PASADO Y PRESENTE DEL CONFLICTO POR LA TIERRRA EN COLOMBIA
Julián Augusto Vivas García1
Recientemente, el debate nacional sobre las causas de los históricos conflictos por la tierra en Colombia ha vuelto a tomar fuerza a propósito del proyecto del actual gobierno de restituir la gran cantidad de tierras despojadas por causa de la violencia, esto dentro del marco más amplio de la ley que busca reparar a las víctimas del conflicto armado.
La magnitud del problema no es menor. A finales de 2008 la Contraloría General divulgó una cifra según la cual paramilitares y narcotraficantes se habían apropiado hasta ese momento de entre 1
y
4,4 millones de
hectáreas; la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre el Desplazamiento Forzado mostró a finales del año 2010, que entre 1980 y julio de 2010 cerca de 6.638.195 hectáreas de tierra habían sido usurpadas o abandonadas por causa de la violencia, alimentando así la fuerte concentración de la tierras en Colombia (Garay, 2011). Es decir, un verdadero proceso de contrarreforma agraria.
Sin embargo, el debate tiene una gran cantidad de aristas que aun no han sido planteadas en el escenario público, y que van desde la necesidad de una renovación en las políticas de desarrollo rural aplicadas en los últimos años, hasta una transformación de la estructura agraria concentrada que subyace en muy buen medida a las problemáticas actuales. 1
Economista y Magister en Historia de la Universidad Nacional. Profesor Ocasional del Departamento de Sociología y de la Escuela de Economía de la misma Universidad.
Efectivamente, el campo colombiano es hoy escenario de una serie de conflictos cuyas implicaciones económicas y sociales no alcanzan a mostrarse en toda su profundidad aun con el dramatismo de las cifras que la acompañan: cerca del 60% de la población rural vive en la pobreza, y un 27% lo hace en la indigencia. Las cifras sobre el número de desplazados en Colombia van de los 2,4 millones a los 3,7 millones, con cerca de 200.000 desplazados nuevos por año. En la actualidad el país importa un promedio anual de 5 millones de toneladas de alimentos y materias primas; según la CEPAL más del 10% de la población se encuentra por debajo del nivel mínimo de consumo de energía alimentaria (CEPALSTAT 2010). Cada vez somos mucho más conscientes de que una gran cantidad de conflictos
ambientales
rodean
o
subyacen
a
cada
una
de
estas
problemáticas: por ejemplo, fuera de los conflictos de sobre utilización o subutilización, buena parte de ellos adjudicados aun a la ganadería extensiva, la deforestación, la erosión, la salinización y compactación de suelos es cada vez más extendida en la mayor parte de las regiones; tenemos además el mayor consumo de plaguicidas por hectárea de toda América Latina, exactamente 27.139 toneladas de pesticidas se vertieron en las aguas y los suelos del país en el año 2000, algunos años antes de que el glifosato fuera protagonista del Plan Colombia (IGAC 2001, CEPALSTAT 2010). En todo caso, y a pesar de la actualidad de este debate sobre la tierra en Colombia,
la
búsqueda
de
las
causas
estructurales
nos
remiten
necesariamente a una temporalidad que va desde los inicios mismos de la república de Colombia, hace doscientos años, hasta la complejidad de nuestro presente. Es decir, los problemas presentes del campo colombiano,
lo mismo que sus soluciones, hunden sus raíces en la historia del país, en su condición colonial, en los sucesivos procesos de concentración de la tierra a lo largo de los siglos XIX y XX, en los conflictos agrarios de las décadas de los años veinte y treinta, pero también en las ocupaciones, desalojos y arrasamientos de tierras que aun hoy en día siguen afectando a millones de campesinos.
Por esta razón, la perspectiva adoptada en este artículo de síntesis es histórica y abarca un periodo que va desde las reformas económicas y sociales de mediados del siglo XX hasta el contexto en el que surge el movimiento
guerrillero,
encabezado
por
las
Fuerzas
Armadas
Revolucionarias de Colombia, FARC EP, a comienzos de la década de los años sesenta. El objetivo del artículo es mostrar las implicaciones sociales y políticas de los procesos de ruptura y continuidad de una estructura agraria esencialmente concentrada como la que existe en Colombia. Baste decir al respecto que las cifras del año 2004, que indicaban que el 97% de los propietarios tenían el 24% de la tierra, mientras el 0.4% de los propietarios tenían el 61% de la tierra (IGAC 2001), han sufrido una agravamiento por cuenta del proceso de contrarreforma agraria vivido durante el último gobierno de Álvaro Uribe Vélez.
El hilo conductor de esta perspectiva
histórica nos remite en primer lugar a los antecedentes que, a largo del siglo XIX, nos muestran algunas características de la formación de una estructura agraria concentrada y de una elite apegada a las rentas de la tierra como elementos constitutivos del sistema político colombiano. En un segundo apartado nos referimos a la forma como el proceso de modernización
capitalista
que
vive
la
mayor
parte
de
los
países
latinoamericanos desde las primera décadas del siglo XX se asienta en Colombia sobre esta estructura agraria concentrada para dar lugar a un
modelo particular de desarrollo, el cual se consolida en los años de la segunda postguerra pero mantiene sus rasgos distintivos hasta la actualidad. Los conflictos sociales derivados de la intensificación de este modelo de desarrollo para el campo colombiano y su derivación en el movimiento guerrillero se abordan en una tercera y cuarta parte.
1. El problema agrario en Colombia en perspectiva de larga duración.
Desde mediados del siglo XIX la mayoría de las regiones latinoamericanas viven un intenso proceso de explotación y exportación de bienes primarios. El tabaco, la quina y el añil en la actual Colombia, el cacao en Venezuela y Ecuador, las plantaciones azucareras en el Caribe, los granos en los suelos pampeanos, el guano en el Perú, o el caucho en la región amazónica, transformaron
en
el
largo
plazo
los
paisajes
y
las
sociedades
latinoamericanas. En Colombia, esta forma de inserción en la dinámica internacional, llamada por algunos autores como modelo de economía
agroexportadora, fue clave para la formación de ordenamiento social y territorial que tiene como base el poder político y económico derivado de la posesión sobre la tierra.
Aunque, como parte de esta transformación territorial, el siglo XIX presencia un proceso de ampliación de la frontera agrícola, lo que predomina como consecuencia de esta forma de inserción particular en la división internacional del trabajo en un proceso que, ya sea por medios legales o ilegales, conduce a la concentración de la tierra (y el capital). Este proceso de concentración en unas pocas manos adquiere su verdadera significación política y económica posteriormente, cuando ya entrado el siglo XX, la
producción cafetera, la construcción de vías de comunicación, y sobre todo el inicio del proceso de industrialización, valorizan considerablemente las tierras apropiadas o expropiadas a colonos y campesinos durante todo el XIX.
Sin embargo, la formación de esta república señorial, data del
periodo
posterior a las independencias latinoamericanas, cuando una vez debilitadas las formas prehispánicas de organización social y económica, la mayor parte de las nuevas naciones intentaron responder al dinamismo mundial propiciado por la acumulación de capital, al acelerado cambio técnico de la Revolución Industrial, y al aumento de las redes mercantiles y de capital, configurando e implantando un modelo de desarrollo económico centrado en el impulso a la producción de bienes agropecuarios y su exportación. Bajo el lema, acuñado por el primer secretario de Hacienda de la Gran Colombia, J.M. Castillo y Rada en 1827 “exportar o perecer”, se expresa parte de este afán de un sector importante de las elites criollas por insertarse en la economía mundial (Ocampo 1981).
Bajo el desarrollo de esta política, los diferentes auges internacionales del tabaco, la quina o el añil, el palo Brasil, el dividivi, el caucho y la tagua fueron creando las condiciones para la paulatina formación de unas elites señoriales, apegadas a las rentas de la tierra, a la sujeción de mano de obra barata y a las posibilidades de especulación que proporcionaban las condiciones temporales de desequilibrio del mercado mundial de productos primarios exportables (Ocampo 1981, 36). Por tanto, fue sobre todo la entrada en la era republicana, con los intentos de superación de las políticas mercantilistas de la metrópoli española y la
inspiración del liberalismo ingles decimonónicas, la que vería aparecer nuevos cambios en el papel de la tierra y el trabajo.
Por un lado, como consecuencia de los sucesivos auges económicos se daría inicio a una secular carrera de campesinos y empresarios territoriales por acceder a las tierras del interior del país, y por tanto a las oportunidades económicas de la agroexportación. Aunque algunas leyes de 1874 y 1882 intentaron proteger a los campesinos llevando las grandes concesiones de tierras que otorgaba el Estado por fuera de las zonas de colonización, este intento fracasó siempre por la debilidad de este y por la utilización permanente de mecanismos violentos por parte de los grandes propietarios. De manera que entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la demanda internacional de productos primarios se tradujo a la postre en la decisión de los grandes propietarios de atar la mano de obra a las haciendas por medio del control de la tierra, en muchas ocasiones recurriendo a mecanismos ilegales. Esta forma de concentración de la tierra se convertiría también en el surgimiento de formas semiserviles de trabajo en el campo colombiano que predominarían a lo largo de toda su vida republicana: el arrendamiento y la aparcería (Legrand 1985).
Por otro lado, el déficit fiscal permanente, generado en buena medida por las guerras de independencia, promovió las multiples concesiones de baldíos a empresas privadas, la entrega de ejidos y tierras comunales
a los
personajes de las sucesivas guerras civiles del siglo XIX, y en general, condujeron a la asignación de tierras públicas como mecanismo fiscal del nuevo Estado. De esta manera la debilidad del Estado y el endeudamiento externo e interno produjeron una mayor concentración de la propiedad territorial en los años posteriores a la independencia. En efecto, a pesar de
las políticas de secuestros, y embargos de bienes que afectó la mediana y gran propiedad española durante las guerras de independencia, lo mismo que de la promoción de algunos cultivos, y de los intentos de tecnificación de la agricultura y la ganadería en los años posteriores a estas, la hacienda colonial mantuvo su unidad territorial en la mayor parte de regiones, apoyada por la permanencia de las caracteristicas de una economía colonial de territorios aislados y de generación de formas de autoproduccion y consumo (Tovar 1987, 31).
A lo largo del siglo, las elites económicas, emparentadas desde el comienzo con los partidos liberales y conservador, fortalecieron aun más su poder territorial. Aunque el conjunto de políticas promovidas por los Radicales liberales bajo la inspiración del Laissez Faire, Laissez Passer, como la abolición de los monopolios estatales o la descentralización de algunos impuestos junto al establecimiento de un sistema federal de gobierno, disminuyó la injerencia del Estado en los asuntos económicos, en lo que respecta a la política de tierras, el Estado se convirtió en un intenso promotor de la introducción de los mecanismos de mercado, favoreciendo por esta vía una mayor concentración de la riqueza.
La desamortización y venta de los bienes eclesiales, los cuales llegaban a sumar cerca de una tercera parte del total de predios rurales y urbanos del país, así como la paulatina eliminación del resguardo indígena se movieron, directa o indirectamente, en la dirección de fortalecer ese ordenamiento social basado en la propiedad sobre la tierra.
La urgencia estatal por
adquirir los recursos fiscales para un Estado débil favoreció la venta directa e indivisa de las grandes propiedades. Muchas de estas ventas fueron aprovechadas por las elites del partido liberal que, a partir de 1862,
y utilizando para ello antiguos papeles de deuda depreciados en la proporción de uno a cuatro, vieron traspasada la propiedad de muchos bienes eclesiales a su nombre (García 1983).
Los conflictos dentro de este proceso no se hicieron esperar. Un tipo de conflicto se presenta en las zonas de asentamiento de empresas agrícolas, cafeteras o ganaderas que presionaban por tierra y mano de obra al interior de la frontera agraria, convirtiendo a los pequeños propietarios en trabajadores semiserviles de grandes haciendas y creando así las bases de un sistema de control político con repercusiones nacionales. En las regiones de frontera, la adjudicación de tierras, o la concesión de baldíos a cambio de la construcción de obras públicas y creación de poblados, se convirtieron en factores que producirían un paulatino efecto de valorización sobre extensos territorios que se fueron concentrando en pocas manos a partir del despojo de pequeños colonos sin títulos formales de propiedad.
Este ordenamiento social y territorial, que tiene como base el poder político y económico derivado de la posesión sobre la tierra, crearía las condiciones para que una vez instaladas en el país las condiciones básicas del capitalismo moderno, la movilización campesina floreciera como una respuesta a los atropellos cometidos por el Estado y los grandes propietarios.
2. Legado colonial, modernización capitalista y política agraria en el periodo entre guerras. El siglo XX hereda entonces una estructura agraria concentrada, cargada de las características del pasado colonial y ligada al poder político de las elites económicas.
En el periodo que transcurre entre las dos Guerras
Mundiales pueden identificarse algunos momentos de cambio y continuidad dentro de este orden económico y social.
En el primero, que ocupa la década 1920-1930, se hacen más acelerados los factores de transformación por los efectos de la Primera Guerra Mundial, y de la crisis capitalista de 1929 que abrió la posibilidad para que el país iniciara un desarrollo industrial de manufacturas para el mercado interno (Bejarano 1979). Este corto periodo de protección económica daría pie a un proceso de presión sobre la agricultura que generaría, a lo largo de la década de los años veinte, el surgimiento de una incipiente agricultura comercial. También es característica de este momento la masiva entrada de capitales que
se
produce
entre
1923
y
1928.
Las
inversiones
de
capital
norteamericano pasaron de casi cuatro millones de dólares en 1913 a 30 millones en 1920 y 80 millones en 1925. A un ritmo parecido creció también la colocación de papeles de deuda pública y privada en el exterior. En total, cerca de 200 millones de dólares ingresaron al país, incluyendo el dinero proveniente de la indemnización por la perdida del canal de Panamá (Bejarano 1979). Aunque esta inversión extranjera va a enfocarse especialmente en la creación de economías de enclave en los sectores de petróleos y la producción de banano, el consecuente aumento de los recursos fiscales del Estado va a producir un aumento de las vías que integraban la producción con el mercado mundial, especialmente la producción del café, que a comienzos de la década del veinte ya representaba el l8% del Producto Interno Bruto. Entre 1922 y 1932 el Estado canaliza entonces una gran
cantidad de recursos para la construcción de carreteras y ferrocarriles (Bejarano 1979).
Este conjunto de hechos, que va a tener continuidad por lo menos hasta la crisis de 1929,
va a ser fundamental para comprender la actitud
organizativa y de resistencia que asume el campesinado a partir de este momento, que daría lugar posteriormente, a finales de la década de los años cuarenta, cuando arrecian las condiciones de violencia en el campo, a la primera expresión armada del descontento campesino: las autodefensas campesinas.
En primer lugar se produce una alta movilización de mano de obra desde el campo hacia las regiones económicas de enclave, hacía la construcción de obras públicas y carreteras, lo mismo que hacia las ciudades en donde florecían las primeras empresas industriales. Como resultado se produce un significativo cambio social y demográfico: en el medio siglo que va de 1870 a 1930, entre un 20 y un 25% de la población campesina del país se desplazó desde las actividades agrícolas de subsistencia hacia un mercado monetario en las ciudades (Bejarano 1979). Al mismo tiempo,
la formación de
sindicatos y de nuevos partidos políticos que buscaban base popular rural y campesina, permitieron que los campesinos, arrendatarios y aparceros, volvieron a reclamar sus derechos despojados, moviendo así el relativo equilibrio en la tenencia de la tierra, generando enfrentamientos en las cordilleras, la zona bananera, las zonas cafeteras que entre los años veinte y mediados de los años treinta condujeron a lo que Catherine Le Grand denomina como una reforma agraria de carácter popular (Legrand 1988, 31).
En efecto, durante la década de los años veinte y en buena parte de los años 30 los campesinos empiezan a cuestionar la legitimidad de la gran propiedad. En algunas regiones, la alta movilización de los campesinos hacia las obras públicas en auge, y su regreso al campo con una conciencia más amplia de sus derechos produjo un proceso de organización reivindicativa sobre el acceso a la tierra, del cual las organizaciones más notorias son la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria (UNIR) ligada al gaitanismo, el Partido Agrario Nacional (PAN) y el Partido Socialista Revolucionario (PSR), que a partir de estos años adelanta la formación de Ligas Campesinas en las regiones de conflicto por la tierra. En otras regiones el desarrollo de la economía cafetera, las condiciones de trabajo a las que se encontraban sometidos arrendatarios y aparceros, tales como la prohibición de sembrar café en las propias parcelas, la utilización de mecanismos extraeconómicos para coaccionar al trabajo, o la imposición de pagar obligaciones por parte del trabajador. Un segundo momento se da en el periodo que va de 1930 a 1950, clave para este largo proceso de transformación pues se avanza en un proceso de introducción y racionalización de nuevas tierras a los procesos productivos nacionales. El contexto de transición hacia la consolidación del capitalismo moderno en Colombia que se produce en este periodo está marcada, por un lado, por una recomposición de la actividad económica que privilegia profundamente la opción por el proceso de industrialización, y por otro lado, se da comienzo a un nuevo proceso de modernización capitalista del campo que impulsa la agricultura comercial y el establecimiento de empresas agroindustriales (Ocampo 1994).
En este contexto de incipiente industrialización, la incapacidad del sector agropecuario para aumentar la productividad, para proporcionar mano de obra y un mercado para la producción industrial era considerada, por algunos sectores de la elite liberal que se instala en el poder entre 1930 y 1946, como una patología derivada de la existencia de la gran propiedad (López 1973). Sin embargo, la respuesta de la República liberal a la movilización campesina que se agudiza a mediados de la década de los años treinta va a ser una enérgica política de fomento económico dirigida a los sectores agropecuarios ligados a la gran propiedad, y un exiguo intento de rompimiento de la estructura agraria heredada de años atrás, dentro del que la ley 200 de 1936 o ley de tierras tendría un especial significado.
Aunque la práctica de privatizar territorio público con fines fiscales, común en el siglo XIX, se reduce
para ser sustituida por otras políticas
de
tierras como la parcelación, los efectos de esta política fueron débiles, pues la compra y división de algunas haciendas ubicadas en las zonas de mayor conflicto no significó un paso hacia una mejor distribución de la propiedad sobre la tierra.
Por otro lado, las discusiones sobre los efectos nacionales de la ley de
tierras han sido diversas.
Para la lectura clásica del desarrollo del
capitalismo, por ejemplo, la ley 200 fracasó en el papel histórico de acelerar el desarrollo del capitalismo, en cuanto no liberó a los campesinos del yugo
feudal, no construyó un mercado de trabajo en el campo, no convirtió la tierra en una mercancía, no elevó el poder adquisitivo de las masas campesinas y no tecnificó la agricultura, de manera que a través de ella se acelerara el desarrollo industrial (Bejarano 1979). A partir de una revisión general de las luchas agrarias Pierre Ghilodés afirma que una actitud de
espera frente al cumplimiento de los diez años establecidos en la ley 200 de 1936 para la reversión al Estado de las tierras sin cultivar, así como las expectativas sociales sobre el segundo gobierno de López Pumarejo, produjeron una disminución en la intensidad de los conflictos agrarios que habían logrado llevar al escenario nacional los problemas distributivos de la tierra (Ghilodés 1970, 37). En este mismo sentido, pero refiriéndose a las regiones de colonización reciente, C. Legrand afirma: “Es interesante observar que tanto los propietarios como los campesinos interpretaron la nueva ley como favorable a sus intereses y los conflictos continuaron bajo nuevas modalidades (…) desde entonces ha sido evidente la tensión existente entre Colonos y hacendados. Sin embargo, las tensiones se han expresado en formas diferentes y acordes a los cambios en el orden Socio económico e institucional.” (Legrand 1988, 122). En todo caso, uno de los sectores evidentemente
beneficiados por el
conjunto de políticas del periodo de estudio sería el ganadero, pues con la Ley 200 se fijan unas ocupaciones ganaderas excesivamente flexibles que abren paso al latifundio de ganadería extensiva en detrimento de una solución al conflicto por la tierra venido de años atrás. En todo caso los avances que en materia de reforma agraria se hallaban consignadas en esta ley fueron retrasados por la aplicación de la ley 100 de 1944.
3. Consolidación del modelo de desarrollo rural y agudización del conflicto
social.
A lo largo de la década de los años cuarenta Colombia vive un acelerado proceso de modernización capitalista. Se produce un sostenido crecimiento económico que, a través de la implantación del modelo de industrialización
por sustitución de importaciones, daría lugar a un periodo importante de formación del mercado interno. A esto se sumó el paulatino crecimiento de las principales ciudades y la ampliación de la brecha entre las condiciones de vida allí y el campo. Los síntomas de que el país se enrutaba por una senda de desarrollo económicos acelerado se vieron atravesados por una degradación de las formas de hacer política, la permanencia de una estructura agraria atrasada, la exacerbación del conflicto social y el comienzo de la peor oleada de violencia, que en el país dejaría un rastro de más de 200.000 muertos en el periodo 1948-1957.
La amalgama de estos
factores políticos y económicos hace parte del
periodo de la postguerra, cuando se consolidan por lo menos dos procesos simultáneos que se atan al desarrollo agrario del país. Por un lado, se presenta una recomposición de la actividad económica en la que, en el largo plazo, el sector agropecuario se vería en buena parte sustituido por la industria manufacturera, el transporte, los servicios y el sector financiero (Ocampo, 1991).
En ese direccionamiento tanto de la economía colombiana como de las latinoamericanas hacia lo que hoy conocemos como la industrialización
sustitutiva de importaciones fue importante no solo los cambios en los flujos financieros y de mercancías a nivel nacional e internacional, sino también los profundos cambios en la correlación de fuerzas que se expresan dentro del Estado. Así una dimensión importante de este conjunto de transformaciones económicas tiene que ver con la consolidación de intereses agrarios e industriales que vieron en las políticas estatales, la posibilidad de incidir y apuntalar su posición en un mercado en crecimiento, protegido y rentable.
La polarización política generada por las reformas constitucionales de 1935 se extiende hasta la década de los años cuarenta para romper el consenso entre las elites liberales y conservadoras. La oposición conservadora de Laureano Gómez, quien encarna mas vivamente el fundamentalismo político y religioso del partido, se hizo nuevamente visible con constantes llamados a la guerra que hacían recordar las sucesivas guerras civiles del siglo XIX y que se tradujeron a la postre en brotes de violencia en diferentes partes del país (Pecaut 2002, 389).
Para
1944 cuando Alfonso López Pumarejo amenazó nuevamente con
renunciar, las denuncias de corrupción y
los rumores de un nuevo golpe
militar permitieron a los conservadores terminar de desgastar la ya deteriorada imagen presidencial (García 1983).
En este ambiente de
fuertes oposiciones Jorge Eliecer Gaitán no sólo ocupaba un escaño en el Congreso sino que representaba los anhelos populares de obtención de una ciudadanía política y económica.
Los conservadores ya en el poder iniciaron una serie de estrategias sectarias tratando de convertir a la policía en un cuerpo uniformemente conservador, declarando el estado de sitio en muchas regiones del país y apoyando la conformación de una policía privada conocida como los
chulavitas. De manera que la violencia que estalla tras el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948, y que tiene mas contundencia en las zonas rurales de la mayor parte de regiones del país, es también un resultado de la violencia bipartidista incentivada desde las elites, lo mismo que de las tensiones sociales derivadas de la ola desarrollista que había empezado a desplegarse en las décadas anteriores.
Así, desde 1946-1948 a la violencia originada por las luchas agrarias se le superpone y entremezcla el sectarismo político, la represión contra los miembros del Partido Comunista y los trabajadores que habían participado en las rebeliones del 9 de abril. En consecuencia se produce una fractura social que produce el cierre de las posibilidades de participación política, y en general de los canales de ascenso social para las mayorías campesinas, así como en los obstáculos para acceder a la propiedad sobre la tierra (Sánchez 1986, 196).
La formación, en campos y ciudades de “Comités de
resistencia”, junto a la experiencia de las Juntas Revolucionarias posteriores al 9 de abril, mostraría el alto grado de organización campesina que en muchos casos conduciría a la aparición de gobiernos informales (Torres 1963, 117).
Esta
tensión desemboca en la lucha armada.
El partido comunista, que
había sido conminado a la clandestinidad desde años atrás, buscó capitalizar la coyuntura de tensión política y social posterior a 1949 y envío algunos emisarios a las regiones para organizar al movimiento campesino en una actitud de autodefensa (Guzmán 1962, 157). Va tomando entonces forma el movimiento guerrillero de autodefensa en muchas regiones: en Chaparral en 1950, en donde las ligas campesinas habían sido fortalecidas por el apoyo del Partido Comunista; y en ese mismo año en San Vicente de Chucurí; en el norte de Antioquia (Urrao, Golfo de Urabá); En Yacopí (Cundinamarca); en la Dorada (Caldas), en el Sumapaz. Los que se convierten en jefes guerrilleros son en su mayoría exiliados, que operan lejos de sus propiedades, son arrendatarios, aparceros o pequeños propietarios que fueron expulsados después de que su rancho y sembrados fueron talados o quemados (Torres 1963, 110).
En este contexto, en junio de 1953 el Coronel Gustavo Rojas Pinilla, apoyado por un temporal consenso entre los liberales y conservadores, da un golpe con la idea de entregar la presidencia a otro candidato conservador. Sin embargo, por mandato de una Asamblea Nacional Constituyente convocada y formada por el mismo Rojas, éste se mantuvo en el poder hasta 1958 con una política de pacificación militar del territorio.
La política agraria del gobierno militar de Rojas Pinilla no buscó resolver el problema de fondo de la distribución de las tierras, estuvo definida mas bien por los intentos de solucionar los problemas de productividad derivados de la
violencia en el campo, la falta de tecnificación e irrigación de
capitales, y el inadecuado uso de la tierra. Al mismo tiempo, las condiciones de los trabajadores rurales sufrieron un revés. Aunque de acuerdo con el censo agropecuario de 1960 los niveles de salarización habían aumentado, la permanencia de la aparcería y el arrendamiento seguía siendo significativa dentro del total de formas de trabajo en el campo. La situación laboral era aun mas precaria si se tiene en cuenta que los salarios agrícolas se habían rezagado frente al aumento del costo de vida (Machado 2009, 98). El mismo Censo de 1960 indicaba que un alto porcentaje de las tierras (76.8%) se utilizaba en pastos y bosques conformando una ganadería extensiva de latifundios (más del 50% de las tierras tenían extensiones superiores a 500 has), lo cual mostraba que en gran parte la ganadería era un instrumento de apropiación y valorización de tierras. Solamente un 12.6% de las tierras se estaban usando en agricultura, y era notorio que las explotaciones más pequeñas hacían un uso intensivo de sus recursos, mientras las más grandes usaban porcentajes de no más del 10% de las tierras en labores agrícolas.
Durante los primeros años del periodo de la violencia cerca del 66% de los propietarios tiene el 4% de la superficie explotada agrícolamente, mientras que el 3,5% de los propietarios conserva el 64% de las superficies mayores de 100 Hectáreas (Machado 2009, 99). Como uno de los resultados de la violencia de este periodo, esta estructura de la propiedad se modifica para agudizar la concentración
a través del relajamiento de los compromisos
contractuales, o del desplazamiento y la presión para obligar la venta a precios muy bajos, siendo este último el caso que más se presenta. La Comisión creada en las postrimerías de esa nefasta década para estudiar las causas de la violencia concluía que: “en general, puede decirse que la violencia ocurrió en sitios en donde la propiedad privada se buscó afanosamente por medios no institucionalizados ni aprobados, aunque ella en efecto predominara en todo el país” (Guzmán 1962, 140).
4. El Frente Nacional, la reforma agraria de 1961 y el Mandato agrario de las FARC
La búsqueda de la normalidad institucional estuvo a cargo de una nueva coalición entre las elites liberales y conservadoras, quienes veían en la reforma constitucional propuesta por Rojas Pinilla un propósito de acaparamiento del poder del Estado y un riesgo para los partidos tradicionales. Este consenso, conocido como el Frente Nacional, era el último experimento factible para adelantar ordenadamente un programa de desarrollo y acumulación de capital, controlando la lucha de clases que parecía desbordarse con signos de catástrofe (Machado 2009). Este experimento constituyó además una oclusión de las vías democráticas de participación que permitieran la manifestación y concreción del descontento campesino.
El contexto de los primeros años del Frente Nacional estuvo caracterizado, entre otros por la inestabilidad económica y cambiaria, fuertes devaluaciones, inflación, crisis en la balanza de pagos, modificaciones en el régimen arancelario, iniciación de los programas de la Alianza para el Progreso, consolidación de los gremios agropecuarios, bajos precios del café, aprobación del Convenio Internacional del Café, dificultades en el manejo de la política económica. A este complejo panorama tensión y expectativas por la reforma agraria y la agudización de los procesos de descomposición de la economía campesina, sin que la reforma agraria de comienzos de la década alcanzara a recrearla o contrarrestar su dinámica de deterioro.
La Alianza para el Progreso, programa desarrollado por los Estados Unidos presionó a los países latinoamericanos para que emprendieran reformas agrarias y tributarias para atenuar las posibilidades de desbordamientos revolucionarios, producidos por la irrupción de la revolución cubana, al tiempo que se buscaba una ampliación de los mercados y nuevas áreas de desarrollo para el capital. Los empréstitos de organismos internacionales y las ayudas de la Alianza para el Progreso se condicionaron a la realización de reformas agrarias y cambios en las estructuras fiscales que facilitaran a los países el pago de la creciente deuda externa (Delgado 1973). Los partidos tradicionales agrupados en el Frente Nacional aprovecharon para recuperar su dominio en el campo, el cual se había perdido en la década anterior en la lucha por la hegemonía del poder, de manera que producto de estos dos factores a finales de 1960 ya existían en el Congreso varios proyectos de reforma agraria.
La aprobación de la ley 135 de 1961 sobre reforma agraria contó por primera con la aprobación de los partidos políticos y los gremios de propietarios
rurales. Sin embargo los principales mecanismos establecidos por esta ley, la ampliación de las herramientas del Estado para realizar expropiaciones, así como la creación del Instituto Colombiano para la Reforma Agraria, INCORA, encargada de desarrollar, 25 años después, los principios establecidos en la
ley de tierras de 1936, fueron neutralizados por los mismos gremios de propietarios agrupados en la Sociedad de Agricultores de Colombia SAC, y en la entonces recién creada Federación de Ganaderos de Colombia, FEDEGAN, por considerar que la creciente participación campesina en el proceso de reforma agraria, a través de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC, representaba una riesgo para la estabilidad y la unidad de la gran propiedad. La parálisis de esta última oportunidad del siglo XX para la reforma agraria en Colombia se concretó con el acuerdo firmado por el gobierno conservador de Misael Pastrana Borrero y los gremios de propietarios en el conocido Pacto de Chicoral (Ley 4 de 1973).
A pesar de la acción del Incora durante los primeros años de reforma agraria la desigual distribución de la tierra se mantuvo como un motor del descontento campesino. En 1970, el 73% de las explotaciones menores de 10 ha. Poseía el 7.2% de la tierra mientras el 0.7% de las explotaciones mayores de 500 ha. Tenían el 40.8% de la superficie agropecuaria (Lorente, 1985).
Así, resulta explicable el Programa Agrario de las FARC-EP, emitido en julio de 1964, bajo una concepción revolucionaria de reforma agraria, donde se expropia sin indemnización y se redistribuyen las tierras de manera gratuita a los campesinos. Los guerrilleros de Marquetalia en la introducción del histórico documento hablan que: “Nosotros somos el nervio de un movimiento revolucionario que viene desde 1948. Contra nosotros, campesinos revolucionarios del sur del Tolima, Huila,
Cauca y Valle sobre el nudo de la Cordillera Central, desde 1948 se ha lanzado la fuerza del gran latifundio, de los grandes ganaderos, del gran comercio, de los gamonales de la política oficial y de los comerciantes de la violencia. Nosotros hemos sido víctimas de la política de “sangre y fuego” preconizada y llevada a la práctica por la oligarquía que detenta el poder. Contra nosotros se han desencadenado en el curso de 15 años cuatro guerras. Una a partir de 1948, otra a partir de 1954, otra a partir de 1962 y esta que estamos padeciendo a partir del 18 de mayo de 1964 cuando los mandos militares declararon oficialmente que ese día había comenzado la “Operación Marquetalia”. Hemos sido las primeras víctimas de las furias latifundistas porque aquí en esta parte de Colombia predominan los intereses de los grandes señores de la tierra, los intereses más retardatarios del clericalismo, los intereses en cadena de la reacción más oscurantista del país. Por eso nos ha tocado sufrir en la carne y en el espíritu todas las bestialidades de un régimen podrido que se asienta sobre el monopolio latifundista de la tierra, la monoproducción y la monoexportación bajo el imperio del gran capital financiero de los Estados Unidos [...]”.
Lo que sigue después es la continuación de una guerra sin fin, en la que el Estado participa como promotor de las condiciones que la producen. Una de las características que sobresale en los diagnósticos que se hacen sobre el campo colombiano durante las décadas de los años ochenta y noventa es la de la aparente simultaneidad, e incluso sobreposición, del proceso que conduce a la agudización del conflicto social y armado, en el que el domino sobre la tierra y el territorio va a ocupar un lugar central, y la redefinición de la relación entre el Estado y la economía: el desmonte de los mecanismos de intervención estatal en el campo, incluyendo los de reforma agraria, para facilitar la acumulación privada de capital en el contexto de la mayor
presión que sobre la agricultura mundial empieza a ejercer la creciente necesidad de alimentos y de biomasa para la obtención de agrocombustibles.
El país enfrenta hoy un nuevo momento histórico para resolver el problema de la tierra. Sin embargo, a pesar de la larga duración histórica de la apropiación violenta de grandes extensiones de tierras y territorios, que hemos tratado de mostrar como un elemento transversal del ordenamiento social y político del país, las medidas de restitución de tierras que propone el gobierno carecen de un horizonte temporal amplio, pues la definición de victima contenida en las leyes no roza ni siquiera el periodo histórico que hemos abordado en este artículo. En todo caso este conjunto de medidas debe reconocer que la complejidad de los fenómenos del desplazamiento y el despojo se derivan principalmente de la relación estructural del conflicto armado con el modelo de desarrollo que se establece sobre una estructura agraria concentrada, lo cual permitiría, entre otras, ver el despojo de tierras no como un hecho aislado o circunstancial, sino como un proceso en el que intervienen múltiples dinámicas subregionales, regionales y nacionales, así como relaciones económicas y políticas que de forma arbitraria impiden el desarrollo de los derechos patrimoniales de las víctimas.
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