Ordinario y extraordinario

cajuela, cerró las puertas, y tomando camino me dijo: “Hasta luego, profe, que .... puente, una plaza o una catedral, un cartel, una prenda de vestir o un radio ...
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Ordinario y extraordinario Publicado en: Arte ¿? Diseño. Barcelona, Editorial Gustavo Gili, ( 2003 ). (ISBN 84-252-1543-9)

El diseño, ¿es arte? La pregunta quiere una posición al respecto; presupone un sí o un no. La cuestión produce un sesgo. En su formulación reúne como separables dos esferas de actividad en mucho similares. ¿Es qué serán opuestos complementarios, es decir: manifestaciones de un mismo hecho, excluyentes sólo en apariencia? La pregunta induce la disyunción. La pregunta es admisible porque un sistema compartido de creencias e instituciones —el nuestro— permite formularla. Es pertinente, puesto que es posible dentro del paradigma en uso (nociones, teorías, modelos y verosímiles construidos para explicar y establecer vinculaciones entre los hechos, a efecto de sostener la congruencia de una cosmovisión hegemónica, y a expensas de inhibir interpretaciones distintas). En otra época, o para otras comunidades, confrontar arte y diseño, con sus procesos comunes y productos variados, sería simplemente impensable.

ILUSTRACIÓN: Radio transmisor.

El transmisor que Javier carga en su automóvil, además de las obvias características funcionales, le parece a él muy “bonito”. Lo usa, como otros taxistas, para prestar un servicio adicional: “Por el radio me hablan, profe, cuando se necesita que vayamos a recoger gente hasta su casa”. El “profe” —una forma gentil de nombrar al maestro— soy yo. Cuando me pide una opinión respecto del artefacto le digo: “Sí, es práctico; pero se ve un poco maltratado” —que es una manera gentil de decirle que me parece, además de descuidado, sin chiste. “Es que con el uso… Pero viera que cuando lo compramos estaba nuevo y bien bonito. Aquí traigo todavía su caja”. (Cuando incorporamos algo a nuestro repertorio de patrimonios, este algo nos parece siempre reivindicar su dignidad prístina; la impresión primera —ahora re-presentada por una noble nostalgia— disimula la apariencia que con el tiempo y el uso ese algo ha adquirido.)

Al llegar frente a la puerta de mi casa Javier baja conmigo y se dirige rápidamente a la cajuela del automóvil, de donde saca el empaque (también un poco maltratado). Apuntando su dedo a la imagen impresa del objeto —una etiqueta con la fotografía a colores del radio como flotando en la nada—, me la muestra orgulloso. “Ve, profe, está bonito […] y es bien potente”. (La valoración de la belleza de un objeto suele acompañarse de un comentario que reivindica algún atributo del uso del objeto, del proceso de su creación o de su estima en el mercado. El comentario intenta complementar con un verosímil —simple de cuantificar— la ambigüedad de un tema tan abstracto como la belleza. La belleza, entre nosotros, está comprometida con su utilidad.) Como nombrar algo bonito o feo me evoca cálculos de orden estético, y puesto que me han pedido escribir un ensayo —éste— al respecto, aprovecho la ocasión para preguntarle a Javier si considera ese objeto, su radio y la imagen en la caja, “como de arte”. Con asombro y fascinación por la pregunta, que por el uso del término “arte” infunde a la respuesta cierta gravedad y reflexión, me dice: “Bueno, arte, arte, como el del museo, o las pinturas de la iglesia, tal vez no; […] esas son cosas de los antiguos […] y son para todos”. Entonces pregunto: “¿Y las modernas, las que hacen hoy los artistas?” “Bueno —contesta—, esas también son de arte porque para algunos son bonitas… Alguna utilidad tendrán, ¿no? […]. El arte debe ser bueno […] y se hace para que sirva de algo; así me enseñaron […]. Cuando íbamos al museo, el profe nos decía que todas esas cosas eran útiles para quienes las hicieron, y que estaban ahí porque eran arte […]. En la iglesia, cuando el padre nos enseña las imágenes, dice que sirven para recordarnos a los Santos y seguir su ejemplo […]. Yo a mis hijos les digo que todo lo bueno que tenemos hay que tratarlo con cariño, porque costó mucho trabajo que lo tuviéramos y tenemos que conservarlo […]”. Mientras Javier me daba su explicación seguramente pensaba algo similar a: “¿Cómo le explico a este señor lo que siento?”; entre tanto yo me decía: “¿Cómo le explico a este hombre lo que los académicos pensamos al respecto?”. Me habría gustado tener cerca a los diseñadores que concibieron el artefacto en cuestión, y preguntarles si su radio transmisor era arte; seguramente, animados por el rumbo de la respuesta de Javier, alguno podría haber dicho que sí, que la intención fue crear un diseño, además de útil, bello. Es decir, un objeto eficiente para el propósito que se le destina, y además capaz de conmovernos en su contemplación (gracias al conjunto

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en armonía o tensión que nos ofrecen sus proporciones, colores, texturas, etcétera). El diseñador diría que por implicar una intencionalidad estética, podríamos ubicar al objeto en la esfera del arte; tal vez como un arte menor. “Pero, Javier, las obras de arte a veces no nos gustan; y a veces, ni nos llaman la atención. Una obra de arte debe ser algo más que bonita o fea, o porque así nos enseñan; debe ser algo que, además de bien hecho y que nos guste…” Interrumpiendo mi argumentación (que comenzaba a tomar vuelos académicos), me dice: “¡Ya ve, me está dando la razón: mi radio está bien hecho y a mi me gusta.” Para fortuna de ambos, la radio en cuestión comenzaba a proferir un intenso y característico siseo; a través de la voz entrecortada y resonante de una jovencita se escuchaba la clave que tiene asignada Javier en la empresa. Dejó el empaque en la cajuela, cerró las puertas, y tomando camino me dijo: “Hasta luego, profe, que descanse. Ahí mañana me cuenta qué es arte”. “Y qué es el diseño”, pensé yo. En los diccionarios, los significados más antiguos de las palabras arte y diseño dan razón de cosas muy sencillas y directas, relacionadas con un hacer, con una acción. El significado original es fácil de comprender y compartir, de ubicar como un proceso (conjunto de fases sucesivas de una operación). La significación dada a las palabras antiguamente no es puntual respecto al estado final, al producto en sí; no se ocupa de los resultados (que el proceso evidenciará), sino de los transcursos. Arte es un conjunto de preceptos (normas, pautas, recomendaciones) para hacer bien las cosas: es habilidad y destrezas; es una agrupación de indicadores para calificar un proceso. Y diseño es trazar, marcar, dibujar; una acción que en sí no implica el logro y la calidad de los resultados. Un objeto de diseño (lo correcto sería decir: “un objeto producto de diseñar”) es aquel que ha sido bosquejado en alguna fase de su creación o muestra la apariencia final de un dibujo. Por su parte, un objeto de arte sería el resultado de aplicar cabalmente una estrategia que incluya alguna praxis conforme a las reglas de la comunidad, un conjunto de programas e instrumentos —eficientes como técnicas (techne)— y una visión (theoría) que puede ya sea seguir los preceptos (que parecen garantizar los resultados), o bien hacer algo diferente durante el proceso, al combinar, agregar o prescindir de ciertas componentes, para alcanzar los propósitos haciendo aún

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mejor las cosas. Aunque es obvio que el camino aspira a una meta, arte y diseño no son productos sino procesos. Los usos originales de los términos arte y diseño siguen resonando entre nosotros; son parte de un saber con el que aprendemos y comprendemos el mundo. (…) …………………………………………………………………………………. Además de los significados en el habla y el sentido común, ¿qué han dicho los especialistas? Entre los muchos tratados y ensayos sobre lo qué son el arte y el diseño (…y hacia el…) alba de la modernidad las definiciones comienzan a ser puntuales y muestran una preocupación mayor por el objeto, el diseñador y el artista concretos, el oficio responsable de este o aquel resultados. Surge una atención desmedida por la obra. Los preceptos para hacer bien las cosas (arte) y cualquier diseño pertenecen cada vez más al autor, la cofradía, la empresa, el individuo “genial” o el grupo distinguido, que parecen ser los únicos autorizados para conocer el devenir del proceso y definir los propósitos; el resto, como espectadores, debemos solamente esperar los resultados. Construimos así, poco a poco —al menos en Occidente (que ya es decir mucho), una estima desmesurada por los productos y, con ella, un gran repertorio de necesidades; (…) Se mitificó la figura del inventor, el artista, la empresa, el creador reconocido; del que firma y cobra. El progreso se interpretó como objeto y resultado inmediato; se ocultaron los procesos de transformación y a quienes colaboran en la manufactura de las cosas; se apartaron de la vista los mecanismos sociales que articulan, someten y manipulan el rumbo del hacer y juzgar los objetos. Arte y diseño, así, no parecen ser procesos; son, más bien, mojones que marcan territorios. Apartados del hacer y deslumbrados por lo hecho, la mayoría de las personas oímos respecto del arte y el diseño cosas que nos gusta creer, que se manifiestan coherentes con el paradigma y los hechos cotidianos interpretados por autoridades y medios de información. Con ingredientes de realidad y fantasía, de unos cuantos hechos verificables y muchas conjeturas, de un poco de verdad y otro tanto de mentira, de algo que informa y algo que desinforma, hemos construido una letanía que reza (con más o menos variantes) así: “La obra de arte refleja las creencias y la visión de una cultura; el diseño, su nivel tecnológico y progreso. El diseño facilita la vida; el arte la enaltece. El arte es para los sentidos y alimenta el espíritu; el diseño es una extensión mecánica de

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nuestro cuerpo y facilita nuestras tareas. El arte no obedece a reglas (su ámbito es el de la imaginación); el diseño sí (su empeño es la certeza). El artista es caprichoso; el diseñador, disciplinado. El arte es trabajo individual; el diseño es colectivo; etcétera”. En síntesis: un discurso que confunde, un discurso que separa. Hoy, entre las sensaciones y los pensamientos que suscitan los hechos y cosas llamadas “de arte” y “de diseño”, resuenan todos los significados dados a las palabras (según los escenarios y los interlocutores; de acuerdo con los conocimientos; con énfasis por las creencias). Sin embargo, ante la imprecisión de los significados, y la necesidad de ubicar la acción y sus productos, surge otra manera de entender el arte y el diseño, no tanto por lo que respecto a ellos se pueda decir como procesos o como resultados, sino a partir de ubicarlos como protocolos de eventos ordinarios o extraordinarios.

ILUSTRACIÓN: Fotografía de Robert Mapplethorpe.

Intentemos distinguir y asociar, sin fragmentar ni reducir. Como procesos, hacer arte o hacer diseño implican el despliegue de tareas semejantes; y como productos, un objeto de arte o uno de diseño permiten reacciones equivalentes a quien puede ver en ellos la expresión de sus creencias. En la creación —el camino de ser— de un objeto (el que éste sea: un mueble, un puente, una plaza o una catedral, un cartel, una prenda de vestir o un radio transmisor), y en la creación de una obra calificada de arte (la que ésta sea: una escultura o una composición musical, una película o un poema, un platillo delicioso o una instalación), dos actividades son centrales: proyectar y diseñar. ¿Qué entiendo por una y otra? Cito a continuación algunas líneas desarrolladas en otro trabajo: *

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Fernando Martín J., Contribuciones para una antropología del diseño, Gedisa, Barcelona, 2002, pp. 152-153.

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El proyecto es un atisbo del mundo, una teoría. […] Es una visión peculiar que presume posible una solución más allá de los recursos y las tecnologías disponibles, aunque se apoye en ellos. […] El diseño, por su parte, es un gran catálogo de recursos para hacer real el proyecto: un índice de opciones que se derivan de los materiales, la tecnología, los medios de producción, los estilos formales, las características antropométricas, los hábitos y las pautas de organización — temporal y espacial— que caracterizan a una comunidad concreta. (…) El proyecto es el dominio de las causas finales. El diseño es el dominio de las causas eficientes o físicas. […] El diseño es con lo que se cuenta, lo que se conoce y se practica; es fórmula, receta: es el cómo hacer. Proyectar es el cómo pensar; más aún: es el por qué y el para qué pensar en un problema y una solución. Por ello, el proyecto es siempre una estrategia: considera las reglas de transición, [está sujeto a] las regularidades probabilísticas, el azar y el ruido; en tanto que el diseño es un programa: reglas, límites —más o menos definidos—, preceptos y normas. Como procesos, hacer arte o hacer diseño —en cualquiera de sus múltiples oficios— implican el despliegue de las dos actividades: proyectar y diseñar. Una y otra serán subsidiarias de alguna moral comunitaria a la que se subscriban los autores; mismos que, inconsciente o deliberadamente, serán parte de un proyecto político. Entonces: ¿qué hace diferente al Guernica de una máquina de guerra, o a una pintura rupestre de un radio transmisor? En tanto procesos, nada. ¿Qué podríamos decir de los productos? Éstos, tanto el objeto que nombramos de arte como el de diseño, pueden pertenecer, o permanecer temporalmente, en uno de dos circuitos diferentes: el de lo extraordinario y el de lo ordinario (que solemos llamar también “lo cotidiano”). Inscribirse en un circuito significa moverse dentro de él; es otorgarle al objeto cualidades y estatus peculiares que éste debe ser capaz de sobrellevar. El propósito general de lo que reconocemos como una obra de arte es permanecer en el circuito de lo extraordinario. El propósito general de lo que solemos llamar un

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producto de diseño es pertenecer al circuito de lo ordinario. Sin embargo, nada garantiza, como ocurre con cualquier creación cultural (producto de transformar la materia o de asignar a ésta un sentido), su estabilidad como significado y su conservación como un uso. Todo objeto es “bueno para usar” y es “bueno para pensar”; cualquier objeto, además de ser una prótesis, es una colección de metáforas. Como tal, un producto cultural está expuesto a la re-significación contextual y oportunista; a la interpretación desde otros sistemas de creencias que seguramente omitirán, torcerán o enfatizarán el sentido de las metáforas y el modo de manipular las prótesis (recuérdense las Torres Gemelas de Nueva York o los Budas afganos de Bamiyan). En el circuito de lo ordinario, por ejemplo, una estancia temporal y cotidiana en una obra considerada de arte, como una catedral —a efecto, por ejemplo, de celebrar la misa diaria vespertina—, no resta valor estético a la obra, simplemente no lo advierte. Lo mismo ocurre con el tránsito frecuente —por vivir en ella— dentro de una ciudad calificada como Patrimonio de la Humanidad: su uso, como ciudad, no disminuye su valoración histórica, simplemente no la considera. En el circuito de lo ordinario las cosas están para usarse; la contemplación no es el propósito primero; las cosas son, diríamos, profanas. En cambio, en el circuito de lo extraordinario, por ejemplo, para el pintor rupestre (y su comunidad), el contemplar los muros de la cueva ilustrada significaba probablemente consumar un ritual que evocaba a veces un mito y otras un logro; era una manera de confirmar o aprender una visión verosímil del cosmos; una ocasión para distinguirse como miembro de esa comunidad. Para un visitante moderno, la pintura rupestre tanto como una exhibición de la obra de Robert Mapplethorpe significan la oportunidad de participar también en un ritual, de confrontar una visión posible de lo humano, de distinguirse entre otros y ser uno más entre los suyos. Algo similar nos ocurre cuando participamos en la presentación “estelar” de los nuevos modelos de una marca de automóviles, o en el evento que “lanza al mercado” diseños novedosos de lo que sea. Lo sagrado es, precisamente, la característica central del circuito de lo extraordinario. Cuando un producto cultural, cualquiera, es colocado en el régimen de lo extraordinario, lo sagrado se activa: con sus distinciones, su dialógica entre lo tangible e

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intangible, lo inmortal y lo perecedero, las razones y los sentimientos; con su preservación de creencias y visiones del mundo, de los hechos dignos de veneración y respeto. Cualquier objeto de diseño puede ser colocado en el circuito de lo extraordinario; cualquier obra de arte puede ser tan sólo parte de una escenografía cotidiana. Unos y otras pueden formar parte de un uso y un discurso ajenos a los creadores y sus propósitos originales, y participar, por ejemplo, de los propósitos de un discurso político. Un caso conocido es el de gran cantidad de temas y cosas que hoy consideramos patrimonio. Para que estos productos, y los procesos que los han hecho posibles, se distingan entre sus semejantes ordinarios, es necesario vincularlos con eventos especiales, con hitos y referencias a una historia “oficial” que ha de pretenderse normativa y perpetua. Es imprescindible referirse a ellos, e interpretarlos, desde un lenguaje peculiar que los articule con otros objetos ya calificados por la moral del grupo (sus tradiciones y costumbres, su cosmovisión y rituales). Este lenguaje, aunque pretende las definiciones y alcanzar los acuerdos, no puede más que indicar gradientes, es decir, posturas relativas a cómo ver las cosas, no a las cosas mismas. (…) Los códigos de uso y los de la belleza son desarrollados durante el proceso de creación, pero no se realizan sino cuando el objeto, ya alejado del proceso, se encuentra en las etapas de circulación, consumo y uso. Allí, sometido a vinculaciones con otros objetos reales, a contextos que nunca fueron imaginados, a sujetos que sienten, piensan y mudan de parecer, es donde se pone a prueba si el producto es capaz de sobrellevar las cualidades y el estatus pretendidos durante el proceso. Nadie garantiza la comprensión, ni al paso del tiempo la permanencia y valoración, ni el rumbo de los desvaríos que el discurso hegemónico pueda dar al objeto o la obra en cuestión. El objeto, sin embargo, puede siempre ser reprocesado; podemos intervenirlo de nuevo, resignificándolo. (…) Los objetivos particulares y la cosmovisión cambian; tarde o temprano, descubrimos nuevas relaciones en las cuales pensar y se activan otras emociones, de manera que siempre tendremos a mano algo “bueno para usarse” y “bueno para pensarse”. Habrá entre lo que nos rodea productos cuya manufactura o propósitos sean

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sobresalientes; habrá también los de hechura inferior o de provecho limitado; no faltarán los de utilidad o belleza restringidas a una pequeña comunidad, ni los que pasarán inadvertidos entre lo cotidiano hasta que un pensamiento o un sentimiento chatos, o bien una idea o una sensación plausibles, los coloquen en el circuito de lo extraordinario.

ILUSTRACIÓN: Pintura rupestre.

Las argumentaciones, que con el tiempo se simplifican y por lo general son mutiladas, finalmente se convierten en el llamado “sentido común”, que realimenta las sensaciones posibles y nuestra percepción de las cosas. Mientras no cambien demasiado los hechos, el sentido común puede ejercerse. Un cambio paulatino permite adaptaciones: las cosas se van haciendo a nosotros y nosotros a ellas; todo transcurre —lo ordinario y lo extraordinario— a través de ajustes continuos, comprensibles; si algo no encaja se corrige, se hacen los arreglos o se omite sin sobresaltos. Pero si ocurre un hecho para el que carecemos de ideas o elementos que nos permitan amortiguar su impacto; un hecho que pone en crisis severa algunas de nuestras creencias e instituciones, o una parte de nuestra salud y naturaleza, solemos entonces alternar entre la resistencia y la huida.(…)

ILUSTRACIÓN: Figura de Lladro.

Javier siente, cuando contempla la propaganda o mira por el escaparate, mientras sostiene el empaque entre sus manos, desenvuelve y sopesa el objeto, o luego cuando lo muestra a otros, que ese artefacto representa bien lo que él considera lo bueno, lo adecuado para un propósito. Él intuye (comprende sin razonamiento, sin necesidad de que medie argumentación alguna) que aquello está bien hecho y presentado; aprecia que puede ser entrañable y conveniente, puesto que le sirve y puede usarlo. Le sirve porque sus habilidades (de orden cognitivo) y sus destrezas (de orden psicomotor) han sido educadas

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para comprender y manipular las funciones (al menos las más sobresalientes) de otras cosas de usos similares y significados equivalentes. ¿Equivalentes en qué? En que son cosas, entre tantas otras, calificadas por su comunidad como manifestaciones adecuadas de conceptos que, más allá de función o forma alguna, expresan ideas como: lo bueno, lo bello, lo que vale la pena, etc. Javier, además de sentir, piensa que nada (económico, legal, como miembro de una clase social, etc.) le limita el acceso a ese objeto. Él piensa, también, que si algo es abiertamente recomendado por autoridades como el profesor o el cura, los amigos más informados o los adultos de la familia, la escuela o la televisión, es porque se trata de un algo valioso (bien hecho en tanto proceso, y bien logrado en tanto producto). Javier siente que aquello que le gusta, lo que le agrada, puede pensarse que es bonito, puede estar dotado de hermosura. Si lo que siente y piensa de un objeto es que le resulta útil, que le gusta, que puede obtenerlo (o ser participe de su usufructo) y que le es provechoso para un propósito que comprende y acepta; y si además, ese objeto es validado por quienes considera autoridades o piensan como él, entonces ese objeto, que es bueno (y es “bello”), es comparable con cualquier otra cosa que satisfaga sensaciones y pensamientos similares. Para Javier, una escultura de la iglesia, las montañas que venera, los objetos propios de una celebración religiosa, las piezas en exhibición del museo, etc., son objetos extraordinarios (en los que reconoce ciertos límites de usufructo); objetos únicos tal vez y, por lo mismo, “cosas para todos” como me dijo. Su uso como portadores de sentido o su manufactura especial, el modo como sostienen o sintetizan una cosmovisión, su propósito como trabajos artísticos, no los distingue de otros objetos, de cualquier otro diseño que, como ellos, esté bien elaborado y lo conmueva. Javier comprende que los objetos extraordinarios ocupan su lugar gracias a acuerdos comunitarios (de su comunidad o de cualquier otra que actúe como autoridad), y no hay motivos para dudar de ellos, ni contrasentidos manifiestos al respecto. Javier no tiene necesidad de reconocer como separables o excluyentes eventos y objetos que se manifiestan, a su entendimiento y sensibilidad, de manera similar. Javier actúa como un usuario conforme con el paradigma de la modernidad (…) Todo —incluidos el arte y el diseño— tiene un propósito de progreso y está sujeto a la

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competencia, el éxito económico y la distinción. Para Javier, la innovación y el “rediseño” siempre producen mejoría y el crecimiento de la civilización. Como miembro de comunidades en las que opera aún el paradigma de la tradición, conserva la idea de que las cosas se hacen con arte, con mayor o menor esfuerzo, pero siempre bien hechas y buscando en ellas la perfección y la belleza (la magnitud de dineros y tiempo invertidos se compensan por el servicio al que se destinan). Lo ordinario y lo extraordinario, lo cotidiano y lo sagrado, se realizan sin sobresaltos; no hay tensión aparente entre la modernidad y la tradición: los paradigmas se acoplan. Javier ejerce sus creencias, dentro de las comunidades a las que pertenece, sin que una teoría u otra se contrapongan, un modelo u otro se estorben demasiado. (…) (…) Nuestros sentimientos y pensamientos respecto al arte y el diseño se manifiestan desde este terreno lleno de contrasentidos. Se manufacturan arte y diseño diversos para todos los personajes que somos. Las cosas, esos distintos productos preparados o dispuestos para una finalidad y que comparten un proceso similar (lo que he descrito como proyecto y diseño), cuando llegan a nuestras mentes o están en nuestras manos no pueden ser más que objetos ordinarios o extraordinarios. Esta distinción entre lo ordinario y lo extraordinario facilita la comprensión del lugar que estamos ocupando, del ritual del que formamos parte o de la práctica cotidiana que estamos ejerciendo; nos ayuda a distinguir eventos diferenciados, y comportarnos, sentir y pensar de manera diferente. (…) Días después de nuestra conversación interrumpida por el siseo (ordinario) del transmisor (extraordinario), me preguntó Javier si había llegado a alguna conclusión de “lo que era arte”. “Arte —le dije— es algo que valoramos porque nos hace pensar y sentir cosas que nos parecen importantes.” “¿Y entonces, mi radio qué es?” “Su radio, ¿qué le recuerda?” Pensó un poco y me dijo: “Pues… me recuerda mis obligaciones.” “¿Entonces?”, volví a preguntar. “No, pues visto así, no es arte… pero cuando lo compré me parecía.”

Fernando Martín Juez. Abril de 2002. Tepoztlán, Morelos, México.

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