ES9 DE MARZO DEL 2013
Texto Yaiza Saiz
Que nos guste el picante o que no traguemos las verduras no se explica sólo por aquello que nuestros padres nos enseñaron a comer. La ciencia ha ido más allá, descubriendo que factores genéticos, evolutivos o psicológicos inciden en nuestras preferencias culinarias ¿Alguna vez se ha preguntado por qué no le gusta el brócoli? ¿O por qué siente tanta debilidad por el dulce? ¿O incluso por qué no se atreve a probar nuevos sabores? La explicación tradicional, a la que todavía recurren nuestros mayores, es que “si aborrecemos ciertos alimentos es porque no nos los han enseñado a comer”. Muchos recordarán, haciendo un poco de memoria, las batallas libradas en el comedor de casa cada vez que el plato principal era a base de verduras o legumbres. Lloros, pataletas y amenazas se entremezclaban a gritos de “come y calla” o “los niños de África no tienen nada que llevarse a la boca”. La ironía está en que muchos de aquellos niños que se rebelaban contra las indicaciones culinarias de sus padres han de enfrentarse ahora a sus propios hijos. Si familiarizar a los niños con diferentes alimentos es una de las claves para que mantengan una dieta equilibrada ya de adultos (se sabe que es necesario probar al menos quince veces una misma comida para poder llegar a encontrarle el gusto), también está científicamente comprobado que existen otros tantos factores por los que decidimos qué alimentos tolerar o rechazar. La evolución de la especie humana, la genética, los sentidos e incluso la psicología del entorno, también son variables que influyen en la manera
Verduras incomprendidas Dice un viejo refrán que verduras y legumbres no dan más que pesadumbres. Cierto es. Muchas personas, niños y adultos, se ven incapaces de tolerar estos sanos alimentos: sienten rechazo e incluso asco cada vez que ven asomar en el plato un poco de repollo, coliflor o berza. Según Prescott, este odio común hacia las verduras en personas de muy distintas sociedades tiene relación con un principio evolutivo. Para nuestros antepasados cazadores, “la amargura de algunos vegetales indicaba que podían contener veneno”, explica el psicólogo. El asco, respuesta que se origina en nuestro cerebro ante la posibilidad de que un alimento sea tóxico, es una alerta que advierte del peligro de enfermar al ingerir ese alimento. “En la naturaleza, muchos vegetales amargos contienen componentes tóxicos para protegerse de sus depredadores –argumenta Prescott– y, por ende, de manera evolutiva, hemos acabado respondiendo con desprecio hacia estos sabores”. De hecho, y “aunque no todos los alimentos amargos son necesariamente tóxicos, si es verdad que los que son tóxicos son mayoritariamente amargos”, afirma Jesús Contreras, catedrático de Antropología Social en la Universitat de Barcelona (UB) y director del Observatorio de la Alimentación de la universidad. Aunque con el lavado y raspado de las verduras se consigue que los componentes venenosos desaparezcan (también con la cocción), todavía hoy en día prevalecen indicios de que nuestro paladar nos protege frente a la posible toxicidad. Un curioso estudio dirigido por Linda Bartoshuk, directora de investigación humana en el Centro para el Sabor y el Gusto de la Universidad de Florida, ha comprobado que las
MICHAEL PAUL
Para gustos, los sabores
en que elegimos qué queremos comer y qué no. Lo explica John Prescott, psicólogo de la Universidad de Newcastle (Australia), en su reciente libro Taste matters: why we like the foods we do (Reaktion Books) (el sabor importa: por qué nos gustan las comidas que nos gustan, no editado en castellano). “En ocasiones, nuestro cuerpo no permite que ocurran los procesos naturales de aprendizaje y familiarización con algunos alimentos, tanto por factores culturales, como psicológicos o genéticos”, afirma John Prescott.
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Adorados azúcares Piense en las veces que se ha visto tentado a tomar un poquito de chocolate o helado. Y es que, como bien dice otro viejo refrán, a nadie le amarga un dulce. Pero ¿qué hace tan apetecibles a estos manjares? John Prescott razona que nuestra predilección por lo azucarado se corresponde con otro principio evolutivo. Los recolectores de la antigüedad vagaban por los bosques en busca de alimentos y de caza para garantizar su supervivencia. Cuando se topaban con una fruta fresca la reconocían al instante como una fuente de energía que les aportaría las calorías necesarias para continuar con su labor. “Los azúcares y grasas nos proveen de muchos de los componentes que necesita el cuerpo para poder sobrevivir”, explica el psicólogo. Las frutas, ricas en fructosa y sacarosa (dos tipos de carbohidratos simples), ayudan a nuestro organismo a maximizar el consumo de energía. De ahí que cuando nos sometemos a un fuerte desgaste energético busquemos tomar alimentos con una mayor concentración de azúcares o que la comida favorita de los niños sea el dulce. Y también es el motivo por el que nos es tan difícil prescindir de él a la hora de hacer dieta. “Podemos huir, a duras penas, de nuestro deseo de consumir dulces, pero no podemos modificar las preferencias innatas del ser humano”, interpreta Prescott. Desde el punto de vista evolutivo, estas preferencias innatas se fueron transmitiendo en los genes de nuestros ancestros. Aquellos que no sentían esa necesidad de consumir dulce y se contentaban con comer verduras tenían más probabilidades de morir y no se reproducían transmitiendo sus gustos. Chile, sal y limón En términos generales, lo dulce es permanentemente aceptado y a lo amargo cuesta más pillarle el gusto. ¿Qué ocurre entonces con las preferencias por el picante, o por lo ácido y el salado? “Generalmente, lo salado suele ser bien aceptado por todo el mundo, ya que es un saborizante que potencia el gusto de las comidas —afirma el antropólogo Jesús Contreras—; la aceptación de sabores como el ácido y el picante, varía de unas culturas a otras”. Si uno se ha criado en México, por ejemplo, o en cualquier otro país del Caribe, seguramente cada vez que se le presenta en la mesa un plato extremadamente picante no se inmuta. “Hay culturas muy amantes del picante y otras con una tolerancia muy escasa”, explica Contreras. Según el antropólogo, “para que nos atraigan ciertos sabores es necesario que los alimentos en los que se encuentran sean bastante habituales dentro de la dieta de esa sociedad y dentro de la familia en la cual se crece”. Amarguras sociales ¿Recuerda su primer sorbo de
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“si nos presentaran de forma exquisita un pescado, pero este estuviera podrido, la percepción del olor superaría a su apariencia visual”.
EL PALADAR NOS AVISA DE HIPOTÉTICOS TÓXICOS POR LA AMARGURA DE ALGUNAS VERDURAS EL GUSTO POR EL DULCE TIENE SU ORIGEN EN NUESTRA NATURALEZA RECOLECTORA
El oído y el tacto parecen ser menos importantes a la hora de comer, pero ambos sentidos tienen también un importante papel al degustar un alimento. Una investigación de Zampini, que le llevó a ganar un IG Nobel (un premio otorgado anualmente por la revista científica Annals of Improbable Research a aquellas investigaciones que “primero hacen reír y luego pensar”), determina que cuánto más crujiente es el sonido de un alimento al masticarlo, más nos satisface su sabor. “El sonido crujiente se relaciona con la frescura del alimento”, explica el psicólogo. El tacto, en cambio, es importante porque es el sentido que genera la sensación térmica del alimento y, para Zampini, “si una determinada comida se sirve muy fría o muy caliente, será más complicado percibir su sabor real”. De ahí, que muchos chefs se preocupen muchísimo en presentar sus creaciones culinarias a una temperatura determinada.
ELIT DOLORE MIN HENISIT VELENIM QUATET, CONSE TE TE ENT VERILIQUAT
MIEKE DALLE
mujeres embarazadas tienden a evitar la ingesta de vegetales durante los tres primeros meses de gestación, como posible mecanismo de defensa del cuerpo humano para proteger la vida del bebé.
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cerveza? Seguramente aborreció su sabor. Pues bien, la cerveza a pesar de su amargura es una bebida universalmente aceptada y consumida a escala mundial. “Determinados sabores que fisiológicamente pueden ser rechazados o no muy bien aceptados, la cultura los vuelve tolerables e incluso deseados”, asegura Contreras. Ir de cañas, por ejemplo, no sería lo que es si la cultura no nos hubiera obligado a repetir esta actividad una y otra vez con amigos o compañeros de trabajo. “Buscamos una cierta aceptación social al consumir ciertos alimentos o bebidas –explica, a su vez, John Prescott–, y en el caso de la cerveza, la combinación entre la energía proporcionada por el alcohol y su sabor hace que poco a poco desarrollemos un cierto gusto hacia la misma”. Otras bebidas, como el té o el café, también son consumidas gracias al uso social que se hace de ellas. “Aunque en el caso del café su aceptación aumenta al añadirle un correctivo a su sabor: el azúcar”, subraya Contreras. Cuestión de genes Aunque los gustos se transmiten “por contagio y contacto”, según afirma Jesús Contreras, los genes heredados también desempeñan un importante papel en la decisión sobre qué
queremos comer. Si el padre siempre sintió una cierta reticencia a tomar un determinado alimento, el hijo también lo hará. Y no sólo por aprendizaje, sino porque la neofobia (el miedo a incorporar nuevos alimentos en la dieta) es genéticamente hereditaria. Así lo demuestra un estudio llevado a cabo por el departamento de Epidemiología y Salud Pública del University College de Londres, en el que se halló que en un 80% de los casos los niños rechazan alimentos nuevos debido a causas genéticas. Comparando los genes de gemelos idénticos y mellizos, los resultados mostraron que la neofobia alimentaria era hereditaria en el 78% de los casos estudiados, mientras que en los casos restantes era debida a algunos otros factores distintos. Sin embargo, en los genes no sólo se encuentra la herencia de la neofobia, sino también la codificación genética, única en cada ser humano. Ella es la responsable de que se experimenten de una forma u otra ciertos sabores. La doctora Linda Bartoshuk concluyó en otra investigación que existen tres tipos distintos de personas dependiendo de los receptores gustativos de los que les haya provisto su genética: los supercatadores (grupo al que pertene-
ce grosso modo un 25% de la población mundial), los catadores (un 50%) y los no catadores (un 25%). Los supercatadores disponen de un mayor número de papilas gustativas en la lengua respecto al resto de las personas de los otros grupos, de ahí que posean una sensibilidad extrema frente a algunos sabores. Esto se debe a la mutación de un gen en particular, el llamado TAS2R38, que intensifica los estímulos recibidos en las papilas gustativas, sobre todo el sabor amargo. Es decir, la misma cantidad de picante para un supercatador puede ser demasiado, mientras que un no catador puede que no llegue tan siquiera a percibir ese gusto picante. Comer con los cinco sentidos ¿Cuántas veces ha escuchado que se come más por los ojos que por la boca? Sentidos como la vista también determinan por qué deseamos ciertos alimentos. “El color de la comida, por ejemplo, tiene un impacto importante en la percepción del sabor”, asegura Massimiliano Zampini, psicólogo de la Universidad de Trento que investiga la percepción multisensorial en materia de alimentación. Para explicar el influjo del color, el psicólogo recuerda un experimento llevado
a cabo hace algunos años por una consultora de marketing. Invitaron a varias personas a una cena en la que el plato principal era un bistec con patatas, e iluminaron la sala de un modo que no permitía a los participantes ver el color de los alimentos que ingerían. A mitad de la cena encendieron otra luz, y los participantes se dieron cuenta de que el bistec era azul, las patatas verdes y los guisantes de guarnición rojos. “Muchas de las personas que habían cenado se sintieron mal. Esto demuestra la importancia del aspecto visual del alimento”, cuenta Zampini. De hecho, nuestro cerebro asocia los sabores con los colores por previo aprendizaje. “La asociación de un color a un sabor, también puede variar por los diversos matices culturales”, explica el psicólogo. Un limón, por ejemplo, puede ser amarillo en España y verde en Colombia. O una naranja, roja en Sicilia y anaranjada en el resto de Italia. Con el olfato sucede lo mismo. Este sentido es igual o más importante que la vista o el gusto, ya que “aunque las personas creen que perciben el sabor en el paladar, en realidad el 80% se percibe por la nariz”, afirma Zampini. La vista nos puede engañar, pero no lo hará el olfato. Según el propio psicólogo,
Aprendiendo a saborear “Frente a un alimento desconocido, nosotros no sabemos si es bueno o malo. Ni en términos de sabor, ni de si sentará bien al organismo”, explica Jesús Contreras. Por eso, a pesar del miedo hacia lo extraño, lo más importante es atreverse a probar cosas nuevas para detectar qué nos hace culinariamente felices o infelices. Los gustos de una persona pueden cambiar a cualquier edad. “Cada vez somos menos neofóbicos y más neofílicos, nos estamos familiarizando con más alimentos gracias a la globalización”, asegura el antropólogo. El cosmopolitismo de las ciudades, el hedonismo social y las innovaciones en materia gastronómica ayudan a la propagación de este sentimiento que empuja a la necesidad de probar sabores con nuevos matices al paladar. Y mientras los adultos se dejan embriagar por la neofilia, con los niños mal comedores se sigue recurriendo a la táctica de “si te comes el brócoli, te recompensaré con un helado de vainilla”. Error. “Hasta un niño de dos años puede entender si una comida está siendo utilizada como recompensa porque otra no tiene un sabor agradable —argumenta Prescott—, por lo que el niño devaluará la comida que el padre quiere que coma y aumentará el gusto por los alimentos que se utilizan como soborno”. Padres y madres, no desesperen: utilicen nuevas tácticas o déjenlo por imposible. “El niño no morirá de hambre porque no le gusten ciertos alimentos”, asegura Prescott. La clave para conseguir que su hijo aprecie ciertos sabores y lleve una alimentación equilibrada de mayor es tratar de exponerlo a una amplia variedad de comida, y lo ideal es hacerlo junto al resto de los miembros de la familia para que vea como los mayores también comparten y disfrutan de esas comidas. Con un poco de paciencia, un niño mal comedor podrá convertirse en un adulto neofílico. s