Nuestro sistema de control de constitucionalidad y el princip

gremio que suele ser proclive al elitismo: el de los abogados. Los jueces y los abogados tienen la misma formación, recibida en los mismos establecimientos ...
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© La Ley S.A. 2004 Voces: CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD Titulo: Nuestro sistema de control de constitucionalidad y el principio del gobierno de la mayoría (Propuestas de reformas normativas para hacerlos más compatibles)(1) (2) Autor: Carrió, Genaro Publicado en: LA LEY 1990-C, 1050 SUMARIO: I. Introducción. -- II. Un ejemplo elocuente. -- III. Una objeción de fondo a nuestro sistema. -- IV. Esbozo de defensa "provisional" de nuestro sistema. -- V. Hacia un mejoramiento de nuestro sistema de control de constitucionalidad. -- VI. Observaciones finales. I. Introducción Nuestro sistema de control de constitucionalidad de las leyes (lato sensu) --que en adelante llamaré "nuestro sistema"-- está inspirado en el de los Estados Unidos y tiene una prolongada vigencia. Fue establecido formalmente por la ley 27 del 13/10/862 (Adla, 1852-1880, 354). Su establecimiento efectivo, esto es, su aplicación en la práctica jurisdiccional, remite a los casos "Sojo", del 22/9/887 y "Elortondo", del 22/9/887, sobre todo al segundo. En los Estados Unidos ese mismo sistema, conocido allí bajo el nombre de judicial review, fue establecido, según se sabe muy bien, en el célebre caso "Marbury vs. Madison" (1803). El sistema norteamericano y el argentino configuran un régimen de control difuso, por oposición a uno centralizado. Esto quiere decir que todos los órganos jurisdiccionales y no solamente un cuerpo especializado ad hoc (vgr. un Tribunal Constitucional), cualquiera sea el rango de aquellos órganos, desde los más encumbrados hasta los más modestos, tienen la potestad de rehusarse a aplicar normas emanadas de los otros poderes, a solicitud de parte y en un litigio real o genuino si, según el criterio suficientemente fundado del órgano jurisdiccional que interviene en el litigio, la norma cuestionada es incompatible con una o más reglas contenidas en la Constitución o con uno o más principios derivados de ella. Existen, claro está, otros importantes recaudos a los que está supeditado el ejercicio válido de la potestad que es centro de nuestro sistema. No me ocuparé aquí de ellos por dos razones. La primera es que son muy conocidos. La segunda, que no se relacionan de manera directa con la finalidad de este trabajo, según lo advertirá fácilmente el lector. Pues bien, nuestro venerable sistema ha sido objeto de recientes críticas cuyos fundamentos no pueden desdeñarse. En síntesis, se le reprocha ser incompatible con el principio del gobierno de la mayoría, que constituye uno de los pilares de las instituciones democráticas. En el cap. III veremos en forma resumida cuáles son los fundamentos de esa objeción.

Tanto considero que esos fundamentos no pueden desdeñarse que, para buscar que nuestro sistema resista mejor a la objeción, creo conveniente sugerir la adopción de algunas reformas constitucionales y legales en el régimen de administración de la justicia federal establecido por la Ley Suprema y las restantes normas que lo integran. El objeto de este trabajo es, pues, proponer esas reformas tentativas a la consideración general. Las juzgo pertinentes y actuales. Sostengo que son pertinentes porque tienden a defender y preservar una práctica institucional valiosa, hoy objeto de críticas, práctica que salvo períodos de excepción, ha funcionado aceptablemente bien en nuestro medio desde hace cien años, lo que en la Argentina linda casi con el milagro. Sostengo que son de actualidad, porque, como se dice en la nota puesta al título, se vuelve a hablar con insistencia de reformar la Constitución Nacional y algunas de esas propuestas suponen tal reforma. Todo esto justifica, creo, la publicación de este trabajo. Los dictados del buen sentido parecerían indicar que en el próximo capítulo expusiera con algún detalle los fundamentos de la objeción sumariamente enunciada más arriba, que ataca los cimientos de una práctica institucional muy antigua. Apartándome de esos dictados, pospondré un poco el desarrollo abreviado de esos fundamentos. En el cap. II recordaré en forma muy breve, a título de ejemplo elocuente, un enfrentamiento político-institucional muy conocido que puso en jaque la conveniencia de la judicial review norteamericana en los años '30. Empezaré por allí porque creo que nada mejor que ese ejemplo muestra la atendible fuerza de la crítica. De ésta, es decir, de la tacha de antimayoritario o a-mayoritario que se formula a nuestro sistema, me ocuparé en el cap. III. En el cap. IV procuraré hacer su defensa provisional --si se la puede llamar así-- frente a tal crítica. En el cap. V enunciaré en forma de propuestas tentativas las reformas constitucionales y legales que sería apropiado hacer al régimen de administración de justicia federal para que nuestro sistema fuese apreciablemente menos vulnerable a la objeción referida; si se adoptaran dichas reformas u otras de alcances semejantes, podría hacerse una defensa de nuestro sistema indudablemente más fuerte que la de carácter "provisional" expuesta en el cap. IV. En el cap. VI, por último, formularé algunas observaciones finales. Pasemos ahora a recordar el paradigmático caso o grupo de casos norteamericanos aludidos y la situación institucional creada por ellos en un contexto de aguda crisis socio-económica. El lector ya habrá advertido, sin duda, a qué me refiero. Entiendo que vale la pena detenernos, aunque sea en forma muy breve, en ese elocuente ejemplo. Él nos permitirá ver, como dije, por qué la crítica que nos ocupa tiene un fundamento digno de detenida consideración. El hecho de que el ejemplo haya sido tomado de la experiencia jurisdiccional norteamericana

y no de la argentina carece de importancia. Como vimos, nuestro sistema y la judicial review no ofrecen diferencias relevantes. II. Un ejemplo elocuente La historia institucional de los Estados Unidos, cuna de la judicial review como ejemplo central del derecho positivo de una comunidad, registra un conjunto de episodios que demuestran a las claras los graves inconvenientes que puede llegar a originar esta técnica de control de constitucionalidad en cierto contexto social y jurisdiccional. Esto es, cuando es manejada desde la cúpula y reiteradamente por un cuerpo de magistrados carentes de sensibilidad frente a las exigencias de una tremenda crisis socio-económica. Me refiero, como es obvio, a la lucha que en la década del '30 libró la Suprema Corte Norteamericana para anular --cosa que estuvo a punto de conseguir-- los esfuerzos del Presidente F. D. Roosevelt y del Congreso de los Estados Unidos para recuperar, mediante las leyes que fueron la base del New Deal, y demás medidas complementarias de ellas, la normalidad de la estructura económica, política y social del país, profundamente afectada por la gran depresión. No voy a recapitular las concretas circunstancias de esa lucha aparentemente muy dispar, librada entre la enorme mayoría del pueblo norteamericano, por una parte, y, por la otra, nine old men, para usar la frase acuñada por Fred Rodell. Tales hechos son demasiado conocidos para justificar que haga aquí un nuevo relato de ellos. Las cosas, al final, se enderezaron casi por milagro, cuando un político tan avezado como Rooselvet se disponía ya a echar mano de un remedio heterodoxo, que para muchos hubiese sido casi tan malo como la enfermedad que con él se buscaba curar. Ahora bien, ¿no demuestra ello --pueden argüir los críticos de nuestro sistema-- que esta técnica lleva en sí una simiente de perversidad institucional que basta para neutralizar cualquier ventaja que puedan aducir a su favor quienes la apoyan? ¿No coloca las decisiones de los cuerpos políticos mayoritarios a merced del criterio de un pequeño grupo de hombres que bien pueden sustentar ideas retrógadas o reaccionarias? ¿No constituye tal estado de cosas normativas --si cabe la expresión-- una grave amenaza de desintegración institucional en tiempos de crisis socio-económica? En el capítulo siguiente me ocuparé de esto con más detalle. III. Una objeción de fondo a nuestro sistema (3) La objeción del epígrafe supone una manera especial de definir y justificar las instituciones democráticas. En el centro de éstas, tal concepción ubica el principio del gobierno de la mayoría, al que asigna una fuerza muy importante. El principio de protección de los derechos de las minorías, tan importante como el otro para caracterizar las instituciones democráticas,

no resulta prima facie igualmente valorado por esa concepción. La objeción que me ocupa no es ajena a ello; pese a lo cual posee fuerza autónoma. Por eso la trataré con independencia de esa aparente falta de equilibrio entre los dos principios. Veamos cómo fundan la objeción quienes la formulan. El argumento puede comenzar más o menos del siguiente modo, quizás expresado de manera exagerada para que se lo vea en todo su peso. Los integrantes de los poderes políticos de una democracia --el Ejecutivo y el Legislativo-- son elegidos por la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Así, según la Constitución argentina, el pueblo elige directamente a los diputados e indirectamente a los senadores y al Presidente de la Nación. En cambio no elige a los jueces. Los jueces son designados por el Presidente y el Senado, de modo que el cuerpo electoral, sólo interviene de manera muy indirecta en esa designación. Son nombrados de por vida y sólo pueden ser privados de sus cargos a través de un engorroso procedimiento --acusación por dos tercios de diputados, sentencia por dos tercios del Senado-- que en la práctica ha funcionado muy mal. Mejor dicho, no ha funcionado. Por lo demás, la ciudadanía, esto es, el electorado, no ejerce ninguna otra forma de control sobre la actuación de los jueces. Esos jueces, sustraídos por lo expuesto a las aspiraciones de la opinión pública y no responsables de manera efectiva ante ella, se desempeñan en su mayoría casi como reclusos. Como tales, ejercen sus delicadas funciones en la calma quietud de sus despachos. A éstos no llega el clamor del debate público característico de toda democracia sana. Entre los jueces y las partes que litigan ante ellos opera la compulsiva intermediación de un gremio que suele ser proclive al elitismo: el de los abogados. Los jueces y los abogados tienen la misma formación, recibida en los mismos establecimientos de enseñanza. Ello suele determinar que haya entre unos y otros una comunidad de valores, no necesariamente democráticos. En manos de ellos, las normas jurídicas se transforman no pocas veces en expresiones enigmáticas o equívocas, acuñadas en un lenguaje oscuro para la comprensión del hombre común. Este no ingresa sin temor al Palacio de Justicia; tiene la impresión de que allí se celebran ritos misteriosos para consumo de los iniciados: los jueces y los profesionales del foro. Los medios de comunicación masivos sólo se ocupan, por regla general, de procesos penales que suelen exhibir algún ingrediente muy llamativo o escandaloso, capaces de atraer por ello el interés o la curiosidad de un número considerable de lectores, oyentes o espectadores. O bien se ocupan de posibles derivaciones judiciales de sucesos políticos, cuya atracción --la de aquéllas-- desaparece con la celeridad con que un evento político sucede o desplaza a otro en

los grandes titulares. La gran mayoría de las otras cosas que ocurren en el foro, en principio "no son noticia". El hombre común, por lo tanto, prácticamente no sabe qué pasa en los tribunales, con aquellas especiales excepciones. Por supuesto que hay órganos de difusión de cuestiones y temas específicamente judiciales, pero ellos carecen de circulación masiva. No tienen otros consumidores naturales que la propia gente del foro. Hasta aquí he resumido --admito que con un énfasis tal vez excesivo-- lo que podríamos llamar los prolegómenos a una de las críticas principales a nuestro sistema. Ahora debo recoger la médula de esa objeción. Ella puede expresarse mediante las siguientes preguntas, ya anticipadas al concluir el capítulo anterior. ¿Cómo es posible que una ley, sancionada tras amplio debate por los representantes del pueblo, democráticamente elegidos, quede sometida o supeditada, en cuanto a su validez constitucional, al criterio de los integrantes de un cuerpo aislado, no elegidos por procedimientos suficientemente democráticos, no controlados en su actuación por los representantes del pueblo y, en la práctica institucional efectiva, no responsables ante ellos? ¿Cómo admitir que decisiones judiciales dictadas en recintos tenebrosos, a los que no llega la iluminación del libre y público disenso democrático, la sana confrontación general de argumentos encontrados, la fuerza de convicción que nace de la discusión racional y sólo de ella, cómo admitir, repito, que aquellas decisiones prevalezcan sobre lo dispuesto por leyes del Congreso sancionadas tras elaboradas discusiones, en las que se han oído las distintas opiniones de legisladores de diferente extracción política, así como la voz de las dos Cámaras del Congreso cuyas distintas bases de integración reflejan intereses institucionales no equiparables ni equivalentes y, por ello, dignos de detenida consideración y respeto? Estas preguntas, seguiría diciendo esta crítica a nuestro sistema, son de aquellas que se contestan a sí mismas. Esto es, preguntas retóricas. La voluntad aislada de órganos sólo tenuemente democráticos --los jueces-- no debe prevalecer sobre la voluntad colectiva de los representantes del pueblo --los legisladores y el Presidente de la Nación-- democráticamente elegidos. El debate democrático realizado en el seno de los órganos legislativos y los partidos políticos no puede ser sustituido por el debate forense que protagonizan ante los jueces los abogados de las partes. Los abogados no representan, a diferencia de los legisladores, amplios intereses colectivos sino sólo el interés circunscripto de la parte que representan. La discusión curialesca a que están expuestos los magistrados judiciales no suple la que es propia del proceso democrático. Los jueces, por lo tanto, actúan al margen de este último. En lo que antecede he procurado abreviar con cierto patetismo uno de los conjuntos de

argumentos más importantes que se invocan contra nuestro sistema. Dichos argumentos -permítaseme insistir-- reprochan a los jueces tener un carácter antidemocrático o, en todo caso, no suficientemente democrático. Tales argumentos conforman una de las críticas que se hacen a nuestro sistema, crítica que puede ser considerada, quizás, la más importante. Se vincula estrechamente con el rechazo que muchos sienten frente al peyorativamente llamado "gobierno de los jueces" como modalidad política reñida --se afirma-- con una sana convivencia democrática y pronta a caer en un conservadurismo retrógrado, insensible a las legítimas aspiraciones de vastos grupos humanos. Pero, ¿es cierto que nuestro sistema corre necesariamente el riesgo de convertirse en el "gobierno de los jueces"? ¿Aloja en sí mismo una tendencia que de modo inevitable conduce a ello? Todo intento equilibrado de contestar de manera completa a estas preguntas debería procurar establecer lo que hay de rescatable en la médula de nuestro sistema, sobre todo en comparación con otros métodos distintos de control de constitucionalidad. Esta tarea excede los límites de este trabajo. Aquí sólo nos interesa evaluar y defender nuestro sistema estrictamente en relación con la crítica a que nos hemos venido refiriendo. A tal fin haremos primero, en la forma de un esbozo, la defensa "provisional" antes anunciada y propondremos en otro capítulo las reformas normativas dirigidas a posibilitar una defensa más fuerte. Lo que sigue sólo es un bosquejo de defensa provisional, la que admite, sin duda, un desarrollo mucho mayor. Este iría más allá del propósito del presente artículo, en el que me interesa, principalmente, justificar las propuestas de reformas normativas que se formulan en el capítulo V. IV. Esbozo de defensa "provisional" de nuestro sistema A) Ya vimos que se reprocha a nuestro sistema el hecho de ser una importantísima institución en virtud de la cual normas dictadas según el proceso democrático quedan supeditadas, en cuanto a su validez constitucional, al arbitrio de órganos aislados que desempeñan su cometido al margen de los debates públicos propios de los sistemas democráticos. Frente a ese reproche, que presenta a los jueces como órganos ajenos a la discusión pública o popular característica de toda democracia, caben, por lo pronto, las siguientes consideraciones. Por un lado esa observación no recoge con fidelidad lo que ocurre en el mundo del foro en general; por otro, ella se ajusta menos aún al tipo de casos en que se requiere de los jueces el ejercicio de la potestad de control constitucional. Veamos estas dos cosas conjuntas y someramente. a) Los jueces tienen la misma información en materia de cuestiones públicas que la que

poseen los litigantes o el ciudadano común. Leen los mismos diarios y las mismas revistas de contenido político; ven y/o escuchan los mismos programas de interés general. b) En todos aquellos casos en que se trata de pronunciarse sobre la validez o invalidez inconstitucional de una ley más o menos reciente, casos que constituyen la gran mayoría de aquellos en los que se ejerce la potestad de control de constitucionalidad, los jueces necesariamente deben compulsar los diarios de sesiones de ambas Cámaras para examinar en detalle los debates parlamentarios pertinentes, sin los cuales no puede determinarse cuál fue la intención del legislador al dictar la ley cuestionada. Esa intención será determinante del sentido de la norma de que se trata, lo que incide de manera directa sobre su validez constitucional. Al examinar los debates el juez toma contacto directo con la opinión de los representantes del pueblo que participaron en la discusión y sanción de la ley. Esto es, toman necesario contacto con una fase esencial del proceso democrático que remata en el dictado de la norma sub lite. c) El debate forense que tiene lugar en los casos en que opera nuestro sistema incluye necesariamente la discusión de temas de interés institucional. Si los abogados que intervienen en él son profesionales serios y capaces --y no podemos a priori negar que lo son-- dichos profesionales aportarán al juez todos los elementos de juicio dotados de naturaleza institucional relevantes para la decisión del punto central de la litis. Los aportarán y los confrontarán con los que esgrime la parte contraria. Tal confrontación sobre tópicos de índole general equivale por lo menos a la confrontación de ideas propias de los procesos democráticos ordinarios. Digo "por lo menos" porque los argumentos forenses desplegados por abogados serios son en principio más dignos de atención que los debates "en bruto" de los integrantes de las agrupaciones políticas. B) A favor de nuestro sistema pueden argüirse otras razones que tienen que ver con aspectos de la crítica de antimayoritaria a mayoritaria que se le formula y que creo del caso señalar brevemente aquí. El argumento más importante es el carácter tradicional que esa institución tiene en nuestro foro. La gran mayoría de los jueces y abogados hemos sido educados en ella. Está aceptablemente bien consolidada porque, en general y salvo excepciones, los jueces la han ejercido con moderación y prudencia. Algunos dirán, incluso, que con excesiva cautela. Con el correr de los años, de muchos años, la Suprema Corte se ha encargado de limitar (o de auto-limitar) su ejercicio; ha terminado por adoptar casi los mismos criterios de aplicación de ella que la Corte norteamericana. No nos amenazan desbordes jurisdiccionales generales o masivos, ni conatos de ellos, que justifiquen abrigar temores de que nos veamos sometidos a "un gobierno de los jueces". Los excesos individuales o circunscriptos, que los hay, están bien

controlados por la propia Suprema Corte a partir de la creación de la doctrina de la arbitrariedad. Los desbordes institucionales no se han originado entre nosotros en los integrantes de la magistratura, salvo casos muy aislados, por no decir extraordinarios. No ha sido aquélla la que ha puesto en peligro, la vigencia de la Constitución. Lo que más puede achacársele, a raíz de las acordadas de setiembre de 1930 y de junio de 1943, es no haber sabido defender debidamente esa vigencia. ¿Debió haberlo hecho frente al hecho consumado? ¿Podía realmente hacerlo? ¿Hubiera sido o no mejor que sus ministros, para no convalidar la irrupción de la fuerza, se hubiesen ido a sus casas? ¿No hubiera significado esa renuncia ceder sus cargos a magistrados obsecuentes, adictos al nuevo régimen? ¿Qué hubiera sido peor? Para intentar una respuesta sensata a estas difíciles preguntas tendría que escribir muchísimas más páginas que las que forman este ensayo, cosa que por supuesto no estoy dispuesto hacer. Los desbordes institucionales han provenido principalmente del Poder Ejecutivo o, más concretamente, de una de sus dependencias, la que ha actuado en más de una ocasión bajo el liderazgo de jefes mesiánicos imbuidos de un patriotismo elemental. No debe silenciarse que también en algunos períodos no lejanos vastas mayorías legislativas marcharon al ritmo marcado por un Poder Ejecutivo autocrático, de su misma extracción política, y contribuyeron con éste a manejar el país a su antojo. He llamado "provisional" a este esbozo de defensa, para distinguirla de aquella más fuerte que podría formularse una vez adoptadas las modificaciones normativas al régimen de administración de justicia a que me referiré en el capítulo siguiente. V. Hacia un mejoramiento de nuestro sistema de control de constitucionalidad Hemos dicho varias veces que se reprocha a nuestro sistema, como cargo principal, que es una institución si no francamente anti-mayoritaria, por lo menos constitutivamente poco permeable a los intereses y aspiraciones de la mayoría. Algo así como un bolsón potencial de elitismo inserto en un régimen político que no tiene ese carácter; esto es como una técnica de control de constitucionalidad que hace posible que la voluntad de los miembros de algo parecido a una casta, no elegidos por el pueblo y que actúan a través de procedimientos no controlados por sus representantes, prevalezca sobre la voluntad de cuerpos políticos elegidos mayoritariamente. Algunos sostienen que no hay otra alternativa, para evitar tan lamentables resultados, que sustituir nuestro sistema por otro método distinto. En esa línea de opinión se ha sostenido que para superar las críticas resumidas más arriba habría que introducir en nuestro sistema modificaciones tan sustanciales que éste quedaría alterado más allá de todo posible reconocimiento.

Por mi parte creo que, antes de abogar por soluciones tan drásticas, habría que ver si mediante la modificación de algunas disposiciones constitucionales y legales relacionadas con la administración de justicia que nuestro sistema integra, se podría mejorar este último -conservando su médula-- de modo de permitirle superar la objeción arriba resumida sin necesidad de introducir en él las alteraciones radicales que algunos reclaman. 1. Métodos de designación de los jueces Ya vimos que según los textos constitucionales respectivos, los miembros de las judicaturas estadounidenses y argentina son designados de la misma manera: por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado. Pero las prácticas de uno y de otro país difieren grandemente al respecto. Más adelante veremos cuáles son los factores que han conducido a que los resultados concretos, en materia de integración del poder judicial federal, sean en los hechos muy distintos en uno y otro país. Pero veamos ahora las objeciones fundadas en el principio democrático del gobierno de la mayoría que pueden formularse al método general de nombramiento de los jueces de nuestro país. Una primera impugnación es que en ese nombramiento intervienen dos órganos políticos que a su vez han sido elegidos a través de un procedimiento sólo mediatamente democrático, como lo es el de elección indirecta. No es, pues, desatinado preguntarse si en la designación de los jueces, para que ella sea más democrática, no habría que dar alguna injerencia a la Cámara de Diputados, que hoy no tiene ninguna pese a ser el único órgano político del gobierno federal elegido por el pueblo de manera directa. Preguntar por qué excluirla es, prima facie, hacer una buena pregunta. Pero también parece ser una reflexión prima facie plausible --diría un celoso defensor del principio de la mayoría-- pensar que tal principio exige que los jueces sean elegidos de manera directa genuinamente mayoritaria, por voto directo y de los ciudadanos, como ocurre en algunos estados de la Unión. Esto es, por sufragio popular, por un tiempo limitado y tras campañas electorales en que los candidatos a jueces puedan informar a la ciudadanía cómo se proponen desempeñar sus cargos en caso de ser electos. Sólo así, sostendría el firme adalid del principio de la mayoría, quedaría plenamente satisfecho el requisito de "democracia en la designación de los jueces". Desaparecería de ese modo el elitismo; la gravitación del interés del pueblo en la actividad del poder judicial estaría presente desde un comienzo y se aseguraría el acceso a la magistratura de jueces inspirados por un verdadero espíritu democrático. Sucede empero que los oponentes a este modo de designación popular de los jueces tienen muy buenas razones para rechazarlo. Lo que la comunidad ganaría con la adopción de un

procedimiento "democrático" de nombramiento de sus magistrados judiciales lo perdería seguramente en materia de seriedad, equilibrio e imparcialidad de las decisiones de aquéllos. Quizás su designación sería menos objetable pero no su desempeño. Las críticas que se hacen en los Estados Unidos a la designación de los jueces por sufragio popular son dignas de ser oídas. Con este sistema nuestras prácticas judiciales, me temo, serían mucho peores que lo que hoy son y aun peores que las vigentes en aquellos Estados norteamericanos donde se les han formulado tan fundadas críticas. Esto último es así porque los argentinos tenemos una educación y una experiencia democráticas mucho menores y más breves que los norteamericanos. Cuesta trabajo imaginar a nuestros hipotéticos candidatos a jueces, en plena campaña electoral, prometiendo, por ejemplo, que en caso de ser electos interpretarán la cláusula constitucional 1 o la disposición legal 2, de la manera A o B, o que serán indulgentes con los acusados de los delitos y o z, o que regularán honorarios aplicando siempre los topes arancelarios mínimos, o que fallarán siempre a favor o siempre en contra del Estado o de sus dependencias en los casos en que uno u otras sean partes, etcétera. Nada de eso sería serio; conduciría sin duda a desnaturalizar la administración de justicia, so capa de democratizarla. Esa forma de "democratización" del método de nombramiento de los jueces llevaría presumiblemente a resultados muchos peores que los que se achacan al sistema en vigor. Ya dijimos en qué consiste este último; también señalamos que, pese a la identidad de los respectivos textos constitucionales, tal sistema funciona mucho mejor en los Estados Unidos que entre nosotros. Ahora corresponde ver por qué es así. Las principales diferencias en la aplicación práctica del procedimiento constitucional de designación que quiero mencionar aquí pueden reducirse a dos. En primer lugar, en los Estados Unidos las audiencias que celebra la Comisión de Acuerdos del Senado para pronunciarse sobre si el cuerpo debe o no otorgar el advice and consent a la propuesta del Presidente para nombrar a un magistrado no son reservadas o secretas, como entre nosotros, sino públicas. En segundo lugar, a ellas deben concurrir los candidatos propuestos, quienes son sometidos a un exhaustivo interrogatorio, que abarca todos los aspectos relevantes de sus currícula, sin excluir la persona, y su repertorio de creencias cívicas (lato sensu). Se les pregunta a fondo acerca de su pasado profesional y político; acerca de sus convicciones y declaraciones concernientes a los valores democráticos y políticamente liberales consagrados en la Constitución; acerca de sus finanzas personales; acerca de su pasado desempeño, en su caso, en distintos cargos públicos; si han sido jueces, acerca de por qué han votado en tal o cual sentido en casos de interés institucional, etcétera.

Como consecuencia de ellos, nadie que no pueda exhibir una trayectoria intachable en esos aspectos y en otros de similar importancia, aprobará el test del acuerdo del Senado por mucho que se trate de un abogado o jurista de renombre o de una figura pública que goza del favor del Presidente y de su partido. Basta recordar que a Reagan el Senado le rechazó dos candidatos a ministros de la Suprema Corte porque no los consideró satisfactorios. Volviendo ahora a algo señalado poco más arriba, además de adoptar la práctica norteamericana de las audiencias públicas y los interrogatorios exhaustivos a los candidatos a jueces, habría que examinar la conveniencia --prima facie interesante-- de que el acuerdo fuese prestado no sólo por el Senado sino también por la Cámara de Diputados en sesión conjunta. Ello requeriría, como es obvio, una reforma de la Constitución. Si se la adoptara, la Comisión de Acuerdos judiciales tendría que ser bicameral. Dado ese paso, quizá fuera ventajoso complementarlo haciendo que a las sesiones de la Comisión concurrieran con voz pero sin voto representantes de las Asociaciones de Abogados y de magistrados del foro en el que debe llenarse la vacante, y también con representantes de la Facultad de Derecho más próxima a ese foro. Esta participación de organismos ajenos al Congreso, pero relacionados con la administración de justicia, en las sesiones de la Comisión de Acuerdos judiciales, ya ampliada con diputados, propendería a que en las designaciones no sólo se tuviera en cuenta la probidad y los valores democráticos y políticamente liberales de los propuestos sino también su prestigio profesional y su buen conocimiento del derecho. Esto último, si se me permite una afirmación trivial, es un ingrediente básico de la aptitud de un buen juez. Es por ello que el método de designación por sufragio popular y, en general, todo otro en que ella queda sola diferida a la voluntad mayoritaria, no es un método adecuado. Tal como la idoneidad de un investigador en el dominio de las ciencias o la verdad o falsedad de una teoría física o filosófica, pongo por caso, son cuestiones que no pueden ser resueltas con sensatez contando votos, del mismo modo este procedimiento no sirve para determinar el grado de idoneidad jurídica de un candidato a juez. Los procedimientos democráticos, irreemplazables en otras áreas, no sirven en ésta. Por lo tanto, la decisión de la voluntad mayoritaria no constituye una alternativa válida como método para designar jueces. Sobre todo en países como los Estados Unidos y la Argentina, donde los magistrados judiciales tienen a su cargo la delicada función del control difuso de constitucionalidad. Si queremos contar con buenos jueces, nuestro actual método de designación debe ser retocado de la manera que he creído prudente sugerir más arriba, a fin de corregir sus deficiencias. Pienso que con eso basta y no veo razones para reemplazarlo por otro. Con esas

reformas a la institución del control de constitucionalidad y su ejercicio quedarán a cubierto de algunas de las críticas que se le dirigen. Veamos ahora cómo hacer frente a otras. 2. Control "democrático" del quehacer judicial y nuestro sistema Tal como es inadmisible designar a los jueces por sufragio popular, también lo sería someter sus proyectos de decisiones a la aprobación de la mayoría del electorado, aun en caso de notorio interés institucional (como por lo común son aquellos en que se debate la validez constitucional de una ley). Lo mismo habría que decir del recurso al referendum popular para que el electorado decida si debe o no mantenerse un fallo que se ha rehusado a aplicar una ley por considerarla inconstitucional. El ciudadano medio carece en principio de suficiente información para pronunciarse respecto de cuestiones constitucionales. Estas suelen ser complejas y en la mayoría de los casos es difícil predecir las implicaciones inmediatas y mediatas de una solución en tal o cual sentido. Una reforma interesante sería introducir la práctica del amicus curiae. Esta institución procesal anglosajona faculta a personas que no son partes en un litigio a aportar al mismo elementos de juicio y argumentos relacionados con sus hechos y su posible decisión, mediante memoriales que pasan a integrar las actuaciones. El debate judicial adquirirá con ella una apertura y una amplitud de integración que no tienen hoy, en medida suficiente, nuestros procedimientos puramente contradictorios. Ese debate se volvería más democrático, en un sentido interesante (y relevante en este campo) de esa palabra. Considero que sería particularmente útil para ilustrar el criterio de los jueces en casos complejos como suelen ser los de control de constitucionalidad. Otra reforma por la que se ha abogado en ciertos ámbitos es la de ensayar gradualmente, comenzando por áreas muy circunscriptas de la tarea jurisdiccional, la incorporación minoritaria de jueces legos en los tribunales colectivos. Pero tal reforma carecería por completo de aplicabilidad en materia de control de constitucionalidad. Aun los jueces legos más capaces sólo poseen idoneidad --por ser legos-- para decidir cuestiones de hecho o cuestiones de derecho muy sencillas, pero no cuestiones de derecho complicadas como las que normalmente plantea una impugnación de inconstitucionalidad. 3. Duración de los jueces en su cargo En nuestro sistema, como en el norteamericano, los jueces, son designados de por vida: mientras dure su buena conducta. Ya hemos visto que quienes critican a nuestro sistema se apoyan en parte en que órganos vitalicios, sustraídos a la legítima presión de la voluntad mayoritaria, no están bien capacitados para cumplir con sensibilidad democrática la función

en que aquella técnica de control consiste. Con otras palabras, el alegado elitismo de los jueces no sólo se vincula con los métodos de designación de ellos, considerados poco democráticos, y con un desempeño de sus funciones sustraído al control del electorado y de sus representantes. También se relaciona, con los métodos de remoción de los jueces incursos en típico mal desempeño de sus cargos o en situaciones en cierto modo equivalentes o atípicas. Esta crítica tiene su razón de ser, sobre todo teniendo en cuenta que los jueces argentinos, tal como señalé, son designados de por vida. El juicio político previsto por la Constitución estadounidense y por la nuestra para la remoción de jueces ha demostrado ser en la práctica, por lo menos entre nosotros, un mecanismo pesado e ineficiente. Se pone en marcha sólo de manera muy ocasional y se desarrolla con increíble lentitud. Existe amplio consenso en el sentido de que habría que cambiarlo radicalmente en lo que concierne a todos los jueces, salvo para los ministros de la Suprema Corte. Respecto de estos últimos habría que idear la forma de darle una agilidad muchísimo mayor que la que actualmente tiene. Además habría que agregar alguna disposición dirigida a contemplar la situación de jueces que, como los que estuvieron a punto de hacer fracasar la legislación del New Deal (ver cap. II), por razones de avanzada edad no pueden comprender cabalmente la necesidad de enfrentar situaciones de crisis agudas mediante leyes progresistas. De esto me ocuparé un poco más adelante. Una de las pocas modificaciones institucionales dignas de aplauso que introdujeron los gobiernos militares argentinos de las últimas décadas fue la implantación de juries de enjuiciamiento para magistrados nacionales, excepto los ministros de la Suprema Corte, integrados por otros de mayor jerarquía que los enjuiciados y por un abogado ajeno al Poder Judicial. Dieron excelentes resultados; permitieron que el Poder Judicial de la Nación se viera libre de malos jueces, a través de procedimientos orales y públicos, de sustanciación rápida. Su actuación no dio lugar, en ningún caso, a críticas fundadas. Habría que adoptar ese sistema. Se dirá quizás, que el mecanismo de juicio político previsto en la Constitución es, en los textos, más democrático, porque exige la intervención de ambas Cámaras del Congreso y no se satisface con la intervención, como juzgadores, de un grupo pequeño de magistrados. Pero ese carácter aparentemente ventajoso se ha diluido por completo en la práctica. Si no recuerdo mal en el último medio siglo, por lo menos, el Congreso sólo removió a un magistrado, a quien se le probaron irregularidades asombrosas. El procedimiento que se llevó a cabo contra la mayoría de la Corte Suprema en 1946, durante el primer gobierno de Perón, no fue un

juicio político en serio. Fue una maniobra política para conseguir una Corte adicta. También desde ese punto de vista, el de la seriedad y no politización del método de remoción de los jueces, los juries de enjuiciamiento establecidos por los gobiernos militares fueron una garantía de la preservación de la idoneidad de los jueces mucho mayor que el juicio político de la Constitución Nacional. Veamos ahora cómo enfrentar la situación planteada por soluciones como las que suscitó en los Estados Unidos la revisión judicial de la legislación del New Deal. Creo que ese ejemplo, que califiqué de "elocuente" (cap. II) no basta para descalificar nuestro sistema de control de constitucionalidad, pero que debe hacernos meditar sobre cuáles son las mejores vías enderezadas a evitar que su práctica reproduzca resultados tan poco satisfactorios como los que, a la luz de dicho ejemplo, estuvo a punto de reproducir en los Estados Unidos. Me ocuparé de este tema con cierto detenimiento por su carácter atípico y de algún modo novedoso, en comparación con el que plantean los casos típicos de mal desempeño. Los casos del New Deal mostraron con claridad el uso abusivo de la judicial review por parte de magistrados anclados en valoraciones pretéritas, inmunes a justificadas exigencias del presente. ¿Cómo evitar ese riesgo? La primera solución que a uno se le ocurre puede parecer obvia, lo que por supuesto no la hace menos relevante. Consiste en que los poderes políticos, que son los que designan a los jueces, sean extremadamente cuidadosos al nombrarlos, sobre todo cuando se trata de integrar la Suprema Corte. Ello, para que los magistrados judiciales, muy en especial los que forman esta última, estén siempre a la altura de los tiempos y no pretendan imponer a los problemas del presente anacrónicas "soluciones" del pasado. Pensando en los ministros de la Corte, hay que elegirlos muy bien. No basta con que sean juristas distinguidos de espíritu independiente e imparcial, absolutamente probos y laboriosos, identificados con los valores fundamentales de la Constitución. Es necesario, además, que cuando las circunstancias lo requieran sepan cómo fundar, y estén dispuestos a hacerlo, una interpretación razonablemente dinámica de la Ley Suprema, de modo que sus textos no pierdan el carácter inicial de partes armónicas de un vasto proyecto comunitario abierto al porvenir. Claro que esto no es fácil, pero nadie puede seriamente sostener que lo es desempeñarse como ministro de una Corte Suprema como la de nuestro país o de los Estados Unidos. Se puede objetar a lo expresado, no sin fundamento, que aunque un magistrado reúna todas esas condiciones al momento de su designación, es posible que con el transcurso de los años

vaya variando gradualmente su escala de valores, sobre todo en cuestiones sociales y económicas, hasta dejar de ser un juez dispuesto a manejar la Constitución como una poderosa herramienta de progreso y desarrollo socio-económico, para convertirse, a cierta altura de su carrera, en un juez inclinado a ver en todo cambio importante un eventual peligro que sólo puede conjurarse mediante una enfática y reiterada ratificación del statu quo. No parece buena solución para lidiar con ese problema hacer de los jueces funcionarios transitorios (por ejemplo, con un mandato de igual duración que el del Presidente), porque ello sin duda iría en desmedro de su independencia, lo que sería deplorable. Un juez servil es quizás peor que uno retrógrado. Podría pensarse, en cambio, como alternativa digna de consideración, establecer una única revisión, por parte de los poderes políticos, de la designación de los magistrados judiciales, incluso los de la Corte Suprema, cuando lleguen a cierta edad. Quizás sea apropiada la de setenta y cinco años. Si los profesores universitarios argentinos cesan automáticamente en sus cargos el año en que cumplen 65 años de edad --edad que hoy en día es ciertamente inapropiada pues la docencia y la investigación pueden seguir siendo ejercidas perfectamente bien bastante después de ella-- si, como digo, hay una limitación de edad para quienes ejercen la docencia superior, podría pensarse que no sería censurable hacer algo análogo con los integrantes de la judicatura. Con la diferencia de que los jueces no quedarían automáticamente excluidos de sus cargos por razones de edad, sino que, cumpliendo las mismas condiciones de mayoría exigidas para su remoción, los órganos competentes podrían apartarlos de sus cargos después de cumplida cierta edad y por el solo hecho de haber llegado a ella. Esto es, sin alegar ni probar mal desempeño ni otra causal de fondo. No estoy en modo alguno seguro de que ésta sea la mejor manera de prevenir el posible anquilosamiento valorativo de los ministros de la Suprema Corte y, en general, de los jueces. Me parece que es preferible a la de sustituir la designación vitalicia por otra que haga concluir la gestión de los jueces, de manera automática, a determinada edad. Este otro modo llevaría a apartar de sus cargos a magistrados, que pese a sus años, conservaran intacta su idoneidad, incluso en lo concerniente a la adecuada resolución de cuestiones económicas y sociales a la luz de los valores vigentes. La que he propuesto me parece preferible a esa otra pero, como he dicho, no estoy seguro de que sea la mejor. La propongo para que otros, con mayor perspicacia, sugieran en su reemplazo otras soluciones mejores. Me atrevo a creer que con la adopción de las modificaciones a la administración de justicia que tentativamente he propuesto, nuestro sistema de control de constitucionalidad podrá ser

mejor defendido frente a la crítica que he examinado en este trabajo. Pondré fin a él con las observaciones hechas en el capítulo siguiente. VI. Observaciones finales Para concluir formularé cinco observaciones finales: a) En primer lugar, no he querido hacer una defensa plena o definitiva de nuestro sistema tal como se da en el derecho argentino vigente, sino como se daría en él si se introdujeran las modificaciones constitucionales y legales de nuestra administración de justicia que he sugerido más arriba. Si no se las adopta, la objeción que motiva esta defensa, así condicionada, tiene apreciable fuerza. b) En segundo lugar, no he pretendido, como es obvio, defender nuestro sistema en abstracto, sino en concreto. Esto es, en el contexto de la historia institucional argentina, que --fenómeno fuera de lo común en nuestro país-- dicha institución integra desde hace bastante más de un siglo de modo en general satisfactorio y sin que haya constituido una amenaza de conducir a un "gobierno de jueces". c) Las propuestas de reformas normativas hechas en este trabajo: 1) no pretenden, como es manifiesto, mejorar todo el servicio de administración de la justicia federal para que sea más satisfactorio de lo que actualmente es; sólo pretenden mejorar el sistema de control de constitucionalidad para que pueda hacerse cargo con éxito de una crítica fundada; 2) sólo son sugerencias desprovistas de toda pretensión dogmática; es posible que a los fines indicados sea menester dar a las propuestas concretamente formuladas un alcance distinto, o incluso introducir modificaciones normativas adicionales que, en lo que atañe a la Constitución, pienso que deberían limitarse a lo estrictamente indispensable. d) En este trabajo he dado por sentado que vale la pena defender nuestro sistema de control constitucional de la crítica de antimayoritario o a -mayoritario que se le ha dirigido. Esto es, que es un sistema bueno, preferible en nuestro medio a los otros métodos de control de constitucionalidad que se aplican en los países con constituciones rígidas. Sólo he invocado, en su apoyo, su condición de práctica centenaria en nuestro país. Creo que además de esa virtud, que no es de despreciar, posee otros. Ellas se relacionan principalmente con el hecho de que nuestro sistema, a diferencia de esos otros, consiste en un control de constitucionalidad piecemeal, o al menudeo, lo que puede, puede afirmarse, permitir una mejor colaboración entre los poderes políticos y el poder judicial en la faena común de hacer funcionar bien, por decirlo así la Ley Fundamental. El desarrollo del fundamento de esa aseveración me habría hecho exceder, sin duda, los límites de este trabajo. e) Esta observación final es, sin duda, la más importante. Hay un presupuesto necesario de

todo intento de defender nuestro sistema de control de constitucionalidad, tanto contra la objeción que he considerado como contra cualquier otra. Es el siguiente. Los órganos colegiados o unipersonales que ejercen la delicada potestad en que tal sistema consiste deben ser absolutamente independientes. En este orden de ideas es fundamental que no hayan sido designados por influencia de los gobernantes y/o de los partidos políticos con la intención de que, por complacencia con ellos, se abstengan de ejercer la potestad de control de constitucionalidad frente a normas incompatibles con la Ley Suprema. Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723). (1)El presente trabajo se ocupa de algunos aspectos de un ensayo menos incompleto del tema --y de otros relacionados con nuestro sistema de control de constitucionalidad-- que escribí para ser publicado en España bajo los auspicios del Centro de Estudios Constitucionales, entidad oficial de ese país. Me he decidido a publicar este trabajo, el hecho de que el mismo se centra en la conveniencia de mejorar nuestro sistema de control de constitucionalidad mediante algunas reformas constitucionales --y también legales-- relacionadas con la administración de justicia. Es sabido que hoy se vuelve a hablar con insistencia de la reforma de la Constitución Nacional. Me atrevo a pensar que algunas de las modificaciones tentativamente propuestas aquí son dignas de ser tenidas en cuenta. (2)Dedico este trabajo, con afecto, a mi amigo Fernando N. Barrancos y Vedia, estudioso responsable y serio de nuestros problemas constitucionales. (3)Sobre la objeción de que me ocupo puede verse, entre muchos textos, el importante libro de BECKEL, Alexander, "The least dangerous branch: The Supreme Court and the bar of politics", Indeanapolis, 1962, y en fecha más reciente, la breve pero inteligente ponencia de NINO, Carlos S., "La filosofía del control de constitucionalidad", Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989. © La Ley S.A. 2004