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¡Pasen, pasen, amigos! ¡Solo por una noche, el Circo

alma elevada, el cuerpo y el rostro bloquean cualquier oportunidad de comunicación monstruo-mundo. El asco como consecuencia de la fealdad ... escritor chileno, Jerónimo de Azcoitía construye para su completamente deforme hijo una especie de paraíso de fenómenos, una mansión en la que habitan otros.
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¡Pasen, pasen, amigos! ¡Solo por una noche, el Circo de la Historia les trae su espeluznante, atemorizante y repulsivo espectáculo de fenómenos! ¡Pasen y vean a los bastardos, a los depravados, a los incorregibles, a los deformes! ¡Los monstruos! ¡Los feos! ¡Las peligrosas abominaciones de la Naturaleza! ¡Los desechos de Dios! ¡Los experimentos fallidos del hombre! ¿Podrá resistir su estómago, amigo mío, ante tanto horror? Pase y averígüelo. No sienta miedo. Todos nuestros monstruos están enjaulados y dóciles, ¡y si a uno de ellos se le ocurre gruñir o hacer muecas, el latigazo del Poder azotará su detestable carne! ¿Que por qué los exhibimos si sabemos que son tan peligrosos y horrendos? ¡Le hacemos un favor a usted, amigo nuestro: por una noche usted se sentirá perfectamente normal, perfectamente hermoso! Bello y bueno, como diría Platón. Sentirá miedo, por supuesto, pero saldrá como un hombre nuevo, intachable, incapaz de desviarse del recto camino de la normalidad y la sumisión, ¿no querrá terminar como uno de esos feos bichejos, o sí? ¡Y si al final de nuestro grotesco espectáculo su miedo no se ha transformado en odio, le garantizamos la devolución de su dinero!

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Podemos, fácilmente, imaginar que una atracción como este ficticio freak

show de la historia atraería a una muchedumbre de curiosos. Existe una inclinación del hombre, a veces natural, a veces mediatizada, hacia el horror y lo grotesco. Aquello que causa repulsión suele causar, paradójicamente, una atracción irresistible. Nos volvemos espectadores de aquello que aborrecemos, aquello que causa malestar y nauseas. Sea un animal en descomposición a un lado de la acera, una persona con alguna deformidad o malformación, un terrible accidente automovilístico o algún video gore con el que nos topamos en internet, la necesidad de ser testigo de lo horrendo suele ser más grande que la voz racional de la conciencia que pide, a gritos, cerrar los ojos ante la inminente posibilidad del malestar físico y psicológico. La fascinación voyeurística por lo horrendo no conlleva, sin embargo, una aceptación de ese suceso o de ese cuerpo signado por la descomposición, la deformación o las señales de la muerte; lo que surge al establecer ese contacto visual con lo que consideramos

feo u horrendo no es otra cosa que rechazo mezclado con alivio. Rechazo hacia lo que convertimos en espectáculo, hacia la desviación de lo normal, hacia aquello que interrumpe el horizonte de lo que es correcto, y alivio de estar del otro lado de esa barrera que divide lo que consideramos normal de lo anormal, tranquilidad de ser personas sanas y no organismos enfermos o en estado de descomposición. Alivio de pasar desapercibidos gracias a que estamos cubiertos por la normalidad. Una normalidad que no puede evitar convertir la anormalidad en espectáculo. La figura del anormal funciona, históricamente, como un artefacto al que le es inherente alguna utilidad para la estructura social que excluye lo anormal. El problema que plantea el monstruo de Frankenstein, la criatura homónima de la novela de Mary Shelley, no es simplemente un problema ético. Quedarse con una lectura de la obra de Shelley desde el punto de vista de la

condena moral hacia aquellos personajes que hacen imposible la inserción del monstruo en la sociedad sería darle a la novela una lectura demasiado superficial. Frankenstein permite pensar en términos más amplios. Si nos preguntamos por un momento qué es exactamente lo que causa rechazo hacia el monstruo podríamos dar varias respuestas. Primero, el origen del monstruo: Víctor Frankenstein crea una obra monstruosa y bastarda, recolecta partes del cuerpo humano, las articula, crea un cuerpo hecho de fragmentos de otros cuerpos y le infunde vida, una vida artificial, una creación de la ciencia en su vuelo de Ícaro hacia el nivel de Dios. Sería esta una respuesta en extremo moralista –de una moral demasiado cristiana, además– y poco satisfactoria por el hecho de que ningún personaje, a parte del doctor Frankenstein, conoce el origen del monstruo. Una segunda causa podríamos atribuirla al carácter violento del monstruo, pero esta tampoco es una respuesta satisfactoria por la misma razón que la anterior, ¿o es que conoce alguno de los miembros de aquella bucólica familia con la que se topa la criatura los asesinatos que ha ejecutado el monstruo? Como tercera causa podríamos considerar la más evidente: la fealdad. El monstruo que crea el Víctor Frankenstein es una criatura abominable, completamente alejada del canon de regularidad y proporcionalidad del ser humano; se trata de una criatura cuya sola visión genera horror, desagrado, repulsión y rechazo. No estamos, aún, en una sociedad que hace del fenómeno monstruoso un espectáculo, sino en una que necesita del monstruo como contraparte de lo que es bueno. Escribe Alberto Manguel en su prólogo a la novela de Shelley lo siguiente: «Puesto que la sociedad puede definirse a partir de lo que excluye, su definición debería incluir de manera implícita (o explícita) lo que es su reverso. La normalidad precisa de la anormalidad, los lazos comunes delimitan la noción de lo desconocido y la conducta correcta refleja como una imagen invertida lo que no es aceptable». En este sentido, la figura del monstruo, del esperpento, del ser rechazado y marginal sirve para calibrar la balanza de la normalidad.

La fealdad física representa para el monstruo de Frankenstein una barrera infranqueable entre él y el mundo. No hay posibilidad alguna de inserción; por más que el monstruo posea una inteligencia y una sensibilidad digna de algún

alma elevada, el cuerpo y el rostro bloquean cualquier oportunidad de comunicación monstruo-mundo. El asco como consecuencia de la fealdad insoportable espanta a todo aquel que pudiese aliviar la soledad del paria monstruoso. Lo anormal en este caso no sirve para satisfacer esa necesidad masoquista de contemplar lo horrendo sino para subrayar la importancia de la normalidad como condición sine qua non de toda relación social. La deformidad, la monstruosidad y la anormalidad física del monstruo de Frankenstein producen no solo miedo sino también odio. Ni siquiera los miembros de esa idílica y pobre familia a la que el monstruo anhela pertenecer y ser aceptado son capaces de tolerar la monstruosidad. Quizás sea un recurso un tanto vulgar que el único personaje capaz de escuchar lo que el monstruo tiene que decir sea el padre ciego de esta familia, pero eso no quita la efectividad del recurso: sin la vista, el prejuicio desaparece, la fealdad y la anormalidad dejan de ser impedimentos para la relación interpersonal; con los ojos cerrados aparece la comprensión y la misericordia. La vista se vuelve un factor deshumanizador del hombre, y Shelley logra invertir la premisa de que la belleza está en el ojo que la mira: también lo está la fealdad. Con los ojos cerrados se extingue el prejuicio que lleva consigo el germen del odio, de la exclusión y el rechazo. Estas últimas líneas pueden sonar como la ingenuidad de un idealista, pero pensándolo detenidamente puede llegarse a conclusiones mucho más interesantes. En primer lugar está el hecho de que este rechazo es, probablemente, una conducta no natural en el hombre. Obviamente a través de los sentidos logramos discernir las peculiaridades propias y ajenas, y a través de la experiencia es natural saberse diferente físicamente del resto de personas con las que coexistimos; sin embargo, esta diferenciación no lleva en sí misma el germen del rechazo y el odio. Pienso, por ejemplo, en la mansión de freaks que

construye José Donoso en El obsceno pájaro de la noche; en la novela del escritor chileno, Jerónimo de Azcoitía construye para su completamente deforme hijo una especie de paraíso de fenómenos, una mansión en la que habitan otros seres humanos que sufren de enfermedades y deformaciones físicas, de manera que su hijo crezca aislado de los seres humanos normales y no tenga conciencia de su propia monstruosidad al estar rodeado de otras personas con distintos tipos de deformidades. A pesar de estar rodeado de seres horrendos y distintos entre sí, el hijo de Azcoitía crece sin prejuicios contra ellos y sin pensarse a sí mismo como alguien anormal. Lo que ocurre con la fealdad –o con cualquier otro tipo de anormalidad– es que funciona, a nivel social, como una categoría que permite establecer relaciones de poder y jerarquizar a los individuos: el normal tendrá privilegios sobre el anormal, que será condenado al ostracismo por la voluntad de la mayoría. Cuando hablo de fealdad no me refiero simplemente a la fealdad física; me refiero más bien a esa idea de fealdad que no se limita únicamente al cuerpo, sino que funde y confunde la fealdad física con el mal. La cultura pop sirve de ejemplo a esta idea de fealdad: basta con repasar alguna serie animada de televisión, comic o película para descubrir, ¡oh, sorpresa!, que el antagonista, el villano, es un ser físicamente feo mientras que el héroe remite a los cánones de belleza del momento. Obviamente hay excepciones notables, y no hay que ignorar el hecho de que la cultura posmoderna desdeña al héroe tradicional y siente una atracción intensa hacia el antihéroe que rompe con los cánones, pero este fenómeno es bastante frecuente y ejemplifica cómo la idea hegemónica de asociación fealdad/mal ha calado no solo en la industria cultural sino en la sociedad en general. Los discursos autoritarios, que destilan obscenas dosis de maniqueísmo, suelen aprovecharse de esta asociación. La fealdad que se le atribuye al otro es de distinta índole (social, moral, racial) y suele estar representada por un atributo físico. No hay una fealdad tipo, la fealdad suele ser sencillamente un contrario al que se desea anular. El monstruo de Frankenstein es, en el fondo, un romántico. El romántico representa una alteridad en cuanto a que es una manifestación de subjetividad

que se rebela contra el mundo. Este tipo de individuos representan un peligro para el orden establecido, son una transgresión de los valores y su presencia abre espacios inéditos hacia otras concepciones del mundo. El monstruo representa el mismo peligro que el poeta, que el loco o el soñador ocioso. Lo que logra mostrar Mary Shelley en su novela es cómo la sociedad que conoce es una sociedad autoritaria en la que el monstruo-poeta-loco es anulado. De allí la importancia de la fealdad física del monstruo: es monstruo solo en los ojos de quien lo mira; al lector le es permitido entrar en contacto con su sensibilidad, con su soledad, con su visión del mundo. Bajo la deformidad y la fealdad hay un alma más humana que la de aquellos que lo rechazan por asco y por miedo. Es el prejuicio con el que juzga cruelmente la sociedad lo que lleva al monstruo a ser, realmente, un monstruo. Y por supuesto la autora deja ver cómo la verdadera fealdad no tiene nada que ver con el cuerpo. La verdadera fealdad se manifiesta en la falta de sensibilidad y en el desprecio hacia el que es diferente.