienza a idealizarse y comienza también a ser parte del folklore y la literatura. Los héro es pop ulares, con sus males y todo, comienzan a verse en la lejan ía como legendarios y los Pancho Villa y Zap atas, que ap arecieron en los p rimeros periódicos p orfiristas como criminales comun es, ya no serán tenidos p or tales en los cuentos, donde incluso se les considera como especie de “Robin Hoods” contra los gobiernos “corrup tos” de después (Carranza, Obregón, Calles). Guillermo M artínez nos presenta un Pancho Villa forzado a lu char p ara defend er el honor de un a hermana ultrajada y el “Pancho Villa” d el “Diario de un oficial”, aunqu e histórico en el setting, está comp letamente idealizado. Las descripciones nos recuerdan el romanticismo del XIX. La revolución qu edó en la memoria colectiva del mexicano en los Estados Unidos y el todavía hoy el día en cue mucha de la narrativa chicana comienza en los ambientes de la revolución. Es curioso observar que el p rimer grup o de novelas llamadas chicanas p arten 20 siemp re con un p ersonaje de la revolucion. La revo lución fue contada p rimero p or los exiliados, d esp ués p or el cine y desp ués p or la literatura. M uchos exiliados trajeron consigo su versión de la revolución que fue pasando de gen eración en generación hasta nuestros días. Una estudiante de Tucson cuenta así lo que oy ó en su familia de la revolución: Mi nana M anuela nació en Tep ache, Sonora, en 1910. Tepache era un a ran ch ería qu e estaba al s ur de Cu mp as. Durant e el tiemp o de la revo lució n, mi bis abu elo, Anto nio Ru iz Caz ares , es carbó un h oy o en el granero, y allí escond ía a su familia cu and o venían hombres revo lu cionarios. Cu an do llegab an a su cas a, él les decía q ue se hab ía llev ad o a la familia para el pueblo . Una vez, estos hombres amarraron a mi bis ab uelo y le pegaron porque él no les dio el d in ero qu e ellos p ed ían. ¡La familia era muy pobre y ni siq uiera tenía d in ero ! Esto es algo ridícu lo , p orque un o piens a qu e los rev olu cio narios no sólo est aban p eleando en co ntra d e los fed erales, s ino qu e tamb ién exp lotaban a la gente p obre e in defens a. Mi bisabuela Julia, mamá de mi nan a M anuela, dio a luz a su último hijo, y días desp ués, p or la noche, un gato estaba en el techo de la casa. Ella, aterrorizada, pensó que era un revolucion ario, o la trop a de los fed erales. Se enfermó de una

hemorragia y murió. Este incidente doloroso p ara la familia de mi nan a nos deja ver que la gente vivió en terror diariamente durante la revolución. Una amiga de mi mamá era una joven de catorce años en el tiemp o de la revolución. Ella fue v iolad a por un gen eral de la guerra y sufrió mucho p or su, exp eriencia. Mi bisabuela Inés Acosta, le p laticó a mi mamá que a ella la casaron a los catorce años. La razón por esto es que al p rincip io de la guerra respetaban los hombres a las mujeres casadas. Sin emb argo, como se ve en Los de abajo, en algunos casos ni las mujeres casad as eran resp etadas. Si Demetrio no hubiera 21 estado en su casa, el sargento federal hubiera vio lado a su mujer. Bernardo Acedo de Dou glas con ancestros en San Pedro de las Cuevas, Sonora, recu erda oír en su familia có mo Pancho Villa arrasó el p ueblo, p orque mataron allí a un sobrino de Villa, pasando p or las armas a los hombres de más d e 16 años de ed ad. Estos, p ara escap arse, se vestían de mu jer y las mujeres p ara no ser u ltrajadas se metían en las 22 chimen eas. Su “tata” recuerd a todavía hoy haber visto muchas mujeres tiznadas p or eso. Por otro lado, el cine norteamericano de entonces hizo de la revolución mexican a su tema princip al. Los periódicos de Hearst, y su industria cinemato gráfica, divulgaron por los cuatro vientos una revolución en emiga p ara los Estados Unidos y trataron de conectar a 23 México con el Jap ón. Se filmaron med ia docena d e p elícu las y documentales y las cadenas de televisión norteamericanas mostraron un interés extraordinario en la filmación de los combates. Los líderes revolucionarios ap rovecharon esta ocasión como método de publicidad. Así, p or ejemp lo, Parcho Villa retrasó el ataque a Ojinaga p ara esp erar p or los 24 camaró grafos. La literatura tamb ién fue un a man era de transmisión histórica d e la revolución y a que much a de la primera literatura de la rev olu ción se es cribió en los Estados Un idos, como ya hemos mencionado antes. Los de aba jo, quizás la nov ela corta más influy ente d e la revo lució n, fue escrita p or entregas en El Paso del por te, p eriódico d e El P aso. M artín Guzmán co menzó a es cribir en San Antonio, Texas , su monumen tal obra sobre la Revo lución . Vasco ncelos tamb ién pasó much o tiemp o en los Estados Unidos con feren ciando y haciendo p rop agand a entre los grup os vascon celistas del México d e Afuera. Santiago R. d e la Vega, p eriodista, caricaturista y d ibu jante (18 851950) vivió y trabajó en Texas p or largos períodos de tiemp o. En 1904 fu ndó en San Antonio el p eriód ico obrerista La Humanidad. Co labora también en El Padr e Pad illa de El P aso y en 1915 fund a en San Antonio el p eriódico de caricaturas Clarid ades. De aquí, sus dibu jos sobre la p olítica de entonces, pasan a otros perió dicos en esp año l como a La Crón ica de San Fran cis co. Todo este ambiente de intercambio cultural hizo que la co munidad mexicoamerican a en Estados Unidos estuviera al tanto de la Revolución que comenzó a fijar p ara la p osteridad en la literatura. Héroes de la Revolución que en la mente colectiva de México y a son personajes semiolvidados, en las comun idades ch icanas de los Estados Unidos están todavía muy vivos. El cuento ha servido para fijar este tema y a folklorizado y p ara continuar esta tradición indefin idamente.

LOS DESTERRADOS por Joaquín Pila Hispanoamérica (San Francisco), 9 dio. 1917, p . 7.

Uno de los desterrados dijo: -

Amigo, la vida lejos de la p atria ha sido p ara mí lo que p ara una p lanta trasp lantada a un país de nieve. En el exilio he podido vivir, sí, p ero mi corazón se consume de melancolía. ¿Qué hay más en estos p ueblos que en el p aís donde n acimos? Muchas cosas bellas, y muchas cosas grand es. Las vemos con nuestros ojos asombrados, las admiramos y las medimos con nuestra p equeña medida. Paso a p aso trop ezamos con una cosa nueva y todos los días nos sorprende algo admirable. Y, al mismo tiemp o, nuestra familia crece, nuestros hijos se hacen hombres, nuestra juventud va p asando. A veces p ara exp licarnos lo inexplicab le, d ecimos a solas: “Se sufre en todas partes y en cambio aqu í se disfruta de bienes con quistados p or la civilización y el p rogreso, d esconocidos en nuestra pequeña tierra”. Pero amigos, viene algu ien de la patria y hacia él vamos, amigo, desconocido o enemigo; hacia él vamos y creemos que en sus p up ilas hay la luz de nuestros cielos, y que sus manos huelen a los camp os de nuestro p ueblo, y que todo él es como una rep resentación fidedigna de nuestra patria. Y bebemos de sus labios las nuevas, como si ellas fueran el agua cristalin a de nuestras fuentes y una agua milagrosa de v ida que nos conservara a la misma ed ad que teníamos al ab andonar nuestra tierra. Pero... el tiemp o p asaba. Hablan idioma extranjero nuestros hijos. Aman cosas que no son las que nosotros amamos en nuestra infancia; oran en una len gu a con la que nosotros no llamamos a Dios. Y nosotros encanecemos. Se v a nuestra juventud y se nos va la vida. Y la mitad del alma se mu ere de ver a la otra mitad que llora p or el regreso. ¡~.h, amigos! ¿Por qué salí un día de los linderos que nues tros abuelos p usieron a nuestras tierras, señalándolos hasta con su p ropia sangre? Otro de los desterrados habló: Salí p or ansia de libertad. Era mi p aís p ara mis anhelos como un mundo pequeño donde mi corazón no encontraba camp o para mecerse. ¿Entendéis? M e ahogaba en aquella tierra. De ver y de amar trata ansias. Parecía mi corazón sediento insaciable, una fuerza lanzada al azar, un deseo renovado constantemente. Veleidosa la fortuna me dio go ce y dolor, no sé si más de esto que de aquello. Pero mi alma p ermanecía inmaculad a. Y viv ía con los ojos abiertos y los labios sedientos... así pasaron años. Cuando a v eces solía recordar a mi patria, me decía: “Volv eré cuando haya allá más libertad” - porque en toda aquella ép oca de mi vida, y o creí que el mejor bien del hombre era el de la libertad. Y un día el deseo d e regresar a la tierra donde nací, de ver mis bosqu es, d e oír el canto d e las aves, d e asp irar el p erfu me de las flores que se abren en la más clara atmósfera, d e camin ar p or las calles v etustas d e mi p ueb lo, de o ír las voces d e sus camp anas... llenó toda mi v ida. ¡Ah, y o hab ía co mp rend ido! Desde aquel momento an helé el regreso.

“Cuando regrese - me d ecía - su biré a las más altas montañas p ara gritar con tod as las fuerzas d e mi alma. Estas tierras, este cielo, todo lo qu e hay dentro de nuestras fronteras y en nu estros mares, es nuestro, de los h omb res que aquí racimos ”. También p ensab a en.lo que hay de malo en mi patria. Sin embargo, todo lo qu e y o había dejado allá, lo qu ería v olv er a p oseer y a ver, co mo cosas qu e rep res entaran para mí la más grande de las fortunas. “Te en contrarás con gente des cono cid a” - me decían los amigos cuand o les anunciab a mi v iaje p ró ximo. “El tiran o d e ahora, te encarcelará”. - me advertían otros. Pero y a os he dicho que y o había comp rendid o y quería regresar. R ep ugnab a de lo extran jero y ponía en lu gar secundario al “bien divino de la libertad”. Llegué h asta a p ensar: “Si no me voy pronto, puedo morir y mis huesos quedarán sep ultados aqu í entre extranjeros sin qu e n adie, al pasar cerca d e mi tu mba, me recu erd e”. Así, con este deseo viv ísimo, v iví y viv o. Y hay noches que ten go este só lo sueño : veo los volcan es d e mi p atria, mis div inos volcanes, - los veo todos de plata, d e la bas e a la cima, fu lgurantes co co si en ellos estuv iera toda la luz del mundo ; y p or su gigantesca falda voy subiendo lentamente, lentamente porque mis labios van besando con besos ardientes y p almo a p almo el cuerp o inmacu lado, con una ansia in mortal, con un amor que nunca he sentido p ara nada ni para nadie en mi vid a.

EL PR IM ER ORIGEN DE DOROTEO ARANGO (PANCHO VILLA) p or Guillermo M artín ez [El T ucson ense (Tucson ), 22 - marzo 1927 , p. 5, col. 1-4.]

Doroteo Aran go es el nombre de p ila d e aquel h ombre turb ulento, os ado, atrevid o y atroz que llevó en vida el de Francisco Villa. La razón d el cambio de no mbre, la exp licaba u n bió grafo p or el h echo d e q ue Villa no apareció en su ép oca, co n su verd adero no mbre p or razones muy esp eciales qu e se guardó d e dar a cono cer. P ero en sus primeros años llev ó su no mbre d e Doroteo. Doroteo era el may o de los h ermanos y y a asp iraba a convertirs e en el amo de la casa. “Quiero”, le d ijo un día a don P ab lo, “ap render a sumar”. “Pues observ a”, le respondió Valenzuela, “las t ablas con bo litas de los chinos”. En G anatlán unos ch inos expend ían p an. So bre el mostrad or mugroso se alzaba un a cap richosa p izarra cruzada por tiras d e mad era, por las q ue a su v ez corrían u nas bolit as de go ma. C ada bo lita significaba un a cifra. Los asiáticos ten ían en tales artefactos su máq uin a registradora. Villa s e resolv ió a ap render a s umar en la máq uin a d e los as iáticos.

Y consiguió lo que se prop uso. No habría sabido él mismo explicárselo. Mucho tiemp o desp ués se contradecía al narrármelo. Pero el caso es que ap rendió a sumar con las raras p izarras de los panaderos chinos. Sumab a h asta diez, y de diez en adelante las unid ades no existían. Algo se d estacaba siemp re en Pancho Villa. Una nu eva teoría científica, la del p rop io Einstein, evoluciona hacia la cantidad definid a, hacia el tono entero. Las matemáticas de Pancho Villa eran matemáticas de tonos enteros. Con esas matemáticas asp iró a convertirse en comerciante. La madre de Villa negociaba con tortillas y leña. Villa era el mayor de todos los hermanos y acarreaba la leñ a, la cortaba, la exp endía. “Yo conocí muy temprano”, constaba “la cara del hambre. Una cara esp antosa. Muchas veces mis p obres p iernas se rendían bajo el p eso del cansancio, y con la dura carga a cuestas, continuaba impertérrito. Una sola idea me dab a fuerzas: la idea de qu e mi madre no había comido, de que mis hermanos querían pan y querían leche. Y caminab a, y camin aba, sudoroso, vencido, fatigado, bajo el tormento del sol imp lacable. ¡Oh! ¡y o he sufrido demasiado! Yo he sufrido: frase de hombre hecho a p elear en la vid a. No frase de malvado. Los p rimeros años de Villa son ásp eros, amargos, dolorosos. El hambre y la necesidad le emp ujaron a las más absurdas labores. Niño, trabajaba como un hombre fuerte con los haces de leña. Imp etuoso de carácter, vehemente de esp íritu, el amor a la madre le retenía bajo los muros hogareños al calor sáp ido de la tortilla con sal. Villa creció y contaba y a diez y siete años. Su vida hasta este momento ha sido turbia, obscura, monótona y monocorde. Ha trabajado mucho. Ha visto crecer a sus cuatro hermanos, dos hembras y dos varones. Y ap enas si un día h a p odido gritar su júbilo cuando, con la ay uda de un don Pablo Valenzuela, la familia ha co mprado un asno. Ese asno ha servido p ara conducir la leña en las mañanas y p ara alquilarlo a los vecinos en la tarde. Villa, que tras de su inteligen cia p ráctica esconde un temp eramento zumbón, escogió un nombre insolente para el burro: “Maximiliano”.

Por ventura, ni los familiares ni los vecinos han lo grado familiarizarse con el mote, y el burro es bíblicamente llamado burro. A los diez y siete años todavía ju ega Villa con el asno. Le inquieta, le enamora, le rego cija. En alguna ocasión le enjaeza con pap eles y no es raro que de p ronto el muchacho asombre y asuste a las mujeres de los alrededores lanzando al cuadrúp edo en fantásticas carreras. Y he aquí que en este p unto la sangre recobra su con juro en la ruta del aventurero. La sangre por segund a vez asoma. Pero en esta ocasión no se trata de una coin ciden cia infantil. No, la provoca él. Esta vez Pancho Villa quiere la san gre. Es la primera vez que la qu iere. La may or de las hermanas d e Villa, la que sigue en edad a él, se llama Soledad y no p asa de los quince años. Edad maravillosa de h embra para un v arón lib idinoso. Villa deja pasar sus días entre San Juan del Río y Santa Isabel, y hay en este último lugar un muchacho ap uesto y rico, un tenorio disp endioso y juvenil que hace suyas a todas las muchachas p obres de los contornos. La hermana d e Villa, Soledad Aran go, es una fruta esp léndida y una flor en ap ariencia barata. El ladrón d e honras se ap resta a seducirla. Soled ad se resiste. El señorito rico se obstina. La aventura se convierte en un ased io tenaz o obcecado. Pancho Villa no se da cuenta en un princip io. Luego Soledad le informa. Pancho Villa ocurre al galanteador y le p resenta en síntesis el caso. Soledad sabe que su enamo rado no es p artido matrimonial. Sab e que se le busca para h acerla p resa fácil d e un ap etito monial. Sabe que tras las p romesas amorosas se esconden el en gaño y la burla. Y Soled ad, que tiene fe ciega en su hermano, no duda en confesarle todo. Pancho Villa cree resuelto el problema. El señorito rico se llama Roque Castaños y sonríe de cuanto el much acho leñador le exp ostula. El señorito monta disp licente su jaca y concluy e p or alejarse. El p roblema, que Pan cho Villa sup one resuelto se agrav a. Castaños confía en la prudente tranquilidad del hermano may or de Soledad y las rondas nocturnas continúan.

Una noche un grito de rabia las interrump e. Es Pancho Villa que salta d e la casa. Que se laza frenético a la calle. Que busca una p elea con el tenorio adinerado. La p elea surge. Dos hombres se cambian golp es terribles, Villa es delgado y nervado, foraldo y elástico. A las p rimeras p uñadas, los dos co mp añeros de Castaños abandonan cobardemente el camp o. Villa queda solo con su adversario. C astaños rueda p or el suelo. Y entre las sombras espesas, brilla un p unto de acero. Es una p istola. Castaños le disp ara y el p roy ectil va a perderse en el aire. Pancho Villa se lanza entonces sobre su contrincante y sobreviene el segundo drama. La lucha es ahora breve. Nada más que unos segundos, los suficientes p ara que con los dientes arrebate a Castaños el arma. Luego, el v encedor qu e disp ara. Y lo de siempre. Un cuerp o que se desp loma. “Cuando me acerqué a tocarlo”, me contaba d esp ués Villa “el mald ito estaba frío. Frío como la escarcha”. *** Ramp a ab ajo, y a s e inicia la et ap a d el abigeato . Villa comp rende to da la magnit ud de su delito . Ha mat ado , con su man o de mis erab le, a un muchacho d e cu an tios a fortu na, co n una haciend a inmens a, con u nas tierras int ermin ables.

LOS TRES SURCOS DE PANCHO VILLA Del Diario de un Oficial El Tucsonense (Tucson) 3 noviembre 1928.

La madru gada en el Camp amento fue brumosa, triste. La lluvia p arecía qu e no se resolvía a caer p or entero enviando d e vez en cuando por cuartos de hora ráfagas lacrimeantes que alocab an los rescoldos de los vivaques diseminados en toda la extensión. Las dianas que echab an a vuelo los clarines no ayudaba en rad a a lev antar el án imo. Hasta el horizonte se cerraba entre la neblina d el amanecer, borrando la silueta de las montañas lejan as, que cambiaban de tono según el Sol: ira una mañan a gris. Sin embargo, Villa, desde que se asomó por la ranura de su casa de camp aña, dio muestras de buen humor. Y naturalmente ese buen humor del jefe tan temido de la División del Norte era contagioso. La facu ltad de sonreír cuando aquel rastro que parecía tallado en madera, d e gruesos maxilares, sonreía, era un a obligación.

Fue de pronto el clarear d e aquella mañana de n eblin a. Poco a p oco se iban ensanchado los camp amentos, iba abriéndose el obturador del p anorama y ya ap arecía la silueta familiar de los cerros que cercab an la vista. A más de un kilómetro de distancia estaba la tienda del General Ángeles con su Estados May or. El sol azotó la sup erficie d e la tierra los campos abonados con san gre humana en el furor de las batallas. Cala todavía ob licu amente, ev ap orando la humed ad de toda la noch e en nublecillas, tenues causando comezón en los cuerp os de los sold ados que empezaban a desembarazarse de las cobijas húmed as. Pancho Villa, de bu en humor, y esto era un síntoma. A p esar de que nunca comunicaba sus p ropósitos elementales, hosco en cuanto a la comun icación, el grup o de Dorados se dio cuenta de que se dirigían al campamento de Ángeles. Ya con éstos se hablan urgido varios Oficiales y se hacía la camaradería en la p equeña march a, p endientes todas las miradas, todos los ademan es, todos los corazones, del menor gesto de Villa. El jefe sonreía qu ién sabe p or qué. La risa mostraba las hileras de sus dientes de lobo. El grup o, a lo más alto de veinte p ersonas, caminaba lentamente por el terreno, como si se tratara de una exp loración. Llegó el mo mento de detenerse y , pausadamente, como a cámara lenta, bajaron todos de los caballos. En un instante, los leños ardían con un chisp orroteo débilmente rebelde. Se hacía lumbre p ara secar la rop a de aquellos Oficiales que habían estado en su may oría d e excursión nocturna. Tamb ién se p rep araba el rancho, sacando de las bolsas mu grosas los tasajos, los p aquetes de sal, las tortillas como de cuero p ero ap etitosas, fragantes. Villa se sep aró un tanto y fue a sentarse bajo un mezquite. Su gruesa esp alda hallaba descanso contra el tronco. Estaba envuelto en un jorongo colorado, dentro de un sweater muy grueso. Ya olía a comida aunque fuese fru gal. Comieron todos, desp erezándose, sacudiéndose. De los hombres salía vaho, al influjo de la lumbre y de la luz solar. Y hubo de reanu darse la marcha. Villa ib a adelante y el buen humor se manifestaba ya en palabras. Contaba cuentos que fueran o no sabidos p or los Dorados y los Oficiales d e Ángeles, arrancaban carcajadas, eran celebrados unánimemente. EL jefe ib a feliz en aquella mañ ana que poco a poco se libraba, fund iéndose de los hielos de la neb lina como una mujer coqueta que se desnuda. Ya eran cerca de las once y el calor quemaba. Sin emb argo, la caravana exp loraba el camp o, deteniéndose en todos los sitios. Al bajar p or una lomita, de p ronto, se tendió ante los ojos de aquel brillante Estado May or de hierro, un p equeño camp o labrantío. Villa sofrenó el caballo y se detuvo de golpe, sorprendido. Sin necesidad de orden verbal, los demás se detuvieron tamb ién, y algunos pensaron en requerir las p istolas. Pero se

tranquilizaron cuando al Gen eral no se llevab a la diestra a la cintura, en el relamp agueante ad emás que le era tan familiar. Estaba enmudecido, fijos los ojos en el espectáculo cercano. Se trataba de una parcela distinta a las demás que hab ía recorrido en la jurisdicción. La gu erra hab ía pasado con sus fatales jin etes, sobre aquellos terrenos, dejando esco mbros a su paso, troncos desastillados de árboles, qu e parecían muñones, p ostes de telégrafo de los cuales pendían los ahorcados comidos a medias p or los zop ilotes, restos de chozas que habían sido presas de las llamas, jacales dentro de los cuales, con boquetes abiertos p or el cañón, germinab a la inmundicia. Pero aquel trocito de tierra era una tacita de pista entre el desorden. Su vista conmovió a Villa que, señ alando h acia adelante, no dijo más que una p alabra: “M iren”. El dedo p ermanecía fijo todavía, durante largos segundos. Todos los ojos siguieron la dirección. En el confín, un indígen a arab a. La y unta sobreviviente recorría el camp o con p ereza, en tanto que el labriego empuñaba el timón del arado. La reja se hundía, haciendo brotar a ambos lados un efímero y diminuto oleaje, co mo en los costados del buque qu e romp e las aguas en su marcha. Fueron acercándose p ausadamente al camp esino, que no se sorp rendía con la visita de aquellos militares. Seguía su labor, como un a devo ción sagrada, casi sin levantar la v ista, azuzando a los buey es. Y esta indiferencia acabó de imp resionar a Villa, que dijo: “Si tod os nosotros hiciéramos lo que h ace ese hombre, nuestro p aís s ería u n pueb lo grand e y no tendríamos más revolucion es”. Bajó d el cab allo, saludó al ind io y le p idió p restado el arad o. Gritó a los buey es y , emp uñan do la mancera, gu ió p erfectamente el filo, trazando tres surcos p erfectos en cosa de u na media hora. Exclamó : “Yo tamb ién he sido ran chero. M iren la prueb a”. Entregó el aparato de labranza al indio imp ávid o y se buscó en los b olsillos al mismo tiemp o qu e se limpiaba el su dor de la frente. Pero no hallaba dinero y recurrió a sus co mp añeros: “Pásenme un os centavos p ara p agar a este ho mbre el alqu iler d e su arado. Yo n o llevo nada encima”. Era v erdad. Entre todos reunieron unos cuantos p esos, que fu eron a p arar a las manos del ind io. Este s igu ió su lab or fran ca, honrada, sud ando bajo el sol.

De un brin co, el general qu edó so bre la silla. El caballo se arqueó un tanto y marcó los p rimeros comp ases d e una carrera so metid a. Pero no corrió. Fu e al p aso, co mo habían llegado todos , detenidas las bestias por el freno, como en un p aseo ciud ad ano. Panch o Villa no volvió a hab lar más durante ese día. A las d iez d e la noch e regresab an al camp amento.

EL GUAJOLOTE D EL H EROE p or J. Ramos La Crónica (San Francisco), 28 enero 1917 . En la serie “Anécdotas d e la Revo lució n”

Como te lo anunciamos, lector, vas a leer ahora la anécdota p rometida sobre el señor licen ciado -Don Pascual M orales M olina, el héroe que, p or su esp íritu de ahorro, estuvo a p unto de ir a la tumba. Triunfante el mov imiento qu e en cabezó el señor Carranza llegó al Estado de México, en calidad de Go bernado r, el señ or licen ciado M orales Molin a y llegó, naturalmente, rodeado de un gran séquito de militares que fo rmaban su Estado M ayor. Entró a la casa del Gob ierno y p rotestó indign ado p or el des p ilfarro qu e los gob ern antes anteriores tuvieron en sus ad min istracio nes. ¿Có mo era p osible que se emp leara a d iez mozos? ¿Cómo qu e s e barriera diariamente y se limp iaran las alfo mbras ? H abía qu e hacer econo mías desde lu ego. Y a esta idea obedeció la ord en d ada p or el señor Goberñ ador carrancista, para que fu eran expulsados todos los mozos y que la limp ieza la h icieran los so ldad os cada o cho días. Pero ocu rrió un su ceso que es el que motiv a esta an écdot a y que por verídico lo cuentan los h ab itantes de la cap ital del Estado d e México. El señor Gobernador no tenía cocineros fran ceses como otros generales, p refería la comida mexicana. Y esto p or un amor p atrio desenfrenado. A su servicio estaba una humilde anciana, india como el señor M orales M olina, y que guisab a como nadie en Toluca frijoles y enchiladas, y que “para condimentar un p lato de alcociles no tenía rival en el mundo ” según la op inión del señor Gobernador. Y bien el señor Licenciado que gustaba de ir p ersonalmente a la p laza a comprar sus provisiones p ara con ellos velar p or los dineros del p ueblo, adquirió un guajo lote. Iba a ser sacrificada dicha ave d e corral la vísp era del día del santo del señor Gobern ador y p or eso con anticipación llevólo a la casa de Gobierno y ordenó que se en gordara al animal con todos los desp erdicios. La cocinera cu idaba al guajo lote con un empeño digno de mejor causa. Pero, eso no obstante, murió el animal víctima de alguna enfermed ad p ara la

cual no fueron suficientes todos los remed ios que le ap licó la cocinera. El Jefe de Estado May or del General y Gobernador, al sab er la muerte del gu ajolote, protestó enérgicamente contra la co cinera. Esta declaró que no se sentía culpable y que p or ningún motivo comunicaría al “señor” gobernador lo que hab ía p asado. Los oficiales que recibieron órdenes p ara comunicar la noticia se negaban igualmente a h acerlo. La cocinera se d isculpaba de no p oder p rep arar el gu ajolote la víspera del d ía del santo del Gobernador, p ero éste no creía en el fallecimiento hasta que la anciana lo llevó al corral y le p ostró el cadáver y a más que mal oliente del guajolote. “¡Caramba!” rep licó el señor M orales M olina, p reso de una excitación n erviosa qu e no cuadraba con su temp eramento, “y ahora ¿qué les voy a dar de co mer a mis invitados?” Como la cocinera no estaba dentro de la Ordenanza M ilitar, el Jefe de Estado M ayor fue quien p agó la falta con un d ía de arresto.

El cuadro costumbrista Leal dice que los cu adros costumb ristas son un a forma primitiva de cuento y que es una forma p revia a éste. Pero, s i bien es v erdad qu e existió un a trad ición costumbrista latin oamericana desd e Jos é Joaq uín F ern ánd ez de Lizardi (1776-1827), Leal d ice qu e los cu adros d e costumbres que se p ublicaban en grand es cantid ades en los p eriódicos de la época ro mánt ica nad a le deb en a Lizard i y mucho a los costumbristas españo les como Serafín Estéb añez C alderón (“El so litario ”), R amón M esonero Romanos (“El 25 curioso p arlarte”) y Mariano José de Larra (“Fígaro ”). Lu is Leal exp lica cómo este género abund a en toda la América Latina desd e Chile a México y cit a a San ín C ano diciendo que los cuadros de costumbres en Colomb ia fueron tan abundantes porque “... su ap arente facilid ad convidab a a los escritores in exp ertos. Abund aron (en el romanticismo ) las co leccion es de artícu los de costumbres, y en las revistas semanales era la cosech a más copiosa. La p op ularid ad de unos años vin o a parar en el descrédito 26 de mu cho tiemp o”. Si b ien este fue él caso d el cuadro de costumbres en Co lombia, no fu e as í en el suroeste de los Estad os Unid os, p ues el cu adro de costu mbres se extend ió h asta la d écada d e 1930. El cu adro de costumb res mexicoamericano floreció desd e 1915-1935 y era un a narración co rta dond e se comenzaba con un a noticia más o menos relev ante y se glosaba co n anécd otas fict icias traídas a colación p ara amenizar, co nectar o criticar las not icias. Los temas todos eran cercan os al p úblico lector y tenían, las más d e las veces, relació n con la nu ev a realidad qu e el exiliado in migrad o, exiliado econ ómico o político, en frentó en los Estados Un idos, Las nuevas formas de v ida extrañaron al recién ven ido. El cu adro costumbrista sirvió co mo un ejemp lo o ilustración, unas veces como sátiras y otras como comentario y comp aración con las maneras prop ias de p ensar y hacer. Es esta n arración corta del cu adro costu mbrista la p rimera alusió n lo calista que se presenta en la literatura en esp añol en los Estados Unidos. Hasta aq uí los amb ientes o eran universales o mexicanos, p ero ahora y a n o; los temas s e ub ican en contextos inmed iatos al lector mexicoamericano, es d ecir, el co ntexto norteamericano. Este fenó meno es imp ortantís imo en la h istoria d e la literatura mexico americana en los Estados Un idos p ues marca el p rin cip io de un a con cien cia autónoma dentro del territorio nort eamericano. M uchos de estos es critores eran oriund os de M éxico, p ero se habían arraigado en los Estad os Unidos, b ien sea por v olun tad prop ia, exilio político, circunstan cias familiares, o co mp romisos econó micos. Vemos en estos cuad ros d e costumbres el p rimer intento d e descripción d e un a realid ad ch icana. El len guaje, el setting y los temas y a son típicamente ch icanos, diríamos. Se mezclan con u na facilidad aso mbrosa los id iomas, s iendo tod avía el esp año l la lengua p rincip al y el in glés la s ecundaria; es d ecir, aq uél mantenía la historia o an écdot a y éste la adorn aba, Por ejemp lo, el humor d e much os de estos cu adros cons iste en ju egos con el significado de las palabras en in glés o esp año l (“M is p ininos en el in glés”, “Los ‘p arlad ores’ de ‘Sp anish’”, “Por un ap ellido s e d esbarata una bod a”, y “Sp anish

Dep artments”). Este uso de las lengu as en muchos de los escritos cont emp orán eos chicanos ha dado un giro cop ernicano, s iend o ahora el esp añol el que ado rna y el in glés el id ioma d e b ase. Este fenómeno de la mezcla d el español y el inglés es un fenómeno temp rano en los periódicos. En 1877, un p ensamiento sobre la amistad en Las Dos Repúblicas de Tucson, se desp ide con un Thank you.27 En 1895 en El Trueno, de Tucson, ap arece esta nota: “En todas las ciudades en el Territorio no se p uede ver otra calle tan ilumin ada con flores naturales como la calle del Convento de Tucson: Es la calle que da a las muchachas más 28 sweet del Territorio. Ya a princip io de siglo la mezcla de los idiomas se hizo muy común, sobre todo en los artículos, cuadros y cuentos de costumbres. Jorge Ulica fue el que mejor usó esta técnica y comenzó a escribir sus crónicas (“Crónica ligera”, “Crónica diabólica”, “Seman a en solfa”) en 1913 en La Crónica d e San Francisco. Los ambientes d e estos cuad ros de costumbres tamb ién eran típ icamente norteamericanos. En algunos cuentos se mencion an y a los lugares (Tucso n, San Francisco , Los Án geles ), en otros h ay alus iones topográficas o características amb ientales que nos permiten id entificar el lu gar del cuento. Y quizás el elemento identificador más imp ortante de este tip o de literatura sea el de los temas. Hasta 1915 las narraciones literarias tenían esa p retensión universalista que sep araba la narración de los contornos sociales in mediatos en que se p roducía la obra; sin embargo, a p artir de 1915 los hechos y p reocup aciones comunes de cada día se hacen temas de las narraciones, p or ejemp lo, el tema de la identidad, que vemos en muchos cuentos e editoriales. No es que exista una crisis de identidad dentro del grup o, sino que la literatura responde al etiquetado errón eo que le p one la may oría dominante. Hay muchas narraciones que tratan de lo spanish, lo mexican o el vendidaje. A. de la Maza se queja p rimero de la distinción que hace el no mexicano de spanish y mexican, llamándole spanish a todos los mexicanos que tien en éxito y mexican a los trabajadores en el p eldaño más bajo de la escala social. Desp ués p asa a criticar a aquellos mexicanos que entran en el juego y tratan de p asar p or spanish cuando son mexicanos. Este fenómeno, tratado en los cuadros d e costumbre entre humorística y satíricamente, es semejante a la distorsión de qu e Carey M cWilliams habla en Al norte d e México en la 29 California mexican a. La id entidad chicana, como una tercera conciencia, todavía no aflora en estos cuadros de costumbres, es, más bien, un conflicto cultural y racial entre una identidad mexican a y una norteamericana, de la misma manera que lo p resenta teóricamentee José Vascon celos 30 en su libro La raza cósmica. La p alabra “chicano” que ap arece y a en 1920. En estas narracion es significa precisamente mexicano sin el matiz diferenciador que tienen estos 31 dos términos hoy . Las dos p alabras son, hasta la década de 1940, lo mismo, con la simp le d iferen cia qu e los “chicanos” de entonces eran los recién llegados a los Estados Unidos y mexicanos los de ascendencia mexicana qu e y a llevaban más tiemp o aquí. En resumen, en cuanto a la

identidad las narraciones costumbristas nos hablan d e un conflicto en el grup o creado p or la imp resión dislocada de qu e del mismo tiene el grupo dominante. Otro tema relacionado con la identidad, ad emás del v endidaje, es el d e la autocrítica. El contacto con otra forma de v ida h izo que unos escritores criticaran al mismo grup o y que otros criticaran al “otro”. La autocrítica al grup o fue muy imp ortante, y estas narraciones siguen en esto toda una tradición h ispanomexican a desde el siglo XIX de introspección colectiva. Kaskab el, uno d e los autocríticos más mordaces, es un Larra mexicoamericano. Quizás su narración. más imp ortante en este sentido sea “Nueve años desp ués”, en la que ironiza sobre las dicotomías civilización/b arbarie, M éxico-Estados Unidos, nacion alextranjero, ilusion/desen gaño. Otras veces hostiga sin p iedad males “nacionales” co mo si fuera un hijo desnaturalizado, como un Larra afrancesado (“Nuestra mala suerte”). Estos estudios del ser nacional, a man era de anécdotas o p equeños tuertos didácticos, son un precedente de los ensay os entre literarios y científicos que se han p rodigado sobre el carácter mexicano a p artir de la década d e 1930. El cuadro costumbrista está entre el artículo de opinión y el cuento costumbrista. Del primero tiene una introducción y un desenlace y del segundo una anécdota central que ejemp lariza la tesis de la introducción y el desenlace. La elaboración de esta anécdota varía, y su extensión tamp oco es fija. Es imp ortante este género narrativo p orque podemos decir que es la raíz literaria e ideo ló gica de much a de la literatura chicana contemporánea, sobre todo de la literatura desde 1959-1974.

NUESTRA M ALA SUERTE p or Benjamín P adilla [El m osquito (Tu cson), 31 agosto 1919, p . 4.]

Sería tarea d e romanos y hasta d e “roman as”, estudiar los múltip les defectos de nuestro caráct er d e mexicanos qu e viene a ser origen d e nuestro estan camiento, obstáculo de nu estra p rosp eridad y causa d e la brujez en que miramos naven ar much as v eces a nu estros p aisanos . En efecto. Es casi un refrán mexicano decir a toda hora: ¡Qu é buen a suert e tienen los grin gos! El cual refrán s e fun da en qu e un n ego cio en manos grin gas florece y en manos de mexicanos se lo lleva la tramp a. ¡Qué buena suerte! No es cuestión de suerte, amigos míos: es que el grin go se p one a trabajar co mo los ho mbres, d ed icándos e a él en cu erp o y alma mientras que cu ando un mexicano tiene u n nego cio, lo d eja en manos de d ep endientes, p orque cree qu e ser PATRON o jefe, es lo mismo qu e no trab ajar, y p asarse la vida con los p ies arrib a de una mesa, rascándos e la b arriga...! *** Y v eamos la vida desd e otro p unto, dejan do a un lado y p ara otra ocasió n el que se refiere al trabajo, Sup on gan ustedes qu e un gringo y una grin ga se cas an. A lo sumo , hacen un viaje d e bod as d e tres días. Vuelv en. El s e p one a trabajar; ella toma p osesión d e su casa, en d onde s e le ve con las man gas hasta los codos, muy trabajado ra, muy hacendos a, p ara q ue el marido encu entre s iempre limpio aquel n ido de amor, que es al mismo tiemp o el d escanso d e sus fatigas... Su vid a es d e tranquilidad y de sosiego : se ve qu e son felices, p ero sin gran des alharacas, co nvoqu e comp renden que es as dichas son más bien p ara sabo rearse en lo intimo que p ara presumir en p úb lico... Veamos ah ora a d os mexicanos. Sup on gamos que no la s aqu e d e su casa a la fuerza, con el juez civil, s ino qu e todo se arregle pacíficamente. Comienza p or ech arse “dro gas” de todos gén eros al grado d e qued ar vendid o por diez años, lo menos: h ace un viaje de b odas en el que gasta todas sus eco nomías y que dura un mes, con menos cabo d e sus negocios; vuelve y casi n o va a la oficin a p or estar chiq uiando a la mu jer, porque dizqu e es ¡muy amoroso!

En cuanto a ella, q ue cas i siemp re cree que el matrimonio es p ara des cansar y no volv er a h acer n ad a, se la p asa ley endo nov elas, tejiendo “una co lch a de cuadros” o yendo a v isitar todos los d ías a las amigas s olteras. No che a noche y , sobretodo, los m domin gos, sale aquella p areja hab lándos e al o ído, co n las anos tranzad as y muy juntos, ¡más bien p orque los v ea la gente qu e p or qu e sientan gan as de ir en esas fach as! ¿Qué resulta de todo esto? Resultan dos cosas. Que p or lo mucho que desatiende sus nego cios, el mexicano p ronto anda hablando con las piedras p orque no hay “bisnes” que anden solos. Y p or el mucho amor, a los tres años tienen tres parejas de cuates que ya los vuelven locos. Desp ués de cinco años p odréis ver el matrimonio grin go salir de p aseo un domingo: van los dos muy aseados, muy catrines, con dos rubios niños que caminan delante de ellos, riendo y jugando. Y en cuanto al matrimon io mexicano, él todo chamagoso, con los bigotes caídos, los zap atos sin tacones y la corbata como escapulario. Ella medio d esfajada, con el chon go que p arece estrop ajo y la cara de hambre. Adelante de ellos caminan nueve criaturas con las medias caídas y la cara chorreada y los vestidos rotos. Al lado una p ilman a con una criatura en los brazos y la esp osa... y a en mal estado. Y luego solemos decir: “¡Qué mala suerte tenemos los mexicanos”.

NUEVE AÑOS DESPUES por “Kaskabel” El Tucsonense (Tucson), 31 agosto 1926. Pseudónimo de Ben jamín Padilla. Pero hombre, ¡amigo! ¿Será p osible que usted, ser aparentemente racional, hay a cambiado ese p araíso d e tranquilidad que se llama California p or ese encantador Purgatorio de inqu ietud y zozobras, mal de estomago y p enas...? O es usted muy patriota o muy otra cosa. Al oírlos, sonrió con esa dolorosa sonrisa qu e inmortalizó al niño de San Antonio.

Porque ¡oh sarcasmo! M e lo dicen los que no han salido jamás del país, los que a semejanza de los tiernos bebés se la han p asado llora y llora, y mama y mama, co mo dice la frase grafica, acurrucados en el regazo no muy cariñoso, p ero sí calientito de la madre patria. Cierto es que la civ ilización es una cosa encantadora. Pero h ay momentos en que se siente la nostalgia de la barb arie. La quietud, la tranquilid ad, llegan a emp alagamos co mo si fueran miel d e cajón y exp erimentamos una extraña sed de algo amargo, inesp erado, aunque sea doloroso, que romp a la monotonía de una v ida sin color. Además y o creo que un mexicano qu e se estime en algo no vive feliz en un p aís donde no se p ueden disp arar balazos, sino con permiso de la autoridad. Esa existencia estándar isócrona-monótona, que p arece el ir y venir del p éndulo del reloj, es una cosa asfixiante. Pro gramas de v ida qu e jamás sufren alteración: ¡levantarse, comer, trabajar, acostarse y volverse a levantar! Y esto diariamente, durante 365 días que tiene el año. ¿Es conceb ible un p aís donde todo mundo trabaja, h asta los políticos? ¡Caramba! Si Dios, que es Dios, cuando hizo el mundo trabajó seis días y descansó uno, ¿no es justo que nosotros, modestísimas larvas, átomos insignificantes, trabajemos uno y descansemos seis? El mexicano de verd ad, el descendiente en lín ea recta o chueca de Cortés y de la Malinche, de Cuauhtémoc y de Sor Juana Inés, de Villa y la Corregidora, de Carranza y de M aría Pistola, p odrá vivir, crecer y quizá hasta engordar en el ambiente americano. Pero y o, que todavía traigo la huella d e las lágrimas en la p echera de la camisa, digo y sostengo que no se puede ser feliz en un p aís donde todo es orden, disciplina y obediencia. Donde el gendarme, además de no usar linterna, es un ser respetable. Donde el rico tiene la osadía de viv ir tranquilo y ser dueño de lo suy o. Donde los dip utados no matan, ni los camion es atropellan, ni los municip ios roban. En un p alabra, donde hay salud, pero no revolución social, la vida es imp osible. El fermento de estas líneas lúgubres me duró nuev e años; al fin hizo explosión. Cierta noche me soñé bañándo me en Chap ala, rodeado de p uras trigueñitas que hablaban esp añol y chiflaban el himno nacional. Al desp ertar, me sabía la boca a gu ay abate de Morelia. El p atriotismo se me recrudeció. Erguí la altiva frente y dije: ¡M e voy! ¡Arreglé todo en tres p atadas!

Cobré a cuantos me d ebían. No p agué a nin guno d e mis acreedores, y con más maletas que una comp añía d e cómicos, volé a la estación. ¡La hora anh elad a; abrazos ap retados; estrechones efusivos; olotes en las gargantas; frases medio entrecortadas por la emoción! Carreras, subidas al tren que arran ca silencioso, tan lentamente que ap enas se advierte... El grup o de amigos qu eridos se aleja, va borrándose; p añuelos que se agitan; p escuezos que se estiran y al fin d esap arecen... adiós. ¡A la patria! Ya no sufriré el despotismo altanero de estos grup os, y o humilde y atemorizado extranjero! Voy a mi tierra, voy con los míos, con mis hermanos aunque sean inditos. ¡Donde todos nos vemos con cariño, sin jerarquías que desp ierten la envidia, sin altanerías que nos humillen, ni cárceles que nos asusten, ni gendarmes que nos aterroricen! ¡Qué lindo, qué delicioso volver al seno de la familia, al regazo de la Patria! Con estas ideas melifluas, arrollado p or el vaivén del tren que volaba, me quedé dormido. Soñé que llegaba a M éxico, dond e me recib ían con una lluvia d e serp entinas y flores. ¡Un gend arme p rieto y alto de guardia en la estación me arreglaba y me daba un beso en los bigotes! Desp erté y oí una voz que gritaba: “¡Laredo! Era nuestro conductor, que aunqu e por lo requemado se veía que era d el p aís, ¡hablaba trabado p or haber dormido al lado americano! ¡El corazón me echab a maro mas p atrióticas en el p echo e imp ulsos de la emoción! ¡A1 fin llegamos! ¡Abajo todo mundo y a abrir las p etacas! ¡Qué sabroso poder hablar uno su idioma y que lo entiendan! ¡Sab er decir una bro ma, esp erar un refrán o contestar una hablada! Me sentía en mi casa, y hubiera querido decir a todos aquellos prietitos que atareados como hormigas registraban los baúles de los entumidos p asajeros: «M íreme, amigo, ¿no me conoce? Yo mero soy . Vuelvo desp ués de 9 años de vivir en ese desierto atestado de gente.» ¡Veía con lástima a los p obres extranjeros que h ablaban a señas, exp licando el contenido de sus petacas! ¿A mí abrírmelas? ¿A mí, que volv ía a mi tierra desp ués de 9 años? Con seguridad que no. A ellos sí, porque son extranjeros. Pero a mí, p aisano, amigo mío de la casa ¡hab ía su diferencia!

Volvió me a la realidad un jalón de saco de un señor de cachucha con bigotes, que lo escaso estaba balan ceado con lo largo. “¡Abra esa p etaca!”me d ijo con un a dulzura de carcelero. Obedecí. Quizá cree que soy alemán, pensé con el optimismo p rop io del afligido. Las p etacas bien repletas de tiliches al ser acomodadas p or manos femeninas y cuidadosas, con toda calma y p aciencia, revientan al abrirse co mo si fueran latas indigestas de sardinas. ¡EL gu ardia revolvía todo sin miramientos! Como un relámp ago, vi ante mí lo se me esp eraba. Aquel hermanito, con instinto de bulldo g, iba a vaciármelo todo; llegaría la hora de p artir el tren, y los nervios, las p iernas, el retaque, y no cabría aquello en la petaca ni a balazos. “M i distinguido y amable gu ardia”le dije, con voz lo más dulce p osible”. Nada traigo de contrabando, ni p rohibido, ni sosp echoso. Soy hombre de bien y soy mexicano... “¡Pos p recisamente! Y escarbaba, lanzando unos resop lidos siniestros, no sé si p or la falta de p añuelo o p or el exceso de celo en el cump limiento de su deber. Todo lo veía. Lo sop esaba. Lo mordía. Lo olfateaba. ¿Y esto? “M i estimado conciudad ano”le dije, y a casi enternecido”. Son mis zap atos de uso personal. Puede usted olerlos. “¿Pues cuantos p ies tiene? “Dos nada más”contesté con modestia”, p ero hay que tener remuda.... Lanzó un gruñido y dijo entre dientes: “¡Parece que va a p oner tendejón! Entre tanto, mi familia comenzaba a hacer p ucheros, sentados sobre un veliz que habían logrado jalar, p ero que p ermanecía con las tapas abiertas como un bagre muerto. El celoso gu ardián seguía vaciando los baúles con una furia agrarista. Ya sentía qu e sudaba algo más que un Nazareno en baño turco y acá en lo íntimo, lo muy hondo del p echo, me dolía p ensar que todos aquellos extranjeros sin la menor molestia

estaban y a rep antigados en sus asientos, fumando silenciosos sus grandes p ip as mientras yo, el mexicano, el que soñaba en regresar a su p aís, y sentir el calor d e la p rop ia raza, estaba aun allí, sufriendo co mo un facineroso. Cuando volví en mi, ya no era un gu ardia, sino tres los que escuch aban d izque p ara acabar pronto. Aquello más bien qu e equip aje era un escarbadero d e gallinas cluecas. Todos los p asajeros habían tomado sus sitios, y el conductor con su inmensa levita azul y sus botones dorados echaba al p asar unos ojos como diciendo; “Estos se quedan. Un señor de color blanco con una cachuch a con orejeras caladas, no sé si p or frío o p or no oír alusiones p oco cariñosas, contemp laba la op eración con las manos metidas en los bolsillos del p antalón y con la misma fría sonrisa con que me contaba mi nana qu e Nerón veía in cendiarse a Roma. “Es el jefe... “me dijo con ternura, la única alma buen a y comp adecida que había allí: la Providencia d isfrazada de cargador de nú mero. Vi el cielo abierto. Reuní a mi familia. Ordené a las chicas que lloraran mientras y o, de una p isada certera en un callo, h acia llorar a mi cónyuge, y todos reunidos y en actitud de cuadro plástico nos p resentamos al jefe d e la cachu cha y y o le dije: “¡Señor, p iedad! ¡Somos mexicanos qu e volvemos atraídos por el imán de la Patria! Esos velices que allí veis, hinch ados como acordeones, son el fruto mezquino de nueve años. Nuestro menaje modesto. ¡Nada más! Somos honrados, no obstante ser vuestros p aisanos. ¡Señor! ¡Tened p iedad de nosotros! ¡Yo mismo me sorp rendí de mi elocu encia! El jefe se conmov ió visiblemente y ordenó que aquellos tres bulldo gs dejaran de escu lcar. A las volandas retacamos todo: las cucharas envueltas en las medias usadas, las servilletas dentro de los zap atos, p añuelos de asp ecto sosp echoso dentro de la taza y los vasos... ¿Qué imp orta? ¡Pronto, que el tren va a salir! Al fin vimos aventar estrep itosamente nuestras p etacas al carro del exp ress con ese movimiento característico que gastan los mexicanos. Lanzamos un resop lido que era a la vez descanso, satisfacción, tranquilidad y sosiego desp ués de horas tan amargas, y casi desfallecidos nos dejamos caer en los asientos. El cielo limp io y azul, el ambiente suave y acariciador, y ese env ío esp ecial que d esp iden las tierras trop icales me llen aban el cuerp o y el esp íritu de la p atria que no asp iraba desde hacia tantos años.

Se ap oderó de mí una embriagu ez indefinid a, una alegría sin limite, berbetead a, en todo mi ser; sentía ganas de relin char, y acordándome y a sin rencor de los guardias berrendos de la frontera, me p aré en el resp aldo del asiento, enarbolé mi cachuch a en la p unta del paraguas y , evocando las vibrantes estrofas de nuestro himno nacional, grité emocionado: “M as si osare un p aisano y amigo retomar a su casa y su suelo, p iensa, oh patria querida, que el cielo un malcriado en cad a hijo te dio.

LAS M UJERES QUE VUELAN Anónimo [El Tucsonense (Tucson) 5 junio 1928, p . 10. De la column a “Indiscrecion es de la semana”.] La afición aérea de nuestras flappers más o menos “chicanas” todavía, a p esar de la manita de gato que las hace aparecer de un blanco sosp echoso y de la lengu a que hace a uno que las tome por norteamerican as cuando la vista no rectifica los datos prop orcionados p or el simp le oído, es cada día más intensa. Todas quieren ahora volar (to “flap”) ¿no quiere decir p recisamente eso, agitar las alas para volar? El otro día volv ía y o a las tres de la mañan a de lu gares “nomsanctos”, cuando en el “p orche” de una casa sorp rendí este diálo go que es todo un signo d e los tiemp os: “Pero muchacha, ¿qué horas son estas de llegar?”, decía escandalizada la autora d e los días de una p eloncita a medio vestir que llegaba en esos momentos a su hogar. “¡Ay ! mamá, no seas argüendera.,. p os qué no ves que me fui a volar con fulanito? Nos juimos hasta Santa Rosalia, sin escalas, “round trip” se nos hizo noche y no p odíamos aterrizar en este sitio y fulanito crey ó op ortuno ap rovechar la ocasión p ara batir el “record” de resistencia... “ “Al que h as h ech o b atir el “record” de resistencia es a tu p adre, mu jer, métete antes que te “aterrice” u nos leñ azos en la esp ald a”. “M ira, madre, si no mod ern izan sus p rocedimientos, me p elo vez de casqu ete en el “Esp íritu de C ontrad icción” y no vuelvo a poner p ie de este lado del Atlántico ”. “Ya estaría Carlota Lindb ergh, no más esa me faltab a: ora y a ni d e “la máquina” te preocupas”. “Hace más de quin ce días qu e tienes metido el “C adilá... en el garage”.

“No necesito ya ni el “C adilac” n i el “ garage”: ah ora me v an hacer un “han gar”, sabes, para un “Junk er” retemono que v i en u na exhib ición de “monos ” planos en San Diego . “Ah, y desde mañan a tú y y o vamos a h acer n osotras mismas nuestro av ión. Será un avió n. “home mad e” qu e están ahora d e mod a. Yo ap rend í en la fábrica de Tijuan a cómo se hacen: Se co mp ran todas las p iezas en San Diego y luego se cons igu en mecán icos americanos q ue las armen. ¿Sabes ? Es mucho más econó mico, p orqu e las piezas son facilís imas de p asarse de contrab ando. En San Diego h ay y a tiendas d e cin co, diez y quince q ue n o te v end en más que p iezas de aerop lano”. En esto hace ap arición en el “p orche” como tercero en d isco rdia el ex-jefe de la familla terciando en la controv ers ia. “Pero mujer quieres dejar en p az a mi hija. ¿A ti quién te dijo n ada p orqu e llegaste a las 12 de la noch e con . todo el automóvil en lodao, p onchad o y con una salp icadera hecha una lástima? No seas conservadora. La tardanza de “Kique cuestión de gradios. A ti te toten” (la hija aviadora no es más con la ép oca de los automóviles, vieja, deja q’ mi hija goce su hora, la hora del aerop lano, la hora de las alas). El viejo (que por las trazas le había tocado la ép oca de los coches tirados p or mulas) estaba visiblemente emo cionado. Levantaba los brazos en alto y la sábana ech ada sobre ellos y sobre los hombros, le daba el asp ecto de un fantasma, de un fantasma de otro siglo y otro mundo.

COSAS DEL MODERNISM O p or M artín M arton El Mosguito (Tucson), 1 noviembre 1919, p , 4.

Los tiemp os han p rogresado y ahora todos queremos vivir con arreglo al último grito y tomamos té con música, aunque no nos du ela el estómago; susp iramos p or un auto, y nos volvemos locos de entusiasmo en las casas modernas. ¡Uh, esto sobre todo! Hay quien lleva unos zap atos que, p ara salir a la calle con ellos, necesita sujetarse a la garganta del p ie con unas horquillas de su señora, y , sin embargo, p one todo su orgullo en que vive en un a de esas casas modernas que tien en baño, teléfono, jardín y el p ortero sabe jugar al tenis. Las señoras, sobre todo, están encantadas con semejantes casas. ¡Si todos los adelantos modernos que tienen sirvieran, efectivamente p ara algo, la vid a sería más agradable que una mermelad a; p ero ¡ay ! ¡desgraciadamente no es así!

Hay casas de éstas donde a las doce de la mañana no han tenido un a gota de agua. “Pero, portero, ¡p or Dios!, que estamos sin p odernos lavar!” “¡Ah! ¿pensaban ustedes lavarse hoy también?” “Sí, señor, hemos adquirido el v icio d e andar aseados”. “Pues deben corregirse, p orque el casero no está disp uesto a que p resuman ustedes a costa de su bolsillo”. “¿Y a él qu é le imp orta?” “Pues que tiene contratados cinco litros diarios y ay er han consumido más”. “Es que tuvimos convidados, y como les obsequiamos con p olvorones, todos bebieron agu a”. “¿Pues otra vez les llevan ustedes a San Javier y allí los obsequian. Ahora ya no hay agua hasta p asado mañana. Pues hombre, ¡n i que hubieran ven ido a p ie desde el d esierto de Sahara!” Los vecinos aquellos, que se mudaron a una casa elegante y moderna están ap unto de rabiar d e sed o de ser rechazados de todas p artes, p or llevar la cara co mo si estuviesen en una carbonería gan ándose el sustento. Hay casas de éstas en que los vecinos tienen que bajar p or agua a una fuente inmediata, pasando p or la vergü enza de ser sorp rendidos p or algún conocimiento. “¿Qué es eso, don Fructuoso? ¿Usted con esa cubeta?” “Es como medicina. El médico me ha d icho que la v ida sed entaria no me conv iene, y que debo hacer ejercicio, subiéndome dos o tres cubetitas de agua todos los días”. “¡Qué cosa más extraía!” “¡Cosas de la medicina moderna!” Llega un vecino, se mete en el jardín y cuando se disp one a cortar una flor surge el p ortero airado que le dice: “¿Qué está usted haciendo?” “Ya lo ve, cortando una florecilla p ara el ojal”. “Eso es un abuso, las flores están p ara el adorno de la casa”. “Pero hombre, si una flor no vale nada. Además, ¿qué me p ongo en el ojal?”. “Póngase usted un demonio... p ero como yo le vuelv a a ver estrop eando el jardín, le mando con un gend arme”. “Poco a p oco yo p ago la renta con toda p untualidad”. “Vay a, salga d e aquí inmed iatamente o le suelto el p erro”. Es terrible la tiranía que ejercen estos p orteros de casas modern as p ara ad ministrar los adelantos que pusieron los dueños a disp osición de los inquilinos. “¿Puedo hablar p or teléfono?” “Según, ¿es p ara algo necesario?” “Hombre, cuando voy a hablar, señal de que sí”. “Es que quiero y o oír lo que dice”. “¿Y a usted qué le importa?”

“M e importa, porque el teléfono no está p uesto p ara trivialidades. El otro día el vecino del tres lo utilizó p ara llamar a su amigo y arreglar con él una juerga en Rillito y eso no lo consiento”. “¿Tan moralista es usted?” “¡Narices! Aquí no se puede hablar más que para llamar a un médico, o al Juzgado o a los bomberos”. “Vamos, s í, p ara cosas agrad ables. Pues, nada, p uede usted darle un caldo al teléfo no. Si qu e son útiles estas cas as co n todos los adelantos!” ¡Y p ara eso es p referible vivir en un a choza! Qu e no será bo nito, pero está p or comp leto a d isposición d e q uien la hab ita. ¿M odernid ad es, no ?

LOS COBRADORES AMABLES por “Kaskabel” [El mosquito (Tucson), 6 diciembre 1919. Pseudónimo d e Benjamín Pad illa.]

Todo cobrador, p or el sólo hecho de serlo, es un ser feo, chocante, rep ulsivo. Es el verdu go de nuestros bolsillos. El asesino de nuestro bienestar. La sombra de nuestras dichas. Es nuestra con cien cia vestida de p aisana, que se nos anda ap areciendo cuando menos los esp eramos. El cobrador sin cartera, ex-cátedra, digamos, p uede ser ap reciable cab allero, digno d e que se le ofrezca d e corazón una cop a. Pero, en fun ciones, es ap enas acreedor a una p aliza: desp ierta nuestras iras y hasta nos hace concebir ideas criminales. Por todo esto se comprende que, p ara ser cobrador, es p reciso, en p rimer lugar no tener callos: ser cruzado de andarín: p oseer una p aciencia que haga enojar al Santo Jacob y un lomo donde se resbalen insultos, malas caras, cerrones de puerta y otras demostraciones del mismo p elo. Hay que convenir en que es un desaho go humano y sabroso hacer gala de nuestra soleanía en nuestra cara (cuy a renta no h enos p agado) cuando v a el cobrador a llevarnos el recibo. “Le he dicho a usted mil veces que me lo lleve al d esp acho...! ¡Aquí vengo a descansar, no a que me molesten!” “Pero mil veces lo h e llevado al desp acho y nunca está el cajero!” “¿Eso quiere decir que soy sinvergüenza? Salga uste o lo demando con el gendarme!”

Se exp erimenta cierto gozo al encontrarse con un cobrador malcriado, p orque ellos son válvula de escap e de nuestras iras. “¡Es uste un bribón, - malcriado!” A veces llega la ira hasta hacer recuerdos poco afectuosos, de la familia. El cobrador, si tiene disp osiciones para el emp leo, debe callar y sonreír. Oír las vigas como si le d ijeran que “¿tomas?” y en todo caso contestarlas de la camiseta p ara dentro. Pero la última creación en cuestión de cobradores, son los cobradores cariñosos y educados. Estos p onen los vellos de puntas; sublevan el ánimo: revuelv en el estómago: albo rotan la bilis: interrump en la d igestión. Llega él, muy peinado, excesivamente atento, besándose las rodillas de p uro resp eto. “¿Cómo está usted señor? ¿Cómo está su estimable familia? ¿Bien? ¡Cuánto lo celebro! Perdóneme señor qu e ven ga a imp ortunarlo: y o no quisiera p orque Ud. es persona ocup adísima a quien estimo y resp eto...”. Y desp ués de un exordio p ronunciado con voz melosa y actitud sumisa, va p resentándole un facturón que causa frío! ¿Habrá alguno que ten ga corazón de arremeter a p alos contra aquel buen señor, casi cordero, que se p resenta cargado de excusas y lleno de mieles y flores? ¿Habrá quien se atreva a dejar chato de un cerrón de p uertas a aquel buen sujeto, que más que cobrador es un tratado de educación con pantalones? Yo, al menos, no tengo corazón tan duro ni valor tan grande. Me como mi b ilis. M e muerdo un brazo o cualquiera otra cosa, y en cuanto se va, reviento como un zop o, mientras el atentísimo cobrador me hace la última caravana desde la orilla de la banqueta...

LA FIEBRE DEL AUTOMÓVIL por Jorge Ulica [El Tucsonense, 25 agosto 1923. Pseudónimo de Julio G. Arce.] ¡1,000,000! ¡Un millón! Si señor, un millón de auto móviles van o vienen y a por esas calles y p or esos caminos, desp achurrando gentes y haciendo otras averías de menor monta. Así lo d ice la Comisión de Tráfico del Estado de California con una alegría inconmensurab le...

De allí resulta que sólo unos cuantos desaforados no p oseen su “carro”. Lo tiene el albañil que resana los techos para evitar las goteras; el remendón que p lancha limp ia y tiñe los trajes viejos; el p lomero que comp one las llaves del agua; el criado que lava los platos en los hoteles; el gendarme d e la esquina, qu e llega a su p uesto en su p rop io auto y lo mantiene en las cercanías hasta que termina su turno; el encendedor de los faroles del alumbrado... ¡En fin, el mundo entero! Tal cosa me llen a de env idia, de una envidia in controlable que me hace morderme los dedos, estirarme el p elo hasta exp onerme a la calvicie y sufrir unos terribles dolores de estómago. ¡Y si eso fuera todo! Pero es el caso qu e ind ividuo sin automóvil es, en los tiemp os que corren, un sujeto desp reciable. Lo p rimero que p reguntan las mu jeres al hombre en estado d e merecer mirad as y sonrisas, es p or la marca d e su “máquina”; los hombres d e n ego cios no at iend en s ino a q uien v a a verlos “trip ulando ” automóv il, y hasta para cons egu ir emp leo es neces ario adq uirir antes un fotin go median amente presentable. Por eso mil veces p ensé en hacerme de un carricoch e de los que se venden cas i de desecho, en los almacen es de barrio; p ero el horroroso problema de la manutención del v ehícu lo - garage, gasolin a, rep aracion es y extras - suspendía mis imp ulsos adqu isitiv os. Y en esa situación se vino la gira anual automov ilística de los periodistas de pro. La d isyuntiva, p ara mí, no p odía ser más terrible: o me hacía de automóvil p ara ir al paseo o no se me cons ideraba “p lumario ” de altos vuelos. C eloso , como soy de la buen a rep utación p eriodística, op té por adquirir un carro. Así lo hice. Sup e qu e la Co ast Auto-Fire Co. estaba v end iendo automó viles barat ísimos, d e s egunda mano y reparados s ecun dum arte, y fui directamente con el “manager” de la empres a. Este me d emostró en un dos p or tres y por ce más de cuad rada, que no h abía carros en el mundo co mo los q ue allí remendab an. “¿De qué marca so n?” interrogué. “De una marca mixta de adaptación. So n tan sencillos como los Ford ; tan correlo nes como los Bu ick; tan econó micos co mo los Ch and ler; de t an elegante aspecto como los Pack ard, y tan silenciosos como los Nois eless. C ompramos carros d es trozados, cualqu iera qu e s ea su marca, a precios ris ib les, sep aramos las p iezas buenas y , combinando las d e unos con las de otros, hemos resuelto el p roblema de la modicidad de precios anudado al de la eficiencia”. Por 398.50 naturalmente, en abonos corvísimos, adquirí uno d e esos p rimores. *** El día señ alado p ara la excursión periodística o cup é el auto can dos de mis amados comp añeros de labores, y nos fuimos a la caravana, dirigiéndonos hacia cercanas p lay as, en donde debía establecerse el camp amento.

Doce millas antes de arribar al término del viaje mi auto se p uso tan caliente, que era imp osible estar en él. Por un exceso de amor p rop io, soportamos dos millas más de camino, h asta que mis comp añeros y y o empezamos a despedir olor a carne asada. Nos bajamos, con el p retexto de que d eseábamos ver los primores de los camp os esmeraldinos y asp irar las brisas marinas, sup licando a otro excursionista que llev ase a remo lque nuestro auto. Por fin, acampamos. Mi coche continuó en movimiento. Su motor estaba bronco y no había qu ién p udiera detenerlo. Siguió calentándose hasta el rojo blan co y ni los chauffeurs más p eritos p udieron encontrar el origen del mal. Llegó la noche sombría y cada mochuelo fue a su olivo. C asi no dormí, pensando en lo difícil que ib a a ser nuestro regreso, con el automóvil conv ertido en una estufa en ign ición y con nosotros sin recursos pecuniarios. A eso de media noch e, p ercibí clamores de adoloridos gritos de angustia, resop lidos de monstruo fatigado, llantos mal contenidos, ru gir de fieras hambrientas... Era mi automóvil, que hacía todo género d e ruidos y que desp ertó a la caravana entera. Desvelados, de mal talante, los p eriodistas hicieron que mi coch e fuera retirado cinco millas del campamento, volvien do de esta manera, la tranquilidad y el silencio. Poco desp ués de que la aurora asomó en el Oriente p rendiendo el esp acio sus tintas multicoloras, etc., etc., sentimos algo como ruidos subterráneos, tembló la tierra y en las lejan ías, hacia el Sur, se levantó una enorme columna de fuego. ¿Un atentado din amitero en gran escala? ¡No! Era mi automóvil, que no p udiendo soportar el movímiento continuo y el calor excesivo, estalló en treinta mil p edazos. *** ¡Qué vergüenza la que tuve que sufrir! El acontecimiento fue comentado en la siguiente forma, por mis fraternales comp añeros de p rensa: “Es el resultado d e admitir en nu estro seno sabandijas de p ocos medios”. - Daily Telegraph. “Este chasco nos enseñará a ser más cautos en lo futuro y a no invitar a periodistas que usen “cheap cars”. - International Democrat. “Desde que vimos el carroche co mprendimos que era un amago a la colectividad ”. Sport Repository. “Debe ser p rocesado p or ignorante el escritorcillo que tal vehículo usa”. - Midnigh t Sun.

“Sentimos que no se hay an quemado sus formid ables sentaderas”. - Humanirist Recorder. “No encontramos p alabras bastante enérgicas p ara ap licar a quien nos exp uso a una catástrofe”. - Knighthood and Courtessy. “Que se vay a al infierno el p eriodista que ha tenido la osadía de intercalar su carro sucio entre los sanos y decentes carros nuestros. ¡Al infierno!” - Educa tional Review. Y tras de saborear tan bellas frases, tengo malas nu evas. La co mp añía aseguradora de mi carro no lo p agará sino hasta que ap arezcan las p iezas todas del automóvil, una agencia detectivesca and a investigando si la exp losión fue casual o si ten go y o instintos bolshiviques y destructores del género humano. ¡Dios me saque con bien!

LOS AMIGOS MEXICANOS por “Kaskabel” [Chantecler (Tucson), 25 febrero 1928.]

No hay p oeta más o menos greñudo y cursilón, que no hay a dedicado, cuando menos un soneto, a cantar las virtudes sublimes de esas esposas mexicanas que, mientras más frecuentes son las p alizas que reciben de sus cóny uges, o a medida que éstos son más mujeriegos, desobligados y parranderos, ellas se tornan más tiernas y cariñosas. M uy pocos, en cambio, se han o cup ado de ensalzar, como merecen, las excelsas v irtudes, la abnegación sin límites del buen amigo mexicano, capaz de todos los sacrificios, in clusive el de la p rop ia ep idermis, listo p ara todas las heroicidades, comenzando por los balazos, siemp re que se trate de defender o de salvar al amigo de corazón. Temo mucho p onerme romántico, qu e es la faz desagradab le d e la chocantería literaria, y por eso no intento hacer, a ren glón segu ido, una apología cu ajad a de elo gios de lo que son los verdaderos buenos amigos en esta tierra, donde los que no lo son se taladran el estómago p or una cop a de tequila. Basta decir en los negros días de la adversid ad, un buen amigo mexicano lo es todo: Providencia que nos cuida; mamá qu e nos alimenta; tónico que nos conforta, y sastre que nos viste. Si no tiene más que una muda d e rop a, el buen amigo es capaz de brindarnos los calzoncillos y quedarse con la p ura camiseta sin importarle un camino que tal indumentaria esté muy p oco de acuerdo con la decencia.

Estos son los amigos de veras; los d esinteresados; los que son siemp re los mismos, así suban ellos hasta la cu mbre o bajemos nosotros hasta la p orra. “¿Dónde están”, p reguntará algún incrédu lo guasón. En efecto: son muy raros, sobre todo en esta ép oca, en qu e la sociedad entera se rige p or aquel p rincip io maqu iavélico, síntesis de egoísmo humano, qu e dice: “El que tiene más saliva, traga más p inole”. Pero de que los hay , los hay. El trabajo es dar con ellos. *** Hay otra clase, mucho más baratos y de inferior calidad, qu e son los que p odríamos llamar amigos de conven iencia, de o casión, de temp orada. En cuanto un individuo sube y comienza a brillar, b ien sea por el p oder, p or el dinero, p or la celebridad o p or los tres capítulos, le resultan inmediatamente dos cosas: un enjambre de amigos y un montón de virtudes, gracias y cualidad es que antes ni siquiera sosp echaba. Mientras fue DON NADIE ni quién le hiciera caso, ni quién se fijara en él. Pero en cuanto se encumbra, resulta de un in gen io y una gracia p ara platicar que encantan. Inteligente que da horror. Culto que es una b arbarid ad. Y, sobretodo, simp atiquísimo... Yo he h echo esta ligera observación tratándose de p etroleros. Por lo regular son trigueños, p ero muy trigu eñitos. Hay cierta analo gía misteriosa entre ellos y el chapop ote. Y a p esar de que están muy lejos de p arecerse a Adonis, suelen exclamar los que los rodean: “¡Ay ! Es feito... p ero es tan retesimpático...!” Quizá su op inión no sería lo mismo si en sus terrenos, en vez de p etróleo, hubiera brotado agua salada! Pues bien. Al parejo de las virtudes les salen los amigos. Y cad a uno se disp uta el honor de ser el que más lo quiere. “¿Quién? ¿Fulano? Somos íntimos, casi hermanos”. Pero como en este marav illoso p aís se encumbran y se hunden ciertos hombres con una frecuencia y una gracia encantadoras, contemp lamos desde el tablado de nuestra imp ersonalidad, un espectáculo asaz divertido. En cuanto caen esos simpatiquísimos e inteligentísimos p ersonajes, p ierden su gracia y se les acaba el talento. La p arvada de amigos se disp ersa: unos de miedo y otros en busca de otro alero. Y cuando solemos en contrar a uno de aqu ellos que en la ép oca de esp lendor decían que eran “íntimos, cas i hermanos ”, y le d ecimos a q uemarrop a: “¡Pobre Fito! Tan íntimo amigo qu e era de usted...”.

El amigo de ocasión , el conv enenciero, contesta: “Pues amigo, amigo, no . Lo co nocí algo, ¿verdad ? Pero no p asó de allí”. Son los amigos interesados, que exp lotan la amistad como un a min a. So nriendo al qu e tiene, h alagando al que man da y volviendo sin p iedad la esp ald a al in fortunado q ue se hunde, sin importarles los favores que recib ieron de aq uellas manos p ródigas y cand orosas . *** Otro matiz de la amistad son los amigos sup erficiales, a qu ienes qu izá estimamos d e corazón, p ero de qu ienes só lo n os acord amos cu ando los vemos. Fisonomías que se b orran. Afectos que n o dejan huella. Amigos d e banqueta o de salón a quien es salu damos con cariño , no hip ócrita, s ino salido de la entrañ a. A veces h asta los abrazamos, o cuan do menos, un apretado estrech ón d e manos : “¡Caramba, Peritos! Pero, ¿qué te h ab ías h echo?” “¡Hombre, Jimen itos...! ¡Felices los ojos!” El abrazo d e rigor, y a p unto y coma, un d iálo go de p uras interrogaciones qu e ind ica claramente qu e se habían p erdido d e v ista desde hacia much os, much os añ os! “¡Demon io! Y te casaste, ¿o qué?” “Sí”, contesta el otro, con voz ap agada. ¡Ya ten go nueve h ijos! Y tú, ¿soltero todavía? “¡Desp ués de enviudar dos veces! Exclama, brillándo le los ojos, de algo que p arece alegría”. Cuando se dicen adiós, ofreciéndose verse, aunque bien sepan que quizá no se vuelvan a encontrar, dice cada uno : “Pobre Peritos... Y y o que lo hacía muerto desde que p egó la influenza esp añola!” Y el otro: “¡Ah que Jimenitos! El mismo de siemp re. Como un p elele de viejo y crey éndose un pollo de quince!” Una hora desp ués ni Peritos se acuerda de Jimenitos, ni a Jimenitos le importa un bledo que el pobre Peritos viva o muera! ***

Hay amigos a quienes decimos adiós con frecuen cia ¡y que no sabemos quiénes son! Estos son los amigos anónimos, que forman legión. Semblantes que nos son familiares; caras que vemos todos los días; timbres de voz que nos suenan en el oído como algo conocido. M uchos nos hablan p or nuestro nombre. Se informan de la salud de la familia y hasta nos traen recuerdos de amigos o hermanos ausentes! Para estos amigos anónimos traemos siemp re a la mano vo cativos vagos, indefinidos, que suavizan un poco la p lancha terrible de que nos hablen en diminutivo y nosotros ignoremos hasta su ap ellido. “M i amigo y señor... ¿qué tal?” Si la marea del afecto sube un p oco: “¡Hola, mi querido amigo!” Si el desconocido interlocutor se muestra muy confian zudo, le contestamos: “¿Qué hay viejo?” O bien: “M i hermano, ¿cómo te va?” Y así salimos del ap rieto, y sigue aquella amistad en estado de nebulosa ¡hasta que encontramos quien nos descifre la incógnita! *** No faltará quien p iense qu e p or qué no hablamos d e los falsos amigos, d e los prevaricadores, de los Judas, de esos que sólo acechan la ocasión para traicionar, poniendo en venta los secretos que la buena fe del amigo bu eno y candoroso sup o confiarles. De esos que hablan siemp re en tono meloso y dulzón y tratan a todos con un diminutivo almib arado que se les derrite en los labios. De esos que murmuran a la esp alda de todos y en cambio colman de elo gios y halagos al qu e tienen delante... *** No vale la p ena de amargarnos la boca. Sólo d iremos que hay que desconfiar de los hombres de azúcar, d e los que siemp re nos llaman con un diminutivo cariñoso, de los que pap achan a todo el mundo.

Para terminar, para hacer boca, queríamos dedicar unas cuantas p alabras a las amigas, a esos seres que son una verdadera chulada y cuy o p arentesco esp iritual no se ha definido todavía: Pero es cosa larga y p eliaguda y sería abusar de la amistad segu irles dando la lata.

ALGO MÁS SOBRE LAS PELONAS por “CAR-SOL” El Tucsonense (Tucson), 16 agosto 1924.

Mucho se ha hablado en estos últimos tiempos de las “p elonas” y muchas las opiniones que se han dado sobre el p articular. Algunas han sido ataques injustos, y otros, merecidos o no, p ues cada quien tiene sus ideas. Yo también quiero dar mi op inión, la que veo de justicia según mi hu mild e criterio. Es verdad que much as chicas, casi todas, se ven muy hermosas con el p elo corto y más aún en las que llevan en su andar ese don aire tan p eculiar en nu estras mujeres, es decir, en las de la raza Latino American a. Por muy hermosa y moderna que sea esa moda qu iero que ellas mismas me digan: ¿Acaso no es muy de ellas el p elo largo? Alegan algunas, quizá con muy justa razón, que esa moda es muy higién ica. Perfectamente. Estoy de acuerdo y más aún de que les cause menos molestias que el llevar el p elo largo. Pero, claro está, y no tengo emp acho en d ecirlo: a mí todas me agradan, lo mismo con una exuberante cab ellera qu e con un tocado que nos h aga recordar al gran navegante que descubrió la América; n aturalmente con sus muy contadas excep ciones, y, al decir “sus muy contadas excep ciones”, referiré a mis lectoras un caso muy curioso que me pasó no hace mucho tiemp o en la cap ital de México, p recisamente, con una “p elona”, en una de las calles más céntricas de la colon ia Roma, famosa por sus mujeres bellas. Había salido d e los toros después de gozar las delicias de una tarde llena d e emociones inolvidab les, en la que el capote mágico del único, del insup erable Gaona, nos hab ía hecho a mu chos aficionados al viril dep orte de Cuchares, aplaudir hasta hinch ársenos las manos y gritar tanto, al grado de recurrir a la cien cia de un esp ecialista en enfermedades de la garganta. Tan imp resionado salí del coso máximo, co mo se ha dado en llamar a la plaza del Toreo, que recorrí muchas calles llev ando aún en mi p ensamiento aqu ella tarde de triunfos. Fue tanta mi satisfacción, que no quería ir a ninguna otra p arte a divertirme. ¿Para qué? ¿Acaso había algún esp ectáculo igual al que acabab a de p resenciar? Imp osible. Recordé entonces a M aría Conesa y sus hermosos Coup lets, pero... la hab ía visto y a tantas veces. Y así p ensando llegué a la p lacita de Orizaba, siemp re tan agradab le

con su bonita fuente dotada de un distribuidor de agua que lanzaba alegres chorros dorados p or los ray os del sol, ya p róximo al ocaso. En ese jard ín se dan cita todas las mu chachas de la Colonia Roma, p elonas casi en su totalidad. adap tan una p ostura “M aniquelesca” y miran con ojos soñadores y distraídas a lo que hay a su alrededor, mientras llega el Sweetheart que emb arga su pensamiento. A ese lugar fue a donde llegué, sin saber lo que allí me esp eraba. Aún llevaba imp resas en mi imaginación aquellas p roezas dignas de figurar en las arenas de los grandes circos romanos, regadas con la san gre de los valientes gladiadores. Pensando este mundo de cosas, tomé asiento en una banca de las que allí hay , medio o culta p or tup idos ramajes que rep arten su sombra p rotectora en todas direcciones y que mu chas veces p one a los enamorados que se sientan a su amp aro a cubierto de mirad as indiscretas... Emp ezaba a obscurecer, y , lentamente, desaparecían los grup os de p arejitas que llen aba aquel amb iente de p oesía y de encanto. Hacía más de una hora que me encontraba en aquel lugar, cuando pasó frente a mí una mujer al ap arecer hermosa, pues y a no se distinguían b ien los objetos, p or la semiobscuridad que todo lo inv adía. Debo advertir que soy p oco aficionado a las aventuras callejeras y p or lo tanto no p resté mucha atención a aquel incidente, p or otra p arte tan natural. Pasó un rato, cuando rep entinamente volví a ver ante mí, y ahora y a más cerca, aquella figura esbelta y donairosa, que dejaba tras de sí una estela de suav e perfume que imp regnaba el amb iente. Fue entonces cu ando p ude observar que llevaba el p elo a la última moda, es decir, que iba “p elona”. Un p oco intrigado p or su mirada alentadora, me levanté en p os de sus p asos. M e llevaba muy p oca ventaja y , yendo tras ella, p ude observar a mi placer aquel cuerp o de líneas puras, digno de verse rep roducido p or el cincel d el in mortal M iguel Án gel. Al observar que le seguía, volvió su cabeza con un gesto no exento de coqu etería, lanzándome una mirada llena d e p romesas, que me h izo tomar la d eterminación d e llevar aquella aventura hasta el fin al. Ap reté un p oco el p aso con el deseo d e ad elantarme y mirar de cerquita aquella cara que me imaginé la de la diosa Venus. Me p lanto bajo la luz de un foco qu e esp arcía a su alrededor un a bella claridad azulad a y , casi sin resp irar, esp eré aquella figura armon iosa que dejaba tras de sí el aroma de misterioso p erfume que no sé por qué, se me antojó faraónico. Adoptando una p ostura de indiferencia, dirigí la vista hacia la fuente, que a la luz de los focos, lanzaba millares de lucecillas de todos colores. Llegab a el momento más emocionante d e aqu ella extraña aventura. Al p asar frente a mí, volteé la vista hacia ella, temb loroso p or la emoción y ¡oh sarcasmo! Se trataba nada menos que de una v ieja pelona picad a de viruela y , lo que es más aún, el colmo, con un ojo de menos. Bueno... El susto que me llevé fue tan horrible, que no me lo hubiera dado ni un lo co in delirirum tremens. Sin p oder ocultar mi terror, di med ia vu elta acelerado todo lo p osible; subí de un brinco a mi auto, sin imp ortarme un comino el faltar a las reglas del tráfico, p or eso de velocid ad. Total de cuentas: un terrible susto y una multa p or la infracción, que estoy seguro se hubiera cancelado, si el inspector de tráfico sabe el motivo de la carrera. Hab ía conseguido mi objeto, lo p rincip al, que era p oner la mayor distancia p osible entre la

adorable “p eloncita” y y o. Lo demás era secundario. Nunca, como entonces, he tenido más horror a las melen as. Ahora quiero que me digan mis amables lectoras, si a todas las p elonas les qu eda bien esa moda y si tengo o no razón en no ser partidario de algunas de ellas.

LOS M ÉDICOS por “Kaskabel” [El Tucsonense (Tucson), 11 octubre 1924. Pseudónimo de Benjamin Padilla.]

Se llaman médicos a unos seres qu e, desp ués de diez años de estudios, adquieren la prerrogativa de p oder matar cristianos sin que los metan a la cárcel. No sé si esta definición estará en algún diccionario, p ero es la que más se acerca a la realid ad. Los médicos se dividen en varias clases. Los hay de auto, de coche, de bicicleta y de infantería, y casi siemp re el medio de loco moción está en armonía con el número de enfermos, tarifa de cobro y solvencia de bo lsillos. Hay médicos desp reocup ados y fríos que ni se tibian p or nada. Creen qu e la existencia es de hule o que la vid a retoña. Llegan a la recámara del enfermo contando los p asos, como si estuvieran emballestados. Salud an caravanescamente, se sientan y lanzan algún chiste que, naturalmente, cae como pedrada. “¡Doctor, y o lo veo muy malo! Le he p uesto el termómetro y tiene cuarenta. ¡Anoche estuvo dep oniendo toda la noche!...”. La p obre madre, sintiendo ese aviso providencial que suena lú gubremente en el corazón de las madres, quisiera qu e el médico ap urara los recursos sup remos. “No se alarme, señora. Está haciendo crisis. No es nada grave. M añana estará y a bien”. Y p revios unos p olvos que receta, se desp ide risueño. A1 siguiente día, el enfermo qu e “iba a amanecer bien ” está rígido y serio en med io de cuatro cirios.

Hay otros médicos que son el p olo op uesto. Son los médicos alarmistas, que gustan de hacer creer que la cosa es muy grave p ara que, sanado el enfermo, se les vea cara de Divina Providencia. “Ay , doctor”, dice casi llorando la desolad a madre, “no sé qu e tien e este niño. Amaneció con calentura y hoy en la mañan a lo vi y tenía unas man chitas rojas en la esp alda. “¡Caramba! La cosa es grave. Lo veremos”. Y desp ués de voltear al llorón mocosillo boca abajo, sin previo examen cu idadoso, sin interrogar, sin siqu iera tomar el p ulso, lanza un “¡demonio!” atronador: “¡Saramp ión! Mucho cuidado señora. M uchísimo cuidado. Aísle usted a los demás niños. Cada vez qu e usted salga de aqu í, métase en una o lla de agua hirv iendo, v estida, y cámbiese de limp io. Asep sia. Mucha asep sia...”. La mamá, azorada, se lleva a los chicos con la abuela o con alguna tía; voltea al revés la casa; comp ra tinas, lebrillos, vasijas y calentaderas. ¡Al siguiente día amanece el chamaco san o y alegre! ¡La calentura era irritación de la cara y las “manch as rojas”, p iqu etes de p ulga! Hay otros médicos que, en cuanto se encuentran delante de un enfermo, d an cátedra de la enfermedad y los medicamentos. Llegan al bord e de la cama, examin an al enfermo cu idadosa y misterios amente. La madre y una criada están a su lado, esp erando sus palabras co mo o ráculo. Al fin habla el d octor: “Verá usted. Esto no es más que un a ap ondurosis intramuscu lar cutánea. La glotis del lumb ago h a sufrido una h ip ertrofia produciend o un forúncu lo d e carácter ep igástrico. Pero d aremos el antídoto...”. Por supuesto que la señ ora y la criada - cuya ilustració n corren parejas - se qu ed an en ay unas acerca de la enfermedad de su p acient e. Entre tanto, el do ctor, satisfecho d e cada p alabra y mirando al tech o antes d e escrib ir cad a cifra: “Vienen un os pap elitos”, d ice alargando la fó rmu la, “p ara darle uno cada hora. Es un poco de flourhid rato pícrico de magnes io y arseniato de fierro . Esto obra activ amente sobre el s istema adip oso y verá usted có mo n o se rep ite el acces o”. ¡Se despide muy ancho, d ejando a aqu ellas dos pobre seño ras co mo si les hub ieran hablado en hebreo !

Hay otros méd icos... Pero, en fin. Basta p or ahora d e médico, que van usted es a en fermars e y tendrían qu e ech ar man o d e algun o, qu e con s eguridad resu ltaría una calamidad.

LAS CHARLAS SOBRE EL VUELO DE LINDY p or Fígaro

[El Fronterizo (Tucson), 7 enero 1928, p . d, col. 1-2.]

Cuando se anunció el vuelo de Lindy, a la tierra d el p ulque y de los nopales, todo ser viviente se p uso a hablar del asunto, como mejor le p arecía. Desde el b arrendero de Palacio hasta el ho mbre de negocios, todos en general charlaban, y he aquí como es exp resaban algunos de ellos. “¡Ah que tú! ¿Cómo ha de venir ese señor a nu estra humilde casa?” “¿Por qué no? Los americanos son muy demócratas. Y le p onemos de p iñata un aerop lano p ara que vay a de acu erdo. Y d e ju guetes rep artiremos gatitos, que son su amuleto. Y y o bailo con él la primera pieza”. La niña sueña esa no che que Lindy se le declara, qu e se casa con él y se la lleva en aerop lano. Pero también sueña qu e se cae en el camino, y se cae en la cama y desp ierta en el suelo. *** Un latifundista lee en el p eriódico que “Lindbergh vendrá p or tierra a M éxito” y rezonga: “¡No más eso nos faltaba! Como los americanos se vuelven agraristas y emp iecen a v enir “p or tierra” a M éxico, nos dejan en el aire. Dentro de p oco seremos nosotros los aviadores y ellos los terratenientes”. *** Un médico: “¡Caramba! Si se cay era Linbergy en Valbuena, se romp iera un brazo o una p ierna, o siquiera la cabeza, y fuera y o que lo curara, me h acia rico! Lo malo es que no se le p uede poner una p iedrita en el camino, que si no!....

*** Un p ropietario de casas: “M añana mismo voy a advertir a todos mis inquilinos que me reservo el derecho de alquilar las azoteas p ara ver a Lindb ergh. Al fin que todos mis contratos tienen la clausula que p rohíbe subarrendar ‘todo o p arte de la casa’. Con más razón los techos, ¡que armada me voy a dar!” *** Uno de los del “traffico”: “Para llegar a Balbuen a tiene qu e p asar p or la ciudad. ¿Cómo haría yo p ara levantarle una infracción a Lindbergh? Lo malo es que viene volando que si no ¡qué mordida, mi madre!... En p uro dólares”. Un chofer de fotin go : “Lo bu eno es que han d e p asar muchos años p a’ qu e los aviones co bren a tostón la dejad a.¡Ora sí qu e nos h acen aire con la co la!” *** Un agente d e migración en la fro ntera: “Y ¿cómo le p ido y o el cert ificado de v acu na a es e extran jero?” Una h ija ún ica y soltera con su p ap á: “Y ¿es cierto que este Lin dberg es muy listo, p ap á?” “No lo sé, hija. Se p ued e ser tonto y ser aviador”. “Pues me han dicho que ‘las pesca al vu elo’”. “¿Y q ué?” “Que voy a sent arme por donde p ase a ver si me p esca”. “No te hagas ilusio nes. Los americanos vienen aquí a divorciarse, p ero a casars e, n i en broma. Ad emás, éste trae un amu leto contra el matrimonio”. “¿Qué cos a?” “Una gata”. “Y ¿d e dó nde sacas tú qu e u na gata desb arate el matrimonio?” “Algo ha d e hab er. Lo d igo con exp eriencia, p orque todos mis disgustos con tu madre fuero n siemp re p or la gata”. Y así, cada u no d e ellos, bordó y hasta tejió s obre el vu elo de Lindy, p orque qu é caray , ¿p or qu é no ib an también ellos a d ar su voladito?

ELOGIOS PÓSTUMOS por “Kaskabel” [El Tucsonense (Tucson), 20 diciembre 1922, p . 5, col. 5-6.]

“Señores: “Hemos venido a empap ar con nuestro llanto la húmeda arena d e esta fosa, que p ronto encerrará ¡ay ! para siemp re, los d esp ojos del que en vid a fue la estatua de la honrad ez, el modelo d e la integridad, el tip o del buen amigo, el más amoroso de los p adres de familia; el hombre sin hiel, qu e sólo abrigó en su corazón dulces afectos y virtudes acendradas...”. ¡Así, sobre p oco más o menos, comenzaba el elo gio fúnebre de un señor Gamiño, que en los cuarenta y p ico años que vagamundeó por este des graciado planetilla, no hizo más que emborracharse; armar camorra no sólo con la gente, sino hasta con los gendarmes; robar cuanto p odía; hablar mal d e sus amigos; ap lacar a su cóny uge en sus ratos de ocio que lo eran todos - y no imp ortarle un demonio n i la familia, n i la sociedad, n i nada! Es decir, qu e aqu ella “estatua de la honrad ez”, como le llamaron cuando murió, fue en vida un verdadero Tancredo de la sinvergü enzada. Tenía a su mujer, qu e dizque en su juventud había sido bon itilla, convertida en una sardin a de tan flaca, p ues cuando no le enamorab a a las “gatas” de su casa (que era sólo cuando no las tenía), andaba medio “ahogado” d e vino y casi siempre bebía del bravo. Pero esto es lo único que la muerte tiene de bon ito. Porque en cuanto estrena uno zap atos, estando tirante en la cama, le salen a chaleco cu alid ades en las cuales en v ida ni soñab a. La conmiseración p ública le inventa virtudes y dones cuando no los tiene el individuo, y nadie h ay que se acuerde, ni de chanza d e que el p obre difunto fue un p illo tramp oso; un dechado en fin, de p icard ías, el trust del p illaje, bribón de alternativa y doctor borlado en el arte del fraude. “¡Pobrecito! Desp ués de todo, tenía buen fondo, ¡no creas! Es cierto que mató a un hijito de tres años, de un solo leñazo en la cabeza. Pero fue un arrebato. Yo lo llegu é a ver dando caridad a los mendigos que le salían al p aso en la calle”. “Y no sólo eso. ¿Te acuerdas cu ando le qu emó la boca a su mujer con un tizón, queriendo que confesara la v erdad p or lo que se decía con el zapatero D. Febronio? Pues el pobrecito lloraba de arrep entimiento y dijo en la comisarla que ya no se la volvería a quemar. ¡Era de buen fondo! En los cementerios es quizá donde se dicen más mentiras. Sin resp eto a los muertos, allí se miente descaradamente en todo.

Láp idas hay que dicen: “A Fulana de Tal, su esp oso inconsolable” y resulta que todavía no acaba de grabar la lápida el marmolero y y a va el “inconsolable esp oso”, camino a la Barranca, lanzando aullidos de gusto, enamorando a alguna güeron a que lleva al lado. Como esa mentira hay muchas otras. Las flores simbo lizan el recuerdo, pues bien: casi todas las siembran, las riegan y las cuid ar los jard ineros sin qu e los dolientes las v ean más que el d ía de finados, en que v an en “chorcha”. Si al mundo que está desp ués de esta vida llegan noticias de este planeta, con la crónica de los elogios que se hagan de cad a cual, con seguridad que los difuntos pasarán un rato muy contentos y lanzarán macabras carcajadas, al oír la ap ología d e tantos que en vida no pasaron de ser sino unos p illos, sin p izca de vergüenza.

YO TE EM PUJO por “Kaskabel” [EL Tucsonense (Tucson), 9 octubre 1924, p . 5, c. 1-5.]

Hay seres que llevan dentro una alma grand e. Alma de p rotección, de ay uda, de auxilio. En cuanto se acerca a ellos algún humilde y , con el sombrero en la mano y la v ista en los ladrillos imp lora su protección inmed iatamente se sienten grandes, e irguiéndose y ahuecando la voz le dicen: “Sí, hombre, y o te emp ujo”. “Yo te emp ujo”. Y lo emp ujan. Mientras no se les p ida la v erdadera protección, que consiste en la firma, o el d inero, son cap aces de “emp ujar” a med ia humanidad, y llenarle los bolsillos de cartas de recomend ación y colmarlos de todos los elogios imaginables p ara su persona. Esto, naturalmente, siemp re que vean que aquella persona es un pobre diablo, apenas cap az de ser escribiente de un bufete o dep endiente de una tienda d e rop a. Todos los que valen poco o los que nada v alen, encuentran siempre manos bondadosas que se tienden en su ay uda: consejeros que los alientan: admiradores que los halagan: hombres de bien y de influ encia que los ay uda. “Yo te emp ujo” les dicen todos. Y más p or ostentación vanidosa que p or deseo de ay udarlos a subir, encomian sus méritos y recomiendan sus aptitudes. Con el p rurito de hacer v er siempre que tienen amistades valiosas, grand es influen cias y muy buen corazón. “¿Cómo se llama usted?”

“Luis Pérez”, contesta humildemente el solicitante. Y entonces el protector escribe: “M e p ermito recomendar a usted muy esp ecialmente al dador de esta líneas, el jov en Luis Pérez, honrado a carta cab al, ilustrado, inteligente y digno de toda consid eración...”. ¡Una larguísima lista de elo gios... y ni siquiera sabía cómo se llamaba su recomendado! ¡Y se qued a muy ancho, sintiéndose un gran p ersonaje, de quien imp loran p rotección y ay uda todos esos infelices que miran hacia arrib a cuando les ap rieta la mala suerte! -

Esta es la manera como los mexicanos sabemos “emp ujar”. Ay udamos p or vanidad y sólo a aquel qu e sabemos que nun ca ha d e hacernos sombra. *** La verd ad de las cosas es que el mexicano es el mayor enemigo del mexicano mismo. En cuanto alguno qu iera sobresalir p or algún capítulo, todos los que lo rod ean gritan: “Yo te empujo”. Y lo emp ujan, p ero para abajo, p ara hundirlo. El hombre que tiene algún mérito por su talento, por su ilustración, encuentra enemigos a montones entre sus p aisanos. Ha de ser p or aquello de que “la cuña p ara que ap riete ha de ser d el mismo p alo”. Cuando un joven, sintiendo dentro de sí aquello que p resentía Andrea Chenier bajo su frente, la emp rende p or las veredas literarias y p rocura escribir algo elevado, qu e ilustre o que deleite, inmed iatamente salta una jauría de críticos incapaces de p roducir nad a bueno, y se p one a ladrar: aquel es un p edante, un necio atiborrado en vanid ad: un estúpido sin pizca de talento que debe dedicarse mejor a hacer adob es... ¡Hacer esto, entre nosotros, es dar p ruebas de talento y de “valor civil”! Cuando un hombre, a fu erza de trabajo rudo y constante logra hacer un capital de consideración y busca, y a rico, el descanso de las fatigas que tuvo cuando luchó, en vez de ap laudirlo y p oner su vida como un ejemplo p ara los demás, murmuran a su esp alda: “Este es un sinvergüenza”. Si algún rico sólo gira su dinero prestándolo “con un real en el p eso” y en buenas hip otecas, es un judío y casi un b andido. Pero si p or el contrario p one en juego sus caudales, imp ulsa industrias, fomenta negocios, y emp rende p or distintos lados, no hay quien lo aliente. Al contrario, suelen d ecir de él: “Es un animal que se va a quedar sin camisa”. Y si entre los p aisanos surge algún hombre jov en, de brío, d e iniciativa, qu e conciba grand iosos p royectos, que hable de millones, que p lante obras gigantescas, y que p ida la coop eración y la ay uda de los p aisanos, éstos, en vez de decirle “yo te emp ujo”, se ríen

burlescamente y exclaman: “Está loco”. No se toman n i siquiera el trabajo de analizar sus prop ósitos. ¿Para qué? ¡Es más fácil decir “está loco” y volverle la esp alda! Esta es la p rotección qu e nos p restamos unos a otros. Por esto nadie p rosp era ni nad ie llega a figura. Y ahora, vay an ustedes a creerse de esos p rotectores de oficio que p ara todo tienen la frase consoladora y p aternal: “¡Yo te emp ujo!”

LA TELEFOM ANÍA por “Kaskabel” [El Tu csonense (Tucso n), 6 no v. 1924 , p. 2, col. 2 -6. Pseud óno mio d e Benjamín Padilla.] El teléfono, aparte d e la grand e aplicación qu e tiene en el d erramamiento de b ilis, desempeña otro imp ortantísimo p ap el en la tu multuos a v ida de los n ego cios. Se h abrán fijado ustedes en q ue h ay sujetos sumamente ocup ados, o qu e ap arentan estarlo . Va cu alquier pacífico cristiano a tratar con ellos u n asu nto y lo reciben de p ie, fulgu rante la mirada, bailand o un p ie como síntoma d e n erv iosidad, restregán dose las manos , atusándose el bigote... ¡Contestan “sí..., n o..., quiz á...”., con tal b rev ed ad y con t al rap idez q ue las p alab ras parecen flechazos! El interlocutor, d esco ncertado, acab a p or acort ar su negocio y dejarlo a media, y el señor aqu el so nriend o nerviosamente dice al desp edirlo: “¡Perdone qu e no lo oiga ahora con la calma que se merece, p ero estoy sumamente ocup ado!” ¡Sale uno de ahí con las orejas co loradas y haciendo muy p rofundas cons ideracio nes acerca de aquel ignorado mártir del trab ajo !... ¡Por supuesto que en cuanto el “mártir” se queda solo, se p one a p ulirse las uñas, a limp iarse los dientes, o a cu alquiera otra op eración de no may or importancia! Pues bien. ¡Ésos señores o cup adísimos, que se distraen hasta con el ron car d e los zancudos, que quisieran qu e se inventara un len guaje co mp rimido para expresar una id ea con una sílaba y así ahorrar tiemp o; esos señores inaccesibles, a quienes jamás se p uede

hablar diez minutos seguidos, tiene su lado flaco: padecen su enfermedad: la telefonomanía! El que esto sabe, no se molesta más en ir a sus des p achos. ¡Llama por teléfono y está todo hecho: por teléfono son afables, afectuosos, bromistas, y ni siquiera p iensan en qu e los instantes de su existencia valen lo menos a p eseta! Hace p oco estuve a hablar de un asunto interesantísimo con uno de estos mártires de gab inete. M e recibió co mo de costumbre: nervioso, bailando... Y como p ara evitarme prólogos, sin siquiera quitarme el sombrero de las manos, me d ijo: “Estoy a sus órdenes. Diga usted”. Como sentía yo la boca de y esca y las ideas habían volado asustadas ante aquel monumento de laboriosidad, para volver en mi, comenté: “Su asunto es muy sencillo, señor...”. En esto iba, cuando sonó el timbre del teléfono que estaba sobre su mesa: “¡brinn!” El señor tomó la bocina y , p revio un “con p ermiso”, comenzó a hab lar: “¿Quién habla?... Ah, vay a, eres tú, Ricardo. ¿qué tal, eh?... Bien, gracias... Sí... ¿Cómo a qué horas?... ¿Van los Lóp ez?.,. ¡Ya lo creo que está buen a!... ¡Qué música!... ¿Y a honra de qué?... ¡Ah, Azuela!... ¿Y el marido?... (Risas estrep itosas p ara que se oigan p or el teléfono). Pues cuenta conmigo... como gustes, Sí... ad iós... Sí. Entre tanto y o, hecho un bobo, volviendo en mi co lor, mientras aquel mártir del trabajo ponía un p aréntesis no muy breve a sus arduas labores. Saca el reloj como p ara decirme “no me qu ite el tiemp o” y exclama nervioso: “¿Decía usted?...”. “Que mi asunto es bien sencillo, señor Orop eza...”. “Brriiinn... rriinn”. “Con p ermiso”, dice ceremoniosamente el señor Oropeza y coge la bocina: “¿Con Quién?... ¡Conchita! ¿Qué tal?... ¡Qué milagro que estás levantada tan temp rano! ¡No digo!... ¡Todavía hueles el p erfume del colchón!... ¡Telep atía olorosa!... ¿Cómo te fue en casa?... ¿Palos?... ¡No la amueles!... Sí, allá nos v eremos. Sí... No te mando un beso p or temor de que esté cruzada la línea... ¡M ejor te lo llevo!... Sí, hasta la no che!”

¡Yo, que comienzo a sentir coraje ante aquel mártir gofio el trabajo, lo esp ero que termine, y , en mi interior, le rezo un credo al revés! Vu elv e a sacar nerviosamente el reloj. M e ad elanto a sus palabras y le dijo: “Ciertamente, señor Orop eza, ten go aq uí casi u na ho ra. Pero no es mía la cu lpa. Está usted aho ra... ¡muy ocup ado !” “Conque v eamos : ¿decía usted ?! “No vemos nada, señor. He pensado qu e es más conveniente que me vaya a mi casa y de allá le trataré el asunto p or teléfono ... ¡Sólo así podremos acabar hoy !” ¡Y mientras voy p or el camino, caro y b arato lector, me h ago las reflexiones cu e acabas de leer!

PUGILATO por “Kaskabel” [El Tu cson ense (Tucso n), 25 noviembre 1 924, p . 5, col. 1-4. Pseu dón imo d e Ben jamín P ad illa.]

Afuera del teatrucho s e oía un a algarab ía end emon iada: p eriodiqu eros , b oleteros, vagos, curios os y aficionados. Tal como en las afueras d e u na Plaza de Toros. La p u erta, abierta de p ar en p ar, arro ja una in mens a b ocan ad a de luz qu e inund a la calle e ilu mina los grand es cartelon es de mil colores y gigantescas letras. “Allí es...”., me dijo mi amigo. ¡Y allí era. Íbamos a p res enciar la “Fiesta Nacion al”; una s erie de s eis d istintos asaltos a p u gilato, en q ue do ce circunsp ectos “misteres” iban a hinch arse el h ocico a bofetadas s in q ue hub iera el más lev e dis gusto d e por medio... Llegamos. Y mediante un mód ico tostón p or p iocha (acá no h ay v alientes qu e p aguen por los amigos ), p ud imos p asar los dinteles de aquel t emplo d e las tro mp adas . Era u n s alón inmenso. En medio el “rin g”, qu e aun qu e p or llamars e an illo debiera ser red ond o, allí era cuadrado: levantad o cas i u n metro sob re el niv el d el su elo. Alrededor d e es e “rin g” estab a la sillería, simétricamente acomod ada. detrás las galerías d emocrát icas, ad onde entraban borboton es d e espect adores.

¿M úsica?... No s eñor. ¿P ara qué queríamos melod ía más armón ica qu e la d e las bofetad as que ib an a resonar?... A cambio de música h abía luz a chorros p or todas partes. “M adrugamos mu cho”, d ijo uno de los amigos. Faltab a más d e med ia hora. Eran ap en as las o cho de la noch e. Ya ech é a v olar la p alo ma del recu erdo. ¡Y susp iré aco rdándo me de aquellas tardes radiantes de sol, en qu e Gaona y Belmonte, con cu adrillas des lumbrantes, partían plaza, pálidos y sonrientes a la v ez, mientras la mús ica sonab a alegremente un aire flamenco, y los ten didos reventando d e gente y la gente rev entan do d e alegría, se desagajab an en gritos y ap lausos... -

Mi amigo, viéndo me inmó vil, callado, me s acu dió del hombro y me dijo: “No te duermas”... El p úb lico emp ezab a y a a p atear imp aciente y a lanzar unos gritos, que no los traduzco p orque no p ude hallarlos en el diccion ario de bols illo que no se ap arta de mi bolsa de pistola desde que llegué. Pero con seguridad significaban lo mismo qu e las patadas, p orque al p oco rato ya estaban sobre el tablad o dos señores que, p or su traje, nos hacían p ensar en maestros p rimeros p adres, so lamente qu e en v ez de ho ja de p arra traían un p añ uelo, con item, más dos tremendos guantes d e cuero café en las sen das manos . Un gritón (talmente como en las p eleas de gallos) hizo la p resentación d e cada u no, berrean do el nombre a todo trap o. Los h iciero n jurarse recíp ro camente qu e, aunq ue se reventaran un ojo, se qu ebraran las mu elas o se machacaran los riñon es, no se gu ard arían ren cor... Ellos sonreían como los mejores amigos... Sonó luego u n timb re. Estrecháronse efusivamente la mano, y a renglón segu ido comenzó la b ofetiza... ¡P ero con un ardor, como si s e hub iera insultado a la familia!... ¡Pum... p am... pum! Parecía un redob le. A los pocos minutos y a estaba un señor de aquellos tumb ado en el suelo de un a tremenda bofetada, y con un a maestría qu e d aba a con ocer sus p rofundos cono cimientos en p ugilato, se retorcía como si tuv iera torzon es... El Juez, un ho norable M ister con aspecto de Embajad or, co menzó sumamente serio a contar: “Uuán... tú... tri...”. ¡hasta diez!... Pero bien p odían h aberle contad o hasta diez mil, pues le infu ndió tal sueñ o aq uel tafite, q ue tuv ieran que llev árselo en p arihu elas... El p úblico ro mp ió en ap lausos y gritos: “Ata boy ...”. (esto quiere decir algo as í co mo “viva tu mad re”.) Aquello era p rimoroso, chu lís imo.

¡Y el triunfador, con las manos en alto, atrav esó el s aló n, tieso , sonriente, orgulloso, aunqu e con u n o jo morado, q ue más que ojo p arecía un p edazo d e bofe... Había pasado el p rimer toro. Yo, sin querer, me acordaba d e nuestra fiesta favorita, hermanita - aunqu e fuera no más d e madre - de esta otra. Y me p arecía v er a Gaona, con un p ar de banderillas en alto. ¡Gallardo, sereno, artístico como una escu ltura: avanzando lentamente - en medio del silen cio solemne, en que se oía el jad ear d e los corazones sobre el otro que resoplaba amen azante!... ¡Y llegar a clav ar las b anderillas, con guap eza, con arte: y como si hubiera tocado al clavarlas un botón mágico, desgranarse el estruendo de un aplauso clamoroso... Desp erté. Ya estaban en el “rin g” dos p eleadores más. Era la p elea de fuerza. La emocionante. El p úblico, entusiasmado, gritaba y ap laudía. Se trataba de un blanco y un negro. Dos atletas corp ulentos como locomotoras. El blanco, un grin go rubio y alto, grueso y calvo, contestaba alegremente los saludos del público cuando el gritón lo p resentaba. Luego fue p resentado el negro. El público calló con desprecio. Ni un ap lauso. Ni un insulto siquiera. ¡El p obre negro, que p arecía gigante de ébano, escondía la cara, bajaba la vista, como humillado bajo el p eso de tanto desp recio. Los ay udantes, que dan aire y agua a los luchadores en el minuto de descanso, se negaron a servir al p obre negro. Y fueron substituidos p or dos negritos vivarachos y bulliciosos. Sonó el timbre y comenzó la pelea... ¡Ay amigos!... No p ermita Dios, ni quiera el Diablo, qu e trop iece en mi camino con un enemigo d e este p elo... Aquello no era n egro... Era una ametralladora de dar bofetadas. Pero con tal destreza, con tal furia, que p arecían retemblar las galerías. ¡El p úblico, enmudecido p or la sorpresa, no hallaba si ap laudir al gladiador atleta - al negro odiado - o silbar al p obre rubio, que hecho un harapo, dejaba así bofar a la casta blanca!... El infeliz güero, ante el ch ap arrón de tremendos golpes, descargados con verdadero odio, con furia de rencor, escondía la cabeza, in clinándola, mientras se defend ía tap ándose con los guantes las orejas... Pero el negro, entonces, le asestó un tremendo bofetón de abajo arriba, que lo hizo caer de esp aldas, con los brazos abiertos, como imp lorando clemen cia... El juez veedor, reloj en mano, comenzó a contar: “Uuán... tú... tri...”.

Entre tanto, el negro, a dos pasos, fulgurante la mirad a, p uesto en guard ia amenazante, esp eraba sólo que el infeliz gigante se in corp orara p ara lanzarse sobre él... Pero no sucedió así. El p obre blanco estaba ven cido: d ep lorablemente aniquilado. Ni un ap lauso. Sólo se oían imp recaciones de rabia, que malicio han de haber sido insolencias: todavía no llego a esta p arte del ap rendizaje inglés. Era la ú ltima p elea. El público, airado, desalojó la sala, manoteando y p ateando. Yo me qu edé en un rincón hasta que salió el último. El ave del recuerdo tornó a volar. Y me p arecía ver, al terminar la corrida, aquel desfile deslumbrador de mu jeres hermosas, radiantes de juventud, sonrientes de alegría, con el doble atavío de su lujo y su belleza, p alp itante el p echo aún con la última p roeza del héroe de la tarde... Y la multitud, nerviosa todavía, desfilando ap retujada, por las avenidas an churosas llenas de sol, in vadidos de lujosos automóviles, que p edían p aso con el ronco graznido de sus sirenas... Todos comentando, discutiendo la bizarría de los toreros, con el brío que p one en los labios el recuerdo rev ivido. El grito de un Mister que nos echaba fu era, me desp ertó. Mi amigo, y a en la calle, me preguntaba: “¿Qué piensas de esto... y las corridas de toros?” “Pienso tanto, que nada digo”, le contesté. Y él, sintiéndose filosófico, exclamó: “Es manifestación del mismo instinto, modificada según el temp eramento de la raza. Es la “bestia human a” que todos traemos dentro y que inexorablemente asoma, lo mismo en razas cultas como en las bárbaras: al igu al en los hombres intelectuales como en los salvajes, y así le p ongan el freno d e todas las ley es...

LAS A LTAS HORA S por “Kaskabel” [El Tucso nens e (Tu cson), 22 nov iembre 1 924, p . 5, col. 1 -6. En la column a “Cró nicas festivas”. Pseudón imo de Benjamín Padilla.]

Casi todos los bailes comienzan igual: en medio de una frialdad un silencio y una quietud tumbales, es decir, sep ulcrales.

Los músicos - entre los cu ales des cuella el del violín p or lo grand e de su instrumento - se arrincon an h ablando en secreto y fumándos e a fuertes chup etones sus cigarros de hoja. En la sala, inund ad a de luz, están las muchach as: tiesas por el cors é: catrinas, con su traje d e do mingo; b ien p olveadas. Nadie habla; só lo se oy en los ritos alegres de la dueñ a del baile qu e en v ano quiere iny ectar animación al con curso. Afuera, en el corredo r, los curs is tip os, con sus cuellos hasta las orejas, sus relu cientes chalecos de p iqu é, sus zap atos rejuv en ecidos a fu erza d e betún y la entresemana, rebelde cabellera, domada a fu erza de ban dolin a y p omada. “¡Platiqu en, muchachas , p or Dios! ¡Parece esto un v elo rio!” “¡Si estamos platicando!” contesta una, mientras las demás sonríen , con u na sonrisa de es as d e do lor de muelas! Pero aquello no se anima. No se alegra. Suena la p rimera p ieza. Ándenle, much achos, ¡a bailar! La dueña de la casa, que y a siente que casi se está tirando una p lancha, tiene qu e llevar a los jóvenes jalando de la mano y buscarles comp añera. “Pero si y o no sé bailar, Catita”. “Pues como sepas. Anda. ¡A bailar! ¡No faltaba más, qu e fuéramos a aburrirnos p udiendo estar contentos!” ¡Las p arejas apenas p latican: hablan de si está bueno o no el p iso; si hace frío o calor; si lloverá o no, y esto aunque sea en inv ierno! Así comienzan casi todos los bailecitos de bandera colorada. Pero viene la p rimera cop ita: “p ara que se entonen”, según dice la dueñ a de la fiesta. Los dos jóvenes más comadreros y más catrines se encargan de llevar la charo la con las cop itas uno, y la botella de coñac, el otro. “No me desaire, M aría, p orque me enojo. Tome lo que guste. ¿Quiere que me arrod ille? ¡Ya sabe qu e a mí no se me d ice qu e no!” Accede la niñ a. Se emp ina la cop a y hace unos gestos..., que p or cierto son muy justificados.

Desp ués de la p rimera cop ita se oyen y a las p láticas en voz más alta. Los catrines jóvenes, limp iándose el sudor con un p añuelo p erfumado con “p áchuli” se sientan al lado de sus comp añeras y comienzan a decirles “que la débil barquichuela d e su tranquilidad se siente zozobrar en el inmenso p iélago de su amor”, o alguna otra cosilla por el estilo de cursi, que ellos creen que es la mar de bon ita y que atortola a las p obres señoritas... Desp ués de cuatro o cinco cop itas, cuando co mienza a circular el p onche, con algunas náufragas rebanadas de naran ja, es aquello un jaleo encantador. Todos gritan, correr, se ríen a carcajad as, se jalan... Los jóvenes, semidesp einados, han roto y a el turrón con sus resp ectivas comp añeras. Los músicos entonados con el tequila, suplen con fuerza la que les falta de afinación. Ya las p arejas no quieren que cesen de tocar. “Sígalo, maistro” y suena un ap lauso atronador, que no termina hasta que no se oy e el p rimer ch illido del v iolín... ¡Llegan las altas horas! ¡Las estrellas, que d esde el limp io cielo se asoman al p atio de la casa, parecen sonreír burlescamente al ver aqu el hermoso p uñado de seres humanos, congestionados de alegría! ¡Ya han llegado a la cumbre: y a han conseguido su objeto: la ap oteosis del descuaje del sentimiento! Ya los cargadores andan bailando con las recamareras en pleno estrado. Ya los músicos no saben ni lo que tocan. A la dueña de la casa se le andan cay endo las enaguas. Las parejas de bailadores, con el greñero sobre la cara, se p ierden en las encrucijadas del corredor. A una señora 1e están dando baños d e asiento y de brazos, allá en el p atio interior, mientras ella, con los o jos cerrados canta “La Paloma”. Los jóvenes des ahu ciados de las muchach as, que no han b ailado, p ero sí bebido, se estan h acien do p rotestas de amistad y d e simp atía. “Sep a usté que soy su amigo. No crea que es cuestión d e cop as. ¡Usté me simpatiza y yo he de demostrarle mi afecto!” Ya nadie sab e de n ada: Una señorita llora en un rincón p orque dice que es muy desd ich ad a, y qu e qu iere much o a su p apá... “Cállate, Laura. ¿q u é es eso? ¿q ué va a d ecir la gente? No s eas tonta, serén ate...”. Pero Laura n o se s erena. Sigue llo rando p orque dice qu e qu iere mucho a su p ap á...

Entre tanto la du eña de la casa, en cantada de su éxito con dos resp etables damas, las tres ab razad as y b abeándos e, cruzan la reunió n y se en caminan al interior. ¡A s itios reservados !... “¡Usté es un d es graciado !” “¿Quién es des graciado infeliz? ¡Pu mp, p ump ! Su enan dos cachetad as. Los contendientes se trenzan en el p atio co mo gallos. Las miradas se aviv an un momento por el susto. Las v iejas gritan. Los músicos susp enden la p ieza. Intervienen los amigos, los s eparan , y los valientes, con el cuello y la co rbata hechos tiras, a distan cia considerab le s e cambian insultos. El resp etable gendarme llega. La música, para disimu lar, romp e a tocar y las p arejas reanudan el baile. ¡El guardián de la linterna p ide la licencia, husmea y se retira!... Las familias, temiendo un escándalo más gordo, comien zan a despedirse. Nadie tiene y a energía para nada. ¡La música toca “La Golondrina” y , mientras los comp añeros ayudan a las muchachas a p onerse los abrigos, les p iden al o ído cita de amor!... Se acabó el baile. *** Y con la filosofía que infunde la soledad y el silen cio d e la calle b ajo aqu el cielo limp io y estrellado, p ienso y o si acaso la Providencia habrá querido qu e sea aquello un len itivo de las p esadumbres humanas.

EL VENDEDOR DE ILUSIONES Anónimo [El Tucsonense (Tucson), 19 abril 1930, p . 3, col. 4-5.]

Fumaba y o la pip a de ámbar cargad a de op io, que aquel amigo bohemio, trotamundos y aventurero, trajera de un p uerto chino que no recuerdo ahora... De p ronto oí la música sórdida d e un p ianito d e manubrio que sonab a en la calle. Abrí la ventana. Era un viejo de b arba florid a que p arecía un p atriarca de esos que venos en los relatos emocionantes de la literatura rusa del otro siglo, el que tocaba el pop ular instrumento.

“¡Vendo ilusiones! Las vendo a p recio ínfimo”, gritaba el viejo, y su voz lírica de flauta se me entraba dulcemente p or el alma como una música nun ca oíd a. “¡Vendo ilusiones!” La gente emp ezó a acudir al llamamiento del hombre de la barba florid a, con la inconsciente con cien cia qu e gastan los hombres de todos los p ueblos ante lo maravilloso... “Yo quiero comp rar la ilusión d e la esp eranza cony ugal!” susurró más que dijo, una viuda gentil, casi otoñal. El viejo arrancó al p iano una música monótona como hecha de recuerdos, y vendió a la dama enlutada un frasco verdoso de donde brotaba volup tuosamente un perfume recóndito... Luego llegó un mercad er que co mp raba la ilusión de la riqueza. El viejo castigó al p iano con una rapsodia húngara, fastidiosa y cansona, y entregó al mercad er de la cara rubia un botecillo metálico de forma cónica. Y así acudieron todos los que qu erían ap rovechar aquella feria de ilusiones, caso único y sorp rendente en la ciudad tranquila; y se fueron llevándose en distintos recip ientes las ilusiones comp radas: las de carro, las de la amistad, las de la gloria... “¡Ya se acaban!”. gritaba el viejo. “Ya quedan muy p ocas. A ver quién quiere comp rar una ilusión a p recio ínfimo...”. A escape bajé los escalones de la casa de huésp edes. “¡Ea!” gritó el viejo de la barba florida. “¿Qué ilusión queréis, buen a recitador de p arábolas?” “¡Pobre joven!” murmuró él. “Yo quiero la ilusión de un amor que se acab a de extin guir en una alma”. “Joven”, díjome con una voz de viejo. “Seguramente sois poeta. ¡La ilusión de un amor que se ha muerto no resucita jamás! El viejo le dio la espalda y se alejó tocando una música amarga en su organillos de manubrio. Desp erté sobresaltado. En el suelo estaba rota la hermos a p ip a de ámbar cargada d e op io, que aqu el amigo trotamund o y av enturero trajo d e un p uerto ch ino cuy o nombre no recu erdo ahora.

EXTRAVAGANCIAS DE LA VIDA YANKEE p or J. Xavier M ondragón [El T ucson ense (Tucson ), 17 nov iembre 19298, p . 5, co l. 1-4.]

Esp iritual Ros alind a: Para estas fechas, q uerid a y mexicana p rima, y a habrás leído la serie d e in formacio nes y rep ortazgos acerca del zepelin esco v iaje d el “Conde” deb id amente “cop y righteados” y asegurados p or no sé qu é tantos sindicatos amantes de la noticia chis mo gráfica. Siend o as í, p recios a, ya p ued es reír a man díb ula b atiente cu and o leas esta información que no estuvo asegurad a ni tan siqu iera en la máquin a de escribir. Cuando y o te digo que eso d e los viajes en Zepp elín es p uro “BUNK”, es p orque tengo razón sobrad a para ellos , y si no, veamos... Estando tu p rimo h acien do pap el d e idem en la Estació n Unión d e Ch icago, algo así como la Grand Central de New Yo rk, apersonós eme un cab allero elegantemente vestido y que esp erab a el rápido p ara Los Án geles. Ven ía d e Nuev a York; v iajó en el “Ráp ido del Siglo Veinte”, hasta esta M etróp oli; usab a lentes, p olain a blan ca, bastón fino y pesado abrigo, amén d e otros adminícu los y PARAFERN LIA p erso nal qu e gasta la gente de “bien”, o los que t ien en en q ué emp lear el dinero. Desp ués de examinarme con más escrúp ulo que un agente de migración fronterizo, me d ijo: “Are y ou a M exican ?” “Of course”, le contesté, “Don’t y ou see?” ¡No se equ ivo cab a el yan que, p reciosa: p ues aunq ue lo hubiese y o querido negar, cosa que n unca h e hecho, no h abría p odido, y a qu e p or mi color y aztecas características étnicas, traigo la carta d e ciu dad an ía y p asaporte en mi p rop ia cara. Y lo que me contó este M ister, en cuanto se enteró de que era y o p eriodista, h ija mía, no es p ara contad o; n i menos p ara ser p ublicado en in glés, con todo y la tan traíd a y llevada libertad de imprenta: “The Free of the Press”. “Tengo v ergü enza, créamelo; lo q ue es esa granizad a de bo fetad as que la policía rep artió en Lakehurst no tien e p erdó n, C an You Imagine?” “Recep ción más caluros a no p udieron recibir los trip ulantes del zep elinesco “Graf”, los “Técnicos ” o sean los corp ulentos “p olicemen” d e origen irland és (porque, h as de saber, Rosalinda, que p or aqu í, p ara ser admitid o en la gend armería, se necesita ser irland és, p esar 200 libras , mas car tab aco y saber distribuir bofetadas técn icas,

suced iendo todo lo contrario qu e en nuestro legen dario M éxico, qu e p ara ser gend arme, “técn ica” o sus derivad os, es necesario v enir de Guanaju ato, ser en clenqu e y saber disp arar, aunqu e sea al aire, d ieron la nota cónica; siemp re qu e entre las bofetad as hay a algo de esto, p ues ni el mismísimo attaché d el Consulado alemán en Wash ington s e libraron de golp iza. Pero, desp ués de todo, el viaje de Friedrich ahafen (nombrecito tan d ifícil d e pronunciar, co mo aquello d e P aran gutitizácuaro), a Lak ehurst n o fu e tan malo co mo lo p intan los p esimistas qu e no tuvieron tres mil dólares para hacer el viaje, entre los cuales me en cuentro yo. No obstante, el qu e no se permitió fumar a nadie durarte 101 horas, el v iaje fu e “delicioso”. El s istema s anitario del “Graf” no fun cio nó por esp acio d e 73 h oras, p ero con todo y esto el v iaje fu e p lacentero. No hub o agua p otable n i p ara lavarse los dient es y calmar la sed de los p asajeros, casi durante toda la trav esía, p ero sí hubo champ aña y otros vinos, que, aunqu e no mitigab an la sed de los p asajeros y trip ulantes, sí, en cambio, era delicioso el zep elines co viaje. Durante todo el tray ecto, tanto de ida como d e regreso a Friedrich..., etc., los p asajeros sop ortaron y sufrieron un frío esp antoso; p ero, p or lo demás, el “voy age” resultaba excelente. Fue imposible para los excéntricos que p agaron tres mil dólares, ech ar un p istito de suero, pero, a cambio de esto, s e ganaba el no mbre d e ser “el p rimer p asajero trasatlántico” en globo rígido. De los alimentos, ni qué hablar, hija; p orqu e los q ue p agaron tan crecida s uma no probaron bocado d e la ap etitosa cocina alemana, a men os que uno qu e otro sandwich, (léase torta co mp uesta), con salch icha de Westfalia; y no creas que s e deb ió a qu e no hubiera q ué comer a bordo, no; s ino a las fo rmidables sacudid as de q ue fu e objeto el “Graf” a merced del vend aval, qu e no p ermitió el calentar ni una taza de café a los cocineros. Por lo demás, el famoso viaje se hizo en todas las comod idades que exige la vida modern a. Referente al p anorama que p resenciaron los viajantes de a tres mil dólares per capita, no nos queda ni qué hablar, Rosalind a de mis amores: En “cuarto lugar”, p orque volaron a una altura escand alosa; en segundo lu gar, p orque los cristales del “Cabin ” estaban perfectamente emp añados debido al frío exterior y al calor producido p or los cocineros, y “p rimerísimamente”, porque todos los p asajeros, incluy endo a los trip ulantes, y con excep ción hecha del Honorable Dr., constructor y p iloto, se encontraban mareados, al grado de no admitir en sus estómagos ni una taza de café, que aunque lo hubiesen deseado, no era p osible condimentar, y a que el fuego es may p eligroso a bordo. Fuera de estos ligeros defectillos, hija de mi alma, el viaje fue p lacentero. Ahora se ha entablado una acusación (p or los p uritanos evangelistas) en contra de los ciudadanos norteamericanos que viajaron en el zep elino “Graf”, haciéndoseles cargos de ap rovechar op ortunidades p ara violar y burlarse de la Vo lstedana Ley . ¿Habrás visto cosa semejante? Por su p arte, los defensores, o sean los Demócratas que votaran p or Smith han tomado el lío por el lado de la p olítica, y dicen que estamos en el p aís de la libertad,

donde cada individuo puede tomar, beber o ingerir lo que se le p eque la real gana, desde vinos hasta ácido muriático. Y continúan - La ley Volstead p rohíbe la fabricació n y venta clandestin a de bebid as alcohólicas. PERO NO PROHIBE EL BEB ERLA S. Siendo as í, ¡me tranquilizó! Por lo demás, el v iaje ha sido d elicioso...

LO S QU E LLEG AN H AB LAND O T RAB ADO por “Kaskabel” [El Tucsonense (Tucson), 18 diciembre 1924.]

Hay ciertos jóvenes p ertenecientes al género “rango” que, cuando por su bien o a fuerza, vienen a tierras grin gas y p asan p or acá unas cuantas docen as de meses de frío, miserias y hambre, juzgan un deber regresar a su terruño transfigurados, inconocib les, como p ara que sus p aisanos, los pacíficos y modestos vecinos de su p ueblo, exclamen con asombro y admiración al verlos p asar: “¡M ira, ese... ese... v iene d e Estados Unidos!” ¡Y una de las cosas de más tono, es vo lver hablando trabado” dificu ltándoseles la p ronunciación de las letras netamente esp añolas y olvidando muy a menudo los nombres en castellano de las cosas más usuales, cuy a design ación sólo encuentran en in glés! Para que un ciudadano, al regresar de Estados unidos, pueda vanagloriarse de haber ap rovechado el tiemp o debidamente, necesita lo siguiente: 1. Llegar rasurado del bigote. 2. Usar cachucha. 3. Ir rapado a la americana, a sea, con la nuca rasurada. 4. Gastar unos zap atos de a cinco k ilos cada uno. 5. Usar sobretodo, p eludo y grueso, así haga más calor que en el infiern o. 6. Fumar p uro, aun que sea malo y p estilente. 7. Y esto sobre todo: ¡Llegar hablando trabado!

“Caramba, M acario, vien es hecho un M ister Wilson. ¡Mira, nomás! ¡Eres todo un yankee”. Y entonces M acario, posesionado d e su p apel, co n un a calma v erdaderamente sajon a, contesta mordiendo el p uro oloroso a p etate: “Oh... bueno... tú sab es. Yo mucho tiemp o fuera d e mi p aís... sabes... ¡Oh, mucho gusto sienta volv er México!” “¡Pobre hermano M acario, con cien mil demonios, si y a se le traba la lengua y casi no sabes hab lar tu id ioma!... “ “Bueno. Todo el tiempo y o habla in glés p or tres años, sab es. ¡p ero y o p ienso p ronto y o voy hablar como antes!” ¡Y los oy entes, que tamb ién son mirantes, p orque lo contemp lan y lo escu chan con igual arrob amiento, acab an por encontrar muy razonable, muy natural, que Macario, desp ués de v ivir tres años en Estados Unidos, hable trabad o, y p ronuncie co n d ificultad hasta el no mbre de su patria! ¡Ay de mí! ¡Que y o también fu i de los que ad miraron a esos M acarios petulantes, que volvían a su tierra, no hab lan do in glés, sino habiendo olv idado el esp añol! Yo también los disculp aba, y hasta era un cap ítulo más p ara admirarlos de oírlos hab lar trab ado como si fueran y ank ees . Los veíamos al volver, con los v estidos recién estrenados, con sus zapatones lustrosos, rasu rad os de la cara, rap ados de la nu ca y con el último p uñado de dó lares reso nante, p rodu cto de los ahorros, priv acion es y hamb res d e algun os meses, y hasta creíamos las mentiras de grandezas que ib an contand o... Pero - Oh, desilus ión traidora - acá los h e con ocido, los he observado de cerca, he visto cómo llegan, cómo v iven y cómo se v en : h e estud iado su incubación completa, y ahora me causa risa pensar en qu e lleguen h abland o trabado. ¡Oh, lo qu e sufren p or estas tierras esos p obrecitos, sin el id io ma, teniendo que hacerse entend er a señ as, ganándose la vida d uramente en talleres y fábricas donde el único id ioma es el del martillazo y el taladro. Donde sudan la gota gord a; gotas mexicanas de su dor amargu ísimo. De donde salen, negros de h ollín , rendidos de cansan cio , y corren a su barrio, (al barrio mexicano...), a d escansar, a vivir, don de no los aturd a el estruendo de la F ábrica, dond e hablen su id io ma, don de estrechen manos amigas, donde resp iran un p oquito d el aire del terru ño... ¿In glés ?... Si el ún ico in gles qu e oyen es el gru ñido del cap ataz (el “foreman” co mo ellos le llaman) que, mascando t abaco, los hace trabajar sin des canso . Acá n o se les ocu rre hab lar trab ado. Acá no us an sob retodo p elud o. Acá no fuman puro... algunos d e estos bu enos p ais anos, d omesticados p or el sufrimiento y p or la luch a, suele p reguntársele:

“¿Qué tal de inglés? ¿Lo habla b astante?” Y contestan tristemente: “Ni ‘jota’. ¡No hay chanza”. Todo el día trab ajando. Lo qu e sobra, ap enas ajusta p ara descansar. Pero no se llegue la hora de la rep atriación ... Porqu e en cuanto se sienten en tierra mexicana, y se miran su traje nu evo y sus zap atones y su cachu ch a, se les traba la len gua, y hasta ellos mis mos llegan a creer que se les dificu lta hab lar su idio ma. Pero no les creáis. Los que p or acá lu chamos para ganarnos la vid a, sent imos amor más hondamente a nu estra tierra, a nuestras familias ausentes, a nu estros amigos. So mos más mexica n os qu e los qu e viven en el p ropio M éxico . El av e inqu ieta de nuestros pens amientos íntimos v uela cas i a diario hasta la ciud ad lejan a, dond e miramos sonreír los recu erd os alegres de nu estra juventud: viv imos la vida en esp añol; en esp añol p ens amos ; en esp añol hablamos y h asta en esp año l soñamos cu ando dormimos. En cu anto a esos “ayankados”, esos p obres M acarios olv idan el español antes de ap render el in glés, hay que ten erles co mp asió n. Es la única satisfacción qu e tien en como desqu ite de muchas amarguras. El único reproch e que merecen es acu ello de: “Perdónalos, Señor, p orque no saben lo que hacen...”

UN NUEVO SISTEM A PARA CONTRIBUCIONES p or Fígaro [El T ucson ense (Tucson ), 16 may o 1929, p . 4, c. 3-7.]

Los gobiernos tien en un sistema d e p rocurars e fondos, lo mis mo en Texas que en Coch ichin a: el imp uesto. No vamos a entrar aq uí en p ormen ores d e orden econó mico que n o v ien en al caso. El imp uesto o “tax” (el nombre es lo de menos grav ita sobre los habitantes de un p aís co n descontento de los mismos. Pagar nun ca ha sido agradable, y si hay algo qu e lo s ea menos es el p agar un imp uesto. Cuando le prend en a uno una san guiju ela en el brazo, se aguanta con la idea de qu e es p ara su bien. Pero resulta difícil conv encer al pueblo de que las contribu ciones que se le imp oner son para aumentarle su felicidad. De aquí arranca un grav e problema. Hay que imp oner contrib ucion es, ¿sobre qu é? Sob re la p rop ied ad, sobre la gan an cia, sobre las entradas brutas, o inteligentes, p ero hay que imp onerlo . Antiguamente se p agab a imp uesto hasta p or el número de ven taras q ue h ab ía en u na cas a; hoy los gob iernos se sienten inclinados a p onerla hasta sobre el estornudo. Sin haber pretend ido jamás conocer d e

estadística, v amos a su gerir mod estamente algunas activid ad es humanas qu e hasta hoy han p ermanecid o al margen d el imp uesto, y a sea p or co nsid eraciones de un ord en muy especial o p or falta d e v isión d e los qu e h acen las leyes.

Impuesto sobre la tontería Visto que el nú mero de los tontos es infinito, y que hay en todo p aís un grup o de hombres qu e se rev elan más v ivos que la may oría p or su inteligencia, su ilustración, su lab ia, etc. ¿qué inconv eniente h abrá p or ejemp lo, en gravar en uno o dos centavos cad a d ecímetro el espesor de la tontería? Se p uede man dar hacer un timbre esp ecial con la famos a fras e d e Salo món en latín y algún símbo lo ap robado, co mo, p or ejemp lo, unas orejas de burro. Se au gura que lo difícil estaría en fijar el número d e contribuy entes que hay en toda demo cracia p ura y el montón d e la co ntribu ción. Nad a más fácil. Si se trata d e un teatro, el asunto, califíques e primero a la obra, clase de actores, etc. y englób ese, con la seguridad de no equivo carse, a todos los q ue entran a la hora de la función . No es justo que un esp ectad or de “M acbeth”, p or ejemp lo , p agu e lo mismo qu e un aficionad o a las revistas. Un p úblico d e opereta, deb e pagar más q ue un oy ente d e óp era, un o d e zarzuela más que otro d e drama. Los qu e n o comp ran la p rens a n i v an al teatro, leen n ovelas, o asisten a ciert a clase d e tertulias, son masones, miembros de la So ciedad Cristiana d e Jóvenes, o h an pertenecido al ejército de Salvación. Los lectores de un D’Anunzio no deben p agar lo mismo qu e d e un Gu ido de Veron a. Hay que gravar con fuerte imp uesto a esos que no pueden v iv ir sin p ertenecer a un a co rp oración, p ongamos por caso el R otary Club . En camb io, no d ebe h acerse lo mis mo con los qu e son miemb ros de un instituto científico . Es cuestión de distin gu ir. Así, podía formarse un a tabla que d ijese, p oco más o menos: Tontos de cap irote, un p eso mensu al. Tontos de nacimiento, 50 centav os. Tontos circunstan ciales, 40 centavos. Tontillos, sin malicia, 50 centavos. Miembros de sociedad es p rotectoras del árbo l, de la niñ ez, de los an imales, 10 centavos.

El cuento costumbrista La única evo lución formal sufrida aquí es la de que, de las tres p artes que mencionamos antes que tenía el cuadro d e costumbres, la p rimera y la tercera se acortan y la segunda se desarrolla más. La simple anécdota de antes es y a un diálo go n arrativo de vid a p ropia que abarca todo el cuento. Otras veces va p recedido por una introducción noticiosa o de op inión muy corta y seguida p or un final de moraleja muy corto. En esta categoría podemos meter casi todas las narraciones de Jorge Ulica donde y a se ve una clara intención de literaturizar la anécdota. También se p ueden inclu ir aquí todas las narracion es tipo crónica como las mismas de Jorge Ulica (“Crónica ligera”, “Crónica diabólica”) y las crónicas top ográficas en p rimera p ersona (“Crónica del Southside” Phoenix, Díaz Vizcarra; “Crónicas de California”, Joaqu ín Piña; “Crónica d e Texas”, Souza González. Esta p rosa es ágil, más fotográfica que moralizarte, humorística y satírica a la vez. Tiene un fondo real, p eriodístico, donde el autor ha editado aquella “noticia” que destacó a sus ojos con la intención de dársela al lector dentro de un marco literarizado, y a sea con la estructura de un cuento (“La envidia”), de un diálo go (“Remedio infalib le”, “Una agencia mortuoria”), una crónica (“Silu etas de la vida de Phoenix”, “Semana en solfa”, “Crónicas d iabólicas”, “Crónicas ligeras” “Crónicas californ ianas”, etc.). Este cuento se da con cierta p rolijidad en la literatura p eriod ística del suroeste y resp onde a una ab undancia del gén ero en México mis mo que floreció con Ángel d e Camp o “M icros” a princip ios d e siglo en sus “Semanas alegres” del Impar cia l. Desp ués de Micrós decay ó el gén ero h asta tal punto que en 1918 “Joaqu ín de la Cuev a” en el Hisp anoam érica se pres enta como u n restaurad or d el gén ero con su serie titulad a “El sargento M artín Bravo”. Esta serie se p resenta d icien do qu e “...vendrá a enriquecer la literatura mexicana en uno de sus ramos menos cultiv ados 32 desde la muerte del gran M icros: la nov ela de costumbres”. Este año es también cuan do Jorge Ulica co mienza a es cribir más regularmente sus colu mn as “La s emana en solfa” y “Crónicas d iabólicas”. Por estos años también Benjamín Pad illa, “Kaskab el”, escrib e sus “Crónicas festivas ”. Joaq uín Piña es crib e las “Crónicas californian as” y José Castelán sus cuentos p icarescos. Estas estamp as no ahond an en actitudes ind ividu ales d e los p erso najes, sino qu e hacen sus análisis en general p oniend o a los p ersonajes en con juntos más amp lios, p roductos de la colectivid ad. Hispanoamérica rep rodu ce el articulo d e Manuel U garte “Las nuevas tenden cias literarias” en que dice: El talento, lejos de ser un fenómeno individu al, es un fenómen o social. En un hombre se co ndens a u n mo mento de las colectiv id ades. Por u no d e los p oros hu man os surge la sabia d el co njunto. Con ay uda d e un cerebro s e exterioriza u n gesto co lectivo . El pensador y el artista no so n más que un p roducto de la ebullición co mún, co mo la flor es un brote d e la v italid ad d e la tierra. Si pierde contacto con el ju go que lo nutre, se

march ita. Su fuerza sólo es verdad eramente eficaz p uesta al s erv icio del elemento qu e le en gendró.33 Este co lectiv ismo literario no era más qu e un a reacción al modernis mo qu e p redominó en la literatura latinoamerican a d esde José M artí h asta los últimos dan dy s de la décad a de 192 0. M uchos escritores qu isieron t anto ser p arte d e la co lectiv idad qu e sus escritos ap arecieron anón imos o con p seudón imos irrecono cibles. Hab ía en much a de esta literatura unas gan as d e exp resió n colectiv a co mo su ced ió con el movimiento muralista de esta mis ma ép oca p ostrevolucion aria en M éxico. La fo rma literaria del cuento se liberó d e la gradielocu encia ro mántica y mo dern ista y se presentó en un len guaje ap ropiad o y sencillo, con calcos del in glés si neces ario, p ues así se comu nicab a en las calles : mezcla id io mática, p árrafos cortos, estructuras simp les, casi anecdóticas. El contenido era in mediato y perdió la serv idumbre moralista del cuadro costumbrista y el cu ento socio p olítico. El mensaje mu ch as veces es simbó lico o está imp lícito, p ero p redomina una vis ión - más humo rística de la realid ad, co mo un a autorid iculización, u na comed iatización in gen iosa d e la realid ad, d istorsion and o los defectos o exagerand o las costumbres p ara seccionarlas en u na contemp lació n cercan a de p rimer p lano p ero no con los o jos d e un sociólo go, s ino con los de u n p ay aso. El autor del cuento costumbrista se consid era más u obs ervador qu e un d emiurgo. El grado de con cep tualización está en la tesis socarrona qu e se escond e tras la ho jarasca de la risa. R. Sánchez de Es cobar dice: El cuento bien traído es frívolo y ameno, es más gustado q ue la n ovela corta; al menos a mí me d eleita, so bre todo s i tiene su s al, qu ien lo p ublica o lo narra hace p asar un rato festivo a quien es leen o escu ch an. El d ía que y o tuviese tiemp o nad a difícil sería me pusiera a escribir de esos cuentecillos ch ispeantes que andan de bo ca en bo ca, sin ten er p aternid ad y estoy cierto p odría 34 coleccionar material para uno o dos volú menes. Y d esp ués d e esto nos cuenta un cuento sob re doña Sab in ita y su n ieto que vendían tamales en la calle Alcai cería. Ellos no son más qu e meros voceros del p ueblo. El folk lore aq uí tien e es a imp ortancia de fo ndo literario qu e le d io el autor ro mántico ... No obstante, no su cede como en el ro mant icismo en el que se rep roducía un folklore lejan o y fantasioso, sino se reproduce un folklo re inmed iato, y a veces se contextualiza si no p arece cercano o entendible. En este s entido son imp ortantes los finales. En el cuentecillo “Una boda de refran es”, al final se d a este diálogo: “Eche usted, tío, éch eme usted p iropos que para eso tien e todo el derecho del p ueblo”. “¿Qué derecho es ése?” “El d erecho del p ataleo, q ue es el ú nico d erecho de los p ueblos soberanos ”.35 El cu emto “Todavía con lo del censo ” de Jorge Ulica, desp ués de crear situacio nes gracios as y satíricas de unos contad ores del censo, termina la h istoria:

Pero es el caso que hoy el Insp ector, con notoria injusticia, d esconoce mi labor, diciendo que a mí nadie me dio vela en el entierro censorino y que no existen en la faz de la tierra los Pérez y Cía que yo anoté... Por eso me he escondido mientras se arregla el censo p or la vía dip lomática sin 36 lugar a trancazos internacion ales... O en el cu ento de R icardo Palma “Los siete p elos d el d iablo ”, reproducido en Alianza (agosto 1950, p. 11), el editor, imp regnado del espíritu de la gu erra fría d el momento dice: “y desp ués de leer el cuento de R icardo Palma, se nos ocurre p reguntar: ¿cuántos pelos tendrá José Stalin en su bigote?”

¿DO YOU SP EAK POCHO?... por Jorge Ulica [El T ucson ense (Tucson ), 18 octubre 1 924, p . 5, col. 1 -4.]

El p ocho se está extendiendo de una manera alarmante. M e refiero al dialecto que hab lan muchos de los “sp anish” que vienen a California y que es un revoltijo, cada día más enredado, d e palabras esp añolas, vocab los in gleses, exp resiones p op ulares y terrible “slang”. De seguir las cosas así, v a a s er n ecesario fund ar una Academia y p ublicar un diccionario españo l-p ocho , a fin d e enten dern os con los nu estros. Hasta las fieles y dulces esp osas, si están d e malas, dicen a s us maridos, h echas u n v eneno, cuando quieren arrojarlos noramala: “Vete, in med iatamente, ‘go ráut’”. Y luego, muy satisfechas, cuentan a sus amigas: “Le di ‘leiro f’ a Justiniano porqu e no “quiere salir d e los ‘d an ces’. Se ha hecho muy ‘exclus ivo’ y voy a darle también su divorcio. El Ju ez es muy mío y lo obligaré a que me p ague u n buen ‘alimoni’. Para q ue s e le q uite lo ‘ru g’”. Eso, que entre p och os lo entiende cualqu iera, n ecesita intérp rete tratándose de otro género de ciud ad anos. *** Entre las p erson as que me hon ran con s u amistad hay una, doñ a Eulalia, viuda d e Pellejón, qu e en unos cuantos meses de h aberse venido d e México h abla perfectament e el p ocho y se ha asimilado más p alab ras d el h abla californiana que las que cono cía d el dulce, h ermoso y melifluo parlar de C erv antes. He recib ido u na carta s uy a, cuy o texto cop io para regocijo y satisfacción de los lin güistas afectos a estudiar los idiomas raros: Sr. D . Jorge Ulica, “City ” Caballero :

Fui hoy al “p ostofis” a co mprar un as “estamp as” y tuve “chanza” de recibir una carta de un a hija mía casad a q ue ten go en P isacp ochán , de donde soy “nativ a”. M e ha d ado much a “irritación” sab er que el “tícher” d e in glés de mis n ietos es enteramente “crezi”, p ues no entiend e n i un a p alabra d e lo qu e y o escribo en “en glish ”. Figúrese que envié a mi hija “lob y guis es”, así muy clarito, y el con denado “tích er” dijo qu e no sabía qué era eso, cuando le ens eñaron la cart a. Ya les “rep orté” qu e estab an pagando el “mon ey por nad a” y hasta q uise p onerles un “Guairelés” p ara evitar qu e les estén qu itando p eso y medio p or “hafanáur” de clase; p ero no traía n i “un cinco ” en la b ols a. ¡No s aber qu e “lob ” y “guises ” es amor y bes os! Eso no imp orta. Lo que y o quiero es qu e Ud. me d iga qu é p uedo hacer con la “lan led ” del “bordo” dond e v ivo, q ue d esp ués de rentarme un “jausqu ip inrrn un”, no quiere n i que caliente “ guo ra” porque dice que le “esmoqu eo” la “p arlor”. Ay er, a la hora del “bricfast”, ib a a guis ar “jamanegs ”, y se levantó de la cama furiosa, en “blu mmers” y “bibid í”, amenazándo me con llamar p or el “telefón” al “patrol” para que me llevaran a la “y eil”. Yo quis e decirle nada a mi comp adre Goy o cuand o volv ió de la “canería” en don de es “boss”,, para no “levantar el infiern o”, p ero s i estas cosas “no v ienen a un stop”, va a h ab er “jel”. No p uedo s egu ir comien do únicamente “jatdo gs” “cofi an donas ” y “asicrim” a ries go de co ger un a “maladia”. A veces ten go que ir, casi en ay unas, “al otro lado d e la bahía” y si no fuera porque “en dond e Don Taun” tomo unos “sándwiches”, de “b ico n” y otros d e “ch is” me moriría. Quiero, p or eso, qu e ven ga a v erme. Arreglaremos es e “bisn es” y el de la “ap licación ” que ten go que hacer para qu e “agarren” a mi co mpadre “los hombres colorados” qu e les dicen “redmen ” porqu e “dan muchos b eneficios ” y ahora tienen “ab ierto los libros” por un mes. Allí no h ay “vaporinos ” ni “ru gnecs”. Si qu iere le mand aré mi “aromovil”. No será un co che “jaitono ” p ero s í una “mach ina” fuerte paaa cu alquier “raid ”. Si v ien e, le p rometo llev arlo d esp ués a las “mu vis ”, n o a los “niqu elorios” ni a los d e a “daim”, sino a los de “don Taun”, a alguna “p icchur” de las de qu e hablan mucho en los “p ap eles”. Le enseñaré desp ués mi “redio ” para que oiga tocar ese “fo x” tan bonito que se llama de la “reina mora”, a los “musicianos” de la “y asband” que toca en el “lobi” del “p alas”. Es muy “quint”. Al fin d e la p ieza, todos ellos cantan “reina mora, rein a mora”. “Lob and qu ises for y u olso”. Eulalia, Vda. d e Pellejón *** Fui a sacar d e ap uros a Da. Eulalia co mo Dios me d io a entender. Todo se arregló, lo mismo con la cas era que con la so ciedad a que D. Goy o debe p ertenecer. Hubo “raid ” y cuanto ella ofreció. En cuanto a lo de la Reina M ora, de q ue me h ablaba la bu ena mujer, resultó con qu e tal caden cia es la q ue esta ahora en bo ga, q ue an da de boca en bo ca y que termina así:

“¡Oh! It ain’t goin’ to rain no more, no n o...!” Eso, en p ocho, es la Rein a atora... La Sra. Pellejó n me ha enviado esta otra misiva: “Le mando ésta p or ‘esp ecial d e liv er’. Quiero ‘rep ortarle’ que voy a cambiar mi ‘second n ame’ qu e no su ena ‘very guel’ por su ‘translécion ’ en ‘in glis’. En vez de Pellejón voy a ‘noninarme’ Sk inejón que es cas i ‘di seime’. Así, mi difunto, a quien Dios tenga, en el ‘jeven’ co gerá ‘truble’ ni s e p ondrá ‘jelous’”. Eulalia Skin ejón Como lo iba d iciendo, el p ocho avanza a p asos agigantados. Y un a de dos: o se escribe un extenso vocabulario d e p ocherías p or connotados académicos de esa len gua, o se abre una academia d e idio ma p ocho p ara los p rofanos. Seré uno d e los alu mnos más ap licados. Y en seguid a irá mi “ap licación”.

LOS “PARLADORES” DE “SPANISH” por Jorge Ulica [El Tucsonense (Tucson), 4 diciembre 1924, p. 5, col. 2-6.]

Con motivo de tantas y tan anunciadas “acad emias”, “clases” e institutos donde se enseña el “sp anish” nos han salido más p arladores d e la len gua cervantina que p ulgas h ay en los cinematógrafos “first class”. Es un “sp anish” sui generis ap rendido al vap or, en veinte clases por tres p esos, y p erfeccionado en el fonó grafo, oyendo a Abrego y Picazo y a otros “clásicos” como esos. Cuando uno oye hablar a los genios graduaos en cualquiera “Universidad” b arata, se duele d e todo corazón de no ser el jefe d e un automóvil “gendarmeril” para cargar con maestros y discíp ulos a una estación de p olicía y p ara hacer que se les imp usiera a maestros y alumnos a aquéllos p or sinvergüenzas y a estos por melolen gos, treinta días de arresto. Los p arladores de “sp anish” se sienten orgullosos con mostrar unos p ap elotes descomunales, exornados con sellos en oro y rojo, en los que consta que han concluido brillantemente el curso de español, que lo poseen, más o menos, como Castelar, y qu e son capaces d e tradu cir al habla castellana h asta los p ensamientos inexp resados d e Roosev elt.

Y cada dis cíp ulo , cad a gradu ado d e esos es un a amenaza para cu alquiera q ue de veras parla la len gua d e Núñez de Arce, sujeto co n quien no me ligan ningún lazo, de parentesco, lo cual hago constar p ara q ue no s e crea que lo cito por s er de la familia y que soy d e los q ue presumen d e “grand es” y de que le h ab lan d e tú a C alvin , al Kromprinz y a Poncho XIII. Por qué es os “gradu ados” con u na amenaza y una v erd ad era calamidad, lo verá en seguida el p úblico lector. *** A uno de los establecimientos de may ores vu elos y de más camp anillas de los qu e h ay en esta ciud ad de San Francisco s e presentan un as lin das p ollas “de la taza” en busca de zap atos. Las v e ven ir un dep end iente entradito en años, aunq ue so lterón, y se disp ara hacia ellas cono una flecha. “¿Qué desean usted es?” les pregu nta en el idio ma de Shakesp eare. “Shoes...”. “All right!” El dep end iente trae los zapatos, las p ollas, que n o hablan mu cho in glés, y el dep endiente, que no con oce nad a de esp añol, acab an p or no entenders e, y entonces se recu rre al intérp rete, un dip lomad o de la academia “Early” qu e hizo un brillantísimo curso d e esp añol en s iete s eman as. El almacén s e p one en movimiento p ara h acer v enir a Corncutter, el p erito en len gu a castellana... M r. Co rncutter por aq uí, Nr. Corn cutter p or allá y Mr. Corncutter hace su entrad a triu nfal, entre la ad miració n d el p erson al de los mostradores . “Sp anish p eop le”, le dicen . Y él, con aire de con quistador, resp onde. “All right”. En s egu ida, emp ieza su con versación. “M i p oinsa osted es querrido sap etas...”. Las p ollas s e ven y se p onen co loradas. “Zap atos, señor”.

“M i dice eso también, s ap etos”. “Si, del nú mero 4 ”. “Eso no p osiblemente. M uy puquito número... Estire tu sus p atas”. Algo amos cada, nu estra p aisan ita enseñ ó el brevísimo p ie de cuy o tamañ o d iminuto quedó aso mbrado el mister. “No tenien do oste ‘eradura”. “¿Cómo herradu ras ? Si no soy caballo …”. “Oh, mi quiere d ecir ‘mistake’. Tú ten iendo p atas ch icas, envo lvidas con mo ch a carn e cono los p orcos gord os, bon itos... “¡Grosero!”; d ijo la aludid a. “Remeco ”, exclamó la que la aco mpañab a. Y amb as salieron d el almacén, dejando azorados al “ graduad o” y a sus comp añ eros d e oficin a. Alguno de estos grad uad os tuvo novia mexicana p ara ejercitarse en el spanish y co mo quería menudar mucho los b esos a fin de beb er el id ioma a flor d e lab io, la chica se fastidió y lo man dó no amarla. El don cel le envió esta misiva, que p reviamente corrigió el p rofeso r del curso de esp añol d e la Univ ersidad “Alp in a”: “Novilla q uerrid a, Tu dicién dome no más tiempo n i nov illa porqu e p use un beso caliente en el piscues o tuy o y p use otro beso misma clas e en la bo ca colo rada. Po r eso cu ento, diciéndo me go out en los calabazos que p osiste a mi corrazon cito. Mi p iensa tu ma’mas todav ía y querriendo tu lo gias p rontamente. M a’mas o no ma’mas ? Si amando a mí acabó, good by , adió... Nev er again... y si querién dome mucho, y o s ien do tuyo hasta qu e los dos estando muy bien morridos. Ed gar”. Otro p ortento de p erica en “sp anish” acad émico gradu ado, es crib ió lo sigu iente, qu e me h a dejado asustado.

Pleas e tradu cir la lerrer jo int, al “spanish”. Está en “mexicano” yo p ienso, p orqu e no posible entend erla. Sólo algunas p alabras comp rende b ien ”. Y la carta está escrita en correcto y bu en español....

TODAVÍA CON LO DEL C EN SO por Jorge Ulica [El Moscu ito (Tucso n), 7 febrero 1919, p . 2.]

Estoy en entredicho . Es decir, la p olicía me tiene en salsa p or “usurp ación d e funciones, sup lantación d e nombres y sanabagán”, cargo, éste ú ltimo , que equivale al de h ijo de la China Hilaria del “sp anish” vocab ulario. ¡Y todo p or serv ir a los amigos! Uno de ellos s e hallab a en un estad o an gustioso d e brujez intern acion al. Había ido con todos los cónsules d e habla esp año la, machete en mano , y aunq ue s e le acabaron p esos, so les , bo lív ares, p erras ch icas, etc. En tan triste situ ación s e metió a empleado del C enso, con sueldo de a cuatro centavos por cad a no mbre qu e inscribiera en sus listas, y fu e entonces cu ando , ignorante d e esos ch ismes estadísticos, v ino a p ed irme au xilio, qu e y o le d i comp leto, sobre todo cuan do me dijo qu e íbamos “fifty -fifty ”, o séas e, “mita y mita”. *** Nos tocó emp adron ar el barrio más peligroso: el latino. Primero arrib amos a una casa de bon ita ap arien cia, rod eada d e macet as con flores, de enredad eras y de plantas trep adoras, y al llamar a la puerta, salió a abrirnos una gallega gorla y con bigotes, que al vernos nos d irigió un a mirada tigru na y nos dijo: “¡No fabrico vino!... Fuera d e aqu í!” “Seño ra, s omos los d el censo”. “Nocomp ro ‘Encenso’. N o comp ro nada”. “Ven imos a emp adronarla...”. “¿A qué? ¿A ap ad rinarme? Sep an qu e a mí nad ie me ap adrina s in permiso d e mi marido. Y se me van largando”.

Nos dio con la p uerta en las narices. *** En la casa inmediata, salió un a chiquilla a ver qu é se nos ofrecía y al mirar que íbamos con lib ros y con p ap eles, gritó con voz destemp lada: “¡M amá, son los d el s eguro! “ Como imp elid a p or un huracán se dejó ven ir u na matro na mostrándonos los p uños: “¿Cuantas veces voy a p agarles, p ues? Ya estuvo ay er aqu í el otro ‘arrastrao’ de la melen a y se llevó mis centavos...”. “Es que, señ ora, no venimos a cobrarle. So mos los del C enso, que qu eremos anotar su nombre y el de su familia”. “Y ¿p ara qu é?” “Para sab er cu ántos somos en San Fran cisco”. “¿Cuántos so mos? ¿Y a mí qué me ‘vien e’ de todo eso ?” “Usted debe ayudar, sería muy mal hecho qu e Usted no p restase su concurso a esa obra... “Bueno, u ltimad amente me regañ a ¿o qu é?” “Nada, 1e acons ejo.”,. “Pues vay a a aconsejar a su mamá, ¿no ?” Otro p uertazo y ni un no mbre en las listas. *** Seguimos n uestro camin o. Mi co mp añero, mudo y taciturno. Yo, locuaz y decidido. Dibu jé en mi faz la más amable de mis sonris as y llamé a otra puerta. Vino un italiano forn ido y feroz y nos dijo: “¿Qué qu ieren ?” “Ven imos a emp adronar a Ud”.

“¿A empadronarme? ¿Y qu ién les mand a?” “El Gobierno”. “Pues, emp ad rón enme... ¿Para dónd e me v olteo ?” “Así está usted b ien, de frente”. “All right”. “¿Cómo s e llama Ud.?” “Giovanni M icci”, “¿Qué edad ?” “Cuarenta y un añ os”. “¿En qué trabaja?” “En la pesca”. “Es casado ?” “Eso es mucho p reguntar. A mí, p regúntenme lo que qu iera; p ero con mi familia, p oco y bueno”. “Es que...”. “No quiero”. “Lo obligaremos”. Los sucesos se des arrollaron ráp idamente. Hubo dos bofetones, uno de los cuales le tocó a mi compañero. El otro, debe haberme tocado a mí, porque el occipucio me dolía horriblemente. *** A otro hogar. Allí las cosas iban a pedir de boca. Una jamona de no muy malos b igotes, mexican a, oriunda del Bajío , nos recibió amablemente, y convencid a p or nuestras palabras d e la gran imp ortancia del censo contestó cuanto le p reguntamos hasta que surgió un

conflicto inesp erado. Ella dijo q ue tenía diecinuev e años, y al empadronar a su hija nos salió con qu e hab ía n acido “cuan do el fuego”. “Señora, eso no es p osible”, la dije. “La niña la hab ría nacido cuando Ud. tenía cin co años”. “Pues entonces nació”. “La tuvo Ud. a los 5 años”. “La tuve cu ando me d io mi real gan a, d es graciad o, av erigua v idas ajenas, sop lón, p erro, víbora, chu cho...”. “Seño ra, no es p ara tanto”. “¡No! ¿Quiere ah ora sacarme más vieja d e lo qu e soy ?” “No, señora, n i más n i menos. Tal vez la chiquitina no será h ija suy a...”. “Entonces, ¿quién la ech ó al mundo ? ¿Usted?” “No, señora, ¡yo no!” La jamon a se metió ech ando p este, y y o me q ued é anon adado ante las cosas qu e me decía y que no había oído d esde qu e v ivía en los p atrios lares. Habían p asado dos horas y sólo dos nombres, con los datos inco mpletos, estab an inscritos en la lista; era mucho trab ajar p or só lo o cho centavos. Intenté el último recurso, y fuimos a un a casa en la que u na lin da p olla, amable y decid ida, nos recib ió afectuosament e. Nos dio n omb res y datos con tod a amabilidad , y según los ap untes que h icimos, ella era la hija may or de un matrimonio en el cual había dieciséis vástagos, todos los anotamos, y , p ara con clu ir, le pregunté: “¿Ya no h ay más gente aq uí?” “No, señor; ah orita no, p ero en dos o tres d ías...”. “¿Vien e d e fu era?” “No, de fu era no. De”. (La muchach a se p uso colo rad a.) “Exp líques e usted ”. “M amá esp era d os bebitos”.

“¿Dos nad a más?” “Cuando está muy go rdita, cono ahora, s iemp re son d os...”. “Pues a ap untarlos...”. Y los apunté... *** Con todo eso, la lista era muy p obre, p ero acord ándo me de los “recu rsos” del sufragio efectivo, compré el calen dario d el más antiguo Galv án, fui recorriend o los nomb res de los santos des de Aarón h asta Zofron ías , y a cada uno le p use un montón d e Rodríguez, P érez, C acecegu as, Joh nsons, Lóp ez, Harry es, Palatas, Pardos, etcétera. Total 2348 nombres. Pero es el caso qu e hoy el Insp ector, con n otoria in jus ticia, des conoce mi lab or, diciendo qu e a mí n adie me dio v ela en el entierro censorino , y que n o existen en la faz de la tierra los P érez y Cía qu e y o an oté... Por eso me he es cond ido mientras se arregla el censo p or la v ía dip lo mát ica, s in lu gar a tran cazos intern acionales...

ENTRE M ÁS SE VIVE M ÁS SE APRENDE por Jorge Ulica El Tucsonense (Tucson), 3 atosto 1922. Derrotas sufridas últimamente ante los tribunales, en defensa de mis corraciales o corraceños, me han hecho comp render que aunque me sobra buena vo luntad p ara sacar de la cárcel a todos los “sp anish” que han caído en tan feo lugar p or su culpa, p or su sola culp a, por su gravísima cu lp a, no las tengo todas conmigo. Las “leyes adjetivas”, que d irían los curieles, se me h an vuelto “verbales p or p asiva” y cada día las entiendo menos. Sirva esto en descargo de mi conciencia y como advertencia al p úblico en general y a mis amitos en p articular de qu e si me no mbra defensor de algún emp ecatado comp atriota y éste no sale libre de culp a y p ena, no soy el responsable. O las ley es están muy confusas o mis entendederas son muy cortas. *** Los insp ectores p rohibicionistas hhicieron un “raid” cono aquí se dice, o “echaron rialad a” cono allend e El Bravo se exp res a, en un a de las p lay as d el p uerto, y co mo

resultado d e tan interes ante operación, cay eron a la tramp a una vein tena d e ind ividuos que, armados de ánforas, frascos y botellas, tod as con caldos “into xicantes” h abían ido a d isfrutar de los en cantos d el océano, de las fres curas de la brisa, del murmurio, del oleaje y de los efectos del aguardiente. Tod os estab an contentísimos, alegres co mo un fo xtrot de “jaza band ” y decidores y bravos. En la cárcel, desp ués, se p usieron mustios y tristes. Uno de los p resos de aturd imientos alco hólicos nombróme su ab o gado. El d ía de la audien cia los defensores d e otros d e los b ebedores qu e me p recedieron en el uso de la palabra, d emostraron, p or ce más ce qu e sus clientes eran enfermos y no crimin ales; que según modern as teorías, indis cutib lemente marav illosas, los afectosos al whisk ey solían tener abscesos en la p arte más delicad a del cerebro, p or allá cerca, d el “sep tum lucidu m” o tabiqu e transp arente; q ue esa era la caus a de su amor al v ino , y que seria una crueld ad castigar a q uien no era cu lp able de q ue le salieran, esp ontáneamente, chichones d e los “chilu ca” adentro . Por allí me fue también en mi lu minosa p erorat a, más lumin osa aún p or tratarse del tabiqu e transp arente, y la Corte, acep tando en todo las teorías de la d efensa, ord enó que se radio grafiara el cerebro de los acusados, procediéndos e a p rivar d e abs cesos cerebrales todos los qu e tuvieran p ara quitarles el feo y bochornoso vicio d e la embriaguez. Estuvimos tan de malas, que de los veinte enfermos de alcoholismo s/olo un ch ino y mi defenso resultaron abscesados. El ch ino era riquísimo de la poderosa casa de los Fre-gonSones, y, p revio p ago de una multa, se fue a op erar a la Gran China. Mi cliente, más pobre que un franciscano, se sujetó al tratamiento y murió heroicamente en el p atíbulo, o sea, en la mesa de op eraciones. Otro fiasco: .

M e tocó defender a dos p aisanos que, en momentos de in contenible cólera, h abían reñido con otros dos sujetos, a los cuales les causaron daño. Uno de los contrincantes de mis defensores p erdió el ojo y el otro también, p ero un ojo era de vidrio y el otro era ojo perfectamente natural y legítimo. Me esforcé en salvar al reo que habia dejado tuerto a un semejante, p ues juzgaba y o que eso era muy grave ante la ley , ante la justicia y ante la Humanidad, y p edí sólo nos años de cárcel p ara el infeliz. Del p aisano qu e echó fuera a su rival el ojo de v idrio, me concreté a decir que lamentaba el caso y que estaba disp uesto a que, p or cuenta de mi cliente, se p rovey era de un buen ojo artificial al lesionado. La sentencia, larga y llena, de citas y doctrinas, me dejó anonado. Al rijoso que hizo tuerto a su contrincante, se le absolvió, fund ándose el Juez en que se trataba de un a lu cha en igualdad de condiciones en que quien da está expuesto a recib ir. En camb io, el p obre que echó fu era el o jo de cristal de su contrario, sin dejar hu ella d olo rosa, fu e cond enado a sufrir d e un a cin cuenta años de p risión, a pagar el ojo que s e romp ió al

caer, los gastos d el juicio y una enorme multa, p orqu e allí no se tratab a de una simp le riña, sino d e d estrucción fatal d e la prop ied ad ajena. “Honorabilísimo señ or juez”, dije al de la causa, “¿có mo es p osible que h ay a menos delito en echar fu era un o jo bueno que un o artificial?” “Ud. igno ra las ley es d el p aís. La prop ied ad es ante todo. Con los ojos n aturales se nace, no cuestan n ada, son p artes íntegras d el individ uo; los artificiales han s ido objeto de un a inv ersión, y toda inversió n honrada y lícita deb e ser p rotegida. Sobre esto, ya se hech o ju risp ru dencia. Ud. pued e destrozar, en riña, todos los dientes naturales de u n rival. ¡Ay de usted si le ro mp e un solo d iente p ostizo!” El p aisano senten ciado, al o ír aqu ello, me dijo con gran indignació n: “Como cump la mi cond ena, le saco los dos ojos. ¡Al fin los tien e n aturales!” Por fortun a, d entro d e cin cuenta años, ¿qu é ojos voy a tener? *** “Quiero qu e le v ea las p iernas a ‘la Panch ita’”, me d ijo una s eñora recién llevada d e Pungab arato, México . “¿Y p ara qué qu iere Ud. q ue s e las v ea?” resp ondía. “Para qu e acuse Ud. a Pep e, su novio , un o a quien le dicen el Zorillos, d e los p ellizcotes qu e la dio en el C liff Hous e, bañándose los dos”. Fui co n Pan chit a a verla las p iernas, y las tenía muy gordas y muy p ellizcad as. Incon tenen ti, entablé d emanda p or aqu el terrible abuso. El Ju ez des echó d e plan o la querella. “Si el Zorrillo”, ind icó, “hubiera hecho el p ellizcamiento de p iern as en un cine, lo secaban en la mazmorra, p orqu e hubiera tenido qu e maltratar las med ias de M iss Panch ita p ara hacer eso; p ero si me p omo a castigar a los nov ios qu e se p ellizcan en las p layas a la h ora del b ateo, no vamos a ten er don de meter a todos. La p iern a se remienda s ola y sola se d esinfla”. Me retiro conven cid o, u na vez más, de qu e no sirvo p ara abob ado o d e que las ley es y los jero glíficos fen icios corren p arejas.

SILUETAS DE LA VIDA DE PHOENIX p or Armando M itotes [El Mensa jero (Po enix), 2 9 febrero 19 36.]

No es sueñ o, es realid ad, d esp ués de estar remontado p or algu nos d ías en mi “mansión del olv ido ” de la Cuarta Aven ida, y desp ués de algun os de los centros sociales, vuelvo a v er lo qu e siempre he visto, p ero mi familiaridad es entonces un poco más extraña. Las “flap p ers” d e s ensuales cu erp os; los en marigu an ados automóviles ; los mofletudos tranvías y un inmenso ruido de mil cosas visibles e inv isib les pueblan mi mente de visio nes carnavalescas, La ciud ad de Las Palmas. Otra v ez en mis p up ilas se desmayan a las sombras d e los soberbios edificios de on ce p isos. Otra vez me enco ntrab a en es e ambient e, el q ue la vida, no es más qu e un jabón, jabón qu e se gasta diariamente. Una ris a d e demencia carnavalesca se oy e muy allá. Un a obscura de alarma cubre el cielo ; y un exótico miedo se incrusta en los añejos p ostes telegráficos. Hub o un momento en qu e todo dejó p aso libre a los salvadores; p asaban los titanes a un a velo cidad d e pensamiento.... Co rrían los encascab elados centauros y sólo su grito anunciador d e fatalid ad reinó absolutamente. Llegé al p op ular “Teatro Rex” donde se exhibe “Almas encontradas”. Sensacion al película mexicana, que rep resenta la vida nocturna mexicana. Un bo leto señorita... y la pintarrajeada taquillera p uso en mis manos su p equeño cartón verde de puntos negros. Dentro, casi comp leta obscuridad. Un d ébil p erfume d e mil cuerp os de mu jer, me consuela con su caricia. La cinta se qu ejaba qu edamente al p asar p or el lente; en la pantalla, como mi corazón, mudas imágenes que bailab an. Luego el Radio p obló de armonías estridentes los recuerdos; algo qu e oímos, que volveremos a oír... mientras la imagen b lanca de un muerto amor, la p ieza terminaba, y todos, locos, gritaban en un ap oteosis de entusiasmo. En la casi comp leta obscuridad de aquella caverna, es decir, en el en canto de aqu ella p enumbra, las siluetas de las mu jeres qu e tenía delante, destacabanse su brochado de modern ismo. Ojos sombreados p or el rimel y labios donde el láp iz había dejado huella de san gre, eran un nido donde florecía una inquietud divina de p lacer. Así pasó el tiemp o... Desp ués, tres minutos de intermedio ¡y se hizo la luz...! Las doce, todavía un residuo de lluvia barniza de lágrimas la ciudad. Paulatinamente las gentes han ido agotándose... una que otra es hora la que asesina el silencio con el eco de sus p asos... en la lejanía, n adie... Otra vez las doce, me saludan con caricia de pecado. M e dirijo a la Flor de Phoenix, el Café Elenes, ¡oh! cuánta vid a en cu entro, chocar d e esp umosa “Ap ach e” s iluetas de boh emios, la alegría d es granan do sus súplicas ante las diosas venus. Una iro nía se desflora en todos los lab ios, op acos por el fuego d el vino. Ahora nad ie entra y nad ie sale... Se oy e u na voz. De un a d e las mes as se levanta el pop ular don Juan Elenes, cop a en mano y brin da... p or la Flor d e Pho en ix, p or la numerosa y elegante clientela q ue llen a sus salon es en no ch e de carn aval.

FAM ILIAS CON PIANOLA Anónimo El Tu cson ense (Tu cson), 3 nov iembre 192 8, p . 2, co l. 1-2.

No debemos visitar a las familias que tienen pianola. Si es usted aficion ado a la mús ica, malo; si no le gusta, p ero porque a la fu erza le largan una tanda de corch eas y semifusas q ue lo joro ban. La familia qu e tiene p ianola a toda musicófaga, aunque les caus e neurastenia la música, no s e puede uno fiar d e ellos. En cuanto oy en llamar a la puerta, se p one ráp ido u n in div iduo de la familia a tocar con furia y todos los d emás alred edo r, ensimismados, y mientras el visitante llega, exclaman p ara que les oigan : “¡Oh, qué p recios id ad”. “Es div ino ”. “Q ué lindo, qué lindo ”.

“Este ‘sch erzo’ es marav illoso!” “Perdona: es un and ante con moto”. “¡Con ‘moto’! Este es con s idecar”. La visita entra y, ap enas ha saludado, le sientan junto a la p ianola. “Siéntense aquí”. “No, más cerca; así lo o irá usted mejor...”. Y le in crustan a un o en el instrumento. “¿Le gusta a usted tocar?” “No señora; no sé”. “Pero si es muy fácil; es con los p ies”. “Ya lo sé; p ero los ten go muy delicados ”.

“¿Qué quiere usted que toq ue?” “Lo que qu ieran; me es igu al”. “Es que tenemos p ara todos los gustos. Hay quinientos rollos. Estos son de música vulgar: zarzuelas , op eretas, bailes y cup lés, p ara la gente as í, de poco más o menos; y estos otros son de música ‘d e camera’, d e co nciertos, música clásica q ue p udiéramos decir, y es p ara los elegid os, para las p ersonas cu ltas”. “Nosotros p referimos ésta, y nos damos cad a hartazón de s infon ías qu e quita la cab eza...”. Y la visit a, claro, este se ap resura a decir: “Igu al me p asa a mí: yo qu iero q ue me d en sonat as, imp romp tus, estud ios y adagios a todo p asto. Toquen, toqu en sonatas, sonatas, qu e son mi deb ilid ad”. Y la p ianola suena trép idamente, ensord ecedora, mach acona; y el interfecto se carga dieciocho sonatas, qu e le arrugan y enflaqu ecen. La familia cree qu e aquel abrumamiento es emoción artística y le p regunta: “Es hermoso, ¿v erdad?” “Bestial”, d ice, con los o jos cerrad os el p aciente. “Toca la s infonía ‘El diluv io’ de Ech aunkosq ui, qu e le en cantará al s eñor; son siete tiemp os y a cu al mejor”. Y al señor le da lo mismo que toqu en “El Diluvio” como que toqu en el cielo con las manos . Tiene tal d anza d e n otas en la chola, q ue le zumb an como si fuera v entilad or. Y lo grave es que co ncluy e uno y se s ient a otro y luego otro, y hasta la criad a pedalea muy seria. “Ahora verá usted a Periqu ín es una delicia, ap en as alcanza con los p ies los pedales, pero con la p unta impuls a divin amente. F íjese usted; anda Periqu ín, to ca p ara qu e te vea este s eñor”. Periq uín se s ienta y toca des astrosamente un estudio intermin ab le d e un mús ico ruso, revo lucion ario y ateo. El amigo víctima ni oye, ni ve, n i entiend e n ada; su cerebro es un “allegro viv ace”, su corazón un a corch a.

Se levanta, triste y amodo rrado y se desp ide. “¿Ha p asado una buena tarde?” le p reguntan. “De barb a d e mico”, dice in cons ciente. “¿Vo lverá usted p ronto?” “Cualquier d ía”. Y se va mustio y vaciante, p ensando n o p asar n i p or la calle. Los p iano listas son incans ables, v engativos y recalcitrantes ; tocan la p ian ola desd e que s e lev antan hasta que se acu estan, p orque quieren que se entere toda la v ecindad que tiene p ianola. La casa de la pianola es anticatarral; h ace sudar tinta; si alguien tose, la p ianola p uede más, y la tos, disgustada, se va a otra casa más hosp italaria. No hay moscas, las p obres se van indignadas. Las criad as no cantan, p orque están tristes y llenas de música indigesta. Si hay niños y lloran, no se les oye, p orque la pianola retumba y absorbe cualquier ruido. La casa de la pianola es sonora, resuena siemp re, p orque entre los techos, en los ángulos de las p aredes, en les ventanas, h ay comp ases sueltos de música; están allí cono están las telarañas en nuestras casas. La p ianola a todo p asto p roduce el embotamiento p orque ensordece un p oco y ensimisma a fuerza de escuchar bemoles. Hace hablar a gritos, p orque llena de sonoridades las tromp as de Eustaquio, y la cabeza del p ianista es como una caracola marin a. Produce también falto histérico, p or la p ostura sedentaria, que requiere, que constriñe toda la región abdo minal, y p roduce trastornos íntimos. La p ianola acaba p or jorobar. Sin embargo, la p ianola b ien admin istrada no es mala; tocándo la un ratito cada semana es inofensiva y no p roduce ni siquiera n euralgias; p ero que dejen en p az a las visitas que van de buena fe y no tienen culp a de nad a.

LA AGENCIA MORTUORIA p or Héctor Hernández

El Tucsonense (Tucson), 1 noviembre 1928, p. 7, col. 1-2.

“¿Tengo el honor de h ablar con el señor cura?” “Enteramente a sus órdenes, señor”. “M il gracias. Ven go, p adre, a man ifestarle u n p roy ecto en que estoy interesado , de sumo progreso para la parroqu ia y para el pueblo de Funza”. “Soy todo o ídos. Cuanto se relacione co n el bien de mi p arro quia y con el ad elanto d e este qu erido y simp ático p ueblo, tiene de antemano mi ap oy o”. “Es usted muy bondadoso, padre. He visto que aquí hace mu chís ima falta una obra que hablaría mu y alto del esp irita de p ro greso en qu e usted abund a, y que le d aría much o imp ulso al municip io”. “Creame q ue estoy imp aciente p or sab er d e qu é se trata”. “Sí, p adre, una obra que en otras p artes ha produ cido muy buen os resu ltados ”. ¿Cuál ?” “Una obra qu e p roduciría p ingues gan ancias a usted”. . “Ese lado no me interes a porque aquí he d emostrado suficient emente qu e no me domina el afán de lucro al p ermanecer gustoso en la p arroquia”. “Entonces una obra que au mentará mu chísimo el culto”. “Eso sí me entusiasma. ¿Cu ál?” “Una obra que le he imp lantado en otras p artes con el ap oy o incondicion al de los señores curas y ha sido un p ortento”. “Pues dígame pronto cuál”. “Pero ¿seré tan afortunado q ue cuente con su ay uda?” “Si convien e, por sup uesto”. “¿Cual?” “Una obra que de p arte de usted no demanda nin guna ero gación ”. “Tamp oco me interes a ese aspecto”.

“Una obra p ara la cu al y o p ongo todos los elementos”. “Bien, muy bien. Pero s írvas e sacarme de la curios idad d e sab er cuál es”. “Una agencia mortuoria divinamente mo ntada. Yo ten go muchos, much ísimos ataúdes de toda clase, de todo p recio, candelabros, co lumn as, adornos, en fin , cuanto exige una agencia mortuoria bo gotah a”. “¿Una agen cia mortuoria?” ,

“Sí, p adre. ¿No le parece un a maravilla la idea? ¿ No cree usted, padre, qu e las ganan cias s erán muy grandes para usted y p ara mí?” “¡Ah, y a lo creo. Sólo que y o le p ondría una cond ición”. “No veo cual; desd e luego qu e el acuerdo y armonía, entre los dos será abso luto”. “También lo creo”. “Entonces quede todo arre lado?” “Falta algo, señor, un pequeño p orrmernor”. “M andar imp rimir algunos anuncios grandes y fijarlos en las esquinas?” “No señor. Los sería echarle leña al tercio p ara aliviar la carga”. “¿Hablar con el señor alcalde? Ya lo hice”. “Tamp oco señor. “ “¿Contratar un buen local? Ya lo ten go magnifico, en la acera de la p laza y y a p agué un mes adelantado”. “Va usted muy de p risa. y le falta ese detalle del que dep ende todo”. “Y hora es usted, señor cura, el que me tiene en ascuas”. “Usted,

según acaba d e informarme, tien e ataúdes y todo. ¿Es cierto?”

“Sí, p adre”. “¡Ah! ¡Muy bien! Entonces podrá hacerse rico y hasta millonario si llena la pequeña formalidad que y o le quiero advertir!”

“Dígame p ronto, señor cura, cuál es”. “Que usted trama los muertos de otra p arte”. Al decirle esto a mi interlocutor, abrió hasta el máximo sus ojos, quedóse serio y alelado, con la boca abiert mirándome de p ies a cab eza. “Como lo oy e, señor, tiene qu e traer los muertos de otra p arte p orque el clima de Fun za es el mejor de le sabana. Aquí no se muere la gente sino p or equivocación. “Como en otras p artes se hacen novenas p ara obtener la salud de personas queridas, aquí habría necesidad de hacerlas p ara p edir su muerte, cuando tengan aburridos a los parientes o su herencia esté haciéndoles falta p ara gozar mejor. Aquí el matrimon io se piensa más que en el resto del mundo, p orque no hay ni remotas esp eranzas de segundas nup cias ni de cambiar de suegra. Aquí los médicos se van todos al cielo sin p asar p or el purgatorio si llega a morirse p or equivo cación, porque, aunque quisieran, no se les presenta jamás la ocasión d e hacerle mal a nad ie. Aquí el sep ulturero, creo y o, necesita barra nueva p ara cada sep ultura, p orque de un muerto al otro se las come el orín. Aquí cuando se necesita doblar con las camp anas, tiene el cura que volverle a enseñar al sacristán el orden de los toques. Con que vea usted, mi querido señor, si no es Funza un remedio d el p araíso terrenal antes de que a Eva se le metiera el antojo de la manzanita y a su señor esp oso el de dejarse en gatusar p or ella”. El flamante empresario continuab a en silencio; casi no resp iraba. “Pero si usted no me cree, y a que tiene un mes p agado, h aga ensay o”, le d ije. Pidióme excusas p or el tiemp o que me sabía quitado y se retiró más triste que un emp leado p obre a quien, acaban d e quitarle el p uesto. A p artir de aquel día, el emp resario sacab a p or turno al sol y colocaba sobre el emp edrado de frente a su agencia mortuoria, cuy o letrero resaltaba en hermosa tabla, con letras blancas sobre fondo n egro, dos o tres ataúdes, como para p rovocar a la gente a que se muriera. Y así p erseveró exp oniendo a los ojos del p úblico todos sus ataúdes, como quien mu estra golosin as a rapazuelos hambrientos. Pero al ir p or esas nadie cayó en la trampa. Las camp anas p arroquiales p arece que repicaban con más alegría que nunca, como riéndose alborozadas de que en Funza nadie queda hu érfano ni v iudo. Concluido el mes, el emp resario ano checió y no amaneció. En vista de su fracaso, sup lico a mis colegas que ten gan muertos de sobra, me den p ronto aviso p asa ver si lo gró qu e vuelva a mi p arroquia la p reciosa op ortunidad que perdí de tener una gran agen cia mortuoria, divin amente montada, muy chic, muy bogotana.

DE VISITA EN DIAS DE FIESTA p or Bonifacio El Tucsonense (Tucson), 31 Marzo 1929.

Labor de remañas fue para Casimirita Remo lque convencer a su p apá de que debía traer a la familia a las fiestas del Carnaval, pero al fin lo consigu ió. Pap á Remolqu e no estaba para fiestas, p ues a últimas fechas le hab ía ocurrido algunos sacud imientos inusitados allá en M atalascallando, junto a Chilp otla, lugar sacudido p or intensos temblores, a cuy os sacudimientos debía la destrucción d e la fin ca y el aplastamiento de Cundegun go, el más pequeño de la familia, quiere falleció a consecuencia d e una viga que le cayó de lo alto y le fragmentó el occip ital en varias p artes alicuotas. Sin embargo, maglier los sacudimientos terroríficos que ensombrecían los horizontes de Remolque, al fin se convenció de que p ara d isip ar p enas, nada mejor que d ivertirse y vino efectivamente con toda la familia, acep tando la invitación qu e años atrás le había h echo Ciriaco Semáforo quiere p or mera cortesía le h abía ofrecido su casa, “p ara cuando viniera a Veracruz”. Una carta lo hizo todo y Remolqu e y su distingu ida familia arribó al p uerto, feliz mortal, recibiéndolo Semáforo en la estación con todos los honores no estipulados en la ordenanza. Los diecinueve miembros de la familia Remolque se instalaron como p udieron en la casa del amigo Semáforo. “Por supuesto no se apuren”, decía C asimirita, “en cualquier rincón nos acomodamos”. Pero Semáforo era cortés y cump lido como pocos y no p odía p ermitir que sus huésp edes ocup aran los últimos lugares: de manera que les cedió el lecho cony ugal a los esp osos Remolque y luego, como fue p udiendo, instaló a los diecisiete restantes de la familia visitantes. La p rimera no che p asó maravillosamente, p ero el matrimonio R emolqu e, no así p ara el Semáforo, que estuvo en un constante “alto”, “adelante”, debido a la dureza gran ítica d el suelo donde les tocó en suerte colocarse. Casimirita y los parguetes acostumbrados a las inclemencias del tiempo y a los temblores de la región volcánica, tamb ién p asaron la noche perfectamente, de manera qu e a la mañana siguiente, amanecieron muy bien de salud y descansado en grado sumo.

Semáforo tuvo que aumentar al d écup lo la suministración diaria y durante las tres comidas de rigor, sus invitados comieron con ap etito, a grado de que Sema y esposa, ni siquiera p udieron tirarle a las migajas. ¡Qué buen ap etito traían los Remolqu es! ¡Como que criados en la serranía, a todo le entraban y de todo engullían! “Por nosotros no se mortifiquen”, decía Casimirita mientras echab a mano a la sartén con la “rop a-vieja” y se la introdu cía d ebajo d e las narices con u na limp ieza admirable. “Nosotros estarnos acostumbrados a todo, y sabemos comer de todo”. Los niños Remolqu e eran unos encantos de criaturas. Durante las p rimeras horas de la mañan a destruyeron la rad iola e inutilizaron el piano. La señora Semáforo no más relin chó p ero n i mo do de imp oner el o rden, ni mucho menos de ob ligar a los Remolquitos a susp ender sus destructoras activid ades. A la hora de la siesta, p or p rimera vez, después de much os años, Semáforo estuvo con el o jo pelado. Sí, antes d e ir a la oficin a, se echaba su siestecita; en su casa h abía un silen cio absoluto, no se movia un a sola mosca y la criad a, ún ica p ara el serv icio de toda la casa, ten ía orden es estrictas d e co municar a todo el q ue llamara a la p uerta, que nad ie estaba en cas a, a fin de q ue Semáforo p udiera disfrutar de un sueño tranquilo. El p rimer día de visita Semáforo no durmió ni el más mín imo minuto. Las gracias de los Remolquitos, que la noch e anterior le habían divertido tanto, comenzab an a caerle gord as y comenzó a temer un desastre o cataclismo, si s e p rolon gaba la visita. Por la noch e, a eso de las diez, se acostaron cono de costumbre; pero a las once, el más pequeño de los Remolqu es comenzó a d ar berridos el p obrecito y hubo neces idad d e poner la casa en movimiento. Remolqu ito minúscu lo tenia un cólico, a consecuencia de la hartada que se había dado en la cena; le dieron un vomitivo y nada; le emp ujaron una lavativa y tan camp ante. Por último, se determinó llamar a un méd ico y fue Semáforo, por vivir en la ciudad, el comisionado p ara llevarlo. Le amaneció entre la búsqueda d el médico y la obtención de la receta y cuando, horas más tarde se presentaba a la oficina, llevab a tamañas ojeras en red edor de los p árpados y una p alidez cadavérica qu e asustaba. Cuando regresó a su casa, desp ués de haber dormitado en la carp eta de trabajo, se encontró con la nov edad d e que una lámp p ra de cristal, dos butacones y cuatro sillas que estimaba mucho, h abían p erdido alguna de sus p artes, quedando inutilizadas. “Por nosotros no se mortifiquen” segu ía diciendo Casimirita, “nosotros somos los que estamos mortificadísimos p or tantas molestias; p ero les aseguramos que hemos p asado aquí dos días verdaderamente deliciosos. Con qué ansia esp eramos los cinco días que faltan p ara el Carnav al”. Semáforo p ensó en los ray os en seco. Rep itió ese día la escena de la siesta. No hubo quién p udiera conciliar el sueño a pesar de los grandes esfuerzos que hacia Semáforo p ara lo grarlo.

No bien se instaló en un catre que le p restaron en frente, los Remolquitos determinaron jugar a las “escondidas”. “¡Ya!” gritaba uno detrás del rop ero. “¡Ya.!” clamab a otro junto al lavamanos. “¡Ya!” ru gía otro metido debajo del catre de Semáforo. Un corto silen cio; ruido de p asos y a p oco una chillería estrep itosa. Era que el Remolquito hab ía d ado con el qu e estaba escondido deb ajo del catre y a emp ujones trataba de sacarlo. En consecuencia d el emp uje, Semáforo, fue a dar de bruces al suelo, abriéndose un agujero en la cholla brillosa. Ningún Remo lquito se condolió de la suerte de Semáforo. Por el contrario, en cuanto lo vieron por los suelos, en p osición sup ina, le echaron mano: uno se le subió en las esp aldas, mientras otros, dándole golp es “foul” en la p arte destinada a sentarse, le gritaban: “¡arre caballito! ¡arre! ¡arre!” y Semáforo, a revienta cin chas, echó a andar, en medio de los aplausos nutridos de p ap ás Remolque y Casimirita quien no se cansaba de exclamar: “¡Qué bueno, qué bondadoso es el señor! ¡M ira, mamacita, qué bien se ve Rutilito a caballo!...” Semáforo seguía entre tanto a gatas, recorriendo la sala, p ero no con tanta felicidad que no fuera a top ar contra una de las rincon eras que se desp lomó, rompiéndose un busto de Nap oleón que había comp rado en una subasta. Nap oleón, p artido p or el eje, fue a dar , al cajón de los desp erdicios, mientras Casi mirita comentaba: “¡Lástima de mono! ¡Tan bonito que era!” Al día sigu iente, cuatro antes del Carnav al, Ruillito se p uso a martillear las lunas del rop ero, mientras el otro hermanito sacab a toda la ropa blan ca de la s eñora Semáforo q ue se hallaba cu idadosamente colo cad a en los cajon es del ch ifonier, y hacia vendas y más vendas. Otro sí, Rup ertito, escudriñando en la vitrina del comedor, inutilizó co mo veinte piezas d e la v ajilla; y otro también, el que andaba a gatas, llegó hasta el p ein ador y acabó con p olveras, frascos de p erfume y polverizadores. Semáforo p ensó en el ven eno. La vísp era d el d omin go de Carn aval, la sala de Semáforo fu e conv ertida en camp o de base ball. Del primer hit rodó p or el suelo una amplificació n del retrato de su mamá y en una entrad a a ho me, cay ó a tierra la ún ica rin conera que qu edab a con un busto de Lenín . Semáforo y a no p udo más. Su p rimer p ensamiento fue fu migar la fin ca, con cianu ro, p ara que murieran todos los Remolque, pero le p areció d emasiado suave el sup licio. Buscaba algo más terrible, más esp antoso, algo así co mo una tortura inquisitorial. De p ronto concibió un a hermosa idea.

“Los baño”, se dijo, “y se mueren, o se van”. Había observ ado qu e sus h uésp edes le tenían verd adero horro r al agua. Y como lo pensó, lo hizo. Sin decir palabra llen ó hasta dos barriles y el fregadero ; lu ego, sonriente, tomó en b razos al menor de los Remolque y lo zamb utió. El R emo lquito p eló el gran berrido y salió huy endo. Otro de los Remolquitos corrió igual suerte. Otro más, también fu e a p arar al barril. La señora quiso oponerse, p ero Semáforo que estaba hecho una furia, le sentó en el fregadero. Casimirita, berreab a, temien do le llegara su turno. Lu ego Semáforo emp uñó un a cubeta y comenzó a distribu ir agua p or las esp aldas de los Remolque. No quedó uno en seco. Tamp oco quedó uno en la casa. Semáforo s e desp lomó cuando cerró la p uerta, mientras Casimirita, a media calle, y reco giendo a la familia nervuda, d ecía en el colmo de la indignación : “¿Pero has v isto, p apá, qué mal educado es don Semáforo? H abernos inv itado p ara bañarnos... Eso no es creíble. Vámonos, vánonos, esta gente n o tiene nadita de educación. ¡Habráse visto cosa!” Los últimos informes que han llevado a Semáforo p ro cedentes de Malascallando, es q ue toda la familia Remolque tiene tercianas. Y esto que p arece cuento, es abso lutamente histórico. Yo fui testigo del suceso y p uedo dar fe d e qu e así su cedió. Ahora, el que n o lo qu iera creer, no lo crea. Por lo menos ap rovecho la lección objetiv a, d ado el caso que la n ecesite.

LA SU EG RA D EL RA DIO por Jorge Ulica El Tucsonense (Tucson), 21 marzo 1925, p . 5, col. 1-4. Doña Tula Cervantes, que se dice heredera en línea recta del M anco de Irap uato, es una mujer llena de ciencia barata, de la que se adquiere ley endo p eriódicos y revistas. Ha tomado tal ap ego p or el “radio”, o sea, la telefonía inalámbrica, que se p asa las horas enteras oy endo las estaciones K., las F. F. y otras muy lejanas. Asegura haber oído, en su “Wery stal radio”, las danzas de los habitantes de Corfú y los ru gidos de las fieras que ambundan p or las selvas africanas.

Hace días, o mejor d icho algunas noches, y a cuando estuvo a p unto de coger un a estación de los Balcan es, oy ó el rumor de un beso en la sala inmed iata. Furiosa, se levantó al instante, encontrando a su hija única recibiendo los ósculos ardientes del novio, un dep endiente de imp ortantísima casa de emp eño. Se lanzó sobre el infeliz y le dio tal go lp e que el pobre chico mostraba, más tarde, los músculos que rod ean al ojo de un color cerúleo tirando a negro. “Pero, maná”, exclamó acon gojad a y llorosa la chica, “no es ésta la p rimera vez que oy e a Ubaldo que me b esa, usted misma me h a contado que p ap ito, un año antes de casarse con usted, se la comía a besos”. “A mí no me imp orta que se b esucueen..., allá usted es! Con su pan se lo coman; p ero siemp re que con sus ruidos ino p ortunos me ‘esp anten’ a las estacio nes de ultramar, le he de p oner verde la cara a este ‘nomb re necio e in consid erado’. Si han de segu ir besándose, váyanse a la cocina”. Los novios s e fueron a la cocina y Doña Tula p udo co ger la estación de M ontenegro, según ella dijo . Con la situación así, p ronto tenía que marchar a1 ara los chicos enamorados. El matrimon io era inev itable e inelud ible, y Doña Tula acord ó que efectuare de u na manera origin al y científica confo rme a los adelantos de la ciencia. “Se van a casar , ustedes p or radio ”, d ijo a los n ovios. “Será un acontecimiento de sensación mundial. Usted, Ubaldo, se u bicará en la estación P.L.S., d e Low mont; mi hija, en B lackwood, en la estació n K.C.C.; el sacerd ote que los bend iga en Dryvalley , estación. S.T., y y o, con los ínvitados, p adrinos y testigos en la ciudad, en la estación T.K.C. Será una cosa marav illosa... Los p eriódicos van a hablar del asunto p or un mes, en sus notas de sociedad”. El n ovio p uso algunos rep aros a un casamiento tan extraord inario, p ero Doña Tula tornóse amenazante y llegó a p onerle las manos a su y erno futuro a sólo cuatro pulgad as y media de la faz. Se acordó q ue todo se haría d e co nformidad con lar normas y deseos de la buen a señora. *** Llegado el día de la boda, cada cual fue a tomar sus p osiciones de combate matrimonial. Fijóse como hora de 1a ceremonia nup cial las s iete de la noch e. Doña Tula, acompañada de numerosas personas, esp eraba en su p uesto que la voz arcangélica de su hija y la tímida de su y erno, vinieran a través de los buenos vientos dejando oír el anhelado “sí”. Se escu chó la voz del ministro, que p reguntaba clara y solemne: “¿Quiere ud. p or esp oso y marido a don Ubaldo Terpna, señorita Perla Pérez...?”

Silencio sep ulcral. La p regunta fue rep etida tres y cuatro veces, con el mismo resultado. Momentos después hablaba la estación P.L.S. Dijo así: “Estación P.L.S. Lowmont Cafornia. Esta estación ligada con “The Daily Trouble”, el periódico más imp ortante de la región, tiene la p ena d e manifestar que el anunciado matrimonio p or radio no se efectuará. Estando el novio en su p uesto, vino la novia y se lo llevó. Van rumbo a Chin a en un vap or jap onés. Radio P.L.S. Lowmont, Californ ia. Good by e!” “¡P.L.S.!”, gritó Doña Tula en actitud de d esmay o obligado. “T.L.S”. Los que se pelaron fueron ellos. Días desp ués la señora recibió un a carta de los jóvenes fu gitivos en que le decían : “Perdón, mamita, p or no haber seguido tus instrucciones. ¡Nos casamos en la iglesia de Lowmont, una cap illita muy mona; tomamos el tren p ara este p uerto y nos hemos a embarcado rumbo a China. Ubaldo va como mesero de un camarote de 1 y y o como a camarera de la 1 también. Cuando regresemos, esp eramos tu p erdón, sin golp es p revios”. Perla y Ubaldo. La madre exh aló un susp iro muy hondo, salido de lo más ap artado y lejano de las entrañas, y p or sus ojos rodó una lagrima. -

No lloro, díjose a sí misma, porque mis hijos me hay an desobedecido. ¡No! Lloro al ver que son tan animales, que h abiendo una estación inalámbrica a bordo del buque en que se fueron, me h ay an comunicado su fu ga p or correo, desdeñ ando los grand es adelantos de la ciencia mod erna madre creadora d el rad io...

EL PRIM ER HIJO por Don Alejo El Tucson ense (Tucson), 2 6 abril 19 23.

Dicen qu e el primer hijo es el encanto del hoy ar, es la renovación d e la Luna de miel; aunque un p oco revuelta con pañales. La verd ad es que el primer hijo es el que sufre las consecuencias d el ap rend izaje p aternal y matern al. De algo así p arecido al p rimer

corderito en que ap rendemos a manejar el timón. Ese p obre cord erito sufre choq ues. Un día, es un guardafan go; otro, el radiador; desp ués, el told o o las llantas. Así p asa con el p rimer hijo; d esde qu e la s eñora s iente los p rimeros trastornos digestivos, empiezan los exp erimentos. Esto lo he podido obs ervar con un matrimon io modelo de felicidad. Se trata de un mu chacho muy simp atizo que se llama Bon ifacio y de su cara matad, llamad a Catarina. Bon i y Cata, como ellos se llaman cariñosamente. Boni, d esde qu e se casó, se consagro p or comp leto a Cata; y ésta, sabed ora d el inmenso cariñ o de su consorte, debe haber d icho : “El buen tiemp o echarlo en casa”, y así no perdía op ortunidad p ara “chiquearse”, como dicen algun as gentes. Cuando Cata emp ezó a sentir antojitos y mareos se hizo la mujer más cap richos a d el universso; extravagante en sus antojos. Una vez en el helado mes de diciembre se le antojó comer sandias y así tienen ustedes al pobre de Boni, desesp erado p or convencerla de que era imp osible satisfacerla sus deseos. “M ira Cata, si no hay sandias ¿cómo qu ieres comer lo qu e no hay ?” la d ecía muy afligido. “Pues, he de comerla, o si no me sucede un a contingencia; y tú, como no sabes lo qu e es tener antojos, por eso no te ap uras a conseguirla; p ero si me suced e una desgracia, tendrás que responder de ella ante los ojos de Dios”. “Pero mujer, como no hay esa fruta, la cambiaremos p or p látanos, ¿qué dices, aceptas?” “Bueno, acep to, p ero me los traes volando”. Y así terminó aquel cap richo. Boni era la mar de cuidadoso cuando iba con C ata p or la calle, la llevaba b ien tomad a del brazo como si se le fu era a escap ar. Si tenía qu e bajar un escalón, la decía: “Con cuidado Catita; ve donde p ones tu p iecito; no te lo vay as a desconcertar”. Otras veces, desp ués de la comida segu ían d e sobremesa, discutiendo a lo qu e dedicarían al futuro retozo. “Si es mujer”, decía él, “le vamos a llamar como tú”. “No, p ero si y o quiero que sea hombre”, rep licaba ella, “y quiero que se p arezca a ti; que tenga los o jos medio chiquitos cono tú. Y cuando sea grade, que sea un In geniero o un licen ciado, p ara que gane mucho din ero”. La co cinera, que escu chaba, metió su cuch ara y dijo: “Para gan ar mucho d inero, no como un bootlegger: tiene su p eligrito, p ero si se sabe cuidar hará “lots of money ” como dicen los americanos”. Por fin. - p asaron los meses; y una noche obscura y fría alu mbró Cata, llenando de alegría a Boni, p ues le obsequ ió un hermoso baby con los ojos medio torcidos; tal como lo deseaban. Y cono era el p rimer retoño, empezaron los experimentos. Le levantaron la mollera, le formaron el p alad ar con sal y le dieron manzanilla con yerba buena, castoria y

yerba del marzo p ara que tuviera buen carácter. Para p revenir que el niñito p ujara, le rezaron dos credos y le echaron agua en la boca y en el p echo. Fueron, p ues, tantas las exp eriencias con el primer hijo que a los quince días, un médico , tuvo que encargarse de la rep aración del recién nacido cono hubiera s ucedido a un Fordecito mal manejado. Ahora, los esposos Boni-Cata, tienen media docena de retoños, andan todos sucios, desp einados y mugrosos. Criados a sol y sereno. Boni se levantaba en las noches a p asear al p rimero, ahora sólo levanta la cabeza d e la almohad a p ara decirle al que llora ¡Cállese, gritón! “Cher up”.

¡OH LOS TELÉFONOS! p or El Duende del Barrio El Tucsonense (Tucson), 20 may o 1925, p . 5, col. 2-4. “¡Bueno! Señorita, hágame favor d e comun icarme con el número 397568”. “Está ocup ado”. “Desde hace media hora que me viene diciendo usted lo mismo, señorita, hálame favor de comunicarme, se trata de un caso urgente, mi esp osa está a p unto de dar a luz y usted comp renderá... (Diez minutos de espera desesp erada... El pobre marido está a p unto de nacer añicos a puñetazos el malhadado ap arato que sólo sirve de adorno en el hall.) “¿Qué número?” p regunta al fin una voz de desaliento. “Señorita, ¿tiene usted familia?” “¿Por que me hace usted esa pregunta tan majadera? Voy a quejarme a la Dirección”. “Señorita, ¡p or Dios! por su manacita, co muníqueme usted con el numero 397568, que le estoy p idiendo a usted desde hace no sé que tiempo. Si de rodillas me hub iera ido a buscar al doctor, y a lo habría encontrado”. “Ah, ¿usted es el del p arto?” “No, señorita, es mi mujer, pero p ara el caso es lo mismo, ten ga usted la bond ad de darme el número, se lo p ido de h inojos, con las lágrimas en los ojos, aunque salga en verso”. “Pero si sigue ocup ado, señor, ¿qué quiere usted qu e y o haga.?”

“Pues lo que usted quiera, córteles la co municación a los que están hablando, déles un tiro p or teléfono, fulmín elos con una mirada, p ero co muníquese usted. ¿Usted no sabe lo que es un caso de estos?” “No, señor, soy soltera”. “Pues ojalá y lo sea usted p or toda la eternidad, señorita”. “¿Es que quiere usted qu e me qued e a vestir santos? Si ten go nov io”. “Pues que sea por muchos años”. “¿Por muchos años mi nov io? Será mi esp oso, porque dentro de p oco tiemp o me casaré”. “Pues que tenga usted una eterna lun a de miel”. “¡Ay , no! Tanta miel ha d e ser emp alagosa. ¿No le parece a usted qu e es mejor tantito y tantito?” “A mí me p arece lo q ue usted qu iera, p ero comuníqueme ¡por su salud!” “Creo que y a se ha desocup ado el nú mero , señor”. “¡Bendito sea Dios! ¡Gracias señorita, mu chas gracias”. *** “¡Bueno! ¿Quién habla?” “Habla usted con la fábrica de llantas y tacones de hule ‘El Pop o’”. “¡Está usted fresco!” “Querrá decir usted, el Pop o”. “Cuelgue usted su bocina, señor, y o no he p edido este número. Bueno estoy y o ahora para llantas y tacones e hule!” “También tenemos impermeables...” “Pues que le haga muy buen provecho...”. ***

“Señoritaaaaa”. “¿Qué número?” “El que se le dé la gan a”. “¿Cómo dice usté?...”. “Claro; le h e dicho a usted el 307568 y me comunicado usté con una fábrica de artefactos de hule”. “¡Qué gracia, señor”. “Sí, una barbaridad, y a la quisiera ver a usted en este trance”. “¿Dice usté que el 3975580” “Sí, señorita, ¿cuántas veces se lo he de rep etir?” “Ese numero está susp endido desde hace quince días. Por ahí debía usted haber comenzado, señorita”. “¿Quiere ustedque comuniqu e comu ique con el teléfono d e algún do ctor?” “No, seño rit a, mu chas gracias, y a no h ay neces idad. T ien e ust ed u n buen criadito a quien mand ar y que Dios le dé a usted un esp oso paralít ico”. “¡Grosero!...”. “M uchas Gracias ”. “Las q ue a usted le adorn an”. *** “¡Buen o! ¿Qu é n úmero?”

LOS INTÉRPRETES por Jorge Ulica El Tucson ense (Tucson), 1 88 diciembre 1924.

De Palos Bon ch is vino, cruzand o el Bravo , doña Oralia Cardorrosa, sabiendo qu e p or acá andab a una familia amiga qu e hab ía de ay ud arla en sus n ecesid ad es y de darla la mano en aquello de enten derse con los y ank ees. Esa familia ap ellid ad a Pisarrecio , se redu cía a la señora jefe de la casa, doñ a Consolació n, y su hija Consuelo. Doñ a. Oralia no podía menos de pensar que entre Co nsolación y Consuelo la conso larían en sus ép ocas d ifíciles. Pero suced ió qu e las estimables Pisarrecios se h ab ían d ed icado, d esd e su llegad a a estos mundos, a regentear u n exp end io d e carn es co mp uestas y descomp uestas qu e establecieron, y p oco habían tratado con indiv iduos qu e no fu eran estrictamente de la Raza. Así es que una y otra sólo sabían en aq uello de “sp eak english”, un as cu antas palabrejas y fras es de uso muy común. En es as circunstan cias les cay ó doña Oralia que traía un poco d e dinero p ara divertirse, gozar de la v ida y volv er al terruño , d espués de con ocer estos mund os y sus much os rod ad eros. Tras los abrazos, besos y cump lidos d e la recepción, manifestó doña Oralia a la familia co nsoladora: “Ven go a disfrut ar unos días de las bellezas d e este p aís y quiero que ustedes me sirvan de guías. No conoz co n ada, no s é nada, ni entiendo una p alabra d e eso del “verigu eleo ”. As í es qu e co mo ustedes tien en tantos añ os d e v iv ir aqu í y deben h ablar el in glés co mo un as americanas, estoy atenida a su ay uda. “Oh, sí, Oralit a, la s erviremos en cuanto p odamos, -resp ond ió la Sra. P isarrecio. “Consuelito h abla in glés como los de aq uí. No le p ara la len gua cu ando encu entra a un americano . Yo, aunq ue me esté mal el d ecirlo, no me callo tamp oco . En seguid a s e arreglaron los planes para p aseos y distraccion es. Había transcurrido media hora d e la llegada de doñ a Oralia cu ando se p resentó una ligera alteración en su salud. El mareo de abordo la atacab a de nuevo, y , como el mal progresara, la viajera pidió que le trajeran un médico que le recetara “cualquier cosa”. “Que sea americano “indicó la enferma”.Para variar un p oco. La Consolación fue a la botica de la esquin a y allí, con no p ocos trabajos, hizo comp render que quería un facultativo, al cu al se llamó. Poco más tarde llegaba el méd ico, quien, al v er a doña Oralia en el lecho d el dolor, la interro gó con las frase de cajón : “What is the matter with y ou? Consuelo se ap resuró a traducir:

“Pregunta el doctor si viene su madre con usted. Y luego, vo lviéndose al médico, le resp ondió: “No, no come. Alón come”. El doctor, uno de esos individuos que h ablan poquito Sp anish, exclama: “Oh, mi saba.... No come... mala stomach. Desp ués de un breve examen, afirmó el facu ltativo: “The stomach is loaded. Tradujo Consuelo la frase así: “Que tiene usted enlodado el estómago. “¿Enlodado? Pero ¿Cómo? ¿Cuándo? -manifestó asustada la Sra.- No p uede ser. Si no tengo nada. Únicamente este mareo y un poco de dolor de cab eza. M iss Carriage, la enfermera de a bordo, me dio un as p astillas muy buenas, p ero se me acab aron y a. “M iscarriage? -p reguntó el do ctor asustado. “Sí, -dijeron a duo doña Consolación y Consuelo. “Said Oralia that M iss Carriage...”. “M iscarriage! Too bad! Too bad! -afirmó el facu ltativo. Fuese al teléfono y llamó un a ambulancia, env iando, en seguid a, a la dama p alobonch ina al Hospital, a camp anilla rep icante. Lamentáronse profundamente las Pisarrecios de que, tan p ronto se hubiera enfermado, atacada d e un grav e mal, su p obre amiga, prometiéndose ir al siguiente día al Hosp ital para ver qué hacían con ella. En junta de doctores, se acordó p racticar una op eración d elicadísima a la enferma, que consistía, según p arece, en rajarle la barriga de lado a lado y p onerle p eritoneo nuevo, drenaje d e p atente y otras p iezas de refacción. En vano doña Oralia gritaba y suplicaba que la dejaran y que no qu ería op erarse sino en su casa. Los inflexibles sabios, ante la mesa de op eracion es, afilaban los grand es alfan es. Por fin, en un momento de insp iración, la señora gritó: “¡No tengo dinero! ¡No ten go dinero ni p ara pagar el Hosp ital! Uno o dos de los op eradores que entendían la dulce len gu a de C ervantes, informaron a sus colegas que iban a trabajar gratuitamente.

“No money .... no money .... -rep etían. Se hizo, entonces, un verd adero reconocimiento de la enferma y se comprobó que nada tenía, p ues hasta el mareo se le h abía p asado y a, sólo de ver los cu chillotes con que se trataba de henderla. El méd ico de cabecera, el que la vio en casa de las Pisarrecio, dijo a la enferma p or medio de los facultativos que hablaban esp añol: “Pero si usted ha dicho que ib a a tener un baby anticip adamente “No, doctor, ¡qué bárbaro será usted! ¡Dizque a mi edad y sin esp oso! “Pues ¿qué es eso de miscarriage? “M iss Carriage es la enfermera d e a bordo.... Rieron los médicos, de buena gana, ordenando se diera de baja a la enferma p revio p ago de los gastos de admisión, recono cimiento y equivocación. En aquellos momentos llegaron doña Consolación y Consuelo. Al verlas, Oralia, hecha un mar de lágrimas, las abrazó, diciendo: “Por p oco me desp edazan estos hombres.... querían hacerme un a operación.... “¿Para el mareo? “¡No! Creían que iba a ser mamá.... “¡Así son ellos! ¡Por sacar dinero! Se acordó el regreso a casa en un taxímetro. Subieron las tres y llegaron al ho gar común. “Dollar seventy-five -indicó el ch auffeur. “No, is tu mucho, tu mucho”.... -observó Consuelo. “Oh sí, demasiado mucho-agregó la mamá. “This is a very good check er’s car. Not a bad Check er’s. “Dice el señor, -man ifestó p álida de emo ción Consuelo- qu e and a usted p asando cheques malos, y eso es aquí muy p eligroso.

“¡Cheques malos! Pero qué retehabladores son todos estos hombres, ¡caramba! No he pasado cheques ni buenos ni malos. Puro oro he gastado. ¡Oro americano! No se p uede vivir aquí. M e largo ahora mismo.... Aquella misma no che, en el tren del Sur, doña Oralia se marchó a Palos Bonchis renegando de la len gua vip erina qu e tienen las gentes aquende el Bravo.

NO HAY QUE HABLAR EN POCHO por Jorge Ulica El Tucsorense (Tucson), 3 a osto 1926. Alma Falluca, p oetisa y financiera durante los días del zap atismo agudo en la tierra azteca, se vino a California cuando sup o que su esp oso era buscado con el simp le objeto de sujetarlo a una ejecución sumaria, p or ser más avanzador de los que conviene a un reivindicador. Con Alma llevó toda la familia a v ivir libre d e p eligros y de malas tentaciones, p ues malas las tenía a menudo C asimiro, es esp oso, cuando veía algo susceptible de av ance, y p eores las tenía ella cuando veía a algún magnate de los de la nueva hornada, p asando en costoso automóvil y haciendo unas joy as que parecían arrancadas a p ico de un dep ósito de cuarzo vitrificado. Aquí todo se acabó, y llegó la calma, una calma relativa, p ues Alma y los suy os mostraban una ansia infinita de elevarse, de ir a más, de dejar el erup to a tule de que habla el refrán y de convertirse en una familia d e bien, gloria y p rez de la alta sociedad. [...] quiere que se la llame, vino a h acerme un reclamo formidable. “¿Por qué me interro gó? Ha puesto usted la proa a mi ho norab le esp oso Casimiro, a mis hijas Amneris y M usseta y a mi h ijo Radamés”. “Señora, no tengo el gusto de conocer a nin gu no de esos p ersonajes”. “Pues váy alos con ociendo. Casimiro fu e el q ue tomó Tequila cu ando Carranza; Amneris era taquígrafa del Gral. Juanito Barragn a y M usseta mató a la amante de un novio suy o p orque no le gusta que le anden ‘en cuatando’. En cuanto a Radamés, a p esar de su corta edad, cuatro abriles tiene el cu erp o cubierto de honrosas cicatrices, pues un día p eleó con el gato reaccionario de un científico bribón y ambos qu edaro n arañados, Radamés y el gato”. “¡Primorosa familia!” “Primorosa, sí señor; p ero, además, y o soy literata, oradora, no velista, bailado ra y alegre co mo unas p ascuas. Todos los ‘p ap eles’ americanos se han ocup ado de nosotros y usted callado . ¿Qué, no somos d ignos de una ‘historia’ aunqu e sea ch iquita?”

“Es que no sabía y o tales historias...” “Bueno, p ues ahora v en go a d ecirle qu e mi h ija Amn eris, que estaba estudiando p ara nodriza, se acaba d e grad uar”. “¿Graduar?” “Sí, señor, de nod riza...”. “No sabía que se estudiara p ara eso...”. “En nuestra tierra, no. Claro. Allá no estudia p ara nada... Pero aquí, las nodrizas necesitan tener su graduación”. “Yo creía que lo que necesitaban tener era leche, y buena”. “No sabe usted lo que dice. Mi Amneris sabe y a dar b años de esp onja, p oner cataplasmas y sinap ismos, enemas y p inceladas”.

“¡Ah! Su hija entonces será una enfermera...” “Una nodriza, señor, una nodriza, nurse en ‘en glish’”. “Ya entiendo!” “Bueno, p ues me le p one su historia, muy bonita, Amneris, y otra a Casimiro, diciendo que no es cierto que él sea el extranjero narizón que anda matando mujeres en las casas de ‘ap artamentos.’ Una vieja muy chismosa de la vecindad, que no nos quiere p orque somos ‘high tone’ anda d iciendo que mi p obre marido es el estrangulador, y eso le p uede costar muy caro. ¿No lo cree usted?” “Seguramente. Si le llegan a p robar que él es, p uede que lo ahorqu en”. “M ejor me vuelvo a mi tierra p ara que lo fusilen. Es mejor morir de balazos que de ahorcazón”. “Allá usted verá”, “Bueno, me p one usted en su p ap el esas historias, pero que las lean nuestros amigos y a además lo ven go a invitar a usted a un baile con que celebro que mi es y a nodriza titulada. Si usted no ‘atiende’ venimos todos y levantamos un ‘hell.’ “ Tuve que ir p or temor al “hell”, p rocedimiento en que los “pochos” son unos maestros. A la hora del con curso de “charleston” un joven b ailador, que había estado moviendo las piernas con una velocidad in creíb le sufrió un desmayo. Se llamab a él Lucas Peten, y es una de las joy as de la sociedad d e M rs. Alma Falluca. Todo el mundo se ap resuró a socorrer al accidentado, y un médico, amigo d e la casa, al ver al enfermo, dijo:

“Es un desmay o de debilidad. Denle una p oca de leche”. Al oír aquello, Alma emp ezó a gritar estentóreamente: “Amneris, ven. Ven p ronto. Aquí se necesita la nodriza”. Momentos después, la muchacha se p resentaba cor una alimentadora para enfermos, rebosante de lech e. Lucas, que h abía o ído aqu ello, al v er al blan co líqu ido y recap acitando sobre lo que hab ía escuchado, dijo: “Si la lech e es de vaca, bien la tomo; p ero si es de nodriza, no p asaré ni una jot a. Hace muchos que me d esp echaron”. Todo p orque hay gentes que no p ueden menos que hablar en p ocho, y creen que nurse y nodriza son cosa igu al. Me salí volando de la casa de los Fallu cas p ara v enir a escribir esta bella historia, que Alma me recomendó.

REMEDIO INFALIBLE Anonimo El Tucsonense (Tucson), 6 julio de 1926, p . 5, C o l. 1-2 .

Doña Balbina llega sudorosa a su casa y dejándose caer con sus 250 libras de p eso sobre una mecedora, exclama: “¡Estoy mala, muy mala! Chon. El Doctor ha p uesto el dedo en la llaga”. “¿Dónde tienes la llaga?” “No. Si llaga no tengo nin guna, gracias a Dios; p ero digo que ese médico nuevo que acabo de v er ha dado en el clavo ; ha cono cido del p ie que cojeo”. “Si no hablas más claro, el diablo que te entienda. Hablas de llagas, de p ies, de clavos y de herraduras para decirme, en conclusión... “ “Que tengo muchos achaques; que si no tomamos una determinación, te quedas viuda este verano”.

“¿Ya? “¿Cómo y a? Parece que lo d eseas”. “Quite Dios tan mal p ensanierto de mí. No lo d eseo, p ero entre quedar viudo y o a qu edar viuda tú, la elección no es dudosa. No quisiera qu e p asaras p or el mal trago d e verme entre cuatro cirios. ¡Tú, que te imp resiones p or nada! M enudo rato ibas a p asar”. “Agradezco tus buenas intenciones p ero no me la das ni con queso”. “Esto ya lo sé; si quien me la va a d ar a mí, eres tú. Tengo que apechugar con Balb ina, con sus doscientos cincuenta libras y con todos sus alifafes por una larga temp orada”. “Sí te p esa; déjame morir co mo un p erro”. “Nada de esto, querida Balbina. Y vamos a lo imp ortante. En resumidas cuentas, ¿qué te ha dicho el doctor Ronquillo ?” “Que tengo p leuresía, neurastenia, enteritis y un absceso en el bazo”. “¡Arza Pililo! ¡Si te digo cque con este surtido bien puedes poner un tendajo!” “Y que necesito muchos cu idados. Primeramente, no dis gustarme p or nada ni con nadie”. “El doctor no te conoce; esto va a ser mas difícil que llenar ese ‘vaso’ de agu ardiente”. “En segundo lugar, mucha tranquilidad y muy buena alimentación ”. “Por ahí no anda mal. Que comes bien y a gusto, lo va p regonando tu robusta constitución”. “Pues no es suficiente”. “No te sulfures, que aumentaremos la p astura. A mi lado nadie p asa hambre ni sed”. “Que me des buenos masajes”. “A esto estoy listo siemp re”. (Valientes sobas le voy a dar.) “Que p asee mucho ”. “¿M ás todavía? ¡Si no p aras en casa un mo mento!” “Y que este v erano vaya a tomar bañ os de mar”. “Esto sí que está más grav e”.

“Claro; tú como eres un tacaño, mejor consentirás qu e me p udra entre estas cuatro paredes...”. “No, hijita; d e pudrirte es p referib le que lo hagas fuera de cas a. Con esos calores qu e se avecinan y tu pesada ‘humanidad’, en des comp osición, era p ara d ivertirse”. “Un viaje a Galv eston, dos meses de hotel y asistencia; baños, gastos menores, etc., y a he sacado la cuenta; d oscientos p esos”. “Eres una gran matemática. Doscientos p esos no los gano y o en un trimestre; doscientos p esos no los...”. “Valgo yo, ¿v erdad ?” “No es esto lo que iba a decir. Pero no te quiero disgustar. Con tantos alifafes no creas que valgas mucho más. Si te quisiera vend er, ten por seguro que no me daban por ti ni la mitad”. “Con todo lo dicho, quieres decir qu e aq uí p asaré el v erano y si me muero...” “Aquí paz y desp ués en gloria...”. “Eres muy fresco”. “Condición de inestimable valor p ara p asar el verano”. “Y muy cínico”. “Cini... ¿qu é?” “Sí. . . sí... oooo” ¿Y esto con que se come?” “Con tenedor”. “M ira, Balbina, ten gamos la fiesta en p az. Y para que no digas que soy un miserable, que quiero sacrificarte, transijamos. En vez de ir a Galveston tendrás baños de mar en la tina del cuarto de baño. Yo me encargo de h acer el agua salobre y de darle carácter de play a a tus ‘abluciones salutíferas’ p ara que veas que también tengo mis términos científicos. Mientras tomes el baño y o cantaré aquello d e: 'Y al v er, en la in mensa llanura del mar, las aves marinas que vienen con rumbo hacia acá...!

“Soltaré jaibas dentro de la tira que se encargarán de rebajar el absceso del brazo; y la pleuresía, neurasternia, enteritis y por la partiditis p or la mitatis, desap arecerán p or encanto encargándote de la sección cu linaria de la cesa, cuidando de la limp ieza de la misma y sup rimiendo paseos y visitas, cines, chismografías y otras tantas cosas inútiles. Si todo esto no calma tus males, entrará el masaje, pero ¡qué masaje! saldrás de é1 como camarón cocido, ilustre y querida p aciente, y ... y a verás, y a verás si te p ongo buena o no, antes de que termine el verano”.

El cuento picaresco La literatura p icaresca es la vena literaria hisp ana más duradera. Surgió en Esp aña en el siglo X VI p asando a América con toda su frescura, y aquí y en Esp aña se desarrolló como género indep endiente hasta nuestros días. Es curioso observar que el Periquillo Sarniento, de Lizardi, consid erado el p rimer relato novelesco de Hisp anoamérica, es de corte p icaresco.37 Después de él, otros libros en el mismo tono se han escrito por toda Latinoamérica y Esp aña hasta nuestros días en que obras como Hasta no verte, Jesús mío de Eena Poniatowsca, Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Camilo José Cela y Cuentos paraniños traviesos de M iguel M éndez, todavía nos recuerd an el género. Esta novela surgió en Esp aña con los aires reformadores del erasmismo y tenía una fuerte tendencia moralizante. Del mismo modo, el cuento o novela corta p icaresca desde el el siglo XIX en América ha querido servir de literatura moralizante, siendo como el hurgador d e los males sociales o nacionales. La característica formal más imp ortante es el aire autobiográfico y de aventura. Uno de los escritores de más imp ortancia de este género en los Estados Unidos fue José Castelán, residente de Tucson por mucho tiemp o, que escribía ese tip o de narraciones con una facilidad asombrosa. Sus historias autobio grafiítas se enmarcaban en diálogos, sueños y refranes y todos con el mis - no p rop ósito de ilustrar acontecimientos de la v ida p ersonal suy a o de sus op iniones sobre acontecimientos, costumbres, modas, etc. En la antología ap arecen algunos ejemp los de este tip o de escritos y , en el Ap éndice II, se p ueden ver más títulos del mismo autor. Otras narraciones de tip o picaresco son las de Xavier M ondragón, destacando las andanzas de “El Tenorio que murió cantando” que, aunque esté contado en tercera persona, el narrador omn isciente nos cuenta las av enturas y desventuras de un ser anónimo, que creció en el ramp a y se educó en. “la universidad d el v icio”. El n arrador, además de contarnos su vida, nos habla de las injusticias que suceden alrededor: “seis años desp ués (a manera d e los títulos cinematográficos) confundido entre docenas de jornaleros mexicanos, entre esa carne de cañón tan vilmente exp lotada, p or reen ganch adores mexicanos, pagados p or las comp añías ferroviarias norteamericanas...”. La narración ubica la acción en lu gares específicos describiendo situaciones históricas. Este tipo de narración, como antes la novela p icaresca, le Memorias del Marqués de San Basilisco de Adolfo Carrillo, y El hijo de la tempestad de Eusebio Ch acón, no olvid a el fondo historico del que surgen. El p rotagonista p ícaro del cuento mexicoamericano tiene las características típ icas del gén ero: es un desgracido que lucha contra innumerables adv ersidades y que desp otrica contra todo. Siemp re es un hombre qu e a veces muestra actitudes negativas hacia la mujer. Esta actitud misógina tradicional en esta literatura moralista desde el Lazarillo de

Tormes, es el desp lazamiento de la agresivid ad en un orden de cosas injusto como interp reta el “machismo”, el folklorista italiano Lo mbardi Satrian i.38 Otros escritores de cuentos misógenos fueron Kaskab el, Díaz Vizcarra y Jorge Ulica. CAST ELÁN HA ESTADO DOS VECES EN EL INFIERNO p or J os é Castelán El Tucson ens e (Tu cson ), 2 julio 1933, p . 4, co l. 4.

“Buenos d ías , Señor Castelán”. “M ejores los ten ga usted , Señ or F ierro. ¿A q ué deb o el gusto de ver a ust ed por mi cas a, que es la s uy a?” “Señor C astelán , vengo a hacer a usted un a pregu nta y le sup lico me diga la verdad ”. “Así lo h aré. Pregunte usted ”. “Señor Cast elán, ¿cree usted q ue hay infierno ?” “Sí, señor, y creo en el in fierno, p orqu e estu ve en él dos v eces ”. “¿Usted estuvo en el infiern o d os v eces ? Sírv ase usted exp licarme es e misterio”. “Lo explicaré. El añ o de 1880, del siglo p asado, me casé p or p rimera vez, y en 1883 env iud é. M i esp osa era muy b uena, muy prudente y y o era, como siemp re he s id o, muy enamo rado. No está en mi evitarlo . Lu ego qu e ven uno de es os p edacitos d e cielo q ue se llaman mu jeres , me ardo p or dentro y p or fuera. “M i esposa lo sab ía y lo veía, p ero nun ca me d ijo un a p alab ra dura y ofensiva, sufría res ign ada y siemp re era cariñosa y amab le con migo. “Tal v ez es os sufrimientos morales fueron la causa de que mu riera tan pronto. “El año d e 1 884 co metí la burrad a d e vo lverme a cas ar, ¡ay ! y hasta la fecha no h e env iud ad o. “Esta, mi s egund a esp osa, no fu e prud ente y sufrid a como la otra, no s eñor, ésta pateó, gritó, me desbautizó y sólo santo no me d ijo. Viv íamos los dos en un espantoso infierno día y no ch e, hast a qu e hartos los dos de aquel infierno , y por temor de env en en arn os, co nv en imos en s ep ararnos, sin escándalo y sin divorcio y así estamos h ace 2 0 años.

“Confieso con franqueza, qu e mis dos esp osas fu eron y son muy hon radas . La primera duerme el su eño eterno en la madre tierra, la s egun da viv e en Los Ángeles, California, cu id ad a y querida p or los mu chos h ijos qu e le regalé, y y o vivo en este viejo Tucs on, solo, tran qu ilo, feliz y en paz, s in mujer, sin hijos, s in p erros , s in gatos y sin raton es. “Lo d icho, Señor F ierro, le exp liq ué a usted p or qu é creo en el infierno y por qu é digo que he v ivido y su frido dos veces en el in fierno”. -

“Señor Cast elán, ¿me p ermite usted d ar p ublicid ad a esta co nvers ación qu e hemos tenid o?” “Si, señor, p ued e usted hacerlo ”. “Gracias y ad iós, Señor C astelán ”. “Adiós, Señ or F ierro ”.

HERMOSA ILUSIÓN Y HORRIBLE REALIDAD p or José Castelán El Tucsonense (Tucson), 17 diciembre 1931, p . 200, col. 1-4.

Anoche, como siemp re, me dormí p ensando en esos angelitos con p ies, que se llaman MUJERES y esto fue causa de que tuviera un sueño delicioso, con un fin al horrib le. Dicho sueño, voy a contárselo a ustedes, no porque les imp orte saberlo, sino p orque a mí me da la real gan a de contarlo. Para entender mi sueño, es p reciso que antes les cuente una ley enda fantástica que aquí, en Tucson, circula d e boca en boca, y que a mí me contaron hace mu cho tiemp o. Dicen que la sierra de Santa Catalina, que está al norte de esta p oblación, está en cantada, que hay en ella una cuev a y que esa cu eva es la entrada de un a galería subterránea en donde existe un inmenso tesoro que dejaron enterrado los jesuitas. Dicen que la entrada de esa cueva, está resguardada p or unas sierpes monstruosas, y que todos los que se han aventurado a ir en busca de ese tesoro no han vuelto jamás. Vamos a mi sueño: Soñé que, con un valor heroico, que sólo en sueños me acomete, me dirigí a la famosa sierra en busca del tesoro que hay en su cueva. Camin é mu cho, mu cho , y mientras más camin ab a, más lejos v eía la s ierra. C ansado y desesp erad o, me sent é a des cansar a la somb ra de un hermos o y monstruoso árbo l, probab lemente antidiluv iano ; el tron co media lo menos cien metros d e circunferencia, y creo que me quedo co rto.

El cans an cio, el calo r y el hamb re fuero n causa d e q ue una du lce mod orra, empezara a embargar mis sentidos. Ya cas i me dormía cuan do, como brotado de la tierra, ap areció ante mí un enano patizambo, jorobado y barb udo , el cu al, desp ués de saludarme muy atento, me preguntó a donde ib a. Díjele a dond e y a qu é y él me ofreció llevarme. Acep té su invitación y me puse en pie para co ntinuar la marcha, pero él, tomándo me en sus p equeños, p ero n ervudos brazos, me levan tó por los aires, y en un santiamén me llev ó vo lan do h asta descender con migo en la en cantad a sierra, y al frente de la famosa cueva. Pen etramos en la cu ev a, y a los pocos pasos, en contramos un a sólid a p uerta d e hierro ; tocó el en ano un b otón eléctrico , el cu al h izo son ar un a camp ana, cuy as vibraciones fueron repercutid as por aquellas concav id ades y la puerta se abrió y entramos a un a in mensa galería. ¡Qued éme d eslu mbrado ! ¡Aqu ella galería era u n as cu a de o ro! M il luces mu lticolores, al reflejarse sobre los innu merab les esp ejos q ue cub rían las p ared es, formab an un a lluv ia de estrellas. Todo era allí s eda, oro y p iedras p recios as. Aquello era un a magn ificen cia imp osib le d e d es cribir. Los cu adros que h ab ía en aqu ella galería, eran cuadros vivos. En esp ejos co nvexos se veía el p asado, y en esp ejos có ncavos , el p orven ir. El tech o parecía la bóv ed a del cielo. Man os d e h adas, s aliend o de las p aredes, sostenían cand elabros, que p or lu ces, ten ían estrellas t itilantes. Yo estab a admirado cont emp lando tantas maravillas, y el en anito me dijo : “Bajaremos al jard ín, v erá usted qu é fruta tan ap etitos a ten go y p uede usted tomar y co mer tod a la qu e guste”. Bajamos al jard ín . ¡Qu é cosa tan deliciosa! ¡Qué flores! y sobre todo ¡q ué frut a! ¡Las más tan embriagado ras! ¡Qu é árbo les tan frondos os! ¡Y so bre todo q ué frut a! ¡La fruta qu e siemp re me h a gustado tanto ! ¡Jamás había visto fruta t an h ermosa y tan ap etitosa co mo aquella! ¡Pend ían d e los árb oles gallardos racimos d e mu jeres en su traje natural! ¡M ujeres encant adoras, qu e me mirab an , me h acían señas con sus ojitos, se so nreían y ext end ían los brazos hacia mí. Las d e este primer árbo l, tendrían treinta años de edad , ¡p ero s iemp re estab an buenas! Qu ise p rob ar un a, p ero el en an ito me d ijo: “Esa fruta está algo p as ad a, en el otro árbo l hay mejor”. El s egund o árbo l era d e n egritas , las cuales, al co lu mp iarse, imp uls adas p or el viento, cantab an un a d anza hab anera, cap az d e resu cit ar a u n muerto. Qu is e p rob ar una, y el en an ito me dijo : “Es a fruta es trop ical y no está muy bu en a, ad elant e h ay mejor”.

El tercer árbol estaba cubierto de inditas, pápagas , pirras yaqu is, mayas , era un a hermosura. Quis e p rob ar una d e cada n ació n y el en anito me d ijo: “Esa fruta es silvestre y tiene mal s abo r; en el otro árbol está lo b ueno, y co merá usted h asta hartarse”. El cu arto árbol era una h ermos ura, u na divinidad. Los céfiros, al filtrars e entre sus ramas, formaban armon ías celestiales ; los cup id itos rev olot eaban d e frut a en frut a, liban do la du lce miel d e los lab ios ro jos de aqu ellas en can tadoras mu jeres ; nun ca he visto, ni esp ero v er, caras más lindas y risu eñ as; n un ca h e es cu chado go rjeos más suav es, qu e las s onrisas d e aqu ellos lab ios h ech iceros ; la niña d e más ed ad tend ría quince años . ¡Aq uello era el Paraíso! ¡Aq uello era el cielo! ¡Aq uello era la gloria! Yo estab a lo co, frenét ico, des esp erado, y grité extas iado : ¡Que me co rten aqu ella trigu eñ ita, y aqu ella rubia morenit a y aquella blanca! Pero n o, mejor es qu e y o corte todas las qu e me gust en. To mé u na es calera; s ub í voland o y empecé a co rtar. ¡Corté una, d os, tres, cu atro ! M i resp iración era fatigos a; mi s angre co mo un a o la d e fuego, co rría por mis veras ; mi co razó n q uería s alirs e d e mi p echo. ¡C orté otra y otra y otra! Sentía un a fiebre ardiente; mis manos t emblaban ; me falt ab a resp iració n. ¡Corté otra y otra y otra... tod as me gustab an! Mis p iern as flaq ueab an ; todo d ab a vueltas alrededor d e mí; n o veía; mi cab eza era un v olcán y un temb lor nervioso recorría tod o mi cu erpo... ¡Corté otra más! R ecu erd o qu e era un a moren a encant ado ra qu e me v eía y me sonreía d e un a man era coq ueton a y malicios a. Aqu ella s onrisa acabó d e trastornarme; me v olví lo co ; me o lvid é de dón de estab a y me incliné vio lentamente a darle un beso... La es calera fals eó y caí rodando al su elo. El do lor de la caída y una risotada qu e oí, me hicieron desp ertar de mi su eño. ¡Horrible realid ad ! Mi esp osa s e reía a carcajadas, y yo estaba caído al p ie d e la cama, ten iend o entre mis manos u no d e mis zapatos, bes ánd olo ap asion ad ament e. ¡Horro r!...

M I ÚLTIMA CONQUISTA p or José Castelán El Tucsonense (Tucson), 14 agosto 1930, p . 5, col. 5-7.

Bien dijo, el que dijo : “El que ha d e ser b arrigón, aunque lo fajen desde chiqu ito y el que ha de morir a oscuras aunque muera en velería, muere a oscuras”. M ás aún: Dicen, y es

cierto, que: “Toda criatura, desde qu e nace, ya viene p redestinada a ser lo que ha d e ser; y que no le valen lu chas para evitar que se cu mpla su destino”. Prácticamente he visto comprobado en mí, lo que h e dicho antes, en esas sabias sentencias. Mi buena madre quería que yo fuera santo, y con tal fin consigu ió la ap robación de mi padre para que me p usiera de interno en un colegio d irigido p or sacerdotes. Tenía y o cinco años de edad y tuve que obedecer. Estudié mucho, ap rendí mucho, y los sacerdotes, mis maestros, decían a mis p adres que yo era muy aplicado, muy estudioso y muy inteligente. El Señor Obisp o, que visitaba seguido el colegio, d ecía: “Este much acho v a a ser otro San A gustín, como predica; candor; lástima que sea tan travieso, pero y a se le quitará”. Pasaron algunos años y , y a de doce me rebelé, y no qu ise estud iar más teo lo gía. Yo qu ería mund o, lib ert ad , b ailes , cantos, p laceres. M i carácter alegre, y mi san gre ardient e, no s e amo ldab an al mist icis mo sacerdotal. Ven cí al fin, salí p ara s iempre d e aq uel encierro triste y frío, de aqu el cementerio mo nást ico qu e mat aba mi alegría. Entré y con clu í mis estudios s ociales , en un co legio p úblico. Hombre ya, mayor de edad, libre de mis accion es, di rienda suelta a mis pasiones, bu en as y malas. J oven, co n dinero, no muy tonto ni muy feo, gocé sin medida de todos los p laceres, cuidando mi s alud. Muchos años han trascurrido. Ahora ya estoy viejo, y gozo so lamente, s aboreando en la copa del recu erdo , las últ imas gotas de miel de mis placeres pasados, pero no olvidados . Ano ch e, p ens an do y s ab oreand o el recu erdo de mis p asad as co nqu istas amoros as, me quedé dormido y soñé lo s iguiente: So ñ é que me había mu erto; oí so lloz ar y llo rar a mi esp osa y a mis h ijos , y a algu nas p ersonas q ue estaban v elando mi cad áver. O ía qu e me elo giaban, en voz alt a algu nos y otros en voz baja, d ecían pestes de mí. As í es la hu man id ad ; y o me reía. Oí qu e el Sr. Cast rillo , activo y afanoso , h acía los p rep arativos p ara mi funeral; ext erio rment e fin giendo tristeza, e interiorment e ha d e h ab er estado cont ento p or mi mu ert e. Oía qu e el Sr. Es cob illas , que era el maest ro d e la ceremo nia, ib a de aqu í p ara allá y daba órdenes p ara el mejo r arreglo del fun eral.

Y y o me s entía con ganas de reír al v erlos a los d os, fin giendo llanto, sabiend o, có mo se q ue d esean que me lleven los d iablos. Todo esto me en cantaba. M e sent ía rego cijad o al ver que la muerte me libraba d e la des gracia d e verlos , y me librab a de todos los peligros y enfermedades a que está exp uesto el que v iv e. Ten ía mu ch as ganas d e so ltar u na carcajada es cand alosa, p ero no lo h ice, p or temo r de q ue crey eran qu e estab a vivo y no me enterraran. En mi velo rio, co mo es natural, hub o muchas p erson as y emp ezaro n a hacer recuerdo d e mis ocurren cias, travesuras y majaderías, con qu e los h acía reír: y decía “Se nos fu e C astelán; tan ocurrente, tan op ortun o, tan in gen io so qu e era s iempre”. Por fin , amaneció y llegó la hora d el funeral. Pus ieron la tap ad era a la caja; la subiero n al carro mortu orio, y se emp rendió la marcha hacia la catedral. Seguían al carro mu chos autos y mu chas p erson as a p ie; cas i tod os fin gien do que llorab an y con flores p ara co lo car sob re mi tu mb a. Ya en la catedral, me d ijeron un a mis a d e Cu erp o p resent e. Co nclu id a la mis a, segu imos h acia el cementerio y y a allí, co locaron la caja con mi cad áv er des cubierto al b ord e d e la fos a y tomó la p alab ra mi apreciab le amigo, el Licenciado C acah o, el cu al p ronun ció un d iscurs o fúnebre, elo giando mis mu ch as v irtudes. Por fin t ermin ó, y todos, con sus p añuelos, fin giendo que lloraban, se tap ab an la bo ca p ara qu e no vieran qu e s e reían ; y si s e hub ieran fijad o en mí, me hubieran v isto su dando gotas gord as de vergü enza por tantas mentiras q ue dijo el o rador. Taparon el cajón; lo bajaro n a la fosa, la llenaro n con la tierra y... ya no supe más. ¡Qué feliz, tranqu ilo y solo qu ed é en mi sep ultura! Ya no est aba exp uesto a recib ir groserías d e los muchachos malcriad os, ni insu ltos de los léperos bo rrachos; s in temor a los incen dios, in und acio nes , hambres, enfermed ad es. No sufría nada; no des eab a nada. ¡Estar muerto es u na gran felicidad ! Es un des canso eterno, p ara buenos y malos . En la tumba rein a la d iosa Igualdad . Muerto co mo est ab a, era y o igu al a Nap oleón, a Juárez y a Vas hin gton ; sup uesto que ellos estaban mu ertos, lo mis mo qu e y o, y la mu erte es la gran n iv elad ora. Pasaron mu ch os años; cu ando el sep ulturero volv ió a es carb ar mi fosa, abrió mi cajón y me arrancó mi es cu álid a calavera, más calavera qu e escuálid a; y s e la entregó a un jov en que estaba cerca de él. Este jov en me llev ó a su casa, me co lo có en s u mes a de estu dio , y emp ezó a examinarme con mucha at en ción hacien do algunos ap unt es en u n lib ro. Pasad os algun os momentos, entró una mujer joven y h ermosa y le d ijo:

“Te estoy esp erand o para almo rzar”. “Voy luego, mu jer”. “¿Qué le o bservas a esa calavera?” “Estoy escribien do u n libro qu e trata de las dist intas formas d e crán eos hu manos ; y me han contado tanto bu eno de la person a a qu ien p erteneció este cráneo qu e lo h e traíd o para hacer u n estudio minucios o d e él”. “¿A qu ién p erteneció esa calavera?” “A un señor José C astelán, que según dicen, h acía reír con s us o cu rrencias hasta a los mu ertos ”. “M i abuelita p laticaba de es e s eñor”. “Vamos a comer”, y se fu ero n los d os. Yo me quedé extas iado , electriz ado , en amorado lo camente de aquella p recios a mu jer, dije mal, n o era mujer, era una hurí d el p araís o d e M aho ma. Pasad os algun os mo mentos , emp ecé a o ír qu e d isp utab an en el co medo r; las v oces fueron sub ien do de diap asón; lu ego o í ruid o d e trast es y cristales rotos y a p o co entró ella, como u na b ala; me tomó en s us b lancas manos , me op rimió y me bes ó. Entró él y le d ijo : “Pero mu jer, ¿est ás loca? ¿Para qu é q uieres tú es a calavera?” “Para qu e sea mía; para tenerla siemp re en mi recámara y p laticar con ella a tod a hora”. “Eres loca, no cabe duda”. “Lo seré, p ero me la llevo ”. Y s in decir más corrió, llev ánd ome en s us brazos, y se encerró en su recámara. Se sentó en una silla poltron a y me empezó a arru llar; y me besaba y me decía: “Cuánto t e q uiero . Ojalá estuvieras viv o p ara casarme cont igo. Tú eres mi du lce amor, mi án gel, mi d ios. Si tú sup ieras cuánto sufro p or ser espos a de ese h ombre a quien odio, tanto co mo te amo a ti”. Yo me d ejab a q uerer, y con mis cuencas vacías, veía a aqu ella h ermosa mujer qu e, mu erto y a, h abía y o conqu istad o. Pasamos el día en medio d e aq uel hermoso id ilio amoroso ; al otro día, tuv e el do lo r, y sin p oder llorar, de ver qu e unos hombres in fames , p or disp osición del marido , se llev aro n a mi hermosa en amorada, a un a casa d e lo cos , y a mí me vo lvieron a llev ar al cementerio, y me enterraro n en la mis ma fosa do nd e estab a mi esqu eleto des calaverado. Y aquí estoy, y aquí estaré, hast a hacerme polv o y nada. Yo creo qu e los celos d e aq uel marid o tirano, fu eron la caus a de q ue me arrancaran de los brazos de mi hist érica en amorad a y me obligaron a vo lv er a viv ir entre los mu ertos, s iendo qu e era tan feliz entre las vivas .

Desp ués de esto, desperté; desp ués d e esto, lo escribí; desp ués de esto, usted es se están ent erando d e mi raro s ueño, relativ o a M I ÚLTIM A CONQUISTA. UN DÍA DE M I VIDA ACTUAL p or Jos é Cast elán El Tu cson ens e (Tu cson ) 26 agosto 19 20 .

Desp ierto , más o menos, a las siete y despu és d e est irarme y enco germe, bost ezo y me s iento en mi cama tod avía con mucha p ereza. Al fin empiez o a vestirme, p or supuesto riéndo me yo só lo de las diab lu ras que soñé, o de las qu e estoy pens an do desp ierto, alzo mi cama, y al b añ o. Salgo del b añ o, y a la co cina, a p rep arar mi d esay uno , y a está. Vamos a la mes a, ¿Gust an U des ., y excus ars e p ueden ? La vo lunt ad es poca, p ero p u ed e aceptar el qu e guste. Mi des ay uno se co mpon e d e: U n plato de bu en menu do, café hech o en p ura lech e, pan mejicano muy tostad o, du lce y algo de fruta. H emos con clu ido. Lev anto la mesa, lavo los trast es y los alzo en s u lu gar, riego mis flores y a t rabajar un rato . Si ten go alguna orden que desp achar, la desp acho, y si no, p reparo trabajo. Mientras estoy trabajando, hablo, canto y río, sin cesar. Si llega alguna v isita o mercante, lo recibo, lo atiendo, hab lamos y reímos. Si es hombre, le doy su rato d e p aliqu e y luego, d e un a man era in d irect a, lo desp id o. Si es mu jer, la o bsequ io , y, olv idándo me d e mi ed ad, me v uelvo un mazap án d e almendra y n uez, hast a qu e ella, cont ent a o fast id iad a, se d espid e, ofreciéndo me vo lv er. Vu elta al trab ajo interrump id o y a formar castillos en el aire. A las dos o tres d e la tard e susp endo el trab ajo , me arreglo u n p oco, y al correo a tomar mi corresp on den cia y a depos it ar las cartas cont estad as, lu ego a comer al hotel. Po ca cosa: Sopa muy bu ena, tres guis ados d e carne, frijo les refritos, café co n much a lech e, p an mejican o, mant equ illa, du lce y fruta. A barriga llena, corazón contento. Salgo d e comer, y a las vistas , “Al Lírico ” y lu ego a mi casa. De paso h ago algun as visit as, p latico y río , y así hago la d igestión perfect amente. Ya en mi casa, du ermo un rato , trab ajo otro rato, y llega la no che. Arreglo y prend o mi lámp ara, hago algo d e cenar; cualq uier cosa. C afé en p ura leche, p an mejicano (n o me gusta d e otro ), dulce, frut a y b ast a. Cas i tod as las no ch es ten go vis it as d e Señoras o Señoritas qu e v ien en, no p or verme a mí, s ino por oír el fo nó grafo. Co mo qu iera que s ea, pas o ratos delicios os.

Platicamos y reímos hasta las d iez, hora por lo regu lar en q ue se ret iran d ejánd ome triste y so lo . De las diez a las d oce, leo o escribo , lu ego al baño, y desp ués a dormir y a soñ ar con ellas, y gozar en su eños . Esta es mi v id a h ace muchos años, s in más camb io en el p ro grama que cuando s algo d e viaje p ara el norte o p ara el Sur. En mis viajes paso ratos deliciosos, y ratos pésimos, pero es preciso trabajar para vivir y no hay atajo s in trab ajo. Ten go muy b uena s alud , v ivo muy tranq uilo , total, qu e soy muy feliz. Lo más bu eno qu e Dios ha hech o son: M ujeres , FLOR ES Y ESTRELLAS. Y las tres cos as ten go, y veo todos los días . Muchas s eñoras y señoritas qu e me h onran co n su amist ad. Muchas flores en mi pequeñ o, p ero h ermoso jardín y ... mu ch as estrellas en el celestial jardín d e D ios. No ten go gatos , n i perros , n i qu ien me mo leste, n i me contrad iga y me en caje có leras a cada hora. Así viv o y así viv iré mientras no llegue la h ora de cerrar el o jo y estirar los p ies, p ara ir a otro mu ndo mejor o p eor qu e éste. ¡Veremos y diremos! Este relato de un d ía d e mi vida actual, t al vez al curioso lector no le importará sab erlo, p ero a mí me dio la real gana d e cont arlo y ... “finis co ron at op us”.

EL TENORIO QUE MURIÓ CANTADO p or J. Xavier M ondragón El Tucson ens e (Tu cson ), 2 7 nov iembre 1928. p . 2 , co l. 1 y 5.

En fría y lluvios a mañ an a (como p rincipian los nov elis tas románt icos), cruzó el Puente Intern acion al d e Laredo, ocu lto en un fu rgó n ferro carrilero, un “ídem”, proced ent e d el interior d e M éxico . Nació en Gu anajuato, s e mal ed ucó en M icho acán, ap rend ió a es cribir en Q uerétaro y adquirió s us malos háb itos en la Gran Capit al Azteca, gradu ánd ose en la Univ ersid ad del Vicio y co n larga práctica en los cafetines chinos, s alones de baile y otros “cab arets” d e barriad a. Cuando arrib ó a la Cap it al cont ab a qu e era hu érfano ... y co ntab a otras tantas, as í co mo innu merables, entrad as a la cárcel d e p rov incia, a p esar de su temp ran a edad. El chico fu mab a, bebía, gastab a y se into xicaba muy a menudo , si no es qu e diariamente.

Fue creciendo entre la hamp a: ap rendió a “manejar” lo ajeno. El mocoso, después de todo, era simp ático, y como consecuencia más ló gica, al crecer fue el “sheik” mimado de las “flapp ers” de vecindad. A menudo, o mejor dicho, noche a noch e, se le veía en los cafetines de p rop iedad mongólica chulean do a las meseras, qu ienes no correspond ían mal al “es cu intle”, p aseaba con ellas en “fot in gos” d e dudos a procedencia, y a qu e a diario se le vela en uno dist into. Más tarde en amoróse d e un a gu ap a ch iq uilla v end ed ora de b illetes de lotería muy pop ular en la cap ital. A la chica p odía vérsele en cafés, a la entrad a de los teatros, en las antes alas d e las Secretarías y hasta en las redaccio nes d e los p eriód icos, dond e era muy p op ular entre los del gremio. La mu ch ach a amab a locamente al mancebo , q ue y a las d ragon eaba de ferro carrilero, corrien do en los trenes d e Veracruz a México, algu nas v eces y otras corriend o de la p olicía metrop olitan a, entre la cu al era muy con ocid o. Desp u és de algún t iemp o, d esap areciero n los dos tortolitos sin saberse a ciencia cierta dón de se enco ntraban. Unos pap eleríos en la cap ital, asegurab an qu e la h ab ía matado; otros, q ue estab an presos en Veracruz, acusados de rob ar a los pasajeros a b ordo d el Ferro carril Mexicano , y , en fin , cad a cu al s e fo rmab a la h ip ótesis que mejor le p arecía. Nad ie vo lv ió a sab er d el “ferro carrilero”, co mo ya lo apodaban en los círcu los del hamp a. Mucho antes de cruzar la frontera, nu estro héro e y a h abía merod eado p or el B ajío ; “a la temp ran a ed ad ” de 1 4 añ os, ya se hab ía balaceado con policías, d etectiv es y otros sabu esos. Se dijo, una v ez que h ubo d es ap arecido d e la capital, que en Zacatecas, d isfrazado d e ferro carrilero, h abía asaltado un tren de p asajeros, dejan do sin camis a a tod o el p asaje d el Pu llman , en el cu al v iajab a un d etectiv e norteamericano, q ue se alegrab a de s er tan formidable h azaña y p reco cidad infantil, lo cual le d io material suficiente para co cin ar un s abroso “Short Story ” p olicial y publicarlo en “Lib erty”, el magazine qu e cuesta cinco centavos y qu e no los v ale. *** Seis años d espués (a man era de los títulos cinemato gráficos), co nfu nd ido entre docen as de jorn aleros mexicanos , entre esa carn e de cañón tan v ilmente exp lotad a por reen gan chadores mexicanos p agados por las co mp añ ías ferroviarias norteamericanas, s e pas aba la v id a rep arando el camin o de fierro, u no d e tantos del montón an ón imo. Se as egurab a q ue s e h ab ía dedicado al trab ajo, no t anto porqu e fues e partid ario d el mis mo, s ino p or refu giarse en es a es condida sección ferrocarrilera del Ro ck Islan d. En un pequ eño p oblad o del Estad o de Illino is, con su corresp on diente dot ació n de ríos y puentes (p orqu e ha d e s aberse qu e no existe p ueb lo en Yanqu ilandia qu e n o lo cru ce u n riachuelo, p or lo menos ) se había formado un a pequ eña Co lonia M exican a.

En ella vertían lágrimas d e do lo r almas s ufrid as qu e susp irab an p or retornar al terruñ o. M al v estidos unos y mal p agados los otros , y d ejand o poco a poco lo qu e d e vida les qued ab a, en los caminos de fierro olvidaban, du rante las horas de trab ajo, sus p enas y dolores. Por las no ch es, despu és d el “camello”, v ocab lo co n q ue el jo rn alero mexicano den omina al trabajo, reun íanse en los es caños d el furgó n, qu e d e ap osento les serv ía, un p uñ ado de carne mexicana, coment ando las amargu ras qu e la Un ión American a les b rindaba. En las reu nio nes los h ab ía de todos colores y de todas “marcas ”; d e todas las ed ad es, d e distint as esferas y rangos so ciales : los h abía (y estos fo rmab an la may oría), que n o s ab ían leer, y , co mo consecu en cia, tamp oco es cribir. M ás, co mo las gu itarras no faltaban, tamp oco nu estras cancio nes brillaban p or su ausencia. Como no iban muy al d ía en estas cuest iones, repasaban nu estras cancion es ya muy pasadas d e moda, y bajo estos cielos gris es, tristes, nebu losos y raquít icos, qu e d e “blues ” nad a tien en , p odías e es cu ch ar n oche a noche un a qu e otra melo día sentimental, belicos a o d esp echada, llenas de emotividad y d e u n sabor muy mexicanist a: Hermosas fu entes son las co rrientes son las qu e alegran mi co razo n... Y la b otella del venenoso “ moo nsh ine” p asab a s u turno de man o en mano , y de b oca en boca, tamb ién como ló gico resu ltad o. Los celos , el gusto y la des esp eración, en cend íanse más y más, al p aso de la botella. Aquellos de sanas p asion es y ánimos difíciles de exaltar, dejaban es cap ar u na qu e otra lágrima, al record ar a sus seres qu eridos , que qu izás y acían muertos en estas region es, cuy os fríos glaciales nada le p id en a Siberia. Los amant es del “gusto ” cantab an belicos os corrid os, co n música d e la tradicion al “Cucarach a”. Quin ce mil güeros quinientos aerop lanos, buscando a Villa por todo el p aís. Y as í, al p aso de la botella y al uníso no del estrident e ras guear de las gu itarras, la “Fiesta d e la Can ción” co menzab a a tomar caract eres de orgía, si no muy neronian a, sí mexicanist a. C ad a qu ien cant aba su “p ieza” según le v enía en gan a. Con el alcohol de madera un a vez “trepado” podía es cu chars e un Pajarillo, p ajarillo, pajarillo b arranqu eño qué bonitos ojos tien es

lástima q ue tengan “du eño ”. Otros, record and o a la nov ia o lv id ada allá en u n pueb lo y qu izás b urlada, entonaban: “¿Dónde estás, co razón?” que y a por enton ces se cantaba aq uí. Entre med io de las d iscusion es y formand o corrillos aislados , co menzaron los albures y “la amistad d e los amigos”. Las b arajas mexican as nu nca faltaban . Se escuch ab an indirectas e ins ultos aquí y allá. El d e la gu itarra, q ue ya “levantab a presión ”, y cuan do rad ie le prestaba aten ción en lo absoluto, s iguió p or s u cuent a y ries go, aco mp añ ánd ose p or sí so lo, calcando un a frase de “Hermos a Fuentes ”: La muy in grat a se fu e y lo d ejó sin dud a p or otro más... No terminó la frase, un a terrib le p uñalada que le fu e as estad a p or la espald a, lo dejó en p osición supin a; con la boca maltrech a y arro jando bocan adas d e rojo liq uido. Contab a ap en as 2 0 años de edad. M oreno, d e faccion es b ien p resentado , de p elo negro y rizado, des cuid ado , mal p ein ado . Tenía fama d e teno rio y de mu cho partido entre las hembras. Se le acusaba de h ab erlo q uit ado la mujer a más de med ia do cena. En D etro it estuv o a punto de s er balacead o p or u n b arbero, a q uien le “robó” la mu jer, dev olviénd osela d es pués de un a seman a con un a cart a san grienta y b urlon a. Se d ecían qu e en Kans as City huy o con u na matron a de 50 años p asad itos, haciéndola ab and on ar hijos y marid o. “El no tenía la cu lp a; las mu jeres lo p ers egu ían. Ellas eran las que s e enamoraban d e él. En med io de su rusticid ad , alegab a que ellas lo b uscab an p orq ue era moren o, guap o y p orqu e n o s e tentab a el co razó n p a’ qu itarle la vieja al que él quería”. Así d eclaró uno d e los “contertulios” en la d eten ción p o liciaca. Cuando s e p resentó el Sheriff con dos do cenas de s us mejores sabu esos, el cad áv er de Lu is y acía recost ado en la es calin ata d el carro d e ferrocarril, b oca arrib a; co n la guitarra abrazad a y en la misma p os ición de cu ando fue ap uñ alado . Aún no p erdía su co lor n atural y una lev e sonris a se d ibujab a en su bo ca entre ab ierta y sangrant e. Sus manos encallecidas, morenas, muy morenas, t al como lo estaban antes de la mu erte; la izquierd a emp uñando el diap asón, la d erecha sobre las cu erdas. Tenía las man gas de la camis a enro llad as h acia arrib a, d ejan do ver en su brazo derecho un tatuaje delato r: “H ERLINDA”. Est as eran las letras d ibujadas en su p iel de bron ce, en su viril y hercú leo brazo, qu e era digno d e ser cop iado p or el artista; al menos ésta fue la op inión de la p olicía y an qu e.

“¿Quién era el as es ino?” Nad ie se atrevía a desp ep it ar. To dos los “co ntertulios” fu ero n ap reh end idos . Al día sigu iente, al pedirse las listas de los trab ajad ores al may ordo mo de la sección ferrocarrilera del Rock Islan d, se n otó que faltab a “uno ”, es d ecir d os. Todos pasaron lista de presente, pero dos hacian falta: Uno de ellos , Lu is, qu e se en contrab a sobre la mes a de op eracion es d e la M orga, s iendo destacad o p or el imp lacab le b isturí d e los estud iantes d e med icina, q ue coop eraban (co n el cuerp o del infortunado Luis), con su grano d e arena p ara el des arro llo de la cien cia, y otros para d ictamin ar científicamente la caus a de la s uerte, p or med io d e la n ecropsia, la cu al y a est ab a p erfectament e “d ict amin ad a” p or el traidor p uñal del ases in o, el ún ico causante. El otro qu e faltab a era n ada menos qu e Ju an “ EL Ch arrasq ueado ”. No era neces ario s er d etectiv e p ara d ed ucir qu e ést e era el as es ino. El p equeño pueblo de Illinois se enco ntraba alarmad ís imo ; p or doq uier se escu ch aba: “These M exicans must be t errib le. I really feel afraid of them”. La q ue as í se exp res ab a, era un a viejon a d ueñ a d el resto rán don de se as istían los trabajado res mexicanos , qu e esp antada o content a, d ab a gracias a D ios d e n o h ab er caído en los lazos amoros os d el finado Luis , p orq ue ella se h ab ía enterado por los diarios norteamericanos, q ue no h ab ía much ach a agraciada q ue no cay es e en las garras del des ap arecido. Sin emb argo, se h abía h echo co nstar en las calificacio nes de p olicía qu e Lu is siemp re las p refirió jóv en es y bonitas. Por lo demás, y a p odía des cansar en p az la decad ent e h ostelera. Durant e las investigacio nes p oliciales d el ritu al, los detectives tejieron hip ótes is, a cu al más in fund ad as. M ientras unos creían era Bernardo Ro a, el t emib le mexicano que es cap ara de modo “esp ect acular”, co mo por estos ru mbos se d ice, de la Pen itenciaria de Jo liet, otros as eguraban qu e había es cap ado de la p ris ió n de Sin g Sin g. Pero n ad a había d e cierto en esto. Luis era nad a men os el qu e seis añ os antes corría trenes de M éxico a Veracruz y en Estad os Unidos continuaba corriendo trenes d e carga para v iajar gratis. Luis era el mis mo: el que seguía co rriendo, a veces de la policía y otras delante d e los maridos ofen didos, o, las más de ellas , tras las mujeres bon itas. En los bo lsillos d el pant alón, su ú nico equ ip aje, s e le encontraron varios retratos, entre los cu ales h ab ía uno de u na bella mu chacha, la billet era metrop olitana, a la que n adie vo lvió a ver, n i a sab er su p aradero. El tatu aje que traía perfectamente dib ujado en el brazo con el n omb re d e “Herlinda”, era el de la mujer d e Juan “El Charrasqu eado”, a q uien le hab ía llev ado a la mis ma, s in vo lv erse a saber d e ésta.

Así terminó sus días, (co mo dicen las cancio nes p op ulares) aqu el ch iq uillo qu e contaba 1 0 añ os es casos cu and o llegó a la cap ital qu e co ntab a ser h uérfano y que contaba, tamb ién, t antas do cenas de ment iras como entradas a la cárcel... ¡Y a t an t emp rana Edad!

AVENTURAS DE UN M AZATLECO p or M igu el Stro goff La Crónica (San Francis co), 8 abril 1916, 15 abril 1916 y 18 marzo 1916.

Sabrás, lector amigo, qu e fue d eclarado s eco el Estad o de Sin aloa, y con tal declaració n me d ejaron a mi s eco aqu ellas celosas autorid ad es. Yo nunca me imagin é qu e el agu a p udiera serv ir p ara otra cosa qu e para bañarse la gente, regar las p lant as, extin gu ir las quemazones , enriq uecer a los p aragüeros y arrastrars e serv ilmente d eb ajo d e los p uent es; pero el otro día qu e fui co mo de costumbre a “La Magu eyera” a tomar mi trago de “caliente”, el cu ico me salió al en cu entro y me d ejó frío d iciénd ome qu e estab a proh ib id a la venta d e licores y q ue, en lo su ces ivo , los afectos a emp inar el codo t eníamos qu e emborracharnos con agua. “¿Pero hay qu ién b eb a esa p orqu ería?” “Es la ord en ”, me contestó lacón icament e el cu ico. Con la co nsternación qu e p ued e sup onerse me dirigí a la Plazuela d e M achado en torno de la cual est án las cantin as d e lu jo don de s e alegran las p ers onas de ton o. Todas est aban cerrad as y la Plazu ela p res entaba un asp ecto lú gub re q ue me recordó los calamitosos t iempos d e la bu bónica. “Ciertos son los toros”, p ensé. Volví a mi cas a triste y disp uesto a dejarme morir d e ser antes de tomar un a gota d e agu a, y lo hu biera h echo s i a la razón n o se an uncia la salid a de un b arco p ara San Fran cis co . H ice mi malet a, camb ié mis b ilimbiques p or oro ; comp ré un p as aje, me embarqué, me hice con v arios fras cos de w hiskey a bord o y me sentí otra vez red iv ivo y hast a d ichoso , madurand o el prop ósito d e irme h asta Ch in a si en San Fran cis co est aban cerrad as también las cantin as. No lo están y pueden tran qu ilizars e los ch inos ; aquí me q uedo. Hab lo muy p oco in glés, únicamente el neces ario p ara h acerme enten der d e los cantin eros ; p ero co mo t en go qu e alternar con otras p erso nas a mi ju icio menos dignos qu e todos ellos, hub e de co ntrat ar un int érprete en cu anto estuve inst alad o en

mi Hot el, quien me sirv e a la v ez de guía en mis co rrerías p or la gran ciu dad. El ch amaco no es ciertament e un p o líglota; habla pés imamente el castellano y su ele mez clar p alab ras in gles as, cuy o significad o a v eces ad iv in o, y a veces me d ejan con un ovillo de con fusion es difícil de d esenred ar. Parece, sin emb argo, qu e trad uce bien mis fras es y esto es lo int eresant e, p ues p ara h ab lar mi idioma no n ecesito d e sus servicios. El otro día, p or ejemp lo, me dijo qu e iba a llevarme a un a “co rcha”. Yo me p use serio y , cu ando le fu i a lo malo , me exp licó q ue se trataba de un a iglesia. La chapa d e su baúl se d escompuso y salió presuroso el mu ch acho a traer el lo cksmith, según me dijo. “¿Pero est á aquí el loco Smith ?” le pregunté. “Seguro”, contestó, “pronto lo traigo”. Por el gusto de v er un p aisano no vo lv í a acord arme d e la chap a des co mp uesta, n i menos me detuve a co nsiderar la relación qu e podía existir entre ella y Federico Smith, a qu ien p ensé qu e refería mi intérp rete, y tamp oco me o currió qu e se trataría de otro Smith ten ido aqu í p or loco . Volvió a los p ocos min utos mi intérp rete acomp añ ad o de u n grin go co jo q ue traía unos fierros, y , d esp ués de un a brev e exp licació n, caí en la cu ent a de que el loco Smith de marras era s encillamente el cerrajero qu e ib a a to mar a cargo la comp ostura d e mi b aú l. Idéntico ch asco me pasó la otra tarde q ue me habló de un Butch er y p ensé que se tratab a de u n vecino d e M azatlán , cuy o no mb re su en a casi lo mismo, aclaran do desp ués qu e s e refería al carnicero de la esquina. Ya estoy sobre avis o en lo referent e a ciertas p alabrejas como grocería, chance o ch anza, marqueta, tiqueta y otras d e uso corrient e qu e n i a p alos d ejaría de emp lear mi d icho intérpret e, aunqu e cono ce las corresp ondientes en castellano , as í es qu e no ten go dificult ad p ara entendérselas. Pero si d eja mu ch o qu e des ear como lingü ista este much acho, confies o q ue, co mo gu ía, es u n teso ro. He est ado a p unto d e comet er algun as in co rreccion es, y , gracias a la op ortunidad de sus ind icacion es, no h a manch ado el pab elló n maz atleco hasta ahora. Ayer nada menos íbamos en un carrito rumbo al P arqu e, y , fiján dome en un letrero p uesto arrib a de los asientos d e enfrent e, le p regunté al mu chacho qué d ecía: “Take one, to me uno ”. “Perfectamente”, rep use. Ocup aban los as ientos vecinos cu atro grin guit as guap ís imas y una n egra fea como el pecad o qu e p or fortun a se b ajó en la esquina in mediata. C ontinu aron las cu atro rub ias y p or más que las examin ab a y o no encontrab a una q ue les ech ara tierra a las otras tres, las cuatro eran extremad ament e gu ap as.

“¿Con qu e, to me un a?” “Si, señor. Take on e, eso qu iere decir”. “Bueno, s i y o tomo u na tú tomas otra”. “Está b ien, to maremos dos ”. Desp ués de este breve d iálo go, el carrito llegó a la calle Stany an y las muchach as se disp onían a b ajar, cuando le dije al oíd o a mi int érp rete: “Yo to mo la d el abrigo co lo r d e cerez a ¿y tú cu ál?” El mu chach o me miró estup efacto. Las jóvenes cruz aban y a la calle p ara p enetrar al Parqu e y hasta entonces adv ertí mi lamentable equ ivocación . Nos regres amos al centro en el mismo carro y , prev io un cambio q ue h icimos, nos bajamos en frente del Emp orio. A p oco andar me llamó la atención u na tiend a co ncurrid ísima, au nque a la verdad no p arece s er de imp ortan cia. “Es la 5, 1 0 y 15 ”, me d ijo el intérp ret e. “5, 10 y 1 5 son treint a, y me qu edo en ay unas s i no me exp licas mejor”. Ya me enteró del asunto el muchacho , d esp ertando mi curios idad p or con ocer to do lo qu e p uede adqu irirs e allí med iante el gasto de cinco, diez o quince centav os. Pen etré y recorrí el s alón en todos s entidos acomp añ ad o de mi fiel sirvient e, y con fieso qu e qu ed é deslumbrado ante aqu el ejército de emp leadas tan finas , tan ins inu antes , tan bellas y trabajadoras . Las hay sin embargo qu e valen menos d e cinco centavos, pero la mayor parte valen más de qu ince, y, no pudiendo cargar con todas ellas, tenía qu e conformarme mo dest amente con una: la d ificultad estaba en elegir. En ello me o cup ab a concienzud amente cuando d ieron las seis, hora de cerrar, y hube d e res erv arme p ara hacerlo hoy mis mo ; mas y a en la acera, el gu ía me h izo camb iar de op inión p ond erándo me el p eligro a que me exp o nía trat ando de comp rar grin gas a tres nick eles p or cab eza. Una cuadra más ad elante h ay un Mercado do nd e sirven, p or cinco centavos , todo el jo coqu i (buttermilk) qu e pued a uno empacar, y co mo tamb ién vend en s anwichs y tenía y o un ap etito atroz, man dé p rep arar veinticinco , crey end o qu e tamb ién pagaría con un n ickel todos los q ue p odía devorar. Aq uí interv in o mi excelente gu ía y me ev itó un bo ch orno . En ese momento s uena el timb re d el t eléfono, y cojo el recibidor. “¿Quién habla?” “¿Jalo ?” “¿Con qu ién hablo ?” “¿Jalo ?” “El qu e está jalado es usted. Diga quién es y qu é quiere”. “¿EL Sr. Stro goff ?” “Sí, s eñor, ¿q ue s e ofrece?”

“De p arte del Director de L a Crón ica qu e mand e usted las “Aventuras ” como estén ”. “Están a med ias ”. “Dice el Sr. Arce q ue mande las medias y que en otra o casión s aldrán las enteras”. “No entien do lo d e enteras p ero allá v an”. Y es qu e como el Director d e La Crónica s abe del p ie qu e cojeo, sup uso probablemente que h ablar y o de “medias” me refería a las de tequila. Dios le perdon e su mal pensamiento. Amén .

HISTORIA LE UN CRIM EN p or M igu el Stro goff La Crónica (San Francis co), 4 marzo 191 6, p . 5 -6.

Pues b ien : y o lo mat é. Ahora puedo imp un emente con fes ar mi crimen, pues la p res crip ción me amp ara y mi concien cia hace y a tiemp o qu e dejó d e perturb arme con sus terribles acusacion es. La misterios a d esap arición de aquel infeliz intrigó por v arios días al J efe d e Informació n del ún ico diario que s e publicab a en mi pueb lo y puso en movimiento por varias ho ras a los celosos gen darmes qu e naturalment e no habían de d ed icars e a aclarar en igmas en aquel remoto tiemp o cuand o se ocup aban casi exclus iv ament e en ap alear b orrachitos d urante el d ía y ro nca beatíficamente no che a no ch e en lo más oscuro de las calles. Sucesos de más en jundia movieron la p éñola del gacetillero y los agentes de la autoridad, y la autoridad misma tuvieron que dirigir a su modo la op inión p ública con motivo de la inmediata elección de regidores. A fin d e que ésta se verificase con toda la lib ertad de que hacía gala aqu el pueblo demó crata y viril, de suerte que todos lo echaron tierra al asunto; p ero sobre el olvido de todos quedaron flotando mis p rop ios remordimientos que incesantemente me torturaban, haciendo p esar sobre mi concien cia el recuerdo inextingu ible de mi delito. Si remotamente p udo imaginarse nad ie que yo tuviera algo que ver con la desap arición del imp resor Lartigues, y como no quedó el menor rastro del crimen p orque el cadáver se volv ió hormiga, como d esp ués versa ¡oh magnán imo lector! la creencia de q ue Lartigues h ab ía emigrado secretamente ganó terreno en el án imo de todos y y o, qu e s iemp re había s ido un hombre d e b ien in capaz d e pisarle un caño a un traseunte n i p ar equ ivo cación , seguí siéndo lo en la op in ión del vecindario, aunqu e en la mía p rop ia, no fui d esd e ento nces sin o un as esino abominable, s imp lement e un as es ino, porque abominable ninguno deja de serlo. Por algún t iemp o se me vio p álido y ojoros o, p ero esto se atribuy ó a las calabazas qu e recib í de cierta p o lla qu e fin gía qu ererme co mo b arbilamp iñ o y tartamudo d e

añ adidura, co nv irtiénd ose en gallet a p or ob ra y gracias de t an d esv enturad a av entura. Pero el tiemp o todo lo bo rra y mi crimen no h abía d e ten er el triste p riv ilegio d e sustraerse a esa ley . Han p as ado mu chos añ os, mu chos ; la in mensa mole del Crestón, d esde cuy a cima irradia sus titilantes ray os el faro de Mazatlán , era enton ces un a ins ign ificante lomit a, y la gentil do ncella q ue amé tanto y tan mal p ago me dio , es ahora una monja rep ugn ante, exp u esta a la curios idad pública co mo proced ent e d e Egip to en el Museo del P arque d e Go ld en Gate. Allí a la otra tard e en s egu id a la recon ocí. Se llamab a Serap ia. Es imp osible qu e ten gan otro n ombre las h embras en cuy o pecho palp it a u n corazón negro si es qu e algun a tien en y q ue co n tal des enfado abandon an a sus b arbudos p ara lan zars e con los militares s in barb as. Rep ito qu e la p res crip ción me ampara. Por aquel crimen no abrigo ya el temor d e que almacen é en mi cu arto cin co tiros de máus er, un p elotón de jeníz aros d e qu ed ar achich arrad o en la silla d e electrocutor n i de qu e mi cuerpo se balan cee p end ient e d e una cu erd a con tamaño len gua de fuera. Las ley es no me alcanzan y en cuanto a las div isas ... las de zo na tamp oco, según p odrá ver el lecto r p or los antecedentes, la causa ocas ion a d el h echo delictuos o co mo deb ía decir un gacetillero amigo mío . *** Era y o miembro de una sociedad mutalista, benemérita como todas las de su clase, al amp aro de cuy os estatutos los más picos largos de la colectividad vivían a exp ensas de los más cándidos, no estando de más advertir que y o me contaba en el número de los primeros, p ues siemp re he p rocurado p asarlo bien, colocarme en el mejor lu gar, ech ar a mi p lato las mejores tajad as y no importarme un ardite las protestas de los tímidos. Dicha sociedad celebrab a el quin cuagésimo aniversario de su fundación, o sea, sus bodas de oro, y acordamos en sesión p lena hacer una fiesta de P. P. y W. con acto oficial y baile de etiqueta. Para el p rimero se nombraron oradores en p rosa y verso, haciéndoseme encargado de la confección y recitación de una poesía, pues algunos enemigos míos hicieron correr la voz de que me v isit ab an las musas y los o rganizado res de la fiesta no ech aro n en s aco roto mi av iso . Acep té, co mp ré dos cu ad ernos d e pap el min istro pedí p restado un D iccion ario de la Rima, s aq ué punta a un a d ocen a de láp ices y a barbarizar, se ha dicho . Las M usas no me des deñaron co mo lo h izo Serap ín y , al termin ar la recit ación de mi poes ía, el auditorio p rorrump ió en aplausos ruidosísimos, me ab razaron los funcion arios d e la M esa Directiva, d urante el b aile me felicitaron calurosament e las mu ch achas y sus ap reciab les mamás y fu i, en un a palab ra, el héroe d e la fiest a. Mi mamarracho co menzab a así: Vu ela mis manos mi olv idada lira Hiera mi p echo s us d orados hilos

Que u n s entimiento p atern al me inspira Entre estos vo ces du lces y tranq uilos, etc. La cró nica de la fiesta debía ap arecer otro d ía en las colu mn as d e El Porven ir Fu turo, cuy o jefe d e Informació n tuvo la deferen cia de p ed irme mi insp iradís imo trabajo literario (así lo calificó él, last imando mi modest ia) p ara ins ertarle íntegro. Aguardaba y o con imp aciencia el periód ico y p uede figu rarse el lector la ansied ad con qu e a recibirlo ; lo d esdoblé p ara buscar la comp osició n d e marras. Allí estab a, sí, allí estaba precedid a de hipperb ólicos elogios pero júz gues e de mi estupor cu ando s alían de él esta sarta d e disp arates y dígas eme con franqu eza si no era p ara volvers e lo co : Cuerva a mis manos mi ob ligad a lira Quiere mi p leito sus bread os h ilos Que u n s entimiento fraternal me insp ira. Entre estos go ces du lce y trasqu ilados, etc. Imposible seguir leyendo . Paso porque me calabaceen todas las Serapias de la tierra dis culp o los errores y flaqu ezas d e la hu man idad en masa, sufro con paciencia qu e un cajista guasó n cambie las p alabras y trastorn e los con cep tos de mis originales, pero que por descuido o por malicia añ ad an o quit en s ílabas de un vers o mío dardo al traste con la cadencia, esto ¡vive D ios! no lo tolero y o. La cólera me cegó p or lo pronto, p ero p asados unos minutos me s eren é y comen cé a madurar fríamente p lan es de ven ganza tománd ole en forma tan terrible como la ameritaba la magn itud del ultraje. Me valí d e un amigo p ara qu e averiguara q uién h abía p arado mis v ersos ; me informó que había sido el impresor Lartigues, un pobre diablo que hacía poco trabajaba en el p ueb lo y a qu ien no se le co no cía familia, n i legitima ni d e p ega. Disimu ladamente le s egu í la p ista, y una no che, en contrándolo en un a calleja des iert a y obscura, lo inv ité a tomars e conmigo un teq uila en el tugurio donde me hos p edaba. Con cualquier p retext o lo conduje a un rin cón d ond e en medio de v arios mu ebles viejos tenía yo u n baño de as iento constru id o por el ho jalatero M azzini, y allí fue do nde se d esarro lló la tragedia. Un golp e enérgico en la p ensadora lo atarantó y enton ces co giéndolo de los cabellos, lo h ice in clin ars e so bre el añito, le corté maestramente el tragadero y lo d ejé s eco, pro curand o qu e no s e d erramara en el su elo ni un a got a de san gre. Lo des nudé, le registré los bolsillos extray endo d e uno d e ellos una p eseta bu ena, u na falsa, un real y dos mon ad as de a t iaco, to do lo cu al acrecentó mi fortun a: puse un poco de petróleo en la ropa, le arrime un fósforo del G allito , y a p oco no qu edab a d e la indumentaria d e Lartigues más qu e u n puñado de cen izas qu e fu e a d ar al cajón de la b asura. La s an gre d el infeliz me la estuv e beb iendo mientras n o se co agulab a y algunos p edazos de carn e me los co mí asados con el ad itamento de un a salsit a de chile q ue p rep aré y que les d io un gusto

exq uis ito. Co n los sesos h ice u na tort illa qu e me salió muy sabros a y todav ía s e me hace agu a la bo ca acord án do me de tan sucu lento man jar. El crán eo y los hues os, cu idados amente mond ad os y todas aqu ellas p artes que denotab an a las claras proced er d e un cu erpo hu mano, los rep artí en varios p aqu etes y en otros tantos viajes los fu i a arro jar al mar des de la terraza de la R uteria. Mi ven ganz a estab a consu mid a.

El cuento folklórico El cuento folklórico anónimo y oral es abundantísimo en la tradición literaria chicana en 39 el suroeste y hay buenas recop ilaciones de ellos. Algunos de estos cuentos orales pasaron con p equeñas variaciones a los p eriódicos en español, pero el fenómeno más interesante es el de, usando la estructura folklórica del cu ento o la ley enda, desarrollar cuentos folklóricos modernos y amoldarlos a una p reocup ación contemp oránea del escritor. Algunos d e estos cuentos y ley endas ap arecen todavía anónimos, p ero otros están firmados. Son importantes en esta sección los cuentos etiológicos que nos exp lican la razón p or lo que p asó algo y aquellos otros cuentos construidos con las ley endas. El cuento folklórico que comenzó a escribirse en la segund a décad a del siglo XX con su may or exponente María Cristina M ena, tuvo su ép oca dorada en la d écad a de 1940. El p ropósito de estos cuentos era el de fijar p or escrito la tradición oral que había en las comunidades mexico americanas en el suroeste y que la gente comenzaba a temer p or su desaparición debido a la gran erosión que sufrieron estas comunid ades en la década de 1930 con las dep ortaciones y , después de la Segunda Guerra mundial, con el desp lazamiento demo gráfico de los p ueblos a los barrios de las ciudades. M ucho de este folk lore es rural, pero algunos cuentos y a nos hablan de un incip iente folklore urbano en los barrios mudándose de lu gar los esp antos, la llorona, la p elona, y demás entidades folklóricas 40 rurales creándole un sabor comp letamente lo cal (“El Tiradito” en Tucson). Es curioso observar el valor de reivind icación cultural que tienen estos cuentos aunque su tono romántico y su “folklorismo” los hagan ap arecer como cuentos lejos de la realidad actual de lo mexicoamericano y como nostálgicos de una sociedad tradicional con creen cias, sup ersticiones, devociones, etc. Juan Rodríguez explica la razón de ser de estos cuentos desde el p resente, después del movimiento chicano, diciendo: Lógicamente, ante los insultos denigrantes del an glosajón, los p rimeros cuentistas (del mov imiento chicano) tomaron una actitud defensiva si no ap olo gética, en cuanto prop onían una exp licación más que un a p resentación de nuestro folklore. Algunos, quizás p or la influencia nociv a de los muchos cuentos anglosajones del mismo tip o, llegaron h asta la exageración romántica, ofuscando nuestros auténticos valores humanos e hicieron la realid ad tanto como los p erversos estereotip os que en nuestro vacío literario los falsos cronistas nos habían 41 forjado. Sin embargo, en la ép oca se literarizó un folklore que las comun idades no qu erían perder. A raíz de “El Tiradito”, El Mensaiero, en un a editorial dice: Al Norte de aquella línea imaginaria que nos divide p olíticamente del suelo en donde la cultura de raza luch a contra los av ances d e ideas p rácticas que amenazan ahogar la id eología soñadora, p roducto de una cultura que se p ierde en la obscuridad de los tiemp os, debemos de conservar en forma ap ropiada las reliquias que quedan como muchos testigos de nuestras costumbres en su may or pureza.42

DEL TEJALO AJENO Los tres gatitos de las elecciones por Carlos Orgía El Tucsonense (Tucson), 26 julio 1927, p . 2, col. 2-4.

Retorno invariab lemente a mi ho gar a las altas horas de la noch e, deb ido a qu e las nobles tareas del p eriodismo consumen p ara mi el tiemp o que otros, menos abnegados, destinan al rep oso. Pero no me quejo, porque comp rendo que me sacrifico por un elevado ideal y me dignifica lo sublime de mis labores. ¿Quién, entregado a este divino ap ostolado, se detiene a considerar que el insomnio destruy e sus fuerzas o que su insignificante salud se v e minada p or el esfuerzo nocturno? ¿Qué es el individuo, señores, junto a la magn itud de la idea? ¡Ah, nosotros los periodistas somos los ascetas del p ensamiento y no está remota la fecha en que nos veamos justamente canonizados en el calendario de la in mortalidad! No dudo que mis pósteres han de leer algún día: San Carlos Orgía. Virgen y Mártir. Mas me ap arto del incidente que iba a referirles. De regreso a mi ho gar, una de estas noches, p resenció un cuadro instructivo y tierno. Tres maulladores gatitos, con amoroso emp eño, p roferían de consumo p arecidos gemidos a los indiferentes oídos de una gatita lastimera. Ella, fu erza es confesarlo, daba pruebas de una indiferencia comp letamente desengañada. Los miraba, fruncía el ho ciquito y volvía al rostro hacia otra parte. En vano ellos se esforzaban p or convencerla; ap enas si escuchab a con resignación, sin señ alar a uno solo p ara merecedor d e sus favores. “M iaauu”, maullaba uno. “Yo te ofrezco la felicidad en forma felina. Ven go a ti sosteniendo un ideal y he de p roclamarte por reina del tejado. Soy un gato sin vicios, cap az de asegurar la dicha de cualqu ier felina d e buenas costumbres”. “Fufurrr-fu”, bramaba el otro. “Yo te hice ya feliz una vez y te volveré a hacer feliz, quieras o no quieras. Yo soy el gato”. “¡Gurrugumiauuu!” se lamentaba el tercero. “¿Quién si no y o será el único que te brindará saludables princip ios, firmes doctrinas y una suavidad de trato que te transp ortará al paraíso de las gatas?” La bella felina p ermanecía incon movible. Clavaba en sus adoradores la puntita acerada de su desdén y no cedía al múltip le reclamo. Yo, llevado de indiscreta curiosidad, me atreví a interro garla. “Dígame usted, señorita gata: ¿cómo es p osible que escuchando a sus p ies la maulladora promesa de tres gallardos galan es, cada uno de ellos hermoso y valiente, se conserve inaccesible? ¿No tiene usted, pues, corazón?

Zap aquild a, reflexiv amente, se relamió los blancos bigotes; luego rep licó así: “Yo elegiría, seño r: mas ¿d e qué h abría de s ervirme? Los tres son en verd ad heroicos felinos, de fuerte garra y virtudes militares. En la lucha d el alero han conquistado lauros in accesib les, ras gu ñando implacab lemente a los en emigas . Yo elegiría y me fijaría acaso en aqu el p eq ueño que parece el más débil; pero enton ces se s ublev arían contra él y p erecería h echo trizas entre las garras airad as de los oros dos. M e interesaría tal vez por el suave pelaje y las buenas costumbres de este otro, mas, ¿p odría defenderme de la acometid a d e su contrario ro busto y brav ío? No me qued a sino unca triste resolu ción, qu e es p or la qu e me decido desde la cúsp id e de mi desen gaño . Yo, s eñor, seré d el que gane”. Con melan cólico mau llido, p reñad o de des esp eranza, terminó desp ués. “Antaño me d ejé arrebatar por el mov edizo esp ejo de la ilus ión, p ero la exp erien cia me h a torn ado d esconfiada, aq uel que disp on ga de la carpa más acerada, h a de ven ir al cabo p or mí, desp ués d e la lucha, y lev antará sobre mi lo mo el imp erio brus co d e su manot azo. Bajaré los ojos, lanzaré un susp iro y humillaré mi p elaje su av e y delicado ante aquel q ue tuvo la zarp a más fiera y el manot azo más au daz. “¡Qué le hemos de hacer señor! Este es el único y humilde d estino de nosotras , las gatitas indefensas, en la p atria d e los gatos hero icos... s in alus ión p erson al”.

EL LEÓN Y EL PERRO EM LA SELVA p or M iguel Benítez Regeneración (Los Angeles), 12 abril 1913, p. 3, col. 2.

“¿Qué haces aquí, amigo mío?” “Vengo a cazar ciervos”. “M uchos debes cazar, pues en estos bosques los hay de sobra”. “M uchos, si, cuatro o seis cada día”. “Pero eso es demasiado, tú no necesitas de cuatro o seis ciervos d iarios p ara v ivir... Entonces, ¿cómo es que estás tan flaco? ¡ah! tal vez será el excesivo trabajo”. “Como p oco y trabajo mucho”.

“M e engañ as, tú no necesitas de trabajar tanto p ara comer bien. ¿Por qué comes p oco? ¿Por qué trabajas mucho ? Explícate”. “M i amo cada día me trae a este bosque o me lleva a otro, me manda buscar y p erseguir ciervos y cuando no le doy buenas cuentas, me ap alea, y me amenaza con la mu erte si al día siguiente sucede lo mismo; al día siguiente redoblo mis esfuerzos y , cuando rendido de fatiga consigo llev arle p resa doble, me encargo de cuidar d e que los hambrientos no se ap oderen de ella. Entonces es diferente, en vez de palos me da tripas y menudencias de los animales cazados, y me llama ‘buen p erro’ con lo cual, si bien es cierto que no alcanzo a rep oner las fuerzas p erdidas, sí, en p arte, quedo satisfecho. Una idea me mortifica. M e hago viejo a gran p risa y creo no muy tarde seguiré la suerte de mi p adre que murió ahorcado cuando p or muy viejo y a no p udo ser útil a mi amo”. El can susp ira tristemente. El de las silv as, indignado p or tan corta y sencilla, pero elocuente relación, dejó ver sus blancas uñas, sacudió la hermosa melen a y abarcando con mirada desp reciativa la pintoresca ciudad que allá en el valle se dibujaba, en tono amigab le habló al p erro esclavo: “Huy e del hombre verdugo, sí, huy e de esa bestia miserable, y ven conmigo. Seremos hermanos, vagaremos libres por bosques y p raderas todo lo que hay en la tierra es nuestro, comeremos lo que nos agrade sin más trabajo que el de co gerlo, ap agaremos nuestra sed en cristalin a fuerte, dormiremos en cómodas cu evas, tendremos amigos cuando seamos viejos, no moriremos de hambre ni tampoco habrá quien nos mate, porque siemp re tendremos amigos y ellos cuidarán de nosotros. Ven, en esa selva en que parece hay tinieblas, reina la luz, acércate y verás, ahí hay amp lios senderos que conducen a alta cúsp ide, desde donde se contemp la el horizonte; ahí está la libertad; ven y disfrutemos de las riquezas que la madre tierra nos ofrece; sacude esa tristeza; desp réndete de la educación insana con que tus amos te criaron, ve tu condición y comp árala con la mía y p iensa, raciocina... el hombre me llama con lo que a el debiera llamárselo, carnívoro, porque amo la libertad, a ti te adula p orque de tu esfuerzo vive... ven, sígueme...”. “Pero, entonces, ¿quién nos mantendrá?” “Tonto, ¿no eres tú el que caza los ciervos?” “Ciertamente, pero sin el consentimiento de mi amo no p odría cazarlas”. “Acaso y o necesito de p ermiso alguno p ara vivir libre: ¿qu ién ha dado a tu amo tales derechos? Tú mismo, con tu humildad a ignorancia. De seguro que si y o obrara co mo tú y humilde me p usiera a su servicio, se ap rovecharía d e mi estup idez y me obligaría a trabajar en su provecho tanto como a ti, y diría ser mi dueño y me mataría cuando a él se le antojara y no h abría en ello nada d e extraño, p ero no, jamás consentiré en tal

humillación, ¡vive mi dignid ad de león! ¡viven mis garras! Cuando se atenta contra mi libertad, rujo, hiero y mato ¡p or eso soy libre”. “M i amo dice ser él el du eño de la tierra”. “No, hombre, alguno hizo la tierra; él y nosotros somos iguales hijos de ella y p or lo mismo igual derecho tenemos a sus bienes”. “Pero, si te sigo él me buscará y cuando me coja tal vez me mate”. “No lo creas así, p ues en ese caso matémosle nosotros, que p ague con su vida la muerte de tu p adre”. “No se dejará”. “Es que no vamos a p edirle p ermiso”. “Es astuto”. “Pero cobarde y, además, nosotros somos dos y él es uno: de nu estra p arte está la razón y ante la razón y la fu erza, esa caduca astucia es nula. Le mataré de un zarp azo o le dego llarás como a un ciervo... ¿qué p iensas... te decides?” “¡Quiero ser libre!” *** El sol ap arece radiante y majestuoso y las vírgen es rosas reciben su p rimer beso: las fuentes murmuran caden ciosas, los pájaros cantan sus amores; los árboles mecidos al imp ulso de la brisa se inclinan como para b esar la tierra que les d’r vid a o para sacudir el rocío que en forma d e p erla cubre sus hojas y recibir en cambio los tibios rayos del naciente sol. Los cuervos hacen remo lino en torno de un cadáver p estilento, allá a la entrada d e la selva, pero sienten asco de él, retroceden. Los gusanos lo devoran y el orín destruy e p or comp leto el clarín y escop eta que y acen a su lado.

ADÁN, EVA, SERPIENTE Y M ANZANA p or José Castelán El M osquito 22 junio 191 9, p. 4.

En un lib ro viejo, qu e en una có moda vieja, entre otros pap eles viejos , guardaba un a vieja amiga mía, me en contré esta vieja h istoria qu e voy a co ntar a Ud es., mis pacientes y viejos amigos y lectores. Eras e el año p rimero, del siglo p rimero, d e la era primera, cu ando el Todo -Poderoso, con un humor delicioso , se paseaba en un jardín muy hermoso del Paraíso Terren al y , al mirar tanto animal, dijo: “Falta uno racional” y le ocurrió h acer al ho mbre y lo hizo así... Tomó Dios-Tata un poco de barro , se viró en un esp ejo que llev ab a en la bolsa del chaleco e h izo a nuestro s imp lón p adre, Adán , a s u imagen y semejanza. Sop ló desp ués sobre el gracioso mon igote y éste, desp ués de h acer u na cabriola, d io un s alto mortal y luego le d io las gracias a Tata-Dios y luego se co mió un p ar de p látanos dominicos. Tata- Dios cloroformizó a Adán y , desp ués, con un afilad o tran chete q ue llev aba en la cintura, le arrancó un a costilla y de es a costilla formó a nuestra madre Ev a. Antes de dar el sop lo de vida sobre Eva, le curó la herida a Adán con ungü ento doble, y luego lo reanimó y luego le comun icó v ida a Eva, y luego los p resentó a uno con otro, diciendo así: “M ujer, he ahí a tu marido. Hombre, he ahí a tu marida”. Desp ués condujo a la gentil pareja ante el Juez Civil, que era un burro, y el matrimonio quedó legítimamente legalizado y muy fuertemente atado. Entonces Dios les dijo: “Cuanto veis, vuestro es. Los animales serán vuestros criados mientras tengo tiemp o de h acer una don cella d e servicio p ara Eva, y un ayuda de cámara para Adán. Comed y bebed de cu anto queráis p ero, ¡p obres de vosotros si tocáis una sola manzana de este árbol! ¡Cuidado...! Y. subiéndose el Señor en su aerop lano, se elevó a los cielos. Cuando nuestros p rimeros p adres se encontraron solos, Adán hizo cosquillitas a Eva y le prop uso jugar a las escondidas. Eva no accedió, quiso mejor bailar un cuchicuchi y ambos se entregaron al vértigo del baile, al son de una magn ifica orquesta, formada p or elefantes que hacían de trombones, leones que tocaban los p latillos, monos que hacían monadas, etc. Los p rimeros días de la luna de miel, de aquel feliz matrimonio, se deslizaron en medio de una felicid ad sin limites y entre honestos y regocijos p asatiemp os. Adán se levantaba muy de mañan a, cortaba cocos, plátanos, uvas, enchiladas, tamales y demás go losinas: cargaba con todo y se lo llevaba a su querida Eva, la cual se levantaba tarde p or estar gozando, en los brazos de Don M orfeo, del agradab le calor de las cuiltas y colchones que tenía en su catrezuelo. Juntos almorzaban e íbanse d esp ués a p aseo, cogiditos del brazo y muy juntitos, como dos tortolitos, diciéndose cosas muy bonitas, hacién dose cosquillitas y otras mil diabluritas.

Cuando p asaban cerca del famoso manzano h acían la señal de la cruz y huían del sitio peligroso teniendo caer en tentación. Dad a faltaba a su regalo. Cuanto ap etecían lo tenían a la mano y p oco, o ningún trabajo, costábales satisfacer sus deseos. Por la tarde, p asada la siesta, recib ían a los animales más caracterizados. Ev a, con una elegante bata loca, hacía los honores de la casa, y acomp añada al p iano p or Adán, cantaba “El M orrongo”, “El Can Can”, “La Valentina” y otras p artiduras de mérito como éstas. Adán, en sus ratos de descanso, es decir, cu ando concluía d e sembrar ostiones, camarones y sardinas, se entretenía en enseñar a los elefantes, camellos, leones y tortugas, el inglés, el latín, el alemán, el catecismo del Padre Ripalda, la milagrosa novena d e nuestra Señora de los Pujos y la gramática p arda. Frecuentemente se organizaban p aseos a cab allo, carreras en burros, tamaladas, “p icnics”, juegos de p rendas, etc. ¡Cuán felices hallábanse nuestros ingratos p rogenitores en el Paraíso! Sin tener que ver con caseros, p arientes, gendarmes, frailes, p eriodiqueros y demás mo dernas calamid ades. Pero sucedió que un d ía Eva dio a luz el p rimer bostezo; Adán, asustado, comp rendió que su costilla se aburría. ¡Mal síntoma! Cuando una mujer se aburre, algo malo se le ocurre. “¿Qué te p asa querida Evita? ¿Por qué bostezas?” p reguntóle, con mucho cariño, Adán. Eva se enco gió de hombros, h izo un mohín, de un salto se puso de p ie y corrió perdiéndose entre el ramaje. Se aburría y quería otra cosa, mala o buen a, pero diferente a las que tenía a su alcance. Nadie sabe si casual o intencion almente, hallóse Ev a al p ie del fatídico manzano. El caso fue que allí se hallaba. Cu ando más distraída estaba, sintió sobre su cabeza rumor de hojas, y vio a la señora serp iente, llena de anillos, que le dio los buenos días en correcto castellano: luego le dijo: “Señora, aunqu e no ten go el honor de haber sido presentado con Ud. me p ermito ofrecerle mis respetos. Claro veo que se aburre Ud. y contra el aburrimiento no hay mejor medicina qu e comer de estas manzanas”. Eva se asustó y p ensó huir y maldecir a la serpiente, p ero, por curiosidad, siguió escuchándola y cuando Adán, que le buscaba, llegó al p ie d el manzano, y a Ev a estaba decidid a a comer manzana, costara lo que costara. Adán se resistió al p rincipio con energía, p ero ¿quién p odía negar nad a a una mujer tan retrechera como era Ev a... “Adán, mohín, y o quiero comer manzanas”. “Evita, Evita. No p rop onerme semejante cosa, p orque es pecatus”. “M i p ichón, tú no me quieres como y o a ti”. “M i p aloma, te idolatro y si tú lo quieres, comeremos manzanas hasta indigestarnos y desp ués, venga lo que viniere”.

Mientras duraba aquel d iálo go, la serpiente se retorcía d e risa, p ues y a sabía que aqu ellos babiecas acabarían p or comer manzanas hasta p onerse p anzones, y así sucedió al fin. Al pie del árbo l p rohibido, nuestros p adres quebrantaron el Supremo Mandamiento, y juntos y solos gustaron del p rohibido fruto hasta hartarse. Cuando y a quedaron satisfechos de comer manzanas, comprendieron que habían pecado, Eva lloró p or primera vez y echó en cara a su marido la falta. Por su parte, Adán no cesaba de recriminar a Ev a, lamentándose de qu e fuese tan in grata, cuando p or darle gusto, él había pecado. El altercado iba acalorándose, y hubieran llegado a los moqu etes, sino es que en lo más álgido d e la contienda, se p resentó en escen a un án gel, con una esp ada de fuego en la mano, el cu al, con el carácter de enviado extraordinario y ministro plenip otenciario d el Señor, mald ijo a los p ecadores y los p uso de p atitas en la calle, condenándolos a trabajos forzados y por carambola. Esa sentencia nos alcanzó a todos los descendientes de aqu el matrimonio de comedores de manzanas. Esta relación histórica es cop ia fiel tomada de una Biblia hebraica, cuy a edición se agotó comp letamente. No es artículo de fe les digo yo, el que quiere lo cree y el que no, no.

¿CÓMO ENTRO EL PRIM ER ABGADO EN EL CIELO? p or Ap eles M estres Hispanoamérica (San Francisco), 28 abril 1918, p . 11.

Ap enas murió San Ibo, encaminóse al cielo y llamó a la puerta, la cual no se atrevió a abrir San Pedro, desestimando las razones del buen Santo. “Todo lo que quieras”, decía el p ortero del cielo, “p ero no p uedo creer que pueda permitir la entrada de un abogado, y a que no sólo no se sienta ninguno entre los santos, sino que, al contrario, juraría qu e se hallan en el infierno todos los de su oficio. San Ibo no se desconcertó, antes bien co mo buen abo gado tuvo buen as razones p ara desbaratar las de San Pedro, que éste le p ermitió finalmente entrar al cielo, p ero con la condición d e p ermanecer junto a la p uerta. El huésped entró tranquilamente, sentóse en el lu gar qu e le ind icó San Pedro, quien fue a participar al Señor lo que o curría. “¡M al hecho! ¡Muy mal hecho, Pedro!” contestó Dios des pués que lo hubo escuch ado; “tenía intención de que nin gún abo gado entrara en el cielo, y mis razones tenía p ara ello. Mas y a que está dentro, que se quede; sin emb argo, p rocura qu e no se mezcle con los

demás Santos, de lo contrario faltaría en el cielo la paz y la buena armonía. Haz que no penetre más acá de la puerta. Mohíno y cabizbajo volvió San Pedro donde estaba San Ibo y le comun icó las órdenes dadas por el Señor. El Santo abogado encogió los hombros y , a guisa de p asatiemp o, emp ezó a trabar conversación con San Pedro. “¿Y qué cargo desemp eñáis en el cielo?” “¿Qué cargo ? Soy el p ortero”. ¿Cómo, p or cuánto tiemp o?” “Para siemp re”. “¡Ah! Vamos, a p erp etuidad. Entonces tendrás firmada alguna escritura...”. “No hay escritura ni cosa que valga (ni maldita la falta que hace)”. “¿Cómo que no? p ero ¿no cono céis, grandísimo inocente, que si el mejor día se le o curre a Dios os destituy e ni más, ni más, del cargo que con tanto celo venís desempeñando desde larga fecha, sin qu e p odáis hacer valer vuestros derechos?” San Pedro se rascó la oreja y , más mohíno que antes, fuese a hablar con Dios nuevamente. “Vamos a ver ¿qu é es lo que piensas, Pedro?” “Que tendrás que firmarme una escritura en que conste que soy p ortero del cielo a perp etuidad, p orque hasta ahora henos dejado andar las cosas a solas, p ero si el mejor d ía se os ocurre, me destituís sin más ni más, del cargo con que tanto celo...”. “¿No veis lo que te decía? Todas éstas son trap acerías de aquel abogad illo que tienes en la p uerta y que ha sabido llen arte la cabeza. Anda, Pedro, corre y haz que entre en seguid a; p ues prefiero tenerlo junto a mí a qu e se esté en la puerta”. Y he aquí cómo entró en el cielo el p rimer abogado.

EL CUADRO MILAGROSO p or Francisco S. Gallego El Tucsonense (Tucson), 12 agosto 1930, p . 2, col. 2-5.

“Querida esp osa de mi alma ¡cu ánto me p uede verte sufrir! Como lo ves, y a los últimos recursos se han agotado y esta crisis esp antosa sabe Dios cuándo terminará. En los talleres han cesado un resp etable número de empleados y en la ciudad es difícil de encontrar colocación ”. Con estas p alabras hablaba Enrique a su amantísima esposa Carmen, que estrechaba contra su corazón a un hermoso niño. “Es verdad, esposo mío”, exclamó Carmen, “que nuestras penas son muy grandes, p ero más grand es fueran si Dios no nos hubiera premiado con este angelito que. como lo ves, es el encanto d e los dos. La miseria que nos agobia tendrá fin algún día, p orque mientras más grandes sean nuestros sufrimientos, más grande será nu estra recomp ensa”. Qué consuelo eran p ara Enrique las palabras que, llenas de dulzura, lr dirigía Carmen y qué fuerza y ánimo daban a su corazón. Lleno de p lacer arreb ataba al p rimoroso niño de los brazos de su madre y lo cubría de besos. Este diálogo tenía lu gar en el humildísimo y p obre hogar d e aquellos amantes esp osos que se encontraba aislado y situado al p ie de una lo mita no muy lejos de la ciudad. La noche estaba lóbrega. Afuera sop laba un viento helado. Ya los árbo les hab ían quedado desnudos y la naturaleza toda p resentaba un asp ecto triste, p ues la estación dura del invierno estaba en su p ujanza. Enrique y Carmen se encontraban sentados junto a la chimenea y las rojizas llamas que de ella se escap aban alumbraban la casa, y el calor que p roducían los serv ía p ara protegerse del frío. Enrique dep ositaba una vez más un beso de inacabable amor sobre la frente de su tierno niño y lo devolvía a los brazos de su madre. Muy de rep ente se levantó como mov ido p or un resorte. Se acercó a una de las ventanas y, mirando través de los vidrios, observó que alguien se ap roximaba en d irección a su casa. La noche estaba obscura y era extraño que a esas horas alguien intentara visitarlos. Se retiró de la v entana y , tomando todas las p recauciones necesarias, se dirigió a la p uerta desp ués de decirle a su esp osa que en seguid a volvería. Grande fu e la sorp resa de Carmen al ver que su esp oso saliera a hora tan indisp uesta de la noche. Se figuraba que probablemente habría olvidado algo afu era y que ciertamente volvería p ronto. El niño se había quedado dormido y Carmen le imp rimía un beso en la frente y lo acostaba en su pobrecita cama. Un co mp leto silencio reinaba en la casa. Carmen no se resolvía a dormir, estaba imp aciente, pensando qué habría sido d e Enrique. Se acercó a la chimenea p ara revivir un p oco el fu ego p ara que no dejara de alumbrar, pues no había otro recurso. Emp ezó a sentir miedo al verse en aquella soledad tan

esp antosa. Cogió un a frazada y, cubriéndose con ella, salió de la casa d e p untillas para no desp ertar al niño que estaba p rofundamente dormido. Ap enas había salido cuando oy ó la voz de Enrique que gritaba. “¡Carmen! ¡Carmen!” Desesp erada corrió a donde le llamab an. Pronto llegó a donde estaba Enrique. “Enrique, esp oso mío, ¿qué te p asa?” exclamó Carmen. “Imp aciente he esp erado tu regreso y creí que p asaría esta terrible noch e en tu comp añía”. Carmen no se daba cuenta qu é ocurría. “Esp osa mía”, dijo Enrique. “Date p risa, acércate y ay udemos a este p obre anciano que se muere de frío”. “¡Virgen santísima! Pronto, llevémosle y hagamos todo lo p osible por salvarlo”. Se despojó de la frazada y , cubriendo el cuerp o helado del anciano, lo llev aron hasta la casa. Lo colo caron junto a la chimenea y , desp ués de mucho frotarlo, lo graron que volviera en sí. Abrió el anciano los ojos y emp ezó a darse cuenta del lu gar donde se en contraba. Carmen lo ofreció algo que tomar y , poco desp ués, recobraba el entero conocimiento. Con voz muy trémula dijo el anciano: “Creí que el ú ltimo momento de mi vida h abía llegado y que moriría sin ver a n adie”. Se incorp oró y comenzó el relato triste de su vida. “Abandoné a mis p adres cuando todavía era un niño. Ellos y mis hermanos todos murieron y sólo y o quedé. He vagado p or el mundo mendigando un p oquito de cariño y amor sin lo grar en contrarlo. Los muchos y p ecaminosos años de mi existencia me rechazan. He viajado por lejanas tierras atravesando d esiertos y subiendo montañas. He visitado p ueblos y ciudades sin más ay uda que la de Dios y este recuerdo que mi madre antes de morir dejó p ara mí”. Metió mano a su seno y sacó un hermoso cuadrito que guardaba una p reciosa estamp a de la Virgen y se la dio a Carmen d iciéndole: “Poco ha de ser el tiemp o que me qued e de viv ir y y a que ustedes han tenido p iedad y comp asión de mí, salvándome d e las garras de la muerte, voy a obsequiarles con este santo y bendito recuerdo de mi madre”. Carmen lo cogió entre sus manos y con resp eto lo besó y se lo p asó a Enrique, quien hizo la misma cosa. Lo volvió a tomar en sus manos y fue a colo carlo en un pequeño altarcito donde tenía otras imágenes que mucho quería y estimaba.

Largas horas habían transcurrido y era p reciso reconciliar el sueño. Acostaron al anciano en el mejor rincón y desp ués como de costumbre fueron al altarcito a hacer sus oracion es y , una vez que hubieron terminado, se entregaron al sueño. El nuevo día llegaba. El sol salía calentando con sus rayos la naturaleza. El hielo co menzaba a derretirse formando pequeñas corrientes, los p ajarillos afanosos buscaban el sustento y todo ser viviente p arecía animarse. Solo Enrique se levantó muy triste; tomó el sendero que conducía a la ciud ad p ara ir en busca d e trabajo. Carmen se quedó también acongojada, aunque con esp eranzas de que su esp oso volviera, tray endo con qué mitigar la horrib le miseria qu e lo acomp añaba. El anciano había p asado el resto de la no che muy tranquilo y se levantaba más fortalecido. Carmen, mu erta de p ena, le manifestó que su casa carecía de todo lo necesario p ara vivir. El an ciano se conmovió al oír las tristes p alabras de Carmen y gruesas lágrimas brotaron a sus ojos. Le dirigió frases de consuelo p rometiéndole que sufría hasta el fin d e su v ida, cuantas p enas sufrieran ella y su esp oso. El niño lloraba p or el p echo de su madre y cuál no sería el dolor de Carmen al ver al p edacito de su alma qu e sentía hambre y no p oder comp lacerlo. Llena de an gustia, se dirigió al altarcito y , con todo el fervor de su corazón, se arrodilló pidiéndole a la Virgen les mandara el au xilio. El anciano, aunque con sacrificios, tembloroso y encorbado, había salido y se había sentado afuera para tener un poco de sol y se entretenía en contemplar la inmensa ciudad que a lo lejos se extendía. Colocó su mano derecha en la frente a med ida de p antalla y divisó que Enrique regresaba. En efecto, Enrique volvía triste, todo exhausto de fuerzas. Casi todo el día lo había pasado de taller en taller, atravesando calles sin lo grar encontrar nada que pudiera mitigar un p oco su miseria. Llegó a la p uerta de su hogar y , encontrando al anciano afuera, se detuvo. Le estrechó la mano con efusión y se sentó. Carmen seguía orando. ¡Su rostro estaba bañado en lágrimas! El llanto del niño la interrump ió y dio p or terminada su oración. Desco lgó el cuadrito que le había regalado el anciano, lo op rimió contra su p echo y lo besó. Al ir a colgarlo de nuevo se le escap ó de las manos y fue a caer al suelo h aciéndose p edazos. Enrique, al oír el ruido qu e hab ía producido el cuadro al caer, entró y encontró a su esp osa recogiendo los vidrios que se hab ían escap ado y la veía anegada en lágrimas.

Carmen, al ver a Enrique que llegaba hacia ella, le dijo: “Enrique d e mi alma, el regalo del anciano se ha roto y deseara que cuanto antes lo arreglaras”. Enrique dio a su esp osa un ab razo d e in fin ita tern ura y, ob ed ecien do a su súp lica, tomó el cu adro en sus manos. Co n muchísimo cu id ado remov ió la estamp a hermosísima de la Virgen p ara ev itar no rotarla más. Carmen to maba el n iño en sus b razos y trataba de calmar su llanto con sus mimos y caricias. De p ronto, un grito d e alegría lanzado p or Enrique reson ó en la h abit ación. “Carmen d e mi corazón, nu estra miseria h a terminado ”. “¿Es p osible, Enriqu e?” p reguntó C armen llen a d e asomb ro. “Tan cierto es que..., mira”. Y Enriqu e, lleno de gusto, le enseñ aba la valios ísima fortun a qu e detrás de la estamp a se en contraba y qu e consistía en v arios billetes d e banco. Le sup licó a Carmen que h iciera p asar al ancian o p ara q ue s e diera cuenta de lo qu e pasaba. C armen, ob edecien do a su esp oso, llevó al n iño a su camita y presurosa salió volv ien do enseguid a con el an ciano co gido d el brazo y le h izo llegar hasta dond e estaba Enriqu e. Grand e fue la sorp resa q ue recib ió aquel p obre anciano al contemp lar aqu el milagro. Enrique y Carmen s e arrod illaran . El an ciano se colo có en medio d e aquellos amantes esp osos y los tres dieron gracias a la Virgen p or el gran favo r qu e h abían recib ido. Así terminó la miseria de aquel p obre h o gar don de h ab ía amor, fe y p iedad.

APARICIÓN MILAGROSA (Santa Teresa de Jesús en Arizona) Anónimo El Tucsonense (Tucson), 12 junio 1942, p . 1, col. 4-5. Dicen que iban p or una carretera d e Arizona dos muchachos, no católicos, manejando un coche. Habíase llegado el d ía de ob edecer el llamado militar y tenían que presentarse a su resp ectivo camp amento de entrenamiento p ara esp erar el turno de ser env iados a Australia, a Islandia o a Irland a del Norte. En lo más desolado d el camino, vieron a distancia la forma d e mujer, “una hermana”, según la ropa y el tocado. No p ensaron detenerse, p ero al acercarse vieron claramente las facciones, la angustia serenidad y la

mirada sup licante, y p araron. Su belleza juvenil era maravillosa. Movidos p or la cortesía y p or la ad miración p reguntaron si algo d eseaba extrañando sobre manera que tratándose de una “hermana” anduv iera sola, p ues sabido es de todo el mundo que las religiosas andan de dos en dos toda la vida. La jov en religiosa p idió qu e la llevaran unos cuantos kiló metros adelante, donde qued aba un convento y se bajaría. Le abrieron la p uerta y subió al coche. Dicen los mu chachos que llevaba en las manos un ramito de flores. “¿Hacia dónde van ustedes?” preguntó la religiosa. “Vamos a p resentarnos p ara servir al ejército. Ya nos tocó el turno. “¿El turno de ir a la guerra? No, muchachos, y a no tendrán tiemp o de hacerlo, p orque la guerra se acabará en octubre”. El co che siguió rodando y , a p oco rato, llegaba frente al convento que había sido señalado p or la religiosa, qu ien le dijo que iría más adelante, p ero que tenía que b ajar allí para hablar con la M adre Superiora y rogó que la esp eraran cinco minutos. Llegó a la puerta que se abrió y penetró cerrándola tras sí. Pasaron cinco minutos. Diez. Quince. Veinte y media hora. La galantería, que es educación, impedía a los dos mu chachos retirarse dejando a la “hermana” y decid ieron llegar al convento y p reguntar p or ella, p asándole recado. La hermana que abrió dijo no haber entrado nadie, a esa hora ni hab er salido n adie antes. Los muchachos insistieron en que acab aba d e entrar, d ijeron cómo la habían hallado, qué les había d icho y , p or último, qu e estaban seguros de que la hermana estaba dentro, p ues la habían visto entrar. Ante la resistencia, la hermana dio p arte a la sup eriora que acud ió a la p uerta a enterarse. Otra vez el relato ahora más vehemente. “Nadie ha salido de nuestro convento antes de hoy, ni nadie ha entrado en él”, dijo la Madre. Los interlocutores insistieron todavía dando las señas de la “hermana” y la M adre los hizo p asar al locutorio y les brindó asiento. Estaba ella acomod ándose en uno y disp oniéndose a seguir oy endo, cu ando un much acho qu e estaba recorriendo con los ojos los retratos colgados de la p ared señaló uno y dijo vivamente: “¡M ire... esa es!” “Pero, ¿usted no sabe quién es... esa?” “Perdón, M adre, no somos católicos”. “Pues esa no es hermana de este convento... es Santa Teresa de Jesús”.

El cuento neorrealista El cuento costumbrista de la décad a de 1920 derivó hacia un cu ento neorrealista con un desap ego may or de la noticia, y la moraleja, pero con un simbolismo claro. Estos cuentos neorrealistas comienzan también con an écdotas o noticias que desarrollan en un verdadero cu ento literario, indep endiente de la referen cia p rimera. El cu ento neorrealista se relaciona con el cu adro de costumbres y el cu ento imp resionista de Ángel de Camp o. En el cuento neorrealista hay y a un lenguaje intencionalmente literario, p ero no muy connotado. Las frases son cortas, las descrip ciones realistas y el mensaje imp licado. En cu anto al estilo volvemos a la p rosa realista del siglo XIX e incluso de El quijo te. El Quijote y la prosa realista del XIX eran de un a gran p op ularidad a p rincipios de siglo y se rep roducían constantemente en los p eriódicos alrededor de la década de 1920. Entre los realistas decimonónicos más citados en los p eriódicos tenemos a Eça de Queiroz, de quien ap arecen p ublicados en los periódicos fragmentos de su 43 novela La casa de Ramírez. Los temas de los cuentos escogidos son muy disp ares. Los dos p rimeros, “La envidia” y “La florecita azul”, aunqu e de un tema fantástico y con una moraleja, p arece qu e están contados por hablantes en la esquin a de una calle; las almas dialo gan, comentan, describen un ambiente real con referencias deícticas (“allá ab ajo, hacia el fin de esta triste callejuela”). “Náufragos”, por otro lado, es un rep ortaje literario, una historieta, como dice el subtitulo, con un mensaje muy claro p ara el lector de la ép oca de la guerra. El autor, en un orgullo d e la Raza, hace que un sudamericano, “el más joven del grupo”, venga a arreglar ese mundo caótico a que se llegó con motivo de la gu erra. Anuncia la nuev a alborad a de una sociedad en la que el latinoamericano va a tener un pap el imp ortante que desemp eñar.

LA ENVIDIA p or Francisco S. Gallego El Tucsonense (Tucson), 22 julio 1930, p . 2, col. 1-2

“M ira”, decía Juan a Pedro, “dejemos el bullicio d e la ciudad e iremos en busca del tesoro de que te he hablado. Ya qu e la suerte no ha querido que ni tú ni yo hay amos adquirido una fortuna p or medio de nuestro trabajo honrado, ahora es buena op ortunidad de que hagamos un esfuerzo y nos traslademos al sitio donde se encuentra el cofre que encierra gran caudal en hermosas p iezas de oro”. Los ojos de Pedro brillaron de entusiasmo al oír mencionar de los labios de su amigo Juan el nombre d el codiciado metal. Tenía fe en lo que le d ecía, p ero en su corazón anidaba la envidia que más tarde los debiera condu cir a la muerte. En aquellos mo mentos pensó ser el solo dueño del tesoro. Juan, ignorando que su compañero a qu ien tanto había querido y que había cono cido desde la infan cia le fu era a corresp onder con una traición siguió conversando p oseído del may or entusiasmo e imaginándose que muy p ronto se vería comp artiendo con su amigo el hallazgo de tan v aliosa fortuna, la cual según Juan lo sab ía, estaba en la cu mbre de una montaña que, desde la ciudad a no muy larga distancia, se lev antaba majestuosa y p ara llegar a ella se tenía que atravesar un pedazo de desierto. Por fin llegó el día en que debieran estos dos amigos emp render la penosa marcha. Arreglaron sus maletas, llenaron sus alforjas de varios comestibles, esp eraron la p uesta del sol y abandonaron la ciudad. La noche los sorp rendió cuando ap enas comenzaban a internarse en el desierto. El disco brillante de la lun a ap arecía bañando con sus hermosos ray os de plata, la inmensidad d e la llanura, donde escasamente crecían algunos arbustos. El vuelo de algun a ave nocturna sorp rendía de vez en cuando el diálo go que nuestros camin antes habían entablado desde que dejaron la ciud ad. Fatigados p or el cansancio, y con el fin d e recobrar nuev as fuerzas, se sentaron. Comp artieron entre ambos lo mejor de sus comestibles y , después de charlar un p oco, p rosiguieron su march a. La noche avanzaba y la distancia recorrida hab ía sido considerab le, p ues se encontraban al p ie de la montaña. Pedro, sintiéndose de nuevo muy fatigado, dijo a su amigo: “Volvamos a descansar p orque las fuerzas me abandonan y este sitio me p arece mucho mejor que el anterior, para recobrarlas”. Juan, cediendo a los d eseos de su amigo, determinaron sentarse, d esp ués de haber p uesto sus maletas y alforjas sobre una p eña, que también les sirvió de asiento.

Mitigaron el hambre que les atormentaba, conversaron un buen rato y se entregaron al sueño. No hacía largo tiempo que llev aban de dormir, cuando Pedro, sintiendo un horrible estremecimiento, despertó asustado, movió a Juan con deses p eración y , aunque se encontraba profundamente dormido, al p unto despertó. Con la clarid ad de la luna p udo Juan observar la terrible situación en qu e su amigo se en contraba, lo veía que temblab a y notaba que algo grav e le acontecía. Juan le p reguntó: “¿Qué te p asa Pedro? Estás frío y temblando, tal v ez sea la fatiga la qu e te ha p uesto así, pero espero que no será gran cosa, y a p ronto amanecerá y te sentirás mejor”. Pedro pareció alentarse con las consoladoras frases de Juan y exclamó : “Juan, desp ués del frío y del temblor qu e siento, p resiento que algo grav e me va a p asar y sería mucho mejor qu e nos devolviésemos a la ciud ad”. “No seas tonto”, contestó Juan, “estamos a la mitad de la jornada y , si bien es alta la montaña, no tardaremos mu cho en llegar a la cumbre y , una vez que hay amos conseguido lo que buscamos, nos volveremos a la ciudad a disfrutar feliz y tranquilamente de nu estra fortuna”. La conciencia de Pedro no estaba tranquila. Sintió un remordimiento y que solamente devolviéndose a la ciudad no podría llev ar a cabo la mala acción que había p remeditado en contra de su amigo Juan. Aquel rato de la noche había parecido un siglo y había sido para él un martirio. Llegó el nu evo día y , antes de que el sol saliera, comen zaron a ascender la montaña. La mañana estaba fresca, el aroma de los p inos p arecía fortalecer más el cuerp o de Juan, mientras que Pedro p álido y desencajado, sentía un terrib le d esvanecimiento. Sigu ieron su p aso. De p ronto, negras nubes cubrieron el cielo anunciando lluvia y , a lo lejos, veíase el relámp ago y escuchábase el retumbar del trueno. La tempestad se acercaba. Juan, que durante toda la jorn ada no había sentido nin gún temor, viendo que el v iento comenzaba a sop lar con furia azotando y destrozando los árboles, sintió miedo por un momento, p ero recobrando su ánimo tarareaba una canción p ara no apercibirse mucho del terrible huracán que se ap roximab a y p ara no acobardar más a Pedro que, cabizbajo y meditabundo, le segu ía. Estaban p róximos a llegar a la cumbre de la montaña. La noch e los h abía sorp rendido de nuevo. La luna de cu ando en cuando env iaba sus p lateados ray os alumbrando el camino que, desde la base de la montaña, hab ía sido muy escabroso. En aquellos mo mentos la temp estad se había desatado p or completo. La lluv ia caía a torrentes, la luz del relámp ago entorp ecía la vista y el estallido del trueno dejaba sin sentidos. Nuestros caminantes se encontraban en la cima de la montaña.

Con mucha d ificu ltad encontraron una cuev a donde p oder escap arse de tan terrib le temp oral. Una vez que hubieron p enetrado en ella, arrojaron sus maletas y alforjas al suelo, encendieron fuego p ara calentarse, p ues sus húmedas rop as los hacía dar diente con diente. Pedro, el envid ioso, no cambiaba de p ensamiento. Su corazón emp onzoñado le torturaba, p ero se encontraba disp uesto a mancharse con la san gre d e su amigo. Juan, inocente de lo que fu era a o currir, se entretenía en p rep arar algo que co mer, mientras que afuera se notaba la inclemen cia del tiemp o y no había esp eranzas de calma. Disp usieron tomar su alimento, M ientras comían, Juan, ay udado p or las p equeñas llamas del fuego, d irigió la virada h acia atrás p ara donde el resto de la cueva se extendía, y le llamó la atención un p equeño ro llito de p ap el. Se levantó atraído p or la curiosidad, co gió el rollo y volvió a su sitio. Remov ió un p oco el fuego que y a estaba p róximo a extinguirse y desenrolló el p liego p ara darse cuenta d e su contenido y, p or unos momentos ,quedó pensativo. En seguida ley ó estas p alabras: “Segu id un p oco más delante y encontraréis el cofre”. “¡Oh!” exclamó Juan lleno de alegría. “¡Pedro! ¡Pedro! Dame un abrazo y déjame que co mparta contigo tanta dicha”. “¡Quién p udiera creer que en esta cueva se encontrará nuestra felicidad! Acércate y lee”. Pedro se acercó, ley ó lo que el p liego decía pero ¡oh! ¡M aldición! Había llegado al fatal momento y a había de entablarse una lu cha san grienta. Pedro, rech azando los halagos de su amigo, le d ijo: “¡No tomarás parte tú en este hallazgo, p ues es sólo mío, y , si te op ones, te daré muerte”. Aquellas p alabras llegaron al corazón de Juan como p uñaladas. Sentía horror, miedo porque veía que los ojos de Pedro despedían fuego y casi se le salían de las órbitas. Pedro dirigióse con d esesp eración en dirección a donde el cofre se encontraba. En efecto, allí estaba y, aunque p equeño, contenía valio sísima fortuna. Con avaricia lo cogió entre sus manos y se volvió a donde estaba Juan. Juan le sup licaba que no fu era tan in grato y lo hiciera p articip e del hallazgo, p ues que del otro modo seguiría viviendo en la miseria. No valieron súplicas. Pedro tenía sed de sangre y había de calmarla con la de su amigo. Vuelto un energúmeno, metió mano a su bolsillo y sacó un p uñal y , sin p iedad, se lo clavó en el corazón. Juan había dejado de existir. Pedro abandonaba a su víctima y salía d e la cueva llevando consigo el cofre.

La tempestad estaba en su p ujanza. Parecía tomar p arte en la horrible escena que acab aba de p asar. El asesino no sabía qué rumbo tomar. El crimen que había cometido le trastornaba un poco la razón y p ronto tendría que p agar con su vida la muerte que tan desp iadadamente había dado a su amigo. No muy lejos de la cueva, hacia uno de los lados, se encontraba un horrible p recip icio. Pedro había equivocado la dirección de la ciud ad p ues se encontraba al borde d el abismo. El cielo vomitaba ríos. El go lpe del ray o derrumbaba los corp ulentos p inos haciéndolos producir horrible estruendo. El viento sop laba con intensa furia mientras que Pedro luchaba con la muerte. “¡M aldición!” exclamó. “Parece que el cielo me castiga y todo se p one contra mí. Se encontraba p arado sobre una peña, la que estaba p róxima a desp lomarse. Con una mano sostenía el cofre y con la otra se detenía de la rama de un árbol. De p ronto, un remolino de viento hizo que p erdiera el equilibrio y fuera a caer al fondo d el p recip icio donde quedó sep ultado p ara siemp re. Así p remió Dios a Pedro el envidioso.

LA FLORECITA AZUL p or María del Pinar Sinués El Tucsonense (Tucson), 10 junio 1922, p . 5, col. 1-6.

Un niño de seis años murió en la aurora de un bello día de estío y el ángel de su guard ia bajó a buscar su alma inocente, y con ella se remontó a los cielos. Ya h abían abandon ado la op ulenta ciudad dond e qued aban entregados a la desesp eración los p adres del niño muerto; y a habían p erdido de v ista los camp os de trigo donde cantaba la alondra, los bosques en que resonaban las risas d e los leñadores, los jardines cub iertos de flores y de frutas, y el án gel d e la guarda, no hab ía mirado nada. Pero cuando llegaron en su vuelo el án gel y el alma del niño a cruzar sobre una p obre aldea, aquél se detuvo y sus ojos buscaron una callejuela solitaria a cuyos lados se velan algunas míseras cabañas. La y erba crecía entre las p iedras de la mísera calle cono p rueba d e su silencio y abandono, y en muchos sitios se veían cenizas arrojadas al viento, desechos d e los p obres hogares, y groseros p latos de barro rotos.

El án gel miró tristemente y durante largo tiemp o aquel p obre y abandonado sitio; pero, de rep ente, su celeste virada fue a p osarse en una florcita azul que un ray o de sol había abierto y que parecía sonreír a la tierra: el án gel dejó oír un grito de alegría: abatió su vuelo y fue a cogerla. El alma del inocente muerto p reguntó entonces al án gel: “¿Por qué has p asado sin mirarlas por delante de tantas grand ezas? ¿Por qué pareces indiferente a toda la naturaleza y p or qué te detienes ante esa flor sin perfume y sin belleza”. “M ira, amigo mío, allá abajo hacia el fin de esta triste callejuela”, le resp ondió el ángel, “a p oca distancia de nosotros descubrirás una cab aña, cuy o techo se ha hundido con la lluvia y las nieves y cuy as p aredes húmedas están tapizadas de hiedra: mira bien esa triste morada”. “¡Oh!” exclamó el alma del niño, “qué p obre asilo, ahora qu e lo ha destruido el tiemp o!” “No era mucho más alegre que ahora cu ando sucedió lo que voy a repetirte: era una mísera cav aría donde habitaban la p obreza y la honradez; la familia se comp onía de dos esp osos y de dos niños, hijos de los mismos; la mayor tenía doce años y durante todo el día ib a a conducir un rebaño de v acas: el n iño déb il y enfermizo, desde su nacimiento, tenía tu misma edad, seis años, y su cuerp o endeble hubiera necesitado de esos costosos cuidados que ahuy entan los dolores de la enfermedad, y que fortalecen las naturalezas mas delicadas: p ero ¡ay! la p obreza agobiaba a la p obre familia, y los p adres trabajaban todo el día p ara llev ar por la noche un p oco de p an y leche para ellos y p ara sus hijos”. “¡Ay ! Yo ignorab a que hub iera p obres en la tierra”, exclamó el alma ino cente. “Mi cuarto en el p alacio d e mi p adre estaba vestido de sed ería color de rosa, d e en cajes y de esp ejos; tenía jugu etes de oro y p lata, y me servían muchos criados con la cabeza descubierta. Si hubiera y o imaginado que había tanto dolor y tanta miseria, el dinero de mis juguetes lo hubiera dado mi madre a los pobres”. “Hay tanto dolor, mi inocente amigo, que los ángeles lloramos allá arrib a cuando miramos a la tierra; cuando seas tú ángel p ide p or los que sufren ahí abajo. “EL p obre niño que viv ía en esa cabaña”, continuó el esp íritu celeste, “creció en la sombra, y jamás v io el sol más que desde la ventana de la sola p ieza que h abía en la casa de sus p adres; todo el día estaba solo; su madre lavaba rop a en casa de un rico arrendador, su p adre labraba los camp os; su hermana llevaba a pasear las vacas de un vecino; cuando con gran trabajo conseguía el p obre niño dejar su camita de paja, se ap oy aba en dos p equeñas muletas que su p adre le había hecho d e las ramas de un sau ce, y salía a la p uerta de la calle: p ero allí no llegaba el sol nunca, la calle era tan estrecha y tan obscura...

“Y aun eso, sólo p odía hacerlo los días buenos, cuando no hacia ni frío, ni aire, ni hab ía humedad en la atmósfera. “Sus p adres no p odían sacrificar ni un a hora d e sus tareas p ara llevarle al camp o: el trabajo de los padres es rudo y desp ótico, y ocup a todos los instantes de su vida. Como educación, tampoco p odían enseñarle otra cosa que amar a Dios sobre todo, p orque es el padre de los tristes. “Desde que el estío venia a dorar con su cáliz d e luz toda la tierra, la p obre criatura iba a sentarse en la aureola luminosa, que sin ser el sol, reflejab a delante de su p uerta, miraba circular la luz en sus delgadas manecitas, y se decía con una triste sonrisa: ‘Ya estoy mejor, antes que llegue d e nuevo el frío, estaré curado.’ “Y él lo creía firmemente, p orque en el corazón del niño, co mo en el del hombre, el Creador ha colocado la esp eranza. El d esdichado niño no hab ía v isto jamás la verdura de los p rados ni el follaje de los bosques; todo lo ignorab a en la naturaleza: algun as veces los niños del pueblo le traían ramas del álamo, que él co locab a con cuidado sobre su lecho al d erredor suy o; y cuando se dormía, soñaba que estaba en un hermoso valle a la sombra de grandes árboles, que el sol brillaba a través del fo llaje, y que los pájaros cantaban y saltaban alegremente al d erredor suy o. “Un domingo, su hermana mayor, que le quería mu cho, obtuvo p ermiso de los labradores a quienes servia de p astora, p ara ir a ver al desdichado enfermito, y le trajo una florecita azul que había co gido en el camp o y que, p or casualidad, había salido d e la tierra con una parte de raíz. “El niño recibió el humilde p resente con una gran alegría: los dos hermanos p lantaron la florecita en una maceta vieja, que llenaron de tierra, la regaron con cu idado, y Dios hizo prosp erar la p lanta, que a los p ocos días se adornó con algunas bo litas: cu idada p or la pequeña y débil mano de un niño do liente, constituyó no sólo el jardín sino el universo entero del p obre enfermo : porque aquella p equeña flor rep resentaba los p rados, los bosques, los jardines, los ríos; en un a palabra, toda la creación. “M ientras el niño vivió, ningún cuidado faltó a la humild e planta: él le daba todo lo que la an gosta ventana dejaba p asar de aire y de luz: y cada noche la regab a, desp idiéndose de ella con dulces p alabras co mo de un a amiga; y la florecita azul se llenó d e hojas, y fue un hermoso adorno p ara el p obre tiestecillo donde la habían p lantado. “Dios llamó un día al inocente mártir, p redestinado a una dich a eterna. “Al caer la tarde d e un hermoso d ía, le dio fiebre, y hubo de acostarse en su camita: al otro día estaba, p ero los niños del p ueblo y sus amigos vinieron la tarde del do min go y cubrieron el lecho de ramas v erdes y flores del campo: sus padres lloraban, y su hermana, avisada d e lo que sucedía, llegó llorosa y afligida: tomó la maceta de la ventana y la p uso al lado de la almohadita del niño sobre la única mesilla de la mísera estancia p ara que la viera hasta que la muerte cerrase sus ojos.

“La florecita p arecía sonreír cuando el n iño voló al seno de Dios. “La madre, desolad a, quiso, dejar aquella aldea; el dueño deseó arreglarla: al entrar en ella hizo tirar todo lo que se había olvidado por inútil: la florecita azul, que hab ía perdido su solo protector, fue arrojad a en un viejo tiesto con todo lo demás: roto su frágil asilo de barro, quedó entre escombros y y o acabo de reconocerla”. “¿Y cómo sabes todo eso, mi buen amigo ?” preguntó el alma inocente del mu erto. “Porque soy yo mismo el p obre niño enfermo qu e and aba con mu letas, y que hab ía nacido sólo p ara sufrir; Dios me h a p agado esos dolores, que han durado p oco en la tierra, dándome todas las alegrías del p araíso; p ero la dicha que hoy disfruto no me ha h echo olvidar mis alegrías de la tierra y daría y o la más bella estrella del cielo que habito p or esta p obre florecita azul que acabo de encontrar, y que voy a trasp lantar a los jardines celestiales”. El án gel tomó la flor, la colocó en las p lumas d e sus alas, y llev ando en sus brazos el alma d el niño muerto, remontó su vuelo a las regiones donde la luz es eterna, donde el sol no se p one jamás.

INÁUFRAGO EN AÑO NUEVO Historieta p or Federico Vallés El Tu csonense (Tucson), 16 enero 19 4 8, p . 4, co l. 2-4 ; 23 enero 1 9 4 8, p . 4 , co l. 3 ; 27 en ero 1 9 4 8 , p . 4 , co l 7-8; 3 febrero 1 9 48, p . 4.

El destino quiso qu e el 31 d e diciemb re, n aufragara un vap or y que seis ind iv iduos se salv aran en u n bote y desembarcaran en una solitaria p laya, d e un a is la semi-trop ical del P acifico . Ya en tierra firme se p osesionaro n de un a ab and onad a choza de b ambú y p alma, y bajo una lun a clara, resignados p or su suert e, decid ieron recib ir el Año Nuevo, cambiando impres iones y , al día sigu iente, exp lorarían y tratarían de remediar su precaria s ituació n. Hiciero n una ho gu era, no porque hiciera frío, sino p ara ahuyentar algú n animal salv aje que merod eará, y , alred edor d e ella, se sentaron y cad a uno comenzó a n arrar de su p aís , p ues los seis eran de n acion alid ad d iferente.

Un japonés Un jap onés dijo: el destino nos dio u na casa formada d e islas de restos volcánicos, con algunos en p eriódica actividad, al p rincip io éramos todos p escadores, desp ués una parte de la p oblación se ap licó a la agricultura, y más tarde, sus hijos más p redilectos, salimos a conocer países, a estudiar sus costumbres, sus manufacturas y luego imp lantarlas en nuestras ciudades, y así p udimos tener fábricas de toda clase, lu ego vimos la necesid ad de tener vap ores p ara intensificar nuestro comercio y llegamos a p oner una flota mercante que surcab a todos los mares; nu estros p roductos se vendían en todas las ciudades del mundo, eran más baratos que los otros nacionales, a pesar de p agar flete y derechos de aduana, pero nosotros teníamos un secreto y era la creencia p op ular que nuestro Emp erador era de origen divino y las masas fanáticas trabajaban obedientes a su mandato p or un mínimo de salario p ara vivir; en realidad el p ueblo no necesitaba mucho dinero, p ues era sobrio de nacimiento y su arroz y p escado constituían su p rincip al alimentación. Grandes adelantos y descubrimientos p rop orcionaron los colegios y las Universidades, pero el p ueblo no estaba satis fecho con la lu cha qu e tenía que sostener, contra la inclemencia de los elementos, tifones, tempestades, erup ciones volcánicas, temblores y terremotos que se sucedían con frecuencia. Entonces, decidimos mudarnos de casa, en frente estaba la M anchuria, con dilatadas tierras firmes, ricas y feraces y gestionamos la comp ra de una zona d e ese territorio, pero hubo op osición y nos negaron la venta; v iendo entonces que esas tierras estaban p oco menos que abandon adas, decidimos conquistarlas, usando de nuestro p oderío y formamos un Estado que llamamos M anchukuo, y sólo esp erábamos un momento op ortuno para trasladarnos y abandonar casi p or completo las islas que un día u otro iban a desap arecer.... Pero estalló la Segunda Guerra M undial y las cosas tomaron otro sesgo... Años antes, los japoneses habían sido exp ulsados de California, la buena amistad que tuvimos con los Estados Unidos en la Primera Guerra, como aliados, se había termin ado, el Japón recelab a del grupo amigo al país de Norteamérica. Los japoneses han comp rendido siemp re, que la astucia unida la fuerza da más p oder, aunque es d ifícil marcar el p rincip io y fin de la astucia, como d e la fuerza o de la Ley , lo demás lo conocen ustedes bien ; el Jap ón ha sido borrado del map a mundial, es la condición del ven cido, aunque no siemp re, p ues mi país ganó algunas gu erras y no borró del mapa a nad ie... Calló el jap onés y hubo una p ausa de silencio. Un alemán Comenzó a hablar uno qu e parecía germano, co mo todos sabían in glés no era d ifícil entenderse, y dijo: Parece que antes de qu e princip ie el año, deb emos confesarnos unos a otros, pues aquí somos simp lemente una familia de náufragos; lástima que no tengamos cerveza... y o os diré que Alemania h abía llegado a un grado d e adelanto científico qu e,

por un mo mento, acariciamos la id ea de ser los p rofes ores y condu ctores d el mu ndo entero ; tamb ién nu estro p ueblo estaba fan atizado, por cierto origen d ivino de nuestro mand atario, todos lo creíamos un ilu minado y lo segu imos h asta el fin; el p aís más adelantado estaba capacitado p ara dirigir este p laneta. La gu erra co menzó cu ando se nos negó la devo lución d e las co lon ias qu e perdimos en la p rimera guerra... Actualment e, las naciones van d escubriend o los muchos adelantos qu e ten ían los científicos alemanes, en todos los ramos d el saber human o; p erdimos la gu erra, quisimos reco nquistar lo p erd ido y ad judicarnos el p apel red entorista d el mun do, creando un a raza de Sup ers; desde antes de la con cep ción hu mana y de esos homb res todavía s alen inv entos qu e asombran, p ero van no destinados a Aleman ia, sin o a otros países... Pero sí, estoy co nvencido que si cualquier nació n p retende en el futuro tomar el p ap el d e d irectora entre las n acion es, sufrirá el calvario y la crucifixión qu e Alemania h a sufrid o... Hoy está cortada en p edazos y mientras mi p aís no vuelv a a ap ortar su contributo, no será estab le la Paz en toda Europ a, la cod icia d e los vencedores, es otra forma de guerra. Los mercados no v erán man ufacturas alemanas, y su gran flot a mercante no es y a un a comp eten cia útil al mund o entero. Del genio a la lo cura no hay más que un p aso, el p oderío suele emborrachar, en verd ad Hitler s e vo lvió lo co y nos arrastró a todos los alemanes, pero aho ra en nuestras so lit arias meditaciones, hemos descub ierto que tenemos fu erzas morales h asta hoy desconocidas, cap aces de ven cer a las armas más p oderosas, y esas fuerzas las vamos a usar para que regrese la armonía p erdida en cad a hogar del Reich... La luz de la ho gu era chisp orreteó al quemar un trozo de leña v erde, y el semblante d el germano tomó un tinte verdoso azulado, como una d escarga de un tubo de Roen gen.

Un ruso Le sucedió en la p alabra un ruso y con soltura dijo: Mi p aís, Rusia, y a estaba cansado d e perder gu erras, y ahora que ganó ésta, el vodka nos ha llegado al tuétano de los huesos y queremos destruir todo imperialismo ajeno, p ara imp lantar el nuestro en el mundo entero, mientras tanto, nuestras fábricas están trabajando día y noche y p ensamos abarcar, no sólo el vacío d e Alemania y Jap ón, sino también entorpecer la p roducción d e otras naciones, p or med io de nuestro Comittern Internacional. Creemos qu e hasta que el Comunismo no sea implantado en el mundo entero, no habrá p az estable; nuestros p asos en Europ a están bien encaminados, es sólo una cuestión de tiemp o. Tenemos mares y aduanas, libres según el Tratado de Teherán y nuestras manufacturas no tendrán comp etencia en p recios. Dentro de un tiemp o, Rusia y Siberia ocup arán el p rimer lu gar en el mundo entero...

Un Yankee

Alguien tosió cuando acabó de hab lar el ruso, era un y ankee; también formab a parte de estos exiliados p or la temp estad y , ap ausado, comenzó p or decir que su p aís, Estados Unidos, era p rivilegiado y p acífico, p ero que en la ú ltima contiend a había tenido que paternizar a los aliados p ara que gan aran la guerra y p ara lo cual había p uesto en marcha sus cuantiosos recursos, p ero que la victoria sólo le hab ía aportado sacrificios y preocupaciones al imponerse la obra reconstructiva de los p aíses devastados y la mecan ización industrial del mundo entero. Nuestra divisa Democrática, p ara un alto nivel de vida, con las libertades consiguientes es una tarea p esadísima y llena de in gratitudes; nosotros creíamos que las nacion es ya estaban maduras p ara aceptar el Trato de Buen Vecino y p racticarlo, pero p arece que nos hemos equivocado, p ues y a hay síntomas de ello. Creemos que nu estro engranaje d emocrático es lo mejor qu e se p uede ofrecer a la humanidad, en una ép oca en que la Libertad es amada p or todos. Mi p aís p odría hacerse de tierras, tiene el p oder suficiente, p ero no las necesita y resp eta el derecho ajeno, y quisiera qu e los demás p aíses comp rendieran la importancia d e bases estratégicas h asta que la sincerid ad del total de las naciones reine, y la p uerta abierta y el desarme general sean la nueva pauta p ara una vida tranquila, y confiados y op timistas y algunas naciones nos tengan p or inocentes, p ues no cultivamos resabios cap ciosos. En el mundo financiero, nuestra moneda es la de más valor, mañana quizá será la de otro p aís, o p ase a ser el dinero algo comp letamente nacion al y todos los negocios internacionales se hagan p or trueque o libre cambio. La demand a y la oferta, el cap ital y el trabajo, son p roblemas difíciles de estabilizar. Pero ha de llegar un día en que el 90 p or ciento de las necesidades de cada p aís se surtan con la p rop ia p roducción nacional, y los Estados Unidos están surtiendo hombres de ciencia y maquinarias a los p aíses devastados y a los que convierten su activid ad p or años agrop ecuaria en manufacturera ap rovechando los recursos p rop ios y naturales de sus tierras. Si nosotros encabecemos este rumbo, es porque estamos dotados de lo necesario p ara llevar a cabo la tarea más hermosa de liberación en cada p aís...

U n ing lés Tarea, rep licó un in glés, que mi p aís inició, hasta que sus colonias y p rotectorados adquirieron la may oría de edad conducimos de la mano durante años a p aíses en estado de formación y ahora los Estados Unidos los dirigen y a que ellos están más cap acitados que nosotros. La Gran Bretaña cu mplió su misión y desea sólo reorgan izar todo en sus islas, p ara una vejez tranquila; el camb io tan brusco que ha sufrido mi país nos tiene atolondrados hasta que se haga una nuev a estabilización, p roductora y administrativa.

Un sudamericano El más joven d el grup o, era un suramericano que se reservó el sexto lu gar para decir algo y lo hizo minutos antes que el relo j marcara el comienzo del nuevo año y se exp resó así: Comp añeros, el mar nos ha arrojado a esta isla, qu e p osiblemente un ibérico d escubrió

hacen más de cuatro siglos, cuando otras civilizaciones de otros continentes y a habían guerreado p or su existencia tamb ién es este Lémures y Atlantes con su aislamiento tuvieron sus choques entre hermanos y y a sabemos cuál fue la ley que se estableció: los hombres con ley y los sin ley que v ivían en el d estierro, y nosotros aquí nos p arecemos a los segundos al in iciar nuestra vida en esta solitaria isla del Pacifico, en que esp eramos la llegad a del Año Nuevo, sintiendo que es necesario que cada uno aporte el sentir fraternal para vivir en armon ía y quizás nunca más salir d e aqu í... ¡Nuestras abuelas: Chin a, los Hunos, Tartaria, In glaterra, Germania y Esp aña, resp ectivamente a los seis que p or sucesión hemos hablado, son un recuerdo ancestral, de diferentes vías y canales a través del tiemp o. Quedémonos en esta isla, aqu í p odemos hallar mejor la felicidad, rep artámonos el trabajo para subsistir, pero con una condición: qu e nunca más man ejaremos dinero... Se p rodujo un gran alboroto: uno de ellos enseñó el relo j que marcaba las doce d e la noche...

NOTAS 1

Luis Leal, “M exican American Literature: A Historical Persp ective”, en Modern Chicano Writers, ed. Josep h Sommers y T. Ybarra-Frausto Lnglewood Cliffs, N. J.: Prentice Hall, 197 9), p. 1 8-30.

2

Ver McWilliams, North from Mexico, Rodolfo Acuña, América Ocupada, o Castillo, Furia y Muerte: Los bandidos mexicanos. 3

Quivara, “De la discusión nace la luz”, Las Dos Repúblicas, 22 julio 18 77, p . 4, col. 12.

4

Americo Paredes, “The Folk Base of Chicano Literature”, en M odern Chicano Writers, ed. J. Sommers y T. Ybarra-Frausto, P. 4-17. Artículo extractado d e uno más extenso titulado “El folklore de los grup os de origen mexicano en Estados Unidos”, Folklore Americano (Lima, Peru) 1 4, No. 1 4 (19 64), p . 14 6-1 63

5

M anuel M . Salazar, La historia de un caminan te o sea Gervasio y Aurora, 188 1.

6

Eusebio Chacón, El hijo de la tempestad y Tras la tormenta la calma (Santa Fe: Tip ografía EL bo letín Pop ular, 189 2). 7

“Libros esp añoles”, anuncio de la casa d e Lou is Gregoire de San Fran cisco, L as Dos Repúblicas, 25 may o 187 8, p . 2, col. 4-5 .

8

El Fronterizo, 1 8 enero 1 880.

9

M éxico: “El p ositivismo y el Sr. Lic. Hilario S. Gabilondo ”, El Fronterizo, 14 nov. 188 0, p. 2, col. 1-2.

10

Luis Leal, Breve historia del cuen to mexicano (M éxico : Ediciones de Andrea, 1956 )

11

Luis Leal, Breve . . ., p . 84

12

Díaz Vizcarra (Armando Mitotes)”,Filosofando para el Dr. Argo”, El Mensaiero, 24 ju lio 1937.

13

El p eriódico The Old Pueblo de Tucson (2 7 marzo 191 6, p . 2 ) tiene esta noticia: A Mexican who for y ears has been a consp icuous character on Tucson streets selling Mexican p ap er, was arrested Saturday on the ch arge of usin g lan gu age in “cry ing” his pap ers that was traitorous to America, obscene and offensive. He was dismissed with a severe rep rimand...”. 14

El Tucsonense, 21 dic. 19 29, p . 14, co l. 2.

15

Tenemos una reflexión de éstas y a en 18 77 en qu e el autor p resenta a la amistad como algo nenativo (Las dos Repúblicas, 15 agosto 187 7, p . 4, col. 1 . Otros escritos de este tip o y a en el siglo XX son: “La selva”, El Tucsonense, 31 ju lio 19 15, p. 3; J. M . C. Acosta, “¡Salve tristeza!”, El Tucsonense, 16 julio 19 16, p. 3 , co l. 3 y 4; Jesús Ramos Los Ageles, 16 nov iembre 19 16) “Recuerdos de la vieja escuela”, en E. W. Villa, Educadores Sonorenses (M éxico : s. e., 19 37), p . 1 8; Amado Ccota Robles “Los Rey es magos en 1 89 0”, y “Sin tema”, El Tucsonense, 10 enero 1917, p . 3 y 7 febrero 1917 , p . 4, co l. 2 resp ectivamente; J. G Roel, “Tríptico”, El Tucsonense, 28 abril 1 91 7, p . 4 ; Francisco M . de Olaquivel, “Lejanías”, El Tucsonense, 2 8 noviembre 1 917, p . 2, co l. 3. Estos pensamientos y reflexiones todavía se v en en los periódicos en esp añol de hoy como en La Opinión de Los Angeles y El Sol de Phoenix, etc. 16

El cuento aparece desp ués en la co lección de cuentos del autor La sonata mágica: cuentos y rela tos (M adrid: Imprenta de Juan Puey o, 1933)

17

Los periódicos en español en los Estados Unidos incluy eron en sus p áginas artículos de Vasconcelos y rep ortaron sus múltip les actividades p olíticas y culturales. El Hispanoamérica comenta en 19 27 su discurso ante la asamblea d e los p ueblos débiles en Bruselas (Hispanoamérica, 26 febrero 1 92 7) y p ublica los sigu ientes artículos, algunos enviados esp ecialmente p ara el p eriódico p or el mismo escritor: “El águila y la serp iente”, 1 octubre 1927, p . 3 ; “EL gen io en Iberoamérica”, 21 abril 1 92 8, p . 3 y 7 ; “Algunos ejemplos y anquis”, 9 ju n io 19 28 , p. 3 y 6; “La tregua”, 22 marzo 193 0. p . 3; “Las consecuencias”, 29 marzo 1 930, p . 3 y 6; “Muestros amigos”, 5 abril 19 30 , p . 3 y 6; “La consp iración”, 12 abril 19 30, p . 3-5 ; “El cambio”, 1 7 abril 1 93 0, p . 3 y 6; “El plan”, 26 abril 193 0, p. 3 y 6; “El caso M orelos”, 3 may o 193 0, p . 3 y 6; “El proceso agrario de i-Iexico”, 10 may o 19 30 , p. 3 y 6; “complicidad de los comun istas”, 17 may o 193 0, p. 3 y 6; “El incesto de la raza sajona, La reserva de América”, 17 enero 1931 , p . 2. Ln 192 8 El Tucsonense publica el artículo “¿Quién es José Vasconcelos?” de José Gaxio la (1 0 nov. 1928, p . 2 , co l. 2-6 ) y en 1938 Díaz Vizcarra escribe en El Mensajero (2 octubre 1938) “ Lic. J on Jo s é Vas concelos , El maest ro d e la juventud ” y desd e entonces el int erés por el pens amient o vas concelist a no ha decaíd o llegand o a p u blicars e un a edició n bilin güe d e su ens ay o L a raz a có sm ica en 1979 (Los A n geles : El Cent ro de P ublicaciones para más difusión de su p ensamiento.

18

En est e s ent ido queda mu cho po r hacer. N o s e ha indagado lo s uficient e en las b ases mexican as del p ens amient o ch ican o. El lib ro d e Gó mez -Qu iñ on es , Semb rado r es , Ricar do Flores M agón el Par tid o y el Pa r tid o L iberal M exica no : An Eu lo g y and Cr itiq u e (Lo s A ngeles : U C LA Press, 1973). es u n ejemp lo d e est e t ipo d e inv est igación qu e s e deb e cont inu ar.

19

T orres , en La p a tria p erd ida , no s n arra est e p eregrin aje al n o rt e d e los ricos Lu is Alfaro y A n a María) y los p obres (Do n M áximo). Lu is A lfaro inst ala en el med io oest e d e los Est ad os U n idos u n a h acien da co mo la qu e d ejó en México . Des d e un a at alay a d e rico mira a su alreded or y s e p asa el t iemp o ob s erv an do el camb io d e s u v id a des d e qu e d ejó M éxico . Desp u és d e que su esp os a mu ere,

decide volv er a M éxico y no s va cont ando s u des cens o p as ando por San Antonio, la front era y, finalmente, P átzcu aro. En su progres ivo ad entramient o en las entrañ as mexican as más s olo s e va qu edan do , pu es al vo lv er a su p u eb lo nad ie le recon o ce y le est ima y a qu e ot ro ord en de co s as rige la s ocied ad post revolucionaria. 20

Ver Po cho d e Jo sé A nton io Villareal; Ma ch o d e Villas eñ o r; Per egr inos d e Az tlán d e M igu el Mén dez ; Barr io Boy d e E. Galarz a y El d iab lo en T exas d e Arist eo Brit o. 21

C atalin a d e Ay ala, N arración d e la R ev o lución M exican a, de la clas e Sp an is h 44 5, v erano 1980.

22

Versió n co nt ad a po r B ern ard o Acedo al aut or en el ot oñ o d e 1881.

23

K evin Bronlow , “M éxico: La revo lución filmad a”, S iempr e, 12 d iciemb re 1979, p . i-vii del s up lemento “La cu lt ura en M éxico ”.

24

B ronlow , p. iii.

25

Lu is real, El cuento hisp a noam er ican o (Buenos A ires: Centro Ed it or de América Lat ina, 1 917 ), p . 13.

26

San ín C ano B., L etr as co lombia nas (M éxico, D. F .: Fo nd o de Cu ltura Eco n ó mica, 1944), p . 9 5 . 27

“ La amist ad”, L as D os Repú b licas , 5 ago st o 1877

28

El T ru en o, T u cs o n, 17 n ov . 1895, p . 4.

29

M cWilliams , cap ít u lo 1 .

30

Vas co n celos , L a r az a có sm ica (M éxico , D . F .: Esp asa-C alp e M exican a, 194 8). 31

As í co mienz a el cu ad ro d e co stu mbres “ Las mujeres qu e v uelan ” en L a Fr o n tera , C aléxico : “ La afició n aérea d e n uest ras “ flap pers ” más o men os “ch icanas ” tod av ía, a p es ar d e la man ita d e gat o q ue las hace ap arecer d e u n blan co so sp ech os o y d e la len gu a q u e hace a u n o qu e las t o me p o r no rt eamericanas cu and o la v ist a n o rect ifica los d atos p rop orcion ado s p o r el simp le oído, es cada día más int ens a”. (R ep rodu cido en El Tu cs onen s e, 5 ju n io 192 8, p . lo ).

32

H is pa n oa mér ica , 24 marz o 1918, p . 4.

33

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Tolleson, Arizona Tópicos de Tolleson, may o 1938 - ? M encionado en El Mensa jero (15 -may o 1938, p . 1): “En nu estra mes a d e redacción nos h a llegado el segundo número de Tónicos d e Tolleson, imp ortante p eriód ico dedicad o al comercio y a la agricultura del Valle Salado, estan do la p arte de esp añol a cargo de nu estro ap reciab le amigo el cu lto p rof. Rafael Granados. Bienv en ido s ea el nu evo colega”.

Tucson, Arizona El Ala crán, 1 879 - ??, E. M ed in a. Da ily S tar 1 0 octubre 187 9. Lutrell. Alianz a, 18 99 - 196 6, Carlos Tully fund ador. Hast a 1911 n o se habían encontrado cop ias según Ro well. UAM L (sp. col.) y APHS 1921-1 964. El Día, s eman ario de la alianza Hispan o-A mericana.

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emp res a b ien inten cion ad a, no ble y legít ima. Su editor, un señ or M ontejano, camb ió de op inión en pocos días”. El Correo de Tucs on, citad o en El Tu cson ens e. La Ch ispa , mencion ado en El Tu cson ens e. El Defensor, catolico, Nico lette. M encio nado en El Tu cson ens e. Las Dos Repúblicas , 1877 - 1879 ?, Carlos Tu lly . APHS. Ariz. - Nuevo M éxico So nora - Sinaloa - Chih uah ua. El Eco M exicano, 10 jun io 1922 - ??, Men cionado en El Tucso nens e (17 junio 1922): “En el p resente mes el d ía 1 0, vio la luz p ública u na rev ista seman al, Eco Mexicano, que ostenta en su frontis co no u n lema muy p rincip al, este: ‘Prep arad nuestros n iños p ara que p uedan rep res entarnos lu ego.’ “ El Eco de So nora, ap . 1883 , F. T. Dávila, Row ell. No copias. La Es tación, junio 1 890 - ??, C arlos Cas anova e Ignacio Go nzález. El Fronterizo, sep t. 1878 - 191 4, C arlos Y. Velasco . Se vuelv e a ed itar el p eriód ico entre 1 8 may o 1922 - 1 929. AP H S 18 sept. 1880 - 1908. F an croft 13 -20 abril 1 879 ; 11-18 may o 187 9; 2 1 dic. 1879 ; 1880 - 1 881 ; 20 - 27 enero 1882; 4 - 11 abril 1884 ; 20 ju lio al 1 0 agosto 1889. Library of Congress 4 ju lio 188 0 y 26 feb. 1891 . UAM L tien e cop ias n o completas del p eriódico de 1 926 - 1929. El Tu cso nense (17 junio 1922) dice: “En 18 de mayo d el añ o actual, apareció en la liza p eriod ística un periód ico in depen dient e d e política e información, según s u d irectorio, ostentando el nombre de El Fro nter izo. Se d edica esp ecialment e al mejoramiento de la Colo nia Hisp ano-A merican a: Su p rograma, que cond ensó en un refrán : ‘H acer b ien sin preguntar a q uien’ es un a d ivis a b astant e conv in cente’”. La Gaceta de Estados Unidos, 17 nov. 1917 - 1918, Eduardo Ru iz. M encionado en El Tucsonense (17 junio 1922): “En 17 de noviembre de 1917 el joven Agente de Obregón, don Eduardo Ruiz, editó La Gaceta de los Estados Unidos que se autollamó ‘Organo de la p oblación de h abla esp añola’ y que resumió su programa en lo siguiente: ‘La Gaceta de los Estados Unidos’ viene a laborar p or ideales que tiendan a conseguir, d entro de una esfera efectiva d e acción, el b ien procomún de la raza latina, etc.’”, El Tucsonense también men ciona qu e cambió de editor y se continuó p ublicando en Los An geles. El Impar cia l, 1931 - ? M en cion ado en El Tucso nense. El Iris , 1 886 - ?? Juven tud, 193 7 - ??. Rev ista mensu al d el Club d e Jó ven es de la Santa Cruz.

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APÉNDICE II Narraciones en los p eriódicos en esp añol de Arizona y California

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APÉNDICE III Poemas en los periódicos en esp añol de Arizona y California

La p oesía recop ilada aquí es solamente aquella qu e, p or su información interna o por la residencia del autor o p or la fecha y el lu gar al p ie del p oema, se puede deducir que se escribió exp resamente p ara el p eriódico. J. R. N. “A ti”, Las Dos Repúblicas, 26 agosto 18 77, p . 1, col. 4-5. Rosa Espino, “El agua y la flor”, (apólogo) Las Dos Repúblicas, 5 agosto 1877, p. i, col. 3. J. P. M . de O. “Desp ués de la lluvia”, Las Dos Repúblicas, 19 agosto 1877, p . 4, col. 3. P. M . y M . “A xxx”, Las Dos Repúblicas, 30 sep t. 1877, p . 3, col. 4. P. M . y M . “Cop las de un Guajiro”, Las Dos Repúblicas, 3 sep t. 1877, p . 3, col. 4. P. M , y M . “Constancia”, Las Dos Repúblicas, 23 sept. 1877, p . 3, col. 4. A. F. G. “Lejos”, Las Dos Repúblicas, 14 oct. 1877, p. 3, col. 4. P. “AC... “, Las Dos Repúblicas, 4 nov. 1877, p . 3, col. 1 Rosa Esp ino, “Flores del alma - Un recuerdo”, Las Dos Repúblicas, 4 nov. 1877, p . 3, col. 1. H. C. “¡Ven!” (A Luisa) Las Dos Repúblicas, 26 agosto 1877, p . 3, col. 4. Raquel, “A Ooncep ción”, Las Dos Repúblicas, 2 sept. 1877, p . 3, col. 4. Raquel, “A M aría”, Las Dos Repúblicas, 9 sept. 1877, p . 3, col. 4. Ernesto, “No es verso, p ero es verdad”, Las Dos Repúblicas, 20 enero 1878, p . 1, col. 2. E. Estrella, “El canto del p oeta moribundo”, (Guay mas, 1847) Las Dos Repúblicas, 2 feb. 1878, p . 1, col. 2-3 y 16 -marzo 1878, p . 1, col. 2.

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Los poemas de Fred Vallés en El lu csonense son más d e los qu e ap arecen en esta documentacion. Zus poesías comp letas fueron recop ilad as en dos tomos que el autor posee. Dr. Arego, “Única luz”, El Tucsonense, 17 feb. 1933, p . 2. Fred Vallés, “¿Eres tú?”, El Tucsonense, 28 feb.1933, p . 2.

Fred Vallés, “Volaron a tu cielo ”, El Tucsonense, 3 marzo 1933, p . 2, col. 4.

Fred Vallés, “Lo’va nuestro cultivo”, El Tucsonense, marzo 1933, p. 2, col. 2. Fred Vallés, “A la niña Dena Zep eda”, El Tucsonense, 17 marzo 1933, p . 2, col. 4. Fred Vallés, “Siete meses”, El Tucsonense, 24 marzo 1933, p. 2, col. 2. Mateo Díaz Pulido, “Canción trivial”, El Tucsonense, 24 marzo 1933, p . 2, col. 2. E. de la Vega, “Ensueños”, El Tucsonense, 28 marzo 1933, p. 2, col. 2. José Castelán, “A la virtuosa señorita Estela Argentina Vallés”, El Tucsonense, 28 abril 1933, p . 3, col. 4. Dr. Arego, “M it o”, El Tucsonense, 2 may o 1933, p . 2, col. 4. Dr. Arego, “M aría Clementina Vázquez”, El Tucsonense, 2 may o 1 93 3, p . 2, co l. 4 . José Ramis, “Las campanas de la misión”, El Tucsonense, 2 7 may o 19 33 , p. 7 . Alfonso Jarrillo, “La hija de Ap olo”, El Tucsonense, 2 0 junio 1 9 33, p . 2 , co l. 4. Francisco Gallego, “Gotas de rocío”, El Tucsonense, 20 jun io 1 9 3 3, p . 2, co l. 4 . José Castelán, “M i última voluntad”, El Tucsonense, 21 ju lio 1 9 3 3, p . 2. José Castelán, “A1 borracho”, EL Tucsonense, 1 sept. 19 33 ,p . 2, col. 1. José Castelan, “Parentesco embrollado”, El Tucsonense, 1 2 sep t. 1 93 3, p . 2, co l. 4 . Fred Vallés, “La Pampa”, El Tucsonense, 2 6 sept. 1933 . Rey es Piárrama, “Fiat vita”, EL Tucsonense, 30 sep t. 1 93 3. Federico Vallés, “M arina trop ical”, EL Tucsonense, 8 junio 19 3 4 , p. 2 , col. 2. Fred Vallés, “Arquero divino”, El Tucsonense, 11 jun io 19 34 . Fred Vallés, “Amanecer”, El Tucsonense, 8 agosto 193 4. Fred Vallés, “La ola”, El Tucsonense, 10 agosto 1 934. Fred Vallés, “Armonía”, El Tucsonense, 12 agosto 1 93 4. Fred Vallés, “Tromosomo”, EL Tucsonense, agosto 19 34 . Un Simpatizador, “Voten p or Roosevelt”, (corrido), El Mensajero, 31 oct. 19 36 , p. 4 .

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APÉNDICE IV Folletines en los p eriódicos en esp añol de Arizona y California

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Carlota Braemé, `In ven cible amor”, El Tu csonense, 14 enero 1 9 41 a 28 marzo 1 9 41 , p. 7 . Carlota Braemé, “M uerta de amor”, El Tucsonense, 15 agosto 1941 a 10 feb. 1942. Carlota Braemé, “Un gran misterio”, El Tucsonense, 13 feb. 1942 a 23 junio 1942. Carlota A. Braemé, “Juez y p arte”, El Tucsonense, 2 6 junio 1 9 42 a 15 sept. 19 42 . Carolina Inv ernizio, “El p rimer amor”, El Tucsonense, 2 1 enero 1 9 44 a 16 junio 19 44 . Carolina Inv ernizio, “El aventurero”, El Tucsonense, 1 8 sept. 1 94 2 a 1 4 may o 1943 . Carolina Inv ernizio, “La desconocida”, El Tucsonense, 1 8 may o 1943 , a 21 enero 1 94 4. Carlota Braemé, “Una historia triste”, El Tucsonense, 1 9 sept. 1 94 4 a 17 nov. 1 944. Emilio Gaborieau, “El d inero d e los otros”, El Tucsonense, 2 1 nov. 1 94 4 a 7 may o 19 46 . Carlota Braemé, “Condesa de Craclo c”, El Tucsonense, 10 may o 19 46 a 6 junio 1 9 4 7, p. 2 . Carolina Inv ernizio, “El albergu e del delito”, El Tucsonense, 10 junio 1 9 47 , p . 2, a 1 0 agosto 19 48 , p. 2 . Carlota Braemé, “Azucena”, El Tucsonense, 13 agosto 1 94 8, p . 2, a 4 enero 1 94 9. Carolina Inv ernizio, “Amores malditos”, El Tucsonense, 7 enero 1 94 9, p . 2 a ?? Carolina Inv ernizio, “La resucitada Nora”, El Tucsonense, ?? a 1 9 may o 1950 . Carolina Inv ernizio, “Nobleza de corazón”, El Tucsonense, 21 may o 1 95 0, p . 2. Carolina Inv ernizio, “Pasado borrascoso”, El Tucsonense, 1 9 enero 1 9 51 a 9 octubre 19 51 . Carlota Braemé, “Amores sublimes”, El Tucsonense, 1 2 oct. 1951, a 18 marzo 19 52 . Raúl Pérez y Pérez, “Inmaculada”, El Tucsonens e, 8 ju lio 1 9 9 2 a dic. 1 95 2. Raúl Pérez y Pérez, “Una n iña loca”, El Tu csonense, 20 agosto 1954 a 15 abril 1955. Carlota A. Braemé, “Las elegidas del destin o”, El T ucsonense, 21 marzo 1 9 5 2, a 10 junio 1 95 2.

Caro lin a Invernizio , “El secreto d e una n oche”, El Tu csonense, (sin fecha). Caro lin a Invernizio , “Claud ia”, El Tucson ense, 13 en ero 19 5 3 a 3 feb. 1 95 3 . Caro lin a Invernizio, “Ultima cita”, “Cántico de un malv ado”, y “Al borde del abis mo”, (Todos s in fech a). M. Delly , “Sy lvia d e Ch abry ”, El Tucson ense, 19 abril 1555, a 16 d ic. 1 95 5. Caro lin a Invernizio , “Ev a”, El Tucsonens e, 1 6 d ic. 1 9 5 5 , a ??

APÉNDICE V Teatro en los p eriódicos en español de Arizona y California

Abreviacion es: C - Comp añia L - Lu gar F - Fecha O - Obra(s) N – Nota C: Compañía de aficionados. L: F: 23 agosto 1877 O: El médico a pa los y Los dos payos C: Carlos Portan L: Tucson F: 8 junio 1880 O: La Malinche C: M olla L: Salón del Park F: 2 junio 1880, 7 mayo 1880 O: C: L: Park Lev in F: 24 enero 1881 O: C: Gassier L: F: 9, 16, 23 enero 1881 y 13 feb. 1881 O: Juárez o la guerra de México (Texto p ublicado en El Fronterizo C: L: Tucson

F: 10 abril 1881 (Reseña) El Fronterizo O: El redentor del mundo C: La comp añía del Sr. Villaseñor L: Tucson F: 19 sept. 1886 O: El relampago C: Hermanos González L: Tucson F: 10 julio 1915 O: C: Cuarteto Urriola L: Teatro Roy al, Tucson F: 1 agosto 19 15 O: Ultimo cap ítulo, Los Amigotes de Los Alvarez Quintero, Agua Milagrosa N: El Tucsonense, 31 julio 19 15 , p . 4. C: Centro Hispano-americano L: 9 06 Bro adway , San Francisco F: 21 oct. 1915 O: Triple cumpleaños, Zarzuela de Figols y Rodergas, y Duerme, de Eusebio Llasco C: L: San Francisco F: O: L os apretados de A. Guillen Vega. N: La Crónica, 4 dic. 191 5, p. 4, col. 1-3. C; L: T. M. A. Hall, Los ángeles F: 30 d ic. 1 91 6 y 7 enero 19 17 O: Tierra y libertad de R icardo Flores M agón N: Regeneración, 9 d ic. 1 91 6, p . 2 y 6 oct. 1917, p . 2 .y 3. C: L: Teatro Carmen, Tucson F: 17 feb 19 17 O: El mundo al revés o La Isla de San Balandrán C: Sexteto Estrele de los Hermanos Areu L: Teatro Carmen, Tucson F: 4 marzo 191 7 O:

C: Cuadro Novel L: Teatro Carmen, Tucson F: del 1 dic. 1917 h asta el 5 -ray o 1918 O: Zarape nacional, A cadena perpetua, Granito de sal, El novio de Tacha, Militares de paisano, El arte d e ser bonita, La viuda alegre, La walkiria, La reja de dolores, La mujer mexicana, Las bribonas, Hija Única, El bateo, Las estrellas, La confesión del indio, Los gua yos , El santo d e la Isidra, Los chorros del oro, El país de los cartones, Entre doctores, Revista d e revistas, El puñado de rosas, La princesa del dólar, El po llo tajado, Lohengrin, El chiquillo, El buen Guzmán, Lo que pasa en México, La cadena perpetua, Revista alimenticia estomacal, El Conde de Luxemburgo, En la hacienda, La gatita blanca. C: Emp resa “Ricardo de la Vega” L: Teatro Carmen, Tucson F: del 7 al 20 d e julio 1917 O: La Princesa del dólar, La casta Suzana, Las musas latinas, El país de los cartones, La fornarina o la Virgen de Rafa el, Sangre de artistas, El soldado de chocola te, Molinos cantan, Eva, La cuarta plana, Chin, chun, chan, Los lloridos, Juarez y Maximiliano, El encanto de un vals, El Cond e de Luxemburgo, Las mujeres vienesas. C: Compañía de aficionados Tucsonenses L: Tucson F: 22 nom. 1917 O: Quién fuera libre, La casa de campo, Un viajero de Puerto Rico de M ateo Díaz Pulido C: L. En el mineral de Hayden, Arizona F: O: Obras jocosas de Vital Aza C: Grupo Voluntad L: M orenci, Arizona F: 1 enero 1918 O: Primero de may o N: Regeneración, 9 feb. 1918, p . 2. C: “Angélica Méndez” L: Teatro Carmen y en otros pueblos minerales F: 1918 O: C: Del Tenor Magaña L: Teatro Washinton, San Francisco F: 29 may o 1918 O: Merina, La marcha de Cádiz

C: Circulo Có mico Dramático L: Teatro Liberty , San Francisco F: 27 julio 1918 O: Los trapos de Cristiamar de Campo Arana y Estremera N: Esta comp añía actuaba los sábados. Puso también en escena El anillo de h ierro, De asistente a cap itán, La ocasión la p intan ca lva de Vital Aza. C. L: Teatro Washin gton, San Francisco F: sept. 1918 O: José María de Francisco B lanco N: Hispanoamérica, suplemento de sept. 1918. C: Compañía dramática de Virgina Fábregas L: Teatro Carmen, Tucson F: 10 dic. 1918 en ad elante O: Fedora de Victoriano Sardou, EL cardena l, El mal que nos hacen de Benav ente, Al amparo de la ley, Within th e law, El genio a legre de los Álvarez Quintero. C: Círculo Có mico Dramático L: Teatro Liberty , San Francisco F: 26 dic. 1918 O: La tempestad C: Cuadro Lírico Dramático L: Rep ublic, San Francisco F: 12 enero 1919 O: La Tempestad N: Hispanoamérica, 4 enero 1919, p . 3. C: Circulo Có mico Dramático L: Teatro Rep ublic, San Fran cisco F: 19 enero 1919 O: Don Juan Tenorio N: Hispanoamérica, 21 enero 1919, p. 2, col. 3. C: Circulo Có mico Dramático L: Teatro Liberty , San Francisco F: 8 feb. 1919 y 9 feb. 1919 O: El lobo de Manuel Dicenta y Juan José N: Hispanoamérica, 28 enero 1919, p. 3 y 8 feb. 1919, p . 2. C: Rosita Arriaga y Gustavo de Lara L: Teatro Carmen, Tucson F: 28 abril 1919 O: El último capítu lo, El chiquillo de los Álvarez Quintero

C: Los perros comediantes L: Teatro Carmen, Tucson F: 11 may o 1919 O: Las bodas de Currito C: M aría del Carmen Martínez L: Teatro Carmen, Tucson F: may o 1919 O: Vida y du lzura, La madre de Santiago Ruiseñol, Para casa de los padres. Entre doctores, Chu-chu el roto, El pañuelo b lanco d e Eusebio B lasco, Tortosa y So ler, Revista pro-patria de Luis G. de Quevedo, letra de José Alonso Pajares N: El Tucsonense, 9 junio 1919, p . 4. C: Cuadro de Aficionados Tucsonense L: El Auditorio Parroquial F: 21 agosto 1919 O: Torear por lo fino, La casa de campo N: El mosquito, 24 agosto 1919, p . 1, col. 1. C: Cuadro de Aficionados Tucsonense L: Auditorio Parroquial F: 9 sept. 1919 O: El hombre es déb il, Pá jaros sueltos C: Compañía de alta comed ia de M ercedes nav arro L: Teatro Carmen, Tucson F: 20 - 28 oct. 1919 O: Los Fantoches, Cásate... y verás, Pipiola, Ráfaga de los Hermanos Quintero C: Cuadro de Aficionados Tucsonenses L: Tucson F: 7 dic. 1919 O: Las solteronas, Echar la llave C: Cuadro de Aficionados Tucsonenses L: Tucson F: 8 feb. 1920 O: Del enemigo al consejo La obra fue a beneficio d e los damn ificados del terremoto de Veracruz. C: Arte nuevo L: Teatro Carmen, Tucson F : 29 nov. 1919 y 30 nov. 1919 O: La casta Suzana, El asombro de Damasco, El soldado de chocolate, La viuda alegre

C: Los Iris L: Teatro Carmen, Tucson F: may o 1920 O: C: M aría del Carmen Martínez L: Teatro Roy al, Tucson F: del 7 oct. 1920 al 20 nov. 1920 O: Inocencia, Chin, chun, chan, Entre ru inas, El infierno, La caída de M aximiliano, La mujer X, Los matrimonios del diab lo, La guerra europ ea, Otelo y la tosca, Pro-p atria, Malditos sean los hombres, Margarita d e Borboña, Don Juan Tenorio al rev és, Genio alegre, La p legaria de los náufragos, El dragón C: Carpa Teatro “Modelos” de los Hermanos Olveros L: Tucson F: 6 nov. 1920 O: C: L: Teatro Roy al, Tucson F: 7 abril 1921 O: Amores y amoríos de los Hermanos Quintero C: Cuadro novel L: Teatro Roy al, Tucson F: feb. 1921 O: Tucson en camisa (entre otras) C: -Director Ángel Padilla L: Knights of Columbus Hall, San Francisco F: 20 sept. 1921 O: Puebla de las mujeres de los Hermanos N: Hispanoamérica, 27 agosto 1921, p. 4 y 24 sep t. 1921. C: Cuadro Fígaro L: Teatro Roy al, Tucson F: 7 oct. 1921 O: Llueven hijos C: Compañía de Rev istas Internacionales César Sán chez L: Tucson F: 18 y 19 dic. 1921 O: Campesinos, La isla de los placeres, Los molinos del viento, El príncip e carnaval. C: Compañía de zarzuelas y operetas del Sr. Tirado L: Teatro Crescent, San Francisco

F: del 18 marzo al 10 abril 1922 O: La princesa del dólar, El Conde de Luxemburgo, La viuda alegre, Musas latinas, El milagro de la Virgen, Susana, Mascota. Noche completa, Malditas sean las mujeres, La mascota, El rey que rabió N: Hispanoamérica, 18 y 25 marzo 1922 y 8 abril 1922 C: Compañía de drama y comedia M aría Teresa M ontoy a L: Teatro Carmen, Tucson F: 31 marzo al 6 abril 1922 O: Magda de Sudderman, El bastardo o Papa Lebonard, Adiós juventud, La enemiga, La malquerida de Jacinto Benav ente Zazá, El herrero. C: Compañía de Esp ectáculos M odernos L: Tucson F: 29 abril - 7 may o 1922 O: Tierra baja, El pobre Balbuena, El país de los carton es, Los pájaros sueltos, El idilio de los viejos, La gatita, Ya somos tres C: Romualdo Tirado L: California Hall, San Francisco F: 21 octubre 1922 O: De México a San Francisco de P. Tirado N: Hispanoamérica, 21 oct. 1922 C: Aficionados L: California House, San Francisco F: 15 dic. 1922 O: Los Pantalones, El ch iflado N: Hispanoamérica, 25 nov. 1922, p . 4, y 5 dic. 1922, p . 4. C: L: Auditorio Parroquial, Tucson F: 20 - 22 abril 1923 O: El millonario y la maleta, Basta de suegros, El cuarto mandamiento, El yerno que soñé C: Santa Cruz Club L: Auditorio Parroquial, Tucson F: 4 nov. 1923 O: El Tucsonense tiene la culpa, Laragüeta C: Cuadro Turich L: Eagles Buildin g, San Francisco F: 23 nov. 1923 O: De sangre azul de Benjamin Padilla N: Hispanoamérica, 1 dic. 1923, p . 1.

C: Compañía artística de drama y comedia Cuahutémoc d e Phoenix L: Auditorio Parroquial, Tucson F: 24 feb. 1924 O: La mañana del Lic. Alejandro Cuevas, Los dos poetas, director Arturo Vázquez C: Director, Arturo Vázquez L: Eagles Hall, San Fran cisco F: 25 may o 1924 O: Vida y muerte d e Francisco Villa del Sr. Adalles González. N: Hispanoamérica, 17, 24, y 31 de may o 1924, p . 4. C: iris L: Fugazi Hall, San Francisco F: 14 - 28 junio 1924 O: El Puñao de rosas y Currita, La muerte civil, En la redacción del Pinacate, El proceso de Pompa N: Hispanoamérica, 14, 21 y 28 junio 1924, p. 4. C: Iris L: California Hall, San Francisco F: 6 sept. 1924 O: Malditas sean las mujeres N: Hispanoamérica, sept. 1924, p . 4. C: L: Auditorio Parroquial, Tucson F: 7 dic. 1924 O: Huy endo del p erejil C: (p elícula) L: F: 4 y 5 abril 1925 O: El divino narciso de Sor Juana Inés de la Cruz C: Rosete-Aranda L: Teatro Carp a Tucson F: 4 - 12 julio 1925 O: La guerra ruso-japonesa, Una tempestad en el mar, La corrida de toros, El grito de independen cia, Las rosas de Tepeyac, Las cuatro aparicnes de la Virgen de Guadalupe, La salvación de un alma, Los ciclistas de ultra tumba N: El Mosquito, 11 ju lio 1925, p . 1. C: Cuadro M éxico-España L: Teatro Liberty , San Francisco F: 25 oct. 1925

O: Una venganza insurgente C: Cuadro M éxico Alegre L: Teatro Lírico, Tucson F: nov. 1925 O: N: El Mosquito, 14 nov. 1925 C: Tirado - Iris – Uranga L: Teatro Liberty , San Francisco F: 15 feb. al 31 marzo 1926 0: N: Hispanoamérica, 27 marzo 1926, p. 3, y 17 abril 1926, p . 3. C: Vázquez - Tirado L; Teatro Liberty , San Francisco F: 16 sept. 1926 O: Alma negra, Tirado bootlegger de R. Tirado N: Hispanoamérica, 18 sept. 1926, p . 5. C: Cuba-M éxico L: Teatro Roy al, Tucson F: 18 sept. 1926 O: El mal amigo C: Tirado - Vázquez. L: Teatro Liberty , San Francisco F: 24 - 26 sppt. 1926 O: Oro, sangre y arena de B. Ibáñez, Los deshonrados, El mundo las Pelonas de Raúl Castell N: Hispanoamérica, 25 sept. 1926, p . 5, y 4 oct. 1925, p . 5. C: Cuadro infantil “Excelsior” L: Teatro Roy al, Tucson F: 28 oct. 1926 O: C: Director Homs L: Escuela Safford, Tucson F: 20 oct. 1927 O: Delirium Tremens N: El Fronterizo, 22 oct. 1927, P. 3, col. 1. C: Grupo Infantil del Salón L. Tucson O: El criado sordo N: El Tucsonense, 4 dic. 1928, n. 4, col. 3.

C: Cuadro artístico de la Sagrada Familia L: Salón p arroquial, Tucson F: 18 nov. 1928 O: La maestra de anatomía N: El Tucsonense, 20 nov. 1928, p . 2, col. 1-2. C: Cuadro de aficion ados El Conquistador L: Auditorio de la escuela Safford, Tucson F : 23 junio 1929 O: El chiflado, Lobo y cordero, Five cens la cop y de Lup e Salton y Paz M. León C: Fiesta Teatral L: áudi- orio de la escuela Safford, Tucson F: 2 junio 1929 O: Querer y no poder, Una mañana de sol C: Co mp añía In fantil M exican a “ Excéls ior” L: R oy al Th eatre, Tu cso n F: may o 1 929 O: C: Centro P arroquial de Jóvenes de la Santa Cruz L: Escuela Saffo rd , Tu cso n F: 12 may o 1 92 9 O: Marid o mo delo de Enrique López N: El Tucs on ens e, 1 4 may o 1929 , p. 3, col. 3. C: Grupo artístico del Saló n P arro qu ial d e la Sagrada F amilia L: Salón Parroqu ial, Tucs on F: 19 may o y 9 junio 192 9 O: L as de Or tigu era y Su eñ o dora do C: Co mp añía de la Sagrada Familia L: Salón Parroqu ial, Tucs on F: feb. 19 29 O: Ma tías, El Tram pas, Gastr itis s imp le N: El Tucson ense, 1 2 feb. 1929 , p . co l. 3 -4 C: Grupo d e Aficio nados d e la Santa C ruz L: Au dit orio de la escu ela Saffo rd , Tu cso n F: 30 jun io 19 29 O: Vámon os, El amor qu e pas a de los H erman os Á lvarez Qu intero C: Grupo Bo ndad y Risa L: Salón Parroqu ial de la Sagrad a Familia, T ucs on

F: 22 dic. 1929 O: Vaya un lío C: C entr o d e jóv en es d e la Santa C ruz L: Tu cso n F: O: La señ or ita s e ab urr e d e B en avent e, En v ísp er a d e mi bo da, La med ia nara n ja de los Hermanos Q uintero C: Grupo Art ístico d el Salón Parroqu ial d e la Sagrad a Familia L: Salón Parroqu ial de la Sagrad a Familia, T ucs on F : 24 nov. 1 929 O: U n alma en p en a C: Centro P arroquial de jóvenes de la Santa Cruz L: Au dit orio de la escu ela Saffo rd , Tu cso n F: 17 nov. 19 29 O: M adr e m ía, El ú ltimo día de un con dena do, Gan as de reñ ir, de los Álv arez Quintero, Mo das d e Ben av ente C: Director: Refugio Grijalva L: Sup erior, Ariz on a Salón Go nzález F: 1 3 oct. 1 9 29 O: L a gloria de la r aza d e Brígid o C aro C: Grupo artístico del Saló n P arro qu ial Sagrad a Familia L: Salón Parroqu ial, Tucs on F: 2 9 dic. 1 9 29 O: Con mar id o o s in mar id o C: C entr o p arro qu ial d e la Sant a Cruz L: Stanfford Sch oo l, Tu cson F: 2 feb. 1930 O: Maria nela N: El Tucs on ens e, 6 feb rero 1 9 3 0 , p . 2, col. 2. C: El Grup o Artíst ico L: Salón Parroqu ial Sagrada F amilia, Tu cso n F: 2 marzo 1 9 30 O: L os Cod ornices d e Vit al Aza N: El Tucs on ens e, 4 marzo 19 3 0 , p. 3 , co l. 3. C: Co mité Pro-cu ltural de la Alianza H ispan o american a L: Salón d e A ctos d e la Lo gia F un dadora, Tu cso n F: 7 marzo 1 9 30 O: Five cen ts la co py

N: El Tucs on ens e, 8 marzo 19 3 0 , p. 3 , co l. 3. C: Jóv enes d el C entro d e la Santa Cruz L: Au dit orio Safford, Tu cson F: 2 marzo 1 9 30 O: Maria nela N: Emilio B ravo , “La segunda p resent ación d e Marianela” El Tucs on ens e, 4 marzo 19 30 , p. 3 , co l. 4-5. C: Grupo Juv enil L: Salón Parroqu ial Sagrada F amilia, Tu cso n F: 2 marzo 1 9 30 O: Ya me to caba o sea los a puros de un d en tista C: Bo ndad y Risa L: Salón Parroqu ial Sagrada F amilia, Tu cso n F: 2 marzo 1 9 30 O: L o qu e inv en ta n las mu jeres C: Co mité Pro-C ult ura de la Lo gia Fu nd adora de la Alianz a H isp ano americana L: Salón d e la Lo gia Fun dado ra, Tucso n F: 25 abril 1930 O: El chiflad o C: Academia de la Santa Cruz L: Escuela Sup erior, Arizona F: 27 abril 1930 O: Fabiola N: El Tucsonense, 1 may o 1930, p . 4, col. 4. C: Grupo Artístico de la Sagrada Familia L: Salón Parroquial, Tucson F: 12 oct. 1930 O: Levantar muertos C: Grupo Artístico de la Sagrada Familia L: Salón Parroquial, Tucsón F: 15 feb. 1 9 3 1 O: Crimen misterioso, Gloria a Valencia de María Urquides C: Grupo Juvenil del Salón Parroquial L: Salón Parroquial de la Sagrad a Familia F: 1 feb. 1 9 3 1 O: M edias, suelas y tacones C: Grupo Artistico Sagrad a Familia

L: Salón Parroquial, Tucson F: 29 nov. 1 9 30 O: Jazz del gato Félix, Riña de suegros C: “Imperio” L: Tucson y el Teatro Alhambra en Sup erior, Arizona F: 1930 O: L: Auditorio de la escuela Safford, Tucsor FL 9 nov. 1930 O: Flor de un día, N: El Tucsonense, 13 nov. 1930, p . 4. N: Grupo Artístico Sagrado Familia L: Salón Parroquial, Tucson F: 26 oct. 1930 O: Levantar muertos C: Compañía Novel L: Teatro Roy al, Tucson F: 6 feb. 1931 en adelante O: La locura de don Juan, Rey de reyes, Tres encaros a París, Esos hombres de Cata lina D’Erzell, Ríe, Pa yaso, ríe... La virgen loca, Cásate y verás, La llorona o el espectro de las 12 de la noche d e Francisco Nev e N: El Tucsonense, 17 feb. 1931, p . 2. C: C entr o p arro qu ial d e J óv en es d e la Santa C ruz L: Au dit orio Safford, Tu cson F: 15 feb. 1 931 O: Car id ad, Petición d e ma nos C: Grupo artístico de la Sagrad a Familia L: Salón Parroqu ial, Tucs on F: 18 enero 1931 O: H ambr e atrasa da C: Co mp añía “Imp erio ” L: Au dit orio de Safford, Tucson F: 11 enero 1931 O: L os leo n es C: Gru jo p arroqu ial de art istas L: Salón Parroqu ial de la Sagrad a Familia, T ucs on F: 26 abril 1 931 O: L os apur os de J.- Edu ardo

C: Grupo artístico de la Sagrad a Familia L: Salón Parroqu ial de la Sagrad a Familia, T ucs on F: 12 abril 1 931 O: Nido d e a mor, Cr im en mis ter ioso C: C lub Sant a Teresita del Niño Jesús L: Tu cso n F: O: L os pas tor ecillos en Belén N: El Tucson en se, 17 d ic. 193 1, p . 4, col. 3, y 26 dic. 1931 , p . 3, y 29 dic. 1931 , p . 1. C: Grupo artístico de la Sagrad a Familia L: Salón Parroqu ial, Tucs on F: 15 nov. 19 31 O: T on terías cas er as C: Ern esto M on ato L: Salón teatro d e la calle Och oa, Tu cs on F: 17 enero 1932 O: La señorita doncella N: El Tucs on ens e, 1 6 en ero 193 2, p. 1 , co l. 1 y 19 en ero 19 32, p . 1 . C: Grupo artístico de la Sagrad a Familia L: Salón Parroqu ial, Tucs on F: 10 abril 1 932 O: D ía de v is ita C: Cab alleros Guad alup anos L: Iglesia de Nuestra Señora de Guadalup e, San Francisco F: 4 ju nio 1 93 3 O: Ganas de reír, Hu yendo del perejil de los Hermanos A. Quintero N: Hispanoamérica, 3 ju lio 193 3, p . 1. C: L: Auditorio Parroqu ial F: 2 ju lio 19 33 O: El Novio de doñ a Inés de Javier de Burgos, El mal del beso C: Cuadro dramático del Inmacu lado Corazón de María L. Phoen ix Audítoriu m F: 22 marzo 1 936 O: El padre - pro, Para mentir, Las mujer es de C arlos C alvacho N: El Mensajero, 21 marzo 1936 , p . 3. C: Centro d e Jóven es de la Santa Cruz

L: Teatro Safford F: 13 dic. 19 36 O: Para men tir, las nuieres, Luma d e miel C: Club “ Santa C ecilia” L: Salón Parroquial, Tucson F: 31 may o 1 936 O: Casamien to frustrado, Me conviene esta mujer, Co nste qu e no me la recargo C: Centro d e Jóven es de la Santa Cruz L: Auditorio de la Safford, Tucson F: 15 dic. 1935 O: Mi primer amor, Rosina es frágil C: L: Teatro Roy al, Tucson F: 16 y 17 marzo 19 35 O: Zaragüeta C: Club Conwollei y Little Flower L: Salón Parroquial, Tucson F: 3 marzo 1935 O: La mosquita muer ta C: Lup ita M anzo y Rafael Eguerro la L: Salón de fiestas d e la p arroquia Santa Cruz, Tucson F: 18 junio 1 939 O: Ganas de reír d e los Álvarez Quintero, Mi su eño dorado de Vital Aza C: KTUC L: KTUC F: 27 abril 1941 O: La Guija C: C armen Celia B eltrán L: Tu cson (K VOA radio) F: 31 agosto 1941 O: El d ifu nto, de Nicolás d e Euseb io Sierra C: L: Tu cson (K VOA radio) F: 24 agosto 1941 O: El amor es ciego, de R . Trujillo C: M éxico L: Auditorio d e la Santa Cruz

F: 23 may o 1943 O: Lo qu e no muer e C: Cu adro artístico L: Escuela Superior F: 25 y 26 de dic. 1944 O: Revista de los pa chucos C: Cu adro artístico “México” L: Au ditorio d e la Santa Cruz F: 25 jun io 19 44 O: En un b urro tr es baturras C: M éxico L: Au ditorio d e la Santa Cruz F: 22 abril 1945 O: El chifla do, S e verde un a mula, La p ava C: L: Au ditorio d e la Santa Cruz : F 10 nov. 19 52 O: León XX y Leona

BIOGRAPHICAL SKETCH

Arman do M iguélez was born in Santib añ ez de la Isla, Sp ain, on Decemb er 2 5, 1 95 1. He receiv ed his s ecundary edu cation in El Co legio N uestra Seño ra del R osario in Valladolid and in El Instituto Nacional d e Enseñanza Media de Ávila. In 1959 h e entered the U niv ersidad de Salaman ca, continu ing his stud ies at the Un iversid ad Comp lutens e de M adrid where he grad uated in 1976 with the degree of Licenciado in Hisp anic Ph ilolo gy - Sub section of Hisp anic Literature. He entered Arizona State University as a d octoral student in 19 79 and s erv ed as a graduate t eachin g asso ciate durin g th at y ear. In 198 0 he tau ght Chican o literature an d Creativ e Writing as a Vis itin g Lecturer at the Unives ity of Arizona in Tucson. He will contin ue at the University of Arizon a as an Ass istant Professo r as of Au gust, 1981. He is M arried and the father of three ch ildren.

ANTOLOGIA HISTORICA DEL CUENTO LITERARIO CHICANO (1877 - 1950)

p or Armando Miguélez

ABSTRACT This antho lo gy in clu des a selection of s hort stories group ed in twelv e catego ries (four in th e 19th century and eight in the 20th century ). All of the selections ap p eared in Span ish-lan guage newsp ap ers in the st ates o f Arizon a and California and were chosen accord in g to h istorical and fo rmal criteria. In clud ed are stories rep res entat ive o f all p eriods fro m th e most imp erson al narrations of a late romanticism to the situ atio nal t ales written aft er World War II. The antho lo gy is p reced ed by an introd uct ion on C hicano Literature b efore th e “boom” us in g thes e p erio dical p ub lications as sources. It is follow ed by fiv e ap p endices : a list of Sp anish lan guage newsp apers in Arizona and California, an exh austive list of the short stories fou nd in more than twelv e p erio dical p ublications in A rizon a an d C aliforn ia, a s electio n of poems als o fo und in th ese pub licatio ns, a list of fo lletines qu e nov els wh ich ap p eared p rincip ally in EL Tu cson ens e (191 51957), and a list of referen ces to Hispanic theatrical act ivity in Arizona and California s ince th e late 1 9th centu ry . This study delves into the p rin cip ally Chicano-H isp an ic literature that lies h idden in period ical p ublicat ions in th e Un ited St ates, esp ecially in th e Southw est. It pond ers the value of the Ch icano literary tradit ion th at these t exts rep resent and it examin es the rootin g-up root ing-reroot in g process (arraigo-d esarraigo-arraigo) that th is lit eratu re has exp erien ced from-the time it was an in digenous literature and co mp letely Hisp an ic-1exican, to th e time when it was written by Mexican immigrants and exiles at the beginnin g of the 20th centu ry , to when, at last, its peculiar lin guist ic and th ematic characteristics defin e it as a lit erature in cont act with, b ut sep arate from, the two nu clei fro m wh ich it is derived.